Sumner caminó hacia el norte, dejando que su sentido voor le guiara entre las montañas. En la línea de la nieve, donde unas rocas recortadas ardían con los rayos festoneados del sol, encontró una caverna resguardada del viento. Despejó los cascotes de piedra y se sentó contra la pared negra.
Estaba físicamente exhausto, dispuesto a dormir o a morir, pero el voor en su interior permanecía activo. Sumner dejó que Corby se moviera a través de él, contemplando aturdido cómo el voor cogía la bolsa de piel de serpiente de su costado y esparcía las cenizas y los trozos de huesos del magnar por el suelo ante él. La luz destelló en las lascas de hueso como fragmentos de tiempo, y las vísceras de Sumner se retorcieron de frío con la culpa que sentía por Colmillo Ardiente y el magnar.
Estás cansado, Sumner, habló suavemente Corby, inestable como el humo. Simplemente mira. Voy a hacerte olvidar tu dolor. Vamos a hacer un largo viaje, juntos, vamos a cazar en las sombras a Quebrantahuesos. Sus dedos formaron lentas espirales sobre las cenizas siguiendo el ritmo de la voz del voor de su interior. Sombraviajar es viajar en el tiempo. Aquí hay suficientes restos de kha para que podamos revivir toda la vida del magnar. En Iz, todo tiempo es ahora. Pero no es a él a quien quiero que conozcas. Sus gruesas manos gravitaron en silencio sobre las espirales entrelazadas, y un poder se desató en su pecho, un poder tan sutil como blanca era la ceniza.
El viento aulló entre las desorientadas rocas fuera de la caverna y se fundió con la voz de Corby: Es al Delph a quien quiero que veas… el mentediós para cuya destrucción nacimos. La penumbra era un cliché de colores rotos, largos y más rojos que la carne. Vamos a retroceder doce siglos, siguiendo el kha del polvo de esta vida hasta la época de la primera forma de Quebrantahuesos. El aspecto de las cosas pareció debilitarse. El tiempo es un secreto oculto a sí mismo. Vamos a internarnos profundamente en ese secreto. Vamos a convertirnos en él.
La mente de Sumner se quedó en blanco. Y de repente se encontró en un lugar cálido y oscuro, flotando tranquilamente, escuchando los golpes apagados de una puerta en un viento espectral. Era un latido.
Corby comprendió, y su conocimiento se volvió el de Sumner: Iz les había llevado a los principios de la vida de Quebrantahuesos y luego a través del tiempo, impulsado por la voluntad de Corby, hasta los principios embrionarios del Delph: podían sentirle flotando en la luz sangrienta, envuelto en una niebla susurrante, tan resbaladizo y pequeño que parecía a punto de desvanecerse.
Pasaron palabras de Corby a Sumner, palabras cantadas, la letanía voórica para los no nacidos:
Esta vez, tendrás un nombre, niño, con todos los límites que entraña tener un nombre. Tendrás un nombre esta vez porque donde vas todo tiene un nombre.
Corby continuó, y Sumner sintió que el tiempo se aceleraba. Vislumbró el feto del Delph expandiéndose, agitándose en el vientre, abriéndose paso. Su cabeza asomó a la luz, y salió deslizándose, manchado y brillante con los restos de su vida fetal. La escena se difuminó, barrida en un revoltijo de imágenes que pasaban demasiado rápido para poder asimilarlas.
… donde vas, joven, todo lo que puede suceder ha sucedido. Todo lo que ha sucedido va a suceder de nuevo…
El torrente temblequeó dos veces, refrenándose lo suficiente para que Sumner pudiera ver al infante creciendo: un niño de pelo negro con una túnica demasiado grande, de pie en la mitad de las escaleras de piedra de un templo; luego un esbelto joven vestido con uniforme militar, una estrella de seis puntas destellando bajo una cara angulosa y sonriente, cazas a reacción en el fondo; después, oscuridad volante…
… y aunque empezarás aprendiendo los nombres de todo en tu nueva vida, no importa cuántos nombres aprendas, no importa en qué secuencia los dispongas, no te enseñarán nada sobre el origen o el fin. Existen porque tú existes, para asegurarte que tu existencia puede suceder y sucede, entonces y ahora; siempre, y casi como tú mismo imaginas que ha sucedido…
La aceleración comenzó de nuevo, y Sumner vio al joven con botas de combate, pantalones de vuelo, una camisa militar abierta hasta la cintura. Yacía tumbado en la hierba, bajo la sombra de los árboles, una mujer oscura y vigorosa a su lado. Sostuvo la cara de ella en sus manos y la escena desapareció rápidamente.
… pero los nombres, joven vida, serán reducidos por la grandeza de tu respiración, aunque su ansia será tu largo viaje, todo lo que soportarás jamás es su práctica, su prueba eventual para perfeccionar el espacio que tu paso deja atrás.
La cascada de imágenes giró hasta detenerse. Sumner se sintió flotar en una enorme galería de paredes curvas de color verde claro. El sitio rebosaba de frenética actividad. Un semicírculo de reclinatorios de cuero blanco ocupaba el centro de la galería. Cada silla estaba rodeada por un equipamiento de paneles de cristal y una cúpula de finas redes iridiscentes. Todos los reclinatorios estaban ocupados por técnicos vestidos de verde.
Corby enfocó una estación donde se encontraba un hombre de pelo negro con el rostro estrecho y compuesto. Era el que habían seguido desde el vientre, el Delph. Sobre el bolsillo del pecho de su uniforme de faena aparecía bordado HALEVY-COHEN.
Corby se acercó más, gravitando un instante ante los ojos grandes y espaciados y la nariz fina. Los labios eran carnosos, la mandíbula firme, retirada, el pelo muy denso, meticulosamente peinado hacia atrás a partir de una frente cuadrada. Los rasgos se extendían a una pantalla de luz diáfana, y se deslizaron en él.
Su mente era un tumulto de imágenes y pensamientos, y pasó un instante antes de que incluso Corby pudiera sentir su nombre. Era Jac. En cuanto encontraron este centro, todo lo demás se puso en su sitio.
—Jac —llamó una voz de mujer.
Él abrió los ojos y la vio: era anciana, con la piel ajada y marrón, los labios grandes y oscuros y acuosos por los bordes, hundidos, ensombrecidos con una pena insostenible. Pero cuando vio que él estaba alerta, una sonrisa cortó la tristeza de su rostro, y pareció expandirse. Se echó hacia atrás el largo pelo blanco y se acercó. Él pudo oler el bálsamo que flotaba sobre su bata blanca.
—Soy Assia Sambhava —dijo ella afablemente—. ¿Me recuerdas?
Los ojos de Jac se estrecharon, y sacudió la cabeza.
La decepción ensombreció rápidamente la cara de Assia.
—No te preocupes. —Le secó con la manga la capa de sudor de su labio superior—. Tu memoria lleva rota mucho tiempo. Soy psicobióloga aquí en CÍRCULO, el Centro de Investigación Internacional para la Continuidad de la Vida en la Tierra, y te he estado tratando desde que llegaste hace once años. Tu condición es única y significativa. Tienes unos nudos en el tallo pontino de tu cerebro. En las Fuerzas Aéreas Norteafricanas lo diagnosticaron como un tumor. En realidad, es un desarrollo natural, un pliegue hendido de la corteza cerebral… algo que le ha sucedido a uno de cada cien mil millones de humanos en los últimos cuarenta mil años. Creo que es el siguiente paso en la evolución cerebral, y he estado tratando de activarlo y ampliarlo con suplementos de ARN. Hasta ahora no he tenido éxito y —la sombra de sus ojos se espesó—, peor, puede que te haya hecho daño, Jac. Tu memoria ha desaparecido, y no he podido fortalecerla.
Jac no estaba escuchando. En su interior, sabía quién era, pero no era importante recordar. Esperaba, anticipando el cambio interno que seguía la mayoría de sus tratamientos. Cuando las pautas de asociación empezaron a expandirse, el nódulo de transfusión aún tocaba la vena azul de su cuello, y se sorprendió de lo rápido que respondía su mente. (Sorprendido: es decir, la fosfofructoquinasa descompone la glucosa-1, incrementa la actividad neuronal, y así, en un círculo cerrado, la serpiente se muerde la cola).
Se preguntó si la psicobióloga (Assia, sí), era consciente de la velocidad o incluso de la extensión con que estos suplementos afectaban a su sujeto.
—¿Tienes alguna pregunta… algo que decir? —preguntó Assia.
Los ojos de Jac parecían borrosos.
—Oigo una voz. (La voz humana, el más triste de los instrumentos).
—Lo sé. —Ella era muy amable. Le cogió la mano, y la compasión de sus ojos fue tan densa como el amor—. Los suplementos la intensifican.
—¿Qué hago? (Recuerda tu herencia. Los Qlipoth son tus enemigos ancestrales, especialmente los Mames, que se mueven hacia atrás, y Glesi, que brilla como un insecto).
—Un nuevo ser está naciendo, Jac. —La tenaza de Assia sobre su brazo era fuerte—. Estás cambiando. No trates de combatirlo… y no le tengas miedo.
Jac permaneció inmóvil, sus ojos terriblemente quietos.
—¿En qué me estoy convirtiendo?
—No lo sé —contestó Assia en voz baja. Le acarició un lado de la cabeza con una mano arrugada, y el calor de su contacto fue el calor del amor—. Hemos acabado por hoy. —Quitó el nódulo de transfusión y la red del bioscanner—. Quédate en el centro esta tarde. El suplemento puede que te haga sentir mareado. Volveré a verte dentro de un par de días, ¿de acuerdo?
Él asintió, y la psicobióloga se dio la vuelta y empezó a autorizar atareadamente el tratamiento del día en el teclado.
Las manos de Jac temblaban. Respiró profundamente para calmarse y se levantó de su asiento reclinable. Se sintió aturdido un momento, y luego se debatió con una sonrisa incontrolable mientras el flujo de asociaciones en su mente continuaba acelerándose. (Enamoramiento endocrino, Jac. Tu cuerpo te ama. Aunque esté muriendo, lleva tiempo hacerte sentir bien. Mal por bien. Vida por muerte. Una serpiente que se muerde la cola. La rueda de la ley, rodando).
Jac relajó su mente y permitió que la cadena de significado que percibía le inundara con su euforia, su risa perdiéndose en el murmullo de proceso de datos. Sus percepciones sensoras se convertían de nuevo en continuas, el sonido temblaba como respiración termal, los colores audibles y olorosos.
Recorrió el pasillo de cabinas de tratamiento hasta la válvula de salida como había hecho cientos de veces antes, cada vez más extraña que la anterior.
El portal se abrió bajo un escarpado de arenisca en la periferia de una larga cuenca separada del mar por macizos circulares de roca de esquisto veteada de rojo. El dispensario complementaba el paisaje y era prácticamente invisible desde el exterior. La luz surgía entre bajos bancos de nubes y caía ámbar a través del plano suelo que la lluvia había horadado y resquebrajado. En un alto valle al otro extremo de la base, enormes rocas negras se encogían bajo húmedas alas de lluvia.
Un trueno resonó, y Jac recorrió un vago sendero entre los fríos rayos del sol nublado. (La rueda de la ley, rodando, rodando). Sentía el impulso químico en su sangre, el recién introducido ARN se tensaba a su través, llegando a un clímax que continuó durante horas. Afianzó el paso mientras alguien reducía la lluvia a su alrededor. (Un arpa en las manos del viento).
En la ondulante luz azul del acuario salado, el delgado cuerpo de Assia parecía un fantasma. Tras ella, en la cara negra de metal de una consola de pared, destelló una luz roja: el Data-Sync estaba abierto, preparado para decírselo todo.
Assia tecleó una serie de funciones numéricas. No sabía qué buscaba… algo para afirmar su trabajo o a ella misma.
Un Pez Ballesta Reina pasó como una cometa, sus aletas dorsales y ventrales, un fino recuerdo de alas. Conectó la voz de su recordatorio de datos:
—… mesodermo, varios días después de la concepción. ¿Pero por qué el proceso de la selección natural, que es estrictamente económico, ha dado al Homo sapiens sapiens un volumen cerebral que excede las necesidades de su supervivencia? Estos hallazgos sugieren que el crecimiento cortical es un paso evolucionario necesario pero no suficiente y que estos fetos son los precursores de un inminente desarrollo nuevo: la duplicación del pliegue cortical. Aún quedan por resolver muchas cuestiones. ¿Por qué, por ejemplo, los análisis uterinos del doble pliegue cortical de los fetos en su séptimo mes indican masivas reorganizaciones de agentes cromosómicos enlazados con formaciones de memoria andrógena? ¿Es ésta la evidencia, como sugieren Gallimard y Sambhava, de que esos fetos pueden estar trasladando registros cromosómicos a memorias conscientemente accesibles? ¿Y por qué poco después del final del octavo mes el uno por ciento de estos fetos rehúsa metabolizar esteroides y precipita así el aborto? ¿Por qué ha sido imposible mantener el desarrollo de los fetos mutados en suspensión artificial amniótica? ¿Hay otros…?
Assia desconectó la consola. Corales como joyas de arco iris llamaron su atención: una flor de muerte, una casa-esqueleto, un redundante ciclo vital petrificado en su entidad.
Jac se despertó sobresaltado y se incorporó de un salto, el rostro lleno de sorprendida claridad. La flex-forma en la que estaba acostado aún murmuraba su monótona cantinela cuando se levantó y caminó tambaleándose hacia su escritorio. La pirámide calendario le dijo con su fría luz que había pasado más de un año desde la última vez que había permanecido en pie como estaba ahora, consciente de lo que le sucedía.
Se sentó en el taburete giratorio junto a la mesa y contempló con estupor los cubos de datos y cintas. El cielo más allá del ventanal tras su escritorio aparecía salpicado de estrellas, y bajo su tenue luz vio que nada había cambiado: estudiaba las mismas cosas en las que se había perdido hacía un año: historia mundial, psicobiología, astronomía por neutrinos, y trataba de comprender los cambios. ¿Por qué los enormes terremotos y maremotos habían traumatizado el planeta durante tantas décadas? ¿Y qué era esta radiación cósmica que mutaba todas las formas de vida?
Una nube en forma de león cubrió las estrellas, y su visión se oscureció. La Voz permanecía en silencio, pero podía sentirla cerca. Si lo intentaba… (Siempre estoy aquí, Jac, a un tiro de piedra de distancia).
Saltó a su pesar. Sabía que la Voz era él mismo, el córtex doblado que Assia llevaba activando los últimos diez años. (No trates de racionalizarme. Las visiones derrotan al ego). Su memoria estaba ahora intacta, y diabólicamente, lo primero que recordó, con hiriente lucidez, fue el olor del cabello de Nevé, su esposa. De un manotazo encendió la luz de la lámpara y buscó los chips con los mensajes que ella habría enviado. Cuando encontró los chips transparentes, los sostuvo en el puño. Pero no se volvió hacia el vídeo. No había tiempo. (El arquetipo de espontaneidad demanda que afilemos nuestros propios mondadientes, ¿eh?)
—¡Voz! —exclamó. (¿Sí?) Tecleó un mensaje de llamada para Assia en su línea privada, y entonces apagó la luz. En la súbita y enervante oscuridad, sintió la húmeda presencia del Otro.
—¿Qué quieres de mí? (Mi exigencia es extrema, Jac. Es la posesión de vida, el clímax extático, lo que quiero. No servirá otra cosa).
Fuera de la ventana oval, salía la luna. Jac contempló el secreto revelando las colinas cercanas mientras la luz de la luna aumentaba.
—¿Entonces por qué estamos separados? (No lo estamos. Yo soy tú… pero has olvidado quién eres).
El cielo se cubrió de plata con la luz de la luna, y vio nubes alzándose sobre él, tan altas y confusas como una tierra hundida.
—¿Pero por qué olvido… y durante cuánto tiempo? (La memoria es el hueso, el caparazón. Yo soy la médula).
Se abrió una puerta y una mujer anciana asomó por ella, su pelo blanco destellaba en la oscuridad.
—Assia… —Jac se levantó, y ella se le acercó—. Recuerdo de nuevo.
—Ha pasado mucho tiempo. —Ella colocó sobre sus hombros sus manos largas y oscuras—. ¿Quieres detener los tratamientos?
—No.
—El pliegue cerebral puede ser extirpado quirúrgicamente…
—No soy sólo yo, Assia. —Se sentó de nuevo y observó la oscuridad del rostro de ella—. Nada ha cambiado ahí fuera, ¿verdad?
—No. Todo sigue siendo una locura. —Assia se sentó al borde de su mesa y se apartó el pelo de los ojos—. ¿Es fuerte la Voz?
—Me habla en acertijos. Y creo que va a empeorar. ¿Qué tal mi conducta últimamente?
Assia sonrió sin mover los labios.
—Estás muy dinámico… caminas y exploras mucho.
—No parece muy profundo.
—Estás en una fase asimiladora, Jac. Tenemos que ser pacientes.
Jac giró en su asiento y miró el brillante paisaje de la nube. Una eternidad antes, Assia había tenido un sueño para él. Era uno entre cien mil millones con un córtex duplicado. El lóbulo extra era una peculiaridad genética, un puño en el cerebro con la fuerza, quizás, para salir del tiempo y cambiar la realidad. Neurologías mucho menos desarrolladas estaban haciendo eso a pequeña escala, reformaban la realidad estadística al arrojar los dados al azar o haciendo cálculos atómicos. ¿Qué podría hacer un pliegue cerebral si se le aumentara mánticamente?
Los primeros investigadores de CÍRCULO no le presentaron a Jac su situación de esta manera. Temerosos de que pudiera rehusar, le habían informado de que tenía un tumor cerebral, y durante el primer año experimentaron con él sin su consentimiento. Fue Assia quien lo cambió todo: pero para entonces él ya no abstraía más allá de los mejores mánticos. Se había refrenado. Sus pensamientos se habían plegado sobre sí mismos, y dieron comienzo la Voz y un desconcertante autismo. Sin embargo, aún quedaba la visión de Assia. Existía la posibilidad… La posibilidad de que…
Jac se volvió hacia Assia, con los ojos ensombrecidos.
—Lo estoy perdiendo. —Sus palabras hablaron dentro de su respiración, apenas audibles—. Dile a mi esposa que me pondré en contacto con ella la próxima vez.
Assia se inclinó hacia delante, con ojos brillantes y sombríos. ¿Debería decírselo? Nevé estaba muerta, perdida con millones de personas más cuando los desiertos del norte de África hirvieron en una absurda tormenta: lluvia negra, vientos de cuatrocientos kilómetros por hora, ciudades enteras arrasadas. No… la tristeza en su mirada le dijo que no.
Assia ayudó a Jac a ponerse en pie y le condujo hasta la flexforma. Cuando él se tendió, el canturreo monótono comenzó y se sumió en un sueño profundo.
—No lo estás perdiendo —susurró ella—. No podemos perder lo que somos.
Le besó y se quedó a su lado durante un rato, su cuerpo etéreo por la fatiga y la tristeza.
Ráfagas y profundas masas de nubes surcaban el cobalto insondable de la tarde. Assia se entretenía en el vaporoso abrazo de una tropiforma, pasando el tiempo mientras observaba jugar a los niños. El gimnasio era enorme, cubierto con una cúpula de plástico transparente a todo el espectro solar.
En un extremo, la luz del sol brillaba verde en las profundidades de una piscina seca, un hueco oval de aire que había sido espesado a la densidad del agua llenándola subcuánticamente con gases nobles. Más cerca, unos adolescentes jugaban al voleibol en atmósfera cero; otros fortalecían sus músculos con pesas magnéticas; en las colchonetas practicaban danza y ejercicios gimnásticos.
Pero la atención de Assia se centraba en los pequeños. Se enorgullecía de ver que eran una mezcla de todas las razas y tipos genéticos, todos ellos hablando Esper. Y con la constante observación genética de CÍRCULO, no había peligro de hándicaps inherentes. Las mutaciones eran modificadas en el útero o abortadas. Era un principio severo, higiene purgante, pero evitaba muchos sufrimientos.
Aunque odiaba los controles genéticos, Assia estaba muy satisfecha con los niños de CÍRCULO. Al observar a los chiquillos con sus rostros continuamente embelesados, experimentaba una alegría que no la llenaba desde que era joven. ¿Cómo habría sido tener un hijo, la vida surgiendo de su propio cuerpo?
—Nuestro futuro, ¿eh? —gruñó una voz a su lado. Era Nobu Niizeki, el director del programa de CÍRCULO. Era bajo, con la cabeza cuadrada y barba fina. Le cogió la mano y la apretó afectuosamente entre sus gruesos dedos mientras se sentaba—. El mundo se ha vuelto loco, pero nuestros niños siguen siendo nuestra luz.
—Eso es lo que creo —dijo ella—. Si hay alguna esperanza, ésta reside en los niños.
—Bien —suspiró Nobu con su voz austera—. De eso he venido a hablar contigo. —Soltó su mano. Sus ojos ceñudos estaban ensombrecidos como los de un boxeador cansado—. Ese estratopiloto israelí…
—Jac.
—Sí… Jac. Llevas trabajando con él casi doce años.
La serpiente de una arteria se revolvió en su cuello.
—Assia… —La cara redonda de Nobu permanecía serena como el ámbar—. Apenas contamos con los recursos para alimentar a esos niños. Para sobrevivir, CÍRCULO tiene que recortar presupuestos. Vamos a tener que darte una nueva misión.
Los ojos de ella se cerraron, y la historia se tensó en su cara.
—¿Y Jac?
—Le será practicada la eutanasia esta semana.
Abrió los ojos. En ellos la luz era densa como el diamante.
—No duele —dijo Nobu—. Lo sabes.
—No. —La palabra sonó pastosa—. Lo devolveremos al exterior.
Los ojos de Nobu se curvaron tristemente.
—Assia… el mundo ha cambiado. No quedan lugares a donde mandarlo. Sería una crueldad soltarlo ahí fuera.
—Entonces dadle una pensión. Se presentó voluntario y ha servido bien. Vamos… ¿qué trabajo cuesta mantener con vida a un hombre más?
Los fuertes dedos de Nobu se abrieron ante él.
—No tenemos nada. Ahora se trata de sobrevivir, Assia. Los niveles de radiación cósmica se han cuadruplicado en el último año. Todo el cielo arde con ese brillo galáctico. ¿No lo has observado?
—He estado trabajando. —La voz de ella era plana y nublada por la emoción—. Nobu, escucha… Jac es una prioridad esencial. Podría ser el mántico más fuerte de todos. Podría cambiar todo su entorno.
—Ningún hombre solo puede hacer eso, Assia.
—No estoy hablando de un hombre —dijo ella, mirando directamente al negro de los ojos de Nobu—. Jac podría ser un mentediós.
—¡Bah! —Él agitó una mano entre ellos para romper su mirada—. Rezo todos los días, pero eso no ha detenido aún las tormentas.
—Nobu, sabes que hablo en serio. Jac tiene el pliegue cortical mejor desarrollado en la historia de la fisio. Tiene la biología para sostener un colapso causal.
Amablemente, Nobu volvió a tomar su mano y se la llevó al pecho.
—Assia, éste ha sido el trabajo de tu vida, avanzar la biología humana. Has conseguido mucho. Has llevado la realidad mántica a lo que es hoy. Cogiste la bomba-ATP y la hiciste humana. ¿Pero un mentediós? Te aprecio, Assia. Aprecio lo que ha creado tu trabajo, pero tengo que decirte que estás convirtiendo en un chiste todo lo que has logrado. Colapso causal, mentedioses… es una visión amplia. El mundo, tal como está ahora, es demasiado estrecho para eso. Te necesitamos en otros asuntos.
Las cejas de ella danzaron.
—¿Haciendo qué? ¿Estabilizando el crecimiento de soja? ¿Produciendo bebés genéticos a prueba de radiación?
—Todo eso serviría.
Las lágrimas nublaron los ojos de Assia, y dijo frenéticamente:
—Nobu, por más que barajemos infinidad de genes no restituiremos el campo magnético del planeta. Esa nueva radiación de ahí fuera es nuestro futuro. No podemos estar escondidos eternamente.
Nobu cogió su otra mano y sacudió ambas, lentamente y con fuerza. Cuando habló, su voz se oyó ronca:
—Assia, te necesitamos. —El alma de ella se encogió—. No hago política, pero tengo que contar con ella. —Le soltó las manos y se puso en pie—. Quiero que te tomes un poco de tiempo libre… que veas los informes y te des cuenta de lo que pasa realmente. Creo que estarás de acuerdo conmigo después de que hayas visto los hechos.
Ella buscó ayuda, los ojos asustados, pero él inclinó la cabeza para evitar su mirada.
—Si necesitas hablar con alguien, prueba con esto. —Le pasó una tarjeta octagonal con coordenadas desconocidas y sin nombre. Cuando ella alzó la cabeza, él ya se había marchado.
Con un temblor de corazón, Sumner surcó el tiempo, siguiendo a su fuerza voor a un lugar donde parábolas de altos árboles daban sombra a un bosquecillo de luz ardiente. Sumner vio a un gruñón sentado a la sombra de un olmo, medio escondido en los brotes de ailanto.
Quebrantahuesos, le informó Corby. Ésta fue su primera forma… un gruñón de servicio esclavo de los aulladores. Entonces su nombre era Rois, y era una especie rara de gruñón. Pero dejemos que el magnar nos lo diga.
El voor se acercó, usando lo que quedaba de su poder-mage para seguir la pauta de la psinergía del gruñón. La mente de Sumner se fundió en el flujo del lenguaje mental de Rois:
Kiutl. Los Santos la llaman la luz hueca, la vieja canción susurro Sin Nombre. En el boro, los muchachos de cara quemada, los de cuerpo furioso que pueden soportar la tenaza de la inmanencia kiutl, los de la luz elevada en los ojos, la llaman Lamí.
Inspirado por ella, cada momento es claro. Pero (como el cuento del djin que te concedía un deseo por cada dedo que te cortaras), no se puede estar con ella mucho tiempo. Después de un año de dosis diaria, la sinopsis cortical se atrofia, la inmanencia se vuelve interminable, y en una semana las orejas van a los niños saqueadores, los ojos a los pájaros, y las mujeres vienen a cortar la espina dorsal a trozos.
Eso le sucedió a mi madre. Cuando nací estaba empapada y oscura de kiutl… un amasijo de carne azul y ajada viva en un cadáver, sobreviviendo para verla ahogarse en un retortijón de vómito un año después. Tenía doce años y había hecho los contactos adecuados en los laboratorios de investigación de Pequeño Edén para colocarme. Sin duda, yo habría entrado en el boro sin ella, pues trabajar para los muecas como blanco-psi no estaba limitado.
Para estimular mi gratitud, los muecas enfocaron mis ojos, secaron mi baba y aguzaron mi entendimiento. Entonces procedieron a esbozar el plan del juego: querían que cooperara con otros gruñones de laboratorio mientras ellos recortaban nuestros cromosomas. Los muecas jugaban con nuestras pautas nucleicas. Muy pocos sobrevivieron. Los que lo hicieron eran diamantes genéticos, bodhisattvas nucleicos.
Un espíritu de fuego, la energía del mismo laberinto genético, nos unió con más fuerza que el hueso. Estábamos ansiosos por vivir el estatus de nuestra sangre, para ser gruñones definitivos en vez de chimpancés entrenados, aunque fuera por unas pocas horas. Pero no fue algo de lo que nosotros parloteáramos. Era un asunto delicado. Necesitábamos algo más. No pasó mucho tiempo antes de que lo consiguiéramos. Kiutl.
Las pruebas mentales extrajeron recuerdos infantiles de su cartilaginoso olor de serpiente. A nivel más profundo, siempre hay asociaciones fetales, quimio-recuerdos de senderos luminosos, ceros fosforescentes, un picor en las palmas de las manos y la gloria de su inmanencia. Para nosotros estaba claro que Lamí vivía en nuestros tuétanos, pero los muecas pensaron que podían apartarla de Pequeño Edén. Lo pensaron. Variable aleatoria, la llamaron.
Ninguno de nosotros sabía lo que nos había hecho. Pero era nuestro recuerdo más antiguo, el guardián de la especie. No es ninguna coincidencia que la kiutl apareciera en la tierra el mismo año en que los muecas produjeron los primeros gruñones esclavos. Todos nuestros antepasados la fumaban. No hubiéramos sido gruñones sin ella. A pesar del peligro, nos desvivíamos por ella, y resultó que los muecas la habían escondido bien: estaba fuera de nuestro alcance.
Uno de nosotros cogió un montón de kiutl de una sección del boro. Esa noche, veintisiete gruñones drogados, rabiosos de vértigo, oscilando en las distancias del espíritu, asaltamos los laboratorios de Pequeño Edén; las personas fueron apaleadas y decapitadas, los guardias colgados y abandonados para que se desangraran. Las máquinas, sagradas por su indiferencia, quedaron solas en su inmanencia.
¡Beato!, mugimos, ¡Beato!, partiendo los cráneos de todos los muecas que veíamos. ¡Beato!, bailando con los cadáveres, arrancando sus genitales, destripándolos en busca de la gruta, el espíritu animal de la carne. ¡Beato! Nuestros cuellos adornados con estrellas de sangre.
Los contemplamos arder toda la noche desde un refugio a kilómetros de distancia, todos retamos, danzábamos fervientemente ante las noticias de la radio. Las luces de los láser teñían de azul el horizonte.
Todo lo que nos quedaba de Pequeño Edén era nuestro entendimiento y nuestra sangre purificada. La mayoría de nosotros se dirigió a los boros internos de las ciudades de los muecas y se alojó en las oscuras catacumbas, rezando como uno solo, compartiendo un silencio. Un año después, todos murieron de inmanencia de la kiutl. Los cinco que quedaron, que habían sido maestros trotando de boro en boro, se sometieron al espíritu. Dos estaban fuera de la ley como astutos asesinos. Finalmente ambos fueron destruidos por su propia traición, pero hubo un carnaval en sus muertes, levantando nubes de neuratoxs en las carreteras y en los estadios. Una continuó enseñando la revolución, las claves del fuego, la perfección del caos, hasta que murió en una tormenta raga que arrasó todo un conjunto de ciudades. El otro murió en una plaga relámpago en algún boro interior.
Yo, el último de los diamantes genéticos, decidí destruir las reglas, destruir la historia. El camino de salida es el camino adelante. Me serví de todo mi conocimiento para crear un alter ego y regresé al ciclo de los muecas. Mi psi es plástica, bastante flexible después de años de entreno para deflectar una sonda mental. Dos años más tarde, trabajo para CÍRCULO, utilizo mi poder a hurtadillas, y camino penosamente por las alamedas a la luz del día.
Mi trabajo es servil, lavar con espuma un laboratorio técnico, pero voy a todas partes sin que me detengan. Mis raíces profundizan su riesgo cada día, brotando en el dominio de los muecas. Nadie me busca, y aquellos que me miran sólo ven a un gruñón de servicio, la cara peluda y las palmas rosadas. Soy doblemente invisible, como un cristal a los ojos de un ciego.
Convexa, azul como el hielo bajo el sol de la tarde, la luna se alzaba sobre el mar. Era razón suficiente para que Jac diera un paseo por la playa. (¿Qué razón? El tiempo se mueve a trozos, un pecio flotante de sucesos que nos lleva sin razón). Cualquier actividad era mejor que estar sentado solo en su habitación escuchando la loca voz en su cabeza.
Después de los suplementos, la Voz a veces se volvía molesta. Assia le había dicho que no se podía hacer nada al respecto. No podía recordar por qué. Algo referido a que el tumor se encontraba cerca del centro auditor de su cerebro. Los lazos de Heschel, ¿no? (Tumor… ¡ah, tu amor!) Le habían dicho que durante su tratamiento tendría que aclimatarse a aberraciones ocasionales.
Para él la mejor diversión consistía en caminar. No le impresionaba la ciudad subterránea de CÍRCULO y prefería pasear al aire libre, lejos de las cúpulas de cristal negro y los olores de laboratorio.
Aquella tarde, de camino al mar, se detuvo al filo del cañón creado por el hombre para observar la excavación de un nuevo boro. Los trabajadores le asustaban. Eran grandes y con poco cerebro y no todos humanos. Sabía que les llamaban gruñones, y podía darse cuenta de lo mucho que se parecían a los gorilas. Pero manejaban las gigantescas excavadoras y grúas con seguridad. Vistos desde lejos, parecían hombres gigantescos de negras espaldas encorvadas vestidos con botas de trabajo, monos marrones y cascos rojo brillante. Más cerca, sin embargo…
Como si oyera sus pensamientos, uno de los trabajadores salió de la cabina de una trituradora y se dirigió hacia él. Bajo el casco, la cara del gruñón era bestial: piel rojiza tensa sobre pómulos prominentes y grueso entrecejo. Sus labios eran finos y de un negro correoso.
—Apártate, muecas. —El sonido voz áspero y gutural que hizo apenas fue comprensible. Señaló el inmenso pozo con un dedo grueso y rojizo—. Mamá te romperá los huesos.
Pasó un instante mirando boquiabierto al gruñón antes de darse cuenta de que hablaba de la tierra (mamá tierra, rodando bajo nosotros). Se apartó del borde y dio las gracias al gruñón con un movimiento de cabeza.
—Cuídate, muecas. —La criatura dio una patada a una piedra y la tiró por el cañón—. Mamá es fauces. —Hizo un gesto breve a modo de saludo y regresó a su máquina.
Jac se apartó del pozo y se perdió de vista antes de comprender lo que había dicho el gruñón. «Mamá es fauces», repitió, sorprendido de que tales criaturas pudieran ser tan… (¿Elocuentes? ¿Poéticas? ¿Humanas?). Decidió que tendría que aprender más cosas sobre ellos.
Se detuvo brevemente junto a un amasijo ceniciento en la base de una duna junto al mar. Sabía que era significativo para él, pero su memoria se difuminaba. (La memoria es pesar).
Había peleado durante una época, tomando notas de los segmentos de su pasado a los que se negaba a renunciar: su escuadrilla, su cumpleaños, el nombre de su madre. Luego, la semana pasada, el absurdo de aferrarse a fantasmas le venció. Reunió todas sus notas desperdigadas, la mayoría casi sin significado para él, se las llevó a la playa y las quemó. Recordaba cómo chasqueaba la madera mojada y cómo una hoja de papel revoloteó en el aire y se aplastó contra su muslo. Él se quedó observando la escritura calcinada durante largo rato, Nevé, sin comprender.
A veces incluso olvidaba quién era. (Te aseguro que conocerás la Muerte mejor que ningún recuerdo, aunque tus recuerdos son largos como mundos). Varias veces al día cantaba: «Soy Jac Halevy-Cohen, nacido en el Kislev 5842, en…». Apenas recordaba dónde había nacido.
Recorrió despacio la arena hasta una pendiente producida por las olas y ennegrecida por el tiempo. Su cuerpo era aún fuerte y no tuvo problema para subir las escarpadas rocas. Al llegar a lo alto, se sentó con las piernas cruzadas. El sol de la tarde se zambullía sobre los acantilados azules, aunque la mitad del cielo estaba salpicado de nubes y la lluvia barría el esquisto a menos de cien metros de distancia. Bajo la luz, la arena plana y los bajíos brillaban como un papel en blanco, vacío de vida, mientras en el punto de unión de mar y cielo una neblina ámbar se extendía con tentáculos largos y brumosos.
Rois rodeó una duna. Estaba detrás de Jac, y observó la espalda ensombrecida de sudor con malévola astucia en sus ojos animalescos. Los trances kiutl y un cuidadoso estudio de los informes Data-Sync le habían revelado quién era este muecas: un proyecto mántico. Los mánticos (humanos con cerebro amplificado) habían creado a los gruñones como esclavos y habían construido los borozoos donde los aprisionaban. Rois estaba decidido a devolver el golpe, y este muecas era el blanco real más cercano.
Los gruñones apostados en las dunas cercanas asentían todos: no había nadie a la vista. Rois sacó un pesado gancho de su mono marrón y se arrastró por la arena sin hacer ruido.
Se encontraba ya al pie de la pendiente, con el arma alzada, cuando Jac le oyó y se dio la vuelta. Durante un instante se observaron el uno al otro, y algo parecido a un grito, pero silencioso, se debatió en sus corazones.
El cielo gritó, y un rayo de luz surgió de ninguna parte y arrancó el gancho de la mano de Rois. La explosión derribó al gruñón al suelo y lo dejó tendido y chamuscado. El sol gritaba en sus ojos.
Se sentó. El hedor de su carne quemada sobrepasaba su dolor. Sólo el fino mango del plástico del gancho había resistido el golpe de fuego. Miró la cicatriz púrpura de su mano, como una burbuja de plástico, y luego a Jac. El muecas estaba acurrucado tímidamente sobre la pendiente, pero el conocimiento llenaba sus ojos.
¿Fue producto del shock o escuchaba una voz? Todas las cosas se convierten en una, gruñón.
Buscó a los otros alrededor, pero se habían ido. El aire chispeaba con destellos deslumbrantes. Su visión de Jac cambiaba extrañamente: el rostro del muecas desapareció, y en su lugar le observó un hombre tuerto con una cicatriz retorcida y un ojo brillante como un espejo. Trató de apartar la visión, pero la cara era real: estirada y oscura como un escarabajo.
Le barrió una oleada de viento viscoso, y el hechizo quedó roto. Su cuerpo maltrecho despertó, y un terrible alarido se atascó en su garganta. Nadando a través de un océano de miedo, Rois se puso en pie y echó a correr por la playa.
El terror del gruñón era tan fuerte que Corby y Sumner fueron despedidos de él y quedaron gravitando sobre la extensión del océano. Observaron cómo las distancias se plegaban sobre él, y vieron que correría a través de toda su espiral de tiempo, cambiando formas pero incapaz de cambiar su destino. Doce siglos más tarde, después de una vida irreal de vagabundeos y nuevos cambios, el Delph le localizaría y la pesadilla se completaría.
El tren deslizante atravesó el túnel en la montaña y salió a la penumbra azul. Una media luna colgaba del vientre de Taurus. Por debajo, el cielo era del color del acero, el horizonte un cable verde. Pero Assia no lo advertía. Estaba sentada en la cápsula del tren deslizante, y sus ojos brillaban. Medio despierta, su mente regresaba siempre a Jac de un modo intermitente.
Siguiendo las insistencias de Nobu, había recorrido CÍRCULO. Atravesó velozmente el corazón de los Andes, viendo los laberintos de jardines en la base de volcanes dormidos, laboratorios transparentes situados en las faldas de las montañas, y grutas atendidas por gruñones cantarines, el trigo dorado y alto bajo los cielos artificiales. Sin embargo, nada de todo esto la conmovió, porque nada era real. Trabajaba sólo para CÍRCULO. El hambre de Europa y África continuaba. Las plagas en Asia y América. El miedo por todas partes.
Había una parada más en el recorrido: un mántico que Nobu quería que conociera; las coordenadas que le había dado en la tarjeta octagonal. Y luego… una oportunidad de estar a solas con su pérdida.
La habitación a la que la enviaron era pequeña, pero estaba amueblada con gusto: paredes curvadas de color crema y sillas de una sola pata dispuestas alrededor de una mesa de cristal verde. La puerta estaba abierta, así que llamó y entró. Cuando avanzó hasta el centro de la habitación, una voz potente resonó tras ella:
—¡Assia Sambhava! ¡Bienvenida!
Se volvió, y el corazón le dio un brinco. Ante ella había un hombre de nariz chata, malicioso y pícaro. Su cabeza calva poblada en las sienes por salvajes cabellos anaranjados. Era como toparse con un ensueño, como encontrarse de repente con Einstein. El hombre ante ella era Meister Powa, la mente más grande que jamás había vivido: el padre de la física subcuántica, el creador de la genética de los gruñones. Era el mismo Meister Powa al que había visto en incontables ocasiones en avances informativos y en libros de texto: la cara de payaso tan irreverente como le había parecido de niña, setenta años antes.
—Perdona mi informalidad, pero siento como si ya te conociera. —Hablaba a través de los rasgos de un Buda risueño, las manos unidas de placer—. Conozco tus investigaciones sobre el autismo y la esquizofrenia, y tus estudios mánticos son legendarios. Tu trabajo ha redefinido verdaderamente la psicobiología.
Assia se sentía demasiado incrédula para responder.
—No soy un fantasma —respondió Meister Powa—. Al menos, no del todo. —Extendió una mano en signo de bienvenida, pero cuando ella trató de agarrarla, sus dedos se cerraron sobre la nada—. Soy un holo-hombre —rió el fantasma—. En realidad, toda esta habitación casi no es más que un holoide. Deja que te lo muestre.
Meister Powa hizo un gesto grandilocuente, y su grueso cuerpo, las sillas y la mesa se desvanecieron. Assia se quedó en una habitación donde no había más que un sofá flexforma y un dispensador de alimentos servox. Un segundo después, todo volvió a su sitio.
Miró con atención las paredes y el techo, pero los proyectores holoidales estaban bien ocultos. Y bien diseñados: Meister Powa era real hasta el último detalle.
La forma en que sus ojos claros la miraban la hizo sentirse confiada. Se acercó hacia la flexforma real.
—Por favor, siéntate. El sofá y el servox son para mis huéspedes. ¿Te apetece beber algo?
Assia declinó la invitación y se sentó. Sus rasgos, gastados por la edad, enmascaraban su diversión.
—Espero que disculpes mis indulgencias estudiantiles —dijo Meister Powa, sentándose en una de las sillas fantasma—. Dejé mi vida corporal hace muchos años, pero aún encuentro divertida mi actual realidad incorporal.
—¿Quiere decir… que está realmente vivo?
—¿Y no soy sólo una proyección láser? —Meister Powa se revolvió en su asiento, deleitado, su enorme vientre sobresaliendo, sus ojos abotargados reducidos a agujas de azul helado—. Por supuesto. Este espectáculo de luz es para tu beneficio. En realidad me encuentro a un kilómetro de distancia, dentro de una pequeña matriz de cristal en el Data-Sync. Pero tengo completa versatilidad intelectual y emocional. Yo mismo perfeccioné el sistema. Aunque no tenga mi carne y mis huesos, que por lo demás siempre estaban dando la lata, estoy todo aquí. Es decir, creo que estoy.
Se echó a reír estruendosamente, observándola como un babuino, la ancha espalda encorvada.
—Como te he dicho, soy un holohombre. Aunque he de admitir que no estoy enteramente satisfecho con esta versión de mi forma física. —Se apretujó la barriga entre las manos—. Pero mis colegas, basándose en algún oscuro sentimentalismo, insisten en que mi holoide tenga algún parecido con mi antigua forma. La verdad es que preferiría tener un poco más de pelo. —Se atusó el anillo de brillantes cabellos tras sus orejas—. Después de todo, esto es sólo una máscara, y las máscaras son herramientas. Nunca me he sentido incómodo con ellas. ¿Sabes que nací siendo Helga Olman? —asintió con salvaje énfasis—. Pero me cambié de sexo poco después de la pubertad. Mis padres se llevaron un buen disgusto, pero se habituaron. Me gané mi reputación como Ted Loomis, un duro físico hijo de puta. No renuncié a esa máscara hasta que solventé el problema subcuántico y me convertí en Meister Powa. El nombre es un chiste irrisorio que se le ocurrió a un ayudante de laboratorio que estaba aburrido. Pero me gusta. Las máscaras, a veces, tienen que ser cómicas.
Assia sintió aletear un espasmo de risa en su estómago, pero lo contuvo. Éste no era en realidad Meister Powa, se dijo a sí misma. Sólo un holoide listo… el tecnoide más humano y feliz que había conocido jamás.
Powa sonrió, suavemente, como si pudiera oír sus pensamientos.
—Sé mucho de máscaras. A menudo, la gente piensa que eso es todo lo que soy. ¿Pero no es todo una máscara? —Sonrió de oreja a oreja, como si estuviera a punto de confesar una trastada—. Lenguaje. Rituales mánticos. Pautas de difracción. Uno de los chistes más grandes de la Naturaleza es hacer máscaras. —Sus manos se abrieron en un remedo de majestad y sus ojos súbitamente se volvieron calculadores—. La Naturaleza es sensual, seductora, gran amante de los velos… una Novia. Es extremadamente difícil ver su verdadero rostro… ¡pero no es imposible, te lo advierto! No es imposible. —Sonrió como un viejo verde—. Cierto, es difícil ver a la novia, rodeada como está por siete mil velos, cada uno capaz de marcarla irremediablemente si se le quita sin cuidado. ¡Pero puede hacerse! —Su cara redonda se agitó, plena de certeza, luego se endureció—. ¿Un pequeño consejo?
Ella asintió, divertida e interesada.
—Nunca, nunca, nunca te fuerces. No arranques los velos. Quítalos con cuidado, uno cada vez. Te llevará toda la vida hacerlo bien, pero la satisfacción es inconmensurable. No dejes heridas por curar, que cubran tu visión de Ella. Lentamente, con paciencia y tranquilidad. Esto quiere decir que no lo hagas con fuego, pero no confundas, como hacen muchos, el fuego con el incendio.
Assia temblaba por dentro. Quería creer lo que estaba diciendo este hombre, este holoide. Muchas veces había sentido que incluso el sufrimiento era una máscara. Pero los niños…
—Meister Powa…
—Por favor, llámame Helga. O Ted, si lo prefieres.
—¿Qué hay del caos mundial, el Ocaso?
Él la miró con atención. En su sonrisa brilló algo astuto.
—Crees que estoy un poco chalado, ¿eh? Tal vez incluso… ¡no te atrevas a decirlo!, ¿místico? ¡Tonterías! —Su labio superior se retrajo, inenarrablemente retorcido—. Déjame que te diga algo. Lo que llamáis fuego-cielos… ¿eres consciente de qué los causa? Empezó hace más de cuarenta años, y la mayoría de la gente no sabe todavía que una onda gravitatoria sacudió la tierra, retuvo el planeta, destrozó nuestro campo magnético y creó las primeras tormentas raga. Una onda gravitatoria. Un eco, simplemente un eco, de un extrañísimo agujero negro en el corazón de la galaxia. ¡Extraño porque el agujero tenía un agujero dentro! Ahora mismo, y durante los siguientes miles de años, estamos en línea con las energías que emanan de ese agujero.
Sus ojos rebulleron.
—No es que nos vayamos a freír con más radiación. Es la cualidad de la energía lo que es completamente diferente. Su fuente es el mismo centro imposible del colapsar. Como resultado, todas las pautas de energía que damos por hechas (los sistemas climatológicos, el campo magnético de la tierra, los océanos, la vida misma), están cambiando, tomando nuevas y extrañas características. En cierto sentido, las máscaras están siendo alzadas, porque nos enfrentamos a una Novia sin velos… una singularidad desnuda. —Sus ojos, celestes y sobresaltados, parpadearon una vez, y se sentó.
Assia le observó con atención, tratando de apartar su irrealidad. Pero su intuición, basada en sus gestos y sus muecas faciales, insistía en que era humano. Incluso su mente, que conocía mejor, estaba fascinada. Si tuviera una respuesta para el dolor y el sufrimiento…
—El Universo está loco —continuó él, la cara sombría, casi judicial—. Un agujero negro se aposenta en el corazón de nuestra galaxia como una araña en una tela de estrellas. Extrañas energías salpican la superficie de la tierra con nuevas formas de vida. Pero tal vez todo esto haya sucedido antes. Tal vez por eso estamos aquí. Tal vez está naciendo algo más grande que el dolor. Y tal vez no. No nos importa. No estamos aquí para censurar al cosmos.
Assia no podía apartar de su mente los niños hinchados por el hambre.
—La raza humana está sufriendo… tal vez muriendo.
—Ha sido así desde antes que humano se convirtiera en una palabra. Tenemos que vivir con ese conocimiento. Tenemos que usarlo para formar lo que podemos coger con las manos. Es el barro para esculpir, Assia.
El nudo en el vientre de ella empezaba a aflojarse.
—Pero el dolor…
Él se inclinó hacia adelante, la cara arrugada de convicción.
—No se puede entrar en el templo sin mirar a los demonios.
Nobu estaba sentado en su oficina contemplando la visión holocular de Meister Powa y Assia. En cuanto vio sonreír a la anciana, desconectó el visor. Más tarde, estudiaría una visión condensada del resto de su conversación. Por ahora, bastaba con saber que su retiro emocional había acabado. Aquel estúpido holoide de Meister Powa por fin había resultado útil para algo.
Conectó de nuevo el visor, lo ajustó a una perspectiva del cielo y contempló a Júpiter alzarse sobre los Andes. El cielo estaba salpicado de estrellas, temblando en el cenit con las luces de la aurora… energías del corazón del infinito.
Nobu colocó sus manos sobre el escritorio, un largo trozo de madera pulida y petrificada rodeada de colores iridiscentes. Estaba vacía a excepción de dos libros y un trozo de papel: una autorización para practicar la eutanasia a Jac Halevy-Cohen. Ya la había firmado.
Un libro eran las enseñanzas del monje zen Dogen; el otro era una copia del antiguo libro de estrategia samurai Los Cinco Anillos, de Musashi. Nobu los consultaba ambos, sorprendido de lo adecuados que eran sus consejos después de tantos siglos. Ojeó un pasaje de Musashi que sentía era relevante: «Para un guerrero, no hay puerta ni interior. No hay estancia exterior prescrita ni significado interno duradero. Entre el guerrero y la derrota sólo está su habilidad practicada para recopilar situaciones cambiantes al instante. Debes apreciar esto».
Nobu salió lentamente de su despacho, las palabras se abrían a una luminosa sensación. Globos de luz azules y blancos colgaban de las esquinas, dando un aspecto tridimensional a la caligrafía sabi de las paredes. Por fin, se detuvo ante su tatami de meditación y la pared vacía a la que se oponía y dejó que su resolución surgiera de él. El tiempo de Jac se había cumplido.
Un escalofrío de aprensión le impulsó a caminar de nuevo. Tenía un elevado concepto de Assia, y, sin embargo, sus capacidades mánticas le urgían a eliminar a Jac. Si CÍRCULO iba a sobrevivir, no podrían haber indulgencias. Assia era una de las primeras mánticas, pero su trabajo se había vuelto poco real; de hecho, resultaba engañoso. Era su edad: la urgencia de encontrar un golpe de suerte, el Gran Descubrimiento, antes de que se le acabara el tiempo. Nobu había percibido la decepción en su rostro. A pesar de las hormonas y los bombardeos de iones, sólo le quedaban unos pocos años. Ya se había perdido en un sueño: colapso causal, un mito de mitos, un paramito, tan extraño como su antítesis, el determinismo.
Aun así, no le gustaba la idea de lastimar a la anciana. El concepto era interesante, trabajar con un mántico natural, un hombre nacido con un lóbulo frontal extra. Si pudiera ser activado… ¿de qué formas habría diferido de un mántico con una bomba-ATP en su cerebro?
Se sentó en el borde de su mesa. Sus mandíbulas latían. No era el momento para hacer investigación pura. Durante los últimos cuarenta años, desde que el campo magnético de la tierra fue destrozado por la onda gravitatoria, el cielo había permanecido abierto de par en par. En unas pocas décadas, la radiación cósmica que surgía del núcleo galáctico había cambiado el mundo; las pautas de las mutaciones eran impensables; habían aparecido cientos de miles de nuevos virus; especies híbridas, como el trigo y el maíz, se habían agotado genéticamente; y la palabra humano se había vuelto un término incierto. ¿Por qué los cambios genéticos estaban varias magnitudes por encima de lo que los niveles de radiación podían justificar? ¿Qué coordinaba la metaplasia de forma que estaba creando literalmente nuevas especies? ¿Y quiénes eran esos seres telepáticos que se llamaban a sí mismos voors?
No… no era el momento para hacer investigación pura. Sólo los estudios aplicados podían salvar a sus niños. Jac tenía que desaparecer… y Assia lo comprendería. O no. No importaba.
Con un decisivo golpe de sus nudillos, aporreó el libro que tenía ante él en la mesa. Dogen. Lo abrió con un movimiento rápido y leyó en silencio las primeras palabras que vio: «No pases mucho tiempo frotando sólo una parte de un elefante, y no te sorprendas por un dragón real».
Marea baja y el mar en el aire. Jac dejó atrás la playa, de camino a su habitación. Una fina lluvia cubría el cielo gris y las dunas de la orilla quedaron reducidas a sombras en la espesa niebla. Iba a ser una noche intranquila. Antes de entrar, Jac se detuvo a observar el pálido mar y su colapso. (Te siguen, amigo. ¿No te has dado cuenta?)
La Voz tenía razón. Formas humanas, extrañas bajo la bruma, se le acercaban desde el mar. Eran dos figuras, grandes pero acuosas con la distancia y la bruma. Era difícil decir si se dirigían hacia él o no. Decidió marcharse inmediatamente, pero entonces se detuvo. Estaba muriendo, tenía un tumor cerebral. ¿Qué había que temer? (La sequía del miedo).
Hasta que no estuvieron sobre él no vio que eran gruñones trabajadores de largos brazos. Recordó el gruñón que había alcanzado el rayo el día anterior, y en sus músculos sonó la alarma.
—Nada que temer —dijo, en el tradicional saludo gruñón, pero no le respondieron. Sus ojos parecían blancuzcos, sin vida y (demasiado tarde) advirtió que pasaba algo raro con ellos. Retrocedió un paso y se volvió para echar a correr, pero los gruñones saltaron hacia él y sus gruesas manos lo agarraron por los hombros. No se resistió cuando lo alzaron y lo cargaron sobre sus espaldas. Sin miedo, aunque lleno de ansiedad, respiró el acre olor de los gruñones y miró sus pies de gruesos dedos corriendo sobre la arena acanalada.
Se acercaron al mar, donde sus pasos se hicieron más firmes, moviéndose con habilidad a pesar de su carga, enfrentándose al viento. Jac colgaba fláccido, consciente de que se dirigían al sur, al boro. Una alegría asaltó sus pensamientos. La Voz había desaparecido. Ni siquiera continuaba la sensación del observador. Sonriendo, casi riéndose en voz alta, contempló las oscuras masas de las dunas mientras las dejaban atrás.
Cuando aparecieron los primeros signos del boro (casitas modulares de cúpula blanca), Jac trató de levantar la cabeza para echar un vistazo. Nunca había estado en el boro antes. Pero el gruñón que le llevaba apresó su cuerpo con más fuerza, y se contentó con seguir las casitas boca abajo mientras continuaban avanzando.
Llenaba el aire un denso olor brumoso, procedente de los muchos jardines de los gruñones. Mezclado con él se percibía el olor carbonoso gruñón y otro que no reconoció: una fragancia forestal, intensa como el musgo, sólo que más dulce. El olor era nostálgico, ensoñador, y se espesó a medida que se internaban más profundamente en el boro.
La carrera cesó de improviso, y Jac rodó por la espalda del gruñón. Se levantó, tembloroso, y se encontró frente a un denso grupo de gruñones. La mayoría eran trabajadores gigantescos y vestidos de gris. Pero cerca había otros gruñones más pequeños con caras más afiladas y brazos más cortos vestidos con ropas marrones. Sus ojos no estaban ausentes como los de los trabajadores, sino animados, alertas, casi humanos. Un gruñón en particular le llamó la atención. Era una hembra, delgada y elegante, los pelos de su cuello plateados y trenzados. Llevaba una túnica negra y una distinguida banda de cuero, plumas de gaviota y pequeñas conchas de caracol rojo. Bajo su ceño poblado por la edad, sus ojos eran brillantes y mordaces.
—Nada que temer, muecas.
Jac devolvió el saludo y miró a su alrededor. Estaban en un patio de piedras pálidas como la luna, guardado a ambos lados por altos árboles de retorcidas enredaderas. A su espalda habían casitas de cúpulas blancas, las ventanas salpicadas de visillos rojos. Ante él, envuelto en la niebla pero visible más allá de los gruñones, se encontraba el enorme bosque de higueras donde vivían los trabajadores.
El olor a estiércol endulzaba el aire, y Jac advirtió rápidamente de donde procedía. Los gruñones se pasaban un humeante cuenco de barro e inhalaban por turnos los vapores lechosos.
—¿Por qué estoy aquí? —le preguntó a la vieja hembra.
—Lamí habló de ti —respondió ella, aceptando el cuenco y metiendo la cara en los vapores. Habló a través del humo—. Rois dijo que eras una abominación entre los muecas. Pero Lamí se volvió contra él y te protegió. Nosotros seguimos a Lamí.
Jac había oído hablar de Lamí, una deidad de los gruñones, pero no podía recordar nada al respecto. ¿Iban a practicar con él alguna especie de sacrificio? Se sentía tan tranquilo, tan libre de los molestos comentarios de la Voz, que no le importaba lo que los gruñones hicieran con él. De todas formas, era un amnésico con el cerebro retorcido que se estaba muriendo.
La gruñona de la túnica negra le ofreció el cuenco de barro, un receptáculo de color púrpura grabado con runas que no reconoció. El cuenco estaba caliente, pero lo sostuvo e inhaló profundamente sus humos balsámicos.
En ese instante, alguien del grupo tañó un arpa, y la nota trémula le asaltó. La gruñona coronada de plumas le quitó el cuenco de las manos, y vio cómo lo volvía a llenar con hojas color sangre extrañamente formadas.
Sobre las cabezas de los gruñones se difuminaba una corola de luz verde, y un escalofrío de aturdimiento forzó a Jac a sentarse sobre las húmedas piedras. Un excitado murmullo recorrió a los gruñones, y una lentejuela de notas de arpa brotó a la noche. La vieja hembra se acercó, la cara envuelta en una luz dorada maculada. Extendió una mano reseca por el fuego, y oyó su voz en el interior de la cabeza: Levántate y contempla a Lamí. El shock de escuchar una voz en su mente, tan parecida a su propia Voz engañosa, le inmovilizó.
Unas manos lo cogieron por detrás y lo alzaron a una llamarada de colores relumbrantes repletos de voces: ¡Lamí Botte! ¡Lamí! ¡Delph Botte! ¡Delph! Pero al contrario que la Voz, éstas podían ser desconectadas. Apartó el cántico de su cabeza y se levantó, alto y beatífico, en una forja de colores.
Era vagamente consciente de que había inhalado alguna especie de droga. Sentía sus efectos en sus músculos, despegándole de los huesos. Pero más cercana sentía su enormidad, su conexión con todo lo que le rodeaba. Y comprendió lo que era Lamí. Pudo ver a la deidad: un brillo de caseína brotaba de sus cabezas velludas y redondas, resbalaba sobre ellos y se inflaba. Era su energía de grupo, un poder más grande que todos ellos.
La vieja hembra se plantó ante él, la cara plateada. Muy lejos, en lo más profundo de su mente, el cántico continuaba: ¡Botte Lamí! ¡Botte Delph! La superficie plateada que enmascaraba a la vieja gruñona desapareció y reveló ojos de ansiosa inteligencia. La conexión aumentó entre ellos, y durante un ligerísimo instante, Jac se convirtió en la gruñona.
Le asaltaron recuerdos simios, un torrente de imágenes: el áspero mango de madera de una herramienta, sabrosas sensaciones sexuales, rudas ropas, risas lunáticas como un chirrido en la jungla, y olores de comida… toda la realidad de la vida en el boro. ¡Ayúdanos! El grito de la gruñona transfiguró a Jac. Tantas emociones y, dominándolas a todas, una palidez de indefensión, servidumbre, vergüenza.
Con un shock tremendo advirtió que los gruñones le estaban suplicando, como si tuviera la autoridad de concederles poder y dignidad. Retrocedió, y el cántico en su cabeza se hizo más fuerte: ¡Botte Delph! ¡Delph! ¡Delph! ¡Delph!
—Haz que se callen —le dijo a la vieja gruñona. Pero ella estaba en trance, los ojos en blanco, la luz harinosa de Lamí nublaba sus rasgos.
¡Botte Delph! Jac bloqueó el cántico telepático y se concentró en la energía que se acumulaba sobre el apretado tropel: blanca, grumosa y densa. Sus bordes estaban ribeteados de colores más oscuros, un rasguño de violetas y azules que sangraban en la oscuridad de la noche. La energía violeta resplandecía en el aire salpicado de lluvia de la noche, y sus ojos siguieron hipnóticamente sus huellas. ¡Hasta que vio, con una sacudida de horror, que el poder azul procedía de él! ¡Surgía de su cuerpo!
Fascinado, observó cómo el espacio a su alrededor se doblaba, tenso por la luz azul oscuro. Más cerca, la energía se oscurecía aún más, de un violeta denso. Y donde estaba, o debería estar su carne, latía una palpable oscuridad.
La mente de Jac vaciló. Al mirar la oscuridad de su cuerpo, se sintió balancearse al borde de una comprensión dividida. Vagamente, sintió verdades que sabía podrían destruirle. Destellos de comprensión surcaron su cerebro: era más grande de lo que sabía, y se hacía más fuerte, sacaba la fuerza del cielo, del mismo corazón del universo. La Voz no era una ilusión. Era real y él, que la escuchaba, era el sueño…
Se resistió, y una negrura líquida manó y le absorbió.
Los ojos de Jac temblaron al abrirse. Se hallaba sumido en un sopor despierto, intemporal como un sueño. Arena fría y mojada cubría su cuerpo, y el relajante rumor del mar llenaba su cabeza. Contemplaba el verde éter del amanecer. (Escucha, la sabiduría es aire, el color de la asfixia. Respira profundamente).
La patrulla costera le encontró una hora más tarde y lo condujo al hospital. Se quedó allí todo el día sin comer ni hablar, cosa que no gustó a los médicos. Tenía también una densidad en el cerebro y residuos de psiberante en la sangre. A los médicos tampoco les gustó esto, y cuando llegó la autorización del director del programa para que le practicaran la eutanasia, se sintieron aliviados. Las instalaciones del hospital eran limitadas y tenían demasiadas funciones que cumplir: simplemente, no había medios suficientes para mantener a pacientes terminales que abusaban de las drogas.
Cuando llegó Assia, los médicos conducían a Jac a la Sala Final. Le mostraron la autorización cuando ella los detuvo, pero Assia permaneció firmemente en su camino.
—Es mi sujeto de estudio —protestó, las profundas arrugas de su cara se entretejían fijamente.
—Ya no —le dijo una doctora. Era joven y belicosa, y señaló la copia de la orden de eutanasia que aparecía adherida al hombre inconsciente en la silla de ruedas. Palmeó la orden—. Su proyecto se acabó.
El ceño de Assia se ensombreció aún más.
—De acuerdo, pero voy a apelar contra esto. Llévenlo de vuelta.
La doctora meneó la cabeza, indiferente.
—No hay tiempo para apelar. Tenemos órdenes estrictas.
Assia avanzó un paso, y un médico musculoso la detuvo.
—Nos veremos metidos en problemas si no seguimos adelante con esto.
La anciana rebuscó bajo su bata y sacó un fino tubo de cristal negro con una etiqueta roja que anunciaba su contenido tóxico. Una brusca tensión se apoderó visiblemente de los médicos, y la mujer extendió la mano para alcanzar el llamador de su muñeca.
—Toque eso y todo el mundo morirá —susurró Assia. Agitó el frasco, y los médicos extendieron las manos en un gesto de miedo—. Aquí hay suficiente neurotox para matar a todo este hospital dos veces. Así que escuchen con atención.
Después de encerrar a los médicos, Assia tiró el tubo de neurotox vacío y llevó a Jac al coche que había aparcado en un patio trasero. Le inyectó un suero para contrarrestar el sueño y le sacó del complejo.
Jac no revivió hasta que Assia alcanzó su destino: una cabaña de cedro con un techo de zinc en un claro rodeado de manzanos silvestres. Se encontraban en el interior de las montañas, y el cielo reverberaba con corrientes de auroras.
—A veces venía a este sitio a descansar. —Ayudó a Jac a salir del coche. El hombre era ligero como un pájaro y estaba mareado—. No puedo quedarme aquí —añadió ella—. Tengo que tomar el camino de la costa y confundir a las fuerzas de seguridad que envíen a por ti.
Jac sacudió la cabeza, forzándose a estar alerta. (El cerebro es una flor que come oxígeno… ¿y dónde están sus raíces?)
—Assia, no hay razón para esto. Me estoy muriendo de todas formas. El tumor me está devorando.
Destellos de luz estelar brillaron en las lágrimas de sus ojos.
—No hay ningún tumor, Jac ¿No te acuerdas? —Le cogió la cara entre las manos—. Tal vez sea un error dejarte aquí. No hay ningún sitio adonde ir. Pero no dejaré que te maten. Si eso es lo que quieres, sigue esta carretera o espera aquí. De lo contrario, encontrarás equipo y provisiones en la cabaña. —Soltó su cara—. Adiós, Jac.
Se dispuso a marcharse, pero Jac le cogió la mano. Durante un profundo instante estudió la manera en que su cara se había formado, los sueños incansables abrumando la carne. Vio que él era el ultimo de aquellos sueños, y eso le hizo sentirse tan triste que los ojos le dolieron.
Contempló a la anciana subir al coche y marcharse. No sabía qué hacer. (Confía en los recuerdos del futuro, amigo mío).
Jac decidió morir. Si los mánticos de CÍRCULO no podían curar su tumor cerebral, prefería la eutanasia que morir en los bosques.
Estaba a mitad del camino de regreso a CÍRCULO cuando recordó el poder divino que había sentido con los gruñones. (Perdona la larga oscuridad. Tanta indulgencia en no mantenerte informado… tanto gasto, y así es la sorpresa de la sangre).
Dejó la carretera y acortó camino entre las pendientes de matojos que conducían al océano. Recorrió las dunas y el atronador borde del mar intentando decidir qué hacer. Pero no podía pensar, excepto para saber que él, lo que pensaba que era bajo sus ojos, era pequeño e insignificante. (¿Qué te ha pasado? ¿A ti, que robaste los secretos de escuchar a los muertos? ¿Por qué estás temblando?)
El suave y místico brillo de la luna en el agua le calmó. Estaba solo y casi en paz. El viento atizaba su cabello, las olas lamían la orilla. (No te has vuelto nada más que territorio. La Muerte está atrapada en tus huesos, como el grano en la madera).
¿Qué importaba si era un tumor cerebral u otra forma de ser? De todas maneras, no era nada. (Cierra bien los oídos, Jac. Deja que la oscuridad se libere de tus ojos y tus dedos soplen toda la tranquilidad, profundamente, donde las texturas del aire terminan y no vuelven a empezar, hasta mis elusivos paraderos conclusivos).
Jac calmó su miedo, se obligó a centrarse, alerta al viento de la noche y a la tenue fosforescencia de las olas que venían. Pero el rumor del océano se hacía más débil, y la luz de los fuegos del cielo y las sombras oscuras de la arena se difuminaban. Sus sentidos se apaciguaban, dejándole solo en el centro de nada. (El cuerpo con sus sentidos es necesidad. Esta necesidad no es tuya. Yo soy el camino de salida. El vacío es mi puerta, un ala, una forma de volar, medio ángel. Entra y conviértete en el resto).
Aulló, pero no hubo sonido, ni siquiera sensación muscular donde debería de haber estado su garganta.
Buscó su cuerpo. No había nada. Era una mota de consciencia que caía libremente a través del vacío. (El numen humano).
Un bostezo de tiempo pasó antes de que sus sentidos empezaran a recomponerse y rellenó sus huecos uno a uno. Permaneció tendido en la arena, ciego y sordo, hasta que, gradualmente, el rumor de las olas le llenó y los fuegos del cielo aparecieron ante su visión.
Gimió, se sacudió y se tendió de espaldas. Pero entonces empezó de nuevo. Sus ojos ya se movían, su visión se oscureció, los sonidos se volvían ahogados. (¿Continuará? Sucede, ya sabes. Las cosas pierden su gravedad. No hay dedos a los que agarrarse. No hay lengua en la que confiar. No hay ojos que fijen los límites).
Lleno de pánico, se puso en pie. Las texturas resbalaban debajo de él, y en un desesperado intento por centrarse, agarró los grandes huesos de sus piernas y golpeó la tierra. Empezó a patear la arena con movimientos torpes y tambaleantes, girando en torno a su centro de gravedad. Lentamente, adquirió una velocidad increíble, envolviendo su movimiento a su alrededor como un manto de sensación para recomponerse.
Giró largo tiempo antes de que sus oídos regresaran: el triste graznido de algún pájaro. (Jac, tendrás que aprender a buscar las pieles de las cosas en momentos como éste. Has perdido el borde de tu vida al que no puedes añadir nada más).
Jac cayó de rodillas, exhausto, y se levantó despacio. Sabía que si dejaba de moverse perdería el control. Ahora estaba muy claro lo que tenía que hacer. Sin atreverse a pensarlo demasiado tiempo, se tumbó hacia adelante y hundió la cara en la arena húmeda. Con desesperada determinación, se enderezó y se zambulló en el mar. Estaba frío, y sentía los pies vagos y gomosos al chapotear contra el agua. Una ola golpeó contra su pecho, volteándolo, pero se incorporó, perdió pie y se dejó arrastrar a las aguas profundas, a una oscuridad que ya conocía.
El despertador sacudió a Assia de las profundidades de un sueño corrosivo. Lo paró, se levantó de la flexo-forma y se puso las sandalias. Como un viento helado, recorrió la habitación, encorvada, las sandalias susurrando. Cuando entró en el cuarto de baño rodeado de espejos, se enderezó, y un tenso grito rompió en su garganta. Se vio a sí misma en los espejos: una mujer alta con pelo negro, ojos luminosos de ensueño y un sorprendido y ovalado rostro adolescente.
Nobu se encontraba delante de la ventana, larguirucho y solemne, con aspecto pensativo. Miraba más allá de la orilla el lugar donde la luna se posaba en el blanco recodo de una duna. Las auroras revoloteaban locamente sobre el mar.
LO QUE SABEMOS DE LA REALIDAD PROCEDE DE NUESTRA FALTA DE CREENCIA EN ELLA estaba escrito en la orilla con plateada luminiscencia. Era una de las muchas y extrañas pintadas que habían aparecido por todo CÍRCULO durante la noche. Más lejos en la playa, sobre la arena misma, estaban las palabras de platino: MAMÁ ES FAUCES.
A la izquierda destellaron luces rojas. Nobu sabía de dónde procedían, y se mordió el labio inferior. Los gruñones se habían rebelado. No se habían vuelto locos simplemente, sino que llevaban a cabo una estrategia bien planeada. Se habían apoderado de la armería y del Data-Sync que controlaba la mayor parte de las funciotiempo. «¿Cree que tal vez algo pasa de otra forma? ¿Qué? ¿Qué es el tiempo? Lo que me aterra es la posibilidad. Llevamos el principio en nuestra sangre. Lo probamos y lo encajamos constantemente en nuestras vidas. Nunca lo hacemos bien. ¿Pero y si lo hacemos? ¿Y si lo hacemos, qué? Sólo su movimiento le distingue de esta emboscada de inmovilidad. Deténgase. Jac».
Tonterías, pensó Nobu. Se ha vuelto loco. Por fin ha sucedido. Apretó la frente contra el oscuro cristal y empezó a respirar de nuevo rítmicamente.
Cuando se sintió mejor, contempló la noche, los ojos tensos como su cara. Muy lejos debajo de él, varios pájaros, como pálidos calcetines sucios, estaban colgados en la luz de la luna. Se apoyó contra la ventana, tratando de distinguir cuántos eran.
Un grito sorprendentemente alto le hizo dar un respingo, pero demasiado tarde. El gran cristal, abierto bajo su peso, le hizo dar un paso a la noche. Durante un momento delirante vio la playa donde los luchadores de CÍRCULO estaban atrincherados. Las dunas de la orilla ardían, encendidas por extraños láser azules que destellaban rojos contra las rocas. El oscuro suelo saltó hacia él como un mal sueño…
Nobu se quedó quieto, tendido, con la cara contra el asfalto. La sangre que manaba de su cara y miembros era caliente y pegajosa, aunque estaba temblando. No importa, se murmuraba una y otra vez. No importa.
¿O sí? El dolor inicial y el shock desaparecieron rápidamente, y se preguntaba si, tal vez, alguna parte real pero escondida de sí mismo había causado que se apoyara con demasiada fuerza contra el cristal, había hecho que el cristal cediera… algún poder benévolo, anulado demasiado tiempo por su conexión con las máquinas, aparatos, cálculos… un dios benévolo en cuya gracia era mejor estar muerto que servir a lo inorgánico. «¿Cree que tal vez algo pasa de otra forma? ¿Qué? ¿Qué es el tiempo? Lo que me aterra es la posibilidad. Llevamos el principio en nuestra sangre. Lo probamos y lo encajamos constantemente en nuestras vidas. Nunca lo hacemos bien. ¿Pero y si lo hacemos? ¿Y si lo hacemos, qué? Sólo su movimiento le distingue de esta emboscada de inmovilidad. Deténgase. Jac».
—Corte las tonterías, Nobu.
La voz le sorprendió, porque la reconoció de las cintas donde Assia registraba su progreso. Sus manos se apretaron débilmente contra el asfalto, mientras trataba en vano de levantar la cabeza.
—¿Jac? —Su voz era una débil caricatura.
—Parece bastante jodido —dijo la voz de Jac.
Debo estar delirando, pensó Nobu.
—Ni se le ocurra —dijo la voz—. Tenga, déjeme echarle una mano.
Nobu sintió que una frialdad brillante y magnética le tocaba por todo el cuerpo, y se encontró de pie. Bizqueó contra el destello del sol, aunque aún era de noche. Una figura de negro ondeaba ante un cielo plateado. Se acercó, y los sonrientes rasgos de Jac aparecieron ante su vista.
—¿Ve dragones?
En los estrechos de luz de la suave costura ferrosa de sus párpados cerrados, Assia lo sintió. Estaba tan cerca que tuvo que permanecer muy quieta para sentirlo. Ya no era Jac. Era un hueco en el humo de sus sentimientos, un agujero que caía del tiempo en un ensoñador vacío lleno de destellos de luz, seres entrevistos… más de lo que la esponja de su cerebro podía absorber. Una gran sensación de sueño se inflamó en su garganta, deglutió y abrió los ojos.
Estaba sola en lo alto de una torre en el jardín que no existía aquella mañana. Antes, con asombro enfermizo, había subido las escaleras de piedra que conducían hasta allí. Había contemplado a los gruñones caminando entre los bosques de hojas blancas y los arroyos de luminosos arcos iris que aparecieron de repente. A lo lejos, vio lo que quedaba de CÍRCULO: los fantasmas de acero de edificios derruidos y las manchas de humo que asomaban entre las dunas con colores chamuscados y vidriosos… los rojos y naranjas viscosos de la arena fundida por los láser de batalla de la noche pasada. Una nube marrón flotaba sobre el amasijo del Data-Sync.
Contempló la carne firme de sus manos y la profunda oscuridad de su cabello, y una vez más se sintió mareada, pesada, enfangada con emociones absurdas: ¡era una anciana con el cuerpo de una muchacha de diecisiete años! El caparazón risible de su lógica estalló con una risa a la que no se atrevió a dar voz. ¿Qué iba a sucederles a todos ahora que un hombre se había convertido en dios?
Por primera vez desde su infancia, Assia despejó su mente y meditó como le había enseñado su padre. Se concentró en los árboles salpicados de musgo y el suelo del bosque inundado de luz. Era más fácil de lo que recordaba: hojas como partículas brillantes, las sorprendentes grietas en las ramas, cada árbol una molécula temblequeante. Sabía que ahora estaba sola, con su cerebro enroscado silenciosamente en su concha.
Nobu había recorrido la playa arriba y abajo incontables veces, sin sentir nada, viéndolo todo. No estaba muerto, aunque sabía que debería estarlo. Tenía cada vez más claro que no sabía mucho. Durante días, semanas, cantidades de tiempo que dejó de medir, recorrió covachas y playas llenas de maderos que habían ido a la deriva y rocas pulidas por el mar, observando el océano ir y venir, la espuma de la costa cambiando de forma como una nube lenta. El miedo, el asombro, los recuerdos, todos desertaron de él mucho más pronto de lo que esperaba. No había necesidad de comer o dormir. No había ni siquiera necesidad de pensar, advirtió finalmente. ¿Es esto la muerte?
No. Era consciente. Tendría que seguir mirando.
Recorrió ausente la caleta sacudida por el viento. El tiempo tenía tan escaso sentido como lo estático, las distancias se hicieron más grandes que el tiempo. Y finalmente, después de que olvidara que la vida había sido de otra forma, lo atravesó un destello de total comprensión. Se dejó caer desde la base de piedra donde había estado observando la marea ir y venir y se deslizó por la pendiente de una duna. De espaldas, contemplando el cielo nocturno, miró más allá de los fuegocielos y, con su nueva reflexión, empezó a descifrar el asombroso baile de las estrellas. No había nada que lo separara de ellas. Dentro, fuera, arriba, abajo, todo era arbitrario. Ahora el cielo entero tenía significado para él. Y podía ver claramente la historia completa de la evolución proyectada a la noche desde sus cromosomas.
Todos los detalles más triviales del desarrollo orgánico, empezando con la primera chispa en el limo primigenio, se encontraban en las sombras del cielo. Mientras leía, comprendió por fin la historia de la consciencia y vio la siguiente forma humana, los niños voors que nacían mirando atrás, recordando a sus antepasados, su capacidad de ser una telepatía que cruzaba mundos y que por fin los unía con todo, en una reunión infinita.
Estaba tan absorto que no advirtió el brillo del cielo: había llegado y no faltaba nada. Todas las formas orgánicas se alzaban ante él como nubes, y tembló, sintiendo la innombrable continuidad que las unía. Progresivamente, sus sentidos se aguzaron, se enfocaron.
Todos sus sentidos habían estado viviendo en el pasado. Eran los peldaños de la consciencia, flotando en la nada. En ellos se encontraba el molde cambiante del mundo, y entre ellos estaba la tranquilidad, la nada. Se convirtió en sus sentidos, y fue consciente de las estrellas titilantes, una línea fina y plateada seguía la esquina del cielo.
Amaneció, el sol se alzó de su lecho de rocas, y los colores fluyeron en el todo. Nobu regresó a la tranquilidad intermedia, comprendiendo ya que su participación en el mundo había acabado, y que era arrastrado inexorablemente hacia la unidad que había atisbado más allá del horizonte de la sangre.
Jac Halevy-Cohen deambuló por la playa, esferas de luz de jacinto danzaban alrededor de sus tobillos. Era un mentediós, más grande que el pensamiento o la memoria. A su capricho, un basilisco de agua brotó del mar, chispas de flores alinearon su camino por la arena, y la música perlaba de joyas el aire. Y, sin embargo, era un hombre. «JAC HALEVY-COHEN», tronaron las olas en armonía.
Podía hacer todo aquello que quisiera. Único y a la vez multiforme, era un mentediós. Había cambiado la realidad para liberar a los gruñones de sus amos humanos. Había rejuvenecido a Assia, la vieja científica que ayudó a crearle. Y había enviado al director del programa, Nobu Niizeki, moviéndose lateralmente a través del tiempo. Todo esto lo había hecho por amor. Incluso Niizeki estaba amorosamente tendido en la playa en una espuma de luz helada, desvaneciéndose, carne y pensamientos, por la curvatura del tiempo. La unidad del amor era más grande que el recuerdo del mundo, y al final de los vagabundeos de Nobu, Jac el mentediós sabía que el director del programa sería libre, liberado a la luz, completamente reinante. Aquel hombre conocería la totalidad.
Increíbles chorros y abanicos de agua suspendida giraban intrincadamente en el aire, atados por cadenas de canciones de pájaros. Jac era un mentedios… y no había nada imposible para él.
El pensamiento del pensamiento circulaba profundamente por la mentediós de Jac, y advirtió lo pequeña y ruidosa que era su parte mental. Vio, en un silencio ciego de súbito miedo, que su pensamiento era la menor parte de él. Tenía pensamientos, urgencias, sueños carnales de los que nunca había sido consciente pero que vivirían con él a través de las épocas. Era el mentediós de su propio yo: tejidos, venas, huesos: todos tenían sus sueños y sus amores. No era pura psinergía. No podía serlo, a menos que rechazara su cualidad física. Pero eso requeriría cientos de miles de años, pues el cuerpo, comprendió, es el inconsciente del mundo. Y él (loco de psinergía), era la Mente de la Especie, el testigo del cuerpo, viviendo para ver agotarse a través de él los sueños, mitos y fantasías de la especie humana.
El tiempo era transparente para Jac, y vio venir el vacío a través de siglos de ansia sexual y espejos mentales. Dentro de milenios, en el suave residuo de los deseos cancelados, al fin sería libre de su humanidad. Pero eso duraría eones.
La furia se enroscó y las espirales de agua danzando en el aire se irisaron y desvanecieron. Un grito atormentado se extendió sobre las dunas a medida que la realidad de su destino se volvía consciencia: ¡iba a quedar atrapado durante siglos en las fantasías de su biología! ¿Sobreviviría alguna vez a su propia realización? Su mente se encogió en torno a su omnisciencia mientras el conocimiento le aseguraba que no era el único mentediós del planeta.
El miedo ardió.
Atónito, Jac se alzó sobre la superficie del tiempo, y vio a los Otros. El aire del mar rebosaba con su vigilancia. Seres descarnados arrebatados de lucidez veían más profundamente en su mente simple y su mutabilidad de lo que él nunca podría. Eran mentedioses de realidades más fieras; ya habían dejado atrás las ansias de carne de los mundos que los habían formado, y ahora eran aterradoramente libres, sublimados, y viajaban en el flujo de psinergía del corazón galáctico, ¡existiendo en el cosmos siendo el mismo cosmos! Ya estaban llegando, rehaciendo la tierra, conscientes de la insaciedad y los sueños raciales que les limitaban.
El miedo dio vueltas poderosamente en torno de Jac y entonces desapareció en los declives de su futuro. Entonces vio que contaba con una entesombra, un miedo-yo, que a fuerza de tenaz autoamor, intentaría protegerle de los Otros o marcar el final del tiempo.
En ese momento, Jac fue consciente de que su mentediós no toleraría a otros mentedioses. Era demasiado pequeño para permitir que Ellos estuvieran cerca de él. Necesitaba eones para crecer, eones sólo mientras autoflotara en la demasiado ansiosa maravilla de su lujuria.
Jac se detuvo. El aire se había abierto ante él, y contemplaba a un hombre grande pelirrojo en una caverna. La visión se estrechó, y se acercó más, lo suficiente para ver que la sombra del rostro del hombre era una negra quemadura. La calma que emanaba de la cara del desconocido llenó toda la consciencia de Jac. Los ojos celestes, llanos y estrechos, tocaban el mundo suavemente, le miraron, y la mente de Jac palideció.
El mentediós deseó encontrar significado a la visión, pero no sucedió nada. Deseó conocer. Nada.
El hombre de la cueva se acercó, fascinado, y el tamaño de sus hombros asombró a Jac. Sólo entonces comprendió. El miedo que había surgido de él un momento antes había reformado el futuro. Este hombre sin nombre con los ojos fantasmales y reflexivos era la forma física de su miedo: su entesombra. El hombre, en algún lugar del tiempo, era él, su yo secreto, tan inconsciente de su psinergía como Jac era consciente de su mentedios. Él era, más que los mentedioses alienígenas, su enemigo y a la vez él mismo… la parte de sí que tendría que morir para que su mentediós pudiera vivir.
El terror brilló en Jac, y el mar rugió…
Sumner se despertó en la cueva de la montaña que asomaba a Skylonda Aptos, donde había empezado la caza en las sombras. Corby era un susurro armónico en sus células: El Delph no nos dejará ver más. La visión ha terminado.
Sumner se puso de rodillas y contempló con atención los picos de las montañas sobre el cielo cada vez más oscuro. ¿Comprendes ahora lo que significa ser la entesombra del Delph?, preguntó el voor.
La mente de Sumner estaba aturdida por la caza en las sombras. El sueño se hinchó en sus pulmones como el temor del tiempo, se tendió de lado y cerró los ojos.
Mientras se deslizaba a la inconsciencia, una escena poderosamente detallada dominó su mente y se demoró antes de desaparecer por completo: Assia, joven y morena, de pie ante una cabaña de cedro en un claro repleto de manzanos. En la puerta de madera, escrito en plata, había un mensaje:
«Assia, siempre hay más. Nunca termina. Espero que tu nueva vida te lo muestre. Mírate con atención. Nunca volverás a envejecer. Nosotros hacemos todas las reglas. Escucha, si esto te deprime, conoces la forma de salir. La quietud de la mente es una puerta. El recuerdo, la historia continuada de la pena. En cuanto el pasado sea real, permanecerás. Mira a tu nueva vida otra vez: nada pasa por casualidad. O todo. Lo que importa es que pasas a través de los hechos para llegar a la quietud que hay tras ellos. Las cosas pueden perder su gravedad. Piensa. Todo lo que alguna vez tuviste flotando sin dirección… ¿No? Pero estamos haciendo progresos. Comprendes que no puedes comprender. El cuerpo es el inconsciente del mundo. ¿Y qué puedes hacer entonces? ¡Todo! ¡En todo momento! Verás, es como cavar agujeros en el río, como olvidar una cosa para recordar otra. Es porque otra persistencia empuja bajo la sangre, porque estamos condenados a perseguir absolutos, porque nada menos servirá. Bien. Ya has empezado a sentir tu lugar. Ahora consigue un espejo, mira adelante, y recuerda a tu madre, a la madre de tu madre, al más antiguo antepasado de la madre de tu madre, verde, cerca de la tierra, sin creer en ti. Recuerda, la inocencia que te pertenece te espera donde la dejaste, profunda como el último de tus miedos. Jac».