Un hombre de cara leonina se encontraba en el tejado de una torre coronada por flores, sus ojos amarillos fríos por la fatiga. Era un distor, pero no carente de atractivo. El cabello dorado le caía por la espalda y brillaba como pelaje en sus brazos y piernas. Sus rasgos resplandecían con una afabilidad sapiente y sus movimientos mientras recorría el tejado circular eran largos y regios. Era un semental, acababa de pasar la noche entre hembras. Bajo el suave manto rojo que llevaba, sus gruesos músculos latían de cansancio. Se apoyó en la balaustrada salpicada de flores y contempló el poblado.
Como el distor más completo de su tribu tenía el privilegio de alzarse en lo alto de los establos criadores y vigilar Miramol. El poblado, construido en un bosquecillo de baobabs y brumosos arroyuelos, rebosaba vida. Al este, la jungla daba paso a un desierto donde aún ardían los fuegocielos, los sueños de todos los seres vivos. Debajo, los trabajadores con sus linternas de color verde amanecer deambulaban entre las cabañas redondas de Miramol, preparando al pueblo para otro día. Y al oeste, hacia donde miraban todas las puertas menos las de las cabañas muertas, el sol se desenredaba de las raíces de la jungla.
La espiral está en todas las cosas, se maravilló el semental.
La llamada de un adorador resonó en el cielo. Los gritos de respuesta de las hembras inquietas brotaron de los establos, y el semental se dio la vuelta y ladró una vez hacia la mustia oscuridad del umbral para tranquilizar su irreverencia. Sería feliz cuando las Madres pasaran sus deberes a un semental más joven y ansioso. Era semental desde hacía más de una década y se estaba volviendo demasiado ensimismado y contemplativo para vivir en los establos. No obstante, encontrar a alguien tan responsable como él entre los jóvenes machos sedientos de sexo sería difícil. Sin duda tendría que servir al menos durante otro ciclo.
Los densos olores carnales que surgían del establo le revolvían el estómago. Se abrió el taparrabos y orinó en los oscuros jardines de abajo. Sólo pensar en sexo hacía que las rodillas le temblaran. Estaba cansado de copular, cansado de atender a tantas hembras excitables. Quería estar solo. Pero sabía que al final del día se sentiría diferente. La espiral está en todas las cosas, desde luego.
Se ajustó el taparrabos y bajó hasta la calle, tambaleante pero con dignidad, las escaleras de la torre de apareamiento. Incluso entre las densas sombras fue reconocido por trabajadores que se detuvieron a mostrar su respeto por su posición. El semental sonrió amablemente, pero no se detuvo. Esta noche había tenido una sesión más difícil que de costumbre, quería irse a casa y dormir.
—Colmillo Ardiente.
El semental se dio la vuelta, y sus rasgos felinos se ensancharon de reverencia. Entre los blancos tentáculos de un baobab surgió una aparición de una mujer grande y de rostro ancho envuelta en una capa negra que le cubría la cabeza. Era Orpha, una de las Madres, y mientras su imagen se formaba en las sombras del amanecer, su voz resonó en los oídos del semental: Ven a la Madriguera, semental. Tenemos trabajo para ti.
Colmillo Ardiente se inclinó ante donde había aparecido el espectro; entonces regresó corriendo por entre la oscuridad de los árboles para evitar a otros habitantes de la tribu.
Tras llegar a la madriguera de las Madres, un montón de tierra rocosa rodeada por sauces, se detuvo y se postró. Esperó hasta que una anciana gorda con ropas negras salió del agujero fangoso tachonado de turquesa.
Era Orpha, su maestra espiritual y consejera de vida. Con su mano carnosa le cogió del brazo y lo condujo por los peldaños de grava hasta la cima del montículo. Desde allí pudieron ver a través de un claro en el bosque cómo el sol se alzaba sobre el río. Orpha permaneció de pie, dando la espalda al sol naciente. La luz roja arrancaba destellos anaranjados a su pelo corto. Con un giro de muñeca agarró el aire y extrajo una joya nido lechosa. Se la tendió y la tenue luz resplandeció verde alrededor de la gema blanca.
—Mira con atención, Colmillo Ardiente —dijo la anciana—. El magnar en persona nos dio este cristal. Puedes verle aquí.
Incluso en escorzo, la cara cuadrada de Orpha era fuerte y amable. Colmillo Ardiente se sintió seguro gracias a ella y luego miró profundamente en el interior de la joya nido. Sólo dos veces en su vida había mirado dentro de una roca voor. En ambas ocasiones le asaltó una trepidación tan intensa que no pudo comprender lo que veía. Sucedió lo mismo esta vez. Mientras su visión se hundía en las nubosas profundidades de la piedra, el cogote se le tensó y las plumas de su mandíbula se agitaron tanto que le rasparon las orejas.
Orpha colocó una mano bajo su mandíbula y fijó su cabeza temblorosa.
—¿Qué ves?
Colmillo Ardiente no sabía lo que veía. Era como si estuviera colgado en el borde ventoso de un vasto cañón. A su alrededor horribles profundidades se desplegaron. Formas vagas por la distancia se movían al filo de su visión, y todo lo que pudo identificar con claridad fue un filamento caliente de miedo ardiendo en su pecho. Alzó la mirada con ojos suplicantes.
—Sientes el miedo, ¿verdad? —Los ojos de Orpha brillaban bajo la luz gris.
Colmillo Ardiente asintió vigorosamente.
—Estoy demasiado nervioso para ver con claridad.
Orpha soltó una carcajada y palmeó la joya nido.
—No eres tú, semental. El miedo que ves es del magnar.
Colmillo Ardiente abrió la boca, sorprendido.
—El magnar… ¿asustado?
—Lo has visto.
Colmillo Ardiente sacudió la cabeza y casi sin hacer ningún ruido preguntó:
—¿Por qué?
—Si lo supiéramos, no tendrías que recorrer el Camino, ¿eh? —Rodeó sus hombros con un robusto brazo y le ayudó a bajar los peldaños del montículo.
Una madre con las ropas desgarradas estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo ante la entrada de la madriguera. Su cara era vivida y fea y sus movimientos salvajemente animados mientras disponía pequeñas joyas y huesecillos en la arena. Estudió los portentos con los dedos, casi tocando el suelo con la nariz.
Orpha abrazó a Colmillo Ardiente y le susurró una bendición al oído.
—He estado trabajando mucho en mi última lección —contestó él, también en susurros—. Empiezo a ver cómo la espiral está en todas las cosas.
La anciana agachada se enderezó y volvió las cuencas vacías de sus ojos hacia Colmillo Ardiente.
—¡La espiral! —cloqueó y se puso en pie con dificultad—. Las lluvias vienen y después se van. La luna mengua y después crece. ¡La espiral, sí, la espiral! —Se rió histérica, y por pura ansiedad también Colmillo Ardiente se echó a reír.
—Jesda, cálmate. —Orpha abrazó a la Madre ciega, volviendo a sentarla amablemente en la arena. La mujer sonrió, pidiendo disculpas a Colmillo Ardiente—. Ve, semental, te espera un largo viaje.
—Sí, ve —repitió Jesda, alzando sus huesudos brazos por encima del pelo enmarañado de su cabeza—. Ve con la espiral. Ve. Ve. Como las estrellas. Como la sangre. Como todo. Ve. El magnar está asustado, y es el principio de una época oscura —aulló con alegría.
Colmillo Ardiente rió y sonrió amablemente mientras se retiraba. Madres locas, pensó. Locas hasta los huesos. En cuanto salió de la madriguera, la risa desapareció de su rostro. El magnar, el que vivía al final del Camino, tenía miedo. Durante toda la vida de Colmillo Ardiente y la de todos sus antepasados, el magnar nunca había tenido miedo.
Bajó una avenida de baobabs flanqueados a intervalos por inmensos colmillos y grandes osamentas de jabalís. Varias veces ignoró los saludos de los habitantes de la tribu que pasaban por su lado, y en cada ocasión, alertado por sus siseos insultantes, tuvo que detenerse y explicar su preocupación. La noticia de que el magnar tenía miedo preocupó a la tribu, y todos se marcharon deprisa con las manos en las rodillas.
Cuando Colmillo Ardiente alcanzó el borde oriental de Miramol, donde las viviendas de abeto de los né se apiñaban en una colina cerrada, había resuelto el asunto para sí mismo. Es la espiral otra vez, advirtió. Tarde o temprano, incluso el magnar debe convertirse en lo que no es.
Al final de un camino salpicado de árboles, esperaba Deriva, el né personal de Colmillo Ardiente y probablemente el mejor vidente de todo el reino Serbota. Los né eran asexuados, divinidades vivientes que trabajaban como artesanos y creadores para la tribu. Telepáticamente fuertes y sin las preocupaciones del ansia sexual, eran ideales como cazadores y exploradores. Su claridad y sus recuerdos ancestrales los guiaban por la única ruta no marcada que conducía a través del desierto a las lagunas de estrellas y el magnar… el Camino.
Deriva era pequeño, oscuro y delgado, y su rostro, como el de todos los né, era una pura máscara: labios breves curvados en una mueca permanente y sin significado bajo unos pómulos anchos como bumerangs y una nariz consistente en dos ventanillas arqueadas.
Deriva tosió y silbó en su imitación de una risa de saludo. Le gustaba Colmillo Ardiente porque era un hombre fuerte. La energía rebullía en su cuerpo a un ritmo excitante. De la punta de su cabellera se desprendían chispas azules, visibles para cualquier vidente, y resplandecían por sus hombros penachudos. Pero aparte de ser fuerte, Colmillo Ardiente era también hermoso. Tenía una cara grande y despejada, sus ojos amarillos eran claros, y sus dos manos trabajaban. Aparte del punzante olor marrón de su sexo y las escamas plateadas de sus piernas, estaba virtualmente entero.
Deriva sintió el propósito de Colmillo Ardiente, y a causa de su telepatía no fue necesario conversar. Pero, para beneficio del semental, Deriva alcanzó la mente del hombre y preguntó psíquicamente: ¿Por qué estás aquí, Colmillo? ¿La noche en los establos te ha dejado sin descanso?
Colmillo Ardiente sonrió sin ganas.
—Soy el semental y hace tiempo que los establos no me inquietan. No, vidente… son las Madres las que me han enviado. Dicen que el magnar está asustado. Increíble, ¿no? ¡El magnar! —Colmillo Ardiente se sentó en un tronco ante el soportal que conducía a las viviendas de la colina—. Eres vidente, Deriva. ¿Es verdad?
Deriva asintió. También él había sentido el miedo zumbando por el desierto, donde siempre reinaba una paz tan tranquila y segura como en el interior de una joya. ¿Quién tiene que recorrer el camino del magnar?
—Aparentemente nosotros. Aunque se supone que no tendremos que ver de nuevo al magnar hasta después de las lluvias, las Madres quieren que recorramos el Camino ahora. ¿Podemos hacerlo, Deriva?
El né dobló su cabeza oscura y redonda con incertidumbre. El desierto ahora está en su momento más caluroso. Las propias Madres lo llaman la estación del sol asesino, ¿no es cierto? Pero si dicen que debemos ir, entonces te guiaré.
—¿Por qué es así, vidente? —preguntó Colmillo Ardiente, alzando la mirada hacia el cielo verde del amanecer, donde los vapores se alzaban como mástiles sacudidos—. ¿Qué puede asustar al magnar, cuando ni siquiera la muerte puede tocarle?
Deriva chasqueó de ignorancia. ¿Cómo podemos saberlo? El magnar es imposible de conocer, como las nubes.
Con el estómago vacío, con Deriva guiándole a través del desierto que separaba Miramol del magnar, Colmillo Ardiente se plegó en su interior. Intentó dejar de pensar en el magnar y se concentró en la purga de su cuerpo.
Deriva se sentía orgulloso de estar con él. Muy pocos de los alegres Serbota podían recorrer el Camino tan abiertamente como Colmillo Ardiente. Al hombre no le asustaban los escorpiones y ciempiés que habitaban en la poca sombra reinante, y había encontrado elogios incluso en el sofocante calor que les derretía la piel sobre los huesos. Lo más maravilloso de todo: confiaba en Deriva. Los né, incluso los videntes, no eran considerados dignos de camaradería por los habitantes sexuados del pueblo. Colmillo Ardiente era diferente. Trataba a todos los né como tribeños, y era especialmente deferente con los videntes. Era uno de los líderes tribales más alegres. Y, por mucho que Deriva las despreciara, había que reconocer el mérito de las Madres por guiarle bien en su trabajo interior.
Tras el segundo día en el Camino, Colmillo Ardiente quedó libre de venenos. Por todo su cuerpo ardían energías salvajes, guiadas por el testarudo sol, que envolvían su visión, pero el lento y pacífico cántico de Deriva le sostenía. El vidente, con su triste vocecita, cantaba la poderosa certeza del cuerpo y su éxtasis por ser hijo del sol:
El sol ansia sentir
Y por eso estamos aquí…
Al final del cuarto día, dejaron atrás los velos de aire estriado y entraron en la sombra de una extensión de piedra de veinte metros de alto. El frescor era narcótico, y tras mirar a los pináculos deslumbrantes y las lanzas de roca envueltas en el trémulo flujo, Deriva cantó felizmente:
Como las largas rocas
Encogidas en las olas de calor
Parecemos rotos
Pero estamos enteros…
¡Siempre estaremos enteros!
Deriva condujo a Colmillo Ardiente a una pequeña cueva donde siguieron las líneas de fuerza a través de un laberinto de túneles hasta llegar a un vasto estudio de roca en la cima de la montaña.
En el fondo de la brillante cámara el magnar estaba sentado en una estera. Tras él, se vislumbraba el cielo azul y mesetas rojizas y el polvo se arremolinaba alrededor de su cuerpo como un aura.
Al principio, no los vio. Miraba con atención un cristal scry, una joya nido verde que los voors le habían dado hacía muchísimo tiempo. El reflejo de la luz esmeralda ondulaba sobre su larga cara de mulo y hacía que la impresionante maraña de su pelo blanco destellara como fuego verde.
El magnar tenía más de mil doscientos años de edad. La presciencia había espaciado sus pensamientos y vuelto creativos la mayoría de sus sentimientos, y por eso muy poco de él era estilizado o predecible. Incluso su memoria era sabia y sin pensamientos.
Se veía claramente, desde su pobre infancia como simio en un boro experimental a través de mil años de cambios ardientes y santificantes que le habían transformado en lo que era ahora: movimientos de luz en forma de carne.
Quinientos años antes, el magnar se había convertido en la consciencia misma, y había comprendido con la orina, el sudor y el flujo de su cuerpo que era luz. Todo era luz: toda la realidad era una estrella brillante.
Pasaba la mayor parte de su tiempo en éxtasis, su cuerpo cargado con una fuerza eléctrica que fluía de su espalda y subía girando al cielo. La psinergía en aumento extendía su consciencia cada vez más profundamente en los campos etéreos de su entorno y le perdía en los lagartos, árboles del desierto y pájaros que le apartaban de su actitud humana. No obstante, a veces, y últimamente con más frecuencia, se perdía en las diferencias del mundo, incluso ante el miedo. La muerte era un frío misterio. Después de mil doscientos años, sólo la luz era más extraña.
Cuando el magnar alzó finalmente la cabeza, sus párpados correosos anegados de visiones, miró en silencio a los dos viajeros, dudando que fueran reales. Lunas de brillante luz destellaban de su gran rostro, y cuando el reconocimiento animó sus rasgos, una sonrisa dentuda se ensanchó. Se rió estentóreamente y palmeó las pieles de animales que llevaba por pantalones. Se formaron nubecillas de polvo a su alrededor, y los ecos de su risa llenaron la estancia. Extendió sus largas manos retorcidas.
—¡Colmillo Ardiente! ¡Deriva! ¡Héroes de Miramol! ¡Salud!
Colmillo Ardiente y Deriva avanzaron y se postraron ante él.
—¡Levantaos! —El magnar los agarró por los hombros y los obligó a enderezarse—. ¿Qué tontería es ésta? —Los miró intensamente con sus burlones ojos marrones—. Soy yo quien debería inclinarme ante vosotros. ¡Habéis atravesado la tierra más mala del mundo!
Antes de que ninguno de los dos pudiera responder, el anciano se hincó de rodillas en el suelo y se postró ante ellos con risa contagiosa. Cuando alzó la cabeza, su cara burlona estaba manchada de arena.
Los tribeños le miraron, intranquilos.
—¿Por qué estáis tan alicaídos? —preguntó el magnar, inclinándose hacia delante para mirarles a los ojos. Olía a alcanfor y a salvia—. ¡Ah, claro! ¡Debéis de estar agotados! Bien, amigos míos, otros visitantes me han traído vino de escaramujo y albaricoques secos. Después de eso…
—Magnar —interrumpió Colmillo Ardiente, bajando deferentemente la mirada.
El magnar puso los ojos en blanco.
—¿Cuándo dejaréis esas formalidades y me llamaréis por mi nombre? Quebrantahuesos, por favor.
Colmillo Ardiente asintió, vacilante.
—Quebrantahuesos… hemos descansado y no tenemos hambre.
Quebrantahuesos estrechó los ojos.
—Esto no es como la tribu del éxtasis. Vuestra seriedad me preocupa, amigos.
—Las Madres nos han dicho que tienes miedo —rezongó Colmillo Ardiente.
Las pobladas cejas de Quebrantahuesos se alzaron y después bajaron lentamente.
—Ya. —Un poderoso peso se apoderó de él, y de repente pareció cansado—. Es cierto. —Estudió la textura de la uña de su pulgar—. Yo… el intemporal, asustado. —Una sonrisa débil asomó en las comisuras de su boca—. Pensaríais que ya habría hecho las paces con ella.
—¿Con quién?
Quebrantahuesos miró con benevolencia a Colmillo Ardiente y una sonrisa triste surcó su cara cansada.
—Con la muerte, naturalmente.
—¿Te estás muriendo?
—No, no. Mi cuerpo, pese a todo lo que ha atravesado, está tan obstinadamente sano como siempre. Ya sabéis, la felicidad produce eso.
—¿Pero tienes miedo?
—Sí, tengo miedo. —Se giró y señaló con un gesto el paisaje desierto tras la abertura en las rocas—. Hay alguien ahí fuera. Llevo días sintiéndolo. Sé que es un hombre, pero eso es todo. No puedo acercarme a él.
Deriva, más que Colmillo Ardiente, quedó anonadado por este reconocimiento, pues comprendía el poder del magnar. Como el vidente, el magnar era telépata y podía percibir todas las fuerzas del mundo. Pero, más grande que ningún vidente, el magnar podía salir de su cuerpo y recorrer las líneas de poder, invisible y, sin embargo, fuerte. El magnar podía ir a cualquier parte y entrar y convertirse en cualquier cosa.
—¿Ni siquiera con la forma de cuervos y serpientes pudiste encontrar a este hombre? —preguntó Colmillo Ardiente, incrédulo.
Quebrantahuesos sacudió su enorme cabeza.
—Ni siquiera con la forma de cuervos y serpientes. El hombre es invisible, aunque sé que tiene un cuerpo. He visto sus huellas. Es un hombre grande, pero sigo sin poder encontrarlo. Por eso creo que lo ha enviado el Delph.
Colmillo Ardiente y Deriva se miraron mutuamente.
—¿El Delph? —Quebrantahuesos leyó su asombro—. Un antiguo enemigo… muy poderoso en su dominio del norte. En realidad, pensaba que el Delph se había olvidado de mí. Ha pasado más de un milenio desde que me alcé contra él.
Colmillo Ardiente sacó su cuchillo de obsidiana y lo hundió en el suelo entre ellos.
—Te defenderemos —juró con convicción.
Los ojos de Quebrantahuesos se ensancharon al contemplar el cuchillo y estalló en una carcajada.
Colmillo Ardiente se arrodilló con ambos puños cerrados.
—Lo digo en serio, magnar.
—Por supuesto que sí —jadeó Quebrantahuesos, entre estertores de risa—. Pero creo que no comprendes la naturaleza contra la que te alzas. Al Delph lo llaman mentedios. Y por buenas razones. No permitiré que sacrifiquéis vuestras vidas.
—No es un sacrificio —insistió Colmillo Ardiente—. Es devoción.
—Tu lengua tiene más visión que tu cerebro —dijo Quebrantahuesos con una sonrisa imperfecta.
—Háblanos del mentedios, pidió Deriva.
Quebrantahuesos hizo una pausa, sacudido súbitamente por una visión que había experimentado hacía más de un siglo. Había previsto este preciso instante. Todo sucedía como lo había visto en su presciencia: dos distors se acercaban a él, le preguntaban por el Delph, la luz del ambiente destellaba en sus ojos, el aire denso por acción de las motas de polvo iluminadas por el sol. El magnar dejó que la visión se abriera en él, sintiéndose eudemónicamente fuera de sí, por encima de lo real.
Todo es vacío, pensó por sí mismo un pensamiento profundo, excepto la ausencia del yo.
—Tal vez los tribeños no deberían hablar de los dioses —dijo Colmillo Ardiente, malinterpretando la tranquilidad en la expresión de Quebrantahuesos.
El magnar frunció el ceño.
—El Delph no es un dios. Es una mente… una mente humana amplificada por una tecnología sorprendente. Hace doce siglos era sólo un hombre. Y yo… yo era un gruñón, un trabajador simio biodesignado para servir a los humanos. Pero era diferente de la mayoría de los gruñones. —Una luz melancólica resplandeció en su cara—. Mis creadores humanos me biotectuaron para razonar. Peligrosa misión para un simio de servicio. Cuando vi lo que estaban haciendo los humanos: tratando de crear un superhumano, uno de su propia clase que fuera lo suficientemente fuerte para sojuzgar la realidad, me rebelé. Mi único error fue no tener éxito. Y desde entonces he estado viviendo de cuerpo en cuerpo, escondiéndome de un mentediós vengativo.
—¿Más de un cuerpo? —La voz de Colmillo Ardiente estaba sofocada por la sorpresa.
—Ésta es mi séptima forma física —dijo Quebrantahuesos. Sonreía, pero su voz era ahogada—. En los mil doscientos años que han pasado desde mi fútil rebelión, los propios gruñones se han convertido en una cultura mentediós con el poder tecnológico para crear cuerpos… incluso mentes. Sin su ayuda, nunca habría eludido al Delph tanto tiempo.
—Tal vez los gruñones puedan ayudarte ahora, —sugirió Deriva.
—No… —Quebrantahuesos se mesó pensativamente su perilla—. Los gruñones no harán nada contra su antiguo amo. El Delph es el que los liberó de su servidumbre a los humanos.
—Entonces deja que te ayudemos —insistió Colmillo Ardiente—. Podemos encontrar a ese hombre en el desierto. Deriva es un vidente poderoso. Puede seguir el rastro de cualquier cosa viva. Y yo recibí entrenamiento como guerrero antes de que las Madres me convirtieran en semental. Sé matar.
Quebrantahuesos pareció molesto y descartó el tema con un gesto.
—No, amigos míos. Me enfrentaré a esta prueba yo solo. Compartiremos una cena y algunas leyendas, y volveréis a vuestra tribu.
—¿Pero cómo podrán sobrevivir los Serbota sin ti? —gruñó Colmillo Ardiente—. ¡Nos has guiado durante siglos!
—Los né son sabios, y los gruñones os ayudarán. Pero no hablemos más del tema.
—Magnar…
—¡Se acabó! —La voz de Quebrantahuesos era un golpe, su cara tensa como un puño. Entonces se sentó, los ojos encogidos de risa—. Y llámame Quebrantahuesos.
Al amanecer del día siguiente, Colmillo Ardiente y Deriva regresaron al desierto dorado. Pero en vez de seguir las líneas de fuerza por donde habían venido, se encaminaron hacia la meseta, púrpura bajo la luz de la mañana. La arena susurraba bajo sus pies, y en la mente de Deriva el sonido se convirtió en los suspiros desaprobatorios del anciano en la torre de roca tras ellos.
El calor los rodeaba como una esfera de cristal, curvando visión y sonido. Colmillo Ardiente canturreaba alegremente, asombrado por la belleza de las dunas y sus suaves tonos marchitos. Deriva cantaba en silencio sobre el sol siguiendo a dos guerreros por un desierto interminable.
Sumner estaba sumido en autoscan. En el fondo de su mente, tenue pero siempre allí, se oía el ruido arrullador, chasqueante, cimbreante de un insecto prehistórico. A veces se tensaba hasta convertirse en un diminuto grito ahogado. Otras veces simplemente arrancaba un canturreo del fondo de su corazón. Pero siempre estaba presente, y si salía del autoscan (si se congratulaba o se distraía) una larga aguja helada punzaba la base de su cráneo.
Silencio. Presencia animal.
Ésta era la tierra de la muerte (Skylonda Aptos), un millón de hectáreas de árido desierto.
Sumner no podía pensar en ello, pero sabía que había venido aquí a morir. No con una bala entre los ojos: los Rangers le habían quitado sus armas. Pero aunque las tuviera, no lo habría hecho así. Aún era un ranger. Llevaba su insignia cobra y los colores de su regimiento, ahora, rotos y manchados, pero enteros. Los llevaría hasta que la tierra lo matara.
Al borde del aturdimiento tras tantas horas de caminar, todo su cuerpo exigía descanso, y se sentó apoyando la espalda en una roca, sin prestar atención a los insectos del desierto. Cerró los ojos y se concentró en el peso del sol contra sus piernas. Trató de relajarse sin dormirse. No quería dormir. Todavía no. No hasta que oscureciera.
El aullido que chirriaba en la base de su cráneo resonó con más fuerza en sus oídos. Era un cántico voor apagado, como el imposible lenguaje que el cadáver de Jeanlu había entonado en su cara hacía tanto tiempo.
Atrapado en autoscan, no había podido pensar a través de su apurada situación. Sin embargo, comprendía que un voor había invadido su cuerpo. Los voors lo llamaban lusk.
El gemido se convirtió en un cántico staccato: negra… negra… negra…
Tras el incidente en Laguna, Sumner había quedado sujeto a observación. Los Rangers no tenían ni idea de lo que le sucedía a su hombre, pero ninguna herida infligida por los voors sanaba bien. Sus miedos se confirmaron cuando los médicos renunciaron a seguir tratándole. La cara quemada no se parecía a nada que hubieran visto. Y en cuanto a los ruidos fantasmales que decía oír, ¿qué podían hacer? No existía cura para la locura.
Pronto se hizo obvio que Sumner estaba seriamente dañado. No sólo había quedado reducido al nivel de la consciencia animal, sino que en sueños se levantaba de su camastro y andaba en círculos. Incapaz de llevar a cabo las funciones normales de un ranger, le despojaron de todas las armas excepto su cuchillo, y le enviaron al norte a estudiar las actividades tribales.
Sumner cumplió con su misión durante una temporada, deambulando por las fronteras de un bosque de río y lluvia, estudiando en secreto las hogueras de las cabañas y los cuerpos grotescamente formados de los distors. Pero su mente era un holocausto de sonidos lunáticos, y cada amanecer se despertaba en un lugar que no había seleccionado durante la noche. Temiendo que los distors lo emboscaran y lo humillaran durante sus paseos nocturnos, buscó la muerte de Skylonda Aptos. Si iba a morir, sería con anónima dignidad.
Sumner abrió un poco los ojos. Lo que asomó a través de ellos no era humano. Formas retorcidas de fuego destellaron por el espacio tras los ojos, y globos de sonidos extraños estallaron y volvieron a formarse. Corby se esforzó por concentrarse. La escena que flotaba en sus retinas ondeó: piedras calcinadas por el sol y el cielo de color de metal. Tenía dificultades en encajar en aquella escena. Iz se enfureció en su interior, amenazándole con barrerle, lejos del cuerpo, lejos del tiempo.
¡No! Corby reagrupó todas sus fuerzas. ¡Ven al centro y extiéndete!
Los ruidos se convirtieron en una frenética amalgama, y luego en un murmullo. La vibrante luz de Iz tomó la forma de un mosaico celular. El cuerpo le aceptaba.
Torpemente, puso en pie el cuerpo de Sumner… su cuerpo ahora, pues el lusk estaba casi completo. Durante años, encerrado sin forma en la crisálida, llevado de nido en nido por los voors, había usado su psinergía para Iz-llamar a Sumner, e Iz le había respondido guiando a Sumner a Laguna. Aquel día en la playa habían muerto demasiados voors. Tendría que redimir sus muertes usando bien este cuerpo.
Corby tropezó y colocó una mano sobre la roca rosa para afianzarse. Ruidos restallantes aún nublaban sus oídos. Era la loca corriente de Iz, recorriéndole, amenazando con destrozar su mundo.
Iz… el ventoso continuo de psinergía que su cuerpo conducía entre realidades. Sin su propio cuerpo para anclarle a tiempo, era casi imposible resistir el tirón de ese poder.
En la oscura cúpula de su mente sintió las formas de pensamiento de Sumner: una laguna aceitosa y tranquila con formas fantasmales bajo su superficie. Sumner estaba cerca, pero encerrado en autoscan. Como un virus, Corby había permeado el sistema nervioso de Sumner. La mente de su padre estaba inmovilizada, incapaz de pensar sin las reverberaciones de Iz que le paralizaban. Corby podría haber reducido el ruido-Iz, pero entonces su control sobre Sumner se debilitaría también… y necesitaba control completo sobre el cuerpo de este aullador.
Corby se movió sobre la roja arena, entrelazando las manos y tambaleándose. Su corazón latía turgentemente, y su visión voló mientras su cabeza se agitaba de un lado a otro. Insistió en el control y caminó junto a un macizo de roca tratando de enderezar su paso. Llanos pelados y óseos con sólo una brizna de hierba aparecieron al borde de su visión, y se volvió en aquella dirección.
Le estaban dando caza. Por muy aturdida que su mente profunda se hubiera vuelto en este nuevo cuerpo, aún era consciente de la presencia de otros seres cercándole. Dos tenían cuerpo, otro estaba cambiando de forma. Hasta el momento no había tenido problemas para eludirlos, pero estaba preocupado. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían de él?
Tropezó y cayó al suelo en un charco de arena y polvo. Rápida, pero torpemente, se puso en pie, avanzó y recuperó el ritmo.
Había decidido que se arriesgaría a comunicarse con Sumner sólo después de que aprendiera a usar este cuerpo. Entonces, aunque su padre no estuviera de acuerdo con sus planes, tendría una leve oportunidad de llevarlos a cabo él solo.
Su padre… era extraño que este adulto tuviera tanto en común con su vieja forma infantil. Habría sido interesante ver desarrollarse su propio cuerpo. Pero Nefandi le había traicionado. Ahora lo máximo que podía esperar era eliminar a los enemigos declarados de su gente. Nefandi y el mentediós llamado Delph… tarde o temprano se enfrentaría a ambos con este nuevo cuerpo experimentado en el arte de dar muerte.
Bajó deslizándose la pendiente de una duna escarlata, exultante con su libertad. Manteniendo erguida la cabeza, la visión temblando en sus ojos, caminó con decisión hacia adelante. Pero el esfuerzo por mantener el control debilitó su voluntad. Tiempo… tardaría tiempo.
Se detuvo junto a un peñasco y se sentó contra él. Las células de su cuerpo cantaban, y escuchó con atención…
Sumner despertó y gruñó al ver dónde se encontraba. El viento, fino y persistente como un rumor, había empezado a borrar sus huellas. Vagamente recordó un sueño lleno de sonidos. Se frotó la cara y se levantó, temblando bajo el calor rojizo.
—¿Crees que la espiral está en todas las cosas? —preguntó Colmillo Ardiente, cortando un cactus con su cuchillo de obsidiana.
El né silbó, bajo y sombrío, y su suave voz habló en el interior de la cabeza del tribeño: ¿Más tonterías de las Madres?
—¿Tonterías? —dijo Colmillo Ardiente sin mirar a Deriva—. Dices eso porque eres un né.
Lo digo porque es cierto. Lo único que tienen que ofrecer las Madres son tonterías.
Se detuvieron para sorber la dulzura del cactus, Deriva sin expresión, Colmillo Ardiente con sus ojos amarillos encogidos de placer. Al terminar, el tribeño escupió al suelo la pulpa del cactus.
—Né… ¿crees que la espiral está en todas las cosas?
Deriva parpadeó como un lagarto.
¿Qué es la espiral?
—La vuelta, el regreso —respondió Colmillo Ardiente—. Lo lleno se vuelve vacío; lo vacío, lleno. Como respirar.
¿Ciclos? ¿En todas las cosas?
—Sí.
Deriva escupió por encima del hombro la pulpa del cactus y habló con su propia voz desde el fondo de su garganta, casi con un ronquido.
—Yo-soy-né. ¿Tendré-alguna-vez-género?
La hoja oscura siseó cuando Colmillo Ardiente la enfundó.
—Se dice que regresaremos… cada vez de un modo diferente.
Tonterías.
—Se dice.
Querrás decir que las Madres te lo han dicho.
Colmillo Ardiente frunció el ceño, sus rasgos afilados como los de un lobo.
—Las Madres saben.
Un carajo.
—Entonces, né, ¿cómo saben con cuáles de nosotros aparearse?
No lo saben.
Un tic gritó en silencio en la comisura de la boca de Colmillo Ardiente.
Deriva palmeó sus manos huesudas ante él, y se encogió de hombros. Las Madres se aparean con los que parecen más fuertes. Los verdaderamente excepcionales, por lo general aquellos más hermosos, son elegidos como líderes… como tú mismo. Pero las Madres no saben más de lo que sabe nadie que tenga ojos.
Una fina sonrisa de sabiduría flotó sobre los labios de Colmillo Ardiente.
—Hay misterios-madre, né, revelados sólo a unos pocos.
No, semental, sólo están mintiendo. Los ojos cristalinos de Deriva no parpadearon. No hay misterios. No hay espiral.
Colmillo Ardiente contempló al vidente como si escrutara en la profundidad del mar. Se golpeó las rodillas y se levantó.
—Es tarde —anunció—. Debemos encontrar un sitio y comunicar.
Deriva le observó buscar cactus escondidos, y sintió un latigazo de remordimiento por haber desafiado las simples creencias de este hombre. Colmillo Ardiente era un buen líder, justo y amable con la tribu y con los né. Su fe era parte de su actitud abierta. El vidente miró en su interior y se gritó a sí mismo: No vuelvas a descargar en los amigos el odio a las Madres. Se levantó y se encaminó a la zona del manantial donde el agua quedaba aislada por sus meandros. Tras agacharse para tomar un último sorbo, el vidente contempló las huellas de un puma de los pantanos en la tierra, frescas como pétalos negros.
¡Colmillo!
Colmillo Ardiente acudió corriendo y estudió las huellas.
—Menos de dos horas. ¿Quebrantahuesos?
Tiene que ser, pensó Deriva, y Colmillo Ardiente palpó su respeto. No le siento en absoluto ¿pero por qué otra razón se internaría tan profundamente en el desierto un puma de pantano?
Un grito gimoteante se alzó en la distancia… el maullido etéreo y solitario de un gato grande.
Ahora somos tres.
—Vamos, tenemos que encontrar un sitio antes de que oscurezca.
Colmillo Ardiente abrió camino entre los matojos quemados por el sol hacia un paisaje hirviente de riscos negros y dunas de sal.
Durante los dos últimos días habían recorrido el Camino de un manantial al siguiente, buscando la presencia del enemigo de Quebrantahuesos. A finales del tercer día empezaron a preguntarse si el extranjero era realmente un enemigo. Deriva lo sentía, aunque le resultaba imposible detectarlo. Así de vacía se hallaba su mente. Se encontraba cerca y permanecía por los alrededores, recorriendo el terreno ensombrecido. Les vigilaba, pero no actuaba como un enemigo. No orinaba en los manantiales después de beber, y no había dejado pinchos envenenados en la arena que hubieran descubierto hasta el momento.
Lo que asustaba a Colmillo Ardiente era que no era visible ningún rastro: ni una huella ni un olor de orina. El hombre era sobrenatural. Aquello sorprendía e inquietaba a Colmillo Ardiente, y como no podía sentir las tenues vibraciones de la sal del extraño, ni siquiera a través de Deriva, había empezado a dudar de su existencia. Tal vez era uno de los planes del magnar para comprobar su lealtad o su profundidad espiritual.
Se deslizó por una pendiente de arena rojiza y subió una colina de roca negra lamida por el viento. En lo alto miró más allá de las ondulantes dunas saladas, más allá de los campos de color de bronce de arena cubierta de guijarros, en dirección a las tierras altas llenas de cráteres. Supuso que aquél, sería un buen sitio para comprobar su teoría, ya que las praderas de ceniza alrededor de los cráteres atrapaban incluso las huellas de las libélulas.
Colmillo Ardiente avanzó atrevido por encima de la extensión de ceniza, cortando una línea recta de huellas hasta una zona de macizos de azufre. Sentado en el duro suelo entre los macizos de azufre, Deriva se sentía en calma. La noche anterior la habían pasado al aire libre, y hasta el amanecer Deriva yació sumido en semiestupor, sintiendo la fina psinergía del extraño moviéndose a través de las formas pétreas que les rodeaban. Al menos aquí, aunque no había nada de comer, habría huellas por la mañana.
Colmillo Ardiente rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto y sacó un arpa diablo, un oscuro dado de madera de castaño que los voors le habían dado a cambio de comida cuando era joven. La madera desgastada estaba hueca por dentro, y sus cables plateados eran visibles a través de los agujeros en sus lados. Colmillo Ardiente se llevó a los labios uno de los agujeros, y una corona de sonido agudo y chispeante se formó a su alrededor.
Deriva cerró los ojos y experimentó un latido de cálida energía humana en algún lugar hacia el oeste. El extraño se encontraba aún con ellos.
Colmillo Ardiente tocó su arpa diablo durante largo rato, enviando su música por las tierras altas, a veces melancólica con vibrantes ensombrecimientos y desgarros, y otras veces acuosa, brillante como el hielo, se retiraba y regresaba como sonidos sumergidos. Deriva siguió las resonantes vibraciones de psinergía humana que rodeaban a la música, cerca y luego lejos, hasta que se hundió en el sueño.
—¡Deriva!
Una mano gruesa y dura sacudió al vidente hasta despertarlo, y un cálido susurro acarició su oído:
—¡Está aquí!
Deriva se sentó. Colmillo Ardiente estaba agazapado e inmóvil, mirando a uno y otro lado, con una mano aferrada al crucifijo que llevaba colgado al cuello.
—Le he oído pisar las rocas —susurró.
Tal vez fuera Quebrantahuesos.
—No, no era el peso de un gato o… ¡Mira!
Deriva se volvió en la dirección que indicaba la mirada de Colmillo Ardiente y vio dos ojos luminosos junto a uno de los macizos. Se desvanecieron.
El vidente tranquilizó su mente, tratando de sentir la presencia que acababa de confrontar. Nada: la brisa del amanecer resonando entre las rocas y el distante siseo de las grutas de vapor. Una sensación apartada y precaria se extendió en el né, y tembló al pensar que lo que había encarado podría ser realmente un enemigo.
—¡Paseq! —Colmillo Ardiente gritó el nombre sagrado a la neblinosa oscuridad—. ¡Paseq!
¡Calla! Deriva agarró con fuerza el brazo de Colmillo Ardiente. Podría pensar que lo estás amenazando.
—Los espíritus no pueden soportar el nombre del Divisor —explicó el tribeño, y entonces volvió a gritar hacia el lugar donde había visto aquellos ojos chispeantes—. ¡Paseq!
No es un espíritu. ¡Los espíritus no tienen ojos!
—¡Paseq!
Los dos miraron con atención tras el eco de los gritos de Colmillo Ardiente. Un largo momento de silencio se tensó a su alrededor. Y entonces, silencioso como una sombra, un hombre fornido salió de detrás de un montículo de azufre, a cinco metros del lugar donde miraban. Incluso agachado bajo la débil luz del amanecer, su pecho henchido y su espalda cubierta de músculos eran majestuosos. Ojos planos y delgados de víbora contemplaban sin expresión desde una cara purpúrea: un rostro de ídolo, rematado por pómulos animales y amplia mandíbula. Su carne brillante era una oscura máscara irisada.
Colmillo Ardiente retrocedió un paso. Gruñó, pero había temor en sus ojos.
Deriva se arrodilló, extendiendo los brazos en el gesto né de sumisión. Arrodíllate, le comunicó al tribeño.
—¡Foc! —ladró Colmillo Ardiente, su labio superior temblaba. Se inclinó desde la cintura, rápidamente, y se encaró a la aparición con los brazos abiertos pero con la cabeza alta.
Deriva envió su mente hacia adelante. Saludos, extranjero. Somos vagabundos de los Serbota… un guerrero éxtasis y su vidente. Saludos. Pensó en duchas de sol. Pensó en árboles de flores azules.
La luz del día se agitaba en los ojos de Sumner.
Quería estallar, dejarse arrastrar por la violencia y librarse del aturdimiento de su cerebro. Pero la voz de su mente, la misma que oía desde hacía dos días, era amable. Venía de la criatura baja y negra, la cosa sin pelo con ojos de aguja y labios partidos. No llevaba armas, pero la otra criatura, el ser peludo con ojos de león y cara con hocico, tenía un cuchillo.
Colmillo Ardiente leyó la mirada de Sumner y sacó el cuchillo lentamente, presentando primero su mango.
Sumner lo apartó. ¿Por qué le habían perseguido estos distors de carne retorcida si no iban a matarle? Tras pensarlo, un dolor ácido reverberó en su cráneo y se tambaleó.
¿Quién eres?, preguntó la voz quebradiza, y su amabilidad le tranquilizó.
Sumner se enderezó lentamente, como si se elevara de una gran profundidad.
—Kagan —susurró.
El vidente se señaló, Deriva, y señaló a su compañero, Colmillo Ardiente. Somos vagabundos Serbota del bosque del sur. Hemos venido porque hemos sentido tu presencia. ¿Podemos ayudarte?
Sumner se sorprendió de que aquella cosa brillante como un escarabajo pudiera alcanzar su cabeza como un voor.
No somos voors, envió Deriva, y deseó no haber visto envararse a Kagan. Sólo vagabundos. Soy un vidente, un… Tan cerca de Kagan podía sondear profundamente en su mente: ya sabía que el hombre no intentaba hacerles daño, aunque parecía preocupado. La palabra que buscaba saltó en su cabeza… telépata. ¿Te gustaría ver?
Sumner frunció el ceño, y entonces hizo una mueca mientras el distor extendía sus manos arácnidas para tocarle.
No hay daño. No hay engaño.
Colmillo Ardiente, al ver que Kagan le miraba, tomó la otra mano de Deriva. El poder psíquico que le arrebató produjo una sonrisa estúpida y benévola en su cara.
Sumner observó con atención a los dos distors. Parecían mucho menos amenazadores de lo que se le habían antojado desde lejos. Era difícil creer que estas criaturas llenas de miedo hubieran creado aquella loca música que le había hecho sentir la necesidad de confrontarlos. ¿Y ahora? Extendió la mano y dejó que el distor tocara su antebrazo.
Un resplandor, claro y balsámico, latió en él, inundando todo su cuerpo de luz. Por la superficie de su cerebro chispearon esquirlas de plata. Sintió con certeza cinética que eran buenas personas, el pueblo alegre. Su mente se abrió, vacía por fin de las demoníacas riñas y el dolor atenazante que habían congelado sus pensamientos.
Pero Deriva y Colmillo Ardiente no sintieron su súbita alegría, pues sus mentes bullían con los gritos lastimeros y sobresalientes de los voors muertos. El frío silbido del espacio se curvaba en sus huesos, haciendo temblar su carne.
Sumner vio el terror en los ojos de Colmillo Ardiente y sintió el rigor del miedo en el contacto de Deriva, y retrocedió. La paz del corazón de la joya que le envolvía estalló y quedó transfigurado por una espina clavada en su cráneo. Apretó los dientes hasta que el dolor remitió.
Tú… ¡sufres! Deriva se había derrumbado y yacía en el suelo contra un pedrusco de lava, frotándose la cabeza calva con sus gruesos dedos. Colmillo Ardiente se acurrucó a su lado, mirando a Sumner con ojos acobardados húmedos de dolor. Ambos oían todavía el viento etéreo y sus gritos totales ensombreciendo el núcleo de sus cerebros. Pero ahora también los dos veían un aura dorada alrededor de Kagan. Deriva comprendió que habían mirado su consciencia-kha: estaban viendo la fina luminosidad del cuerpo. Pero Colmillo Ardiente creyó que estaba en presencia de una deidad torturada: Seie el dios errante o, peor, el Oscuro.
El tribeño se postró, y Sumner pensó que el dolor le había hecho doblarse.
¿Cómo puede sufrir tanto un ser tan poderoso?
Sumner miró a Deriva y contempló sus dedos por encima de la mancha oscura de su cara.
—Lusk.
Deriva parpadeó. ¿Lusk voor?
Sumner asintió y ayudó a enderezarse a Colmillo Ardiente.
No es el Oscuro, Colmillo. Está poseído por un voor.
Colmillo Ardiente contempló las manos callosas de Sumner y sus hombros musculosos.
—¿Entonces por qué no pudiste detectarle ni yo encontrar su rastro? —preguntó, mirando en la lúcida ausencia de los ojos de Kagan, abarcando el vacío que veía en ellos. Eran los ojos más vacíos que jamás había visto. Le recordaron los claros de la jungla y los largos caminos del pantano.
—Soy un ranger. Yo… —Sumner parpadeó y se tambaleó.
No puede hablar, Colmillo. El lusk no está completo. Aún lucha con él.
—¿Quieres decir que hay dos en ese cuerpo? —Los ojos de Colmillo Ardiente se suavizaron, y se levantó. Nunca había visto a un ser tan completo como éste. Bajo aquella extraña quemadura, formada como un loto negro con dos lívidos pétalos a ambos lados de su cuello, era todo rostro. El hombre era realmente poderoso y tenía todas las trazas de un guerrero, pero el vacío de aquellos ojos… Al mirarlos, sintió una tensión en el pecho como si una tormenta se cerniera sobre ellos.
—¿Podemos ayudarte? —preguntó Colmillo Ardiente.
Sumner asintió, mitigando con una mano el dolor de su nuca.
—Música —jadeó, y trazó un tenso círculo caminando.
Colmillo Ardiente sacó su arpa diablo y envió unas cuantas notas al aire, buscando una melodía. Pero antes de que pudiera abrirse a una canción, un gruñido surcó el amanecer.
Sumner giró para adoptar una pose defensiva. Su cuchillo apareció al instante en sus manos. Escrutó las verdes ilusiones de la niebla de los cráteres en busca de movimiento.
Cálmate, Kagan. Deriva se sentó, volviendo la cabeza. Tenemos un compañero por alguna parte. Ha tomado la forma de un gato.
Sumner observó al vidente y se dirigió hacia un peñasco de cima plana para vigilar mejor. Otro gruñido surgió por detrás de uno de los peñascos. Sumner se dio la vuelta y vio un puma de piel azul plateada que agitaba su negro vientre a cada paso que se acercaba. Los ojos ámbar difusos del puma se posaron sobre él, y mientras avanzaba, Sumner volvió hacia él el filo de su hoja.
Tranquilo, Kagan. Es Quebrantahuesos.
Sumner contempló con miedo y asombro cómo avanzaba la masa de músculos nudosos y deslizantes. Marcas rojas y negras se bifurcaban sobre los ojos encogidos como una imitación de cuernos, y una nube de bruma y olores de hojas llenó el aire.
Si lo tocas, entenderás lo que quiero decir, envió Deriva, acercándose al puma y tocando su cabeza plana.
Sumner aferró con fuerza el mango de su cuchillo pero no se retiró mientras la bestia de piel plateada se le acercaba. Miró los ojos demoníacos, los brillantes bigotes negros, el hocico correoso, y una risa salvaje se enroscó en su pecho. ¡Dos distors y un puma!
Un latigazo de ruido voor apagó su risa. Extendió una mano temblorosa y tocó la tersa piel.
Temblando, todo su cuerpo quedó sacudido por un orgasmo de luminosidad cegadora. Un rapto de colores se arremolinó ante sus ojos y se disolvió en un soplo de brillantes partículas. Retiró la mano y se tambaleó, absorto en un trance total, escuchando el plateado canturreo de la sangre en los profundos valles de su cerebro.
Luz, el monstruo de la manifestación…
Las manos de Quebrantahuesos se movieron ensoñadoras sobre él, marrones y arrugadas, empapadas con el calor del sol del desierto. Yacía en trance a la sombra de una ventana. La luz del sol iluminaba como un velo su cuerpo ensombrecido.
Luz, el notarigon del vado… Cantaba estos pensamientos para mantenerse alerta dentro de su trance. En un rincón de su mente, era un puma de los pantanos: nervioso, jadeante, mirando a un hombre de anchos hombros cuya cara estaba manchada de una negrura azul iridiscente.
Luz…
El aire resplandecía de energía psíquica, y el magnar cesó de cantar y dejó caer las manos en su regazo. El extranjero de cara ensombrecida irradiaba psinergía.
Cuando el hombre colocó su mano callosa sobre la cabeza del puma, Quebrantahuesos sintió su vida (caliente y eléctrica como la sangre), y lo vio todo en él, desde su infancia maldita en McClure hasta las indignidades que le habían transformado en un matador entrenado. Pero el magnetismo espectral que había en él procedía de algo más profundo.
Bajo aquellos ojos caídos, la menteoscura se abrió rápidamente al terrible y luminoso conocimiento de un alma voor. Un niño rubio y gélido, desnudo, con la piel blanca como la piedra y ojos incoloros, apareció por un instante y luego se disolvió en un remolino de chispas. La visión cambió a un panorama de vapores galácticos y oscuridad tachonada de estrellas, un arrebato tan vivido que Quebrantahuesos regresó sorprendido a su propio cuerpo.
Sus piernas se agitaron con una sacudida de caída en sueños, y se sentó torpemente. De nuevo estaba solo en su torre de roca, la brisa del amanecer susurraba por entre los agujeros de las ventanas, un puñado de sábanas Serbota enmarañadas bajo él. Se llevó las manos a los oídos para sentir que estaba despierto, y aunque oyó su vida latiendo en su interior, se sintió calmado, como en sueños. Aquel voor era poderoso.
Muy lejos, Quebrantahuesos sintió el puma de los pantanos dando vueltas inquieto, y lo acarició en el alma con la música espiritual que siempre susurraba en el fondo de su mente. El animal se calmó al instante, y su complacencia le reafirmó y devolvió la fuerza a sus ojos.
Mientras se ponía en pie con torpeza, reconoció que este cuerpo se estaba haciendo viejo. Se apoyó momentáneamente en el curvado alféizar de una ventana, contempló el reflejo del lento mar del desierto y sintió el profundo terror que acababa de conocer latiendo en su pecho. ¿Quién era este soldado Massebôth que podía llevar a un voor semejante?
Kagan… Sumner Kagan, susurró en su mente el nombre del hombre, con el que le sobrevino más comprensión de la que pudo contener en la tensa celda de su cerebro:
Kagan era el eth.
Aquel pensamiento solo era tan vasto, que el magnar tuvo que dar un lento círculo alrededor de su estudio para comprender lo que sucedía.
El eth era la sombra-temor del Delph. Era un doble acausal, un espejo-yo sincrónico, el eco del mentediós que regresaba del futuro, tan inconsciente de su poder como consciente era el Delph. El mentediós no tenía influencia sobre el eth: si alguna vez se encontraban, simplemente serían dos hombres frente a frente… y eso siempre había sido una amenaza demasiado grande para el Delph. Hasta ahora, todas las manifestaciones-eth habían sido cazadas y destruidas por los sicarios del Delph. Entonces, ¿cómo había sobrevivido ésta?
La respuesta vino en un trémolo de excitación. ¡Los voors! El Delph había eliminado de forma rutinaria a los mejores voors durante siglos en un vano intento por excluir a otros mentedioses del planeta. Los voors necesitaban sus mentedioses para poder recordar sus ancestrales vagabundeos y dónde se dirigían. Naturalmente, usarían la entesombra del Delph contra él.
Voor y eth… una alianza mortal, se maravilló Quebrantahuesos, atravesó una bóveda y se apoyó en una roca que conducía hacia la apasionada luz del sol en lo alto de la montaña.
Mortal… El pensamiento ondeó en su interior con el preconocimiento de su propia muerte. Iba a morir pronto. Las visiones de pesadillas aumentaban. Durante dos siglos había llevado el cómo y cuándo en la carne de su corazón. Al finalizar el próximo año solar iba a matarle un hombre de un solo ojo y cara cubierta de cicatrices, con una espada de oro y plata. Había vivido su muerte en sueños: la espada alzada, la cara oscura llena de furia, y luego un salpicoteo de brillante luz lacerante se abría en una oscuridad de silencio eterno.
El magnar se detuvo en la boca de la cueva donde la alta luz del sol cantaba en las sombras. Pudo ver más allá del cuerpo roto de Skylonda Aptos el lugar donde la cordillera del borde del mundo estallaba en el cielo. Seiscientos millones de años de geografía le contemplaban desde los picos de roca estriados. A sus pies, el viento había cortado bruscamente en el esquisto, revelando los dibujos en espiral de fósiles marinos. Se arrodilló y tocó el margen de color donde ciento sesenta y cinco millones de años antes había terminado la vida de un océano. Recogió una piedra y grabó su propia espiral sobre el sedimento expuesto.
Al otro lado de la extensión muerta, distantes acantilados del color de azufre vigilaban inconscientemente. Un pensamiento sentimental empezó a asaltarle y entonces continuó avanzando más profundamente: Este mundo es el borde de un abismo…
En el cielo un halcón dibujó un lento remolino y Quebrantahuesos lo observó sin verlo. Estaba pensando en Kagan, el eth.
El lusk empantanaba la claridad de Kagan y le sorbía su luz corpórea. Si había alguna esperanza de que los voor usaran a este eth contra el Delph, el cuerpo de Kagan tendría que estar descansado y su mente en calma. Por eso Quebrantahuesos había conocido al Delph. Por eso había sobrevivido doce siglos en este mundo fantasmal. Por eso.
El viejo se sentó contra la piedra caliente y cerró los ojos. Estar aquí para el eth. Servir. La fuerza vital del puma bulló en él, y la intuitiva certeza de su misión latió con su respiración.
Ayudaría al eth, decidió con silenciosa convicción.
Aunque aquello significara que se rendía a su visión de muerte, que dentro de un año sería huesos roídos, lo acertado de su decisión brilló en él como la luz del sol.
Con una paz lúcida, Sumner acompañó a los distors a la morada de Quebrantahuesos en las montañas. Deriva canturreó durante todo el camino sobre cuatro guerreros perdidos en el mundo, cada paso preordenado como las estrellas, sin dejar tras ellos nada que fuera real. Y aunque las palabras eran melancólicas, el tempo era animoso e iba bien con la fuerte cadencia de su caminata.
Colmillo Ardiente se mantenía cerca de Kagan, impresionado por su vivo paso y la entereza de su cuerpo. Mientras dejaban atrás los cráteres de las tierras altas buscó las huellas que Sumner había dejado durante su aproximación. No había ninguna. Y cuando le preguntó al respecto, Kagan explicó cómo había subido por el borde caliente y desmoronado de un cono de ceniza explotado para alcanzar los peñascos sin alterar la ceniza. Al escucharle, Colmillo Ardiente se maravilló por el timbre de su voz. El hombre era simple y directo, sin las elaboradas muecas y gestos faciales comunes entre los distors.
A Sumner le sorprendía que pudieran comunicarse pues hablaban lenguas distintas. Se comprendían mágicamente uno al otro, igual que, mágicamente, había terminado su lazo-voor. De alguna manera estaba relacionado con el puma negro y plata que se deslizaba de la sombra de un promontorio al siguiente. Lo llamó con sus pensamientos y éste se detuvo y le miró varias veces, pero no hubo otra respuesta.
La mente de Sumner permaneció silenciosa e inmóvil como la tierra que los rodeaba. Sólo la alegría de su libertad latía y giraba en su interior. Sabía por lo que decían los distors que no comprendería nada hasta que conociera al magnar, así que se sumió en autoscan.
Bajo un cielo color vino oscuro, llegaron a su destino aquella tarde. El puma de los pantanos se tendió a la sombra y Deriva les guió entre los tortuosos corredores hasta la morada de Quebrantahuesos.
La luminosa morada se hallaba llena de pájaros que piaban y canturreaban en los nichos de roca y los alféizares de las ventanas. Un loro con pico de carnaval se dirigió a una alta percha en el techo abovedado. Periquitos verdes entraron en tropel por una abertura y salieron por otra.
Quebrantahuesos estaba sentado en su hamaca ante una ancha ventana oval, cuyo alféizar estaba manchado con la mierda de los pájaros. Sonrió, revelando sus dientes grandes y cuadrados, y les hizo señas para que se acercasen. Llevaba un albornoz rojo y pantalones gastados y remendados. Entre sus pies descalzos había un estropeado saco de fibra.
—Héroes de los Serbota, Sumner Kagan… ¡saludos! —Les hizo un gesto para que se sentaran.
Los tres vagabundos se sentaron en el suelo ante él, y aunque el viejo sonreía, vislumbraron una tenue expresión en sus ojos que los instó a guardar silencio. Colmillo Ardiente y Sumner pensaron que era cansancio, pero Deriva reconoció el tedio por lo que era. ¿Cuántas veces en sueños había acudido el magnar a este encuentro?
Deriva escuchó dentro de su cabeza la voz del viejo: Sólo un vidente podría saberlo. Miró al magnar y captó un guiño astuto. De repente el presente era inmóvil, pétreo, lleno del olor del desierto de ladrillos calcinados. Deriva se sintió salir de su cuerpo y se relajó. Sabía lo que estaba sucediendo.
Resultaba difícil respirar con el denso calor; la sed era terrible. Pero uno se sentía en paz tendido aquí, esperando a que la fuerza regresara.
Deriva se sintió flotar con la consciencia del puma de los pantanos, contemplando bajo pesados párpados un paisaje de calor arremolinado donde cada roca estaba cortada en puntas como joyas.
De repente, Deriva se encontró dentro del magnar. Era de noche, o eso parecía, pues aunque el cielo aparecía de un vivido tono azul, la luz se volvía verdosa como antes de una tormenta o durante un eclipse. El magnar estaba arrodillado en un llano de piedra mellado, y era como si Deriva estuviera arrodillado, como si sus rodillas sintieran dolor bajo los puños de piedra, como si sus dedos dibujaran espirales en el polvo pálido y blancuzco. Los garabatos en espiral llamaron fuertemente su atención…
Deriva se sumergía en el sueño. Como de costumbre había miedo, pero la curiosidad era más fuerte. Se calmó y dejó que la visión se manifestara.
Era el magnar, arrodillado entre las piedras, mirando a los distantes acantilados de color de azufre. Se levantó y comenzó a caminar hacia un campo de rocas suavizadas por el viento, blancas como huesos, un osario que nunca cruzaría. El cielo se revolvía con energías arremolinadas: Este mundo es el borde de un abismo, y yo doy círculos cada vez más cerca. Si fuera un animal, entonces podría enfrentarme al vado con instinto más seguro…
Un pájaro graznó, y la consciencia tornó a Deriva. De una jarra de cuello fino caía vino rosa hacia una copa brillante. El vino desbordó la copa y se convirtió en fuego que deslumbraba de puro caliente. Deriva miró con atención el fulgor y vio a Quebrantahuesos tendido de espaldas, su rostro una máscara de muerte, blanco y fijo. En las paredes se reflejaban notas procedentes de un arpa diablo, suaves y sutiles, que se reducían a un gemido, cada vez más suaves…
Una carcajada rompió el silencio y la visión de Deriva se aclaró.
Quebrantahuesos se reía con tanta fuerza que estaba mudo, sus manos presionaban sus costillas. Colmillo Ardiente también se reía, y la visión de su rostro salvaje surcado de risa y lágrimas aumentó la confusión de Deriva. Jadeó-silbo de alegría y alivio y con una atemorizada humillación. Se había perdido algún chiste durante su visión, pero eso no parecía tener importancia. Las energías circulaban suavemente entre él y el magnar.
—Quebrantahuesos es responsable de que los Serbota sean una tribu de éxtasis —estaba diciendo Colmillo Ardiente—. Enseñó a reír a nuestros antepasados.
Deriva balanceó su extraña cabeza, aliviado de haber salido del ensueño pero todavía sintiendo la luz verde, los poderes se cerraban, se tensaban. Era curioso.
—Entre este mundo y el polvo —dijo Quebrantahuesos, secándose los ojos con una manga—, la alegría es todo lo que tenemos. —Miró a Deriva, su cara de caballo roja por la risa. El vidente experimentó un arrojo de mareo, oyó de nuevo la música y cerró su mente. Quebrantahuesos hizo un guiño y miró en otra dirección.
Sumner se encontraba bien. Este anciano era poderoso. Algo sucedía entre él y el pequeño distor. Cuando los miró, una bola de energía se tensó en su vientre y una alegría tupida y maníaca tembló en su interior. Demasiado poder.
—Mis amigos se sienten fascinados por ti —dijo Quebrantahuesos en perfecto Massel—. Eres el primer humano no distor que han visto. Tal vez puedas explicarles qué estás haciendo en un lugar tan desolado.
Sumner se encogió de hombros. Les habló un poco de los Rangers, de su misión en Laguna, y de la momia voor que había explotado en su cara. Habló sobre los locos sonidos que desbordaban sus nervios del autoscan.
Colmillo Ardiente asintió enérgicamente.
—Es terrible, magnar. Cuando nos cruzamos con él, el vidente y yo conocimos un dolor y un terror más grandes que todas las heridas de la jungla.
Quebrantahuesos asintió comprensivamente y sonrió. La luz de bronce pulido destelló en su pelo blanco. Sacó cuatro jarras de barro, cada una ribeteada de colores brillantes y festivos.
—Propongo un brindis por tu libertad, Kagan.
—¿Soy libre? —Aunque no oía nada más que el mundo que le rodeaba, Sumner sintió que el voor aún permanecía dentro de él.
—Si no eres libre, el magnar te liberará —dijo Colmillo Ardiente.
Colmillo. Deriva sacudió la cabeza. La extrañeza había pasado, y ahora había un poderoso sentido de redundancia. Todo esto había sucedido antes.
—No importa, Deriva —dijo Quebrantahuesos, alzando el saco de fibra y sacando una jarra de cuello fino. Escanció una copa con un vino rojo y denso como el amanecer—. Colmillo Ardiente tiene razón. Todavía no eres libre, Kagan, pero si confías en mí, podré ayudarte.
—¿Cómo?
Los tranquilos ojos de animal de Quebrantahuesos resplandecieron de risa mientras llenaba las otras copas y las pasaba.
—Un brindis —dijo a través de su sonrisa—. Por la libertad.
—Por los Poderes —añadió Colmillo Ardiente.
—Por la vida —siguió Deriva.
Sumner alzó su jarra y humedeció sus labios con el vino. El beso líquido enfrió su carne y cargó sus fibras de un aroma embriagador. Después de que los otros bebieran, dio un sorbo y siguió el sabroso y caliente curso del vino hasta su vientre.
—¿Puedes ayudarme? —le preguntó a Quebrantahuesos.
El anciano asintió y chasqueó ruidosamente los labios.
—Vino de escaramujo mezclado con zumo de fresas. Una combinación temible, ¿no te parece?
Colmillo Ardiente asintió ruidosamente y volvió a llenar su copa.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Sumner.
Quebrantahuesos colocó su copa en el suelo y dejó de sonreír. Sus cejas de mago se unieron.
—Si de verdad quieres liberarte de ese voor, y si confías en mí, te ayudaré.
—No quiero nada más que recuperar mi mente. Y me gustaría confiar en ti.
La larga cara de Quebrantahuesos se iluminó y sus ojos destellaron de nuevo felizmente.
—Bien. Entonces serás libre.
—¿Pero qué tengo que hacer?
—Sírveme sin hacer preguntas durante un año solar.
Sumner se echó hacia atrás, el rostro endurecido.
—No puedo hacerlo. Soy un ranger. He firmado un juramento de lealtad.
Quebrantahuesos soltó una carcajada. Miró a Colmillo Ardiente y a Deriva con expresión alegre.
—Está más tenso que el ojo del culo de un coyote.
Deriva se cubrió la cabeza con las manos y Colmillo Ardiente se tumbó de espaldas con una explosión de risa.
—¿Quieres ser ranger? —Quebrantahuesos sacudió la cabeza con tristeza burlona—. Entonces vas a ser un ranger loco.
—¡Locoooo! —gimió Colmillo Ardiente, tendiéndose de lado. Cogió el brazo de Sumner y le miró con ojos rojos y humedecidos—. Kagan, no seas estúpido. Ese voor que tienes dentro va a romperte la mente. ¿Por qué no quieres hacer eso?
Sumner no miró al tribeño a los ojos. Se miraba las manos. Eran poderosas, gruesas y vigorosas, pero indefensas contra el profundo dolor que le retorcía. Tener la cabeza clara nunca había parecido antes tan importante. Su contemplación era musculosa y directa, y se dio cuenta de que si se le privaba de nuevo de aquello, si tenía que deambular por el desierto sin más sesos que un lagarto, sin saber dónde le llevaría su sueño, se mataría.
Sumner miró a Quebrantahuesos. El magnar sonreía con bondad. El anciano asintió una vez, y Sumner se llevó la mano a la insignia cobra prendida en su solapa y la soltó.
Quebrantahuesos y Colmillo Ardiente aullaron y rieron y el lupino tribeño palmeó a Sumner en la espalda.
—No te preocupes, Kagan —animó Colmillo Ardiente—. El magnar es sabio. Te utilizará bien.
Deriva silbó y chirrió, y una bandada de pajarillos cruzó la cámara. Has tomado la decisión correcta, guerrero.
—Ah, me alegro de que los dos estéis de acuerdo —dijo Quebrantahuesos, y volvió a llenar la copa de Colmillo Ardiente—. Mi sirviente necesitará aliados. Después de que descanséis esta noche, quiero que lo llevéis con vosotros a Miramol. Vivirá y trabajará allí hasta que oigáis noticias mías. —Se inclinó hacia adelante y cogió la insignia cobra de la mano de Sumner—. Has tenido que soportar demasiado, joven hermano… demasiado. —Su cara era triste y pesada—. Pero ahora puedes relajarte. Voy a quitártelo todo. —Se metió la cobra de plata en la boca y se la tragó.
Colmillo Ardiente estalló en una carcajada y agitó las piernas al aire.
—¡Locoooo!
Sumner cerró los ojos. Al menos el dolor había desaparecidos El silencio resonó profundamente en su interior. El lusk había terminado. Entonces un estallido de sonido más fuerte que la risa de Colmillo Ardiente le hizo abrir los ojos, y vio a todos los pájaros revoloteando por la caverna en un clamor de plumas. Todos salieron a una por la ventana oval tras Quebrantahuesos y se desvanecieron en el cielo lleno de nubes tranquilas de color rosado.
—Mis testigos —rió Quebrantahuesos.
Los fuegocielos temblequeaban sobre las dunas, y una luna dentada colgaba entre dos montañas aisladas. Corby abrió los ojos y miró alrededor. Estaba solo en una caverna oscura. Sobre él se alzaba la Nebulosa Cabra, fija como el ojo de un insecto.
Se puso en pie, la chirriante insistencia de los voors muertos se reducía a un débil gemido. Con una mano sobre la fría pared de roca para ayudarle, dio varios pasos tambaleantes y se detuvo. Un hombre-sombra se encontraba inmóvil como la piedra contra la pared veteada. La sombra dio un paso hacia adelante, y Corby apretó con fuerza los dedos contra la roca para no caer. El hombre no tenía kha.
La tenue luz de los fuegocielos iluminó una cara larga y ensanchada por la edad. Era Quebrantahuesos. Los recuerdos de Sumner sobre él fluctuaron sobre la mente de Corby. Pero este Quebrantahuesos no sonreía.
—Siéntate, voor.
Corby se debatió ante el tono imperativo de la voz del anciano. Reunió todas sus energías y saltó hacia adelante para apartar al magnar de su camino. Quebrantahuesos, con súbita rapidez, se echó a un lado, hizo girar a Corby y le puso la zancadilla.
Tendido contra la pared de la caverna, el voor reunió su fuerza interna y sacó la psinergía de su cuerpo como un golpe. Estática azul chispeó alrededor de la cabeza y la garganta de Quebrantahuesos y luego se enfrió a un denso rojo en su pecho y cayó púrpura entre sus piernas hasta el suelo.
—No puedes herirme, voor. Quédate quieto.
El esfuerzo de Corby había aflojado su tenaza al momento. En su cráneo vibraron aullidos estruendosos, y por un instante sintió como si fuera a escapar de su cuerpo.
—Tu lusk es débil. —Quebrantahuesos se sentó junto a él en una roca, los ojos oscuros—. ¿Con qué derecho ocupas el cuerpo de este hombre?
Todo se estaba perdiendo. ¿Quién era este aullador? Corby pudo ver ahora el kha del anciano. Era pequeño como una semilla y denso como la roca: una semilla verde suspendida dentro de la nube del abdomen del hombre. Mirarla era como contemplar a través de un largo túnel. En el otro extremo se movían sombras, homínidos oscuros de denso pelo que moldeaban barro con las manos… Gritos redoblados de los voors muertos se rebatieron para formar un vórtice, y disiparon sus pensamientos.
—¡Contéstame, voor!
El poder de la voz del magnar acalló el doloroso rugido en su cabeza. Corby se reafirmó. Abrió un poco los labios y tembló mientras su mente formaba pensamientos.
—No envíes —ordenó Quebrantahuesos—. Hablame como un aullador. Usa el cuerpo que estás robando.
Los labios de Corby se curvaron y los sonidos se agarrotaron en su garganta. Con un tremendo esfuerzo, forzó su respiración para convertirla en sonidos:
—Las-palabras-no-expresan-bien-lo-que-siento.
La cara de Quebrantahuesos era grave. Parecía verdosa bajo la tenue luz.
—El mundo es sentimiento. Cada ser vive en su propio mundo. Tu pueblo siempre ha respetado esto.
La garganta de Corby latió mientras su boca hundida se tensaba para hablar.
—Yo-soy-mi-pueblo.
—Y Kagan es su pueblo, como yo soy el mío.
El cuerpo de Corby se retorció mientras su poder regresaba, pero su fuerza seguía sin encajar en sus músculos. Quebrantahuesos era fuerte.
—Los aulladores tenemos un acertijo —continuó el magnar. Cantó:
Las estrellas tostaron mis huesos. Los océanos escogieron mi sangre. Y los bosques formaron mis pulmones. ¿Quién soy?
—La respuesta es «Humano». Somos tan hijos del cosmos como cualquier voor. No tienes ninguna autoridad para ocupar este cuerpo.
—Las-palabras-no-expresan —susurró Corby, sin apenas mover los labios.
El rostro de Quebrantahuesos ensombreció.
—Entonces escucha con atención lo que expresan estas palabras: puedo sacarte de ese cuerpo. Tengo la habilidad y el poder. Y los usaré, a menos que me convenzas de lo contrario.
La mirada del voor estaba vacía, y bajo la leve luz de las estrellas parecía un cadáver.
—Mi-propósito-es-destruir-al-Delph.
Quebrantahuesos se echó hacia atrás y asintió con satisfacción.
—Gracias por decirme la verdad, voor. Sé que éste es el cuerpo del eth, el destino-yo del Delph. Y no tengo objeciones a una alianza entre eth y voors para terminar con el reinado de un mentediós. El Delph es también mi enemigo. Una vez intenté destruirle… pero era demasiado poderoso. Kagan debe ser preparado cuidadosamente.
—El-Delph-mata-voors. —La mirada ciega de Corby se agudizó—. Destruyó-mi-cuerpo.
—Y ahora destruirás este cuerpo intentando vengarte de él. —Quebrantahuesos sacudió la cabeza—. El dolor debe cesar en alguna parte.
El Delph es débil ahora, envió Corby. Pronto dormirá durante un eón. Pero cuando se despierte será muchas veces más fuerte. Debo detenerle ahora, por el bien de nuestros pueblos.
Quebrantahuesos guardó silencio, vacío de pensamientos.
—Todo es soñar. No es decisión mía que trates de matarle o no. Es algo que debe decidir Kagan, pues es su vida contra la del Delph.
Fue el padre de mi cuerpo.
—Aun así, es decisión suya. Tendrás que decírselo.
Ahora no.
—No… ahora está demasiado lejos de sí mismo. Y además, lo necesito. —Miró la luna ritual y la neblina de luces cósmicas—. Pero dentro de un año, tendrás que hablar con él. Hasta entonces, no deberás interferir en su vida de ningún modo. Si lo haces, te sacaré de su cuerpo.
Corby guardó silencio. La idea de pasar un año flotando sin mente en el Iz le aterraba. Sin embargo, ¿qué otra opción tenía? No podía combatir a este hombre. Si iba a sobrevivir, por el bien del nido, tendría que profundizar en el cuerpo y conservar un fuerte silencio.
Ya había empezado a desvanecerse en el rugiente y radiante flujo de Iz, atraído por inmensas fuerzas que en su cerebro humano parecían terribles e incoherentes: un estrépito de gritos y susurros de duendes. A su alrededor se abría una enorme profundidad. Llamas de cegadora luz blanca giraban ante los gritos pulsantes.
Los brillantes ojos de Quebrantahuesos se fijaron en él un instante, y por última vez antes de sucumbir a la succión de energía sibilante, envió: Éste es un universo de espacio sin límites, aullador. Materia y energía son raras y pequeñas. En este vasto vacío, para nosotros incluso los sueños son reales.
Quebrantahuesos sintió que la psinergía voor se oscurecía y se desvanecía. Sucedió tan rápido que cuando el cuerpo de Sumner empezó a respirar con la lentitud y la profundidad del sueño, el magnar aún estaba inclinado hacia adelante, contemplando cómo se desvanecía en las sombras de la noche el kha púrpura de Corby. El voor se había ido. Fuera, el ladrido de un zorro del desierto se repitió entre las dunas, agudo como la luz de la luna.
Colmillo Ardiente estaba ansioso por llevar a Sumner a Miramol para poder mostrar al fornido y rudo guerrero, del color del desierto, que habían encontrado en las tierras baldías. Viajaron hacia el oeste entre fantasmas de agua: manantiales moteados y las largas curvas de lechos de ríos desvanecidos donde el calor del sol fluctuaba como líquido. Deriva cantaba solemne y lento:
Qué extraño que el tiempo se deslice
Siempre hacia el este,
Qué extraño que nos movamos.
El vidente estaba absorto en el Camino. El canal de poder que había elegido seguir chisporroteaba bajo sus pies y le hacía cosquillas en la espina dorsal con información de las otras criaturas que habían cruzado este camino. La lenta, profunda y silenciosa psinergía de Quebrantahuesos estaba allí. Al mediodía, el né divisó las huellas del puma de los pantanos en la arena y supo que Quebrantahuesos marchaba delante de ellos. Agachado sobre el rastro, Deriva se sintió un poco mareado. Susurraba una música fúnebre, las llamas escupían, y un hombre con un solo ojo avanzaba con un sable curvo entre las manos.
El musculoso abrazo de Colmillo Ardiente sacó a Deriva de su ensimismamiento. Se meció brevemente en los brazos del tribeño; sus ojos veían huesos chamuscados y carne ennegrecida, grasa y ceniza en el revuelo de un fuego extinto.
—El vidente sólo está medio vivo en este mundo —le explicó Colmillo Ardiente a Sumner—. La mitad de su vida pertenece a la oscuridad profunda.
Cuando Deriva se recuperó, no comentó nada sobre su experiencia. Palpó el Camino y continuaron su viaje. Su corazón, no obstante, estaba preocupado. Quebrantahuesos había dicho claramente dos veces que iba a morir. Pero aquel pensamiento era demasiado ominoso. Al pensar en el espadachín tuerto, Deriva sintió que un golpe de viento le surcaba la cabeza y el canturreo fúnebre comenzó de nuevo. Deriva ignoró las preguntas de Colmillo Ardiente y se dedicó una vez más al Camino.
Sumner se sumió en autoscan y no trató de comprender a los dos distors que le guiaban. El lusk le había dejado cansado y aturdido. Por primera vez desde su llegada a Skylonda Aptos, tenía tiempo para reflexionar y no sabía por dónde empezar. Los Rangers… Quebrantahuesos… los distors… Era feliz de encontrarse entero de nuevo, pero sentía aprensión respecto al lugar a donde se dirigía y cómo le utilizaría el magnar. Todo lo que sabía con certeza era que tendría que servir para ser libre.
Todo el mundo estaba torcido, encorvado o manchado de alguna forma: jorobado, con los brazos de mono, la cara en forma de hocico. Pero todos ellos, incluso los que no tenían piernas y se desplazaban en plataformas con ruedas o los sarnosos con sus rudas caras brillantes, reían con sinceridad. Todos iban brillantemente vestidos con gorras de cuero adornadas con plumas, túnicas florales y pantalones de pieles de ciervo. La mujeres llevaban antiguos amuletos de conchas, anillas de metal y brazaletes de cabeza de cobra. Los niños desnudos, agazapados en los baobabs del bulevar, tenían el color de la madera.
Ríe, Kagan, o insultarás a la, gente, advirtió Deriva.
Colmillo Ardiente aullaba de alegría, los labios replegados en una mueca que podría haber sido un rugido de no ser por la alegría y las lágrimas de sus ojos. Sumner sonrió y se echó a reír.
Más fuerte, o pensarán que no estás satisfecho.
Sumner forzó unas risas burdas, y entonces Deriva extendió la mano y le agarró por la nuca. Una hilaridad caliente y profunda brotó de sus entrañas y se tronchó de risa. La multitud respondió con vítores y silbidos, y cuando Sumner gritó una alegre llamada de mono, se abalanzaron hacia delante y subieron a hombros a los tres vagabundos.
Les hicieron recorrer dos veces Miramol, a través del paseo de los guerreros con altos esqueletos de jabalí, por la plaza central con sus fuentes heladas y brumosas, por la colina hasta las callejas abarrotadas de flores donde vivían los né, y otra vez abajo hacia los azules bancos de lodo del río. Entonces los bajaron a los tres ante el agujero moteado de turquesa de la Madriguera de las Madres.
Les saludaron viejas mujeres con ropas negras y caras colapsadas y ojos alertas y sonrientes. Las Madres rodearon a Sumner, sorprendidas por su tamaño y su entereza. Tocaron sus brazos y sus muslos, pincharon sus costillas, apretaron los dedos contra su estómago, midieron la anchura de sus hombros con las manos y se rieron incesantemente. Particularmente les impresionaron las marcas de quemaduras de su cara y su cuello y todas le tocaron el rostro una vez. Entonces una de ellas llamó a la multitud con voz alegre y comenzó la celebración.
Durante tres días y tres noches el bosque del río y la lluvia reverberó con los sonidos festivos de los tambores, los palillos de madera, las arpas y las flautas y la risa frenética. Las calles de tierra de Miramol estaban abarrotadas de distors bulliciosos que giraban juntos en bailes y procesiones rituales.
Sumner fue conducido a un amplio salón de ceremonias cubierto de bambú. En el camino, hombres y mujeres se empujaban para tocarle y echarle pétalos y flores en el regazo. Lo sentaron en un trono hecho con la concha de una tortuga flanqueado por tres grandes helechos escarlata y adornos de hojas negras y púrpura. Ante él continuamente colocaban ofrendas de alimentos: trucha abierta en canal sazonada con nueces, viandas de asado de mono, crujientes trozos de serpiente atravesados con raíces suaves, pasta de judías picante en copas y jarras ornamentadas de vino y cerveza de miel.
Sumner lo probó todo y trató de reírse con todo el mundo que le servía un plato nuevo, aunque a veces sólo consiguió atragantarse con la comida. Cuando sus ojos resplandecieron y su expresión abotargada dejó claro que no podía comer más, Deriva le escoltó hacia la salida del salón. Evitaron las calles repletas de gente festejando y siguieron los callejones oscuros hasta los habitáculos de los né. Allí terminaron los festejos.
En el aire nublado y denso de flores de un pequeño jardín musgoso, Deriva le contó a Sumner la historia de los Serbota. Se saltó los mitos sobre el origen y los cuentos de espíritus y empezó con el hallazgo del Camino.
Perro Hambriento encontró el Camino. Era un vidente o lo que se consideraba un vidente en aquellos días: tenía género, ya sabes, así que su claridad era débil. Sin embargo, era lo suficientemente fuerte para guiarle a través de los desiertos hasta donde nadie había ido antes, porque la tierra era la morada del sol.
¿Cómo se encontró tan lejos de la tribu? Ésa es una larga historia, y puedo ver que estás cansado. Déjame que te cuente sólo esto: los Serbota siempre hemos sido un pueblo amable. Siempre nos hemos retirado de nuestros enemigos hasta que, finalmente, no hubo ningún otro lugar a donde ir. Nos empujaron hasta el desierto y nos dejaron aquí para que muriéramos.
Perro Hambriento, que se llamaba así porque en toda su vida no había tomado una comida completa, se marchó, como habían hecho muchos otros antes que él, para morir donde el sol fuera testigo de su óbito y tal vez, por piedad, aceptara su espíritu. Los primeros Serbota creían esas tonterías. De todas formas, no murió. En cambio, su poder le condujo a las profundidades del desierto y fue el primero en conocer al magnar.
Bien, cuando el magnar se enteró de nuestra apurada situación, vino personalmente, y durante muchos años fue el líder de nuestra tribu. Nos enseñó los modos del bosque del río y la lluvia y el desierto para que pudiéramos comer de nuevo y nos enseñó también a hacer casas y, si era necesario, a matar para protegernos. Llegamos a ser cómo cualquier otra criatura del bosque. Pero, más importante aún, nos enseñó a ser diferentes de las criaturas del bosque haciendo lo que ningún animal puede hacer: reír. Aprendimos a reírnos de todo, incluso de nuestros enemigos… lo que resultó un acto sabio. De repente tuvimos guerreros bien entrenados que luchaban usando las estrategias de las bestias de la jungla y que se reían mientras mataban e incluso mientras morían. Ahora no tenemos enemigos. Y, sin embargo, aún tenemos la risa… y los né tienen vida.
Verás, antes de que viniera el magnar, las Madres mataban a todos los niños nacidos sin género. El magnar acabó con eso. No por la fuerza, sino con astucia. Comprobó que las Madres eran supersticiosas, y les dijo que su deidad, Paseq el Divisor, que separa la noche del día y el hombre de la mujer, tampoco tenía género. Y por eso se nos permite vivir, porque se cree que somos la imagen de Paseq.
Los né han hecho mucho por los Serbota. Nuestros videntes son mucho más claros que ningún otro vidente con género, y aunque nuestra risa no es tan alta como la de los demás, tampoco somos tan crueles con ella. Nos reservamos para nosotros mismos, porque no tenemos otra familia. Y sin embargo somos humanos. ¿Acaso no significa esto ser humano?
Los Serbota habrían celebrado la llegada de Sumner durante una semana entera, pero al cuarto día empezó el monzón. Sumner contempló sorprendido cómo Miramol se transformaba de ser un pueblo forestal en una ciudad ribeña. Los campos de verduras fueron recolectados rápidamente y se desmantelaron todas las cabañas excepto los habitáculos de los né que estaban colocados, como la Madriguera de las Madres, en un precioso altozano.
Con el cese de las lluvias, sacaron las piraguas y los cazadores del río empezaron su trabajo. Cada canoa tenía elaboradas quillas hechas al estilo de sus dueños. La de Colmillo Ardiente tenía una cabeza de jabalí con colmillos curvos. Sólo se permitía cazar a los hombres con barcas, y Sumner se quedó atrás para construir su propia piragua.
Deriva le encontró aquella tarde en el borde seco del bosque entre violetas gigantes y ramas cubiertas de musgo. Estaba atareado tallando un tronco con un cuchillo de piedra y su cabeza y hombros estaban cubiertos de agujas de luz dorada. Deriva le ayudó a sacar el tronco. Quebrantahuesos envió anoche un mensaje para ti.
Sumner soltó su azuela y parpadeó bajo la luz nubosa. Llovería al anochecer. Miró al vidente, sus vagas cejas alzadas en una pregunta.
Ordena que obedezcas a las Madres.
Sumner asintió y recogió su azuela.
—Hablame de las Madres.
Es mejor que no lo haga, porque no siento amor por ellas.
—Hablame de todas formas.
Son las líderes de la tribu. Deciden quién cazará, quién cultivará la tierra y pescará, y quién engendrará. Todas las mujeres deben obedecerlas sin cuestionar nada hasta que engendren un niño con género que viva para pasar los ritos de pubertad.
—¿Y entonces?
Entonces se convierten en Madres.
—¿Por qué las odias?
Desprecian a los né. Sólo existimos porque el magnar nos tolera. Y además, están manchadas de superstición.
—¿Entonces por qué el magnar me ordena que las obedezca?
Deriva sacudió su cabeza redonda.
No se puede cuestionar al magnar. Es tan difícil de conocer como las nubes.
Por la noche, mientras dormía en una hamaca, Sumner se sintió agradecido por estar libre del voor. Escuchó la lluvia resonando en la jungla, oyó a un niño llorando y olió los resquicios de una hoguera mojada. No le alcanzó ni un chirrido de ruido voor. Mientras miraba a través de la oscuridad el contorno difuso de los árboles, su visión nocturna era clara, sin la brumosa falta de atención del lusk.
—Quebrantahuesos. —Pronunció el nombre en voz alta apenas lo suficiente para sentirlo en la garganta. El sonido le calmó y cerró los ojos, sintiendo que sus músculos más profundos se relajaban, que todo su ser se tranquilizaba, más completo por lo que había perdido.
Sumner tardó tres días en terminar su piragua. Realizó la mayor parte del trabajo en el refugio de un árbol, cubierto con pieles de animales, mientras las lluvias sacudían la jungla. En la primera botadura, se la mostró a Colmillo Ardiente. El tribeño la estudió cuidadosamente, y se maravilló por lo estilizado de su línea y envidió cómo se deslizaba en el agua. Pero no tenía tallas en la proa, y sugirió a Sumner que le diera un espíritu.
Uno de los né, un maestro en el trabajo de la madera, le proporcionó algunas herramientas. Sumner, a quien conocían por el nombre de Cara de Loto a causa de sus quemaduras, talló en la borda pétalos de loto. El primer día que salió alanceó un tapir maduro y cebado. Se lo entregó al maestro carpintero de los né cuando le devolvió sus herramientas, lo que provocó un alboroto en el poblado. Todas las primeras presas se ofrecían a las Madres.
Al día siguiente, las Madres enviaron a buscarle. Tres de ellas estaban sentadas sobre piedras redondas cubiertas de cuero pulido bajo una frondosa bóveda. La lluvia tamborileaba con fuerza y Sumner no podía oír sus voces. Llevaban vestidos negros sin forma y su pelo gris difuso cubría la mayor parte de sus arrugados rasgos. Una de ellas sólo tenía un ojo. Otra tenía escamas plateadas en la comisura de la boca y los ojos. La tercera guardaba silencio y solamente contemplaba sus genitales.
Te ordenan que renuncies a tu piragua, envió Deriva tras él.
—¿Por qué? —replicó Sumner, y una de las mujeres chilló con tanta fuerza que los oídos le resonaron.
No puedes hablar en su presencia hasta que se te pregunte. Deriva pensó en campos de espuelas de caballero escarlata y su dulce y moribunda fragancia hasta que vio que la mandíbula de Sumner dejaba de temblar.
Las Madres consultaron entre sí un momento.
Dicen que debes darles tu piragua. No la necesitarás más. En cambio, irás con Colmillo Ardiente a los establos. Si te portas bien allí, se te devolverá tu piragua y el derecho a cazar.
Sumner se quedó mirando intensamente hacia arriba hasta que las Madres se marcharon.
Todas las mujeres en el establo de apareamiento estaban desnudas a excepción de sus cabezas envueltas en telas brillantes y los puntos amarillos pintados meticulosamente sobre sus ovarios. En la difusa luz de las linternas, Colmillo Ardiente se sentía en casa. Respiraba sin darse cuenta de los oscuros olores picantes y se rió cuando Sumner dudó en lo alto de la rampa.
Con una mano cogió a Sumner por el brazo, y con la otra hizo un gesto hacia las filas de los establos. El lugar era una enorme colmena de cubículos de madera, cada uno con una joven hembra contoneándose lascivamente ante él. Matronas vestidas de marrón, mujeres mayores que nunca habían alumbrado ningún hijo aceptable, patrullaban los pasillos y las escaleras, atendiendo las necesidades de las jóvenes y animándolas a comportarse provocativamente.
Incluso bajo la tenue luz no había manera de ocultar el hecho de que las mujeres eran distors. Todas tenían alguna anomalía: frentes hinchadas o diminutas, miembros distendidos, piel escamosa, hombros cornudos, caras en forma de hocico. Sumner estaba demasiado disgustado para mirar. Permaneció de pie en lo alto de la rampa, sin esperanza, hasta que una de las matronas, una mujer delgada con manos nudosas y labios correosos, le guió hasta un establo con una linterna azul.
La muchacha tendida allí sobre una maraña de mantas tenía un cuerpo flexible y voluptuoso, limpio y estrecho como la luz, entre las piernas abiertas y las caderas contoneantes, asomaba una nube oscura de vello púbico brillante. Pero su rostro… era un burdo remiendo de rostros cosidos en una máscara sin emociones. Sumner quiso mirar hacia otro lado, pero los ojos en las cuencas eran vivos y eléctricos y le llamaban, suplicando.
La matrona pasó junto a Sumner y se dispuso a colocar una manta sobre la cara de la muchacha. Sumner la despidió con un gesto. Se concentró en la granulosa madera teñida por la luz azul de la linterna y se sumió en austoscan. Miró a la muchacha y la vio sin emoción: la vio como se ven mutuamente las criaturas. Tenía la cara retorcida y extrañamente ensombrecida, pero se fijó en la vida que había en ella. El agudo olor sexual del lugar se volvió súbitamente palpable, la suavidad femenina del cuerpo de la muchacha le conmovió y copuló con ella sin emoción, conduciendo su cuerpo a un rápido clímax.
Colmillo Ardiente observó con interés la actuación de Sumner. Se sintió complacido de que un cazador y tallador tan destacado fuera un amante tan malo. Su miembro era de buen tamaño, incluso formidable, pero su estilo era crudo, totalmente primitivo. Si hubieran compartido un lenguaje, se habría alegrado de animarle. Tal como estaban las cosas, Cara de Loto parecía complacido consigo mismo por haber terminado tan pronto. Colmillo Ardiente se encogió de hombros, extrañas costumbres y se dispuso a empezar sus rondas.
Sumner sirvió a tres mujeres por día durante varias semanas. Prefería terminar sus deberes de apareamiento a primeras horas de la mañana para tener tiempo de pescar. Ésta era la única ocupación que le permitían las Madres; su sitio favorito se encontraba en un extremo de un ancho claro. Allí, en la musgosa orilla del río marrón, pescaba truchas perezosamente.
Los cazadores Serbota que recorrían el río no hablaban con él ahora que las Madres le habían retirado su piragua. Sólo los niños y los né toleraban su presencia. Los né eran particularmente receptivos ante él, y le prepararon una habitación en uno de sus habitáculos, pero Sumner no se sentía cómodo entre ellos. Eran generosos y siempre estaban dispuestos a compartir los secretos de sus asuntos con él, pero eran perpetuamente severos. Su tristeza era honda porque no tenían género ni el propósito de la familia. Sumner prefería estar solo.
A menudo, mientras pescaba en las profundas lagunas creadas por los árboles caídos, lejos del río, veía su piragua deslizarse sobre el agua, liviana como una hoja. Siempre navegaba alguien diferente en ella, y siempre pretendían no verle. Sumner no se enfadaba. Estaba orgulloso de su canoa y se sentía feliz de que no tuviera dueño. En cierto modo seguía siendo suya, y siempre existía la posibilidad de que pudiera recuperarla.
A finales de su segundo mes en Miramol, Sumner volvió a reunirse con Quebrantahuesos. Empezó cuando estaba pescando. Había soltado un saltamontes en un profundo canal, y una trucha picó al momento. Tiró de ella y mientras retrocedía en la corriente los sintió.
Dos voors, con las capuchas echadas y los ojos vagos y errabundos fijos en él estaban a sus espaldas, y avanzaban deprisa. Los dos tenían caras negras de lagarto. Al mirarlos, Sumner sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Dudó sólo un instante, pero en ese momento uno de los voors abrió la boca y reveló una diminuta cerbatana entre los dientes. El dardo le picoteó el cuello cuando trataba de esquivarlo.
Con horrible lentitud reptilesca, cayó de espaldas, retorció las piernas y se tumbó boca abajo. La toxina con la que le habían herido dejó sus músculos fofos, y mientras se derrumbaba vio que los dos voors se acercaban hacia él. Uno de ellos decía algo insistentemente:
—¡Dai Bodatta!
Una oleada de dolor se formó en su garganta y corrió hacia adentro, dejándolo inconsciente. Se debatió, bizqueando entre las densas luces de color verde-plateado. Los voors le habían cogido por los brazos y le levantaban del suelo. Sumner se sentía como arena mojada. Como madera.
El aire tembló, y el rugido atravesó el claro con tanta fuerza que el pecho de Sumner se tensó. Los matojos ante ellos se dividieron y un puma azulplateado saltó al calvero; sus pupilas amarillas eran dos chorros de fuego. Se agazapó ante ellos, todos sus densos músculos tensos bajo el loco latido de su garganta.
Los voors soltaron los brazos de Sumner y retrocedieron. Lo último que vio de ellos fueron sus capuchas agitándose como alas en el borde del bosque. Entonces el temible olor del gran gato llenó sus sentidos y su sombra se proyectó sobre él.
El puma de vientre negro se hallaba aún con él cuando se despertó con un terrible dolor de cabeza.
Los voors te quieren para sus propios propósitos, explicó Deriva, con una mano sobre la cabeza del puma. El magnar cree que deberías dejar Miramol por una temporada y alojarte con él en el desierto.
Sumner permaneció en silencio un instante, sintiendo que la vida flotaba en su interior. Se alegraría de dejar Miramol. Y quería ver de nuevo a aquel ser que podía mandar sobre voors y animales. Miró al puma, y el gran gato le miró a su vez fijamente, sus ojos verdes destellantes de reflejos.
—Iré ahora —dijo, levantándose contra la gravedad de la droga.
¿Ahora? El né parpadeó. Escuchó el zumbido de la mente de Sumner y vio que recordaba la travesía del desierto que habían realizado juntos. Conocía la ruta a través de la tierra desértica hasta el magnar. El né se sorprendió, pues incluso los videntes necesitaban hacer varias veces el recorrido para aprender el camino. ¿No deberías descansar?
—Llevo semanas descansando. —Sumner observó cómo el puma se internaba en el bosque—. Los voors me quieren ahora. Les será más difícil sorprenderme en el desierto.
Te proporcionaremos cantimploras y sandalias en los habitáculos.
—No las necesito.
Deriva le miró y vio que era cierto.
Entonces, toma esto. Le tendió el bastón né que llevaba.
Sumner sonrió y aceptó la larga vara.
—Me encontrasteis en el desierto, ¿recuerdas? No te preocupes.
Los ojos del né destellaron. No eres tú quien me preocupa. Es el magnar. He visto la muerte a su alrededor.
Sumner alzó el bastón y se apartó del río y del né.
—He jurado servir a Quebrantahuesos. Cuidaré de él.
Deriva le acompañó al lugar donde empezaba la extensión del desierto y le dejó allí con el canto tradicional:
Estamos hechos de distancias.
Avanzamos constantemente,
Solos y predestinados,
Aprendiendo lentamente
Que hacer un alto no es llegar.
Solo en el desierto, donde nadie podía oírle, Sumner aulló de felicidad y dejó que sus sentimientos se transformaran en palabras:
—¡Distors idiotas! ¡Estoy vivo en vuestro infierno! ¡Nunca voy a morir!
Gritó la última palabra y el fanatismo en su voz se la devolvió. Vivir con los dístors, compartir su cuerpo con las mujeres raras le había vuelto extraño… Echó a correr sobre las piedras rotas del desierto, agradecido de moverse y no pensar. La vida no era una mierda. La vida era una corriente de amor, de sentimiento y pensamiento, lasciva en su brevedad. Se rió y su alegría fue tan intensa que le quemó la garganta.
El anochecer le condujo a un manantial espumoso. Se sentó en un terreno fangoso salpicado de álcali y contempló los fuegocielos brillantes.
Una chispa amarilla destelló bajo el arco de un dolmen, y una llama chisporroteó y chasqueó en la madera seca. Quebrantahuesos apareció, encorvado sobre una pila de leños retorcidos por las llamas. Su larga cara de ídolo sonrió con benevolencia. Hizo un gesto a Sumner para que se le uniera y sacó un cazo ennegrecido y cuatro huevos de serpiente verdiblancos.
—¿Tienes hambre?
Sumner se acercó al arco de roca, se abrió espacio con su bastón y se sentó. Su mente bullía de preguntas: cómo le había encontrado el magnar, por qué, pero las ignoró y se sumió rápidamente en autoscan.
—Muy bien —dijo Quebrantahuesos—. Mantén tus pensamientos tranquilos. Es un buen principio. —Alzó el cazo sobre el fuego y le tendió a Sumner dos huevos. Sacó de una bolsa un puñado de ascalonias pequeñas y pimientos amarillos. Los dos hombres cocinaron y comieron en silencio.
Cuando terminaron, Quebrantahuesos eructó sonoramente y se inclinó hacia delante.
—Escucha, joven hermano, ese autoscan en el que eres maestro es una forma muy buena de permanecer sentado en silencio durante un tiempo, pero después de un rato se vuelve terriblemente ruidoso.
Un coyote ladró, y su lamento de pesar se repitió por el desierto.
Sumner frunció el ceño, intrigado.
—¿Qué quieres decir?
Quebrantahuesos le hizo callar con un gesto.
—Escucha.
El coyote aulló de nuevo, ladrando a su propio eco. La llamada era débil y esforzada, y su sonido llenó a Sumner de tristeza.
Un momento después, el magnar sonrió y se rascó la oreja.
—Ese coyote es igual que tú. Tampoco ha encontrado su lugar. —Se acercó más para que Sumner pudiera ver sus ojos, oscuros y fijos—. Miramos desde el interior de nuestros cuerpos. Como el coyote, pensamos que estamos dentro de nuestros cuerpos. ¿A qué llora ese animal? —Con los ojos señaló la luna, que se deslizaba entre las nubes—. Pensamos que estamos dentro de nuestros cuerpos, pero parte de nosotros se encuentra también allí arriba. ¡Qué solitaria es esa parte!
Sumner contempló sombríamente al anciano, sintiéndose oscuro e indiferente, parte de la noche.
—Ambos, el coyote y tú, pensáis que tenéis un sitio donde ir. —La cara de Quebrantahuesos pendía en la oscuridad, mostrando una sonrisa melancólica y misteriosa—. Pero el mundo es sentir, Kagan. No hay nada más. De verdad… no hay nada más. Pero nada puede ser algo, y por eso pensamos que tenemos sitios a donde ir. —Las pobladas cejas del magnar se cruzaron sobre su nariz—. La psinergía sigue al pensamiento. Deja de pensar en no-pensar. Conviértete en la consciencia misma. Conviértete en UniMente.
Sumner se sentía intranquilo porque no comprendía a Quebrantahuesos.
—¿Qué quieres de mí, magnar?
—Muy bien, joven hermano. —El magnar palmeó la rodilla de Sumner con el afecto ceñudo con que un hombre acaricia a su perro—. Déjame que te diga una cosa más. Si quieres encontrar un buen lugar donde estar, ningún lugar será lo bastante bueno. Pero si lo dejas ir todo, si vacías de verdad tu cabeza, entonces cualquier sitio donde estés valdrá… ¡incluso la luna! —Palmeó con fuerza la rodilla de Sumner y se echó a reír, pero Sumner le observó pensativo, tratando de calibrar la locura del viejo.
La risa desapareció de la cara de Quebrantahuesos, y se frotó las piernas cansinamente.
—¡Palabras! —escupió—. Tonterías. Lo mismo daría que estuviera hablando a un coyote. —Rebuscó en la bolsa de cuero que llevaba y sacó un fajo de pequeños sobres—. Eres un hombre de acción, así que bien puedo darte algo que hacer. Tus órdenes. —Le ofreció el fajo a Sumner—. Están numerados. Ábrelos en orden sólo a medida que vayas cumpliendo tus misiones. Cuando acabes, regresa a Miramol. Las Madres tienen otro trabajo para ti.
Quebrantahuesos bostezó y con una sonrisa cansada se tendió ante el fuego extinto y se dispuso a dormir.
A la mañana siguiente Sumner se despertó antes de la salida del sol. Pero el anciano se había ido. La forma que durante toda la noche había pensado que era Quebrantahuesos sólo era un peñasco erosionado por el viento.
La primera misión de Sumner le envió a las profundidades de las montañas volcánicas para encontrar un trozo de cornalina. El segundo sobre le llevó a un viaje por el corazón calcinado de Skylonda Aptos y el gran Pantano Kundar. Chapoteó entre lagunas llenas de sanguijuelas, flotó sobre arenas movedizas y roció árboles con fruta podrida para distraer a los malignos monos que arrojaban piedras mientras obtenía lo que había venido a buscar: una ramita de caoba blanca.
El tercer sobre le hizo regresar al desierto para localizar un laberinto de roca infestado de lagartos venenosos. En su centro había un pozo de sal donde llenó un saquito con granos puros.
Desde allí viajó a las tierras de las víboras, un terreno pantanoso de pozos de alquitrán y pegajosas plantas venenosas, donde tuvo que espantar moscas de espalda amarilla hasta que encontró un caparazón de tortuga del tamaño adecuado. Después de eso, siguió un largo río hirviente hasta una jungla vaporosa para recoger un puñado de nueces de macadamia. Al salir de la jungla, sondeó las lagunas de algas infestadas de víboras en busca de huevos de lagartos alados. Y finalmente se colgó precariamente de un neblinoso acantilado para cosechar una gigantesca variedad de fresas amarillas.
Durante las nueve semanas que tardó en recopilar todos los artículos requeridos, Sumner se mantuvo en perpetuo autoscan. Sabía que si dejaba vagar su mente sólo se preguntaría qué estaba haciendo y se refrenaría. También existía la amenaza de los voors. No vio a ninguno en el curso de sus vagabundeos, pero los recuerdos de su lusk y el ataque con la cerbatana le mantenían vigilante. Cuando llegó al habitáculo de piedra de Quebrantahuesos con todo lo que se le había pedido, se encontraba tranquilo y alerta como una serpiente.
Quebrantahuesos se rió estentóreamente cuando Sumner entró en la caverna iluminada por los rayos del sol. Examinó con cuidado cada uno de los artículos.
Con una piedra esmeril afiló un borde del trozo de cornalina hasta dejarlo afilado como una cuchilla. Con su nuevo cuchillo talló diestramente el dedo de caoba blanca hasta formar un hermoso tenedor. Después de limpiar el caparazón de la tortuga lo utilizó como plato para comer una tortilla hecha con el huevo de lagarto alado, ligeramente aderezado con sal y sazonado con nueces molidas de macadamia. Dispuso las fresas amarillas como adorno alrededor del plato.
—¡Ah! —Se lamió los labios y guiñó a Sumner—. He esperado mucho tiempo para un desayuno como éste.
Sumner se crispó por dentro, pero por fuera permaneció absolutamente tranquilo.
—¿Por qué?
La larga cara de Quebrantahuesos mostró una mueca de indiferencia.
—¿Por qué la vejez? ¿Por qué el frío? ¿Por qué las notas dentro de una flauta? No somos nada, joven hermano, excepto lo que olvidamos que somos. No luches con tu inconsciente.
—He arriesgado mi vida por esa tortilla.
¿Era éste el ser que había calmado el voor en su interior? Sumner escrutó los ojos marrón rojizo en busca del poder que sabía se encontraba allí, pero sólo vio un anciano místicamente tocado.
Quebrantahuesos reconoció la decepción en el rostro de Sumner, y la furia le asaltó.
—¿Por qué? —Su voz era brusca y llena de sentimiento mientras sostenía la mirada de Sumner—. El mundo no tiene esquinas, joven hermano. Si empiezo a explicar por qué yo soy y por qué tú eres, no habrá momento para parar.
Sumner no se dejó convencer. Su cara oscura y fruncida parecía quemada.
Quebrantahuesos se dirigió al centro del estudio. Recogió un puñado de polvo y lo dejó caer entre los dedos, esparciéndolo a su alrededor mientras hablaba.
—Si eres lo bastante abierto, todo es consciencia. El polvo, la roca, el sol. —Colocó una mota de arena en la uña de su pulgar y la acercó a la nariz de Sumner—. Cada partícula atómica es una familia de seres. Tan conscientes de sí mismos como tú. Todos somos iguales… todos lo mismo, sólo vibramos de forma diferente. Todo es luz.
El magnar se sentó tan lentamente que pareció no tener peso.
—Piensa en todos los seres que han participado para formarte. Piénsalo. Millones de seres accediendo en formar una forma humana… esta forma humana. —Cogió las manos de Sumner, y el éter de los sentimientos del joven brilló—. ¿Por qué? ¿Por qué eres el centro viviente del transparente e inflexible diamante del tiempo? Todos tenemos un destino. Nada es casual. El tiempo es una gema perfecta.
Quebrantahuesos soltó la mano de Sumner, y su respiración se hizo más profunda, como si quisiera decir algo sin palabras.
—Eres el eth, la entesombra de un mentediós del norte llamado Delph.
Aquel nombre sacudió la mente de Sumner con recuerdos de Nefandi y Corby.
Quebrantahuesos malinterpretó por incredulidad la sorpresa de Sumner y se echó a reír.
—¡Nombres! La historia es ésta: hace más de mil años, el sol y sus planetas entraron en una corriente de radiación que no tiene origen. La radiación procede del eje de nuestra galaxia, donde la gravedad de un billón de soles ha abierto nuestro universo al multiverso. Allí, en el corazón galáctico, la energía procede de un infinito de otras realidades. Una de esas energías atemporales es la psinergía, modos de ser que tú y yo reconoceríamos como sentientes. Cuando esa psinergía alcanza la Tierra, cambia la estructura genética de los humanos, y en una generación o dos se convierten en voors, distors y a veces en mentedioses. Estos últimos son seres huérfanos de los mundos que los han creado. Luchan con fuerza para sujetarse a las pautas que los anclan a este planeta, porque la corriente de psinergía se separa de nosotros. Cuando desaparezcan los fuegocielos, no habrá más mentedioses nuevos. Los que sobrevivan poseerán la tierra.
Sumner recogió un guijarro y lo hizo girar entre sus dedos tranquila, sabiamente.
—Y yo soy el eth, la entesombra de un mentediós. ¿Y eso qué significa?
—La luz ha construido un templo en tu cráneo, joven hermano. —Quebrantahuesos le observó con tranquilidad—. Hace muchos siglos, el Delph fue un hombre. Los científicos de su época alteraron su cerebro porque esperaban ampliar su consciencia lo suficiente para encontrar soluciones para los sorprendentes cambios en su mundo: las tormentas raga y los distors que aparecían por todas partes. Ignorantes, abrieron la mente de un hombre lo suficiente para que un mentediós de otro universo lo poseyera. Esto es una teoría. Lo que es cierto es que, una vez que el Delph tuvo una forma física lo bastante fuerte y especializada para contener su psinergía, empezó a alterar caprichosamente las pautas de energía a su alrededor. Reformó la realidad.
—¿Pero quién es? ¿De dónde procede?
—La luz del centro galáctico no es la luz del sol o de las estrellas. La energía no procede de la fusión de átomos. Procede de la luz de un interminable número de universos paralelos. ¡Un número interminable! ¡Cualquier cosa puede saltar del infinito!
La cara de Sumner se llenó de incredulidad.
—¿Quién es? —repitió Quebrantahuesos, alzando la barbilla inquisitivamente—. Un ser de luz. Como lo eres tú. Como lo es todo. Pero él es la luz de otro continuum, y cuando tomó forma humana descolocó las sutiles energías de este mundo. A lo largo de los siglos esos ecos de psinergía se han reflejado y entremezclado a través de las excentricidades de la biología y lo que llamamos el azar. Y por eso las pautas de la cromatina han cambiado y han nacido algunos humanos con suerte, psíquicamente intocables. Esos son los eth. Tú eres uno de ellos.
—Con esto no me dices nada.
Quebrantahuesos sonrió benévolo.
—Lo que significa es que eres el único ser del planeta al que el Delph no puede tocar con su mente capaz de cambiar la realidad. Eres el escudo perfecto para un asesino voor.
La comprensión suavizó la mirada de Sumner.
—Toda tu vida es la intención de un ser mayor que tu imaginación —dijo Quebrantahuesos, su voz trémula con la excitación y el miedo que sentía hervir en Sumner—. Llevo viviendo más de mil años, y durante todo ese tiempo te he estado esperando. Y al voor que llevas dentro. Queremos la misma realidad.
—No —dijo Sumner, casi en un grito—. No quiero el lusk. No quiero ser utilizado por los voors.
El rostro formado por la edad de Quebrantahuesos se suavizó, y se rió en silencio un rato antes de decir:
—No eres nada. Un ego. Un fantasma de recuerdos y predilecciones. No cuentas para mucho en la visión general de las cosas. Olvida lo que piensas que eres. La psinergía sigue al pensamiento, y se convierte en la consciencia misma, no las formas de la consciencia. El autoscan no es suficiente, porque te limita a una sensación. Para estar entero, para ser UniMente, el centro viviente en ti tiene que ser lo que sienta, piense, se autoexamine.
—No comprendo.
—Conviértete en la búsqueda que ya has comenzado.
La voz de Sumner se debilitó.
—No estoy buscando nada.
Quebrantahuesos sacudió comprensivamente la cabeza.
—El eth siempre buscará su fuente. El eth es más grande que tú. Soy yo y también Corby. Son todos los hechos que te alcanzan. Puede que te cueste la vida, pero el eth te conducirá al Delph.
—No. —Sumner cruzó las manos en el aire—. Te agradezco tu ayuda, magnar, pero no voy a aceptar ninguna búsqueda para un voor. Estoy completo en mí mismo. No voy a servir a un voor.
—Eso no lo puedes decir tú. —La cara del magnar se volvió sombría—. Tu mente toma la forma de tu ser. No puedes esperar comprender aquello de lo que sólo eres una parte. Por eso mi vida tiene esta forma: para poder estar aquí ahora, para vaciarte, para liberarte de los límites del conocimiento y abrirte a la UniMente.
—¿De qué estás hablando? —Sumner parecía descontento.
—No dejaré que tu ego interfiera en mi destino. Aún estás en deuda conmigo, Kagan. Debes hacer lo que yo diga. —El magnar extendió las manos y tomó entre ellas la cara de Sumner. El latido del campo etérico del hombre le cosquilleó en las palmas mientras se fundía con su psinergía—. Y con esa autoridad, te ordeno que olvides esta conversación.
Cuando Quebrantahuesos tomó su cara, Sumner vislumbró toda la caverna brillando entre los dedos del anciano, la brumosa luz del sol y las sombras azules rebosantes de seres semivisibles. Entonces Quebrantahuesos lo tendió de espaldas con un brusco enderezamiento del brazo, y le inundó la oscuridad.
En el momento en que golpeó el suelo, los ojos de Sumner se abrieron. El magnar estaba encorvado sobre el caparazón de la tortuga terminando su tortilla. La luz del sol de la mañana formaba una aureola sobre su pelo blanco.
—Descansa si quieres —dijo Quebrantahuesos con la boca llena de comida—. Has viajado muy lejos, joven hermano, y estoy satisfecho.
El sueño se debatía en el pecho de Sumner como un problema interno. Pero no podía descansar. Había algo en su mente… La sonrisa maliciosa de la cara de Quebrantahuesos le intrigaba. ¿Por qué? Sumner contempló abstraído a través de un agujero-ventana los rayos dorados del amanecer. ¿Por qué había trabajado tanto por una simple tortilla? Escuchó en su interior, pero su mente guardó silencio mientras los filamentos de luz se esparcían por el horizonte.
Sumner durmió profundamente durante varias horas y luego, con una bolsa de fruta seca y un pellejo de agua que le dio Quebrantahuesos, emprendió viaje a Miramol. El magnar pasó el resto del día intentando conectar de nuevo con su fuerza psíquica, pero estaba demasiado cansado. Cuando llegó la noche, hervía de frustración.
La luna era una pluma verde sobre la meseta. Quebrantahuesos se alzó sobre la cima de la torre de roca, los pies separados, los brazos extendidos, su cuerpo una equis contra los fuegocielos. Gritó al desierto, con fuerza, largamente:
—¡Ayúdame!
El eco de su llamaba se expandió rápidamente. Bajó los brazos y se hundió en su pose. El tiempo brotaba de las rocas mientras el último calor del día se alzaba a la noche, y la estupidez le provocaba escalofríos. Regresó a su cubil, murmurando para sí:
—Vete a dormir, viejo.
Todos los días, durante los últimos dos meses, mientras Sumner deambulaba por Skylonda Aptos, Quebrantahuesos le había seguido. Con el cuerpo envuelto en las mantas, tendido en su estudio de roca, su menteoscura se había abierto a la brillantez del halcón y el coyote, y había permanecido cerca del eth.
Las misiones habían sido diseñadas para frustrar a Sumner, para abrir su debilitado campo etérico. Y cuando esto sucedió, Quebrantahuesos canalizó la psinergía en su interior para convertirse en la mente de Sumner, en los animales y objetos que rodeaban a éste. Como serpiente, saboreó la fatiga de Sumner y proyectó la consciencia de la serpiente. Aquella noche, en un sueño, Kagan vio el desierto vivo, destellando con piezas de luz. Al día siguiente Quebrantahuesos se convirtió en la roca donde Sumner esperaba el amanecer. La tranquilidad magnética que radiaba el magnar suavizaba el ansia de Sumner por la familiaridad de su vida con los Rangers. Los efectos eran sutiles, pero durante las semanas de su búsqueda, la luz corpórea de Sumner se hizo más brillante y más fuerte.
Quebrantahuesos, sin embargo, se había vuelto más débil. El largo esfuerzo de dar forma y enfocar la psinergía había debilitado su propio cuerpo. El magnar estuvo deprimido durante todo el día siguiente a la marcha de Sumner a Miramol. Una visión de muerte flotó a su alrededor como cabellos, y de vez en cuando introducía en sus ojos destellos de un hombre alto y salvaje con la cara surcada de cicatrices y un solo ojo del color de la sangre reseca. El miedo le atenazó durante todo el día, y se alegró de haber enviado a Sumner de regreso con las Madres.
Una pequeña habitación agrietada brillaba como una flor al final de un laberinto de corredores estrechos y oscuros. Cabos de velas de color rosa ardían en las tres esquinas de la celda bajo los conductos de aire. El cubículo se hallaba recubierto de pieles, amuletos, tapices doblados, iconos y cajas de mimbre: quinientos años de ofrendas de las tribus cercanas.
Destapó un cubrecama de piel de ocelote de una larga caja de roble repujada de sardónice. Entre los adornos palpó un resorte secreto y se deslizó un pequeño panel revelando un compartimiento relleno de gamuza. Quebrantahuesos apartó suavemente la tela y se sentó con las piernas cruzadas. Después de calmarse, desenvolvió la gamuza arrugada y contempló la suave y radiante luz de una joya nido.
En ese instante, en Miramol, varias Madres se agitaron inquietas en su sueño. Para ellas, el sueño se convirtió bruscamente en la claridad del trance. El magnar se alzaba en la sombra del mundo, un poco diferente para cada una de ellas.
Saludos, dijo, su voz medio quemando el miedo que le había asaltado antes. Mi siervo regresa a Miramol. Me ha servido bien en el desierto, y su luz corpórea es más fuerte. Pero aún vive dentro de sus días, lejos de su espíritu. Por favor, jóvenes hermanas, enseñadle a acumular el poder de su vida. Mostradle cómo atraer la psinergía en sus huesos. Sin vuestra ayuda, nunca será todo lo que es.
El trance de las Madres regresó al sueño mientras el magnar retiraba su consciencia.
Quebrantahuesos gravitó sobre la madriguera, hechizado como de costumbre por la visión astral de los fuegocielos y el fulgor de las estrellas blanquiazules, hasta que sintió que le veían. Un perro se alzó, agitando la cola, bajo una magnolia, y le observó con ojos fijos. Junto a él, sumida en la oscuridad, había una vieja ciega: una de las Madres. Jesda, su nombre se alzó en él mientras ella se levantaba y se tambaleaba en su dirección.
—Te veo, sombra-de-nadie —llamó la arpía, acercándose más. Tenía las manos en la cara y los dedos dentro de las cuencas de su cráneo—. Estos ojos robados ven a través del mundo, fantasma. La ausencia es presencia. ¡Lo sabes! ¡La ausencia es!
Jesda salió al titilante aire de la noche, y sus manos se apartaron de su rostro ajado. Quebrantahuesos se sorprendió por la intensidad del sentimiento en aquellos rasgos rotos: cuencas oscuras como el vino, y, como a veces le sucedía cuando viajaba entre las sombras, se introdujo en los sentimientos de lo que veía.
La risa resonó con fuerza en su interior y su menteoscura se pobló de colores musicales. Un sentimiento estrangulado, una aterrorizadora caída de todo, se tensó en él como si fueran náuseas. La locura de Jesda. Sin embargo, aunque sabía qué sentía, no podía romperlo.
Le asaltó el olor a carne quemada, y como una aguja prendida en su cerebro se abrió una realidad momentánea: vio al eth, Colmillo Ardiente y Deriva sentados ante la luz escandalosa de una hoguera: una pira, un templo de llamas con un cadáver en el altar, manojos de carne negra cayendo de sus rasgos… ¡su cara!
Quebrantahuesos se retiró de la joya nido, el atisbo de un grito en la garganta. Pasó un rato antes de que pudiera volver a respirar.
No más sombraviajar, juró, contemplando agradecido el plasma azul de la llama de una vela. En la mano sentía helada la gema voor y la envolvió en la gamuza sin mirarla.
Temblando, devolvió la joya nido a su compartimiento secreto y cubrió la caja de roble con la piel de ocelote. De regreso recorrió el corredor hasta una balconada natural, donde el frío aire de la noche le sostuvo con más fuerza en su cuerpo. Ahora que las Madres tenían la custodia del eth, podía descansar y fortalecer su psinergía.
Sorbió el aire helado entre sus dientes, y todo su cuerpo tembló, alerta. Sobre el horizonte, ardiente de fuegocielos verdes, flotaba la luna, roja y larga, con la forma del corazón de una serpiente.
La Madre vestía una túnica negra y antiguos amuletos, brillantes piezas de metal cubiertas con la escritura de los kro. Las cataratas la habían cegado y sus movimientos eran lentos y premeditados, comunicando su consciencia del mundo que la rodeaba. Sumner se sentó frente a ella en una habitación oscurecida con cortinas hechas de cabellos humanos. Estaba desnudo a excepción de un taparrabos azul, y su carne parecía madera engrasada, pulida por los cuatro días que había pasado en un baño de vapor. Florecillas de resina de acacia adornaban las esquinas, llenando la habitación con el olor de las montañas.
La Madre escuchaba con la cabeza inclinada hacia adelante mientras Sumner susurraba los nombres sagrados de los animales y las plantas de la jungla. Los nombres en sí no tenían importancia. Eran meramente una técnica acústica para conseguir el estado mental adecuado. Ocasionalmente, cuando sentía que su atención se debilitaba, le obligaba a repetir los extraños sonidos hasta que su mente volvía a concentrarse.
Las Madres estaban satisfechas con Sumner. Se había comportado mejor de lo esperado en los establos de apareamiento, y la mayoría de las mujeres con las que se había unido habían concebido. Para expresar su aprecio, las Madres comenzaron a enseñarle los métodos del cazador. Sumner ayunó durante muchos días y eliminó los venenos de su carne. Luego se sentó solo entre las colinas de enterramiento de color de lluvia y escuchó, como le habían instruido, a la espera de la llamada profunda.
Sentado al descubierto con las piernas cruzadas, Sumner se sintió estúpido y vulnerable, y su mente se replegó en sí misma. Pero en seguida derrotó su ansiedad, y las Madres se sorprendieron de lo bien que su luz corpórea respondió a su guía. Una Madre, una sacerdotisa medio ciega que había trabajado muchos años con los machos jóvenes, fue seleccionada para enseñarle los nombres sagrados y supervisar su consciencia de la llamada profunda.
Sumner obedeció a las Madres estrictamente por devoción a Quebrantahuesos. Sus enseñanzas le parecían rudas y arbitrarias, y contó las semanas que faltaban para terminar su servicio. Sentado al descubierto con la mente replegada en sí misma, no sentía nada más que los ritmos viscerales de su cuerpo. Varias semanas más tarde aún pasaba la mayor parte del día escuchando los latidos de su corazón y los palpitos de su aparato digestivo.
Al final de una tarde soporífera oyó un gemido: un pequeño grito distante que surgía del interior de sus entrañas. Su súbito estado de alerta lo ahogó, y pasaron varios días antes de que lo oyera de nuevo: un sonido se debatía y agitaba en los huesecillos de su cabeza. Esta vez se sumió sólidamente en autoscan y escuchó un silbido más agudo que el latido de su sangre, pero débil, profundo como su tuétano. Una lenta comprensión lo devolvió a su centro y advirtió qué era aquel sonido distante e imposible: la tensión en sus genitales, el sonido de sus genitales. Quería a una mujer de verdad.
¡Eso es!
Sumner se debatió, alerta. La Madre ciega estaba agachada junto a él, sus ojos blancos y cristalinos cargados de satisfacción. Tienes que escuchar con atención, pero un hombre puede oír su deseo de una mujer, la voz de la anciana chirrió en su mente. Concéntrate en eso. Estás preparado para iniciar el Ascenso.
Mientras escuchaba el gemido de la sangre hirviendo en sus genitales, Sumner aprendió a reunir esa tensión en un tenso paquete entre su ano y su escroto. Los músculos de esa zona eran delicados y muy difíciles de controlar, pero con la Madre guiándole pronto pudo mover la tensión más allá de su ano a la base de su espina dorsal sin aplastar su músculo esfínter.
El resto sucede solo, le dijo la Madre mientras trenzaba su pelo al estilo cazador. Durante tres días antes de cazar debes abstenerte de sexo. Entonces acumula tu psinergía en la base como te he enseñado. De esa forma, cuando los animales y las plantas vengan dejarán su espíritu contigo y lentamente la psinergía se acumulará. Algún día será lo suficientemente fuerte para subir por toda tu espina dorsal y entrar en tu cráneo. Entonces se abrirá tu ojo medio.
—¿Qué hay de las mujeres? —preguntó Sumner, tratando de apartar la petulancia de su voz—. ¿No tienen ojo medio?
Las mujeres tienen otros poderes. Esto es sólo cosa de hombres.
—¿Entonces por qué me enseña una mujer?
Ellas lo saben todo. ¿Acaso no te formó una mujer?
Sumner se guardó para sí los detalles de su escepticismo, aunque Deriva a menudo trataba de sonsacarle información. Le aseguró al vidente que todo eran tonterías y que rompería su voto de silencio cuando se completara su ligazón a Quebrantahuesos. Hasta entonces, se sentía atado a cumplir las restricciones de su tutelaje con las Madres. Siguió sus órdenes y ahumó su piragua cuando se la devolvieron. Incluso llegó a pasar una hora al amanecer apartando la tensión sexual de sus genitales y trasladándola a la base de su espina dorsal, aunque medio creía que era un ejercicio sin sentido.
En los oscuros túneles del bosque nublado no tenía consciencia de las Madres y era libre y extático como cualquier animal, atado sólo por los límites de su instinto. Las brumas del río giraban a su alrededor mientras lentamente se abría camino más allá que ningún otro cazador. Las aguas estaban aún muy altas, y era difícil conseguir alimentos. Pero abundaba la vida en el interior del bosque inundado, donde no existía el olor del hombre.
Sumner se deslizó sobre los bajíos y se abrió paso con cuidado entre los velos de musgo y raíces manchadas de hongos, buscando las zonas secas de tierra donde se alimentaban los tapires o anidaban las tortugas. Nada. La tierra estaba empapada de las necesidades de la vida animal, pero los animales se encontraban en otro lugar. Por muy silencioso que fuera, por paciente y astuto que pudiera ser, sólo se le presentaban presas pequeñas. Varias veces regresó a Miramol con las manos vacías, y los otros cazadores le gastaron bromas diciéndole que pertenecía, como Colmillo Ardiente, a los establos.
Al amanecer del tercer día se sentía desesperado, y en cuanto se aseguró de que se había internado en el bosque lo suficiente para que los otros cazadores no pudieran oírle, usó el nombre sagrado del cerdo que le habían enseñado las Madres. Nada. Un mono de cara blanca le miró, brincó y se perdió de vista. Deseó haber traído a Deriva consigo. Aunque los videntes sólo eran utilizados para cazar en tiempos de hambre, Sumner se sentía trastornado.
Retrocedió, se internó a través de la espesura y se detuvo. Tres pecaríes mordisqueaban las raíces de un gran árbol muerto. Alzaron las orejas, retrocedieron en círculo y empezaron a chasquear sus colmillos. Con su silbato, Sumner alertó a los otros cazadores. La caza de ese día fue grande.
Aunque los sonidos carecían para él de significado, lo que convenció a Sumner para que intentara de nuevo los nombres sagrados fueron precisamente sus fallos durante los días siguientes. No obstante, cada vez que los empleaba, encontraba formas de vida excepcionales: una trucha grande como un salmón, un abuelo manatí feliz de morir y cargado de grasa útil y dos gigantescos pavos salvajes.
Las Madres se sorprendieron al comprobar la rapidez con que Sumner había aprendido. Resolvieron no enseñarle más, temiendo que cuando su ligazón con Quebrantahuesos terminara lo revelara todo a los profanos. Ya había superado a muchas de las Madres en su habilidad para enviar y recibir psinergía.
Deriva también veía que Sumner acumulaba una gran fuerza. Observó cómo su luz corpórea giraba más fuerte y más rápida en su abdomen y formaba una pelota de luz dorada sobre sus glúteos. Pero Sumner no era consciente de este cambio. Las aguas bajaban, y no sabía si los responsables de sus presas eran los nombres sagrados o sólo el regreso de las criaturas a sus hábitats. Cuando Quebrantahuesos lo llamó para que acudiera a su retiro en el desierto, se lo preguntó.
—Todo eres tú —dijo el magnar con su perfecto Massel—. Te pones máscaras y pretendes ser un cerdo, o un pavo o un cazador Serbota, pero todo eres tú.
Sumner frunció el ceño.
—¿Entonces por qué la gente muere de hambre?
Quebrantahuesos sonrió como si Sumner hubiera visto su juego de manos.
—Jugamos un juego duro. ¿Qué gracia tendría si no muriera nadie de vez en cuando? ¿Qué haríamos con las máscaras que nos cansan?
Sumner aún tenía el ceño fruncido cuando Quebrantahuesos batió palmas.
—Ya basta de charla. Tengo dos misiones más para ti. Ambas son muy importantes y espero que las cumplas lo mejor posible.
—¿Tan importantes como una tortilla de fresas y nueces?
Quebrantahuesos le dirigió una mirada de reproche.
—Algún día comprenderás la importancia de una tortilla realmente grande. —Con sus ojos luminosos contempló la mueca de Sumner.
—¿Qué tengo que hacer?
—Entrega esto. —El anciano giró la muñeca como un mago y sacó una joya nido verde que capturaba la luz en su interior y brillaba como una flor—. Lleva a Deriva contigo. Sabe dónde ir. Dile que te lleve a los gruñones.
Sumner sintió un cosquilleo eléctrico en la mano al contacto con la joya. Le puso los pelos de punta y cuando miró en ella la suave luz se curvó en fúlgidos torrentes. En sus profundidades, más allá de los reflejos, un copo blanco temblaba, titilando con el resplandor de una estrella. Las radiantes flechas de luz cambiaban y volvían a formarse, y Sumner pensó en nubes de primavera que se formaban sobre verdes lagunas. Entonces los hilos refulgentes se anudaron y se tensaron para formar una imagen… la cara de un niño de blanca porcelana con ojos soñadores e incoloros. Si Quebrantahuesos no le hubiera sujetado la mano, Sumner habría dejado caer la piedra.
—Aún sufres el lusk, joven hermano. —Cogió la joya nido y la envolvió en seda negra—. Es mejor que te mantengas apartado de todas las cosas voor.
—Acabo de ver…
—Sé lo que has visto.
Sumner se frotó los ojos.
—¿Por qué?
Quebrantahuesos se encogió de hombros y le tendió la joya envuelta. Sumner la sopesó y trató de sentir la energía a través de la tela.
—¿Cómo funciona esta cosa?
Lo sabe el voor dentro de ti. Si de verdad quieres comprender, lo averiguarás.
—¿No vas a decírmelo?
Quebrantahuesos sacudió vigorosamente la cabeza y resopló como un caballo.
—Dejas demasiadas huellas a tu paso. No quiero sobrecargarte más. ¿No te das cuenta? Estoy intentando vaciarte.
El viaje de regreso a Miramol quedó empañado con recuerdos de Corby. Pensó de nuevo en el extranjero tuerto que había detenido su coche en Rigalu Fíats y le habló del Delph, y pensó en Jeanlu y cómo, toda su vida, había sido guiado por decepción y error. Hizo falta toda su disciplina en el autoscan para superar la torpe nostalgia que la imagen de Corby había introducido en su mente. Aun así, cuando llegó a Miramol, Deriva se dio cuenta de que no era el mismo.
La energía dorada que se revolvía como una cola al final de su espina dorsal se había diluido, y la cicatriz de la quemadura de su cara parecía más oscura que nunca.
¿Qué te preocupa?, preguntó Deriva.
Sumner le habló del rostro de Corby y sus pesados recuerdos.
El pasado es un disfraz, dijo el vidente, infligiendo a su voz telepática todo el sentimiento amistoso posible. No te preocupa eso de verdad. Lo que te preocupa es algo que sucede ahora. Tu año de obediencia está casi terminado.
Sumner asintió. Sabía que era eso. Lo que necesitaba era que alguien dirigiera su vida. No le importaba si eran los Rangers o Quebrantahuesos, pero necesitaba dirección.
¿De verdad? Deriva parecía un insecto fundido sentado en la hamaca colocada entre dos árboles rebosantes de enredaderas floridas. Tu vida, tal como yo la veo, ha sido fuerte y solitaria. Pero el lusk fue terrible. Es mucho mejor ser un esclavo que tener que enfrentarse a eso solo. Los dientes de Deriva chasquearon en su cabeza mientras recordaba el sonido estridente de la psinergía voor y el profundo terror, más vasto que los océanos, que se había formado en su mente.
Sumner se sentó en un tronco de árbol y jugueteó con un puñado de junquillos.
—¿Qué puedo hacer?
Lo que Quebrantahuesos ha ordenado. Los gruñones te divertirán y harán que olvides tu miedo. Deriva bajó la mirada para encontrar la de Sumner. Y además no tiene sentido buscar un nuevo sendero… a menos que ese sendero esté ya presente.
Ese día Sumner y Deriva viajaron río arriba, hablando de los gruñones. Nubes cargadas de lluvia asomaban sobre las verdes extensiones de las copas de los árboles. Deriva se sentía contento de ver que la psinergía de Sumner se había llenado de nuevo y giraba tensa a través del cierre vital de su abdomen.
Sólo he estado una vez con los gruñones. Pero ese único encuentro me enseñó la importancia de mantener la mente limpia.
Sumner daba grandes paletadas, haciendo ondear todo su cuerpo, impulsando la piragua sobre la superficie ámbar.
—¿Clara?
Mente-espejo… observando simplemente. Deriva, detrás de Sumner, también remaba, tratando de igualar su ritmo pero se perdía cada tres o cuatro paletadas. Los gruñones son muy serenos. Muy silenciosos. Las mentes altas hacen que se sientan incómodos.
—¿Son todos telépatas?
Los que conocí lo eran.
Una maraña de ramas y hojas se deslizó hacia ellos, y Sumner animó a Deriva para remar con más fuerza. Sorteó el madero a la deriva y se dirigió de nuevo hacia donde le resultaba más fácil remar.
—¿Qué clase de personas son los gruñones?
En realidad no son personas.
Sumner miró por encima del hombro.
Hace unos mil años eran monos. Los kro los usaban para trabajar. Pero entonces el mundo cambió, y son libres desde entonces.
—¿Monos?
Antes. Ahora son una tribu muy espiritual. Ya verás.
Deriva no le había dado ninguna pista de lo cerca que estaban, así que cuando los edificios cubiertos de enredaderas y hiedra saltaron a la vista Sumner se sorprendió. Ningún detrito delator había bajado por la corriente para anunciar un asentamiento junto al río. Los cipreses simplemente se habían abierto y entre los árboles había un montículo de edificios modulares de piedra rosada, virtualmente cubiertos por la jungla. Por entre las rampas se movían figuras y a lo lejos destellaban torres al sol contra elegantes minaretes de cristal y piedra blanca.
Alguien se acercaba a ellos sobre el agua: una criatura alta de pelo rojo brillante, de pie sobre el río. A medida que se acercaba, vieron que montaba un disco blanco y se deslizaba sin esfuerzo sobre la superficie sin controles o ni siquiera un mango. El jinete del disco pasó junto a ellos, y Sumner contempló al rojo ser peludo y brillante. Su cara era simiesca, con un hocico azul brillante, la piel de la cabeza estirada y ojos grandes, negros y expresivos. No llevaba más que un taparrabos de cuero púrpura y sencillas sandalias de corcho. Salud, Serbota. Bienvenidos a Sarina. Su voz resonó en sus mentes. Os esperábamos. Por favor, seguidme.
El simio retrocedió y flotó hacia la ciudad-jungla. Sumner se sacudió de su asombro y remó tras él.
—¿Un gruñón?
Uno joven.
La ciudad se volvía más hermosa a medida que se acercaban: era una isla rebosante de árboles floridos donde se alzaban torres de piedra blanca como la seda, esbeltas y graciosas como mujeres. Sumner se quedó maravillado por la tecnología.
—¿Qué es ese disco de agua? ¿Cómo…?
Mente-espejo, Cara de Loto. Hablaremos más tarde.
Dejaron su piragua en un atracadero de piedra y siguieron a su guía a un claro de grandes árboles sagrados. El gruñón los dejó allí, y contemplaron las fuentes flotantes cuyo chorro parecía pólvora en la brisa.
En la distancia, música líquida corría sobre la superficie de prados azules. Un gruñón de piel plateada se les acercó por un camino de madera con postes recubiertos de rosas.
Saludos, Deriva. Saludos, Cara de Loto.
Saludos Bir, envió Deriva.
Bir se inclinó hacia Sumner. Ésta es tu primera visita a los Sarina. Espero que no la encuentres demasiado indigna.
—No sabía qué existían tales maravillas. —Sumner miró más allá de los árboles, donde asomaban estilizados edificios del color de la luna—. ¿Cómo construisteis todo esto?
La cara plateada de Bir mostró una sonrisa. Si intentara decírtelo, sólo nos confundiríamos ambos. ¿Y por qué aburrirte con la historia cuando puedo compartir este momento contigo?
Bir señaló una pequeña explanada de losas verdes y negras entre el claro de árboles gigantes. Deriva abrió el camino y se sentó en un banco circular, todo él talado a partir de un tronco petrificado. Sumner se sentó junto a él y Bir los miró.
Una plegaria al Infinito, Deriva, pidió Bir, inclinándose deferentemente ante el vidente.
Deriva miró la larga avenida de árboles enormes y hierba de color de cobre y cantó:
Entre todo lo que hemos nombrado
Sólo vosotros permanecéis sin nombre.
Ayudadnos a conoceros
Como nosotros nos conocemos.
Bir asintió solemnemente. Maravilloso, vidente. Tu visión ve en sí misma. Rebuscó en una bolsita bajo el nudo de su taparrabos marrón y sacó un trozo de cristal. Ahora, vamos a celebrar. El cristal capturó un rayo de luz y destelló lanzas irisadas. Con destreza, Bir giró el prisma entre sus dedos recubiertos de vellos plateados. Los rayos del espectro se fundieron en una brillante banda blanca que, al girar más rápido, adquirió un neblinoso tono azul. Hizo girar con habilidad el prisma en su palma y la banda ondeó como una llama de gas para convertirse en un globo neblinoso azul brillante.
Bir acunó el globo entre las manos y se sentó observándolo a la luz moteada de los árboles. Después de un momento pasó la bola de luz a Deriva, quien la sostuvo con ternura en sus largos dedos de araña. Entonces se la ofreció a Sumner.
Éste lo aceptó cauteloso, y en cuanto la luz alcanzó sus dedos una sonrisa beatífica alteró sus facciones. La tensión que las Madres le habían enseñado a recopilar en la base de su espina dorsal se desenroscó como la rueda de un hipnotizador y chispeó por su espalda. El cuero cabelludo le cosquilleó y una súbita e ineludible sensación de bienestar se afianzó en él, dura como el dolor. Bir le quitó el globo azul de las manos y lo devolvió al frasquito de plata.
Por un momento, profundos olores de humus, ricos y variados como una sinfonía, anclaron a Sumner, y contempló con silenciosa agonía cómo la opalina luz del sol se extendía sobre la hierba agitada por el viento. Por primera vez en su vida era verdadera y profundamente feliz. Con una risa que le sacudió los huesos comprendió que la vida no era una mierda. La vida era una corriente de amor…
Ahora tengo que irme, dijo Bir, con las manos sobre las rodillas. Gracias por compartir este momento conmigo.
Sumner miró a su alrededor con la alegría de un lune. Deriva tocó su rodilla y recordó la joya nido.
Bir la aceptó con ambas manos. Un hermoso regalo, dijo sin retirar la seda negra.
Sumner contempló al gruñón como si acabara de verlo, advirtiendo la edad en el rudo hocico negro, la luz rojiza reflejada en su pelaje, el caracol rosado de sus orejas.
Bir caminó con ellos hasta un arroyo flanqueado por un camino de piedras jaspeadas. Un regalo de despedida, vidente.
Deriva se inclinó con deferencia y entonó psíquicamente: El ojo ve, pero en sí mismo es ciego. El azar es intento a alta velocidad.
Bir se inclinó y se marchó. A su paso las motas de polvo se convirtieron en luz.
Sumner quiso quedarse un poco más, pero Deriva insistió en marcharse. Nuestro propósito está cumplido. Éste no es nuestro lugar.
Mientras remaba para salir del atracadero y se unía a la comente, Sumner rehusó mirar atrás, aunque hervía de deseo. Paletearon en silencio con la corriente, cada uno sumido en una reflexión privada de remolinos soleados, orillas en sombras y el flujo musculoso del río.
Aquella noche, bajo un cielo repleto de estrellas, Sumner le habló a Deriva de la energía que había sacudido su espinar dorsal, cargándole de euforia.
Los gruñones son maestros de la materia, explicó Deriva, sus ojos diminutos fijos en las llamas de la corteza aromática. Tienen máquinas que pueden hacer de todo, incluso crear cuerpos. Por eso el magnar ha vivido tanto. Él mismo fue un gruñón en otro tiempo.
—¿Entonces por qué vive en el desierto?
¿Quién lo sabe? Es tan imposible de conocer como las nubes. Deriva alimentó las llamas con trocitos de corteza. Lo que sé, pues lo he hablado con Bir y el magnar, es que Quebrantahuesos es un antiguo gruñón, uno de los primeros. Tal vez creció en Sarina. Quizá después de tantos siglos se aburriera de ser un gruñón.
El grito de un búho surcó la oscuridad del río.
—Hasta hoy, pensaba que todo lo que las Madres me han enseñado eran tonterías.
No… tonterías no. Las Madres son escrupulosas. La tribu significa más para ellas que ninguna persona o visión. Pero tienen conocimiento. Yo mismo puedo ver que te han entrenado bien. Estoy seguro de que lo que has experimentado hoy puedes repetirlo ahora a voluntad.
Sumner se inclinó hacia adelante y acarició los vellos de sus rodillas.
—¿Hablas en serio?
Deriva parpadeó. Por supuesto.
Sumner contempló las firmes estrellas a través de los fuegocielos y se concentró para calmar su corazón, súbitamente acelerado. Cuando volvió a mirar al né, su corazón aún latía con fuerza.
—¿Cómo?
Tu cuerpo lo sabe. Lo hizo hoy. Si te tranquilizas, recordarás cómo se sintió y podrás hacerlo de nuevo.
Sumner no le creía del todo, pero la idea ensombreció sus pensamientos durante el resto del viaje. Tras regresar a Miramol, se recluyó en la cámara que los né le habían dispuesto, y practicó las rutinas de tensión que había aprendido. Su deseo de repetir su experiencia en Sarina fue su mayor obstáculo, y tardó más de una semana en fijar la tensión en la base de su espina dorsal. Entonces comenzó el lento y extraño proceso de recordar cómo se había sentido para desenroscar aquella tensión. Pasaron días fútiles, y si en Sarina no hubiera experimentado tal alegría, se habría rendido. Los sentimientos, al principio, eran demasiado sutiles.
Pero entonces sucedió. No tan rápida o completamente como en Sarina. Fue diferente, pero bueno.
Guiada por su memoria, la tensión se desenroscó a lo largo de la estrecha longitud de su espina dorsal, tan suavemente que podría haberla imaginado de no ser por el súbito picor que se formó en la bóveda de su cráneo. Y entonces se produjo la familiar serenidad llenando todo su cuerpo de bienestar. No quedó subyugado, no como antes. Era más suave, una sensación tirante del momento que se expandía, se abría para revelar sonidos, sombras, olores que antes no le habían resultado interesantes: la refracción del ala de una mosca estrechando la órbita de su visión, distantes olores de plantas deslumbrando su nariz con un resabio de lodo. Era feliz… sinceramente alegre.
Varios años antes, en Dhalpur, Sumner conoció el éxtasis cuando su cuerpo y su mente se volvieron uno. Pero la alegría que sintió entonces no era nada comparada con el bienestar que brotaba ahora de su cuerpo. De pie en su piragua en un claro inundado de luz, murmuró el nombre sagrado de la nutria. Su llamada fue una exultación, no una prueba, porque había rastros de nutria por todas partes: rocas amodorradas en bajíos cubiertos de hojas, niebla lechosa entre los helechos y raíces blancas se curvaban fuera del agua.
La llamada no sólo vibró en su garganta: brotó de su pecho y se unió a las invisibles energías-nutria de las rocas, la niebla y los helechos. Con esa sensación, Sumner comprendió que estaba conectado por una energía vaga y persuasiva a todos los símbolos de nutria que le rodeaban. Él era el claro, la luz astillada, el agua salpicante, los helechos y las rocas.
Toda su espina dorsal vibró, y sintió que la psinergía que se había secado en él regresaba súbitamente, curvándose a través de las ramas de los árboles, arqueándose sobre el agua cubierta de polen, regresando a los tensos nudos de su cuerpo. Era tal como las Madres habían dicho: la espiral estaba en todas las cosas.
El agua se agitó, y una docena de cabezas negras y viscosas apareció al otro lado del claro. Las narices de las nutrias se retorcían mientras miraban a su alrededor, y entonces varias de ellas se subieron a las rocas planas y a las raíces, arrastrando chorros de agua. Miraron a Sumner, sus ojos negros fijos, la piel oscura viscosa por la humedad. Una risa alegre se tensó en el vientre de Sumner. Todo estaba conectado. Todo era ello mismo y lo mismo. Quebrantahuesos era un puma y un cuervo y un viejo. Y Sumner también podía serlo. Todo era cuestión de permitirlo. Su mente se bamboleó, y se rió en voz alta.
Las nutrias se zambulleron en el agua y desaparecieron. Dos volvieron a alzarse muy lejos, miraron a Sumner y luego se marcharon.
Colmillo Ardiente observaba unas palmeras espinosas desde un banco de arena. Regresaba de Ladilena, un pueblo Serbota cercano, donde había estado revisando a las nuevas esposas. Las mujeres eran altas y hermosas como la luna nueva, y sus rituales había exaltado en él todos los buenos sentimientos. Sin embargo, la sensación desapareció cuando oyó la música extática tras el banco de arena. Era auténtica música: ritmos calientes, melodías, el deseo que siempre había querido provocar con su arpa diablo. Pero cuando llegó al banco de arena y miró entre las palmeras espinosas, la música había terminado, y se sorprendió al ver a Cara de Loto comunicándose con las nutrias.
Colmillo Ardiente se agachó en su piragua, inclinándose hacia adelante, el vello de su traje de piel de mono empapado de agua. Su visión aún estaba nublada por la música visionara que había oído, y agarró el crucifijo que colgaba de su cuello e invocó en silencio a Paseq. En ese instante, aunque no había hecho ruido alguno, Cara de Loto se volvió y miró directamente hacia el lugar donde estaba escondido.
Colmillo Ardiente se levantó, devolvió avergonzado la mirada a Sumner y luego desapareció. Los colmillos de jabalí de su proa aparecieron entre los juncos, y se deslizó hacia el claro.
Cuando se internaba con su canoa en un montecillo de mirtos, volvió a oír la música (suave como el agua bañada por el sol) y, como el girar de una lente, su visión se agudizó. Ni siquiera había advertido que su vista se había ido debilitando con los años. Por reflejo, se frotó los ojos.
Extrañamente maravilloso… vio la belleza más claro que nunca. Sintió sus ojos curados por la energía musical que fluía de Sumner. Miró a Cara de Loto mientras su canoa se deslizaba hacia el claro y vio los arcos iris girando en la niebla a su alrededor. ¿Es este ser un dios o un demonio engañoso?
—No temas —le dijo Sumner, haciéndole señas para que se acercase.
Colmillo Ardiente se envaró.
—No tengo miedo —respondió bruscamente, y entonces se dio cuenta de que aún agarraba su crucifijo. Lo soltó, volvió a cogerlo y retrocedió en su canoa al darse cuenta que había comprendido a Cara de Loto. El hombre no había hablado en Serbot.
Colmillo Ardiente se sentó.
—No temas —repitió Sumner en Massel. Impelió suavemente, y la proa tallada de lotos de su canoa siseó al cruzar el agua caliente por el sol—. Todo lo que hemos querido siempre está a nuestro alrededor.
La música cosquilleante se desenroscaba con la bruma del pantano en las sombras de los grandes árboles.
Colmillo Ardiente observó la negrura de la cara de Sumner con desafiante aprensión.
—¿Quién eres?
—Me conoces —respondió Sumner, la espiral de poder giraba casi visible entre ellos.
—Eres un dios —dijo Colmillo Ardiente. Su propia voz le sonaba extraña.
Sumner sonrió.
—Si yo fuera un dios, el mundo entero sería así. —Abrió los brazos y ofreció su cuerpo a la luz rota de las aguas y a las enormes murallas de árboles en flor. Y algo flotante, inmenso y desconocido se movió entre ellos.
Colmillo Ardiente soltó el crucifijo y contempló con sorpresa el pacífico corazón del bosque. Cada árbol era tan grande en su sensación interior que el semental tembló al mirarlos. Bajo su sombra era meramente un ser de rocío que chispeaba frágil e indefenso. Las palabras, los pensamientos, las dimensiones… toda la mente-mundo era un reino de muertos.
Se levantó y alzó sus manos y su corazón al flujo de luz y amor.
Sumner deambuló por el bosque que bordeaba el río arrebatado por el flujo de la consciencia en todas las cosas. Una luz más poderosa que la del sol resplandecía en los viejos árboles. A su sombra, los pensamientos y los sonidos se unían y lo visual se hacía visionario.
¡Todo es alimento!, un pensamiento se hizo voz. Cada sonido, cada olor, cada pensamiento nos cambia. En la mente de Sumner, lo que en realidad pensaba estos pensamientos era un árbol. Su silencio se amplió. Podía sentir la hierba creciendo debajo de él, el árbol expandiéndose a la vida. Entonces la idea de regresar, de sentir su propio cuerpo, de saltar y gritar de alegría, se abrió en él con risible insistencia.
Colmillo Ardiente permanecía sentado en la hierba tras Sumner. Estaba arrebatado por el miedo y la maravilla. Había seguido a Sumner porque las psinergías que aleteaban en su pecho le habían atraído. Pero ahora estaba nervioso. Sobre los bancos de barro flotaba un ser astral entre los temblores de calor. Veía la entidad tan claramente como veía las dos canoas varadas brillando con las vibraciones del sol. Pensó en regresar a Miramol.
Súbitamente, Sumner se puso en pie de un salto y rugió.
Colmillo Ardiente saltó, y una garza aleteó en la sombra verde del bosque. El tenso aire sobre los árboles hundidos en el lodo junto a las canoas cambió mientras el ser entrevisto se movía hacia ellos. Sumner permanecía de pie, con el cuerpo arqueado, sintiendo el amor que se deslizaba suavemente sobre el maravilloso vacío que lo sostenía todo. Una ráfaga de aire brillante removió la hierba y deslumbró las hojas y matojos mientras el espíritu del pantano se centraba en ellos. Colmillo Ardiente se arrodilló y murmuró, y produjo un sonido largo y suplicante.
Sumner había abierto su mente al alma del río, y la consciencia radiaba hacia él en símbolos psíquicos. Alrededor del árbol giraban chispas a través de las sombras, y vio demonios y arcángeles, un torrente de todos los otros reinos que la mente humana hubiera creado jamás. Sin embargo, no tenía miedo. La forma en que había abierto su ser, reuniendo psinergía por el tótem de su espina dorsal, había estabilizado su cuerpo y estaba bien enraizada. Todo aquello que entrara en su campo etérico se armonizaría por el éxtasis de su UniMente.
Colmillo Ardiente se acercó a Sumner, su corazón y sus pulmones sin peso por el vidamor, las piernas cargadas de miedo ante lo que veía. Un enorme lagarto de mandíbula de cuchilla se debatía salvajemente en un charco de barro al otro lado del río. Mucho más cerca, el aire plateado temblaba, y el semental vio al semental anterior a él. Las magulladuras sangrientas de la fiebre que había matado a su maestro ensombrecieron los ojos del hombre y los rasgos que Colmillo Ardiente había amado una vez estaban hinchados de muerte.
Sumner no sabía qué era lo que estaba experimentando Colmillo Ardiente, pero vio el dolor en su cara.
El cielo se oscureció, y una tormenta de moscas verdes surcó los árboles. Colmillo Ardiente se acurrucó lleno de terror cuando las moscas empezaron a picar.
La risa rompió en la lengua de Sumner. No era Sumner riéndose… era el pantano mismo. Y, más profundamente, era la UniMente, llenándole de consciencia. Las moscas que le rodeaban eran el hambre de Dios. Y el hambre es sagrada, porque todo es alimento, y comer es todo lo que hay.
Unos chirridos estallaron a través de los árboles y una bandada de pájaros pasó junto a ellos, devorando las moscas. El aire era una confusión de plumas y colores deslumbrantes. Bruscamente, el silencio, y luego la risa sorprendente de un mono.
Colmillo Ardiente se arrodilló entre los tallos rotos de pamplinas con su rostro hecho un laberinto de emociones. Vio que las moscas se habían marchado, el aire cargado de sombras de transparencia y, en mitad de la corriente, un gigantesco lagarto de mandíbula de cuchilla se dirigía hacia ellos.
Sumner ayudó a Colmillo Ardiente a levantarse. En el hueco azul tras Cara de Loto, el semental vislumbró una multitud de mujeres: todas las mujeres con las que se había apareado. Las que había amado resplandecían con un brillante tono azul.
—Veas lo que veas —le dijo Sumner—, está dentro de ti. Pero hoy la espiral es fuerte en nosotros, Colmillo. Lo que sentimos vuelve hacia nosotros. Trata de sentirte bien.
Colmillo Ardiente tembló entre las manos de Sumner, cuyos hombros rezumaban truenos primaverales y la parte oscura de sus ojos azules temblaba con algo parecido al amor paternal.
—¡Pero mira! —insistió el semental, señalando el lugar donde se acercaba la masa verrugosa y verde del lagarto. Sus ojos ceñudos parecían ciegos y su largo hocico brillaba con muchos dientes rosados.
El primer impulso de Sumner fue saltar, pero el amor universal con el que se había unido era mucho más grande que él. Permaneció arrebatado mientras el gigantesco reptil se precipitaba hacia ellos. Colmillo Ardiente gimió y buscó su espada, pero Sumner lo cogió por la muñeca.
—Ámalo —dijo Cara de Loto, sin apartar los ojos de la criatura.
Colmillo Ardiente liberó su muñeca, pero no echó a correr. El lagarto había refrenado su avance. La cabeza plana y cornuda de la bestia, grande como un hombre, se detuvo ante ellos y se agitó en su hedor de algas de río y barro. Sumner extendió la mano derecha y el negro labio del lagarto la atrapó y se quedó transfigurado.
La cabeza de Colmillo Ardiente latía como si su sangre hubiera fermentado. Ante la gran presencia húmeda del lagarto, la luz del sol tenía la frialdad de la luna.
Animado por el poder en su interior, Sumner subió por las escamas de la colosal pata y hombro y se montó a horcajadas en la cabeza alargada. Tras extender la mano para ayudar a subir a Colmillo Ardiente, miró a los ojos al lagarto, y fue como mirar en el centro de un tronco.
Colocó a Colmillo Ardiente a su lado, y la gran bestia del pantano se volvió hacia el agua. Colmillo Ardiente aulló, soltó la trenza de su hombro y dejó que el humo de su pelo ondeara con el viento del río.
Sumner se echó a reír y alzó los brazos al aire. El agua pantanosa salpicaba a ambos lados, y se deslizaron corriente abajo hacia el verde hechizo brumoso del río.
El gigantesco lagarto llevó a los dos hombres hacia el norte todo el día por un sendero de árboles quemados por el sol y peñascos de color de buey. El agua que los salpicaba tenía el calor y el olor de algo vivo. Pantera, lobo, oso y ciervo los contemplaban desde los acantilados con despreocupación animal, tiñendo el aire con sus verdes auras.
De noche, con el cielo lleno de estrellas y fuegocielos, el lagarto continuó corriente abajo. Sumner se tendió contra la testa de la bestia y vio en las estrellas chispeantes la redondez del tiempo. Cada mota de luz que chisporroteaba en sus retinas era un ser vivo, la luz vital de otro sol que entraba y le cambiaba. Incontables estrellas y una interminable lluvia de radiación le penetraban, alterando su esencia más secreta. Al día siguiente, bajo un caluroso cielo, la comprensión de que a cada instante era transformado aún ardía como la llegada de un orgasmo.
Colmillo Ardiente permanecía cerca de Cara de Loto, contento más allá de lo imaginable en el halo dorado del hombre. Oyendo a Sumner hablar de las estrellas, la consciencia y la espiral, le dolían los oídos de escuchar, y trataba de encontrar de nuevo el extraño color en la voz del hombre. Pero la magia entre ellos no tenía grietas. Por la noche, bajo el plateado sendero de la luna, el semental dejó de tratar de comprender y permitió que la clarividencia de sus sentimientos desplazara su maravilla.
Sin embargo, al amanecer, Colmillo Ardiente quedó de nuevo asombrado. Acurrucado en la espalda del lagarto gigante, mientras oía a las gaviotas salpicar el océano, miró a Cara de Loto.
—¿Por qué estamos aquí?
Sumner de pie, absorbía la penumbra del iris. Durante el viaje nocturno, el río se había ensanchado, y el ahora era un ahora tan profundo como sus vidas. Sumner se zambulló en las aguas de cabeza y Colmillo Ardiente saltó tras él. El lagarto los siguió hasta que llegaron a la orilla, entonces se hundió en su peso y se marchó.
En la playa de arena fina frente a una pequeña bahía con arrecifes tropicales, los dos hombres prepararon una hoguera.
—Somos cambiados a cada instante —dijo Sumner, tanto a las llamas chisporroteantes como a su compañero.
Colmillo Ardiente tocó el brazo de su compañero, deseando un momento de claridad.
—¿Por qué estamos aquí, Cara de Loto?
Sumner alzó la mirada de las llamas. La maravillosa telepatía que le había poseído se tensó en el único foco de dos sílabas:
—¿Por qué? —preguntó. Sus ojos, todo pupilas, aunque muy claros, brillaban. Miraban hacia adentro, recordando—. ¿Por qué eres el centro vivo del transparente e inflexible diamante del tiempo?
Colmillo Ardiente se encogió de hombros, helado y súbitamente cansado por la retirada de la psinergía de Sumner.
—Todos nosotros tenemos un destino —murmuró.
Sumner se puso en pie de un salto, dispersando el fuego. Permaneció retorcido, preso de una inmensa emoción, contemplando los rojos músculos del amanecer, recordando súbitamente con hipnóticos detalles su última conversación con Quebrantahuesos: la charla que el magnar le había hecho olvidar. Nada es aleatorio. Eres el eth… la entesombra de un mentedios.
Capturado por una sensación incomensurable, Sumner cayó de rodillas. Luego se tendió de espaldas y cerró los ojos. Ahora sabía por qué había venido aquí. Viajaba hacia el norte para encontrar al Delph.
Una oleada de luminosa sensación le alzó más allá de los huesos de su cráneo, y vio su cuerpo tendido en la arena blanca, Colmillo Ardiente acurrucado a su lado junto a las ascuas de la hoguera, las dos figuras disminuyendo en los recovecos de la playa y toda la playa y el mar brillando bajo la corona del sol.
Todo se transformó en oscuridad.
Fuera de su mente, sintió al Delph. Como todo, el mentediós era parte del ser de Sumner, el Uniser, y una corriente de amor los unía. Girando en el vacío del tiempo, estaba poseído sólo por el incipiente vidamor que habitaba en él. Fuera de aquel sentimiento de alegría deslumbradora, una carne diferente empezó a florecer a su alrededor. Los colores se volvieron formas y brillantes vibraciones se coagularon en sonidos… Una corriente estelar de música giraba al borde de su audición. Música pleroma, le dijo un sentido interno. En el aire flotaba un agradable olor animal, un regusto a almizcle. Un efecto tranquilizador, dijo más sólidamente la voz. Un sexoide.
Sumner entró en un cuerpo que no reconocía pero que, sin embargo, conocía íntimamente. Un ort biotectuado para canalizar tu psinergía. Ropas cómodas y ajustadas le acariciaban con cada movimiento, textura de gamuza, colores aterciopelados. Un adorno símplex. Estás en Grial, el santuario de la montaña de hielo del Delph.
Sumner buscó la voz que oía a su alrededor, pero se encontraba solo en una pequeña habitación de color de ostra. Cómodamente, las paredes se abrían y estiraban de forma inteligente mientras avanzaba. No había puertas, pero una pared se abrió limpia a un panorama de montañas blancas y verdes extensiones de valles selváticos. ¿Una prisión?, se preguntó.
No, respondió la voz, áspera, dura. Un elegante pasillo se expandió a través de la pared, revelando cámaras brillantes llenas de rayos de luz y extrañas plantas aéreas.
Flechas de luz irisada se esparcieron por la habitación.
—¿Quién eres? —preguntó Sumner. Aunque lo sabía. Una música mental resonaba en su interior, augurándole todo lo que quería saber. La voz era una Voz, un cristal de pensamiento del tamaño de una montaña, un ser artificial creado para servir al Delph.
Soy Rubeus. Una célula de luz blanca apareció en el curvilíneo pasillo. Soy una inteligencia autónoma formada para proteger al Delph. Y tú eres Sumner Kagan, el eth. El que está metaordenado para cerrar el ciclo. La Voz era intensa. ¿Por qué nos persigues, reflejo interior? Di cuál es tu propósito al venir aquí.
—Me han conducido hasta este sitio.
Ignorante espasmo. La habitación se hizo más fría y oscura. Estás aturdido con tu desconocimiento. Eres un retortijón del Inconsciente del mundo, un mero reflejo. No te temo.
—¿Por qué tendrías que temerme? —Sumner extendió sus dos brazos y abrió las finas y pálidas manos de su nuevo cuerpo. Pero el espacio alrededor de Rubeus estaba caliente de frío, y tuvo que detener su gesto—. No pretendo hacer ningún daño.
No sabes lo que pretendes. Eres parte de un sueño más grande que tu mente. Estás metaordenado (destinado) para terminar con la continuidad del Delph. Pero ha habido muchos como tú a lo largo de los siglos, la mayoría con más consciencia de su propósito que tú. Todos han muerto. Yo los maté a todos.
La célula de seis rayos de luz destelló, y el cuerpo de Sumner se difuminó. La oscuridad se agolpó a su alrededor.
—¡Cara de Loto! —Resonó en su cabeza la voz de Colmillo Ardiente. Y se sentó en su nuevo cuerpo.
Colmillo Ardiente le ayudó a caminar entre matojos de juncos hasta que la psinergía empezó de nuevo a enredar el aire entre ellos. Cuando la almaluz de Sumner destelló en el aire con la luz del amanecer en el agua, buscaron judías geepa y fresas entre las raíces de los árboles al borde de la jungla.
Yo los maté a todos se repitió en la mente de Sumner durante muchos días, y tuvo que acumular un montón de vidamor para sobreponerse a su miedo. Arrebatados por la psinergía, Colmillo Ardiente y él vivieron en la playa, compartiendo consciencia con el bosque, los perros de las dunas y los delfines que venían con la marea. La visión de Rubeus se mezcló en la enorme sensación de bienestar de la psinergía de Sumner, y durante una temporada los dos hombres vivieron alegremente, libres de los recuerdos.
Una mañana repleta de nubes blancas con cabeza de bisonte, un puma de los pantanos apareció en el río. Ese día emprendieron su camino de regreso a Miramol.
Sumner, aún incapaz de pensar profundamente sobre sus experiencias psíquicas, no estaba seguro de lo que significaba ser el eth. En su visión de Rubeus sintió una horrible fuerza mecánica, aunque su miedo había desaparecido. Todo era vida. Incluso las cosas muertas de la jungla estaban recubiertas con una luz viviente mientras se convertían en minerales. ¿Qué había que temer?
La psinergía que circulaba por la espina dorsal de Sumner continuaba generando poderosas sensaciones de éxtasis. Pasaron semanas mientras los dos hombres se dirigían corriente arriba de regreso a sus canoas, pescando sin arpones, compartiendo sus días con los árboles, entablando amistad con jaguares y serpientes.
En el clima del aura de Sumner, Colmillo Ardiente estaba ausente y arrebatado de amor a las praderas, las flores salvajes y las vaporosas noches de la jungla. La base de su espina dorsal había empezado a picarle, pues su psinergía respondía a la de Sumner. Pero con la intensificación de su fuerza psíquica, vino una claridad más profunda que le asustaba.
Al final de un pequeño arroyo, en un peral no lejos de Miramol, una presciencia eléctrica atenazó sus entrañas. La energía titilante se aferró fieramente en su interior y le sacó de su piragua. Se acercó al bosquecillo. Allí, el aire temblaba como el cadáver de un animal recién muerto, y le aturdió una sensación de náusea. El bosquecillo, por un momento psicomimético, apareció envuelto con lazos ensangrentados de verde de intestinos y trozos de vísceras brillantes como mocos. La imagen se desvaneció rápidamente, dejando a Colmillo Ardiente tan aterrorizado que se apartó de los perales como si fueran fantasmas negros. Se dio la vuelta, dejando su canoa atrás, y corrió con fuerza hasta llegar a Miramol.
Apoyado en la puerta de su cabaña, febril de fatiga ahora que se hallaba fuera del espacio cargado de poder de Sumner, Colmillo Ardiente gimió, sus sentidos embotados. Se tumbó en su hamaca y se acurrucó. Su mente era una sombra. Durmió durante tres días.
Sumner tomó el camino largo para regresar al pueblo. La luz se dividía en sus pautas familiares en el río donde había cazado tantas veces. Al ver los conocidos árboles y meandros del río con su UniMente, el tiempo se acortó y los detalles se afinaron.
Vacío de palabras y lleno de asombro, Sumner regresó a Miramol. Ahora comprendía, como los ancianos, el secreto del Silencio. Cuanto más silencioso se volvía, más alcanzaba. Quebrantahuesos tenía razón: el mundo era sentir. Y quería sentirlo todo.
Mientras dejaba el embarcadero después de guardar su piragua, se detuvo para echar un vistazo a su alrededor. Su euforia se había reducido a una pacífica tranquilidad. Se sentía sobrio, tranquilo y feliz de estar vivo.
El cielo se cubría de una penumbra gris como el humo. Las mujeres regresaban de los campos, y los perros jugueteaban entre sus piernas, mordisqueando una pelota de cuero. Los animales la empujaban una y otra vez, y las mujeres se movían con gracia entre ellos, charlando en voz baja. Tras ellas, se acercaban los niños, con mariposas en el pelo suelto. Esperó a que pasaran, y luego los siguió hasta el comedor, la alegría caliente en su interior, eterna como el fuego.
Sumner vivía con los né en su grupo de habitáculos de pino y serenos patios. Cada mañana se sentaba entre los cipreses al borde de una negra laguna sin fondo y rodeado de una docena de diminutos y calvos né. La mayoría de ellos se sentaba simplemente en semicírculo ante él, las piernas encogidas bajo sus túnicas blancas, las manos marrones y arácnidas sobre el regazo, recibían la paz que llenaba el aire a su alrededor. Otros llevaban sus útiles de trabajo a los patios que daban a la laguna de los cipreses negros. Una alegría mística se esparcía por el lugar, mientras muchos de los né gozaban de experiencias profundas en aquellas mañanas.
Por la tarde, Sumner trabajaba para la tribu en los campos de verduras y, a veces, en los establos de apareamiento. Por las noches, después de la lluvia, bailaba con las mujeres jóvenes o se acercaba al borde del pantano con los hombres para cazar con halcones nocturnos. El poder extático en él se había calmado desde que empezó a sentarse con los né, y se sentía verdaderamente satisfecho de su vida.
Los né más viejos se sentaban cerca de él durante sus meditaciones matutinas. Sus ojos diminutos brillantes de delirio, sus voces mentales e instructivas: Eres la consciencia en sí, no los objetos de la consciencia. Usaban prismas de colores claros y tambores de agua para ayudarle a relajarse. Tienes un cuerpo, pero no eres tu cuerpo. Eres la consciencia de tu cuerpo. Tienes pensamientos, pero no eres tus pensamientos. Tienes sentimientos, pero no eres ellos. ¿Quién eres?
Era consciencia. El ser brillaba a su través, sin fisuras como la luz del sol, y su cara profundizó en el mundo.
Manojos de recuerdos emanaron de sus sensaciones psíquicas: la poesía de los olores de la laguna le recordó a Mauschel y su esquife del pantano. La imagen giró en un reflejo de llamadas de pájaros azules y verdes.
¿Quién oye?, preguntaron los né. ¿Quién recuerda?
Los olores floculentos del pantano, los recuerdos y los rítmicos golpes de los tambores de agua caían sobre él, convirtiéndose en el color del vacío, el sonido de la nada. Sólo el constante flujo de sonidos y sensaciones que caían en él parecía sólido.
Has tocado el centro de la espiral.
Como los colapsar que había visto en su escánsula cuando era niño, como estrellas demasiado grandes para su energía, percibía la consciencia como el agujero negro en el que todo caía. ¿Dónde iban esos ruidos, colores y pensamientos?
Las notas producidas con los nudillos en los tambores de agua apenas vibraban en el aire lo suficiente para ser oídas, y la monótona tarde que pasó mirando ausente las animaciones de colapsar en la escánsula brillaron para convertirse en un recuerdo exacto. De nuevo vio cómo las imágenes tridimensionales del ordenador se tensaban a través de la espiral de estrellas para formar un único punto en el centro: la singularidad donde el espacio dejaba de existir.
La imagen de la escánsula giró y se dividió, revelando una complejidad de involuciones como las de una concha. Una voz fantasmal explicaba, más rápido que las palabras, que el colapsar estaba gravitacionalmente distorsionado, y que de sus polos surgía la más poderosa radiación concebible: la luz de una fuente de infinita curvatura espacio-tiempo.
El Infinito es Unidad, le dijeron los né, llenos de fuego de la UniMente de Sumner. Todas las cosas son una cosa.
El recuerdo de Sumner de la escánsula se suavizó, y una luz bruñida latió tras sus párpados y su reflexión cristalizó en comprensión. Cuando la tierra entró en línea con la radiación colapsar, el universo se convirtió en el multiverso, y la consciencia del cosmos, la luz del infinito, animó las formas genéticas y de pensamiento que había con una consciencia más antigua que el tiempo: voors, mentedioses, distors tempolaxos, eth… todos fueron luz estelar terraformados desde el corazón de la galaxia.
La música de los tambores se detuvo súbitamente, y voces ahogadas y chirridos de pequeños pájaros devolvieron a Sumner a su cuerpo. Arremolinándose en la musculosidad de su cuerpo, con el corazón inmóvil y sin visión, sintió al Delph, distante aunque cercano, como el interior de un trueno. Una montaña blanca, aguda como el cristal, apareció y se desvaneció. Grial, el reino de la montaña de hielo de Rubeus.
No hay razón para ir excepto la ida, le dijeron los amables né. El voor en tu interior tiene un propósito: matar al Delph. Pero tú no tienes propósito. El eth es una de tus máscaras. Pero tú no eres el eth. Muchos eth han venido antes que tú. Otros vendrán después. ¿Quién eres?
Voces ahogadas de furia se intensificaron en la puerta del patio de cipreses, y Sumner abrió los ojos. La luz del sol que se internaba a través de los antiguos árboles se posó como pájaros brillantes entre la hiedra de la verja redonda. Varios pequeños né de ropas azules discutían allí con una mujer de grandes huesos: Orpha.
Los mayores hicieron señas para que la dejaran pasar, y ella se alisó la maraña de sus cabellos con compuesta dignidad.
—Lamento perturbar las famosas meditaciones matinales —dijo con sardónica seriedad—, pero el magnar tiene un mensaje importante para Cara de Loto. —Salió del sendero de piedras y atravesó la alta hierba hasta donde estaba sentado Sumner. Su sombra cubrió a dos né—. El magnar te ordena que dejes de acumular kha.
No más energía extática.
La Madre ignoró a los né y continuó mirando a Sumner.
—El magnar y tú tenéis un enemigo. Si lo atraes, destruirá Miramol. Algunos videntes han visto esto. —Se sentó junto a Sumner y colocó una gruesa mano sobre su pecho—. Tu servidumbre termina con el próximo cambio lunar, Cara de Loto. Llévate tu kha al desierto. Protege al pueblo y a los né.
Sumner le cogió la mano para consolarla, pero antes de que pudiera hablar, un grito atravesó la puerta de la luna, dispersando a los né. Negras alas de ropa revolotearon por el patio y entró gritando una Madre ciega de pelo salvaje:
—¡No hay secretos! ¡Nuestros sentidos cubren el mundo! ¡Lo que se ve es visto!
Orpha se enderezó.
—Jesda, éste no es tu sitio.
—Ni el tuyo, hermana. —Las manos de la Madre ciega revolotearon sobre su cabeza como gorriones asustados—. El mundo ha sido llenado. He sido testigo.
Sumner miró a los né mayores que estaban a su lado y el más viejo asintió y le dijo: Hace cuatrocientos años, Perro Hambriento, el primer vidente, profetizó que Miramol no moriría hasta que las Madres vinieran a los né.
—Y aquí estamos —susurró Jesda, caminando sin ver entre un banco de hiedra y dirigiéndose al estanque. Sus faldas negras se arremolinaron en el agua alrededor de sus caderas, y chilló—: ¡Lo que veo es visto!
Orpha cogió el brazo de la mujer ciega y la sacó del patio.
—Hemos acabado aquí, hermana. Vamos a casa.
—Espera, Madre. —Sumner se puso en pie—. ¿Puedo hablar contigo, Jesda?
—¡Habla! —Sus mangas mojadas golpearon el aire con sus bruscos gestos y Orpha dio un paso atrás—. ¡Farfulla a la Vastedad!
Sumner avanzó, y el furioso dolor de la cara de Jesda se suavizó a una inactividad entremezclada con pena y claridad. Sumner experimentó un aullido de lenguaje mental y un arrebato mareante mientras su campo etérico penetraba el de ella.
Era tempolaxa. A través de un borboteo de formas de pensamiento que se disolvían, Sumner vio el corazón estelar, la blanca luminosidad del primer momento, desde el origen del tiempo, formada como una sombra retinal sobre el valle de cipreses y la cara hundida de la anciana. Apartó un mechón de pelo gris de su frente y la UniMente entre ellos tembló en exquisitas escalas de color, trémula en las sombras de su visión.
Jesda suspiró y tomó amablemente sus dos manos. Estaba silenciosa como un árbol, su ceguera infusa con un temblor violeta.
—Cielo y tierra se mueven al compás —le dijo amablemente—, pero la mente es inmóvil… por fin. —Su tenaza se tensó, y se inclinó hacia adelante, tocando con su frente las manos entrelazadas de ambos—. Somos presencia. —Cuando alzó la cabeza, sus cuencas vacías estaban llenas de lágrimas. Se volvió hacia Orpha—. Vamos, hermana.
Después de que las Madres se marcharan, el patio y las terrazas que lo rodeaban se poblaron de excitados né. El mayor de todos cogió a Sumner por el brazo. Sus ojos eran dos pozos brillantes dentro de la piedra de su rostro. Tu UniMente está clara, Cara de Loto. Has trabajado duro para esto. ¿Qué harás ahora?
Desde más allá de la pared del patio, un gemido tembló; después se convirtió en la risa demoníaca de Jesda.
Colmillo Ardiente estaba sentado al sol en lo alto de los establos de apareamiento. Miramol parecía flotar a la deriva en la ola verde del bosque de la lluvia, todo lleno de troncos recubiertos de enredaderas y juncos. Una curva en el río destellaba entre los enormes árboles y los pájaros revoloteaban en círculos en el cielo.
En el patio de abajo se encontraba la carreta engalanada que había llevado a las doncellas de Miramol a su nuevo hogar en Ladilena aquella mañana temprano. Un joven ayudaba a salir de la carreta a las mujeres nuevas, contando chistes en voz alta tanto para tranquilizarse él mismo como para tranquilizarlas a ellas. Era fuerte y bien parecido, con ojos anchos como los de un puma y una orgullosa cabellera. Aun así, Colmillo Ardiente necesitaría toda una estación para educarle y pasarle el sentido de la misión que serviría cuando su lujuria se ensombreciera. Pronto el muchacho estaría tan aburrido como ahora ansioso.
Colmillo Ardiente se puso en pie y se desperezó, mirando más allá del amasijo verde del bosque donde la tierra se convertía en desierto. Cara de Loto se había marchado en aquella dirección dos días antes para reunirse con el magnar por última vez en su período de servicio, y el semental recordó lo mucho que el hombre había cambiado: ahora se movía más con la tranquilidad de un tribeño que con la precavida reserva de un guerrero, y pasaba más tiempo con las mujeres…
—Colmillo Ardiente.
El semental se giró, y sus rasgos cambiaron. Orpha se alzaba ante él con una joya nido en la mano, su cuerpo delgado y fantasmal como el fuego.
—Ven a la Madriguera, semental —dijo el espectro, haciendo gestos hacia lo invisible—. Ven, rápido.
Colmillo Ardiente bajó las escaleras de caracol de la torre y corrió a través de los fangosos callejones. Cuando llegó a la Madriguera, sus gruesas piernas estaban salpicadas de barro y jadeaba. Deriva esperaba fuera de la entrada repujada de turquesa con varias Madres. Cogió la mano del semental y el frenesí de su carrera se suavizó.
—Debes recorrer de nuevo el Camino, semental —dijo Orpha. Le puso la mano en el hombro y su cara se deformó en un grito silencioso—. El magnar se está muriendo.
Quebrantahuesos contemplaba la noche azul desde su caverna en el acantilado. La neblina helada brillaba en el horizonte, y sobre ella la luna se movía a través de un arco iris nocturno. Cerró los ojos y se volvió hacia el este. Las sombras se abatieron a través de él. Estaba deslizándose, el frío aire de la noche sacudía su fino cuerpo. Las estrellas se movían en bandadas. El paisaje iluminado por la luna con sus contornos rotos giraba debajo. Huellas de coyote salpicaban las brillantes dunas de arena como capullos oscuros. Los cactus se alzaban solemnemente a lo largo del borde del risco.
No se movía nada a la vista. Y sin embargo, el cuervo con el que se había fundido Quebrantahuesos estaba excitado. Algo le había despertado, pero fuera lo que fuese, no había ninguna huella en las sombras grises de su memoria.
Quebrantahuesos alteró su respiración y el tempo-sueño cambió. Entró en un coyote asomado a una roca, olisqueando el aire en busca del calor de los seres vivos. Su sangre latía con fuerza por el impulso de la luna llena, alzando los finos pelos de sus orejas, enviando urgentes escalofríos por la curva de su espinazo. No había final para el cielo. Cosas cambiantes (pájaros oscuros, insectos) se deslizaban por el aire. La luna lo impulsaba todo hacia arriba. Y un aullido tembló en su garganta, el fragmento final de una canción comenzada hacía mucho tiempo y no concluida nunca.
Pero el coyote detuvo el aullido y lo convirtió en un gruñido. Un olor caliente y pegajoso asaltó su nariz y tensó el pelaje de su cuello. Olor de hombre. Dio un nervioso círculo, se detuvo de nuevo y se enfrentó al viento. Soplaba desde las huellas de las jóvenes hermanas, los llanos caminos de roca entre las altas piedras.
Quebrantahuesos hizo que el coyote bajara el sendero de roca hacia el punzante olor. El animal no quiso acercarse más, y el picor de la orina entre sus patas se volvió intenso y le forzó a detenerse. Pero había ido lo suficientemente lejos. Ahora pudo ver al hombre siguiendo la pista de las hermanas. Los brillantes ojos oscuros del hombre se posaron en él durante un momento, midiendo la distancia entre ellos.
Sumner salió de las sombras, alto y cómodo, la luz de la luna destellaba en la quemadura en forma de loto de su cara. Quebrantahuesos sonrió para sí y dejó al coyote entregado a sus canciones lunares y su propia despreocupación intrépida.
Abrió los ojos mientras un aullido largo y distante temblaba entre las torres de roca. Sumner estaba cerca. Había recorrido un largo camino sin que Quebrantahuesos fuera capaz de encontrarle… y el joven guerrero ni siquiera intentaba esconderse. Simplemente era cauteloso a la manera de cualquier animal que conoce a sus depredadores.
Quebrantahuesos bostezó y se desperezó. La escarcha y la luz de las estrellas ardían azules en las formas de las rocas. Se levantó y escuchó la ondulante canción del coyote. Era hora de bajar y reunirse con su siervo por última vez.
Un latido de tristeza tamborileó en su pecho, pero pasó rápido. Tristeza y alegría, y muy por encima del erosionado desierto, el viejo hueso de la luna. ¿Cuántos años había tardado en ver que en realidad eran lo mismo? En todo trabajaban idénticas fuerzas: olas, corrientes, flujos y espirales de poder.
Los dibujos de las rocas plegadas llamaron su atención: las cicatrices de los glaciares, las mismas líneas cansadas en el agua corriente o en los ventrículos del corazón donde la sangre había circulado durante muchos, muchos años.
Sumner caminaba despacio a la luz de la luna por la ladera de los taludes y bajo las empinadas paredes de mesetas de color de sangre seca. Pasó una ráfaga de viento como un suspiro, y detectó un débil olor dulce de enebros ardiendo. Se movió en esa dirección, deslizándose en silencio sobre las dunas. Todos sus sentidos estaban alerta, azuzados por los extraños sonidos que había visto en su viaje nocturno: un cuervo lunático marcaba extrañas pautas sobre las dunas y un coyote de ojos salvajes orinaba tan cerca que podía tocarlo desde donde se encontraba.
Una canción del coyote de los Serbota repitió sus ritmos en su mente:
Coyote que aúllas
A la luna. Como nosotros
Sin saber qué pedir…
Hambriento
De lo que ya tienes
Como un sueño dormido.
Sumner siguió el ardiente olor bajo monolitos corroídos y sobre riscos limados, y pronto la zarpa sin savia de un enebro muerto apareció sobre las dunas iluminadas. Había un cuervo posado en la copa del árbol muerto, y en la base, donde la dura corteza negra se afianzaba en la piedra, se hallaba sentado Quebrantahuesos. Las llamas de una pequeña hoguera danzaban ante él.
Sumner devolvió el saludo del magnar y se sentó ante él, colocando su bastón sobre sus rodillas. Contempló el lúgubre rostro de Quebrantahuesos sin expectación.
El anciano le miró a su vez con ojos sombríos. La luz corpórea del eth era un amarillo cristalino más profundo que la luz del sol, y la armonía de su vida interior se hacía visible en el gracioso latido de su aura. El magnar estaba complacido, pero para probar la UniMente de Sumner, dejó que su fuerte sentido brotara de él.
Sumner sintió la psinergía como un súbito frío en el abdomen. Un dolor verde atenazó su estómago, y dio un respingo. Pero no retuvo el frío flujo. La psinergía se aferró profundamente en él, y en el momento en que el dolor aumentó más de lo que podía aguantar, la psinergía recorrió su espalda y se disolvió en el vacío tras sus ojos. Sumner parpadeó y se acomodó. Sabía lo que había hecho el magnar, y estaba orgulloso de ser lo bastante claro para que el poder lo atravesara. Se sentía abierto y fuerte como el viento.
Quebrantahuesos se echó a reír y se frotó el vientre. Sumner estaba tan vacío que el anciano casi había caído en él. Retiró la sensación helada de sus entrañas y le preguntó con una sonrisa:
—¿Por qué viajas en la oscuridad?
Sumner sonrió burlonamente, y entonces reconoció la inocente pregunta como un desafío. Pero en vez de buscar una respuesta, escuchó el ansioso grito del viento. El fantasma de su respiración brilló con la luz de la hoguera.
—Hace demasiado frío para quedarse quieto.
La sonrisa de Quebrantahuesos se ensanchó y sus duras mejillas despellejadas por el sol se abultaron.
—Hace más frío donde nos dirigimos.
Sumner frunció el ceño, inquieto por la alusión del magnar a la muerte.
—No importará cuando lleguemos. —Sumner escupió a las llamas. El fuego chasqueó como una serpiente furiosa.
Los ojos de Quebrantahuesos resplandecían de risa y envolvió a Sumner con ellos.
—Incluso la verdad es un peñasco que puede atormentar a un mono durante toda su vida.
Sumner sonrió. El juego al que jugaban le divertía, pero Quebrantahuesos tenía razón: los juegos de pensamientos eran incómodos y peligrosos. Escuchó el chirrido del viento frío al soplar por entre las profundidades de la noche.
—¿Qué sabemos?
Quebrantahuesos aplaudió alegremente.
—Eso es. Estamos vacíos como el viento… pero moviéndonos, siempre moviéndonos.
—Y cantando.
—Sólo cuando topamos con las cosas que nos encontramos en el camino. Como el viento, nunca cantaríamos sin obstáculos.
Sumner se echó a reír y asintió.
—Cantamos, lloramos y nos reímos al mismo tiempo. Pero nadie nos oye.
—¿Quién sabe? —El anciano hizo un gesto hacia la luz difusa sobre ellos—. Somos más grandes de lo que podemos imaginar.
Los dos hombres permanecieron sentados durante horas arrojando ramas al fuego, hablando y no-hablando. Al amanecer, Quebrantahuesos se levantó y señaló un bajo risco de arenisca.
—Mi última orden para ti es que vayas a ese montículo y te sientes allí hasta que el voor que está en tu interior regrese. Escúchale. Si decides que no quieres compartir tu vida con él, regresa a mí y te liberaré. Por lo demás, no tendrás que pensar más en mí. Has aprendido a no dejar huellas. El resto no es necesario. —El magnar se llevó una mano al corazón y se inclinó—. Saludos, guerrero.
Sumner contempló a Quebrantahuesos hasta que desapareció tras una alta roca; luego se dirigió al montículo y tanteó la oscuridad con su bastón en busca de serpientes y escorpiones. Se sentó de espaldas al risco y observó la escarcha convertirse en rocío a medida que los colores del mundo se encendían.
Sumner se acomodó en la sombra. Trató de mantenerse en autoscan para reducir su ansiedad por confrontar al voor, pero tenía sueño, y por su mente aleteaban pensamientos aleatorios. Se preguntó si Colmillo Ardiente estaría practicando la pesca con anzuelo que le había enseñado. La idea de pescar le recordó el escamoso abrazo de una de las mujeres distor y el agudo y penetrante hedor de su cuerpo. Dio un respingo y tuvo que pensar en Deriva para tranquilizarse: la mente observadora y elegante tras aquella rígida máscara le desafiaba constantemente con las extrañas letras de sus cánticos:
Nada se pierde nunca
Sólo está de camino.
Sumner durmió profundamente hasta el mediodía. Entonces miró al blanco y fiero sol, cerró los ojos y continuó durmiendo hasta el atardecer. Soñó que estaba de nuevo con la Madre ciega. Ella susurraba un nombre sagrado en su oído, y cuando él lo repitió en voz alta un alce blanco salió del bosque, la luz del sol giraba en su cornamenta…
Sumner se despertó y con el agua tibia de su cantimplora se lavó el regusto de sueño. Se metió una ramita negra entre los dientes y sorbió el sabor dulzón de la raíz. El desierto pintado se extendía ante él: arco iris de ágata y luz en las rocas.
Un grito se elevó entre las montañas. Llyr, la estrella del atardecer, ardía fría y plateada sobre el horizonte, temblando en las capas de aire. La vaga espuma verde de los fuegocielos se esparcía y se reagrupaba con un viento insensible. Sumner se sumió en autoscan, observando a los murciélagos revolotear y chirriar entre las espirales de roca.
Otro grito surcó el desierto, alto y tenso. Se perdió sin producir un solo eco: un grito fantasma. Sumner permaneció inmóvil y observante, aunque sabía que no era la llamada de una criatura. Agujas de cristal destellaban en la arena parabólica a medida que la última luz se desvanecía. Se concentró en las estrellas titilantes en el aire estriado sobre el borde del mundo.
Hasta que se alzó la luna y su clara luz inundó las dunas y rocas no oyó el grito por tercera vez: un grito ululante. Otra vez sin eco, y advirtió que el sonido se producía en su interior. Otra llamada surcó temblorosa sus músculos y estalló en su cabeza con un aullido: los gritos aturdidores de los voors muertos súbitamente rasgaron el aire a su alrededor, sacudiéndole y arrancándole de su autoscan. Electrificado, su cuerpo saltó, aunque su cara permaneció inmóvil como una efigie. Descargas de gritos le aplastaron y le dejaron tendido en el suelo, contemplando los arrogantes fuegos nocturnos.
El fuerte miedo se desató, recorrió su espina dorsal y estalló en su mente con un amasijo de colores temblequeantes, y empezó a revivir las muertes de los voors.
Arrastraba los pies sobre hielo jaspeado. Sobre él brillaban dos soles; uno bajo en el horizonte de color carne; otro de un color ventoso y rizado. Herido por flechas, apuñalado, arañado, estaba muriendo. Una lengua dolorida saboreaba el regusto inexorable de la sangre…
Se convirtió en una criatura iridiscente, enraizada como un árbol, una linterna de agua, y luego una vida brumosa y espirituosa, que lloraba mientras se disolvía… un serpiente, con cráneo de luna… una diatomea con tentáculos…
Sumner trató de recuperarse, pero caía, atrapado por una fuerza que barría a través de vidas: incontables formas, incontables mundos. Su propia vida era meramente otra forma. Y él era todas ellas; podía ser de nuevo cualquiera de ellas.
Se convirtió en un ser mucho más grande que una ballena, un ser enorme, como un planeta, arrecifes de roca viva zozobraban a través de la luz pura de las estrellas, traduciendo la energía en música. En su mente arrebatada con curvas de distancia resonaban brillantes cánticos que resplandecían mientras los impulsos estelares apartaban al ser de su sol…
Sumner apretó la tierra bajo él y se forzó a estar alerta.
La aterradora confluencia de sonidos e imágenes dentro de la oscuridad interior de su cuerpo empezó a acumularse de nuevo. Nubes de luz se enroscaron en su visión, y el gemido fantasmal se tensó en sus oídos. Sin embargo, estaba tranquilo. Nada podía herirle ahora, pues nada podía tocarle. Estaba vacío como una cueva, sus sentidos estaban huecos e intangibles como ecos.
Corby asomó como un fantasma en su interior. El voor estaba alarmado. Un año en Iz sin forma física le había disminuido. Los latidos percusivos, el tambor y el gong de los voors muertos, no afectaban ya al cuerpo de su aullador. Ni siquiera la visión arrebatadora de la lenta muerte de Unchala con sus fervientes canciones estelares podía alcanzar a Sumner.
Soy yo, padre. No puedo continuar sin ti. Escúchame.
La voz de Corby resonó en los oídos de Sumner, distorsionada por el chirrido de gritos desconsolados de los voors muertos. Sumner dejó que la voz le atravesara como un pensamiento vacilante.
Después de un viaje tan largo, ¿puedes rechazarme? Una vez más, las cambiantes imágenes de las migraciones de los voors empezaron a chisporrotear a través de Sumner. Al instante estuvo en aguas cenagosas, débiles y llenas de peces viscosos, sintiendo hambres innombrables, su visión abrumada por ojos acechantes…
Sumner relajó sus músculos más profundos, y las extrañas sensaciones desaparecieron.
No me ignores, padre. Escucha… Tengo conocimiento. Corby volvió a concentrarse y dejó que saltaran manojos específicos de pensamiento entre Sumner y él.
Burbujas de luz plateada surcaron la mente de Sumner, estallando en pensamientos. De repente lo comprendió todo sobre las joyas nido. Supo completa y claramente cómo se formaban las semillas con raros minerales y hormonas extraídas de voors específicos. La técnica había sido perfeccionada en una distante galaxia donde homínidos de pelo azul tenían órganos para eliminar los excesos de iones metálicos de sus cuerpos. Algunos voors recordaban cómo extraer esas substancias, y habían modificado sus formas humanas para hacerlo, así. Las semillas eran plantadas en caras de roca donde el contenido mineral, la humedad y la temperatura permitían la ampliación del kha del donante encerrado en metal. Tras varios siglos de crecimiento, los cristales fueron recolectados. Eran cristales poderosos, pues en ellos había sido alterado el kha a una ventana-Iz, un lugar de observación acausal que…
Sumner relajó de nuevo sus músculos profundos, y los pensavoluciones se redujeron y desaparecieron.
¿Estás loco? La voz de Corby era aguda, un vapor debilitado por el viento de los murmullos vooricos. Te estoy ofreciendo poder. Puedo mostrarte cosas de las que ningún humano ha sido testigo jamás.
La mente de Sumner destelló de conocimiento, se acomodó y resplandeció de sudor frío, comprendiendo súbitamente el secreto de la muerte. No era extinción, después de todo. El colapso del organismo liberaba sutiles energías: psinergía. Aquellas energías vitales se mezclaban con las fuerzas a su alrededor, moldeadas y realineadas en otras configuraciones, otras formas de vida, muchas de ellas impensables para una mente humana.
En el vaivén de su nuevo poder, atisbo las formas avanzadas: momentos refulgentes de seres azules y fragmentarios que pasaban el invierno en una vastedad de luz suave… demasiado extraños para ver con claridad. Animales como bruma, formas giratorias, disueltas una dentro de la otra con sonidos de ganado y chirridos de pájaros. La rápida fuerza latiente de una rata saltarina ensangrentada se convirtió en un halcón hambriento y el circular paso de un tiburón agotado, sus neblinosas psinergías se acumularon en el tenso y caliente poder de la vida…
La visión cubrió los ojos de Sumner como una fiebre. Respiraba con dificultad, y tuvo que cerrar los puños para recuperar el sentido de sí mismo.
—Sueños dentados —murmuró una vez, y su mente empezó a despejarse.
Espera… hay más. Puedo mostrarte tu poder-eth…
Sumner cortó la voz quejumbrosa en su cabeza. La escarcha había dejado sus ropas rígidas, y sentía los músculos abotargados.
Corby sintió una erupción de poder mientras la mente de Sumner giraba sobre sí misma tratando de reorientarse. En ese momento se dio cuenta de que estaba perdido. Sumner era demasiado fuerte. Las pautas de conducta y rutinas de pensamiento que Corby había utilizando anteriormente para controlarle habían desaparecido. El aullador estaba vacío como un mage voor, y Corby estaba debilitado, reducido a mero impulso, cada día se hacía más vago. Sólo había una esperanza. Pero tendría que actuar con rapidez. El voor se zambulló en la consciencia de Sumner con toda su fuerza.
El súbito arrebato de ruido voor asaltó el cuerpo de Sumner. Retrocedió, las manos en la cabeza, sintiendo un coro de gritos demasiado agudos para sus oídos. El dolor difuminó el foco de sus ojos y sacudió su fuerza. Dejó caer las manos y se desplomó, su cabeza rebotó en el suelo, sus dientes castañetearon.
Pero el dolor no lo aplastó. Remitió. Su cuerpo respiró de nuevo y su cerebro en blanco se llenó de luz. Las voces de los voors muertos tamborilearon en sus huesos.
El sol se alzaba sobre el risco, y una punzada de luz alcanzó sus ojos. Sumner parpadeó y la conexión entre Corby y él se consumió. Ayúdanos Sumner, suplicó el voor. Nuestro viaje debe continuar. Pero los nidos no pueden unirse sin nuestros mentedioses. Tenemos que continuar. Pero no tenemos la fuerza para marcharnos sin nuestros mentedioses. ¡Ayúdanos! Un cortejo de voces suplicantes rebulló en sus oídos. El Delph nos está destruyendo. Tienes que ayudarnos a detenerlo. Gritos sin forma repicaron en su garganta. El Delph…
Sumner recuperó su atención y dejó que el lamento se perdiera en sus oídos. Ya había escuchado bastante a este voor. No podía decir si de verdad era Corby o no. Los voors eran traicioneros. Eso lo había aprendido de Jeanlu. No quería tener más relación con ellos.
Se puso en pie tambaleándose y se desperezó para sacudir el dolor de sus músculos. Con el sol de la mañana destellando sobre las dunas y calentando su carne entumecida, se sintió bien. La última orden de Quebrantahuesos había sido cumplida. Ahora podía buscarle y hacer que le purgara de esta posesión.
No más voors. No más sueños dentados. Había suficiente ilusión en su vida sin los recuerdos de mundos muertos hacía mucho tiempo.
Pero aun así, mientras caminaba dando tumbos sobre la arena surcada por el viento, se maravilló de que tales seres existieran: seres de luz, reformaban sus cuerpos, vagabundeaban eternamente. No existía soledad como la suya.
Nefandi permanecía en pie a la sombra de una roca contemplando a través de las lentes distorsionadoras del aire caliente del suelo del desierto. No se veía vida entre los arrecifes de hierro retorcido y oxidado. El cielo blanco y sin profundidad estaba vacío incluso de nubes, y los riscos y desfiladeros ribeteados de negro y púrpura ondulaban en las corrientes termales como una alucinación.
¿Por qué elegiría alguien vivir en este agujero de muerte?, se preguntó, royendo la colilla de un cheroot apagado. Se quitó el sombrero de ala ancha y se secó el sudor del rostro. El calor le hacía parecer triste, pero aún había amenaza en su único ojo rojo y en la cicatriz vidriosa que surcaba su oscuro rostro desde el ojo-espejo hasta la mandíbula ancha y atenazada. Volvió a ponerse el sombrero sobre su pelo de punta, bebió un sorbo de agua de su cantimplora y echó a andar bajo el molesto sol.
Los pantalones rojos sueltos y la camisa que llevaba estaban diseñados para protegerle de la punzante arena, pero el calor se aferraba a ellos y calentaba su carne. Para apartar su mente del sufrimiento, pensó en el lugar de donde procedía. Un mundo domado de pequeños pueblos biotecturados: Nanda, con sus arrecifes y sus lagos azul lechosos; Sidhe, la ciudad de piedra flotante; y Cleyre, la exquisita Cleyre, sus sombras explotaban con áster y ciclamino, sus corrientes limpias como la luz. Como asesino programado de Rubeus, sus recuerdos más fuertes eran los de los laboratorios helados de Grial, el refugio del Delph. Allí era donde estaban formando su nuevo cuerpo. Pero ahora se encontraba demasiado solo para pensar en casa.
Nefandi se sumió en autoscan y recuperó el paso, deslizándose por las sombras de las paredes de roca comidas por el viento. Salía al sol sólo cuando enormes agujeros y fisuras bloqueaban su camino. En la luz del sol había un escalofrío, una soñolencia que conocía bien. El calor le estaba matando, y varias veces, cada vez con mayor frecuencia, tuvo que detenerse y refrescarse.
Sentado en el calor seco de la sombra, maldijo a Rubeus por enviarle aquí, aunque en el fondo de su mente sabía que si tuviera que elegir de nuevo, se encontraría exactamente en el mismo sitio que ahora. ¿Cómo podía escoger otra cosa? Rubeus le había prometido un cuerpo nuevo (el tercero), si tenía éxito en esta misión. Rubeus era el guardián del Delph. Una mente artificial, un ort como Nefandi, pero más grande, del tamaño de una montaña y poderoso. Podría crearle fácilmente un nuevo cuerpo, y por ese privilegio Nefandi haría cualquier cosa.
¿Pero por qué se me ordenó que tomara el camino largo? Se aclaró el sudor de su único ojo salpicado de venas rojas y se levantó. Ondas de calor flotaban en capas vítreas, velando las distancias que tenía que cruzar. Rubeus le había advertido sobre la dificultad de esta misión. La persona que buscaba era supuestamente muy poderosa. Tiene que serlo para vivir en este infierno laberíntico.
Varias veces, durante las horas de caliente locura solar de la tarde, un cuervo revoloteó por encima de la cabeza de Nefandi. Con el sensex situado tras su ojo espejo no pudo detectar nada inusitado en él, pero el pájaro era extraño. Le seguía, a pesar del calor abrasador y de sus intentos para perderse entre los arcos y túneles de roca. Al final tuvo que matarlo. Lo derribó con un estallido de su espada. Tras desplegar sus alas en su manos, observó que no tenía nada raro.
Poco después, mientras seguía un sendero abierto por la lluvia por un escarpado de lava roja bordeada de carbón, otro cuervo empezó a dar vueltas en el cielo sobre él. Lo ignoró. Su destino estaba ya muy cerca, y no tenía tiempo para anomalías del desierto. A su alrededor se extendía un laberinto de cuencas, torres y lanzas de piedra desnuda. Los montículos de arenisca estaban erosionados y agrietados, surcados por viejas fallas y extrañamente esculpidos. Hizo falta toda su habilidad para que cruzara los inclinados riscos bajo el temible resplandor del sol.
Mientras recorría un estrecho sendero, en un recodo sobre una cañada tallada en la roca, el cuervo le atacó. Le arañó la nuca, Nefandi aulló y buscó pie. La roca se desgajó bajo su frenético peso y siseó al fracturarse. Sólo el autoscan y la suerte le ayudaron a pasar antes de que el camino se desmoronara y cayera susurrando al abismo.
Nefandi escrutó el cielo y las paredes de roca en busca del cuervo, pero había desaparecido. Continuó con aprensión tanteando el camino en las rocas que temblaban bajo su peso. Cuando llegó a la base de una cuenca, sus ropas estaban pegajosas por el sudor y el miedo.
Buscó de nuevo al cuervo pero no vio ningún ser viviente, aunque le hormigueó una nueva sensación. Era la sensación que había sido codificado para sentir cuando se encontrara cerca de su objetivo. Empezó a detectarla cuando se deslizaba por los bloques de roca, pero ahora podía concentrarse lo suficiente como para sentir su origen. Una alta cresta de roca, suavizada por el viento y arqueada como una ola, emanaba una sombría energía vital. El sensex no detectaba nada, pero los sensores más sensibles imbuidos en su cráneo reaccionaban claramente ante una presencia viva… una fuerte presencia viva.
Nefandi desenvainó la espada dorada y plateada que llevaba a la espalda y se aproximó al llano de roca. Una hondonada de piedras y peñascos bloqueaba un avance directo y rodeó la torre. Se detuvo a un lado y se agazapó tras una duna de arena. Junto a la torre había un enebro lleno de cuervos silenciosos. Los animales volvieron sus cabecitas para observarle mientras salía al claro. No produjeron ningún sonido, y apenas se movieron.
Con la mente rígida en autoscan y la espada ante él, Nefandi pasó junto al árbol de los cuervos y entró en una cueva en la base de la torre. Tan silenciosamente como podían moverse sus ansiosas piernas, subió la inclinada pendiente siguiendo las pistas direccionales de sus sensores. La persona que tenía que matar se encontraba en lo alto de la torre. Parecía fuerte. Recorrió los pasadizos serpenteantes y bifurcados sin dudar. Pero a mitad de camino un extraño sonido le hizo detenerse.
Aferró con fuerza la espada y escuchó un rumor de susurros y chasquidos. Saltó hacia adelante un instante antes de darse cuenta de lo que oía. Un segundo después, el primero de los cuervos le arañó la espalda; él lo golpeó con la espada, sin detener su avance, los otros siguieron rápidamente, y pronto quedó envuelto en negras alas batientes y garras afiladas.
Sin atreverse a activar su campo deflector dentro de la torre por miedo a que las piedras se derrumbaran a su alrededor, quedó reducido a golpear a los pájaros rabiosos con su espada. Pero había demasiados, tamborileaban a su espalda, le picoteaban los hombros, apuntaban con sus garras a su único ojo real. Sangre pegajosa le inundaba los oídos y salpicaba sus mejillas. Se debatió a lo loco, tropezó y se acurrucó como una pelota mientras los picos afilados como agujas se le clavaban en la espalda. Con un grito ahogado, activó el campo de su espada. Los cuervos estallaron en el aire sobre él con una explosión de plumas y chirridos rasgados. Y más alto, casi demasiado agudo para poder oírse, las paredes de piedra gimieron y empezaron a sisear.
Nefandi desconectó el campo y se levantó. Recorrió tambaleante el pasadizo derruido, se obligó a subir las ciegas pendientes, utilizó su sensex en el infrarrojo para descifrar los caminos. Un cuervo le golpeó por detrás. Se giró y lo partió por la mitad. Jadeando, esperó a los otros con la espada alzada, pero no aparecieron más.
Después de varias vueltas, la oscuridad remitió y siguió la luz y el aire frío hasta una caverna llena de agujeros y ventanas naturales. Quebrantahuesos estaba sentado con las piernas cruzadas ante una de las amplias aberturas ovales, vestido con unos pantalones de lino y una prístina camisa blanca. Sonreía ampliamente, y su salvaje cabello blanco brillaba como un nimbo con el sol de la tarde.
—Bienvenida, Muerte —dijo el magnar, la cara radiante como un sueño—. ¡Pasa! ¡Pasa!
Nefandi dio un cauteloso paso hacia adelante. No había duda de que éste era el hombre por el que le habían enviado. Los sensores resonaban alocadamente en su cabeza. Mátalo ahora, urgió la orden implantada, y su mano se alzó y apuntó con la espada. Pero no disparó. La carrera a través de la oscuridad, los cuervos y ahora este anciano sonriente le hacían sentirse mareado.
—¿Una copa? —Quebrantahuesos tendió una jarra medio llena de vino verde. La mano del magnar temblaba, y al mirarlo con atención, Nefandi vio que el viejo estaba aterrorizado.
El asesino bajó la espada y dio un paso hacia delante, buscando con su sensex armas escondidas en la caverna.
Quebrantahuesos sirvió dos copas, frunciendo el ceño para dominar el temblor de sus dedos.
—Estoy un poco nervioso, Muerte. —Tendió una de las jarras azul brillante—. Esperaba no estarlo. Después de todo, lo he visto venir desde hace mucho tiempo.
Nefandi permaneció de pie ante Quebrantahuesos y apartó la bebida. Un hilillo de sangre goteó desde su barbilla y golpeó el suelo entre ellos. ¿Quién era este anciano? El kha a su alrededor era extraordinariamente débil. La mayor parte de la energía vital se hallaba enroscada en su abdomen. El hombre era obviamente una entidad avanzada, pero parecía un simple borracho.
Quebrantahuesos asintió y se alisó el pelo nervioso.
—Las apariencias siempre dicen la verdad… si miras con suficiente atención —dijo, la voz quebrada—. Soy un borracho. Estoy ebrio de vida. Por eso he venido. —Se echó a reír, produciendo un agudo sonido nasal como el relincho de un caballo intranquilo—. Pensé que esta tierra inhóspita me apartaría de la vida. Pero hay belleza en ser. Ahora comprendo que si viviera diez mil años, aún querría más.
Charlatán, pensó Nefandi. Es un borracho. Contempló cómo el magnar sorbía su bebida y parpadeaba lentamente, con satisfacción.
Quebrantahuesos soltó su jarra y miró a Nefandi. Su cara estaba sosegada, sus ojos alertas y húmedos.
—Hay tanto que conocer, que ver, que sentir. —Suspiró y arrugó las cejas—. Supongo que no puedo disuadirte de ningún modo para que me dejes vivir.
Nefandi le miró, frío como la plata.
El anciano asintió y se llevó una mano al corazón.
—Muy bien. —Su labio superior se tensó—. Mis lamentos han acabado.
Nefandi alzó la espada, pero mientras su mano se movía para activarla, el cuerpo de Quebrantahuesos saltó. Sus piernas patalearon y la botella de vino voló a la cara de Nefandi. El asesino la esquivó torpemente y su mano temerosa conectó la espada, disparando un estallido de poder. El impacto alcanzó el alféizar de la ventana oval con un grito de roca desmoronándose. Trozos del techo cayeron en corrientes de polvo y toda la cara de la pared rugió poderosamente y se desprendió.
Quebrantahuesos se había apartado rodando por la pared que se desmoronaba, pero un enorme trozo del techo le aplastó, atrapando sus dos piernas. Nefandi saltó hacia atrás y se acurrucó contra una pared distante. Mientras el polvo se arremolinaba y se apaciguaba, dio un paso delante. Había un tic salvaje en la comisura cicatrizada de su boca y una expresión oscura en su neblinoso ojo rojo. Se dirigió al lugar donde Quebrantahuesos estaba tendido de espaldas y hundió el talón de su bota en el vientre del anciano.
El magnar gimió y sonrió, sus gruesos labios manchados de espuma rosa.
—Incluso la verdad es un peñasco. —Se rió en voz baja. Su cara brilló hasta que Nefandi le voló la cabeza.
—Viejo estúpido —gruñó, apartándose del cuerpo inerte. Se dirigió al borde destrozado de la caverna donde se había abierto una nueva y amplia vista. Luz de color whisky se filtraba entre las montañas y agujas. Al este se reagrupaban largos bancos de nubes, azules por el sol de la tarde.
Matar no tiene importancia, se dijo mientras palpaba vacilante las marcas de las garras en su cara. A todos nos mata algo tarde o temprano. Es la dignidad lo que cuenta, y habría habido más para ese viejo si no se hubiera debatido. Loco estúpido. Un hombre con tanto kha debería estar preparado para vivir su muerte.
Enfundó la espada y dio una patada a la jarra de vino, arrojándola por el borde destrozado de la caverna. Su trabajo todavía no había terminado. Había una muerte más entre él y su nueva vida. Un soldado Massebôth en lusk tenía que ser liberado de su miseria. Vivía con los Serbota, una tribu primitiva a varios días de distancia. Al menos ésta sería una muerte piadosa.
A Nefandi no le gustaba matar eremitas ni ancianos. No se volvió atrás al marcharse, pero se preguntó qué había querido decir Quebrantahuesos: la verdad es un peñasco. El hombre era una esponja, desde luego. Un auténtico charlatán. ¿Quién era? ¡Bah! Es inútil preguntárselo.
El cielo estaba azul-humo al amanecer cuando Deriva y Colmillo Ardiente llegaron al norte. Se aproximaron a la torre de roca de Quebrantahuesos lenta y tímidamente. Colmillo Ardiente encabezaba la marcha, con los ojos alerta, el cuchillo en la mano. Había compartido las pesadillas de Deriva de fragmentos de carne ensangrentada y huesos en el humo de huesos, y se despertaba cada vez masticando sus gritos.
Para Deriva había sido peor. Después del segundo día en el Camino, experimentó sueños ensombrecidos de voces en la distancia, el chasquido aterrador de un trueno, y entonces un dolor como un relámpago en sus piernas, inmovilizándolas en la abstracción de su sueño. El negro corazón de la pesadilla era un espasmo en su estómago, el olor a sangre, y un golpe que sacudía la parte superior de su cráneo y lo aplastaba.
El Camino, además, no había estado bien. Una presencia malévola, oscura y preocupada, había estado en la zona no hacía mucho. En las sombras oscuras del amanecer incluso divisaron huellas de un hombre grande. Deriva no podía acercarse a las huellas. Una vidriosa luz roja brillaba sobre ellas, la luz sangrienta de un caminante muerto, un cadáver viviente. En el cielo enmudecido, bandadas de cuervos giraban en silencio.
Cuando divisaron la torre de Quebrantahuesos, ninguno de los dos esperaba encontrarlo vivo. Sin embargo, cuando se acercaron y vieron la pared destruida y el oscuro agujero en la ladera, sus corazones se compungieron. Colmillo Ardiente se abrió paso entre las rocas caídas y fue el primero en ver a Quebrantahuesos. Cayó de rodillas, las manos en la cara, y aulló.
Deriva vio el cadáver a través de los ojos de Colmillo Ardiente. Su mente se conmovió, y caminó aturdido por la entrada de la cueva. Cuando se abrió paso entre los oscuros corredores y entró en la caverna, su conmoción había remitido y la visión del cadáver fue menos fiera que la ira que sentía. Un grito rasposo se arrastró en su garganta, cayó al suelo y se internó entre las rocas.
Colmillo Ardiente dominó su pena, y en la luz lilácea empezó a recoger las piezas del cráneo destrozado. Durante la noche la sangre se había coagulado, pegando la carne muerta al suelo de piedra. Hormigas blancas deambulaban sobre el cadáver, y el pútrido olor de la muerte se espesaba a medida que calentaba el día.
Las hormigas fueron separadas del cuerpo y todos los trozos de carne recogidos del suelo y reunidos en un pedazo de tela al mediodía. Colmillo Ardiente llevó el cadáver por la oscuridad hasta el campo arenoso ante la torre.
Con una cuña de piedra atada a un segmento curvado de su bastón, Colmillo Ardiente formó un hacha y taló el alto enebro. Deriva dispuso la madera en una pira mientras Colmillo Ardiente la cortaba. Se sentaron juntos ante el fuego, el arpa diablo tañendo una tonada lastimera, el né cantando:
Como el trueno empiezas
Demasiado tarde
Para recordar la luz…
Sumner siguió la dulce fragancia del enebro ardiendo en la noche. El humo ascendía y las llamas susurraban en la residencia de roca de Quebrantahuesos. Colmillo Ardiente y Deriva estaban inertes, demasiado agotados por la pena para moverse. Le contemplaron acercarse, y vieron el vacío de su cara y la remota mirada de sus ojos.
Deriva lo observó un momento en el silencio curtido y notó la luz fatigada y débil alrededor de su cuerpo. El magnar ha muerto.
El momento se convirtió en una gota ardiente de sentimiento, pero Sumner permaneció inexpresivo. Quebrantahuesos estaba muerto. El dolor ardiente remitió casi de inmediato. Aquella idea era un delgado filamento en el vacío de su mente, un vacío que horas antes había contenido incontables muertes en innumerables mundos. Se sentó en el suelo y contempló las estrellas de color ciruela titilar sobre el horizonte.
Colmillo Ardiente sintió un espasmo de furia ante la frialdad de Sumner. Quiso agarrar por el pelo aquel rostro inexpresivo y arrastrarlo hasta la pira y forzarlo a ver el cadáver calcinado. Pero el momento era sagrado, y se contuvo. Deriva también se sentía perturbado por la impasibilidad de Sumner. ¿No percibía cuan grande era esta pérdida? Pero cuando el vidente extendió su mente para tocar a Sumner, fue como aferrarse a un precipicio ventoso. Retrocedió y unió su mente a las sombras y a su pena.
Sumner estaba emocionalmente vacío. Ni siquiera se sentía conmovido por el hecho de que el voor al que había dominado con su UniMente continuara viviendo en su cuerpo. Era el ojo del momento a través del cual todo se anudaba: la luz perlada del atardecer, el humo sedoso, las ascuas rojas de la pira, malignas como ojos.
La fatiga lo atravesaba como un fantasma, y pensamientos vacilantes, incómodos como el sueño, estrecharon su consciencia: El magnar ha muerto… ahora no me libraré de los voors… Aquellos pensamientos desaparecieron. Su cansancio desapareció. Incluso su cuerpo pareció desaparecer. El aire olía al dulce, frío y lánguido sabor de la madera del desierto ardiendo de silenciosa energía giraban a su alrededor con los colores de la noche. En las esquinas en sombras, las cimas de las planicies más altas recogían los últimos resquicios de luz y brillaban con el tiempo.
Sumner cerró los ojos, y la oscuridad se cubrió con los hilos azules de luz. Una voz ahogada por la distancia habló dentro de él: Ahora somos uno. Era Corby. Sumner sintió que el voor se acercaba. Tenía la fuerza para detenerlo, para rechazar al alienígena. Pero estaba vacío. Todo pasaba a través suyo. El voor se hallaba ahora muy cerca de sus sentidos, curiosamente vivo y lleno de soledad. La salvaje estática de los voors muertos tronaba en la lejanía.
Somos uno, habló el voor, tranquilo como la luz de la luna. No hago demandas. Pero estoy dentro de ti. Veo todo lo que ves. Y todo lo que tengo es tuyo. Compartamos lo que somos.
Lascas de piedra destellaban en las oscuras profundidades y Sumner fue consciente de su cuerpo en trance anudándose cerca de él. Una oscuridad giratoria se movía a su través, y cuando abrió los ojos estaba sentado solo en la luz grisácea del amanecer.
Las huellas de Colmillo Ardiente y Deriva se dirigían hacia el norte. La pira estaba extinta, reducida a un círculo de brasas en la arena. Sin pensarlo, pero sabiendo que era un deseo voor, se acercó al fuego apagado y guardó un puñado de ceniza en su bolsa. Se volvió hacia Miramol y comenzó a caminar. No sabía por qué iba hacia allá o qué intentaba hacer, pero le parecía bien.
—Después de todo —dijo en voz alta al desierto químico—, el mundo es sentir.
Dejó atrás los pozos de yeso donde los distors manchados de barro y enfrascados en su trabajo, no le vieron pasar. En los amplios campos de más allá, el humo se pegaba al suelo. Los distors calentaban hornos de piedra, templaban metal y endurecían la madera. Cuando le divisaron, lanzaron signos de advertencia en su dirección y enviaron una alarma chirriante con sus silbatos. Pero Nefandi los ignoró. Se movía tan silenciosamente como el humo que atravesaba, la espada a la espalda.
Las mujeres y los niños de las plantaciones ya se habían dispersado cuando alcanzó sus verdes filas temblorosas. Al llegar a la línea de los árboles, derribó a un joven guerrero que había divisado con su sensex y que le apuntaba con una cerbatana desde lo alto de un baobab. Cuando el joven se desplomó se produjo un gemido agudo en las casas de hierba.
Nefandi escrutó las casas en busca de kha voor. Recorrió la avenida, el cuerpo escudado en el campo protector de su espada. Las casas de madera y los inmaculados setos de flores temblaban bajo el campo, y una piedra lanzada desde un árbol rebotó en el aire a su alrededor, a un palmo de su cabeza.
Al final del bulevar divisó el grupo de habitáculos con sus enrejados de flores de la jungla. Kha azulverdoso latía tras las paredes, y se encaminó en aquella dirección. Por el camino estudió a los distors que le observaban desde detrás de los árboles y las cortinas de musgo. Eran simbio-mutantes; es decir, sus mutaciones eran un componente necesario de sus vidas. Usaban frecuentes gestos y expresiones con las orejas y el cuero cabelludo que un humano no distorsionado sería incapaz de producir. Eso era posible, anotó mentalmente, sólo por causa de un cambio de fase genético. Las mutaciones no eran aleatorias. Al menos la mayoría no lo eran. Una quinta parte de los distors que había visto hasta ahora tenían disfunciones que fácilmente se podrían haber vuelto contra ellos sin el apoyo de la tribu: como aquella mujer sin piernas en el umbral de su cabaña y el hombre ciego bajo el árbol con la red de pescar en el regazo. ¿Acaso una tribu lo bastante avanzada para cultivar andróginos comprendía los beneficios a largo plazo de los privilegios vitales selectivos? ¡Bah! No merece la pena preocuparse.
Los né que observaban el avance de Nefandi desde las mirillas de sus casas estaban anonadados. Por el olor de su mente era un matador, y aún peor, era un caminante muerto. La luz vital rojo oscuro alrededor de su cuerpo era viscosa, circulaba lentamente sólo alrededor de su pecho y brillaba sólo alrededor de su cabeza. Obviamente era el que había asesinado al magnar, aunque no eran capaces de adivinar por qué había venido. A ninguno de ellos, sin embargo, le importaba. La pérdida de su benefactor pesaba demasiado en sus mentes, y sin hablar resolvieron matarle.
Nefandi subió la pendiente de la loma agazapado como un tigre. El calor en su espalda era un pesado manto que se enmarañaba en sus piernas y reducía su paso. Bizqueó y escupió un regusto de polvo. Se sentiría muy aliviado cuando terminara esta misión. El aullido de las mujeres y los niños, los agresivos gritos de los machos y el calor opresivo hacían que todo pareciera maligno. Incluso las cabinas de pino que tenía delante, envueltas en su kha esmeralda, parecían amenazadoras. Nefandi sabía, por su aleccionamiento, que esta gente reverenciaba al eremita que había matado.
Aumentó la fuerza de su campo y luego la redujo de inmediato. La succión de energía hacía demasiado difícil caminar. Tendría que estar alerta. Su cara oscura y furiosa oscilaba de un lado a otro cuando llegó a lo alto de la loma. La mayoría de las casas estaban vacías, sólo una estaba viva, llena de kha.
Nefandi no se molestó en anunciarse. Probó la puerta corrediza, y tras descubrir que no estaba cerrada la hizo a un lado y entró. Una pared de calor, producida por el olor del sudor e incienso rancio le confrontó y detuvo su avance. La luz en la amplia habitación giraba con sombras y humo, y al principio sólo su sensex registró a los otros: una nube verdosa de kha girando apretadamente. Sus ojos se aguzaron, y los vio: cuarenta androgs, pequeños y negros brillantes como ídolos de plata empañados por la edad. Los tensos ojos bajo las cuencas hundidas estaban fijos en él con serpentina rigidez, y antes de que pudiera moverse, su kha se redujo a un rayo en el regazo de un androg vestido de azul. El rayo explotó, y su fuerza derribó a Nefandi y lo lanzó con tanta fuerza contra la puerta que la rompió.
A pesar de la protección de su campo, el asalto fue tan fuerte que se desvaneció. Quedó inconsciente un momento, pero en ese tiempo la multitud de né se arrojó sobre él. Trataban desesperadamente de alcanzarle cuando su sentido de la alarma regresó.
Furioso, Nefandi conectó su campo al máximo. El súbito estallido de energía destrozó a los né que le rodeaban, haciendo explotar a aquellos que tocaban el campo y aplastando a los otros contra las paredes del habitáculo.
—¡Abominaciones! —aulló mientras se ponía en pie de un salto. Resbaló en los charcos de sangre y estuvo a punto de caer. Desconectó el campo para poder disparar rayos de fuerza a los né restantes. Las pequeñas criaturas de cara informe se dispersaron, lanzándose por las ventanas y puertas traseras, pero Nefandi era demasiado rápido para ellos. En cuestión de unos instantes, los horribles y gimoteantes gritos de los né fueron silenciados, y la habitación quedó salpicada con los restos sanguinolentos de los muertos.
Nefandi salió furioso de la cabaña; sus dedos temblaban. El impacto de la energía que le había derribado aún resonaba en la curvatura de su cráneo. Se movió rápidamente entre los árboles cubiertos de musgo y bajó la loma en dirección al corazón del poblado. La furia le producía un nudo en la garganta, y se tensó cuando se dio cuenta de lo estúpidamente inútil que había sido su ataque; el voor que buscaba no estaba en ninguna parte.
En el patio central del poblado, ante una fuente natural que brotaba entre los árboles oscurecidos por el liquen, se habían congregado los risueños guerreros de los Serbota. Un destacamento en forma de media luna de hombres con lanzas de pesca flanqueaba una línea de guerreros armados con hondas. En los árboles, aguardaba una escuadra de cazadores con cerbatanas, silenciosos como gatos. Los gritos de los né al morir habían conmovido incluso a los más valientes tribeños, y cuando Nefandi apareció espada en mano con el aire temblando a su alrededor como si estuviera loco, risas nerviosas y el temido nombre del Oscuro se esparcieron entre las filas.
Los tribeños se le acercaron temblando de furia, bajas las lanzas, todas apuntando a su pecho. Nefandi se dispuso a desconectar su campo, y cuando su mano se tensaba sobre el control de la empuñadura, una brusca voz femenina gritó por encima del cántico que murmuraban los guerreros. En medio del furor, Nefandi tal vez no habría advertido la voz, pero la oyó claramente en su oído izquierdo. Hablaba un lenguaje que comprendía. ¡Alto! ¡No más muertes! Era una voz telepática y a la vez audible. Los tribeños alzaron sus lanzas y danzaron ansiosos mientras su cántico se desvanecía.
Nefandi miró por encima del hombro. Una anciana encogida con una túnica negra se dirigía hacia ellos, su cara ajada fija en una mueca de esfuerzo. Se acercó al borde del campo, los pequeños cabellos alzándose por todo su cuerpo. ¿Por qué matas a mi gente? La voz chasqueó en su mente, desintonizada con sus labios.
Nefandi observó a la mujer, quien le devolvió la mirada con atrevimiento. Su cara estaba hinchada, su pelo lacio, amarillento por la edad, y su firme mandíbula le daba un aire masculino. Se vislumbraba una astucia observadora en sus ojos negros y una torva sugerencia de sombrío humor en la amarga curva de su boca. La redondeada palidez de su frente atrapaba el sol como si fuera metal.
—Me provocaron —replicó Nefandi, la voz ahogada por el campo—. No pretendo hacer ningún daño. Busco a un hombre… un lusk voor que vive en este poblado.
El kha de la anciana se revolvió sutilmente en torno a sus ojos, y Nefandi comprendió que sabía a qué se refería.
Me llamo Orpha, y soy responsable del bienestar de esta gente. No había furia ni resentimiento en el sonido de su voz, ni su sensación en su mente. Estaba sorprendentemente serena, y eso enfrió la furia de Nefandi conviniéndola en una dudosa insatisfacción.
—Sabes de quién hablo —dijo Nefandi—. Llévame a él.
Debes jurar por todo lo que te sea sagrado que no harás más daño a mi pueblo. Hablaba en serio. Sus ojos estaban fijos en él, y no vacilaron cuando el oscuro rostro de Nefandi se arrugó en una sonrisa cruel.
—Nada es sagrado, mujer. Pero te aseguro que lo único que quiero es a ese hombre.
Orpha cerró los ojos y guardó silencio. Cuando los abrió, se secó el sudor de la frente y se dio la vuelta. Ven conmigo.
Nefandi la siguió por el bulevar flanqueado por colmillos hasta un burdo agujero salpicado de turquesa en la base de un montículo rocoso. Se detuvo vacilante al borde del agujero, escrutando la oscuridad: no había equipo pesado, ni metal, ni trampas mecánicas. Desconectó el campo y entró en la madriguera tras Orpha.
Sobre las ásperas paredes, se curvaban tentáculos fosforescentes haciendo que la roca pareciera pulida. Nefandi se mantuvo cerca de Orpha, con la mano en la empuñadura de la espada, respirando agitado el aire apestoso manchado de incienso. De lejos llegaban las salpicaduras de cascadas subterráneas. Su cara se tensó con el frío que exudaban las paredes, y tuvo que cerrar su ojo bueno para ver claramente con su sensex bajo la vaga luz.
Dejaron atrás cámaras vacías decoradas con intrincados adornos, hamacas de hierba y utensilios de madera pulidos y brillantes como cristal. Una escalera de caracol tallada en la piedra les llevó más allá de abanicos de sedimentos de cristal y puntales de roca negra con aspecto grasiento hasta una gruta de techo alto.
Una docena de mujeres mayores permanecían sentadas o de pie entre los brillantes depósitos silíceos formados como setas gigantescas. La mayoría estaban distorsionadas, sus caras y manos moteadas con escamas plateadas, sus rasgos extrañamente exagerados. Sentadas prominentemente en una cúpula de roca, Orpha y una mujer anciana sin ojos eran las únicas que parecían enteras. Tras las mujeres, visibles en el alcance magnético, había una neblina de poder del color de su espada. Cortaba la gruta en una línea recta, y la reconoció como el canal de poder que había seguido a través del desierto.
—¿Por qué está aquí, Orpha? —preguntó la mujer ciega, sus ojos vacíos fijos en Nefandi.
—Quiere a Cara de Loto.
—Pero el magnar nos lo confió —protestó una de las otras mujeres. Tenía una aguda cara de comadreja, y señalaba de forma obscena a Nefandi mientras hablaba.
—La custodia del pupilo del magnar ha estado en nuestras manos durante un año —replicó Orpha—. Ahora se ha terminado.
—Y además —dijo la ciega—, el magnar está muerto.
—¡Por culpa de éste! —chilló la cara de comadreja—. ¿Ayudaremos a nuestro propio asesino?
Orpha hizo una mueca.
—Ya ha matado bastante. Acabemos esto con él.
—¿Qué piensas tú, Jesda? —preguntó la comadreja.
—Condenación… ¿no puedes sentirla? —Los dedos de la mujer ciega se retorcieron ante su cara—. Le ayudemos o no, todo se ha acabado. Dejemos que Cara de Loto trate con este caminante muerto.
La cara de Nefandi se endureció.
—No me llames así.
Jesda se inclinó hacia adelante, y la débil luz capturó la carne de sus cuencas y la hizo brillar como si fuera la piel de una serpiente.
—Eres un caminante muerto. Un ser artificial. Un ort. Lo sabes, ¿no?
Los nudillos de Nefandi se volvieron blancos sobre la empuñadura de la espada, y Orpha habló:
—¡Jesda! Acabemos con esto.
—No le temas, Orpha. —Jesda se echó hacia atrás, con una mueca de desdén en los labios—. No merece la pena temer a un hombre que se enfurece con un nombre.
Nefandi sonrió, tenso como un cráneo.
—¿Me diréis dónde puedo encontrarlo? —preguntó, su brusco tono convirtió la petición en una orden.
—Ah, caminante muerto —se lamentó Jesda, sacudiendo la cabeza—. Los né que podrían haberte dicho con precisión dónde se encuentra están ahora muertos. Todo lo que podemos hacer es indicarte dónde es posible que se encuentre.
—Entonces hacedlo. —La furia de Nefandi quedó templada sólo por su cansancio. Observó con cuidado cómo Orpha hacía una señal con la mano a las otras mujeres. Varias cruzaron la gruta y entraron en la neblina del canal de poder, sus cuerpos diminutos en la base de piedra oscura. Unieron las manos y empezaron a caminar en un lento círculo.
—No somos tan fuertes como los né —dijo Jesda—. Todo lo que sabemos nos lo enseñaron ellos.
Nefandi oyó el hielo en su voz sin dejar de advertir la furia en los ojos de la comadreja y las otras mujeres.
—Si me engañáis… si hay algún truco…
Jesda sacudió la cabeza solemnemente.
—No te engañamos.
Las mujeres rompieron su círculo y una de ellas se acercó a Orpha. La anciana inclinó la cabeza y escuchó el susurro de la otra.
—Ve al este —le dijo a Nefandi—. Tras andar varios minutos llegarás a un bosquecillo de perales negros. A partir de ahí, deberías de encontrarle tú solo.
Nefandi se inclinó con un saludo burlón y se retiró de espaldas hacia la escalera de piedra. Después de que se marchara, la comadreja soltó un grito y se enfrentó a Orpha con los puños apretados y una expresión asustada y llorosa.
—Hemos traicionado a nuestro pupilo.
Orpha se encogió de hombros.
—No es nuestro pupilo. Es Miramol lo que debemos proteger.
Jesda se echó a reír.
—¡Proteger! —Perdió el aliento en un ataque de risa silenciosa—. No hay nada que proteger, hermanas. Miramol es tan mortal como nosotros. Nada dura. —Contempló las lanzas de roca—. Por eso nos reímos, ¿no?
Nefandi salió al murmullo de luz y activó su campo de inmediato. La brillantez nubló su visión, y pasó a su sensex. Una línea de guerreros de la tribu había formado un semicírculo bajo el follaje verde plateado de la jungla. Empezó a sisear y chasquear en cuanto apareció, pero se callaron cuando se dirigió a ellos.
Al final del bulevar principal varios guerreros hablaban con frenética animación a otro guerrero y a un androg. Tanto el guerrero como el androg estaban cubiertos con una pátina rosada de polvo del desierto.
Nefandi se dirigió al este, a través de la fila de guerreros y el bulevar. De repente, el guerrero polvoriento apartó a los cazadores y arremetió contra él. Sólo el urgente chirrido del né evitó que colisionara con el campo.
¡Apártate de él, Colmillo!, suplicó Deriva, cogiendo a Colmillo Ardiente por el brazo. Las Madres se han encargado de él. Ya se marcha.
Colmillo Ardiente ladró al extranjero. La furia latía en su garganta, pero la clara inutilidad de atacarle remitió. Podía ver el resplandor del campo a su alrededor.
—¡Mató al magnar! —gritó Colmillo Ardiente—. Tiene la misma luz que vimos en el Camino. No podemos dejar que se marche.
Deriva se aferró a su brazo. No tenemos elección. Ya has visto lo que le ha hecho a los né.
Colmillo Ardiente rugió mientras Nefandi pasaba junto a él.
—¡Caminante muerto, sólo tu brujería te protege!
Nefandi ignoró al distar con cara de león, volvió a comprobar su dirección y entró en la jungla siguiendo un estrecho sendero. Si aquella bruja ciega no le había mentido, su trabajo terminaría pronto. Podría regresar a Cleyre, a un nuevo cuerpo, a los simples placeres de su vida tranquila y dejar atrás el calor y la hostilidad de este lugar. Se agachó para pasar por debajo de una rama baja y oyó que la madera explotaba contra su campo. Reluctante, lo desconectó y escrutó a su alrededor en busca de otras presencias, y apretó el paso por el sendero.
Colmillo Ardiente le observó desaparecer entre los matorrales. Sintió la necesidad de lanzarle una piedra, pero se volvió hacia Deriva y recorrieron lentamente el bulevar.
Tenemos que preparar a los muertos.
Colmillo Ardiente ignoró al vidente. Caminó con la cabeza gacha y los ojos fuertemente apretados.
—¿Qué hicieron las Madres para que se marchara de aquí? —Dio una patada a un puñado de tierra y lo convirtió en polvo—. ¿Por qué estaba aquí?
Deriva buscó una respuesta, pero antes de poder responder, el tribeño escupió y se dio la vuelta súbitamente. Corrió por el bulevar y se abrió paso con brusquedad entre un grupo de guerreros, siseándoles mientras corría hasta la Madriguera. La entrada le estaba prohibida por tradición, así que se asomó al agujero y aulló. Deriva trató de apartarle de allí, pero él insistió hasta que una Madre delgada y con cara de comadreja surgió de la oscuridad.
—¿Por qué gritas, semental? —preguntó la Madre con voz molesta y aguda.
—Dime adonde se dirige el caminante muerto.
La Madre se rió con desdén.
—Márchate, bruto.
Colmillo Ardiente saltó al agujero y agarró a la mujer por su túnica. El material se rasgó mientras la alzaba en vilo y la apretaba contra la pared.
—¿Dónde, mujer?
—¡No-puedo-respirar! —jadeó. Colmillo Ardiente apretó su tenaza y ella jadeó—. ¡A-encontrar-a-Cara-de-Loto! —Sus ojos rebulleron y sus labios se tensaron.
Colmillo Ardiente la arrojó al suelo y salió del agujero. Rodó por la pendiente y echó a correr hacia la jungla. Deriva se asomó a la Madriguera y, tras ver que la Madre se encontraba bien, corrió tras el semental.
Los sensores imbuidos en el cráneo de Nefandi entonaron un bajo zumbido que se nublaba tras sus ojos. El voor estaba cerca, aunque su sensex no lo había detectado todavía. Se abrió paso entre una maraña de matorrales y entró en un pequeño patio de perales negros. Las moscas revoloteaban a su alrededor, y conectó el campo a su nivel más bajo. A su espalda oía el paso de alguien que corría por la jungla. Se dio la vuelta y escrutó el camino por el que había venido.
El guerrero de cara de león saltó a la vista por detrás de un matorral, aún lejano. Nefandi disparó un único estallido de energía, pero por una suerte increíble el distor rodó al suelo en el instante que disparó.
Nefandi apuntó con más cuidado y disparó un estallido más largo, pero otra vez el guerrero se salió del camino y continuó acercándose. Ya había sacado su cuchillo, y Nefandi pudo ver la fiera determinación en sus ojos amarillos.
Deriva, el pecho salpicado de dolor, corría con fuerza para no perder de vista a Colmillo Ardiente. Pero no importaba lo mucho que le lastimaran los pulmones, no importaba lo mucho que su aliento le quemara la garganta, siguió corriendo, esquivando raíces y ramas bajas. Siempre que viera a Colmillo Ardiente podía guiarle para que esquivara los ataques de Nefandi. ¡A la derecha!, envió fervientemente, visionando el impulso de Nefandi de cortar la manera en que Colmillo Ardiente esquivaba a la izquierda.
Colmillo Ardiente giró a la derecha, y el estallido de la espada de Nefandi derribó el tronco de un árbol con una explosión ruidosa y una lluvia de trozos de madera.
¡Rueda! Colmillo Ardiente rodó, y otro latigazo de energía agitó las hojas sobre él. ¡Arriba a la izquierda! Se puso en pie de un salto y giró a la izquierda mientras un poder invisible mordía el suelo junto a él y convertía a éste en pulpa.
Nefandi estaba sorprendido. Colmillo Ardiente se acercaba, con el cuchillo bajo y adelantado. Se preparó para enviar una andanada de energía devastadora, pero un atrevido impulso chispeó en él y vaciló. Con la espalda apuntando el suelo, se tendió, los ojos alerta a cada latido de músculo del distor que saltaba hacia él.
Esperó a que Colmillo Ardiente estuviera en mitad del salto, a la par con su cara, los brazos abiertos, los ojos amarillos ardiendo. Envió su campo hacia arriba a toda potencia. El guerrero voló en un amasijo de tripas y sangre desperdigada. La fuerza del impacto incendió las ramas de los árboles cercanos, y derribó a Deriva golpeándole con una masa de vísceras calientes.
Nefandi desconectó el campo y rodó al centro del peral. Sus sensores chirriaban, y escrutó rápidamente el follaje que le rodeaba. Una brillante luz corpórea se abría paso a través de la maleza: amarillo dorada, del tamaño de un hombre. Le disparó. Las hojas danzaron y se esparcieron, y la luz-kha se redujo a la nada.
Todavía tendido, escrutó de nuevo el terreno. El androg le miraba a través del cenagal de las entrañas de su compañero, demasiado aturdido para moverse. Un pájaro inició un tímido canturreo, y se fueron perdiendo los sonidos de los monos al huir. Los sensores de su cráneo estaban tranquilos, se levantó despacio. Había terminado.
Cleyre se hallaba muy cerca. Podía oler el café de chicoria que tomaría sentado en su patio poblado de árboles. Sonrió, apartando su fantasía, y se acercó para inspeccionar el cuerpo. ¿Se sentía su víctima aliviada de morir, feliz de ser liberada del horror de su lusk? ¿O se había familiarizado con el voor? Tal vez habían compartido una vida. No vale la pena preguntarse.
Apartó las enmarañadas zarzas con su espada. Sobre un árbol caído, con la cabeza abierta, había un puma plateado. Nefandi se quedó anonadado, aún se estaba preguntando cómo un animal podía tener un kha tan poderoso cuando Sumner salió de su escondite de zarzas tras el gran gato. No tenía kha. El voor retenía en su interior toda su psinergía.
Nefandi retrocedió, pero Sumner le agarró el brazo con el que empuñaba la espada. Lo apretó tan fuerte que los músculos se abrieron y el arma cayó al suelo. La mente de Nefandi se agitó. El rostro negro de brillante arco iris le transfiguró: los ojos llanos, indiferentes y lentos…
El brazo libre de Nefandi se debatió y fue apartado de un golpe. Se retorció, pero la mano que le apretaba el brazo afianzó aún más su presa, arrastrándole hacia adelante. Un cuchillo destelló en la mano de Sumner, y Nefandi vio cómo la hoja se deslizaba entre sus costillas. Un grito pataleó en su garganta. Se hizo a un lado y se debatió, una estúpida hilaridad rebullía en su interior, dando vueltas para salir. Todo su cuerpo se puso rígido, se derrumbó seco, sólo una forma sobre el suelo.
Sumner dejó caer el cuerpo. Miró los miembros doblados como cartones mojados, la mirada temerosa en su único ojo, y un dedo que se sacudía, esperando frenéticamente una señal del cerebro detenido. Miró con atención para ver qué era lo que sentía este hombre. Destellaba miedo del ojo-espejo, empapado en la camisa manchada de sangre.
Se agachó para limpiar su hoja en la camisa de Nefandi, y la silenciosa voz del voor se abrió en él. Confiaste en mí, Sumner, y no te fallé. Ahora somos como uno solo. Somos lo mismo.
Sumner enfundó el cuchillo, recogió la espada de Nefandi y pasó por encima de su cadáver.
Deriva, manchado de sangre y cojeando, se reunió con él en el claro del bosquecillo de perales. Sus ojos estaban nublados, y al principio Sumner no sintió nada de él excepto una fría bruma, sombría y lánguida. Entonces la voz del vidente sonó en su mente: ¿Por qué no le salvaste? Extendió las manos, pegajosas con la sangre de Colmillo Ardiente. Viste lo que sucedía. ¿Por qué no le salvaste?
—El voor retenía mi kha, Deriva. Si me hubiera movido o incluso pensado, ahora estaríamos los dos muertos. Tuve que dejar morir a Colmillo.
Deriva le observó, las manos ensangrentadas al aire. Pensaba que eras humano. Sus ojos destellaron y su mirada se ensombreció. Se dio la vuelta. Eres más voor que hombre.
Sumner contempló al vidente hasta que pasó entre los árboles y se perdió de vista. Nada se pierde jamás… sólo está de camino, se dijo.
Esa idea desencadenó un lento lazo en su mente: un mantra que puso sus pies en movimiento, que le hizo salir del bosque al paisaje soleado de Skylonda Aptos.
Atravesó con determinación el caos primordial de rocas plegadas, rotas y levantadas. En un lugar desolado enterró la espada de Nefandi, y luego continuó su penosa marcha. Cuando el cielo se llenó de colores vaporosos, se sentó de espaldas a un arco de piedra y contempló los oscuros bancos de nubes. Había matado a Colmillo Ardiente de la misma forma que había matado a Quebrantahuesos, por inacción. Había dejado que el amor humano en él muriera. Era un voor, y esa consciencia le inmovilizó. Nubes de polvo rojo giraban sobre las áridas llanuras. Llyr titilaba sobre el horizonte, pequeña y vidriosa. Arreció un viento frío.
Al amanecer, Sumner se despertó con el sonido de metal golpeando el aire: motores. El aterrador sonido procedía de la tierra desolada y yerma. Sumner se subió al arco de piedra y vio un convoy de transportes amarillo y azul avanzando por el terreno torturado. En el flanco de los vehículos aparecían banderas verdes grabadas con pilares blancos y negros.
Sumner corrió sobre pozos y pliegues de roca marrón para interceptar al vehículo que abría la marcha. Cuando lo divisaron, el convoy se detuvo y varios hombres vestidos con uniformes de camuflaje para el desierto bajaron con los rifles preparados.
Sumner se identificó y rápidamente le subieron a la plataforma superior del primer transporte. Con un chirrido de metal gastado, el convoy continuó arrastrándose hacia adelante.
Sumner se agarró a la baranda de la cubierta, observando el horizonte ondular. Después de que el comandante desconectara su radio, le preguntó qué sucedía.
El comandante era joven y rubio; pálidas arrugas irradiaban de sus ojos. Miró a Sumner con expresión curiosa y divertida.
—Su historia es impecable, Kagan. —Los pálidos brotes de su carne se desvanecieron en los pliegues de su sonrisa—. He oído decir que los Rangers van a todas partes, pero usted es sorprendente. —Sus ojitos se ampliaron para abarcar el pelo enmarañado de Sumner, sus pintorescas orejas, su pañuelo de piel de jaguar y su taparrabos gastado—. ¿Qué tribu estaba inspeccionando?
—Los Serbota.
—Ah. —Sus ojitos se volvieron mortíferos—. Entonces puede sernos muy útil.
Sumner se tensó.
Una de las radios chirrió varias frases en código. El comandante pasó junto a Sumner y escrutó el ondulante territorio en dirección al sur.
—Aquí vienen.
Varias manchas de polvo negro aparecieron sobre el horizonte, cada vez más cerca.
—¿Van a tomar Miramol? —preguntó Sumner, con voz vaga.
—¿Tomar? —El comandante le miró, divertido por su voz débil—. No tomamos distors. Ha habido actividad voor en esta zona y vamos a arrasar las tribus que pueden haberles dado cobijo.
Un trueno bramó al sur, se extendió a un rugido y rasgó el cielo sobre ellos con un grito más fuerte de lo que los oídos podían soportar. Cuatro strohlplanos de casco negro aullaron por el cielo y se arquearon hacia el horizonte.
Sumner se apoyó contra la baranda de la cubierta. Los pliegues de roca al pasar, las ondulaciones y depresiones, los montículos, agujas y sinclinales se enlazaban y continuaban. Sumner los observaba con ojos aturdidos. Se unían en sus lágrimas. Se volvían uno.
La angustia de ver su tribu destruida fue demasiado fuerte para Sumner. La violencia palpitó en su pecho, y supo que mataría a muchos hombres si no se marchaba.
Saltó del transporte y rodó cuando alcanzó el suelo rocoso.
—¡Vuelva aquí, Kagan! —gritó el comandante tras él—. ¡No tiene permiso para marcharse!
Sumner siguió andando, el calor y el polvo salpicaban en sus tobillos.
—¡Está desertando! —gritó el comandante, y uno de los hombres le encañonó con su rifle y pidió permiso para disparar. Cuando el comandante asintió, el soldado apuntó, pero Sumner ya había desaparecido.
Varios hombres le habían visto agazaparse tras una duna, y el comandante destacó a una docena de soldados para localizarle. Peinaron la zona y escrutaron desde la altura de los montículos de roca, pero nunca volvieron a ver al ranger.