Negra la sangre y los huesos…
Moviéndose como sombras, con capas oscuras y encapuchados, once voors salieron del norte, cada uno con un tallo amuleto, en silencio. Se reunieron en la cima de una colina y contemplaron su destino a través del tremendo calor.
Debajo se encontraba la casa de Jeanlu, la hechicera. Días antes, los voors más profundos habían sentido aproximarse su muerte. Debido a su rareza (una curandera con el poder de tocar Iz), el nido había enviado a estos once voor para llevar a cabo el rito de la tranquilidad.
El rito era un homenaje, aunque los que se habían arriesgado a hacer el viaje en la tierra rota de los aulladores sentían más curiosidad que reverencia. Sólo uno de ellos conocía en realidad a Jeanlu: Lui la mayor, también maestra de plantas, había sido amiga suya. Todos los demás sólo conocían los relatos que habían oído.
Ya en su primera infancia Jeanlu había visto su nido destrozado por los aulladores, y los chirridos de la sangre y el caliente dolor habían permanecido con ella. A través de los años, mientras perfeccionaba sus tallos amuletos a lo largo de su deambular entre los voors temposcuros, su angustia desembocó en una visión: vio cómo sus encantamientos podrían acumular suficiente kha en su propio cuerpo para dar a luz a un mage, un voor tempolaxo con el poder de unir y proteger a los nidos.
Muchos la habían advertido y desaconsejado, porque un mage era una semilla de lo Vasto y pocos creían que una mujer pudiera equilibrar su pequeña luz corpórea con la inmensidad de Iz el tiempo suficiente para dar forma a un niño. Homúnculos envueltos en kha habían sido creados de esa forma. Sin embargo, Jeanlu fue poseída por su visión y viajó al sur para encontrar a un aullador que fuera lo bastante fuerte genéticamente para engendrar a un mage. Nadie la había seguido, excepto aquellos que, en su tiemposcuro, necesitaban el consuelo de sus tallos amuletos. Los pocos que regresaron durante esos primeros años hablaban de una mujer salvaje de ojos encendidos cuyos encantamientos eran tan suficientemente potentes que reforzaban la luz corpórea y mantenían con vida a los voors tiemposcuros. Algunos incluso hablaban de un niño blanco como el vacío e igual de profundo.
Los rumores de la existencia de un mage habían excitado a los nidos. Muchos deseaban poner en peligro sus vidas para ver por sí mismos lo que había sucedido con la encantadora. Pero para los once seleccionados, el viaje resultó extraño. Fueron asaltados por largos sueños de Unchala, el mundo natal de los voors. Las noches eran una experiencia extasiante poblada de la música más hermosa que ninguno había oído jamás y los días una ansiosa espera de las noches. Cuando llegaron a su destino, aunque sintieron un presagio (divisaron un deva la noche anterior), la alegría telepática de la travesía del desierto no les había preparado para lo que encontraron.
El paisaje era maléfico. Sobre una laguna convertida en un pozo arrasado se inclinaban árboles muertos con formas de dolor. Donde estaba la casa de Jeanlu sólo había leños cenicientos y la sombra blanca de un furioso incendio.
Tres de los once tenían mente profunda y se unieron. Luí, la anciana, ya conocía el lugar y se sintió anonadada por lo que le había sucedido. Interrogó a los otros con la mente. Clochan estaba tan aturdido como ella, pero a Tala le pareció haber visto rastros de kha azul alrededor de las moscas. Eso sorprendió a Luí. ¿Un voor hizo esto?
Tala no pudo responder. Los rastros eran demasiado débiles incluso para sus agudos sentidos.
Luí hizo a un lado sus recelos y dio comienzo al rito. Clochan repartió los recipientes de kiutl que había traído y todos bebieron profusamente. La fragancia de azafrán picoteó la boca de Luí y llenó sus fibras de vapores nostálgicos. ¿Cuántas veces había compartido esta sensación con Jeanlu?
Juntas, las dos mujeres habían experimentado el uno-con, una mezcla telepática de kha que siempre llenaba sus cabezas con una visión maravillosa: un cielo violeta con tres soles y la extraña sensación de un cuerpo que no era humano. Los videntes dijeron que estas experiencias eran los rescoldos de vidas que habían vivido en otros mundos. La mayor parte del nido así lo creía, ¿pero quién era lo bastante fuerte para saberlo?
Los primeros fríos tentáculos de la emanación de la kiutl se internaron en sus pensamientos y en el mismo momento Tala golpeó el pandero con las notas de obertura de una triste y lenta canción de las montañas. Su cuerpo se difuminó y una vez más fue consciente de la claridad eléctrica de la hierba. Ahora vio claramente el fino halo azul alrededor de los hongos a sus pies. Con la reflexión intuitiva del kiutl, recordó a Corby: se decía que el hijo de Jeanlu era un mage… un voor con el poder de sanar y transformar.
Arqueó la espalda y miró al enorme cielo. Más allá del borde del mundo, el sol era una mancha líquida rojo oscuro.
Luí se echó hacia atrás la capucha y avanzó a través de la hierba susurrante. Era vieja, pero se movía con rapidez. El tiemposcuro apenas empezaba para ella, y su cara, ajada y cenicienta como un viejo cuenco de madera, aún era la cara de una mujer. Sus ojos eran lo único extraño, pequeños y plateados y la visión en ellos era borrosa.
Luí contuvo sus pensamientos y dejó que la calma de la kiutl inundara sus sentidos. Más allá del zumbido de las moscas podía oír el sutil tintineo del kha. Se percibía una fuerza familiar en el tono agudo y siguió el trémulo sonido hasta el borde calcinado de la laguna. El cuerpo de Jeanlu yacía retorcido en los tallos enmarañados de la vegetación putrefacta. El grito de su kha atrapado silbaba extrañamente entre la corteza del cadáver.
Luí contempló el caparazón aplastado de la cara de Jeanlu. Los ojos dorados habían desaparecido y las cuencas vacías rebullían de diminutos lazos blancos de gusanos. Luí no se dejó perturbar por esto. Muchos años atendiendo a los voors en su tiemposcuro la habían inmunizado contra lo grotesco. Lo único que le sorprendió fue que el cadáver aún llevara un collar de piedra luz. Eso sólo significaba una cosa: Jeanlu había intentado efectuar un lusk.
Usurpar otra forma de vida estaba estrictamente prohibido.
Con la conciencia kiutl, Luí escuchó a la fina planta-kha girando en el aire. Reconoció en ella algo de Jeanlu, su amabilidad. Pero estaba lastrada por un agudo chirrido de temor. Luí pensó que comprendía por qué Jeanlu había querido hacer un lusk. La encantadora era joven y su tiemposcuro había sido terrible. Además, los aulladores eran animales… y peligrosos; en eso, eran animales de kha verde. ¿Era realmente malo tomar una de sus formas cuando los senderos de sangre se estrechaban?
Luí sacó su piedraluz de una bolsa que llevaba bajo la capa. Brillante como melaza, la joya nido era hielo en su mano. Observó en sus profundidades para asegurarse de que el lusk de Jeanlu había fracasado. Tenía que cerciorarse de que el kha rebosante de pesadillas de algún aullador no se revolvía en el interior del cadáver. Cuando vio el kha de Jeanlu, azul como el carbón, hizo un gesto a los otros para que se aproximaran.
Tala abrió el camino, cantando al ritmo de su pandero.
—Negra la sangre y los huesos bajo la piel. Negra la tierra bajo un dedo. Negro el vacío inclinado sobre el tiempo.
El corazón de Luí latió lleno de tristeza. Si hubiera algo más que débiles sueños, vagos recuerdos-nido y las viejas canciones y rituales transmitidos por los videntes… Si hubiera algún modo de conocer que los viajes estelares y los otros mundos de las leyendas y los sueños voor eran reales y la muerte no era un simple colapso en la no-entidad… ¿De qué servía la mente profunda si sólo revelaba la incertidumbre y la desesperación de los otros?
¡Lusk! Clochan se sorprendió cuando vio el cadáver.
¿Puedes reprochárselo?, respondió Luí. Era más joven que tú.
¿Cruzó?, quiso saber Tala. Sus manos azulinas tocaron una nota silenciosa en el pandero para espantar a las moscas.
No. Luí hizo un gesto a los otros voors para que continuaran el rito. Es su kha lo que oísteis silbar en la tierra.
Después de reunir ramas junto a la laguna, los voors le quitaron al cadáver las joyas nido del cuello y se las dieron a Luí. Las piedras luz eran todo lo que quedaba físicamente del kha de Jeanlu y cuando desaparecieran, su vida regresaría a Iz.
La anciana voor introdujo los cristales bien al fondo de la pila, donde el calor era lo bastante intenso para derretirlos. Clochan encendió la pira y llamaradas azules y verdes sisearon por toda la madera reseca. Los voors arrojaron al fuego sus tallos amuleto y se marcharon.
Luí se rezagó para contemplar el humo negro arrastrarse hacia el cielo hasta que la fina y aguda nota de la vida de Jeanlu dejó de oírse.
Un músculo psíquico en la nuca hizo que Luí se volviera hacia el esqueleto calcinado de la casa de Jeanlu. Cerca del centro del pozo abrasado, la lucidez de la kiutl revelaba una presencia entre las ruinas. Medio enterrado en los restos había un niño pequeño.
Tras inclinarse sobre la forma, vio que era un amasijo de fibras tejidas muy apretadas: una crisálida. Su textura estaba negra por el contacto con la tierra y las filtraciones, pero parecía entero. Mirando con atención, pudo ver un kha violeta aleteando sobre las fibras ennegrecidas.
Tímidamente, extendió la mano y tocó la superficie calcinada. Pudo sentir la vida del niño, revolviéndose gentilmente, insegura como los dibujos cambiantes de las nubes. Se retiró.
Tala y Clochan sintieron su conmoción y corrieron a su lado. Pero no pudieron hacer nada por la forma-niño. ¿Era el hijo de Jeanlu? Tala sólo pudo ver que estaba vivo. Tendrían que cruzar con él.
Con la helada piedraluz entre los dedos, Luí aquietó sus pensamientos y dejó que el kha de los otros la llenara. Una niebla pantanosa nubló su mente y los sonidos de las vehementes moscas y la respiración agitada de los que la rodeaban la envolvió. Dejó que el poder nido saliera de su sangre y surcara su piel como estática. Extendió los temblorosos dedos y tocó de nuevo la superficie calcinada.
Un espasmo de brillante energía de fuego la sacudió, derribándola al suelo. Estupefacta, se quedó inmóvil, oyendo los horrorizados latidos de su corazón.
Un escalofrío la envolvió tan rápidamente que sintió que se disolvía en luz. Su sangre, más que su cerebro, lo recordó de trances anteriores. Pero iba más lejos de lo que nunca antes había ido, sobre torrenciales lapsos de cambio, moviéndose con tanta rapidez que toda la distancia era un solo punto, violentamente quieto.
La oscuridad pasó a su lado como monos aulladores y estalló en un paisaje de luz: un jardín de fuego, árboles salpicados de chispas, juncias de brillos amorfos y hierbas de filamentos incandescentes. Se revolvieron hilos negros de oscuridad sobre la escena partida y Luí cayó en el bosque espectral.
Bienvenida, Luí. Era un niño, distor pálido, desnudo entre racimos de energía brillante, con el pelo blanquidorado sacudiéndose por una brisa que no sentía. Me alegro de que pudieras encontrarme aquí. Sus palabras temblaban en el aire como un lamento, más cantadas que habladas. Mi veve es tuyo. Ya no me sirve para nada. Me desvanezco, haciéndome menos… Se llevó una mano a la cara y dos dedos se rompieron y cayeron chispeando al suelo como estrellas fugaces.
Luí sintió dolor y miedo. El niño se disolvió en un amasijo de colores difusos, y sólo quedaron magmas cromáticos que se internaban silenciosamente en la negrura.
Una voz infantil se abrió en ella: Tranquilízate, Luí. Aquí nada puede hacerte daño.
Una queja-kha se enroscó a su alrededor, fuerte y próxima. Era el legendario lamento de los voors muertos, el alma nido. Luí se quedó extasiada ante aquella maravilla y no se sorprendió demasiado cuando la voz de Jeanlu habló en su interior: Luí, ¿recuerdas las noches que reflexionábamos sobre esto? ¿Cuántos mundos? ¿A qué distancia? Ahora puedo decírtelo: es interminable. No hay camino de regreso, pero sí un principio: Unchala, la fuente mítica.
¡Jeanlu!, gritó Luí a las oleadas de luz penosa. Pero no hubo respuesta. ¿Acaso también ella era un fantasma mental?
Lo que dice es verdad, dijo el niño en su mente. Unchala es parte de mi veve. ¿Te gustaría ver de dónde procedes, voor?
Incorpórea y simple, Luí se rindió a las palabras. Su mente se zambulló en una visión de fuegos de plasma. Se movió a través de una visión más vivida que el dolor.
Corrientes de fuego se convirtieron en una extensión de estrellas, cada una de ellas estallaba con una nota, un radiante latido de sonido. Todas las polvorientas nebulosas del cielo eran una voz musical…
Noche en Unchala.
—¡Luí!
Despertó con una sacudida. Clochan, inclinado sobre ella, agitaba una vela humeante de semilla de serpiente bajo su rostro.
—Casi se cerraron tus senderos de sangre —susurró Tala. Tenía la capucha retirada parcialmente, revelando los diminutos agujeros de sus ojos plateados y las escamas iridiscentes en las comisuras de su boca. Pero la extrañeza de la muchacha no evocó en Luí la tristeza de otras veces.
—Es real —dijo la anciana voor, apoyándose sobre los codos para incorporarse—. Todas las leyendas… todo lo que nos contaron los videntes es real.
Los otros observaron desde la distancia con emoción cohibida.
—Todo es real. —Los ojos de Luí resplandecían—. Tengo que regresar.
—No. —Tala apretó con desazón el brazo de la anciana—. El trance te engullirá.
—Soy vieja, Tala. Me pesan los huesos.
—Deja que vayamos contigo —instó Clochan.
La anciana voor sacudió la cabeza.
—Ambos debéis guiar a los demás en el camino de regreso. Llevaos esto. —Tocó la crisálida—. Es el hijo de Jeanlu y es fuerte. Su veve se remonta a Unchala.
Los dos voors más jóvenes la miraron, mudos por la sorpresa.
—Este niño-mage recuerda el principio y está abierto a todo aquel que quiera cruzar con él. ¿Comprendéis lo que esto significa para el nido?
—Entonces ven con nosotros. —Tala ayudó a Luí a sentarse. La kiutl aún actuaba con fuerza en ellos y no había necesidad de palabras excepto por la intimidad de hablar.
—Id vosotros. Mi tiemposcuro está empezando. —Luí palpó la burda superficie de la crisálida y se esforzó por sentir la brillante fuerza cinética en su interior—. No sabéis cuánta belleza he visto. Y es mejor que no lo sepáis hasta que no estéis preparados para abandonar la sustancia.
Tristemente, Tala y Clochan la ayudaron a cruzar su kha con el niño-mage. Con el poder de la mente, contemplaron cómo su amiga entraba en Iz; por la oscuridad de sus mentes se curvaban amablemente los anchos bancos de colores hirvientes.
Débilmente, desde una gran distancia, observaron la chispa del kha de Luí desvaneciéndose en las profundidades de otra realidad. Y, por última vez, oyeron su queja-kha: una canción a la vez jubilosa y solitaria, como un madero a la deriva, lejos de la tierra, con el viento en sus ramas, cantando.
El Jefe Anareta esperó en la sombra nocturna del Atracadero a que sus hombres trajeran al Sugarat. Estaba nervioso. No quería violencia en su comisaría, pero esta vez era inevitable. Dos de sus soldados más veteranos habían perdido familiares en las revueltas que siguieron a las matanzas del Sugarat, y exigían sangre. Con la ayuda de los otros hombres habían quitado los bancos de los vestuarios y habían abierto espacio suficiente para una paliza ante un público amplio. Se había corrido la voz, y estaban acudiendo hombres de todas las divisiones de la ciudad.
El jefe se apoyó contra la piedra rasposa de la muralla del Atracadero, bien apartado de la vista. Era un hombre delgado y lobuno que llevaba su negro uniforme Massebôth con la tranquilidad casual y despreocupada de un soldado indiferente a su trabajo. La cruel brutalidad de las arrugas de su cara no era producto del dolor de la experiencia física. Más bien, había sido cultivada por cinco días de patrulla por las calles devastadas de McClure y cinco décadas de violenta imaginación como administrador de policía rellenando informes.
Anareta tenía una tarjeta blanca, y el Pilar Blanco le había relegado de su deber y nunca le había permitido en realidad arriesgar sus raros genes. De joven, había soñado con ser un erudito en temas kro, aunque en su corazón siempre supo que las necesidades económicas y la tradición familiar le llevarían a una carrera militar. Sólo la sorpresa genética de su tarjeta blanca le había concedido un regusto de la vida académica que deseara. Cada año, durante los tres intervalos que entregaba al Pilar Blanco, pasaba su tiempo libre con una escánsula estudiando fragmentos de literatura y música de los lejanos tiempos kro. Su fuerza de voluntad y su orgullo le habían convertido en un eficaz administrador de policía, pero era su tarjeta blanca y la época sin distorsiones a la que se remontaba lo que había llegado a amar.
Después de saber que el Sugarat era un tarjeta blanca, la opinión del Jefe Anareta sobre el asesino había cambiado de la indiferencia al respeto. En su mente veía a Sumner Kagan como una versión desgraciada de sí mismo: un resto de los tiempos antiguos en que los héroes arriesgaban todo para mantener íntegra la raza combatiendo a los distors. Pero ahora la mayoría de sus hombres (la mayor parte de la raza humana), eran distors. El grueso de la sociedad Massebôth eran tarjetas verdes, gente que, sin ninguna distorsión visible, llevaban en sus genes la forma de un futuro que no incluía a hombres como él mismo o el Sugarat.
Ominosamente, los hombres de Anareta trabajaban contra él por causa de su tarjeta blanca. Poco después de que el jefe supiera de Kagan, había pedido al Cónclave del Pilar Blanco que enviara una escolta para proteger al Sugarat de su división sedienta de venganza. Ahora estaba claro que esos hombres no iban a llegar… que, realmente, el mensaje nunca había sido enviado.
Cuando el furgón con el Sugarat atravesó la muralla del Atracadero y se dirigió a los módulos de cemento de los barracones de la policía, el Jefe Anareta salió de las sombras. Sin atreverse a usar su radio portátil por temor a alertar a los otros hombres, hizo señas con la mano al conductor para que se dirigiera a la puerta arqueada de su oficina privada. El jefe mismo abrió la puerta trasera del furgón cuando éste se detenía, y se inclinó sorprendido al ver el corpulento cuerpo en su interior. Esperaba que Kagan fuera fiero y curtido en la calle, y por un momento pensó que lo habían drogado. Pero el miedo en los ojos del muchacho acabó con su incertidumbre.
—Desatadlo y sacadlo —ordenó.
Los guardias que salían del furgón se reunieron alrededor mientras Sumner se tambaleaba bajo la potente luz de un globo lux. Su cara regordeta brillaba de miedo. Le salía sangre de la nariz y tenía un hematoma en la mejilla y el cuello.
Anareta cogió el brazo del muchacho y lo condujo a la estrecha puerta lateral de su oficina. Los hombres uniformados le siguieron, pero el jefe los despidió con un gesto.
—Ya no hacéis falta —dijo, abriendo la puerta y empujando a Sumner al interior. Los policías refunfuñaron, y añadió con más vehemencia—: Vuestro trabajo ha acabado. Id a casa.
Había escogido con cuidado a quienes iban a ir a recoger al Sugarat. Principalmente trasladados del ejército y reclutas jóvenes, a quienes incomodaba desobedecer a un jefe. Se dispersaron con murmullos de desaprobación.
La oficina del Jefe Anareta estaba dominada por un gran mapa de McClure y un escritorio de metal repleto de informes sin clasificar. Le señaló a Sumner un taburete de madera y se sentó en el borde de su mesa junto a un comunicador. Una hora antes, había comunicado a las dos agencias Pilar Blanco y Negro que el Sugarat había sido identificado e iba a ser detenido. Ahora pulsó la señal codificada que anunciaba que el muchacho estaba bajo custodia.
Anareta miró los porcinos ojos azules del muchacho. Contuvo los deseos de reír cuando imaginó a este chiquillo regordete conduciendo a la muerte a las bandas callejeras.
—¿Qué crees que estabas haciendo ahí fuera?
Sumner bajó los ojos bajo la lenta y omnívora mirada del jefe.
—¿Qué quiere decir?
—¿Por qué lo hiciste? —La oscuridad de los ojos de Anareta era abismal—. Eres un tarjeta blanca. Sé lo que es eso. Yo también lo soy. Es una buena vida. Los militares te dejarán en paz, y el Cónclave te dará mujeres y tiempo para tus caprichos. ¿Por qué lo arriesgaste todo para ser el Sugarat?
La mirada de Sumner estaba vacía, como un deseo.
—No sé de qué me habla.
La cara del jefe se estrechó, y los pliegues de grasa del cuerpo de Sumner se tensaron y tiritaron.
—Siempre me ha gustado el Sugarat —dijo el jefe tensamente. Sin mirar el aparato, tecleó de nuevo en el comunicador, esta vez pulsando dos veces la tecla-enviadora para dar énfasis—. El Sugarat mata distors. Me cayó aún mejor cuando descubrí que era un tarjeta blanca. No es un simple tarjeta verde. Tiene algo, y lo dedicó todo a joder distors. Me gusta el Sugarat, pero creo que tú no.
La voz de Sumner tembló al hablar.
—No soy el Sugarat.
—No te vuelvas más feo de lo que eres, Kagan. —Los labios de Anareta se arrugaron de disgusto—. Mis hombres encontraron en tu habitación latas de spray con la misma pintura que usa el Sugarat. Apuesto a que las huellas de neumáticos encontradas en los lugares de los crímenes encajan con las de tu coche. Y ahora tenemos también moldes de huellas de pies. ¿Crees que no van a encajar?
Sumner aguantó mansamente la tensa mirada del jefe y sacudió la cabeza.
—No soy el Sugarat.
—¿Tu permiso de conducir se fue solo a la fábrica de alcaloides?
Toda la cara de Sumner tembló.
—No soy yo. No sé cómo llegó allí.
Al otro lado de la puerta gris, en el largo corredor que conducía a los vestuarios, empezó a oírse un cántico escalofriante:
—¡Zh-zh-zh-zh-zh!
Sumner tembló al oír la llamada del Sugarat.
—Es a ti, Kagan —dijo Anareta con voz teñida de furia. Sabía que no podía controlar a sus hombres… y sus hombres lo sabían también—. Es a ti a quien quieren.
Volvió a pulsar la señal en clave, dirigiéndola sólo al Cónclave. La tarjeta blanca de Kagan era su única esperanza de sobrevivir a la noche… pero sólo si el Pilar Blanco reconocía su valor genético.
—¡Zh-zh-zh-zh! —El cántico sonaba cada vez más cerca a través de la puerta interior gris.
Sumner gimió y se levantó del taburete.
—¡No soy yo!
—¡Siéntate! —exclamó el jefe—. ¿Por qué mataste si no estás preparado para eso?
—¡No lo hice! —Los ojos de Sumner estaban ebrios de terror. Se inclinó hacia el jefe; el caliente hedor de su cuerpo denso como un espasmo—. No soy yo. Por favor, créame. Nunca he matado a nadie.
La cara del jefe se ensombreció, y apartó a Sumner de un empujón.
—Podría haber intentado ayudarte —dijo mientras la puerta gris se sacudía y comenzaban los golpes—. Pero no voy a arriesgar mi vida por un miedica como tú.
—¡Zh-zh! ¡Zh-zh! ¡Zh-zh!
—¡Abra, Jefe! —llamó una voz ronca a través de la puerta—. ¡Sabemos que está con usted! ¡Abra o caerá con él!
La pesada puerta se abombó con los golpes.
Sumner agarró el brazo del jefe y suplicó con todas sus fuerzas. Pero la simpatía que pudiera quedar en Anareta desapareció. Se zafó de él y se dirigió a la puerta gris marcada con los pilares Massebôth blanco y negro.
—¡No! —Sumner se acurrucó tras el escritorio del jefe—. Soy el Sugarat… pero no deje que me cojan.
Anareta se volvió hacia Sumner con un brillo de algo parecido a la alegría en el rostro.
—¿Por qué lo hiciste, Kagan? Quiero saberlo.
Sumner estaba anonadado.
—No lo sé.
El jefe se acercó al teclado y volvió a introducir la petición para entregar a Sumner al Cónclave. Pulsó la tecla de envío una y otra vez.
—Estaba asustado. —El muchacho lloraba—. He estado asustado toda la vida. Tenía que matar a lo que me asustaba. El temor, es…
—¡Zh-zh!
El marco de la puerta crujió y algunas lascas cayeron hacia dentro. En la otra puerta, que conducía al exterior, empezaron a llamar con fuerza gritando el nombre del Sugarat. Anareta se dirigía al estante de las armas cuando la puerta se abrió arrojándole a un lado.
Media docena de hombres entraron en tropel en la habitación con las caras tensas de furia animal. Encontraron a Sumner escondido bajo el escritorio del jefe. El muchacho pateó y esquivó, y tuvieron que alzar el escritorio para cogerlo. Lo sacaron a rastras de la oficina mientras gritaba y lo condujeron por el pasillo hasta el vestuario donde esperaban los otros hombres.
Anareta quedó atrás, y se esforzó por volver a colocar en su sitio el comunicador volcado. Pasaron minutos antes de que pudiera reconectar la clavija torcida. Los aullidos de Sumner se convirtieron en gritos de pánico y lloriqueos cuando un canal se abrió y el jefe pudo enlazar con el Cónclave. Más minutos llenos de gritos mientras la autorización de traslado de los Pilares Blanco y Negro se escribía. Anareta arrancó la hoja antes de que la señal terminara y salió corriendo de la habitación.
Los gritos habían cesado, y sólo se oían las risotadas de los hombres y el sonido de los golpes.
El jefe tuvo que apartar a los hombres de su paso para llegar hasta Sumner. Con un grito, mandó callar a todo el mundo.
—¡Se acabó! ¡Este muchacho no es nuestro! ¡Si muere, todos somos dorgas!
Los hombres de la periferia se retiraron, y Anareta pudo divisar el cuerpo encogido de Sumner, con las ropas arrancadas de su corpachón enorme y sanguinolento. Entonces los hombres que habían perdido familiares en las revueltas del Sugarat se colocaron ante él… hombres fornidos desnudos hasta la cintura, con los ojos nublados por la furia roja y el desdén por su blanda vida. Ambos tenían en las manos mangueras manchadas de sangre, y uno de ellos hizo girar el extremo de una ante la cara de Anareta.
—Jefe, si intenta detenernos será un trozo de carne muerta.
El jefe hizo a un lado al matón y alzó la orden de autorización.
—No estoy intentando nada. El Pilar Blanco es ahora dueño de Kagan. Saben que está vivo. Si muere… estaremos peor que muertos. Todos nosotros.
Uno de los dos hombres dio un paso atrás, y el otro se acercó peligrosamente. No mostraba emoción ninguna en el rostro, salpicado de la sangre de Sumner. Su voz era átona:
—Preferiría ser un dorga a dejar vivo a esta basura.
El jefe no se arredró, aunque el hombre estaba a escasa distancia y la dura punta de la manguera apretaba bruscamente su esternón. Anareta alzó la autorización.
—Desafiar al Pilar Negro es la muerte —citó el Código del Protectorado—, pero desafiar al Pilar Blanco es sufrimiento. ¿Quién más quiere vivir una larga vida en los pozos dorga?
—El jefe tiene razón —dijo en voz alta uno de los hombres que se encontraban cerca, y murmullos de aprobación le siguieron—. El tipejo está herido. No volverá a andar derecho.
Varios hombres cogieron por los brazos al policía furioso y lo apartaron del jefe.
Anareta se relajó y luego se enervó aún más fieramente cuando vio lo que había sido de Sumner. El rostro del muchacho era irreconocible: una máscara de sangre, tejidos y cartílagos rasgados. Tenía los dos brazos rotos, retorcidos en extraños ángulos, las manos blancuzcas y sin vida. También tenía rotas las piernas, y una astilla de hueso roto asomaba en su muslo.
—Mutra —jadeó el jefe—. Traed una unidad de cuidados. ¡Que alguien consiga ayuda!
Se quitó la camisa y cubrió el cuerpo tembloroso de Sumner.
—Todos los demás fuera de aquí —ordenó—. El Cónclave nos castigará por esto.
La comisaría se despejó rápidamente, y cuando los médicos llegaron encontraron a Anareta solo, inclinado sobre el muchacho medio muerto.
Sumner despertó, alzándose en una boca de oscuridad. Un quejido salvaje resonaba en sus oídos, y esperó a que la pesadilla continuara. Pero el mundo había cambiado. A su alrededor se arremolinaban vibrantes olores medicinales, y la luz era más suave, débil y diáfana.
El dolor de su cuerpo se había vuelto tan intenso que era placentero. Parecía que durante toda una eternidad hubiera soñado que su dolor era una radiación. Flotaba en su propio interior; su cuerpo era una visión sostenida por la intensidad de su dolor-placer. Retorció su cuerpo para prender la carneluz en que se había convertido su alegría, pero el pegajoso abrazo de un colchón engulló la mayor parte de su dolor.
—Ya se acabó —dijo suavemente una voz femenina. El dulce y húmedo calor de su respiración aguzó los sentidos de Sumner. La gentil fragancia de las medicinas fluía en el aire, y una cara neblinosa gravitó sobre él. Se tensó a la espera de un espasmo de dolor, pero la mano que le tocaba permaneció quieta.
Ella se acercó más, y Sumner vio que su cara era encantadora, musical. Le rodeaban cabellos densos y oscuros. Se alzó sobre el entumecimiento de su cuerpo y vio el verde uniforme de médico que llevaba la mujer y las agujas intravenosas en la cabecera de la cama. Pero entonces el dolor de su cuerpo fracturó su consciencia alerta, y volvió a sumirse en su estupor.
—Quédate con nosotros, Sumner —susurró la doctora, y la caricia brillante de su cabello le rozó la cara mientras se retiraba.
Durante un momento, Sumner ansió olvidar su sufrimiento y agarrarse a esta mujer como se habría agarrado a la vida, pero sabía que si se apartaba de su visión dolorosa ahora, se rendiría para siempre a la ensoñación vencida en sus nervios. Vivir se convertiría de nuevo en una agonía. Pero esta mujer…
Una oleada de soledad le barrió, y extendió la mano hacia ella.
El primer día que estuvo lo bastante recuperado para tocarla, fue el último que la vio. Porque entonces, ya había recuperado la consciencia y sabía que se encontraba en una enfermería del Atracadero. Ventanas altas y estrechas alineaban las paredes, una por cada cama en la sala. La luz del sol, densa y firme como la piedra, asomaba en su cara cada mañana, y los días negros se sucedieron.
La mayor parte de las noches sus sueños eran sobresaltados y violentos. Bajo la lánguida luz del falso amanecer invariablemente se despertaba ante una visión de la doctora que le había recuperado a la vida con su piel sedosa, sus cabellos negros y el aliento que olía a caramelo. Durante ese momento era feliz, y durante el resto del día la exasperante alucinación de su belleza le mortificaba. Estaba solo, como siempre. Traicionado para vivir. ¿Pero por qué? ¿Por qué no le habían matado los policías? El personal médico que le atendía y los otros enfermos de la sala no sabían nada.
El Jefe Anareta le visitó en una ocasión, pero el muchacho se agitó tanto ante la visión del uniforme negro con los rebordes rojos que el doctor le pidió que se marchara antes de que pudiera presentarse. El jefe había venido a despedirse. Después del informe de la paliza, las autoridades del Pilar Negro habían decidido retirarlo. Iba a ser enviado a un campamento en las afueras de Xhule donde daría un uso más regular a su tarjeta blanca. Anareta se sentía feliz por su traslado. Xhule era un valle bucólico lleno de pueblos floridos y una universidad donde podría continuar con sus estudios kro. Quería encontrar alguna manera de dar las gracias al Sugarat, pero después de ver el enorme miedo del muchacho, se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer por Kagan era olvidarlo.
Gradualmente, el dolor de Sumner se fue convirtiendo en las molestias típicas del proceso de curación: hormigueos, picor en la piel y los músculos. Sin embargo, no quería vivir.
Intentó dejar de comer, pero el personal médico le introdujo tubos por la nariz y la garganta. Y aunque deseaba morirse, su cuerpo seguía fortaleciéndose.
Cuando llegó el cruel día en que tuvo que aprender a andar, se negó a moverse. El dolor le había suavizado el cerebro, y el tiempo significaba poco para él. Aparte de los alocados sueños que le sumían en un no menos alocado frenesí cada noche, estaba vacío. Ninguna esperanza. Ningún deseo. El tiempo le mataría. Esperaría.
Con la esperanza de despertarlo a la vida, una enfermera de bata azul le condujo a la sala de aquellos a los que llamaban «lune» y le dejó en un extremo, donde el vómito estaba pegado a las paredes y el hedor fecal aturdió todo su cuerpo.
Los lune eran la escoria de la sociedad de McClure, gente que se había vuelto loca en las fábricas químicas o en las minas y a la que se mantenía con vida para hacer experimentos médicos. Sus miradas estaban vacías o, como mucho, eran bestiales, y sus fantasmales aullidos y sus alaridos afectaban los nervios de Sumner y hacían sus pesadillas aún más terribles.
Pero Sumner se negó a cooperar con el personal. Estaba determinado a morir, y se habría consumido en una total laxitud si un revulsivo inesperado no hubiera aparecido súbita y malignamente para derrotarle. Una noche se despertó y se encontró con un lune de ojos lechosos que le estaba mordisqueando las costras de las heridas de sus piernas. Al día siguiente, estuvo dispuesto a caminar.
Tras un mes de ejercicios en el agua, levantamiento de pesas y dolores cegadores, Sumner pudo moverse sin muletas. El personal había sido paciente y bueno con él, y su cuerpo sanó bien. Pero Sumner no mostró ningún agradecimiento. Siguió solo y apartado, completando mecánicamente sus ejercicios y comiendo sus alimentos. Pocos pensamientos rebullían en su cerebro aturdido, y los que lo hacían eran simples, inmediatos, animales. Una hosca indiferencia nublaba sus ojos, y el personal médico por fin advirtió que la policía había tenido éxito después de todo. El Sugarat estaba muerto.
El Jefe Anareta entró en un sereno jardín que se extendía por el Atracadero. Iba sin uniforme, y parecía ojeroso con el jersey verde y los pantalones marrones que llevaba. Durante dos largos minutos se quedó plantado junto a un seto de rosas azules contemplando un monje de hábito rojo que estaba sentado leyendo en un banco de piedra a pocos metros de distancia.
Cuando el erudito alzó la vista, meneó la cabeza al reconocerlo y la capucha le cayó hacia atrás, revelando una cara dura de rasgos toscos suavizada por la sorpresa.
—¡Jefe! —susurró el monje. Se levantó con un gruñido. Su cuerpo era monolítico, su pelo corto veteado como humo—. Pareces más pequeño sin el uniforme.
—Los Pilares me lo quitaron, Kempis. —Anareta aferró amigablemente el gran hombro del erudito—. Me retiraron después de que los profundos miraran en mi interior.
La mirada de Kempis se volvió más aguda.
—¿Profundos? ¿Hasta dónde miraron en tu mente?
—No lo suficiente para verte —dijo Anareta con una sonrisa tranquilizadora. Veinte años antes, el jefe había ayudado a entrar secretamente a Kempis en el Protectorado. Con anterioridad, el monje había sido un desclasado, hijo de distors aunque sin distorsiones, vagabundo y bandido. Anareta lo encontró en una estación fronteriza donde el corsario, herido y vendado, estaba siendo preparado para que le aplicaran las bandas-zángano. La luz de sabiduría en los ojos del hombretón detuvo al jefe en el instante en que sus ojos se encontraron. Kempis no era un distor aparente, y la salvaje impasibilidad que Anareta estaba acostumbrado a ver en las caras de los criminales no estaba allí. Movido por la compasión, apartó a Kempis y habló con él lo suficiente para confirmar lo que sospechaba: no era un tribeño programado por los ritos ni miembro de ninguna banda… era un individuo. A través de sus contactos burocráticos, el jefe pudo aclarar los archivos de Kempis, asegurarle una tarjeta verde, y colocarle como erudito con el Pilar Blanco.
Los eruditos tenían una vida fácil. Esencialmente eran bibliotecarios e investigadores, bien considerados en el Protectorado, y tradicionalmente se esperaba que aumentaran la especie manteniendo una vida sexual muy activa. Kempis siempre había sido feliz sirviendo a Mutra.
—Los profundos fueron selectivos con mi pasado —aclaró Anareta—. Estaban más interesados en mi tarjeta blanca y en mis recientes hazañas sexuales que en lo que sucedió hace veinte años. En realidad, todo lo que vieron fue que prefiero estudiar kro que mandar una división callejera… por eso me licenciaron. Me marcho a Xhule esta noche. Mañana estaré actuando de semental en el bungalow de algún bosque.
El duro rostro de Kempis brilló.
—Me alegro por ti, Jefe. Treinta años y los Pilares nunca sospecharon que estabas con los kro tanto como con ellos. ¿Qué le puso fin?
—Me sorprendieron tratando de salvar a otro tarjeta blanca… un chico gordo que había estado liquidando a las bandas de distors por medio de una serie de trampas mortales.
—Para mí que los Pilares le darían una medalla por eso.
—Más que dañarlas, el Sugarat enfurecía a las bandas. En los últimos cinco años, los distors han estado destrozando McClure como si fuera tierra de nadie. Cuando por fin el chico fue capturado, fui el único que quiso salvarle la vida. Esa expresión en tu cara pregunta por qué. —Anareta se encogió de hombros, y la inseguridad marcó su entrecejo con una larga línea—. ¿Por qué te salvé a ti? Es único… un individuo, no un distor o un retardado. Pero mis propios hombres lo capturaron. Y por eso estoy aquí.
Kempis agarró al jefe por el codo y lo condujo al seto de rosas donde quedaron fuera de la vista del Atracadero.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Kempis, van a matar a ese muchacho.
—Has dicho que era un tarjeta blanca.
—Sí, pero es muy feo. Aun antes de que mis hombres le destrozaran la cara, era del tipo de fealdad grasienta de la que se reiría una pareja. Su tarjeta blanca le salvará de los pozos dorga, pero es demasiado deforme para entrar en el circuito de apareamiento. Sé que van a enviarle a uno de los campamentos de trabajos pesados… Carnou, Tred, tal vez Ciudad Carne.
Kempis torció la cabeza.
—¿Cómo puedo ayudarle… y por qué quieres que lo haga?
—Es un tarjeta blanca, como yo —dijo Anareta, mirando fijamente a Kempis—. No puedo retirarme en paz sin advertir al menos al muchacho. Quiero decirle que se vaya… que abandone el Protectorado.
La voz rasposa de Kempis se volvió casi inaudible.
—Jefe… morirá en el exterior.
—Tú sobreviviste… y durante muchos años.
—Nací ahí fuera.
Anareta arrancó una rosa y la convirtió en un despliegue de pétalos.
—Mira… no puedo llegar al chico. Me marcho esta noche. Pero quiero que hables con él.
Kempis suspiró.
—Está encerrado, ¿verdad?
Anareta se sacó una bolsa de cuero del bolsillo de los pantalones y se la tendió al erudito. La bolsa estaba repleta de monedas.
—Aún tengo amigos en el Pilar Negro. Uno de ellos te notificará cuando alguien asequible esté vigilando al muchacho. Usa estos zords para hablar con el chico a solas. Dile que huya si puede. Dile que puede encontrar la muerte ahí fuera, pero hazle saber que si se queda la muerte será segura.
El jefe colocó sus manos sobre los brazos del monje.
—Es mi último prisionero… y me marcho a una vida fácil. Quiero sentirme bien en esa vida. Habla con el muchacho. Dile quién eres. Eso te salvó la vida una vez. Puede que lo salve a él.
Una mañana, muy temprano, Sumner fue despertado bruscamente por un fornido guardia uniformado y cambiaron su bata verde por ropas marrones y botas de trabajo. Le sacaron de la enfermería y le hicieron marchar bajo la luz grisácea del amanecer, cruzar un patio y entrar en el Atracadero. Luces verdes y heladas ardían a intervalos irregulares por lo alto del enorme muro curvado. Dentro, el aire era cerrado y oscuro.
Tras una breve comprobación, Sumner fue conducido hacia adelante. Atravesó opulentos pasillos serpenteantes cubiertos de frescos de la Redención Mútrica. Incienso de áloe fluía de nichos laterales ocupados por sebosos votivos e iconos de cristal azul. Le detuvieron varias veces y le obligaron a inclinar la cabeza en obediencia mientras pasaban eruditos de hábitos rojos. Sumner replicaba automáticamente, demasiado vacío para preocuparse. Por fin, entraron en un jardín diminuto, y le ordenaron sentarse.
El estrecho jardín estaba abierto al cielo del amanecer, y las paredes curvas aparecían cubiertas de enredaderas. Era como un pozo de hiedra. Sumner se sentó en un banco de piedra junto a una fuente de agua cubierta de moho. Una media luna sobre la puerta oval describía el Paseo sobre el Fuego de Sita, y Sumner se fijó en la realista descripción de los miembros retorciéndose para convertirse en amasijos de melaza negra.
Aún estaba contemplando la pintura cuando el guardia lo agarró fieramente por el cogote.
—¡En pie! —susurró.
Un erudito, con su hábito rojo, estaba de pie en la puerta. Sumner se levantó e inclinó automáticamente la cabeza.
—Tranquilízate, por favor —dijo el erudito y colocó una mano sobre el hombro de Sumner—. Siéntate.
Sumner obedeció y le observó con expresión vacía mientras el erudito rebuscaba entre sus hábitos y sacaba una bolsita de cuero que entregó al guardia. Con ojos reverentemente apartados, el guardia se inclinó, retorciendo los dedos por encima de la bolsa, contando la plata a través del cuero.
Después de que se marchara del jardín, el erudito se echó atrás la capucha. Era un hombre grande, fornido, con pelo rizado corto y rostro como el granito: pálido pero duro, cuadrado y anguloso con muchas pequeñas arrugas.
—Me llamo Kempis —dijo con voz ronca—. Legalmente, no podemos hablar. Soy un erudito del Pilar Blanco… las leyes que violaste eran del Pilar Negro. Esta audiencia me cuesta más en riesgo que en plata.
Sumner le miró, vago como la niebla.
Un largo minuto de silencio se extendió entre ellos mientras Kempis estudiaba al muchacho. Sumner estaba marchito y ceniciento por todo el peso que había perdido. La carne alrededor de sus ojos parecía hundida y moteada. Los ojos mismos eran claros, pero desenfocados, mirando sin ver a través de una estrecha máscara de cicatrices.
Cuando el erudito habló, una ronquera asmática subrayó sus palabras:
—He pagado al Pilar Negro para poder hablar contigo. Creo que deberías comprender a dónde vas. —Inspiró aire, silbando—. La policía, ya sabes, te quiere muerto. Lamentablemente, nunca se dan por vencidos. Algunos eruditos descubrieron lo de tu tarjeta blanca. Ya que tus genes son tan raros, creen que eres sagrado, un enviado de Mutra, la última esperanza de nuestra especie. Son muy devotos, pero tienen poco cerebro. Así que ahora estás atrapado entre el Pilar Negro de la policía y el Pilar Blanco del Cónclave de los eruditos.
»¿Sabes lo que significa tener una tarjeta blanca, hijo? —La oscuridad en los ojos de Kempis se espesó—. No hay mil en esta ciudad… menos de cien mil en todo el Protectorado. Incluso los voors reverencian lo que significa esa tarjeta. Significa que estás completo… uno de los pocos en este mundo roto.
Kempis se acercó más.
—Se ha preparado un oscuro trato. La policía ha accedido a dejarte vivir para que, tal vez, el Cónclave consiga que engendres a otros tarjetas blancas. La conservación de los Massebôth está en juego. Pero te aseguro que los Massebôth van a hacerte la vida peor que la muerte.
Sumner le observó soñoliento. La soledad azul y vacua del cielo se reflejaba en sus ojos.
Kempis suspiró. Su respiración hizo en su pecho un ruido como fuego.
—Tengo algunos consejos que darte. —Sus dedos se movieron lentamente, desabrochando la pechera de su hábito—. No soy un erudito típico. Conozco muy bien lo que te está sucediendo. Verás, antes de entrar en el Cónclave fui corsario. Tuve sueños como el Sugarat. Pero trabajé en las costas en vez de en las calles. Me movía de noche, y en el mar, lo que requiere tanto valor como habilidad. Pasé kiutl y renegados. Saqueé las colonias de los arrecifes y las avanzadillas de las islas. Y maté sólo en defensa y por venganza. Fue una forma de vivir estupenda, alocada, ansiosa, solitaria. Y lo estaría haciendo todavía hoy, si no fuera por esto.
Abrió su hábito y reveló un pecho lívido cosido de cicatrices.
—Me acuchillaron en una pelea en una taberna. Treinta y dos heridas. Cuando me recuperé, ingresé en el Cónclave. ¿Qué otra cosa podía hacer con medio pulmón?
La mirada de Sumner se crispó súbitamente. Comprendía el dolor que había fluido en aquellas cicatrices, y miró más directamente al hombre que habían formado.
Kempis volvió a abrochar su hábito.
—Mi consejo no es ningún rauk religioso. Mutra, con su mítica sangrienta y sus farfulleos sagrados, es sólo un resquicio del antiguo Cristom. No es real. Nada es real… menos tú. Tu vida. Tu dolor.
Miró a Sumner, solemne como una cobra.
—El Pilar Blanco te utilizará como semental si puede, pero el Pilar Negro quiere que sufras. No dejes que ninguno de ellos te atrape. Escápate en cuanto puedas. Eres joven, y los médicos dicen que aún estás completo. Así que deja de actuar como un cadáver. Cobra vida. Este mundo es grande y extraño. He visto en él cosas que ya no creo. Pero todo está ahí fuera… distors, voors, criaturas y lugares para los que aún no tenemos nombre. Márchate a la primera oportunidad que tengas. Conviértete en un corsario. Ve al norte. Ve todo lo lejos que puedas. Sólo la libertad es real.
Gimió y sorbió aire.
—Créeme, el norte es otro mundo. Los Massebôth no te seguirán allí. Y algunas de las mujeres distors… —se rió con abandono sofocado por la tos y se detuvo para recuperar el aliento.
—¿Dónde van a enviarme los Massebôth? —preguntó Sumner, con voz rechinante—. ¿A dónde voy?
Kempis le miró en silencio, intrigado y gratificado.
—Si supieras eso, hijo, vivirías eternamente.
El rostro de Broux era cruel: la boca, un tajo; la mandíbula, una tenaza; la piel bronceada por las quemaduras del sol y la malaria; el pelo gris acero y rapado cerca de los hundidos contornos de su cabeza cuadrada. Era el comandante de Ciudad Carne, un agujero apestoso situado en el interior de la verde cara temblequeante del bosque occidental. El campamento de Broux parecía más un estercolero que el asentamiento militar que se suponía que era. En realidad, el cochambroso solar rodeado por la jungla era un estercolero humano, el depósito final donde el Pilar Negro Massebôth enviaba al personal demasiado rebelde para servir en unidades regulares pero demasiado valioso para ser ejecutado. Bajo la brutal férula de Broux, los soldados se oponían a la jungla pero se conformaban o eran destrozados.
Broux tomó especial interés por Sumner desde el principio. Vio al muchacho, con la cara cubierta de cicatrices y sacudido por el dolor, cuando bajaba cojeando del strohlplano que le había traído junto con otros ocho prisioneros a Ciudad Carne. Los hombres tenían cara de león, sus miradas en guardia pero truculentas, un fuerte sentimiento de lucha en su interior… pero el muchacho era diferente: permanecía de pie en el campo de aterrizaje contemplando con abierta aprensión la monótona fila de barracas podridas y cabañas medio desmoronadas colocadas sobre unos pilares de hormigón en un terreno fangoso amarillo mostaza.
Contrariamente a los demás, tenía una tarjeta blanca, y el Pilar Blanco había añadido una advertencia en su archivo: había que tratar con dureza a Sumner Kagan, pero no tenía que morir. Dos veces por año lo llevarían a un burdel de apareamiento; por lo demás, Broux podía hacer con el muchacho lo que se le antojase.
—Ahora eres mío, Kagan —gruñó Broux. Sus ojos oscuros, como de dragón, examinaron al muchacho, viendo la forma del animal dentro de la demacrada obesidad de Sumner, sabiendo ya cuánto dolor podría digerir aquel cuerpo—. Si trabajas en Ciudad Carne, vives. Aparte de eso, lo único que hay aquí es muerte.
La sonrisa de tiburón de Broux se dibujó sobre su mandíbula, y luego se desvaneció instantáneamente.
—Este claro tiene tres kilómetros de perímetro. Corre por el borde de la jungla. ¡Vamos!
Sumner se puso en marcha, y Broux ladró tras él:
—¡Con más energía, Kagan! ¡Corre!
Sumner corrió firmemente al principio. Pero a medida que el sol se elevaba más, caliente y arrogante en el cielo, algo en él empezó a ceder. Los colores se arremolinaron, y la sangre empezó a latirle con más fuerza, como si hirviera en sus oídos. Se tambaleó y jadeó bajo el aire espeso, y músculos largos y profundos se le agarrotaron en las piernas. Todavía cojeaba alrededor del campamento cuando Broux le llamó al anochecer.
Sacudido por la fatiga, Sumner no tuvo fuerza para recoger sus raciones, pero Broux le metió la cara en la pasta de judías, y por eso comió. Inmediatamente después, se derrumbó en su camastro y se quedó tendido inmóvil hasta que Broux lo despertó al amanecer.
Otra vez se le ordenó correr por el perímetro de la jungla. Cuando se acomodó al ritmo de su carrera, el calor del sol se había vuelto rabioso. Al mediodía se desmoronó y un guardia tuvo que abofetearle para que despertara.
Sumner se puso en pie tambaleándose y se obligó a correr… con fuerza, esperando que un colapso le arrancara de las garras de Broux. Esta pesadilla se repitió durante días. Entonces, milagrosamente, las horas se acortaron. Un compartimiento secreto se abrió en sus pulmones, y el fuego que llevaba en su interior se enfrió. Un poder sin límites fluyó a sus tendones, y las calientes agujas que le picoteaban desde los hombros al pecho desaparecieron, dejando su cuerpo suelto y escurridizo. Corría a través de los rayos del sol con zancadas desafiantes.
Broux estaba impresionado. La policía de McClure había destrozado a Sumner, y la temblorosa mirada del muchacho convenció a Broux de que su voluntad estaba deshecha. Pero Sumner era más fuerte de lo que revelaba el amasijo lleno de cicatrices de su cuerpo. Al día siguiente, desde la sombra de su tienda de mando, Broux contempló cómo Sumner se unía a los otros hombres en la patrulla para abrir zanjas… el acarreo diario de grava.
Cavar no le hizo bien a Sumner. Al borde de la jungla, el calor húmedo y miásmico hervía suavemente a su alrededor con el mortífero palio de la grava. Sumner respiraba por la boca y trataba de levantar pequeñas paletadas de barro amarillo. Pronto el asfixiante calor se sumó a su fatiga, y cuando se quitó la camisa las picaduras de las moscas le atormentaron.
Sin embargo, trabajó sin descanso, deseando que el calor lo matara. Tenía las manos despellejadas por el tosco mango de su pala, y el cuerpo retorcido por el dolor y la fatiga. Al final de cada jornada regresaba febril a su cabaña, demasiado exhausto para comer las hierbas amargas y la pasta de raíces de la cena, pero obligado a alimentarse por la tenaza de Broux en la base de su cuello. Después se tendía en su camastro, estupefacto, aturdido y libre de sus pesadillas.
El tiempo se convirtió en una rutina para Sumner. Broux le hacía trabajar con dureza durante nueve días y le dejaba descansar uno. Durante mucho tiempo se pasó durmiendo aquellos días libres, demasiado vacío para soñar. Pero un día descubrió que no estaba lo bastante exhausto para seguir ignorando las moscas del barracón. Pasó ese día deambulando por el campamento, reflexionando aturdido sobre su situación.
Se dio cuenta de que era un esclavo, y que su voluntad estaba tan exhausta como su cuerpo. Broux lo trabajaba, no para matarle, sino para llevarle al borde de la vida, manteniéndole vivo para el Pilar Blanco… o sólo para que experimentara dolor. Sumner no lo sabía.
Pensó en Kempis y en huir. Y pensó en Nefandi, el deva, y los voors, y su temor se avivó. El mundo era maligno, demasiado oscuro para ser iluminado por los pensamientos. Y aquello hacía parecer buena la dolorosa rutina de Ciudad Carne. Cuando la patrulla de la zanja pasaba con los cuerpos deshechos de los muertos del día, la familiaridad de su canto de trabajo barría todos los deseos de escapar.
Al final del día, mientras se desnudaba para dormir, se sorprendió de lo mucho que había cambiado su cuerpo. Sus muslos, que dolían hasta el hueso de puro cansancio, eran ahora formados, y sus brazos se habían ensanchado y asentado alrededor de los hombros. Sin un espejo, se contentaba con yacer en la oscuridad, sintiendo la tensión de su estómago y la curvada anchura de su pecho. Una sombra de orgullo suavizó sus sueños esa noche. Pero Broux había visto que la fortaleza de Sumner se expandía, y al día siguiente le trabajó con más fuerza que nunca. Durante muchas semanas después de aquello, Sumner vivió sintiendo, sin pensar.
Broux arrojó un puñado de piedras a una laguna de lodo y observó las ondas. Tras él, los grupos de trabajo guardaban fila bajo un bosquecillo de inmensos árboles de caucho para recibir las asignaciones del día. Los oficiales, con las metralletas atadas a los muslos y carpetas en las manos gritaban mientras hacían el recuento. Broux escuchó con melancolía la lejana revista. Estaba cansado de ser guardián. Tenía casi sesenta años, y esto era todo lo que había conseguido en la vida: aire corrosivo, moscas propagadoras de fiebre, murallas selváticas que jamás se daban por vencidas… era una prisión tanto para él como para cualquiera de los hombres deshechos que tenía que destrozar.
¿Pero era su destino diferente al de alguien más en el Protectorado? Se dio la vuelta para supervisar a los hombres mientras pasaban, arrastrando sus palas y machetes hasta el borde de la jungla. Las ciudades estaban podridas de pozos dorga (todo el mundo tenía un hermano, hermana o hijo distor), y lo máximo que podía desearse era permanecer completo. ¿Por qué era el mundo de esta forma? ¿Por qué se estropeaba la carne? Dio una patada a una roca y despejó su mente. Un hombre podía romperse los dientes con preguntas como ésa.
Sumner Kagan apareció en la cola, trotando hacia los árboles de caucho. Broux lo observó con satisfacción. El muchacho se expandía y se endurecía, haciéndose más fuerte a cada semana. Había pasado un año entero desde su llegada, rebosante de grasa y dolor, y no había llegado ninguna orden del Pilar Blanco para reclamarle. Meses antes, Broux había contactado con un oficial de alto estatus dentro del Cónclave para cobrar una deuda de hacía mucho tiempo. Años atrás, Broux había ayudado a conseguir papeles falsos a un pariente distor de aquel erudito; a cambio, Broux había pedido que los archivos de Kagan en el Pilar Blanco fueran extraviados de manera permanente. Aparentemente así se había hecho, y ahora el muchacho era todo suyo.
Sumner se debatía contra una pared de enredaderas colgantes, su espalda larga y curvada se sacudía con los poderosos golpes que daba con el machete mientras se abría paso en la masa verde. Broux le observó aprobatoriamente. Como un experto en anatomía, Broux conocía la dinámica interna del cuerpo: qué rutinas formaban qué músculos; qué músculos alineaban la estructura ósea; qué alineación daba mayor fuerza. Había empleado ese conocimiento para seleccionar los proyectos de trabajo de Sumner. Y lo seguía con cuidado, observando cómo cambiaba su forma, estudiando cómo moldear mejor su cuerpo. Las recompensas para Broux iban a ser grandes. Un protomacho en el mercado militar le haría ganar los zords suficientes para marcharse de Ciudad Carne y retirarse a una colonia hogareña cerca de Xhule o de Onn. Había ciudades en los bosques, demasiado pequeñas para alojar pozos dorga. Estaban todo lo lejos que podía esperar de la brutalidad de su profesión.
Aquella alegre idea se posó entre sus ojos como un punto de dolor, y tuvo que recoger una roca y aplastarla entre los dedos para controlarse.
Sumner se mantenía apartado. Algunos de los hombres trabajaban en grupo, se reían y maldecían por la monotonía de sus trabajos y compartían el silencio cuando Broux y los guardias estaban cerca. Pero Sumner vivía demasiado apegado a su dolor, y los otros pensaban que era un animal tonto. Sólo un joven diminuto se acercaba a él: un muchacho llamado Dado. Los hombres lo aborrecían: era charlatán y orgulloso, y no era lo bastante grande para hacer su parte equitativa del trabajo. Le zaherían constantemente, excepto cuando Sumner estaba cerca. Todo el mundo temía a Sumner, no sólo porque se había convertido en el hombre más grande del campamento, sino porque era el animal de Broux.
—Soy un oportunista —se le presentó Dado entre las sombras esmeralda de la jungla. Kagan estaba talando un tronco, apartando y segando las raíces como cables, desprendiendo sudor con cada sacudida—. Me llaman desertor porque dejé mi escuadra y me fui a Vórtice. Por eso estoy aquí. Pero no huía. Para desertar, me habría ido al norte, a Carnou. Hay voors en Carnou, y siempre buscan tarjetas azules. Eso es lo que tengo… una tarjeta azul. Significa que sólo tengo un gen defectuoso. Un durmiente. Nunca me alcanzará. Sólo una tarjeta blanca es mejor, pero no hay ninguno por aquí. El gobierno se los lleva y los utiliza como sementales. Mi tarjeta azul es lo mejor que verás. Si desertara, me iría a Carnou y dejaría que los voors me utilizaran. ¿Pero qué clase de vida es ésa, trabajar para los voors? Mutra, eso es una porquería. No, no deserté. Fui a Vórtice a jugar al kili. Por eso me llaman Dado. Soy el mejor. Y además iba a salir bien del kilithon de Vórtice. Sólo se celebra cada tres años. La última vez, me tuvieron en cuenta. Eso significa que llegué a los cinco primeros. ¿Sabes cuántos zords podría haber ganado en los cinco primeros si hubiera jugado? ¡Foc! Podría haber comprado mi salida del ejército y aún tendría zords de sobra para alquilar una suite en un burdel en Profecía. Así de bueno soy, ya ves. Llevo jugando al kili desde que pude dibujar el triángulo. ¿Has jugado alguna vez?
Sumner estaba hundido hasta la cintura en una maraña de raíces y cieno de la jungla. Su cuerpo entero luchaba contra la tierra.
—Trabajas duro, soldado. —Dado apartó una de las gruesas raíces que Sumner había soltado—. No eres como los otros fulanos de aquí. Esos tipos hacen lo que tienen que hacer, y es todo. Son escoria… como yo. Pero tú eres diferente. Estás loco por trabajar tan duro.
Sumner parecía perdido en su labor, con la cara contraída por el esfuerzo… pero escuchaba. Después de meses de soledad con sólo el chirrido de los loros y el parloteo de los monos, la charla del muchacho le complacía. Pronto se adecuaron a un ritmo de trabajo, Dado llenaba todo el tiempo el aire con su charla, recogiendo los restos del trabajo, afilando los machetes y despejando la zona. Incluso Broux lo aprobaba, pues Sumner trabajaba más rápido.
—Te vigila de cerca —dijo Dado una tarde dorada en un claro del bosque, al ver a Broux bajo la sombra de los árboles. Sumner partía troncos en dos; su espalda se hinchaba y se distendía, y no alzó la mirada—. Siempre te está mirando —continuó Dado—. Creo que te está preparando para algo, ¿sabes? Creo que también él es un oportunista.
Dado continuó arrancando casualmente los ramajes de los troncos que Sumner iba a cortar, pero su mirada se había vuelto reflexiva.
—¿Has oído hablar de los protomachos, Kagan? Pareces uno. Me refiero a que eres grande. Y hay unidades en el ejército que pagan un montón por los hombres grandes. ¿Crees que será para eso para lo que te prepara Broux? Me he dado cuenta de que recibes más comida que nadie. Los otros perdedores también lo han notado, pero no hablan. Eres de Broux. Te está preparando para algo. ¿De qué color es tu tarjeta?
—Blanca —gruñó Sumner en mitad de un golpe.
El crujido del tronco al partirse sacudió a Dado.
—¿Te estás burlando de mí? —Corrió junto a Sumner y se arrodilló en la hierba, mirando su cuerpo brillante mientras el filo del hacha resplandecía bajo el sol—. ¿Tienes una tarjeta blanca? Amigo… ¿qué estás haciendo aquí? Los tipos con tarjeta blanca no sufren en Ciudad Carne.
Dado divisó a Broux entre los árboles; corrió hacia los troncos caídos y empezó a arrancarles las ramas.
—Broux te está trabajando, Kagan. ¿No te das cuenta? Un protomacho con una tarjeta blanca le hará ganar más zords de los que pueda contar. ¿Pero por qué estás aquí? Un tarjeta blanca no pertenece a este lugar.
Aquella noche, Sumner accedió a las insistentes preguntas de Dado y le habló del Sugarat y de la paliza que había recibido en los barracones de la policía.
—El Pilar Blanco te sacó. No te dejarán aquí —dijo Dado cuando Sumner acabó—. A menos que Broux encontrara algún medio de engañarlos. —Los ojos de Dado brillaron pícaramente—. Broux te está utilizando, Kagan. Ha engañado al Pilar Blanco, y te está empleando para su propio beneficio. Es obvio.
Sumner recogió su machete y se levantó. El viento nocturno procedente de la pampa era florido y húmedo y vacío de olores humanos.
—Vamos, nos perderemos la comida.
Dado se puso en pie de un salto y se plantó delante de Sumner.
—Kagan, Broux te está utilizando. Va a venderte a alguna unidad especial, y pasarás el resto de tu vida masacrando distors en avanzadillas innombrables. Los Pilares te mimarán. Tendrás mujeres, comida de verdad, y nunca verás un distor mientras vivas. Todo lo que tienes que hacer es deshacerte de Broux. Puede que sea difícil, pero si permaneces alerta, encontrarás el medio. Te ayudaré.
Sumner sacudió la cabeza.
—No.
—Kagan, necesitas planes. De lo contrario, cuando se te presente la oportunidad, ni siquiera lo sabrás.
—Nada de planes. Ni ayuda.
—Estás loco. O te estás burlando de mí. Ningún hombre con una tarjeta blanca querría vivir en la jungla como una rata. La vida puede ser buena.
La cara de Sumner parecía vacía.
—¿Qué te hace pensar que la vida puede ser buena?
Apartó a Dado de su camino y se dirigió al campamento a través de la jungla.
Dado le observó con mala cara.
—¡Es todo lo que hay! —gritó. Y luego añadió, en voz más baja—: ¡Ratfoc!… —Y corrió a través de la creciente oscuridad para alcanzarle.
Al oeste, el horizonte estaba iluminado por el amanecer, pero el cráneo de la ciudad aún se veía oscuro cuando los corsarios atacaron Ciudad Carne. Surcaron el territorio entre los barracones en tres strohlplanos desvencijados soltando un carnaval de bombas incendiarias.
Sumner estaba en la letrina recogiendo agua para lavarse cuando la oscuridad estalló en un fulgor cegador. Se echó al suelo, el sarong en los tobillos, y contempló cómo los tres desvencijados strohlplanos desplegaban una bruma de humo y fuego multicolor. Brillantes destellos surgieron de las torretas y barrieron los barracones de los guardias, lanzando al aire los aleros de lata.
Las escotillas se abrieron, y un puñado de corsarios salvajemente ataviados saltaron a tierra aullando y riéndose, agitando rifles y pistolas caloríficas. Bajo la luz acuosa de las linternas, Sumner pudo ver que muchos de ellos eran distors: manos en forma de zarpa, caras de lagarto retorcidas, ojos lechosos. La mitad eran mujeres.
—¡Vamos, perros! —llamó el amplificador de una nave pirata—. ¡Esclavos foc! ¡Ya no estáis encadenados a los Pilares! ¡Salid y corred con nosotros!
Surgieron disparos de la jungla donde se habían retirado la mayor parte de los guardias, y la mitad de los corsarios se agazapó y respondió al fuego. La otra mitad asaltó los barracones, incendió las tablas y sacó a los prisioneros de sus camastros.
Broux corría entre los barracones de los guardias, con dos pistolas humeando en sus manos, mientras gritaba para sacar a los hombres de su conmoción. El suelo picoteaba y saltaba bajo sus pies, pero continuó corriendo. Entonces las torretas de las otras dos naves piratas giraron y abrieron fuego al mismo tiempo. Los barracones de los guardias rugieron como truenos, y Broux se tiró al suelo con la cabeza entre los brazos. Cuando alzó la mirada, los hombres que querían huir estaban subiendo a las naves piratas. Los que sabían que su tiempo en Ciudad Carne estaba casi cumplido se escondían entre los barracones y los depósitos de agua.
Sumner estuvo tentado de huir, pero mientras se colocaba el sarong una figura se agazapó a su lado y lo cogió por el brazo. Dado le miró con ojos reverentes.
—Llévame contigo.
Sumner le apartó la mano.
—No voy a ninguna parte.
—Los Pilares no mantienen nada —tronó el amplificador pirata—. Aplastan a la gente bajo ellos. ¡Derribad los Pilares!
—Kagan, vámonos —le urgió Dado con un gemido.
—¿Quieres huir con esas cosas? —Sumner señaló con la barbilla las caras velludas de los corsarios, que ayudaban a subir a bordo a los últimos fugitivos.
—Ya nos escaparemos de ellos más tarde. Vamos… es nuestra oportunidad.
Sumner dijo que no con la cabeza.
—Estaríamos cambiando un amo por otro.
Dado se agachó y contempló desconsolado cómo las naves empezaban a elevarse, con las escotillas aún abiertas.
—¡Derribad a los Pilares!
El grito resonó en el aire, cortado por el rugido de los motores impulsores. Las armas chispearon, la luz del amanecer destelló en las aspas de los vehículos voladores y las naves piratas se hundieron en la oscuridad y sobrevolaron la jungla.
Dado estaba deprimido. Días después de la incursión de los corsarios, se encontraba de mal humor. Sumner, que se había acostumbrado a la constante cháchara del muchacho, buscó un medio de alegrarlo. Encontró un gran panal en el bosque, y una tarde regresó al campamento hinchado por los picotazos de las abejas.
Los hombres se rieron de él en silencio aquella noche mientras comía su pasta de judías y raíces con los dedos y los labios hinchados. Más tarde, llamó aparte a Dado y lo llevó tras los barracones hasta un montículo rodeado por matas de frambuesas. Desde allí podían ver las luces del campo de aterrizaje de strohlplanos y el equipo de letrinas de ese día que trabajaba en la oscuridad, enterrando las viejas zanjas.
—¿Qué quieres, Gordo? —murmuró Dado, mirando alrededor para ver si Broux estaba cerca—. Sería mejor que le pidieras a Cara de Hierro un poco de ungüento de altea. No vas a poder dormir esta noche con esos picotazos.
La hinchada cara de Sumner sonrió vagamente.
—Prueba esto, chaval. —Apartó las matas de frambuesa y mostró varios gruesos panales de miel—. Si lo mantenemos apartado de la vista, tendremos comida suplementaria durante las dos próximas semanas.
Las pupilas de Dado se ensancharon de sorpresa.
Sumner apartó las hormigas y le tendió un pedazo de miel.
—Tendremos que colocar un poco de repelente para mantener a raya a estos bichos. No creo que los guardias ni nadie más merodee tan cerca de las letrinas.
—Esto no es real. —Dado masticó la miel con los ojos cerrados, y la alegría de su rostro animó la sangre de Sumner.
Un strohiplano Massebôth estaba posado en el campo de aterrizaje, su forma metálica negra contra el vientre de la penumbra. El piloto charlaba con Broux bajo un árbol al borde del campamento, mientras Sumner y otros ocho hombres ayudaban a descargar la nave. La mente de Sumner estaba tensa por el cansancio. Todo el día había estado encorvado, cortando mandioca, y trabajaba sin pensar bajo las pesadas cajas; sus ojos seguían sin prestar atención a las piernas marcadas por las sanguijuelas del hombre que tenía delante. Dado, que se arrastraba penosamente bajo su carga, estaba demasiado cansado para hablar.
De repente, el hombre al que Sumner seguía dejó caer su carga y se perdió de vista. Sumner echó atrás la carga de sus hombros a tiempo de verle subir al casco del strohlplano y entrar en la escotilla abierta de la nave. Soltó la carga y contempló con los otros siete hombres, lleno de sorpresa, cómo el fugitivo entraba en la carlinga y ponía en marcha el motor.
El piloto, Broux, y varios guardias atravesaron corriendo el campo, gritándoles para que detuvieran al intruso. Cualquiera podría haberlo hecho: el hombre estaba sólo a unos pasos de distancia, trabajando con los controles, cargando los impulsores, colocando en ángulo los alerones de altitud. Pero el renegado de cara nerviosa obviamente conocía el strohlplano, y la excitación paralizó a todo el mundo.
El polvo del campo de aterrizaje saltó al aire, los guijarros salpicaron contra el fondo de la nave, la arena les picoteó la cara y los brazos, y con un chirrido salvaje el strohlplano se elevó. Dos de los hombres más cercanos saltaron a la sentina. Un tercero se agarró a un patín de aterrizaje y fue alzado en el aire.
—Mutra. —Dado encontró la voz—. ¡Van a conseguirlo!
Durante unos instantes los hombres contemplaron cómo el strohlplano se elevaba en la noche, desapareciendo en el ritmo de los fuegocielos. El ruido giratorio de sus motores desapareció en el cielo hacia la última luz del día.
Sumner se echó hacia atrás, maravillado. Entonces Broux y los guardias cargaron sobre ellos, y alguien le golpeó en la cabeza y cayó al suelo. Cuando consiguió apartar el aturdimiento de sus ojos vio que los guardias empujaban al suelo a los hombres con los que estaba. Dado cayó con un gemido y se cubrió la cabeza. A un gesto de Broux, los guardias abrieron fuego. Sus metralletas destellaron en la oscuridad azulina del anochecer.
Sumner se puso en pie tambaleándose, y uno de los guardias le apoyó un arma en la cabeza. El calor de la boca humeante chamuscó los pelos de su sien.
—¡A él no! —gritó Broux, y el arma se apartó.
Sumner contempló con horror los cuerpos esparcidos entre las cajas caídas. El olor de las armas se hacía más intenso. El dolor de lo que vio atravesó sus ojos y llegó hasta el fondo de su cabeza y casi le derribó. Dado yacía con los sesos esparcidos sobre la grava.
—¡Disparadme! —chilló Sumner, y los guardias miraron rápidamente a Broux.
—Vuelve a los barracones —le ordenó Broux. Pero Kagan no se movió.
—¡Disparadme! —chilló otra vez, más fuerte, agarrando el brazo de uno de los guardias. Éste se deshizo de su presa y alzó la pistola hacia él.
—Déjalo —ordenó Broux—. ¡Sumner, atrás!
Los ojos de Sumner se endurecieron en su rostro.
—¿Por qué me dejáis con vida?
Broux se le acercó y le golpeó en la cara con el cinturón, dos veces.
—Vuelve a los barracones.
Sumner se quedó rígido. La furia inundaba su corazón. Durante un instante pensó entregarse a la violencia… pero todos los guardias tenían sus armas desenfundadas, y el piloto abandonado insultaba a Broux entre dientes para que le disparara. De repente, le pareció que lo mejor sería obedecer. Rompió su inmovilidad y regresó a los barracones mientras oía las órdenes de Broux, llamando a los hombres para que enterraran a los ejecutados. Muy lejos, casi en la órbita de lo audible, el zumbido de un strohlplano se perdía hacia el norte.
Sumner permaneció tendido en su camastro, despierto y sin moverse, durante toda la noche. Todos sus pensamientos estaban vacíos, y sentía un odio ácido hacia todo lo Massebôth. Al amanecer, las imágenes de Dado le asaltaron con recuerdos de sus chistes simples y el trabajo que habían compartido. Durante la llamada a revista, se movió en la cola como un muerto ambulante, y aunque Broux le dijo por medio de los guardias que podía tomarse el día libre, recogió su machete y se internó en la jungla.
En un calvero aislado, golpeó los árboles con su machete. Le dolían los huesos. Distantemente, pensó en escapar. Pero no había ningún sitio adonde ir.
Entonces, como una avalancha en su mundo de infeliz consciencia, los recuerdos le asaltaron, y su machete se agitó inútilmente en el aire. Vividas imágenes de su vieja habitación repleta, su escánsula, su coche de tres ruedas verde botella y la comida llena de especias de su madre le abrumó, y cayó de rodillas. ¿Qué había sido de él? Se miró las manos y vio carne callosa, cubierta de cicatrices, reptilesca. Se cubrió la cara y se echó a llorar.
Deseó irse a casa. Deseó no morir. Pero entonces imágenes más completas se formaron tras sus párpados: imágenes de hombres con uniformes negros y muecas malignas que le quitaban las ropas, le manoseaban, le orinaban encima, le golpeaban hasta que no podía ver ni respirar…
Aulló y blandió su machete. Tras ponerse en pie de un salto, cortó los árboles con una fuerza estupenda, golpeando su dura madera hasta que quedó exhausto y la respiración se le agolpó en la garganta. Tras apoyarse en un árbol cubierto de moho, la cara apretada contra la fría corteza, el brazo del machete temblando, trató de llorar otra vez. Pero no pudo.
Con la sangre aún resonándole en los oídos, se dio la vuelta y volvió al trabajo.
Broux advirtió que Sumner se había vuelto peligroso. El muchacho querría volverse pronto contra él, y los guardias tendrían que matarle. Tenía que prepararse para venderlo muy rápidamente. El Pilar Negro sólo ofrecería el precio óptimo por un protomacho… un humano cuya fortaleza física y habilidad fueran clara a los otros de su tamaño. Desde luego, la tarjeta blanca de Sumner sería de ayuda, pues eso significaba que no se convertiría súbitamente en un distor. Como resultado de los arduos trabajos asignados por Broux, Sumner tenía la configuración y la fuerza de un protomacho, pero aún no estaba lo bastante preparado. Sus músculos tenían que ser estirados y ajustados… y rápidamente.
Para ayudarle, Broux empleó a Derc, un preparador del ejército. Tenía el pecho como un muro y brazos largos como los de un orangután. Conocía con las manos el cuerpo humano tan bien como lo conocía Broux con los ojos y la mente. Juntos, rehicieron a Sumner.
Tendido sobre una mesa de cedro, Sumner aprendió una nueva clase de dolor. Los dedos de hierro de Derc detectaron los músculos agarrotados y los soltaron. A continuación sondeó más profundamente, dejando atrás las vendas que mantenían los músculos en su sitio, probando los recuerdos agolpados en la fibra junto al hueso.
Derc empezó con un pie, frotando la planta con el duro borde de su pulgar, internándose profundamente en la sensible carne del arco y luego abarcando todo el pie, separando cada dedo y sus ligamentos. Los años de abuso que el pie había absorbido del pesado caminar de Sumner brotaron como flores salvajes. El dedo gordo fue el peor. Se había vuelto rígido en el confinamiento de la bota de Sumner y tuvo que ser soltado de su posición. El dolor sacudió los dedos de Sumner y le llenó de sudor frío.
Pasaron días en la mesa de cedro antes de que Derc, con sus párpados pesados y su cara neutra, recorriera con sus dedos hasta la ultima pulgada del cuerpo de Sumner. Y aunque el dolor suavizaba el cerebro, especialmente en torno a las cicatrices donde su carne recordaba las indignidades que su mente había apartado, había algo hermoso en sentir sus músculos deslizarse libremente bajo su piel.
Lo peor de todo fue cuando Derc se dedicó a su cara destrozada. La tortura de los policías le había aplastado de tal forma la nariz que los médicos ni siquiera habían intentado reconstruirla. Sacaron un montón de huesos y cartílagos, ensancharon las cavidades nasales y dejaron que la nariz sanara sola, apelmazada y casi plana a la cara. Mientras Derc trabajaba con su nariz y sus labios, frotando con su pulgar de hierro los músculos convertidos en cicatrices, Sumner volvió a experimentar el dolor que había conocido en los barracones de la policía de McClure.
Aquellos momentos breves y lúcidos cargados de la belleza del dolor eran la única alegría que quedaba en la vida de Sumner. Sin Dado, Kagan perdió todo sentimiento amistoso, y se hundió en un silencio profundo perturbado sólo por algún ímpetu ocasional deseoso de venganza. Con el tiempo, incluso esa pasión se hizo silenciosa… aunque no desapareció.
El cuerpo de Sumner se volvió flexible y ágil en unas pocas semanas. Broux era feliz, y para completar su entrenamiento, enseñó personalmente a Sumner a nadar en la profunda laguna llena de peces en plena jungla. Águilas de cresta blanca dominaban las lagunas, y se zambullían sin ruido desde los árboles más altos para sacar del agua un pez dando coletazos. Observaban con sus máscaras llenas de furia salvaje cómo Sumner se zambullía y nadaba en el lugar donde ellas conseguían su alimento.
El hechizo del agua y su nuevo cuerpo devolvieron a Sumner una sensación que no conocía desde que fuera el Sugarat. Lo que entonces fue miedo en él se había ampliado a una fortaleza psíquica inagotable. La inquietud se volvió vigor, y la ansiedad se convirtió en claridad. Cuanto más fuerte se sentía, más claramente sentía lo que tenía que hacer. De alguna manera, de una forma que le dejara con vida, tendría que matar a Broux.
Después de que Sumner dominara la sensación de su nuevo cuerpo en el agua, Broux le llevó al ancho río al norte del asentamiento donde un puñado de hombres se encargaban de pescar para el campamento. Bajaban largas redes todas las mañanas y las recogían por la tarde.
Sumner pasó la mayor parte del tiempo aclarando los gruesos matojos de la orilla del río, pero de vez en cuando le enviaban al agua para que liberara una red o ayudara a tirar de una recogida. Observando a los hombres que le rodeaban, aprendió a zambullirse profundamente con una roca en las manos o cómo hacer tubos cosiendo las entrañas de peces pirarucu con juncos del río. Cada día fortalecía sus pulmones y las piernas nadando bajo el agua contra las fuertes corrientes.
Una tarde nubosa, cuando la luz del sol barría el agua como si fuera viento, Broux se acercó a supervisar el trabajo de Sumner. Se sentó en las sombras mientras Sumner laboriosamente talaba los árboles caídos cercanos, haciendo espacio para una pequeña ensenada que estaban construyendo en los bajíos. Cuando llamaron diciendo que una de las redes se había atascado, Broux le señaló para que bajara y la liberara.
Sumner se zambulló inmediatamente, pero esta vez tuvo cuidado de guardar en su camisa una bolsa de aire. Llegó al fondo y examinó la red. Se había enganchado en la raíz de un árbol y sería fácil liberarla, pero la dejó atascada. Se dejó llevar por la fría corriente del río y buscó una piedra. Encontró una del tamaño de un puño, tocó el fondo, y esperó.
Sabía que Broux vendría a por él en cuanto pensara que su animal se había atascado. Se sentó en el fondo, sorbiendo tranquilamente su suministro de aire.
Pasaron los minutos, y entonces una nube de aire explotó en la lisa superficie. Broux bajó pataleando hacia la red. Sumner se levantó para recibir a su amo con la roca por delante. Ésta golpeó a Broux encima del ojo derecho y le dejó sin sentido.
Broux se dobló como un muñeco de papel en el agua oscura, la cara estúpida y serena, y Sumner lo cogió por los hombros. Tiró del cuerpo y le introdujo la cabeza en la red. Los últimos restos de vida fluyeron por la boca de Broux convertidos en brillante vapor mientras Sumner liaba sus brazos en la cuerda y lo retorcía para que pareciera que se había enredado solo. Con los ojos nublados por la muerte, Broux contempló cómo Sumner subía hacia la luz.
Sumner casi se había ahogado al enredar el cuerpo de Broux a la red, y fueron necesarios dos hombres para resucitarle cuando lo arrastraron a la orilla. Eso, por supuesto, hizo que la historia que contó sobre la valentía de Broux fuera más creíble, y la única duda que experimentaron los Massebôth fue decidir a quién pertenecía ahora Kagan.
Las autoridades del Pilar Negro decidieron, con la severa justicia de costumbre, que los Cuerpos de Buceo Táctico (el grupo más peligroso y duro dentro de la escala militar), deberían encargarse de él. Con el strohlplano de suministros de esa semana, Sumner dejó atrás los húmedos bosques occidentales de Ciudad Carne y cruzó el continente hasta las rocosas orillas de la costa este, al sur de Carnou. Tres días después del incidente en el río, se encontró zambulléndose desde torres de perforación a aguas profundas pero angostas. Fue obligado a nadar distancias maratonianas por la noche con un saco atado a la espalda, y durante días interminables le dejaron flotando mar adentro, con una tabla de madera como único asidero. En una piscina cerrada, con un pequeño bastón, tuvo que aplicar técnicas de combate contra tiburones de ojos sañudos. Y aunque el horror de su vida se había intensificado, se sentía contento de haberse librado de Broux.
En el Cuerpo, al menos, era tratado como cualquier otro hombre. Llevaba un traje de salto azul con el emblema negro y blanco de los Massebôth en las mangas, y dormía en barracones con techo de zinc lejos de la jungla. Pero, al contrario que los demás, había conocido el enorme dolor de Ciudad Carne, su servidumbre y la falta de futuro, y se sentía feliz sólo cuando el agotamiento lo liberaba. No le interesaban los sobrios entretenimientos del barracón, y pasaba todo el tiempo libre practicando técnicas de buceo y nadando y corriendo hasta el límite de su resistencia.
En el campamento se burlaban abiertamente de él por su vida sin emociones. Pero en secreto le envidiaban por sus sobresalientes habilidades como buzo y su fortaleza. Ganó varias citaciones raras por batir records de distancia y resistencia, y se convirtió en un héroe del campamento en las competiciones del Cuerpo.
No obstante, nada de todo eso tenía valor alguno para Sumner. La vida para él era un ejercicio tedioso y prolongado, vacío de placer o ambición. Ni siquiera merecía la pena esforzarse por la muerte. De vez en cuando, de noche, bajo las estrellas y los fuegocielos, pensaba en Kempis y en la libertad, pero de día la idea de escapar parecía fría y diminuta. Su vida cotidiana era mecánica y él, a su vez, se había convertido en una máquina sin espíritu.
Por tanto, no fue la valentía o la compasión, sino la mera rutina lo que le envió un día hacia la muerte. En una misión en un mar rizado y sacudido por la tormenta, un bote en el que navegaban él y otros cuatro hombres volcó. Todos llevaban sus trajes de inmersión rojos, pero el único hombre que estaba atado a los tanques de oxígeno se golpeó la cabeza con la quilla y se hundió sin dejar rastro.
Todos se zambulleron tras él a la máxima profundidad que pudieron sin malgastar el aire necesario para subir a la superficie. Sumner continuó. El agua se volvió fría, luego aún más, y le lastimó los oídos. Un puño de dolor se agarrotó en su pecho y trató de atarse a su garganta, pero siguió impulsando las piernas y se hundió más profundamente en la oscuridad.
Su cerebro se sumía ya en una luz vaporosa cuando sus manos se cerraron sobre los tanques de oxígeno. Agarró la boquilla y llenó los pulmones de vida; entonces la tendió al otro hombre y lo agarró en un abrazo de oso como le habían enseñado. El hombre estaba vivo y se hizo más ligero a medida que su pecho se hinchaba. Sumner soltó todos los tanques menos uno, y con su compañero asegurado bajo el brazo, empezó a ascender lentamente. Una hora más tarde llegó a la superficie, desató el tanque, y nadó de espaldas hacia la orilla tirando del hombre.
Poco después de eso, dos miembros de las fuerzas de élite de los Massebôth le visitaron. Llevaban ajustadas chaquetas de cuero, los colores del regimiento, y gorras de fieltro rojo con insignias de cobras plateadas.
Sumner estaba sentado en su jergón sin ropas, medio dormido, cuando entraron. Se sentaron a cada lado de su jergón, y un olor mustio a artemisa y el exterior llenó el aire. Uno de ellos tenía la piel de color de café y húmedos ojos mongoles. Se llamaba Ignatz, y aunque había una distancia animal en su mirada, observó a Sumner con aprobación. El soldado con los dientes de ardilla y bigote de chivo dijo que se llamaba Gage.
Explicaron inmediatamente —Gage de manera tranquila, Ignatz con indicaciones tensas y suaves—, que su intrepidez y fuerza se habían hecho bien conocidas, y querían que se lo pasara bien unos días y hablar con él sobre su cuerpo de élite, los Rangers.
Sumner los observó, remoto como una montaña.
—Pertenezco a este escuadrón —dijo con los ojos medio cerrados.
Ignatz sacó un papel rojo y se lo tendió. Era un pase de tres días.
Le llevaron a la costa en un trineo marino a toda velocidad, atravesando un laberinto de barreras nocturnas, deslizándose sobre los brillantes reflejos de los pueblos iluminados, y finalmente entraron en una ensenada solitaria. Los rangers le dieron a Sumner una habitación en la opulenta finca arbórea de allí. Durmió profundamente en una hamaca, y cuando se despertó al amanecer se olvidó por un momento de quién era.
Los dos rangers estaban ya levantados. Iban vestidos informalmente con camisetas del ejército y pintorescos pantalones. Ignatz estaba preparando una hoguera de cangrejos excavada en la arena y Gage echaba hielo sobre las rojas botellas de cerveza de mentís.
Gage le lanzó una de las botellas a Sumner, quien la cogió al vuelo.
—¿Disfrutas matando? —le preguntó, mientras Sumner se tendía a su lado.
Sumner miró directamente al ranger, recordando con demasiada claridad el horrible temor que le había llevado a matar como el Sugarat y el profundo dolor que le había vuelto contra Broux.
—No.
—Pero te gusta. —Los ojos de Gage eran claros y activos como agua girando sobre rocas—. Si no fuera así, no habrías sido tan bueno.
—Ni lo habrías hecho —dijo la oscura voz de Ignatz mientras se colocaba junto a Sumner, Era un profundo parcial: un telépata que era útil a los Rangers en sus misiones de reclutamiento. Cuando miró dentro de Sumner vio a los Nadungos revolviéndose en ácido y a los distors de la Caricia Negra empapados de brea ardiente, el humo surgiendo de sus cuerpos como música oscura. Rompió con facilidad el cuello de una botella con un movimiento de muñeca y le tendió a Sumner la bebida espumosa—. Nadie mata de la forma en que tú lo hiciste sin que le guste.
—No me gusta.
Ignatz dirigió a Sumner una mirada larga y penetrante. Entonces se levantó y regresó a los cangrejos humeantes.
Gage entrechocó su botella con la de Sumner y se disculpó con una amplia sonrisa por la actitud de su compañero.
—A Ignatz le gusta matar. En las colonias de los arrecifes, recorre los muelles y las tabernas de los pueblos buscando corsarios que matar. Es un azote de distors. Yo soy diferente. En algunas misiones he visto a tribus de distors derribar strohlplanos del aire sin otra cosa que sus mentes. Eso es suficiente maldad para mí. Cuando tomo mis cuatro meses de vacaciones cada año, prefiero pasar el tiempo en lugares como éste, saboreando mi vida. Ignatz y yo somos los dos extremos de los Rangers. Creo que encajas mejor conmigo.
Ignatz los llamó para que acudieran a la hoguera, y Gage le tendió otra cerveza. Mientras comía, los dos rangers contaron por turnos historias sobre el extraño norte.
—Si pensara que ibas a creerme —dijo Ignatz con sinceridad—, te hablaría sobre una jungla telepática y una ciudad de monos inteligentes.
Sumner asintió con cortesía. También él había experimentado lo increíble, y escuchó con expresión abierta y receptiva.
A mediodía Sumner ya había oído historias suficientes y bebido bastante cerveza de mentis para sentirse descansado pero tranquilo. Le brillaban los ojos y observaba con divertido interés cómo Ignatz utilizaba el canto de la mano para partir el cuello de las botellas de cerveza medio llenas. Gage entró en la casa y regresó con tres mujeres hermosísimas.
El corazón de Sumner explotó cuando las vio, pero se las arregló para no dejarlo entrever. Gage las presentó, y sus nombres resonaron en la cabeza de Sumner con los recuerdos excitantes de todas las mujeres a las que había amado pero nunca había llegado a conocer en McClure. Sorbió ansiosamente otra cerveza de mentis.
Tanto Ignatz como Gage se comportaron con tanta calma que pronto Sumner se sintió de nuevo sinceramente relajado. Incluso bebiendo cerveza a largos tragos o charlando despreocupadamente con las mujeres, los gestos y expresiones de los dos rangers eran claros y llenos de propósitos. Ninguna acción por su parte era gratuita, y eso impresionó a Sumner más que todas las historias de rangers.
Cuando llegó el momento de entrar en la casa con su mujer, Sumner fingió indiferencia. La mujer tenía el pelo color sombra y era delgada como el humo. Sus ojos verdes estaban salpicados con vetas de oro, como un tigre. Pasó toda la noche y parte del día siguiente usando su cuerpo de almendra marrón ingenua y compasivamente para disipar la intranquilidad de Sumner. Su boca trabajaba con una destreza que el hombre pensaba quedaba reservada sólo para los dedos, y experimentó con ella un placer violento.
Al día siguiente su cuerpo estaba sumido en una letargia maravillosa. Sentado a solas con los rangers en una tarde dorada de brisa de mar, hogueras, pescado ahumado y cerveza de mentís, escuchó abstraídamente sus propuestas.
—Te queremos con nosotros —le dijo Ignatz—. Serás entrenado en Dhalpur, nuestra escuela secreta, de cuatro a diez años… hasta que desarrolles las habilidades para hacer el corte. Entonces empezarás a ganar más zords que los oficiales mejor pagados en cualquier otra división. También tendrás cuatro meses de permiso cada año, y el tiempo se acumula si renuncias. —Las pobladas cejas de la cara tensa y oscura se alzaron en un silencioso «¿Y bien?».
—Pertenezco a mi escuadra —dijo Sumner simplemente.
—Podrías conseguir un traslado —dijo Ignatz—. Los Rangers tienen peso.
—Mira, estamos interesados en ti —intervino Gage—. Sabemos lo del Sugarat. Sabemos lo de Ciudad Carne. Sabemos lo de Broux. Y cómo lo mataste. —Sonrió con los ojos, pero no con la boca—. Acéptalo, Kagan, estás obsesionado con la muerte. No vas a ser feliz protegiendo barcos de pesca y localizando balizas perdidas. Necesitas el riesgo.
La mandíbula de Sumner latió.
—Todo es una mierda —dijo sombríamente—. Muero y eso es todo. Estoy muerto. Todo es una mierda. —Los miró con la solemnidad de un toro—. Mientras esté haciendo algo, mientras me mueva, no pienso, sólo me muevo y no sé. Los Rangers o el Cuerpo, ¿cuál es la diferencia?
—El mundo, amigo —replicó Ignatz.
—Eres joven —intervino Gage tranquilamente—. No conoces lo extraño. Los Massebôth están atascados en esas ciudades baratas de espaldas al océano. ¿Por qué? ¿Por qué estamos preparados con nuestros strohlplanos y nuestra artillería al borde de la nada? Hay un mundo ahí fuera que no podrías creer. Y la única manera de verlo es siendo ranger. Estamos en primera línea. Nadie va tan lejos como nosotros. Pero sólo a los mejores se les pide que se nos unan. Queremos hombres que no tengan sombra, hombres que ya estén muertos, hombres que no conozcan la palabra futuro. ¿Eres tú uno… o hemos cometido un error?
Los papeles de traslado estaban esperando a Sumner cuando regresó al campamento del Cuerpo, y no tuvo que pensar mucho tiempo en unirse a los Rangers. La distancia de los otros hombres de su escuadrón y la monotonía de su entrenamiento decidieron por él.
Dos días después de que firmara los papeles y regresara al campamento, un furgón negro llegó a recogerle al amanecer. El conductor con cara de perro no dijo nada durante las siete horas de viaje a través del desierto. El duro trayecto terminó en el aire cálido de un deslumbrante llano salino, donde un strohlplano esperaba con la portezuela abierta. Sumner viajó solo en la bodega, agarrando un cinturón durante el agitado vuelo. El strohlplano se posó en varios puestos militares sin nombre durante intervalos interminables, y ya que nadie venía para hacerle bajar, pasó parte del día durmiendo.
Viajaron durante toda la noche. Cuando aterrizaron, había una hoguera ardiendo en mitad del brazo pantanoso de un río. Doce hombres con las caras oscurecidas con lodo le estaban esperando.
Sumner abrió la compuerta y saltó de la nave. El oficial al que saludó le abofeteó y le ordenó que se desnudara. Los misterios estaban a punto de empezar.
El oficial, oscuro y delgado como una serpiente, cogió a Sumner por el cuello y le rasgó la camisa. Lo golpeó en la sien, le agarró el brazo y se lo retorció hasta que el dolor corrió por su hombro y llegó a su cráneo. Con un golpe con las dos manos, alcanzó a Sumner en la espalda y lo dejó sin respiración.
Sumner se derrumbó y el oficial le golpeó con las dos rodillas en el estómago. Sus puños se cebaron en los oídos, y luego sus dedos se engarriaron en los músculos de su garganta.
Con la cara carente de emociones, como una cobra, el oficial se incorporó y un ancho cuchillo susurró en su mano. La hoja buscó la entrepierna de Sumner y cortó el tejido de sus pantalones. El oficial pateó a Sumner en las rodillas, y cuando éste por reflejo apartó las piernas, le golpeó los muslos con los talones.
El dolor fue agudo. Con los ojos llenos de temor, Sumner observó al oficial y a los doce hombres subir a bordo del strohlplano. Aun estaba doblado cuando la nave se internó rugiendo en la oscuridad y se perdió de vista. En lo alto, los fuegocielos brillaban como pieles de serpiente.
—De pie.
La dura voz que rompió la oscuridad resonó en los oídos de Sumner, y rodó de lado en la dirección de donde había venido, esperando que el dolor de la paliza lo sacudiera. Pero sintió su cuerpo completo.
—No estás herido —dijo la densa voz—. Has recibido un masaje a nivel profundo. El armazón de tus músculos ha sido liberado. Verás, para empezar los misterios tienes que estar desnudo. —Un pájaro nocturno chirrió—. Levántate.
Sumner se puso en pie, sorprendido por la facilidad de su esfuerzo. Meneó los hombros, sin creer todavía que tanta violencia pudiera ser creativa… pero no había dolor, ni siquiera un rasguño.
—¿Quién eres? —le preguntó a las sombras del pantano.
—Estás desnudo y solo en un pantano —dijo la voz a su lado, y Sumner se volvió para mirar en esa dirección—. Olvida tus preguntas. Escucha, para así tener una oportunidad de sobrevivir.
A la altura de sus rodillas se sacudió una sombra. Sumner retrocedió un paso, esperando que un animal surgiera de entre la maleza. En cambio, apareció la cabeza de un hombre y la oscuridad silueteada de un tronco. Una llama parpadeó brillante, y el largo cabo de una vela capturó la chispa y resplandeció.
Bajo la repentina luz, Sumner vio a un viejo guerrero de mejillas hundidas, nariz retorcida y ojos profundos como el cielo. El hombre no tenía piernas, y faltaban grandes porciones de su cráneo, lo que confería a su cabeza una forma extraña y angular.
—Soy Mauschel —dijo el hombre con su voz enérgica—, tu instructor. Soy directamente responsable de tu entrenamiento aquí en Dhalpur.
Sumner abrió la boca asombrado, y el hombre sin piernas acercó el cabo de la vela a su cara para revelarse mejor.
—Perdí las piernas en el campo de batalla —explicó Mauschel—. Llevo enseñando aquí en Dhalpur toda una vida. Sólo uno de cada diez completa su tutelaje bajo mi supervisión.
—¿Y el resto? —preguntó Sumner, su voz reducida a un susurro.
—Algunos mueren. Otros huyen. Pero te lo advierto, los que completan mi entrenamiento son los mejores entre los Rangers. Hace falta medio hombre como yo para completar a hombres que sólo piensan que están completos. —Colocó el cabo en el nudo de la cinta de su cabeza—. Sólo la ausencia puede hacer completo a un hombre.
Sumner espantó a los mosquitos que revoloteaban a su alrededor.
—Aprenderás a amar este pantano —dijo Mauschel, arrastrándose sobre sus brazos—. Los mejores matadores son aquellos que pueden amar, pues conocen las fuerzas de la vida. Te encanta matar, como a todos los otros que me envían. Pero este pantano te enseñará a amar la vida.
Mauschel extendió la mano y tocó las rodillas de Sumner.
—Siéntate.
Frente al instructor, con las piernas cruzadas, inmerso en el olor del repelente de insectos de la vela, Sumner experimentó una punzada de asombro.
—Por ahora, eres una víctima de ti mismo —le dijo el instructor—. Tus estados de ánimo determinan lo que no ves. Pero después de que te calmes, lo verás todo. Eso es lo que debo enseñarte: a ver lo que está oculto.
Mauschel volvió con el pulgar la cabeza de Sumner y señaló un arroyo de agua que corría junto a ellos, negro por acción de la noche.
—La segunda visión es simplemente persistencia —dijo—. Si puedes silenciar tu mente lo suficiente, verás dentro de todo y de cada uno. El silencio es poder.
Mauschel y Sumner permanecieron sentados contemplando el arroyo correr entre las rocas, escuchando durante lo que pareció una eternidad las canciones de los pájaros nocturnos que surcaban el aire. Al principio, Sumner tuvo que esforzarse para permanecer despierto. Cada burbuja que brotaba sobre los guijarros a sus pies era un mundo completo, lleno de luz y movimiento. No hay número para los mundos.
—No sueñes —le advirtió Mauschel—. Sólo observa. El autoscan es sólo contemplar. Tienes que saber cómo no hacer nada para poder hacer bien algo.
Al amanecer, mientras miraba el torrente iluminado por los destellos del sol, el agua se volvió fuego en la mente de Sumner y tomó las formas de su sueño: llamas de color de carpa, la forma de peces prehistóricos…
Mauschel le abofeteó.
—Pasarán años antes de que despiertes.
Sumner parpadeó bajo la luz de su primer día en los pantanos y se llevó una mano a la mejilla dolorida. Miró al instructor con lastimado asombro. ¿Qué quería este medio hombre?
Mauschel se dio la vuelta y caminó arrastrándose sobre los brazos hacia el borde del pantano, donde colgaban burbujas de luz sobre el agua negra. Contra un entramado de raíces que se formaba en la orilla estaba su esquife. Miró hacia atrás y vio a Sumner arrodillado desnudo en la hierba, con una mano en la mejilla. El remordimiento le abrumó cuando vio el resentimiento en los ojos del joven. Su mano tocó el cuero curado de un muñón, y la culpa remitió. Era un maestro, se recordó, mientras bajaba su cuerpo al bote manchado de brea. Eso era todo cuanto era.
Cruzó las aguas dormidas. Sumner se quedó en la luz fluctuante, siguiéndole con su mirada azul. Si alguna vez despierta, será bueno, pensó Mauschel, admirando la altura y el porte del hombre. Años antes (muchos años antes), Mauschel había sido ranger. «El que nunca fue», dijo en voz baja, mirando en el agua negra, recordando aquella mañana hacía una eternidad cuando vio por primera vez las escamas tras sus rodillas. Estaba en plena campaña entonces, y se había permitido creer que las descamaciones eran un hongo de la jungla. Un compañero ranger tuvo que decírselo: las escamas negras eran genéticas. Era un distor.
El autoscan fue todo lo que le mantuvo vivo después de que se volara las piernas para esconder la distorsión.
—El autoscan es vida —le dijo al agua rebosante de algas—. Si Kagan despierta alguna vez, será bueno.
Los agudos ojos de Mauschel leyeron las sombras de los senderos en el agua, y guió el esquife a través de las brumas de la luz del sol y las corrientes de flores arácnidas hacia el alma oscura del pantano.
Tras su primera noche en el pantano, la vida de Sumner la formaron rutinas que continuaron invariables durante varios años. Los reclutas veteranos que habían contemplado su encuentro con Mauschel desde sus refugios entre los árboles le enseñaron las técnicas básicas para sobrevivir en el pantano. Eran hombres reticentes de aspecto hambriento que desaparecieron en cuanto le enseñaron cómo forjar un cuchillo de piedra y a tejer ropa con la fibra de las plantas. Días después, Sumner tuvo un refugio propio en un árbol de mangaba y pescaba con lanza desde su propio esquife.
Pero la vida en el pantano era difícil. Tenía que contentarse comiendo raíces, insectos y las pequeñas presas que podía cazar. Cada día se ensamblaba con el siguiente como la estructura de un sueño, y lentamente el autoscan sobre el que Mauschel había sido tan insistente empezó a tener sentido. Era observar, simplemente observar sin pensar. La dificultad estaba en aprender a vivir consigo mismo.
Recordaba a Gage e Ignatz con sentimientos oscuros y llenos de pesar. Convertirse en ranger era muchísimo más difícil de lo que ellos habían confesado. En los primeros meses de su vida en el pantano, otros reclutas lo emboscaron varias veces. Y el precio de estas rapiñas era alto. Cuando emboscaban a un recluso, perdía todo lo que tenía ante aquellos que le encontraban: comida almacenada, cuchillos, incluso ropas. Por dos veces, Sumner casi murió de hambre. Entonces aprendió a dejar de preguntarse y a observar simplemente: observarlo todo, su cuerpo entero una lente abierta al tiempo, percibiendo cada momento sexual del día, cada giro del viento.
Un día, mientras observaba la luz abandonando los árboles mientras caía la noche, Sumner sintió que algo se acercaba. Se arrastró sin ruido a través de los matojos y se agazapó bajo el abrazo de un grueso sauce. El parloteo de los pájaros circularon su escucha, y el viento empujó olores de algas a través de la hierba acolchada. Mientras sus pensamientos se reducían y el autoscan se ampliaba, Sumner se centró en la aproximación del otro.
Una figura en sombras apareció de debajo de las grandes raíces de un olmo, junto al borde fangoso de una laguna negra, y se movió en la dirección de Sumner. La figura quedaba oscurecida por la maleza, pero Sumner pudo oír la fatiga en el pesado paso. Fijó su atención en las hojas de palmito que se flexionaban con el viento hasta que el intruso pasó junto a él: un hombre encapuchado con un jubón gris y polainas.
Sumner esperó un instante y entonces alargó rápidamente el brazo izquierdo y capturó un tobillo huesudo y raquítico. De una sacudida derribó el delgado cuerpo y saltó, colocando la rodilla en la espalda del estrecho jubón. Agarró la capucha con una mano y la echó hacia atrás.
Un grito se ensanchó en sus ojos. Estaba agarrando a un distor, una criatura calva con la piel de color de mármol y los ojos rojos.
El distor se debatió, Sumner soltó la capucha y buscó su cuchillo. Mauschel le había ordenado en varias de sus sesiones regulares que matara a cualquier distor que encontrara. Al mirar la cara color gris ostra, asió con fuerza el cuchillo y lo alzó. Pero no golpeó.
¡Ordenes foc! Soltó al encapuchado y dio un paso atrás, enfundando su cuchillo. El distor rodó sobre su cuerpo y se quedó sentado, mirándole con sus ojos salvajes, la cara infantil y ligeramente ladeada como si escuchara alguna canción estridente justo al borde de su capacidad auditiva.
—Márchate de aquí antes de que aparezca un peligro real —gruñó Sumner.
El distor se levantó tembloroso y se inclinó. Con sus manos deformes abiertas en signo de gratitud, dio un paso adelante. Sumner se volvió, pero antes de que pudiera marcharse la criatura le tocó. Su visión se nubló, y un filamento de viento helado más fino que un hilo de luz le recorrió la piel. ¿Es malo amar a todo el mundo?, preguntó una voz en el fondo de su mente. Todo su cuerpo se estremeció y una euforia abrumadora surcó los recovecos de sus pulmones y su garganta. Cuando recuperó la vista, el distor se había ido.
Pero el lazo telepático entre ellos permaneció. Sumner sintió al otro ser durante la noche. Tendido en su árbol mangaba, oprimido por el cansancio del distor, sintió su temor al pantano mientras cruzaba una zona de árboles musgosos y arenas movedizas. A un nivel más profundo, conoció el temor del que huía aquel ser: los cazadores de distors habían encontrado su tribu hacía tres noches, y el bosque en el que vivían había sido incendiado. La compañera con la que había logrado cruzar las colinas e internarse en el pantano había sido localizada ayer y le habían disparado por la espalda, justo bajo el hombro, y había muerto en sus brazos.
Sumner se revolvió inquieto en su guarida, y en el lejano extremo del pantano el distor sintió su desazón y dejó de correr. La tierra contra la que chapoteaba era fría, húmeda y oscura, pero el cielo era una borrachera de luz. Sumner experimentó la maravilla del distor y se relajó. Mientras se hundía en el sueño, la telepatía se abrió al sonido y oyó la suave voz del distor por última vez: Creo que es bueno vivir.
Bajo la tutela de un ciego que tenía una espalda ancha como un bisonte y los cinco sentidos en las manos, Sumner trabajó rigurosamente para endurecer las partes vulnerables de su cuerpo. Golpeó arena y madera muerta en las manos, pies, codos, y rodillas, armonizándolas con callos huesudos. Golpes y masajes endurecieron su esternón y abdomen hasta que se le pudo romper una rama de árbol en el estómago. Y aprendió a flexionar y relajar instantáneamente su cuello para poder absorber golpes en la cara con los ojos abiertos. Sólo entonces le mostraron cómo comprimir su respiración en el centro de su cuerpo y retorcer su latido en el preciso momento del impacto. Cuando pudo arrancar la corteza de un árbol con los pies y manos desnudos, el maestro ciego terminó con él. Había aprendido a usar todo su cuerpo de una vez.
De una anciana huesuda con la piel marrón como el barro aprendió a dominar los secretos botánicos de la tierra, y llegó a saber hacer curare de las parras de estricnina, profilácticos contra la malaria de la corteza de la quina, repelente de insectos del barbasco, y un analgésico tópico de moras rojas de genipa.
Tendido en la hierba de un bosquecillo de cedros durante una pausa en su entrenamiento, observando a los ciervos alimentarse, a Sumner le apeteció cantar. Pero la música era un fantasma en su mente porque se sentía incómodo con su voz, y por eso se quedó tumbado bajó la luz del sol con los otros reclutas, contento con escuchar los verdes cantos de los pájaros.
Estos hombres podrían hacerle morir de hambre en el pantano si no permanecía alerta, pero durante las sesiones de entrenamiento lo compartían todo como hermanos. Sumner era tan fuerte y seguro de sí mismo como cualquiera de ellos, y descansaba entre las sesiones de lucha libre, en pleno desarrollo con el conocimiento recién visto de los cuerpos retorcidos, las llaves y las evasiones. Se miró con orgullo los músculos de las piernas. Y durante ese raro momento, el pelo brillante de sudor, el pecho y el torso musculosos y relucientes, sintió que su vida era divina.
En el extremo de la oficina, en una habitación en sombras con la puerta entornada, esperaba una profunda. La había enviado el Mando Ranger para probar telepáticamente a los reclutas de Dhalpur y detectar cualquier profundo latente. Llevaba haciendo lo mismo los treinta y dos años que acudía a este pantano, a este estercolero, abriéndose a las mentes de los matadores. Se había vuelto cada vez más sensible… y aburrida.
Los profundos (humanos dotados telepáticamente) eran los únicos distors tolerados por los Massebôth, aunque en secreto. Kiutl inducido fetalmente, bajo las condiciones apropiadas, producía profundos. Pero su vida era rígida. Ni el Pilar Blanco ni el Negro confiaban del todo en ellos, y siempre estaban bajo observación.
Pero esta vieja profunda estaba satisfecha con su vida, si no de su trabajo, y su satisfacción se mostraba en sus ojos grandes y espaciados; ojos grises, alertas. Su rostro era patricio, de frente noble, y su pelo gris era corto pero bien peinado. Miró por encima el historial de Sumner Kagan, deteniéndose brevemente en el asesinato de Broux. Los profundos que investigaron la muerte de Broux vieron inmediatamente que Sumner era responsable, y le catalogaron como posible ranger. Había aprendido que el truco con los asesinos era eliminar a los que se detenían pronto.
Se metió en la boca una brizna de kiutl y alzó la cabeza para ver a un hombre alto y fornido de pelo rojo que entraba en la oficina. La sabiduría resplandeció en los ojos de la mujer, y la música mental resonó en sus oídos: vio la luz corpórea dorada alrededor del gigante, y la visión de este humano de genes completos, este hombre entero, cantó felizmente en su interior.
Miró otra vez el historial para ver quién era el instructor de este ranger. Mauschel, el distar, advirtió con un atisbo de decepción. Aquel hombre era demasiado estricto: quería que sus reclutas completaran su vida inacabada. Siempre estropeaba a los hombres. Como si su dolor fuera el del mundo. Apartó la carpeta y la cubrió con un pliegue de su túnica blanca.
Sumner llenó el marco de la puerta. El ancho espectro de sus ojos ocupando a la mujer de una vez. La mujer le hizo un gesto para que cerrara la puerta y se sentó en una silla frente a ella. Mientras tomaba asiento sin dejar de observarla con sus ojos azul fuego, ella vio las marcas púrpura a ambos lados del cuello.
—¿Cómo sucedió esto, soldado? —preguntó, tocándose la garganta.
—Voors —replicó Sumner, y con el sonido de su voz ella vio en su interior, vio la sombra de un mundo muerto: el estanque de un cráter rodeado por tamarindos moribundos, nódulos de hongos sacudiendo la hierba donde brotaban del suelo vapores acres, un remolino de moscas locas y árboles deformados por el dolor. Y allí, junto al agua verde de la laguna, un niño blanco como la nada y con ojos como hielo.
Ella parpadeó, sorprendida por la claridad de su visión interna. Entonces, con disciplinas que había aprendido desde la infancia, devolvió su mente al presente. No quería saber de los voors ni de nada más en el pasado de este hombre. La habían enviado para hacer una cosa: encontrar otros profundos. Cuanto menos se llevara consigo, mejor dormiría esa noche.
—Sólo el nombre, voors… me asusta —dijo ella convincentemente, abriendo un cuaderno sobre su regazo—. Soy de Profecía, y sólo salgo de la ciudad una vez por año para hacer este trabajo para el Mando Ranger, Estoy aquí para encargarme de que los reclutas sean bien tratados. Una de mis tácticas es hablar con tantos de vosotros como sea posible. Espero que seas sincero conmigo. Nada de lo que digas aquí volverá a ser asociado contigo, a menos que así lo desees. —Sonrió, y Sumner asintió; sólo las diminutas arrugas en torno a sus ojos revelaron su recelo—. ¿Eres feliz aquí? —preguntó la mujer ingenuamente.
Sumner permanecía sentado erguido pero relajado, modulando su respiración en la forma que le había enseñado a hacer Mauschel para cuando fuera interrogado.
—Sí.
Con ese único sonido, la profunda vio la hosquedad en la vida de este hombre: las arduas tácticas de lucha, la ansiedad de la emboscada en las zonas oscuras del pantano, la soledad… Pero dejó atrás esta niebla emocional en busca de una clase de silencio especial… la profundidad del telépata.
—Háblame de ti —dijo—. Cualquier cosa. Tú simplemente habla. —La profunda bajó los ojos, simulando escribir en su cuaderno, mirando sus garabatos sin prestar atención mientras se sumía en trance.
Sumner se revolvió en su asiento y miró la alfombra entretejida, las ventanas de bambú…
—Habla, por favor.
—Volví a sufrir una emboscada hace unos pocos días —dijo él, las palabras formaban espirales en su mente—. Odio que me capturen porque entonces tengo que sentir lo que hice mal hasta que me duelen las tripas. Ésa es la única forma en que puedo olvidar. Me lastimo durante un tiempo.
Ella le instó a seguir con un gesto.
—A veces me siento como agua encerrada en un árbol —dijo Sumner, las sensaciones estallaban en su cráneo y se convertían en palabras—. Estoy cansado de las clases de espada, y de pistola, y de esconderme en el pantano, y de acatar órdenes. Pero entonces pienso que todo en la vida es una mierda. Vivimos hasta que morimos… y luego nada. ¿Tiene alguien derecho a querer algo?
Hizo una pausa. La mujer había dejado de escribir y permanecía sentada con los ojos cerrados.
—Dhalpur ha sido la vida más intensa que he tenido hasta ahora —añadió él en voz baja.
La anciana no había oído una palabra de lo que había dicho. Miraba atentamente en su menteoscura, rebuscando el silencio entre el laberinto de recuerdos y pensamientos entremezclados. Pero este hombre era un sueño. Su luz corpórea era maravillosa, pero su menteoscura estaba empantanada. Cerró el cuaderno y se llevó las manos a los ojos.
—Gracias, soldado. Puedes irte.
—¿Es todo? —preguntó Sumner, la herida que había despertado ardía tras sus ojos.
—Sí, es todo. Por favor, vete ahora.
Sumner se levantó y salió lentamente por la puerta. Fuera, el calor rebullía en el aire sobre los techos de metal del pueblo del pantano donde vivían los oficiales, y se quedó observándolo un rato, sintiendo que había dejado algo atrás.
A finales de su tercer año en soledad, Sumner se volvió loco. Las rigurosas demandas de su entrenamiento y la enorme soledad de su vida durante el autoscan lo aplastaron. Sucedió mientras observaba la lluvia moviéndose en vagos pilares sobre la sabana, mientras completaba una compleja rutina que Mauschel le había enseñado. Ataba y desataba con los dedos de los pies tediosas cadenas de nudos; hacía maniobras de muñeca y dedos con una espada-mariposa, y con la otra empaquetaba y ajustaba cartuchos. A un nivel más profundo, removía su diafragma, obligando a su corazón a reducir su ritmo.
Durante meses, había hecho estas rutinas y otras más intrincadas, y se había convertido en un experto en profundizar en sí mismo y observar su cuerpo funcionar solo. Pero hoy, con la lluvia fuera de su refugio y el viento susurrando sobre la hierba con un sonido casi humano, descubrió que no podía parar. Con precisión lunática, sus dedos anudaban y desanudaban ramas, su mano izquierda hacía bailotear el metal entre sus dedos, por lo que ni palpaba las balas, y su corazón se refrenaba y se refrenaba conscientemente, deslizándose más allá de su control.
Sentado en un parche de luz umbría, moviendo los miembros mecánicamente, paralizada la voluntad, Sumner sintió pararse su corazón. Los dedos de sus pies y sus manos se detuvieron cuando el gemido de su sangre, resonando en sus oídos, se hizo inaudible. La visión se estrechó y un neblinoso olvido le circuló, enmudeciendo su pánico…
El dolor, brusco como un grito, le sacó del trance. La hoja-mariposa le había cortado el pulgar. Miró con súbita lucidez la pálida marca en su carne y vio cómo la sangre aguantaba. Entonces el flujo rojo comenzó, y su corazón repicó fuertemente en sus oídos.
Sin pensar, lo dejó caer todo y corrió descalzo bajo la lluvia. El viento le sacudió, y se preguntó qué estaba haciendo. Pero entonces el autoscan inconsciente se apoderó de él, le bloqueó pensamientos y sensaciones, y le propulsó a la tormenta.
Corrió con la tormenta, siguiendo las sacudidas del viento, ajeno a los agujeros y los fangales. La lluvia zigzagueaba ante él, y le conducía tambaleante a la penumbra de un bosque neblinoso. Un denso efluvio de cortezas podridas y tierra húmeda le envolvió, y se detuvo con los brazos abiertos. La vaporosa fatiga de su larga carrera le subió por las piernas y el pecho y se cebó en su mente. Se derrumbó sobre la tierra pegajosa y durmió profundamente.
Pasó la tormenta y escuchó los rumores de la lluvia: el murmullo del agua en los charcos, el suspiro de los charcos convirtiéndose en niebla. El chasquido de una gota contra una raíz desnuda le alertó de vuelta a sí mismo. Yacía empapado, helado y hundido en el fango negro, respirando por la boca. Pero no se movió. Algo horrible le había sucedido durante su sueño en el bosque. No podía decir qué era… pero lo sabía.
Al oír los diversos sonidos de las gotas de las hojas, el salpicar de los helechos, el ritmo irregular de los chorros de las enredaderas, experimentó poder. No fuerza o energía, sino tranquilidad. Mientras se recuperaba del cansancio de su carrera histérica, se sintió limpio como la blanca leña que veía a su lado en las ramas rotas por la tormenta. El poder que estaba experimentando le guió sin esfuerzos por el irregular suelo del bosque, y con él vino una impecable claridad. El mundo se había vuelto transparente: veía dónde el viento, hinchado de lluvia, había arreciado, forzando a la vida a salir o matando a la que quedaba; y vio a través del barro y las ramas dónde estaban ocultos los animales pequeños, ateridos de frío. En la roca descubierta, una mirada a los sedimentos petrificados revelaba toda la historia del bosque: el fondo de un río enterrado, un desierto desvanecido. El control más amplio que el intento lo había formado todo, como lo había formado a él. Pero, por caótico que pareciera, había control: juncos diseñados para balancearse con el viento, hojas cubiertas de cera y formadas para derramar la lluvia; por cada predador una presa, desbaratando su propio nudo de tiempo.
Sumner volvió su claridad hacia sí mismo. Deambulando casualmente por el borde del bosque, con todos los sentidos en paz, se dio cuenta de que el control total que los Rangers le forzaban a desarrollar siempre había sido sólo cuestión de calma y reconocimiento. Su cuerpo, como el bosque, era una ecología precisa. Las oleadas de bacterias de su sangre podían sentirse por la fuerza o el letargo de sus músculos, y podían ser modificadas con hierbas, respiración, alimento. Sus iris trabajaron automáticamente, pero había aprendido a tensar y relajar aquellos músculos sutiles, primero reconociendo y luego imaginando las sensaciones de la luz y de la oscuridad. De modo similar, había aprendido a restañar una herida, a regular la temperatura de miembros diferentes, a escuchar con las yemas de los dedos. Pero ahora comprendía que el secreto no estaba en el control diligente, sino en el reconocimiento y en la complacencia. Así de fácil.
En las pausas de su respiración se materializaban imágenes de su pasado. Instantáneamente fijó la mente en la copa de los árboles, el trueno rugiendo sobre la cima del bosque, un capullo uteral naranja imperturbado por la tormenta, antes de componerse intentando componerse. Relájate… Dejó que sus recuerdos se desataran, y mientras cada uno le atravesaba, los miraba de la forma en que miraría un refugio de la jungla en busca de las cosas que escondía. Y vio que toda la vida había intentado desesperadamente controlar cuanto le rodeaba.
Un profundo recuerdo del único invierno que había experimentado le llenó, y una vez más vio la forma de su aliento, escalones esmaltados de hielo, carbunclos de hielo en los árboles, copos de nieve revoloteando por las calles y un caballo de orejas rojas con un diamante blanco sobre la nariz. Recordó claramente la urgencia de lastimar a aquel caballo, de asegurar su supremacía. Y recordó haberlo llevado hasta el estanque… fue entonces cuando igualó por primera vez violencia y control.
Los recuerdos continuaron, y con claridad exenta de remordimiento se vio enfurecido por la muerte de su padre y perpetuada su furia como el Sugarat, impulsado por el constante temor de que el control de su padre nunca sería suyo.
Sumner deambuló por el bosque, rehaciendo el sendero de su vida. Experimentó la vergüenza y la culpa de los muchos años que había pasado engañando a su madre, y experimentó plenamente y luego abandonó la tenaz nostalgia que sentía por su coche, su habitación, su escánsula, y, por fin, percibió cómo su necesidad de orden le habían convertido en un cebo para los voors. Todos los recuerdos de Corby y Jeanlu que había evitado tan fanáticamente durante años regresaron por completo. Las sensaciones le atravesaron como fantasmas: el escalofrío de sangre que chispeaba sobre el cuerpo de Corby; el canto mortal que el cadáver de Jeanlu había entonado en su cara mientras lo agarraba del cuello, y el deva… la luz de rubí, el frío sol de azafrán, y la huida imposible y enloquecedora por Rigalu Fíats. En este punto llegó al borde del bosque, donde las sombras ampliadas por la puesta de sol se estiraban hasta el infinito.
Atravesó la pradera con paso tranquilo, revisando su pasado a la luz escarlata. Caminó toda la noche, viajando por donde la luz de las estrellas destellaba en el agua, moviéndose sin ansiedad a través de pantanos de pantera y sobre colinas de búfalos donde habitaban ratas-canguro. Mecido por la luna, alerta, era invisible, presa de nada, mientras intentaba descifrar todas las parábolas de su vida. El cambio que le había asaltado era permanente. Nunca volvería a sentirse confuso.
La última noche que Sumner pasó en Dhalpur, se frotó con lodo y moho azul para espantar a los insectos y entró en el pantano. Un búho, silencioso como un pez, revoloteó por lo alto. El viento cambió, murmurando en los árboles como agua.
Mauschel le esperaba en un pequeño esquife adornado con linternas rojas hechas con piel de pescado. Guirnaldas de incienso de linaloa se elevaban por las esquinas del bote. Río abajo, temblaba la luz de las hogueras, y una brisa que olía a distancia descartaba la opresión del aire podrido y cenagoso.
—Has hecho bien —saludó Mauschel. Con la luz roja, su cuerpo retorcido y sin piernas parecía un ídolo de madera.
Sumner se quedó inmóvil ante él, conociendo con la carne de su cuerpo tanto como con sus recuerdos las interminables horas que había pasado autoexaminándose ante este hombre que no había conseguido nada… simplemente se había convertido en sí mismo.
Mauschel le sonrió como un mono deslumbrado por el sol.
—Ven aquí, bufón orgulloso.
Sumner dio un paso adelante, y Mauschel le cogió por las piernas y le agarró con fuerza.
—Tienes razón —susurró el viejo—. No tienes que ser salvado. Nadie tiene que hacerlo. Pero hoy te marchas de aquí como ranger, y yo sería menos que grasa de lagarto si no te dijera que estoy orgulloso. —Golpeó el casco de su bote, y Sumner se sentó—. Ten… te lo ganaste hace mucho tiempo, pero no podía dártelo hasta que no lo necesitaras.
Metió dentro de la mano de Sumner una pequeña pieza de metal. Era un alfiler de plata en forma de cobra… la insignia de los Rangers.
—Hemos pasado tres años compartiendo nada más que lo que nos rodea —dijo Mauschel. Se sentó, y la oscuridad asomó en sus ojos—. Ahora siento que puedo hablarte de cosas más profundas. Pero no lo haré. Ya sabes que no importa nada lo que hagas. Todo, acaba en lo mismo. Y parece que has descubierto que eres más grande de lo que crees. ¿Recuerdas cuando pensabas que era imposible vaciar tu mente y mantener tu cuerpo en movimiento?
Se rió en voz baja y dirigió a Sumner una mirada astuta.
—También comprendes que la eternidad está entre nosotros. Cada uno se mueve sólo a través de su propio significado, creando valores mientras continúa. Lo sabes, aunque no has tenido tiempo de ponderarlo, y espero que nunca lo hagas. Pero hay una cosa que puede que no hayas advertido aún. Es el último misterio.
Alzó sus ojos de maestro de armas y miró directamente a la cara de Sumner.
—Perteneces a los Rangers. —Hizo una pausa y se miró las manos callosas y embotadas—. Durante tres años has vivido rigurosamente, pero solo. Con los Rangers va a ser diferente. Sabes que son una herramienta política, mandada por el Pilar Negro Massebôth, que tiene planes para cambiar la forma del mundo, sueños históricos… todo mierda de iguana. Así que, si piensas que hay algo más que insensatez en nuestras vidas, será mejor que te marches mientras puedas. Ve al norte, a las tierras salvajes. Ahora sabes lo suficiente para sobrevivir en cualquier parte.
Se pasó un dedo amarillento por el rastro de una cicatriz que seguía su mandíbula y sus ojos se estrecharon.
—Pero si comprendes, como creo que haces, que la insensatez es todo lo que hay, entonces quédate con los Rangers. Tratan bien a los suyos. Te ganarás la vida como matador, ¿pero quién puede decir que eso es peor que en lo que nos convertimos todos, eh? Ten en cuenta una sola cosa cuando te enfrentes con sabelotodos morales o místicos que piensen que han visto en el corazón de las cosas: el único secreto es que todas las cosas son secretas.
Los primeros destinos de Sumner fueron en las ciudades de Apis y Largatormenta. Ambas habían sido siglos atrás importantes puertos de mar. Cincuenta años antes, fueron arrasadas por una salvaje tormenta raga, y como los Massebôth no tenían los recursos necesarios para reconstruirlas, quedaron desiertas. Kilómetros y kilómetros de edificios destruidos, avenidas sacudidas por las dunas y armazones esqueléticos se elevaban de lagunas vaporosas, todo rendido a las bandas de distors y a la jungla.
Sumner fue enviado a estas ciudades fantasma para cazar líderes distors que se habían vuelto demasiado influyentes. El trabajo era arduo y cruel, pero Sumner era bien recompensado. El Club Pie, el burdel más famoso de Profecía, estaba perennemente abierto para él, sin cargo, y pasaba allí la mayor parte de su tiempo libre. Al verse claramente en los espejos de las habitaciones, rodeado de criados y apetitosas comidas, le sorprendía comprobar en lo que se había convertido.
Sin el lodo y la grasa del pantano de Dhalpur y con el pelo enrojecido por el sol echado a un lado siguiendo la última moda, Sumner era un demonio celestial. Su cara era plana como una hoja, las cicatrices habían sido erosionadas por el viento y el tiempo hasta convertirse en pálidos grabados artísticos y sus ojos anchos y silenciosos eran azules como acero prensado. Era casi un gigante, con los hombros sobrecargados de poder, pero no era voluminoso. De grandes huesos, con los músculos gruesos aunque flexibles, la piel del color del amanecer y los densos rizos de color de cobre sobre el pecho, era un animal raro.
Las mujeres del Club Pie le adoraban como un avatar del dios Rut, y se peleaban por estar con él… pues no sólo era la criatura masculina más insaciable que habían conocido nunca, sino que también era ingenioso como un mago. Sus manos delgadas y pacientes estaban salpicadas de callos y tensas de fuerza, pero podían acariciar la piel de una mujer con la ternura del pétalo de una flor, y sus dedos se movían con astucia a veces delicada y a veces fiera.
Las mujeres, sin embargo, eran sólo una pequeña parte de la vida de Sumner. Le satisfacían, pero no podían llenarle. Sólo los espacios salvajes, vacíos de emoción y llenos de engaño, le envolvían totalmente.
Si no fuera por el deterioro de las ruinas que tenía que patrullar, habría sido feliz. Pero Apis y Largatormenta eran paisajes inseguros. A menudo, cuando estaba sentado en una viga retorcida envuelto en la desapacible humedad del hormigón disolviéndose o cuando merodeaba por las escuálidas playas de coches engullidos por la arena y lagunas químicas vaporosas, se preguntaba por qué los Massebôth habían llegado a esto.
Con el tiempo, le resultó obvio, como a todo el mundo, que el gobierno estaba corrupto. Rumores de intrigas políticas se podían oír no sólo entre los no privilegiados, sino también entre los altos círculos militares. Durante más de un mes, Sumner sirvió de guardaespaldas a un general prominente y muy admirado. Durante ese tiempo compartieron las comidas y rompieron las aburridas horas de viaje entre los puestos fronterizos jugando al kili y charlando.
El general era un filántropo con planes para abolir los pozos dorga y establecer colonias distors autosuficientes. Fumaba sólo los cigarros más baratos y comía y viajaba humildemente para poder ahorrar dinero con el que realizar sus sueños. Sumner se sintió hondamente impresionado por su sincera entrega y su parsimoniosa forma de vida, y escuchaba con auténtico interés las reflexiones políticas del general.
Éste explicaba cómo durante siglos un puñado de familias habían legislado el gobierno Massebôth para su propio engrandecimiento personal. El Edicto de Criaturas Innaturales fue empleado no sólo para eliminar voors y distors, sino también para acabar con competidores políticos sospechosos. Los periódicos tenían prohibido criticar la política del gobierno, y los cursos universitarios de historia y sociedad eran seguidos de cerca cuidadosamente. Pero en su ansia por consolidar su poder, se negaba al Protectorado un liderazgo decisivo y objetivo.
En el último siglo, la mitad de las colonias de la frontera, con sus vastos recursos agrícolas, se habían perdido ante las tormentas raga y las tribus distors. La expansión y la exploración eran mínimas. Los trabajadores de los pozos dorga se volvían cada vez más esenciales para mantener la vida de las ciudades, y por tanto incluso a los delincuentes menores se les colocaba una banda-zángano para mantener la mano de obra. Los impuestos se habían cuadruplicado en sólo unos pocos años, y la mayoría de los guías y jefes de fábrica tenían que despedir trabajadores y recortar incrementos salariales. Para acallar las disensiones, se empleaba a los militares para hacer más trabajos policiales que maniobras defensivas en la frontera. Como resultado, las bandas de distors y las tribus proliferaban y se acercaban cada vez más al corazón de las ciudades. Guías descontentos y oficiales gubernamentales facciosos incluso vendían armas a las bandas de distors a cambio de mercancías saqueadas a las caravanas.
Sumner se sentía confuso ante la avaricia de sus líderes, pero no dejó que esto afectara su trabajo. No era la lealtad a los Massebôth o a los Rangers lo que le mantenía activo y sin dudas: más bien era devoción a sí mismo. Lo habían rehecho a imagen de ranger. No había nada más para él.
Por eso no dudó cuando, un año más tarde, le llamaron a Apis para que asesinara al general. Obligado por un sentido de camaradería, se abstuvo de humillar al líder militar y no empleó la fácil estrategia de dispararle en público. En cambio, a riesgo de su vida, se acercó al general de noche, deslizándose a través de las verjas de alambre espinoso que rodeaban su campamento. Le hizo falta toda su habilidad para mezclarse con las sombras, arrastrarse bajo el aire caliente del patio principal y esquivar las atentas miradas de los guardias armados. Finalmente avanzó con la sutil brisa que sacudía las cortinas de gasa que adornaban la habitación del general y siguió el húmedo rastro del sueño hasta una cama con dosel. Tras rebanar diestramente y sin dolor la carótida del general con una dedocuchilla envenenada, volvió a mezclarse con las sombras.
La muerte del general le molestó durante un tiempo, porque conocía la sinceridad de aquel hombre. De la misma forma que sabía que le vigilaban en secreto o cómo o cuándo iba a golpear a un enemigo, sentía que el general le había dicho la verdad. Los Massebôth eran malignos y su imperio decaía.
Sumner no sintió furia ni desesperación por este hecho. Aunque servía al Protectorado, no se sentía Massebôth. Era un ranger, y todas sus energías físicas y mentales estaban dedicadas a perfeccionar su habilidad. El destino final de las ciudades no era preocupación suya. Después de todo, ¿no estaba condenado? El único control que tenía era sobre sí mismo, e incluso eso era limitado, pues se sorprendía a sí mismo constantemente.
Una noche lluviosa y brumosa en Vórtice, sin nada mejor que hacer, siguió el impulso de elusivas psinergías animales y se encontró deambulando por un laberinto de callejones de piedra, los pies envueltos en la niebla. Varias horas después, en el extremo de un callejón de ladrillos lleno de librerías antiguas y boticas, se detuvo ante una puerta desvencijada. La parte delantera de la tienda destrozada no tenía ventanas, excepto por un trozo de luna rodeado de hierros corroídos. Sumner no tenía idea de por qué sus instintos le habían guiado a esta esquina desolada de la ciudad, hasta que su persistente llamada fue contestada por una anciana con la piel de color de plata gastada, el pelo rizado y de fuego, y ojos parpadeantes de pájaro. Era Zelda. Sorprendido, aunque era un guerrero y no se dejaba aturdir, le pidió amablemente que le hiciera una lectura wangol.
Zelda no le reconoció, y dudó en admitir en su tienda a aquel gigante de ojos llanos quemado por el sol. Pero él era cordial, su voz afectuosa, y además, llevaba un uniforme limpio y hermoso y probablemente tenía dinero. Desde que adquirió su licencia de augur, Zelda necesitaba zords para pagar los impuestos. Le hizo entrar en su sala de lectura. Era una cámara sórdida con figurines mútricos en las esquinas, llamativas cortinas índigo y un suelo de tablas podridas tan ajado por la edad que olía a hojas muertas con cada paso. Un espejo redondo de marco negro colgaba de la pared rodeado de cartas amarillentas que describían las partes del cuerpo y sus diferentes augurios.
Zelda había envejecido enormemente en los últimos años. Había quedado reducida a un fantasma envuelto en una túnica marrón salpicada de signos estelares. Sumner la observó con atención mientras ella recorría la pequeña habitación encendiendo velas y preparando carbón de incienso. No sentía ninguna emoción hacia ella, y cuando se sentaron en taburetes de bambú ante una desvencijada mesa de madera prensada, se preguntó por qué se había molestado en entrar.
Ella le tendió varias cartas redondas pintadas y le dijo que las barajara. Después de echarlas, alzó la cabeza y le estudió con ojos brillantes como el dolor.
—Tu historia está llena de accidentes. La decepción y el error te guían. Pronto, si no te ha sucedido ya, te enfrentarás a alguien de tu pasado, posiblemente un niño. Pero no veo reconocimiento. Sólo lo que conocemos es real. También, muy pronto, tendrás que renunciar a todo. Pero te ajustarás, pues veo que eres un hombre para quien todos los destinos son temporales. Cambias rápidamente, a veces oscureciendo tus propios propósitos, aunque una parte ardiente de ti siempre es la misma. Ésa es la paradoja de tu naturaleza… la nube y la estrella.
Sumner tendió sobre la mesa todo el dinero que tenía y Zelda se enderezó y le miró más de cerca. Antes de que pudiera reconocerle, Sumner se levantó, y con la profusa gratitud de su madre resonándole en los oídos, volvió a la noche y a la lluvia.
La patética vejez de Zelda afirmó la convicción de Sumner de que era mejor morir joven. Había visto a viejos rangers, reumáticos y pálidos, desvanecerse en ruidosas oficinas gubernamentales o, peor, combatiendo en el frente y siendo humillados brutalmente por los distors, masacrados con sus propios cuchillos. Eso no le sucedería a él.
Sumner aceptaba riesgos que la mayoría de los otros rangers eludían. La muerte, para él, era la libertad de la cima, la huida de la inevitable decrepitud del cuerpo. No tenía miedo a nada: ni a la tortura, la soledad o los distors más extraños. ¿Cómo podía temerles? La vida era una angustia breve rodeada por el vacío de la muerte, y éstos eran los remedios del dolor.
Sumner estaba sentado en un saliente comiendo una naranja. En la sucia playa que le rodeaba, cerdos y perros flacuchos carroñeaban entre los montones de basura.
Terminó su naranja, se limpió las manos en los pantalones y se levantó. Pájaros marinos posados en altos postes volvieron la cabeza para contemplarle mientras recorría la playa vacía. Era su último día en el suburbio de Laguna. El hombre al que le habían ordenado matar había llegado la noche anterior. En realidad, su víctima no era un hombre: era un voor llamado Dai Bodatta.
Durante más de un mes Sumner había estado esperando a este voor, viviendo sin ser molestado en una de las chabolas azules de la bahía. La viuda del pescador que le alquiló el lugar no tenía dudas de que no era más que el estibador que decía ser. Como todos los otros trabajadores del muelle, llevaba zapatos de lona, pantalones cortos y una camiseta manchada de aceite. Y como ellos trabajaba desde el amanecer hasta el ocaso, cargando gabarras de cajas de arroz y raspando y pintando cascos… hasta hoy.
Se acercó hasta la zona de la costa donde la bahía moría sobre un banco de coral. La marea subía y del mar brotaban, plumas blancas y latigazos de espuma.
Era el extremo de Laguna Bay, donde en otro tiempo había florecido otra bahía. La plaga había condenado aquel pueblo muchos años antes y ahora sólo quedaban troncos ennegrecidos de viejos pilares, unos cuantos armazones calcinados de barcos y un malecón batido por las tormentas. Los aldeanos pensaban que el trozo de tierra que los separaba del mar estaba maldito y lo usaban como basurero. Sumner estaba convencido de que era aquí donde se enfrentaría a los voors.
Se sentó sobre un tronco de madera lleno de algas que había arrastrado la marea y se llevó una mano a los ojos para ver mejor la isla. Situado en medio de la bahía había un pequeño montículo de piedra repleto de árboles. No se veía ni rastro de voors entre las hileras de pinos marinos, pero Sumner sabía que estaban allí. La noche pasada, cientos de voors habían cruzado la bahía en barcazas de casco negro.
Alertado al anochecer por una señal luminosa enviada por un ranger que montaba guardia costa abajo, Sumner había pasado toda la noche en vela esperando que llegaran los voors. Los prismáticos infrarrojos que usó le revelaron las figuras embozadas en los botes. Durante varias horas fueron visibles fuegos verdes y azules desde el lado de la isla apartado de Laguna. Luego se desvanecieron, y al amanecer no quedó nada de los voors… excepto los sueños. La mayoría de los habitantes de las chabolas se despertaron atontados después de una noche de sueños inquietos y tristes.
Nunca se veían voors tan al sur, pero durante los últimos años se habían venido reuniendo anualmente en diferentes cuevas y bahías de la región. Nadie sabía por qué venían, pero cada año su número aumentaba, y últimamente los Massebôth habían empezado a preocuparse. Por las ciudades costeras del norte se había corrido la voz de la existencia de un nuevo líder entre los voors, y se temía una invasión. Los viajeros confundidos con voors eran asesinados con saña, y los distors, que habían sido ignorados durante mucho tiempo, fueron reunidos y ahogados. Para aliviar la situación, los Massebôth decidieron eliminar al voor que conducía a los otros al sur. Desgraciadamente, no se sabía nada más que su nombre: Dai Bodatta.
Sumner se alegraba de que los voors hubieran llegado a su bahía. Un mes de inactividad le había vuelto inquieto. Con una mano cavó un agujero en la arena detrás de la madera y sacó una bolsa de tela impermeable. Dentro del saco había una pistola de gatillo eléctrico, una extensión para montar un rifle, media docena de balas, unos prismáticos para ver de día y de noche y numerosas cargas de explosivos plásticos. Sacó el arma, la limpió de grasa e insertó una bala. Tras comprobar la situación de los blancos, se volvió para seguir a una gaviota que revoloteaba sobre la bahía y su sudorosa camiseta se le pegó a la espalda. Las aguas de la bahía tras el arrecife de coral eran verde jade, claras como un ojo.
Rápidamente, Sumner se agachó y sacó las finas barras de explosivos plásticos; entonces rebuscó en la arena y sacó una pequeña lata cuadrada de balas. La excitación martilleaba en su pecho, y tuvo que volver a mirar por los prismáticos para asegurarse de que los voors iban a cruzar. A plena luz del día, se maravilló, observando los botecitos salpicar en el agua.
Volvió a comprobar su rifle y las balas, y luego se sentó. Era de nuevo el momento del autoscan: plena atención a las sombras paradas. Mediodía, el punto de inflexión.
Negra la sangre y los huesos…
Tala parpadeó bajo los destellos que producía en el agua el sol de mediodía y esperó que sus ojos se acostumbraran a la luz. Clochan y los otros arrastraban los botes desde los árboles, lo que significaba que ya habían estudiado la costa en busca de aulladores. No obstante, escrutó con atención. Pálidos esbozos de coral brillaban bajo el agua verde. Un tiburón nadaba cerca del arrecife, moviéndose rápidamente con los poderosos golpes de su cola. Más lejos, chispas plateadas aleteaban bajo la luz donde los pececillos cortaban la superficie. Y al otro lado, mangles rojos torcidos, palmeras de hojas negras, y arena blanca sucia con basura utíacfora y sargazos deshechos. No había aulladores… aunque sentía algo maligno y elusivo. Intentó concentrarse, pero su cuerpo soñoliento estaba frío y aletargado, y no pudo proyectarse muy bien.
Clochan hizo señas desde donde se encontraba, hundido hasta las rodillas en el amasijo de algas. Sintió que se calentaba por dentro, y una voz lejana se alzó en el interior de su mente: Trae las piedraluces.
Tala asintió, pero antes de darse la vuelta volvió a examinar la bahía. Los árboles temblorosos parecían vacíos. Ahuyentó su miedo con un bufido y regresó entre los pinos hasta una cueva de altos árboles. Voces que canturreaban a lo lejos se fundieron con el murmullo de las hojas agitadas por el viento y la marea que subía, sonando como el murmullo de un sueño. Sus ojos se ajustaron rápidamente a la oscuridad, y se movió aturdida entre las sombras rojas hasta una pendiente que se perdía de vista. Aquí el cántico era muy claro: Negra la sangre y los huesos bajo la piel. Negra la tierra bajo los dedos. Negro el vacío inclinado sobre el tiempo.
Tala no tuvo que ir más lejos. Dai Bodatta aún se encontraba allí, y sabía que si estuviera con él en el calor planetario dejaría su vida sin dudarlo. Su tiemposcuro se había empeorado mucho en el último año. Toda su carne se había endurecido, y vivir se había convertido en un trabajo. Sólo su devoción al nido impedía que cruzara a Iz. Su mente profunda era necesaria, especialmente cuando el viaje de piedraluz los acercaba tanto a los aulladores.
El cántico se redujo a un murmullo. El ritmo de un pandero se acercó y aparecieron figuras debajo. En fila india, una docena de voors emergió de la oscuridad, con las capuchas bajadas. Unos pocos estaban marcados: ojos helados, labios escamosos, piel transparente donde se podían apreciar las venas. Pero la mayoría estaban limpios. Los cientos de voors que habían llegado con ellos estaban en su tiemposcuro desde hacía mucho, y todos habían cruzado. Sus cuerpos habían sido transportados y puestos a la deriva en una ancha corriente subterránea que se adentraba profunda en la tierra.
Mientras cada uno de los voors restantes pasaba junto a ella, colocaron dos o tres joyas nido en una cesta de mimbre a sus pies. Con los sentidos amplificados por la kiutl, Tala inspeccionó brevemente cada piedraluz. Eran del tamaño de pasas, claras y reverberantes, con colores brillantes: algunas fieras y translúcidas, otras doradas y neblinosas como planetas gaseosos. La luz en su interior tenía siglos de antigüedad, el kha atrapado de los voors que salpicaba sus paredes con trocitos de sus vidas: luz de reliquias que agitaba su antigua historia en la clara piedra.
Tras colocar la última de las piedraluces en la cesta y después de cerrar, atar, y sacar la cesta de la cueva, dos voors regresaron al terraplén. Salieron lentamente, transportando a Dai Bodatta, una figura pequeña con un envoltorio de camelote ribeteado con armiño. Se detuvieron ante Tala, ella apartó la cubierta y examinó lentamente con la mirada la negra forma infantil del interior. Sobre la áspera superficie de la crisálida brillaba una luz azul como hongos, y mientras la contemplaba, la soñolienta soledad de su temposcuro aumentó y oyó una voz, suave como una nube, muy dentro de su mente: Pierde el camino.
Ella se enderezó sorprendida y luego se relajó, suavizando su consciencia, prestando atención a la voz de la imagen del niño. Pero Dai Bodatta permaneció en silencio.
Tala dobló el opulento paño sobre la crisálida y la observó mientras los dos voors atravesaban la boca de la cueva.
Se quedó un momento en la oscuridad, mirando la bóveda del cielo: las nubes corrían, una gaviota giraba sobre un ala, y más allá, el largo silencio de un grupo de pájaros. Pensamientos vivos como la estática surcaron su mente: el cruce de los voors en tiemposcuro debería de haberse hecho en cualquier otro lugar. No tan cerca de los aulladores. ¿Por qué había insistido Dai Bodatta?
Tala… es la hora. Un voor alto, anguloso y encogido, se encontraba en la boca de la cueva, con la capucha bajada. Era Clochan, su piel era tan pálida como la luz de la luna.
Una alegría visceral y sincera sacudió a Tala. Amaba a este voor. Estaba lleno de sensaciones y pensamientos. Para ella era líder y amante. Antes, cuando contemplaban juntos el profundo corazón de una joya, él la había llenado de tanta maravilla azul que durante un momento olvidó el peligro y se convirtió de nuevo en un nido, inconsciente de los senderos de sangre del tiemposcuro. Sus palabras aún resonaban en su interior: Dentro de trescientos años, alguien recogerá nuestras piedraluces en esta cueva y sabrá que vivimos.
Vamos, la llamó Clochan. Tenemos que aprovechar la marea.
—En seguida. —El sonido de su voz resonando en la oscura bóveda de la cueva la sorprendió.
—¿Estás preocupada? —susurró Clochan, acercándose. Sus ojos hundidos parecían acuosos con el reflejo de la luz.
Tala descartó sus presentimientos con un movimiento de manos.
—No lo sé. No he podido pensar con claridad.
Clochan la rodeó con un brazo, y ella se sintió ligera, igual que cuando la luna llena latía en su sangre. El hoy pertenece a unos pocos, citó Clochan.
—A demasiado pocos —repitió ella.
—Los otros no detectan a nadie al otro lado de la bahía. Tenemos que darnos prisa mientras el camino siga despejado.
Pierde el camino, repitió la voz del mage, pero ella no la proyectó.
—Estoy preparada —dijo.
La luz de la tarde, clara como el vino, se internaba entre los árboles. Tala siguió ausente a Clochan, preguntándose qué había dicho Dai Bodatta. Pierde el camino… ¿Entregar el cuerpo? Sí, el mage tiene razón. Sus senderos de sangre se habían estrechado, dejándola fría. El dolor se retorció en su vientre como los hijos que jamás había tenido. Sentía el cuerpo extraño. Es raro cómo estos seres de sangre caliente fueron formados para creer que son el centro exacto. Oídos, ojos, todos sus sentidos conspiran para hacerlos sentir completos, repletos. No me extraña que sean tan arrogantes.
Una vaina roja aleteó sobre el césped con una ráfaga de viento y Tala la observó con atención mientras revoloteaba sobre el agua. Había recorrido un largo camino desde el norte y todavía le quedaba mucho más. Una señal-Iz: toda la vida llevada por el viento que sigue su propio camino y nunca vuelve.
Los voors navegaron en tres esquifes, deslizándose rápidamente con la marea entre remolinos de brillantes sargazos marrones y chispas de saltarines peces aguja. En el primer bote, Clochan escrutaba la bahía arrodillado en la proa. No había barcos a la vista, y la isla repleta de árboles que habían dejado atrás impedía ver los tres botes desde Laguna.
En el ultimo bote, con la crisálida envuelta en camelote, Tala observaba el delta cercano. Dai Bodatta guardaba silencio, profundamente recogido, sólo se oía el siseo del bote al surcar el agua. Tala contempló la pared de mangles cada vez más cercana, los troncos de los árboles retorcidos y las dunas de basura. Las gaviotas que volaban en círculos sobre los desechos le dijeron que no había aulladores en la playa, pero en su oído izquierdo empezó a tronar un zumbido, sonido que hasta el momento siempre había significado una señal de peligro; ahora, sin embargo, no estaba segura. El tiemposcuro llenaba a menudo su cabeza con remolinos de sonido.
Clochan utilizó su mente profunda y señales manuales para guiar a los botes que le seguían a través de la barrera de cabezas y ramas de coral. La resaca restallaba tras ellos y el primer bote se precipitó en la playa con un ronquido. Clochan y los otros saltaron al agua y llevaron el bote a la orilla. Cuando llegó el segundo bote, estaban de nuevo en el agua, alzando la cesta de joyas nido sobre sus cabezas.
En los lechosos bajíos, se les liaron entre las piernas tallos de copra y raíces de mangles. El tercer bote lo sujetaron ocho voors, y Dai Bodatta fue alzado con cuidado y llevado a la playa. Arrastraron la proa hasta la orilla y dejaron la popa en el agua, meciéndose y orzando.
Dai Bodatta guardaba silencio, Tala estaba preocupada. Introdujo una mano entre la tela y palpó la seca superficie de la crisálida. Una fría energía canturreó por sus dedos, y una voz suave se abrió en su interior: Pierde el camino.
Clochan y otros dos arrastraron el primer bote por la arena hasta una brecha en los mangles. Otros cuatro alzaron el segundo bote con las piedraluces dentro y, apartando con los pies latas y basura, los siguieron. Tres regresaron para portar el tercer esquife, y Tala apretó el envoltorio alrededor del mage y supervisó su manejo por los dos voors que quedaban. Entonces, mientras avanzaban, la arena estalló bajo sus pies y la playa ante ellos rugió al cielo.
Un impacto de calor y presión desgarradora derribó a Tala. Los escombros cayeron a su alrededor, y se cubrió la cabeza mientras otra explosión surgía de entre los árboles. Hojas de palmera y una lluvia de arena la volvieron a derribar, y rodó hacia el agua. Cuando alzó la cabeza, vio que la playa estaba llena de humo y los siete voors y los dos botes que había ante ella se habían desvanecido.
Mirando con atención, se sintió ahogada por la furia y el terror. Esparcidos por toda la basura aparecían miembros cercenados dentro de mangas humeantes, entrañas azul-grises resplandecían sobre la arena blanca, y la cara blanca de luna de Clochan la miraba desde un charco de sangre con la sorprendida somnolencia de los muertos.
—¡Dai Bodatta! —gritó un voor, y saltó hacia donde los impactos habían derribado la crisálida. Dio otro paso y su cabeza cayó hacia atrás, de un ojo se alzó un borbotón de sangre. Otros dos voors se precipitaron sobre los escombros humeantes y trataron de recuperar las piedraluces esparcidas por toda la playa. Uno cayó al suelo con una nube de sangre en la nuca y el otro se derrumbó como si hubiera tropezado. El kha de ambos hombres escapó de sus cuerpos antes de que tocaran el suelo.
Tala se arrastró por la arena hacia la crisálida, que había caído contra un barril de petróleo oxidado. Se arrojó contra ella, apartó el envoltorio de camelote y vio que estaba intacta.
Los tres voors que habían vuelto por el tercer bote corrían hacia ella, y les gritó con su mente profunda que se agacharan. Uno de ellos se arqueó y cayó a la arena, con el cuello ensangrentado. Un segundo se agachó para ayudarle, de repente se enderezó, se retorció violentamente y se derrumbó. El tercero se arrastró hacia un tronco arrastrado por la marea, se revolvió en la arena un instante y dejó de moverse.
El terror se apoderó de Tala, y sintió que se debilitaba por momentos. ¿Qué estaba sucediendo? Su mente cargada de miedo no sentía a nadie cerca. Estaban solos. ¿Pero qué los estaba matando? Pierde el camino.
Volvió la cabeza y vio que todos estaban muertos. ¡La luz de sus kha se había esfumado tan rápidamente! Una mano cortada llena de sangre yacía ante ella en la arena llena de podredumbre. Apartó la mirada y vio salir a un hombretón vestido con harapos de la sombra de los mangles. Su kha estaba muy cerca de su cuerpo, dorado solar y radiante, y su cara era plana y cruel, poblada de cicatrices. Se dirigió hacia ella con un rifle plateado en las manos, y el corazón de Tala se encogió. El hombre era silencioso como el humo, un asesino. Pierde el camino.
La presencia de Dai Bodatta era lo único que le impedía volverse loca. Palpó su fría superficie y la psinergía que chispeó sobre ella disolvió su terror. La luz a su alrededor se hizo más brillante, vítrea. Un diáfano fulgor blanco lo sofocaba todo, y se dio cuenta de que podía cruzar a Iz. ¿Pero quién protegería a Dai Bodatta? ¿Quién salvaría…? ¡Pierde el camino!
Un implacable resplandor estalló en sus pensamientos, y su mente sintió un espasmo: estaba contemplando un río de lava de luz roja que se convertía en una telaraña de furiosa energía blanca: un sol de locura, todo repleto de luz de fuego y brillo.
Paredes temblorosas y gritos ahogados de los voors muertos la deslumbraron y golpearon hasta que una voz como una llama balbuceante la barrió: Dentro de trescientos años, alguien recogerá nuestras piedraluces en esta cueva y sabrá que vivimos.
La voz de Clochan, resonando en la distancia como una campana… Alegría y luego furia surcaron su aturdimiento. Inmediatamente, el viento de voces atormentadas se difuminó y se desvaneció, y volvió a quedarse sola en la blanca energía estelar.
Pierde el camino… Olvida la soledad del cuerpo, habló en su interior la voz del mage. Y ella comprendió que era el momento de dejar de comprender. La ardua jornada por los senderos de sangre había acabado. Un viento poderoso y sensual corría por su consciencia, esparciendo sus recuerdos más allá de su alcance. La corriente amplia y caliente la empujó a través de extensiones de gas brillante como el cristal, apartándola del dolor, la distancia y el pensamiento.
Sumner disparó a un voor que se acurrucaba junto a un oxidado barril de petróleo. ¿Dai Bodatta?, se preguntó, inclinándose sobre el barril y apartando la capucha del voor.
Apretó los dientes con fuerza al contemplar la grotesca criatura a la que había matado: una cosa goteante, de brillante piel blanquiazul, las venas como queso fundido, la boca un revuelo burbujeante. Le dio la vuelta con el pie y miró el bulto que la cosa estaba protegiendo.
Su cara se ensombreció con una mueca de preocupación. Con la punta del rifle apartó el camelote que lo cubría y contempló la forma infantil. ¿Una estatua? No. Agitó la negra superficie entretejida y se dio cuenta de que era un niño momificado… una abominación voor.
Indiferente, colocó el cañón del rifle entre los ojos de la momia y apretó el gatillo.
La crisálida saltó hecha pedazos y un estallido de picor caliente le salpicó el rostro, derribándole al suelo. Se revolvió en la arena y se cubrió la cara con las manos, un terrible dolor apuñalaba su carne. Un hedor que su sangre recordaba de años atrás invadió su garganta y sus fibras y cegó sus ojos. ¡El psiberante lusk! Fuego líquido surcó su cara y los huecos de su cabeza, arrancando de sus pulmones aullidos maníacos.
Se revolvió espasmódicamente en la arena, tratando de ponerse en pie, pero sus músculos temblaron con el veneno que ardía en su cuerpo. Indefenso, sin pensarlo, Sumner vació su mente y dejó que la agonía lo consumiera. Su cuerpo se debatió y se agitó, hundiéndole cada vez más profundamente en la arena con convulsiones gigantescas. Se debatió durante horas, ahogado por el dolor, antes de que los espasmos se redujeran y advirtiera que no iba a morir.
Cuando sus miembros se calmaron lo suficiente como para permitirle ponerse en pie, tenía la cara hinchada y le colgaba la piel despellejada. El aire estaba roto. La luz parecía lechosa, y la crisálida que había explotado en su cara había desaparecido, reducida a una débil mancha incolora junto a la elegante tela que la había envuelto.
Fuerzas invisibles temblaban en el espacio y lo envolvían como un viejo panel de cristal. Las distancias parecían reducirse, doblarse sobre sí mismas, y el tiempo quedó estancado. Las altas olas de la marea llegaban a la orilla como cisnes elegantes.
Lo más terrible de todo, una voz canturreaba en su cabeza. Se frotó las sienes y se meció, tratando de deshacerse del ruido, pero el cántico sombrío e ininteligible persistió. Era el mismo horrible murmullo, arrullador, chasqueante, con el que el fantasma de Jeanlu le había atormentado años atrás. Rebotó en el interior de su cráneo, sombrío y retorcido, apenas audible sobre el angustiado movimiento de sus pulmones.
Recorrió la arena, queriendo correr, pero el tiempo era revuelto y el espacio estaba magullado y distorsionado, el volumen se doblaba como papel. Cada paso le arrastraba a distancias inmensas, aunque toda la longitud del delta se extendía ante él delgada como un reflejo.
Una penumbra draconiana poblaba el cielo oriental, un atardecer ventoso, las nubes bajas y veloces. Un bote negro que se mecía con dificultad en las olas oscuras se dirigió hacia la costa. Ocho hombres salvajes con pelo revuelto y ojos que ardían rojos por el pulque y el sol se alzaban en la corona. Ellos, como todos los demás en Laguna, se preguntaban por las explosiones en el delta del vertedero. Al principio temieron acercarse, pero después de recibir señales de humo que avisaban que dos rangers venían de camino, decidieron explorar primero el vertedero.
Después de asegurar su bote con un ancla hecha de coral, los ocho chapotearon hasta la costa. Los cadáveres retorcidos les alarmaron, pero la vista de las joyas nido esparcidas como constelaciones sobre la playa les hizo acercarse más. Estaban de rodillas en el suelo recogiéndolas cuando divisaron al loco. Estaba medio desnudo y era alto como un pino y su rostro era una máscara de carne achicharrada. Vino corriendo hacia ellos desde la oscuridad de los mangles, gritando como un mono rabioso. Uno de ellos iba armado. Alzó la pistola con las dos manos mientras suspiraba y derribó al lune con el primer tiro.
Molestos, los corsarios reunieron las joyas nido en un saco y decidieron repartírselas más tarde. Todos sabían, sin embargo, que la muerte jugaría a los dados con ellos, pues había un extraño número de joyas. Esperando igualar su botín, saquearon los cadáveres.
Entretenidos en su pillaje, no vieron salir a Sumner del pozo de basura en el que había caído, con el hombro herido por la bala, manchado de sangre y arena. Con un remo roto en las manos salió del pozo y corrió hacia el hombre que le había disparado. Antes de que ninguno pudiera moverse, se revolvió con el remo y alcanzó al tirador en la cara, derribándole en el acto.
Los otros reaccionaron al instante y sacaron cuchillos y espadas. Pero Sumner era imparable. Aplastó cabezas a golpes de remo, hundió caras en los maderos a la deriva y se abrió camino a la tranquilidad con los cuerpos de los que habían caído. Cuando no quedó ninguno, no pudo detener la horrible danza, la fuerza que le obligaba a golpear una y otra vez los amasijos de sangre de aquellos que había matado, hasta que sintió que su cuerpo no podía más, y se derrumbó de rodillas, exhausto de ira.
En lo más profundo de su mente tormentosa, el loco cántico se redujo y comenzó una cadencia susurrante: Negra la sangre y los huesos.