Sumner se desperezó satisfecho, saboreando un tramo recto y despejado de carretera. La última vez que miró, vio un arroyo corriendo a su lado, tallando grietas, depresiones y agujeros en la roca. Pero mientras permaneció inmerso en sus recuerdos, el arroyuelo se había reducido a una cañada, luego a un hilillo, después a tierra llana resquebrajada y marchita por el sol.
Agujas y arcos de piedra castigada por el viento destellaban con un verde eléctrico bajo el intenso sol, y las grandes sombras de las nubes emigraban sobre el suelo del desierto. En la distancia inflamada, muy lejos al noroeste, una tormenta aislada descargaba sobre los llanos: era una masa de nubes púrpura, veteada de rayos que barrían cortinas de lluvia.
Las ondulaciones del terreno producían somnolencia, por eso no vio al desconocido de pie en la carretera hasta que estuvo a menos de cien metros de él. La figura permanecía inmóvil en una caligrafía de sombras. Todo cuanto Sumner pudo ver de él fue un sarape de vividos colores de arlequín y un gastado sombrero de cuero marrón con la ancha ala inclinada sobre el rostro. Sumner decidió no parar. Había algo beligerante en la forma de llevar puesto el sombrero y en su porte, los pies muy abiertos, las manos ocultas bajo el sarape.
¡Un pirata de caravanas!, pensó Sumner. Pisó a fondo el acelerador y se apretó al volante.
De repente, resonó un chirrido en la parte trasera del coche, y las luces del salpicadero se apagaron. Sumner pisó el acelerador, furioso. Sacó el chip de encendido y volvió a meterlo de golpe. Golpeó el volante y pateó el salpicadero, pero todo en vano. El coche se detuvo muy despacio, deslizándose sobre la carretera. Se paró exactamente donde se encontraba el extranjero.
¡Wog!
Sumner rebuscó bajo su asiento la barra de hierro, pero antes de que pudiera levantarla, las manos del desconocido asomaron bajo el sarape. Blandía una espada corta plateado-dorada con una hoja delgada y curva. Con destreza, se la pasó de una mano a otra.
Se hizo a un lado, de forma que Sumner pudo ver claramente a través de la ventanilla abierta. Entonces sacó una naranja del sarape y la lazó al aire. Con una finta difusa, su fina espada cortó la fruta, y el zumo chispeó bajo la luz del sol. El extranjero volvió a envainar la espada, dejando que la naranja, todavía entera, cayera en la palma de su mano.
Se acercó a Sumner y le ofreció la fruta. Sumner se secó la cara empapada en sudor con la manga y extendió la mano para aceptarla. La fruta se abrió como un capullo.
Alzó la cabeza para mirarle a la cara; un dolor aplastante se retorcía en sus entrañas. Era un mestizo grande con el aire feroz de un dorga renegado. Su piel era oscura y tensa, surcada de finas arrugas parecidas a nervios en las comisuras de la boca y los ojos. Sus orejas estaban retorcidas, y su pelo enmarañado sobresalía del ala de su sombrero en puntas y rizos. Su ojo izquierdo, el sano, era de color carne y estaba curiosamente sesgado. La cuenca vacía del ojo derecho estaba equipada con un élitro de espejo, un agujero luminoso en una cicatriz brillante y desgranada que salía de su cuero cabelludo y le alcanzaba la comisura de la boca.
—Me llamo Nefandi —dijo con acento Massel. Su voz era tan ronca como su cara, pero había un brillo de humor en su único ojo. Extendió la mano rápidamente y agarró a Sumner por la oreja. Sumner trató de apartarse, pero la presa de Nefandi era firme. Apretó la oreja del muchacho mientras acercaba el ojo. Sumner trató de no temblar mientras los oscuros rasgos se acercaban lo bastante para poder ver el humor amarillo de su único ojo. A su alrededor flotó una mezcla balsámica de sudor y una fragancia mustia como el champaca. Bruscamente, Nefandi le soltó y cogió una rodaja de la naranja que Sumner tenía aún en la mano.
Sumner trató de recobrar la compostura, pero los retortijones de sus tripas se habían convertido en una tenaza urgente.
—Soy Sumner Kagan. Yo…
—Encantado —reconoció Nefandi, cogiendo otro trozo de naranja. Sonrió locamente, con la boca llena de fruta.
Sumner apretó los muslos para contener un escalofrío diarreico.
—Mi coche…
—Pequeña máquina para llegar tan lejos en este desierto. ¿Adónde vas?
—Oh, ahora mismo a ningún sitio. Se ha calado —Sumner encogió todo el cuerpo para evitar hacérselo encima—. Tengo que defecar —dijo tímidamente.
—Adelante, radoo. Tranquilízate.
Nefandi abrió la puerta del coche y estiró a Sumner de la oreja.
—Por aquí, hombre. Descárgalo —sus manos apretaron juguetonamente los hombros, los brazos y el vientre de Sumner mientras le guiaba fuera del coche.
Sumner se metió entre dos promontorios de roca verde, se bajó los pantalones y se acuclilló. Nefandi le observó un instante y luego apartó la mirada, cansado. Tenía la mano bajo el sarape, aferrada a la empuñadura de su espada. Se preguntaba si debía matar o no al muchacho gordo. Sus ojos escrutaron el cielo, hasta el horizonte. Estaba vacío, y su mano se relajó. Todavía hay tiempo, se dijo.
Su ojo derecho, el del espejo, estaba equipado con un sensex que le permitía estudiar todo el espectro electromagnético. Al sureste detectó varias manchas infrarrojas. Podrían ser strohlplanos, y eso explicaría el débil sonido de estática que procedía de allí.
Escrutó de nuevo el horizonte, más despacio, con el sensex desplegado para captar todo el alcance bioespectral. Al este había una bruma anaranjada procedente de la vida vegetal más allá de los llanos. Al norte y al oeste nada, sólo las yermas extensiones de Rigalu Fíats. En su sensex, el terreno verde aparecía gris. La única biorrespuesta era una débil fluorescencia rosada a poca altura en el cielo, fruto de la interacción de las bacterias del aire.
Miró de nuevo hacia el oeste. La estática cosquilleó en su mejilla, y su entrecejo mientras desplegaba el sensex hasta sus límites. Buscaba psinergía, la fuerza vital. Una energía azul oscuro brilló por un instante sobre la gris desolación. Estaba a unos cuarenta kilómetros de distancia. Tal vez era el niño-voor que tenía que destruir.
Desde que lo depositaron en Rigalu Fíats, detectó una fuerte psinergía en la zona. Lo sentía como una sensación muscular furtiva, definitivamente bioespectral en su naturaleza, pero hasta ahora no había podido verla o localizar su proximidad con exacta precisión.
La energía bioespectral, la psinergía o kha, como la llamaban los voors, lo traspasaba todo. Así había logrado localizar a Sumner: un puntito escarlata en la distancia. Cuando tuvo el coche a la vista, supo por su lustre titilante que no iba a reducir la velocidad. Por lo que el inductor de campo en la empuñadura de su espada, había neutralizado el motor.
¿Ha merecido la pena?, se preguntó, consciente de que cada vez que empleaba el inductor revelaba su posición exacta a todos los distors tempolaxos del desierto.
Se concedió un momento para despejar la mente. Sabía con claridad que su única esperanza de encontrar al voor se desvanecía. Tras dos días de circundar esta ciudad fantasma se sentía exhausto y soñoliento, y bajó la cabeza para contemplar la polvorienta patena de sus botas, esperando vaciar su mente.
Nefandi era un hombre artificial, diseñado y bioengenierizado por los eo, una poderosa tecnocracia situada a cuatro mil kilómetros al norte. Allí, un mundo de ensueño se había convertido en realidad: un mundo sin distors, insatisfacciones o muerte. Era una avanzadilla de un imperio cósmico más grande que el pensamiento humano, donde los placeres más absolutos estaban abiertos a todo el mundo. El entretenimiento favorito de Nefandi era el coobla, una no-droga estimuladora del cerebelo que le llenaba de bienestar.
Psifabricado por sus creadores para enfatizar el placer sobre la individualidad, Nefandi había saboreado incontables veces el inmenso encanto del coobla y jamás quedaba saciado de él. Era un perfecto producto de su sociedad. Su cuerpo había sido desarrollado por los eo en el bosque id de las afueras de la ciudad biotectónica de Cleyre para servir como ort, un criado manual. No recordaba nada de su época ort, pues entonces sólo existía su cuerpo. Siglos más tarde, después de que aquellos para quienes había sido creado dejaran de necesitarle, los eo permitieron que emergiera su mente. Vivió libre durante un tiempo, mientras los eo observaban en qué podía ser útil. Nefandi habría podido viajar y explorar el mundo en el que había sido creado. Entregarse a la inmensa cultura que lo rodeaba y aumentar su conciencia y valor social. Pero su psifabricación fue más fuerte que su libre albedrío, y se entregó al coobla, a la beatitud de la alegría que atenazaba los nervios.
Transcurrió toda una vida de deleite inmitigado antes de que gastara sus recursos y los eo le quitaran el coobla. Para regresar a su trance extático necesitaba un benefactor, alguien que le proporcionara un empleo y le pagara con coobla. Y por eso servía al mentediós llamado Delph.
En un momento dado, el Delph llegó a convertirse en el ser más poderoso del planeta. Un siglo antes de la creación de Nefandi, la voluntad del Delph era tan grande como la tierra. Era el pórtico al multiverso, y los contornos del mundo manifiesto eran la forma de su capricho. Y sucedió así porque el Delph podía recibir y conducir la sutil psinergía que radiaba del corazón galáctico. Pero la psinergía que desprendía era direccional y cambiante. A medida que las pautas de las estrellas cambiaban, la psinergía galáctica se fue reduciendo, y el Delph volvió a ser nada más que un hombre. Seguía siendo el Delph por título, y animaba una tecnología no igualada en ningún otro punto del planeta, aunque su único poder real era su misterio.
Dio a Nefandi forma de asesino para protegerse contra los mentedioses con otras fuentes de poder hasta que su propia psinergía de origen estelar regresara. Durante muchos años, Nefandi cumplió la voluntad del Delph persiguiendo distors tempolaxos, criminales eo y voors cuya gama psíquica rozaba a los mentedioses. Después de cada muerte, Nefandi regresaba a Cleyre, Nanda o Reynii y se le permitía perderse de nuevo en el coobla durante unos pocos años.
Esa era la historia de Nefandi: el placer como fetiche. ¿Y por qué no?, se preguntaba con frecuencia. ¿Quién era él, después de todo? Un ort sin padres. Había llegado a creer que la conciencia era su delirio, y a veces se angustiaba preguntándose si estaba completo o si su alma era sólo ansia. Es inútil reflexionar. El destino es demasiado grande para que lo controle una sola mente.
Los pensamientos y el ansia se desvanecieron mientras se relajaba, y una vez más sintió un fuerte y firme pulso de kha en algún lugar, al oeste. Miró en derredor, pero no había nada a la vista.
El kha a veces era elusivo, especialmente en las regiones azules. Cuanto más corta era la longitud de onda, más avanzada era la inteligencia tras ella. Normalmente. En la gama bioespectral el sol aparecía deslumbrantemente azul. Las plantas kiutl y las águilas arpías también eran azules. Y los voors.
Los humanos brillaban con un verde-amarillo cambiante. Por eso decidió no matar al muchacho gordo. El kha de Sumner era dorado como una erupción solar. Su soma es fuerte y sin taras, observó Nefandi mientras Sumner se subía los pantalones sobre su ancho y tembloroso trasero. No tiene sentido destruir a una criatura tan rara.
Cuando por primera vez agarró a Sumner por las orejas, sintió el pulso de su garganta y palpó las glándulas. El muchacho tenía un corazón fuerte, y aunque su peso era excesivo, se trataba de una obesidad encubierta. Las células del tejido adiposo no habían empezado aún a romper la simetría de su cuerpo. Estaba claro que era un problema neurótico y no biológico. Al ayudarle a salir del coche, Nefandi había palpado unos pocos ganglios neurálgicos con la intención de liberar un poco la tensión somática encerrada en los músculos circundantes. Fue inútil. Bajo la grasa, el muchacho era duro como el ladrillo.
Mientras se abrochaba los pantalones, Sumner pensó en echar a correr, pero la idea era una locura. Nunca conseguiría regresar andando a McClure. No sobreviviría. Sería presa fácil para las ratas-canguro y los lagartos venenosos, y esa idea le hizo regresar apresuradamente al coche.
Nefandi se estaba comiendo la naranja que Sumner había olvidado sobre el salpicadero.
—Quiero que me lleves con tus voors —dijo mientras mordisqueaba la fruta.
Sumner se envaró, y la intención de mentir se retorció en su garganta. Nefandi acariciaba el Ojo de Lamí que colgaba dentro de su coche. El sol destellaba sabiamente en su ojo-espejo.
—El coche está estropeado —murmuró Sumner.
Nefandi sonrió y metió una mano en su sarape. El coche se puso en marcha.
El corazón de Sumner dio un brinco.
—¿Quién eres?
—Hay mucho que contar. Sube al coche.
Sumner se agachó y se situó a duras penas tras el volante. Nefandi arrojó su sombrero al asiento trasero y se acomodó a su lado. Se acercó a Sumner, éste notó que su aliento era caliente y oscuro.
—Cuéntame todo lo que sepas de los voors.
Sumner se encogió de hombros y pisó el acelerador.
—Son sólo unos amigos que tengo carretera abajo.
—Los voors nunca son amigos.
Sumner vaciló ante la animosidad de la voz de Nefandi.
—Los voors cuidan de sí mismos —Nefandi terminó la naranja y tiró la piel por la ventana—. Son un nido. Así es como se denominan. Ni tribu ni familia. Nido.
Su voz era brusca, y Sumner trató de cambiar de conversación.
—¿Cómo has llegado aquí?
—Para ti no significaría nada —Nefandi escupió una pepita por la ventanilla—. Háblame de los voors.
—Una mujer y su hijo —murmuró Sumner—. Jeanlu y Corby. Ella hace encantamientos.
—¿Y el niño? ¿Es tempolaxo?
Sumner hizo un gesto de ignorancia.
—¿Tiene el niño poderes mentales? —presionó Nefandi.
Sumner se encogió de hombros, y el hombre tuerto le golpeó en la oreja.
—¡Cuéntame!
El coche zigzagueó, y Nefandi puso una mano en el volante y la otra en la garganta de Sumner.
—Y no mientas.
Sumner se atragantó y jadeó.
—Corby es fuerte.
Nefandi le soltó y se reclinó en su asiento. Una sombra de satisfacción se vislumbraba en su ojo.
La vergüenza congestionó la respiración de Sumner, y su visión se ensombreció. Pensó en aprovechar la ventaja del poco poder que tenía. Un golpe súbito de volante en el momento adecuado y los dos pasarían rápidamente al Más Allá. ¿Sería lo mejor? Miró a Nefandi y se vio reflejado en el ojo-espejo. Le sorprendió ver que no había miedo en su reflejo. Las cuencas brillantes de sus ojos miraban sin expresión alguna por encima de las carnosas mejillas. Se sintió satisfecho consigo mismo, pues sabía que aquel hombre podía matarle.
Nefandi sacó un cheroot y lo encendió. El olor agudo y mugriento del coche y del muchacho era nauseabundo incluso con las ventanillas abiertas. Le costaba trabajo creer que un kha tan único perteneciera a esta corpulenta criatura. Oro radiante, se maravilló. Sin duda tiene una tarjeta blanca.
—Engendraste a Corby, ¿verdad? —preguntó, y el tenso silencio del muchacho fue su respuesta. Observó los pliegues de grasa de las piernas y caderas de Sumner sacudiéndose con las vibraciones del coche. Todo hambre y miedo—. ¿Por qué vuelves?
—Necesito zords.
—Quieres decir kiutl y joyas nido. —Volvió la cara hacia la ventanilla para inhalar aire fresco.
Dejaron atrás los llanos, y atravesaron un cañón cuyas paredes brillaban con álamos, tamariscos y sauces. Entonces se internaron de nuevo en las ruinas verdes, y echó la cabeza hacia atrás.
—Soy un mata-voors, muchacho. Puede que Corby sea el que estoy buscando —Nefandi dio una larga calada a su cheroot y dejó que el humo serpenteara al salir por su nariz—. Te lo digo porque tal vez tengas que ayudarme. Y si me engañas, te mataré.
Los nudillos de Sumner se pusieron blancos.
—¿Quién eres?
—Me ha enviado el Delph, un antiguo Poder… el mismo Poder que dio forma por primera vez al Protectorado Massebôth. Vigilamos lo que queda de la humanidad e impedimos que los voors y los distors se reproduzcan demasiado —hizo un anillo de humo—. Si cooperas conmigo, te recompensaré bien.
El terror de Sumner se convirtió en pánico, y pareció hundirse en su asiento.
—¿Qué puedo hacer?
—Por ahora, sólo conducir.
Nefandi asomó de nuevo la cabeza por la ventanilla, y Sumner relajó su tenaza sobre el volante. Trató de buscar un comentario casual y formuló una pregunta para matar el silencio:
—¿Puedes decirme qué es todo esto?
Nefandi se apartó de la corriente.
—¿Qué?
—Rigalu Fíats. ¿Qué es esto?
—Una ciudad antigua, ¿no?
—¿Pero por qué es verde? ¿Y por qué brilla?
Nefandi se colocó el cheroot en la comisura de los labios.
—El verde procede de las sales y compuestos como el oxicloruro de plutonio y los diuranatos de sodio y amonio. El brillo nocturno es sulfato de zinc excitado por el sol. Y la rigidez y aridez son el resultado de los subsiguientes desplazamientos de la ola de calor que se expandió por toda esta zona.
La expresión de Sumner era blanca como un huevo.
—Rigalu fue una ciudad kro —continuó Nefandi—. Una de las más grandes del continente. Pero los terremotos y las tormentas raga la destruyeron de la noche a la mañana. Los reactores nucleares, y los había a montones, fueron cartones al viento.
—¿Reactores?
—Centrales de energía. Los Massebôth los han prohibido. Los kro usaban materiales radiactivos sólo para calentar agua que hacía funcionar unas turbinas. Qué poca previsión, ¿verdad? Toda esta zona se calentó. —Tiró la ceniza en el amasijo a sus pies—. Y habría permanecido caliente durante cientos de miles de años.
Sumner gruñó.
—Qué estupidez. ¿Quién lo limpió?
—El Delph antes de que se desarrollara por completo. Fue lo mejor que pudo hacer en ese momento.
—Háblame de la gente que vivía aquí.
—Los kro eran como los Massebôth. Como toda la gente. —Mordió su cheroot y habló entre dientes—. Una caliente amalgama de ambiciones e ideas ardiendo de generación en generación. Víctimas de la memoria.
—¿Pero quiénes eran?
Nefandi se quitó el cheroot de la boca y estudió el extremo encendido.
—Les gustaba el fútbol. —Dejó caer al suelo la ceniza fría—. Naturalmente, había más tiempo para divertirse en aquellos días. Los distors eran raros, y no había voors. El norte era el sur para los kro…
Nefandi se interrumpió. Habían dejado los llanos hacía un rato. Ahora pasaban junto a pinos aislados y solitarios enebros en un paisaje fantasmal de nudos de arenisca, cúpulas, torretas y ensenadas.
Sumner siguió la mirada de Nefandi, y entonces lo vio también. Tras una pared suelta de roca había un enorme pangelín que les miraba belicosamente, pateando el suelo y resoplando.
—Bestia malhumorada —susurró Nefandi—. Éste debe ser su territorio.
Sumner redujo la velocidad y empezó a apartar el coche a un lado.
—No —advirtió Nefandi—. Va a atacar tanto si nos movemos como si nos quedamos quietos. Quédate en el centro de la carretera. Así hay menos probabilidad de que se rompa un eje. Y no reduzcas la velocidad.
Sumner iba a objetar algo, pero en ese momento la espada corta pareció volar a la mano de Nefandi. Sumner se inclinó hacia adelante y agarró el volante con todas sus fuerzas.
Cuando pasaron junto al pangelín, el animal cruzó la calzada hacia ellos. Sumner quiso acelerar, pero la carretera se encontraba particularmente en mal estado en este trecho, y supo que perdería el control si iba demasiado rápido. Mientras intentaba vigilar al mismo tiempo la carretera y el pangelín, volvía la cabeza atrás una y otra vez.
—Conduce tranquilo —ordenó Nefandi—. Mantén la velocidad constante. Y cuando te lo diga, frena con fuerza.
El pangelín galopó al lado del coche, encogió la cabeza y cargó.
—¡Ahora! —exclamó Nefandi, pero Sumner tuvo miedo de frenar.
Pisó a fondo el acelerador… demasiado tarde. La dura nariz chata cargó contra la puerta. Sumner combatió con el volante mientras el coche se sacudía violentamente hacia un escarpado. El guardabarros derecho chirrió contra las rocas y se desprendió. Pero antes de que Sumner pudiera hacerse con el control del coche, el pangelín, ondulando sus escamas rojo latón con la carrera, cargó de nuevo. Con un chirrido explosivo, la defensa se desgarró y se perdió de vista dando botes. Sumner agarró con fuerza el volante. El coche osciló terriblemente y regresó al centro de la carretera.
—¡Haz lo que digo! —aulló Nefandi—. ¡Agárralo fuerte…! ¡Fuerte!
El pangelín corrió junto al coche y encogió la cabeza para cargar de nuevo.
—¡Frena!
Las ruedas chirriaron, el coche se paró con un brinco y se caló. Nefandi chocó contra el parabrisas y vio primero al pangolín. Había adelantado al coche y volvía de nuevo a la carga.
—¡Pon en movimiento esta caja de zapatos!
Sumner estaba frenético. Sus manos juguetearon con el chip de encendido. El motor se ahogó dos veces; entonces, cuando él pangelín ya se cernía sobre ellos, el coche dio otro brinco. La nariz del animal golpeó el guardabarros trasero. El coche se inclinó hacia un lado y luego se enderezó.
Sumner pudo sentir la carga de la bestia a través de los pantalones, pero Nefandi le urgió a no ir demasiado rápido. El pangelín se acercó por el lado del pasajero, y Sumner esperó ansioso la orden de Nefandi para que frenara. No quiso mirar. Oyó el pesado gruñido de la criatura, y observó una nube brumosa de polvo a su alrededor levantada por sus pezuñas. Eso fue suficiente. Pegó los ojos a la carretera y se preparó para la orden de Nefandi. Ésta no llegó nunca. El pangolín se inclinó para atacar, y Nefandi asomó el brazo por la ventana. El plano de la espada golpeó el ojo de la bestia y la derrumbó con una explosión de polvo.
—Mutra, eso estuvo cerca —dijo Sumner con voz quebrada.
Nefandi sacó otro cheroot. Mientras lo encendía, Sumner advirtió lo firmes que permanecían sus manos, y se mordió con envidia el labio inferior.
Nefandi tardó un momento en reagrupar sus pensamientos. Agradeció no haber tenido que activar la espada. La sorpresa era un elemento esencial para cazar a los voors. Pero el miedo del muchacho casi le había hecho emplearla. La carretera llena de baches volvía a entrar en los llanos. Una libélula de cuatro alas se pegó contra la puerta y luego se soltó y se desvaneció mientras la arena verde siseaba bajo los neumáticos.
—Tienes que aprender a agarrar las cosas con más fuerza, chico.
Sumner asintió, secándose con la manga el sudor de la cara. Miró por encima del hombro para asegurarse de que el pangelín no les seguía.
—Dije «aprender». Espero que te dieras cuenta. —Dio unas cuantas caladas al cheroot y luego lo depositó en el salpicadero para que su humo se enroscara entre ellos—. Es natural sentir miedo cuando se está amenazado. Tienes que aprender a calmarte. El secreto es separar los hechos de los sueños dentados.
Sumner se humedeció los labios y le miró perplejo.
—Ya sabes a lo que me refiero —dijo Nefandi; su voz era como metal serrado—. Pensamientos estáticos. Fantasías nerviosas. Molares royendo pesadillas. Sueños dentados.
—Ya —dijo Sumner con cautela.
—Saltas con tu propia sombra. Relájate.
Sumner meneó la cabeza. Quería cambiar de conversación urgentemente.
—Ese Poder que limpió Rigalu Fíats… el Delph. ¿Qué lo creó?
Nefandi no respondió. Miró por la ventana, aspirando pensativamente su cheroot. Sumner sintió que la conversación había terminado, se mordió el labio y volvió a mirar las plateadas curvas de la carretera. Por delante, la visión se doblaba en el calor que emanaba de las rocas.
A la izquierda, se formaban dunas de arena verde-cromadas en torno a arcos pulidos por las tormentas. A la derecha, se cernían sobre ellos doscientos metros de piedra caliza. Matojos de hierba roja, mimbre y cedros cubrían las rocas en forma de cráneo.
Tras una curva cerrada apareció la salida. Sumner la tomó y condujo el coche hasta un refugio de árboles de grandes troncos y paró el motor. El escenario más allá de los árboles era de pesadilla. La casita de adobe con el techo de coral apenas era reconocible bajo velos de cuscuta y arveja que habían cubierto sus paredes. Los pies de los setos de flores bajo las ventanas se habían caído, barro seco manchaba los escalones de cedro, el tejado estaba hundido y faltaban la mayoría de las tejas. El estanque del cráter y la choza de techo azul no podían verse a través de los vapores miásmicos que brotaban lentamente del suelo junto a la casita. Sumner sintió que se le encogía el corazón.
Pero Nefandi estaba excitado. El temor y la ansiedad compitieron en su interior mientras abría la puerta del coche. La sensación muscular que le había atenazado durante días lo envolvía. Definitivamente, había voors cerca, y aferró la espada mientras salía del coche. Hierba alta como un hombre, sesgada y amarilla, cubría lo que una vez había sido un jardín. Los lechos de arena blanca delante de la casita se arracimaban contra las paredes, llenos de hojas marchitas.
Advirtió que en la sombra la tierra no era seca, sino negra y resplandeciente. Observó el terreno y vio que lo que la luz capturaba no era barro, sino gusanos negros y brillantes. Los había por doquier, arrastrándose y revolviéndose en las sombras. Un movimiento le hizo alzar la cabeza. Era humo… no, era un enjambre de moscas que salía de los árboles y se dirigía hacia él.
La mano que ocultaba bajo el sarape retorció rápidamente la empuñadura de su espada. El débil campo de energía que le rodeó deflectó al enjambre, pero unas pocas moscas, más salvajes que las demás, lo atravesaron y le picaron. Mató a una de ellas. Era grande, verde y brillante, de mandíbulas grandes y ojos rojos.
El miedo fue más fuerte que su ansiedad, y miró con cuidado alrededor. Todos los árboles estaban salpicados de extraños hongos, y una capa iridiscente cubría muchas de las ramas y troncos. Los vapores amarillos y marrones que emanaban de la tierra junto a la casita desaparecieron, pero les alcanzaron bocanadas nauseabundas. Una ráfaga de viento trajo consigo un velo de humo que olía a vómito y un sonido de ropas aleteando en un cordel.
Un cuchitril tiemposcuro, pensó, comprobando con el sensex. Dos seres transparentes pasaron lentamente sobre la casita. Estaban tan cerca que pudo ver sus crestas afiladas y los cilios ondulando por los bordes de sus cuerpos. Entre los cilios, detectó dos bolsas colgantes repletas de púas.
¡Raéis!, exclamó casi en voz alta. ¿Qué rauk están haciendo los raéis tan al sur?
Los raéis se alejaron de él, y contuvo el impulso de volver al coche. Los raéis eran una forma de vida creada hacía siglos por los eo para proteger sus primeros asentamientos. Estaban diseñados para llevar nematodardos. Éstos eran pequeños y finos, pero podían dispararse a larga distancia, y contenían una neurotoxina instantáneamente letal.
Nefandi continuó vigilando a los raéis mientras miraba alrededor. No podía creer que los voors vivieran así. Sabía que eran meticulosos con lo suyo excepto en la ancianidad, cuando se replegaban en su tiemposcuro y perdían poder. Pero si tenía que fiarse de la álgida psinergía que cosquilleaba en su piel, en este lugar no había voors viejos.
Tras escrutar el patio y la casita con su sensex, Nefandi no detectó ninguna energía bioespectral azul, sólo un destello naranja procedente de las plantas. Estaba perplejo. Su carne titilante le decía que tenía delante al menos a seis o siete voors, pero ninguno de ellos emanaba kha. Es imposible, se dijo, templando su miedo.
—¡Mutra! —Era Sumner. Estaba saliendo del coche y se detuvo en la puerta.
Nefandi siguió su mirada y al contemplar el cielo se quedó inmóvil. Uno de los raéis se hallaba justo encima, brillando entre los árboles: era una forma gelatinosa, grande como un hombre, informemente intrincada: una masa de claros rizos gelatinosos ondeando al sol. El viento cambió y el rael se volvió, desvaneciéndose en su transparencia.
—¿Qué era eso? —gimió Sumner. Por un instante, pensó haber visto una mancha de sangre rodeada por una fina red azul dentro de una cosa bulbosa y arrugada.
—No lo sé —mintió Nefandi, observando al rael y a sus compañeros a través de su sensex mientras rodeaban la casita. Ese rael estaba tan cerca que pudo matarme, advirtió. ¡Alerta!
Pero había demasiadas inseguridades que valorar a la vez. ¿Por qué no estaba muerto? Los raéis y los eo se habían opuesto a la autocracia del Delph desde que el poder del mentediós empezó a disminuir. ¿Qué hacían aquí estos raéis si no le cazaban? ¿Dónde estaban los voors que percibía pero que no podía ver? Todos sus sentidos gritaban peligro, y tuvo que mirar con atención el vacío del cielo para calmarse.
Sumner trotó tras Nefandi mientras se acercaba a la casita. Por alguna razón, las moscas no molestaban a Nefandi, por lo que se acercó más. El hedor de cosas muertas y los vapores que procedían de la tierra le hacían rechinar los dientes. Quiso marcharse desesperadamente. Su corazón martilleaba y las moscas y los hongos azules y verdes se arremolinaban, grandes como cristales de cuarzo, en los troncos de los árboles, agudizando su miedo.
Al llegar a la casita, Sumner observó que la puerta se hallaba cerrada. Estaba marcada con un gran parche de brillo, como si un gusano gigante se hubiera arrastrado por encima. Se sintió aliviado al ver que Nefandi no trataba de entrar. Las ventanas estaban manchadas de barro y polvo, que impedía ver el interior. Las moscas zumbaban alrededor, el sonido de la ropa aleteando al viento se hizo más fuerte y luego remitió.
Sumner buscó algo que conservara su naturalidad. Pero todo el patio languidecía de deterioro: todos los troncos de los árboles se hallaban hinchados y grises, el terreno a su alrededor era tierra resquebrajada. Incluso la hierba estaba revuelta con nódulos de hongos azules o brillaba con barro y gusanos.
—Vamos al otro lado. —La voz de Nefandi le asustó. Se oyó baja y amable, casi sorprendida, como si hubiera un tinte de miedo en ella. Sumner vaciló, pero las moscas se cernieron sobre él cuando Nefandi se marchó. Dando manotazos, corrió tras él.
Tras la casita, bajo los tamarindos que circundaban el estanque, se encontraba Corby, sentado desnudo en la alta hierba. El lodo del borde del estanque, negro y brillante como la piel de un sapo, moteaba su cuerpo. Estaba sentado con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. La tierra a su alrededor se hallaba oscurecida por el decaimiento de las cosas: matojos podridos y arrugados, los excrementos púrpura de algunos pájaros, una huella estrecha por donde había reptado una serpiente. Una florecilla colgaba como una llama contra el oscuro estiércol, sus pétalos rojos temblaban y se doblaban con el viento.
La mente de Corby estaba centrada en ella. Intentaba anular la enfermedad, las olas alternativas de miedo y laxitud. En un instante, se encontraba tendido en el barro, temblando de pena porque su madre estaba muerta y su casa en tiemposcuro. Al siguiente, se hallaba sentado, molesto por su angustia. ¿Acaso no era un voor? ¿No había sido formado de luz, una y otra vez, en incontables mundos? ¿Cuántas madres, hijos y amantes había conocido y perdido? Nada podría cambiar eso. Y nada podía evitar que lo que era ahora se disolviera en el futuro.
Su razonamiento le tranquilizó en una languidez ausente. Pero sólo duraría unos minutos. Luego, el miedo de encontrarse solo volvería a formarse en su interior. Para evitarlo, se concentró por completo en la flor que había junto a su pierna. Gradualmente, su visión osciló y se redujo mientras las tensiones internas remitían. El viento cambió y la ropa colgada entre los árboles dejó de restallar. Por un momento una calma muerta se esparció sobre el estanque. Olores soñolientos de piedra mojada y agua quieta se espesaron, pero no lo advirtió. Su consciencia estaba fija en la flor.
Pronto sólo quedó de él un ovillo de energía que envolvía el tallo y sus pétalos. Dentro, estaba solo, la luz del sol cambiaba suavemente, el calor fluía a su través. Su mente quejumbrosa permanecía quieta, deslumbrada por el zumbido de la planta, las fibras capturadas por la luz.
Más profundamente, otro yo más tranquilo cobró consciencia. Era el mage, su parte atemporal, el espíritu nómada que recordaba muchos cuerpos, muchos mundos. Ahora que la mente estaba fija, anclada profundamente en la diminuta planta, el kha se abrió en su propio mundo: una vasta oscuridad mental granular y rebosante de energías vitales.
En esa brillante oscuridad, Corby se explayó. A partir de aquí podía moverse en cualquier realidad. Miró alrededor. Un escalofrío de sangre soplaba de un rincón de la oscuridad donde los voors muertos y sin espíritu revivían sus vidas como el alma nido. Reconoció una zona donde la oscuridad era total. Ése era el corazón celular de su vida, la ruta al cuerpo. Pero no quería caer en ese pantano. Había fijado su mente en la flor para escapar de su enfermedad. Un descenso a la lenta quemazón del cuerpo, con sus pantanos de células y su energía muscular, haría que los pensamientos recomenzaran. Y no podía sujetarse a las olas de deseos sin raíz, olores de muerte y recuerdos enmarañados que surgían de la oscuridad de los voors muertos.
En cambio, esperó. Su mente se enroscó en la flor, su kha despierto pero inmóvil. Mientras pudiera mantenerse así, consciente pero sin actuar, era él mismo, su propio yo. Ni un aullador ni un voor. Era un delicado estado del ser, fácilmente perdido. Pero en el brevísimo instante que duró, pudo verse por lo que era: puro ser, exultante, sin medida. Era su cuerpo (fuera cual fuera la forma que pudiera tener), y las pautas de energía que chispeaban a través de su cuerpo que limitaba su consciencia. Sólo ahora, en este instante, era libre. No había pensamientos. Ni sensaciones. Sólo ser, lúcido y solitario como el espacio.
Corby saboreó su libertad hasta que su kha empezó a sacudirse. Era incansable. Quería cambiar de forma a través de sus recuerdos o sombraviajar con los pensamientos en la mente de otra gente. Pero lo contuvo un poco más. La tensión entre su neurología humana y su consciencia humana era jubilosa. Un momento antes, la misma diferencia había sido angustiosa. Ahora, al menos, sus dos partes resultaban más fáciles de controlar. Podía divertir su mente con la chispa vital de la flor, mientras que su kha recorría los mundos recordados. ¿Qué vida sería esta vez?
Se proyectó hacia atrás a través de sus recuerdos más profundos. Pronto encontró lo que estaba buscando y dirigió su kha a un mundo ancestral al que sólo podían ir un puñado de voors más fuertes.
El mundo se llamaba Unchala. Era el recuerdo voor más antiguo. Tan antiguo que sólo aquellos con un kha extraordinario podían convocarlo. Aquellos que podían regresar a menudo, porque la belleza del lugar era absorbente y consumidora. Experimentarla, aunque fuera una vez, dejaba fuertes e innombrables deseos que tardaban meses en desaparecer.
El cielo de Unchala, como lo recordaba, era una cascada de energía estelar: luz perlada, brillante y cambiante. Los primeros voors ancestrales vivieron en esa energía, absorbiéndola como plantas, sintiéndola como música. La larga curva hacia fuera de energía aclínica los atravesaba y creaba una percepción llena de distancia, flujo y color. El silencio se desplegaba y se extendía en golfos de corrientes de luz. Seguían matices, sombras, meandros. La forma de ser voor, que evolucionaba con Unchala, se abría continuamente, consciente de sus mayores posibilidades. Había música en la luz de las estrellas que se refinaba con la distancia y se fundía con otras energías en un sonido líquido: las gentiles y distantes canciones de otras galaxias. Y había orgasmos, destellos, estallidos de sensación mientras Unchala giraba para encarar su único sol.
Pero no… Corby no quería recordar el día en Unchala. Esos recuerdos eran intensos hasta el delirio, absorbentes. Era mucho mejor quedarse con la noche, donde las energías eran separables y tenían forma.
La noche en Unchala era un tiempo contemplativo. La consciencia voor se expandía y profundizaba, escuchaba con toda su magnitud las débiles y solitarias canciones astrales, o buscaba en los caminos estelares las fuerzas menos tensas y más salvajes que separaban el universo. Sin embargo, cuanto más se esforzaban los primeros voors, más profundamente se agrandaban las distancias. La percepción no tenía límites: se extendía más allá del alcance, más allá de todas las imágenes y sensaciones de la experiencia voor, e inundaba a los voors de asombro y de una serenidad indomable. El universo era infinito, un multiverso con su forma en constante cambio.
Al ver el universo de esa manera, los límites desaparecían y todo era posible. Con el tiempo, los voors evolucionaron más allá del tiempo. Cuando la órbita de Unchala decayó y el planeta se precipitó en el colapsar que era su sol, los voors habían evolucionado hasta el punto en que pudieron dejar atrás sus formas físicas. Sin cuerpo, la consciencia voor se mezcló con la radiación que fluía hacia el agujero negro y se convirtieron en la más amplia luz viajera que brilla a través del multiverso: la psinergía misma. Al flujo de radiación que llevaba las pautas psinergéticas a través del infinito, lo llamaban Iz.
Algo chasqueó y arrebató a Corby de su ensimismamiento. El viento se agitaba por encima del agua y zumbaba a través de la alta hierba. La flor en la que se había concentrado se apretaba en las sombras. La planta-zángano zumbó, y su mente regresó a sí misma.
Las sombras eran iguales. Sólo había pasado un instante. Se frotó la cara con las manos y se desperezó. Su ansiedad había desaparecido. Los pocos instantes que había transcurrido en Iz viviendo su pasado le habían tranquilizado.
En su nueva calma, se sorprendió como siempre por los poderes regenerativos de su kha. Se preguntó si sería capaz de mezclarlo con su mente para así poder saber muchas de las cosas que ahora sólo podía sentir. ¿Cómo sería si pudiera trasladar sus recuerdos a imágenes sensoriales humanas?
Se tendió en el barro frío y miró a una capa gris de nubes. Por lo que recordaba de su pasado, contempló cómo sus sentidos aulladores percibirían su ancestral mundo natal.
En aquel rincón del universo no quedaba nada más. La galaxia de Unchala tenía mil millones de años de antigüedad antes de que el planeta se formase. El cielo sería negro noche y día para los ojos de los aulladores. Cuatro o cinco enanas blancas distantes brillaban contra un denso muro de nubes de hidrógeno: una cáscara de gas estelar expelido durante los estertores de muerte de la galaxia.
La vista más espectacular debía de ser el sol de Unchala. Verlo desde lejos debería de ser verdaderamente sorprendente: dos fuentes de energía irisada lanzadas en direcciones opuestas. Formando un puente entre ellas aparecían arcos incandescentes de plasma que brotaban de los surtidores principales. Los dos torrentes de luz destellaban como auroras: un rojo ahumado en los bordes donde las corrientes de plasma se lanzaban y caían y un azul gris iridiscente, brillante como el hielo, en las corrientes centrales que se apartaban una de otra. Parecía una binaria mal formada, pero en realidad era una sola estrella.
La negrura entre los chorros de luz era el cuerpo colapsado de la estrella. Una vez, cien millones de años antes de que hubiera vida en Unchala, la estrella oscura había sido una súper gigante roja. Una enana blanca compañera se convirtió en una pelota que, al final de su vida, se colapso. Formó una enorme discontinuidad entrelazada… un agujero negro. Todo lo que se aproximaba era atraído por la inmensa gravedad del colapsar: fotones, asteroides, cortinas de gas interestelar. Dentro, la discontinuidad lo asimilaba todo.
En los polos, sin embargo, el campo de gravedad era más débil, motivando un hecho inusitado. La trama del espacio-tiempo no se había cerrado del todo sobre sí misma, y permitía que la energía fluyera: géiseres de fotones de alta frecuencia borboteaban contra la negrura de la galaxia moribunda, la luz del corazón del infinito.
Unchala se encontraba emplazada sobre uno de esos polos. Era una roca de la mitad del tamaño de la Tierra. Antaño, fue una estrella en forma de pelota. Ahora quedaba sostenida por un contrabalance de la débil gravedad polar del colapsar y otras estrellas oscuras cercanas luchaban por liberarla. Capturada entre estas dos fuerzas, gravitaba directamente en línea con el corazón desnudo del agujero negro, rotando lentamente. Cada punto de su superficie se encaraba regularmente al colapsar y era barrido por el torrente de radiación.
La superficie de Unchala era desolada. Nada podía sobrevivir a la intensa radiación. Pero bajo el caparazón calcinado del planeta, florecían microorganismos en el interior carbonoso rico en energía. Algunos mutaron y se adaptaron para vivir en las capas más calientes de la corteza. Con el tiempo, apareció en la superficie un organismo protegido por una capa de silicio. La criatura era el primer antepasado vour. Era microscópica y de corta vida, encerrada en una réplica instantánea del caparazón del planeta.
Quinientos millones de años después, la superficie de Unchala no estaba poblada ya de cráteres, ni era llana, o desprovista de aire. Sobre ella se habían acumulado vastos arrecifes de calcio y silicio, como coral, dominando el paisaje. Pronto empezaron a escalar al cielo negro y los residuos metabólicos gaseosos de los metazoos de su interior brotaron, formando, después de eones, un rudimentario techo de nubes.
Con una atmósfera para respirar y para filtrar la fuerte energía, evolucionaron rubiplastos… células altamente complejas que usaban la luz azul-gris del colapsar para la fotosíntesis.
Siguió una explosión de nuevas formas evolutivas, todas ellas contenidas dentro de los inmensos arrecifes. Sólo los rubiplastos podían exponerse al exterior, y ni siquiera ellos podían sobrevivir lo suficiente sin disponer de células de refuerzo dentro del caparazón de silicio.
Por entonces, los arrecifes ya se alzaban trece mil metros sobre la superficie. Eran estructuras deshuesadas y tubulares con colosales ramas nudosas. Su interior resultaba intrincadamente complicado y lleno de un denso humus de sistemas vivientes, todos integrados de forma simbiótica alrededor de la capacidad para capturar la luz de los rubiplastos. Empezaron a tener consciencia poco después de que un conjunto múltiple de lentes se desarrollara dentro de las aperturas de la cima de los arrecifes. Con estos prismas estelares, los primeros voors filtraron selectivamente la radiación cósmica, y a medida que su consciencia se abría, observaron cómo se desplegaba el universo.
Corby se rió en voz alta al imaginar a un ser humano ante un voor completamente desarrollado. El aullador probablemente ni siquiera se daría cuenta de que la montaña que le rodeaba estaba viva. Grande, inmóvil. Sí, pero qué extraña era la vida en el interior de aquellos arrecifes silenciosos. Consciencia infinita, de cientos de miles de años. Imposible de abarcar con un cerebro de aullador.
Ah, bien…
Se puso en pie y se quedó así, balanceándose un momento. Desde donde estaba, podía ver el flujo de vapores marrones alzándose desde el punto donde había enterrado los tallos amuleto de Jeanlu. Los amuletos, llenos de extrañas bacterias que habían mutado a partir de su miedo-psinergía, liberaban metano, amoníaco y humos sulfurosos. Cuando dejara este lugar maldito, Corby se sentiría feliz. Desde que Jeanlu había muerto, habían aparecido moscas extrañas y salvajes, gusanos negros y hongos pútridos, atraídos, tal vez incluso creados, por un desequilibrio de su poderoso kha. Formas de miedo. Pronto toda la zona que le rodeaba sería completamente inhabitable.
Las ropas del cordel estaban secas. Olisqueó su limpieza y caminó junto a ellas hasta un baño de metal al borde de la laguna. Las moscas zumbaban a su alrededor, pero ninguna llegó a posarse. Las ignoró mientras examinaba la larga base de agua. Estaba tibia y jabonosa. Con una patadita, redujo el fuego de las pequeñas ramas que chasqueaban en la arena de debajo y empezó a frotarse con una esponja empapada.
En lo alto, visible más allá de la maraña de ramas, daba vueltas un rael. Su remolino de formas era urgente: Ven al centro. Ven al centro y extiéndete.
Corby lo espantó, una mueca exasperada en su cara de niño. Márchate. ¿No os dije a todos que me dejarais en paz? ¿Por qué seguís aquí?
El rael destelló sobre el estanque. Su cuerpo transparente no arrojaba ninguna sombra sobre las aguas rizadas. Ven al centro, Corby.
Corby dio la espalda a la criatura.
Estoy en el centro. ¿Qué queréis?
Proteger y servir. No puedo dejarte. Ir es quedarse. Eso es lo que nos has dicho.
Quedarse es ir. Márchate de aquí.
Eres mi guía, mi maestro. No puedo irme.
Los otros se marcharon. Comprendieron lo que les quería decir. Ve con ellos.
Ven al centro y extiéndete.
Corby se dio la vuelta para encararse al rael. Miró el borde fangoso del estanque donde lacios hilos de hierbajos se amontonaban en una escritura casi reconocible. Tras un instante, adquirió la calma necesaria para oír al rael. Céntrate y extiéndete. Expresa.
El rael brilló como si titilara con el viento. El hombre que ha venido es oscuro… un vagabundo del borde del vacío.
Soy consciente del hombre. No es ninguna amenaza para mí.
Una amenaza conocida para mí. Indiferente a la vida. Es un matador de voors, bien armado. Déjame matarlo.
¡No! Corby miró fijamente al rael, tratando de sondear sus intenciones más profundas. Pero, al igual que otras inteligencias artificiales que había conocido, su consciencia era incompleta, densa como la lana. Todo lo que sentía con seguridad era que odiaba al hombre que acababa de llegar con Sumner, Nefandi. Pero Corby no podía permitir que lo matara. Aquello no le parecía bien al mage que había en su interior. Márchate de aquí. El hombre no es ninguna amenaza. Trataré con él a mi manera. Pero tienes que irte, o le provocarás. ¿Comprendes? Mi proyecto es más vasto que el de Nefandi. Vete.
El rael guardó silencio. Otro rael se acercó flotando desde la casita. Se había escondido, esperando la orden de matar a Nefandi.
Corby se concentró en la vivida maraña de olores que procedían del estanque. Le molestaba que estas pequeñas formas de vida estuvieran retrasándole, perturbando la claridad que necesitaba para tratar correctamente con su padre y el ort asesino. Después de reprimir su furia, miró a los dos raéis que gravitaban sobre él. Sé que es duro para vosotros. Os hicieron los humanos. Sois artefactos biológicos diseñados para espiar y matar. Pero estáis aprendiendo. Si recortáis el mundo para que sea lo bastante pequeño para convertiros en su centro, os quedais sin nada… solos. La especialización limita la expresión. Renunciad. He explicado todo esto antes. ¿No lo comprendéis? Los hechos son extensión. Id y reflexionad sobre ello. Lo discutiremos más tarde.
Los dos raéis se marcharon flotando, desilusionados. La brisa se los llevó pronto; se elevaron rápidamente y desaparecieron. Corby sintió un atisbo momentáneo de piedad. Los raéis, aparte de la misión para la que habían sido diseñados, eran inútiles. No tenían herencia, ni precedentes ancestrales, ni cultura. Los había creado la misma tecnología que formó a Nefandi. Las cuestiones de esencia y significado tenían mucha importancia para ellos, y como el suyo era el kha más poderoso que habían conocido, creían que tenían las respuestas.
Había pasado la mayor parte de su infancia con ellos y con el deva, otro ser artificial. Fueron sus compañeros de juegos, y en la unión telepática que compartieron con él, les había mostrado Unchala y los largos vagabundeos-voor de Iz. Ellos le enseñaron lo poco que conocían de la cultura que les había formado. Sus creadores se llamaban eo, y vivían en un reino privado muy lejos, al norte. No quedaba ningún otro dato sobre ellos en la memoria de los raéis.
Corby los apartó de su mente y continuó enjabonándose. Ahora tenía mucho que hacer. No había tiempo para reflexionar sobre las peculiaridades de los raéis.
Al otro lado de la finca se movían Sumner y Nefandi. Corby podía sentir su miedo, lo que le hizo sonreír. Llevaba toda la mañana sintiendo su aproximación, y ahora que estaban aquí se relajó por fin. El ritual se desarrollaría como había sido planeado, y Jeanlu tendría su oportunidad de completarse.
Corby dejó caer la esponja dentro del baño y se metió en el estanque. Se impulsó con fuerza y se colocó de espaldas para dejar que el agua le lamiera. Flotando boca arriba, mientras contemplaba los enormes bancos de nubes que volaban sobre él, pensó en Nefandi.
Aunque no lo conocía en persona, vio claramente la cara tensa y con un solo ojo: cicatriz brillante, barba chocante, pelo trenzado, ojo inyectado en sangre. Como si le conociera de toda la vida. Y en cierto modo así era. Cuando estaba en trance con su yo-mage alerta en su oscuridad celular, todos los recuerdos voor eran suyos: todos los pensamientos pergeñados por su pueblo estaban abiertos para él. Iz. Así se llamaba. Una misteriosa igualdad que enlazaba todas las mentes voor. Una dimensión más amplia que el tiempo, cambiante, sombría, imposible de comprender.
Iz le reveló a Nefandi. Conocía bien al hombre y sus traiciones, pero éste no era el momento de entretenerse con recuerdos. Los recuerdos deben empezar y terminar en la sangre, se recordó. Permanecer cerca de la sangre.
No pensó más hasta que Nefandi, seguido tímidamente por Sumner, apareció rodeando la parte delantera de la casita. Entonces se zambulló bajo el agua para limpiarse el pelo de los últimos rastros de barro. Cuando salió a la superficie, le estaban mirando.
A Nefandi le molestó la criatura que salía del estanque. Era blanca como la porcelana, pequeña como un niño y se movía despacio y con agilidad a través del agua verde. Los tamarindos de la orilla reflejaban la luz del sol y por eso el borde fangoso de la laguna chispeaba. Con aquella luz moteada, la criatura parecía ondular como un espejismo. Más de cerca, sus rasgos sobresalían del blanco sudario de su rostro, una máscara imposible de descifrar: ojos incoloros, planos y sin expresión bajo un denso entrecejo; la nariz, los labios y la barbilla de un muñeco. ¿Dónde está su kha? ¿Por qué no tiene kha?
El sensex no respondía ante el niño. Aparecía como una sombra gris, vacía de energía biospectral. Como si estuviera muerto, pensó Nefandi. O… Ajustó su sensex, y cuando el niño salía a la orilla vio a través de él su cuerpo claro como el aire. O reteniendo toda su psinergía. Pero eso es imposible. Tiene que usar algo para mantener su cuerpo con vida.
Entonces lo vio. El distor le miró, la cabeza transparente, a excepción de una semilla negra en la profundidad de su cerebro.
Entra en la casa. Iré a por ti más tarde.
Las palabras crujieron en la mente de Nefandi, se dio media vuelta y empezó a caminar en dirección a la casa. Antes de darse cuenta de lo que hacía, había dado la vuelta a la esquina de la finca. La orden mental había sido tan vivida y terminante como su propia voluntad. Sólo después de llegar a la puerta pudo captar lo que había sucedido: ¡Lamí! ¡El voor es un mentediós! Corby había amasado todo su poder en un punto tan violeta que parecía negro. ¿Es posible? Nefandi quedó anonadado. Abrió la puerta de la casita y entró sin pensar. Control completo sobre mí. ¡Completo!
Dentro, la compulsión que tensaba sus músculos chasqueó, y volvió a ser él mismo. ¿Cómo? Ninguna forma física puede sustentar un kha con una frecuencia tan alta. Imposible. Pero ha sucedido. Acabo de verlo. Maldición, yo… Se interrumpió. Por primera vez en muchos años, sus pensamientos deambulaban sin dirección. Era una sensación aterradora, pues significaba que estaba perdiendo control. Pérdida de control. Ya casi ha sucedido. Madre del Tiempo, esa cosa de ahí fuera… Tomó el mando de su mente y se concentró. Sus músculos se desataron con fluidez y miró a su alrededor.
La habitación era espaciosa y se hallaba llena de delicadas criaturas de luz. En el aire flotaban olores ahumados de madera curtida y plantas secas, aunque no se veía ningún tallo amuleto. De una de las gruesas vigas colgaba una alfombra de muchos colores. Nefandi la identificó inmediatamente como un veve. Estaban bordadas en él las once escenas tradicionales, las reconoció todas, menos una, como los hogares ancestrales de los voor. El resto de la habitación era normal: mesa, cama, cocina. Se acercó a un estante sobre el horno y seleccionó una lata llena de té amarillo. Con toda normalidad, sacó una tetera de una pila de utensilios que colgaba sobre una estrecha cama, la llenó con el agua qué encontró en una jarra junto a la mesa y encendió el fogón.
Comprendía lo importante que era mantener la calma. No sólo porque estar ansioso no serviría de nada, sino especialmente porque sabía que todo lo que sentía y pensaba sería recordado por aquella habitación. En su sensex podía percibir aún cómo el brillo amarillo eléctrico se volvía rojo en el lugar donde había pisado al entrar en la habitación. El resto del cuarto estaba vacío de psinergía, suave y liso, como si en él no viviera nadie.
Para contener su propia psinergía, Nefandi sumió su mente en autoscan. Mientras esperaba a que el agua hirviera, se acercó a la ventana junto al horno y escuchó los árboles sacudidos por el viento, dejando que el sonido le llenara y limpiara su mente.
Su tensión desapareció, dejándole enteramente como era: tanta carne suave como el queso, tantos huesos pesados. Contempló difuminarse la iluminación de la tarde, las motas de polvo alzándose y cayendo en el brillo que entraba por la ventana. Fuera, un cuervo aleteó entre las ramas muertas, y Nefandi observó las nubes impulsadas por el viento, gravitando sobre una cadena de colinas. Junto al estanque del cráter, el niño voor caminaba al lado de Sumner. Antes de que le diera tiempo a preguntarse nada, Nefandi se concentró en la bruma que se levantaba de la orilla empapada, que se revolvía en las sombras, y se disolvía en el aire.
La tetera chasqueó cobrando vida y Nefandi volvió su atención hacia ella. Encontró una taza de barro en el alféizar. Era de color marrón oscuro con un pulpo negro envuelto en sus propios tentáculos grabado en un lado. Echó varios dedos de té en la taza y sirvió el agua hirviente. La bebida adquirió un color verde, desprendió un fuerte olor. Llevó la taza a la mesa y se sentó junto a un ventanal. Una nube de moscas revoloteaba entre los árboles mustios. Varias de ellas chocaron contra la ventana con tanta fuerza que cayeron al alféizar; sus cuerpecitos resplandecientes como joyas rodaron locamente un momento antes de volver a echar a volar. Los árboles mustios parecían atormentados, la corteza pelada, cubierta de hongos.
Sorbió el té, el calor inundó todo su cuerpo. Los pensamientos trataban de formarse a través de la pantalla de sensaciones que le ocupaban. ¿Qué pasa con el chico gordo? ¿Adónde le lleva? ¿Qué va a pasarme? Pero no les prestó atención y se perdieron. La superficie del té, con su luz de satén, capturó su mirada, y estudió la mezcla de color, olor y calor. Su rostro quedó aislado en el agua verde. No había nada en que pensar.
Sumner estaba aterrorizado. Todo su ser se tensó en cuanto vio asomar la blanca cabeza del niño en la superficie de la laguna, y se preguntó de nuevo pero con más fervor que nunca: ¿Qué estoy haciendo aquí? Tengo que estar loco para haber venido a este sitio.
Cuando Nefandi se dio súbitamente media vuelta y se marchó, Sumner sintió una desesperada necesidad de huir. Pero se quedó pegado al suelo. La sonrisa de negras encías de Corby era una cuchillada en su cara blanca; sus ojos claros no sonreían, fríos como la fiebre. Nadó hasta la orilla y le envolvió un olor a moscatel.
—Bienvenido. Te he echado de menos —dijo con su voz suave y sincera. Extendió la mano, pero Sumner rehusó aceptarla.
—¿Dónde está Jeanlu? —preguntó.
La cara de Corby, bajo la luz jaspeada, no mostró ninguna emoción.
—Está muerta.
Sumner miró los largos y suaves dedos de lodo que se extendían hasta el agua. Pensó en decir algo, pero no se le ocurrió nada.
—¿Te gustaría verla? —preguntó Corby.
Sumner pareció inquietarse.
—¿Su cuerpo?
—Su cuerpo está esperando. Allí detrás. —Señaló un enrejado cubierto de moho rojo.
—¿Esperando? —dijo Sumner—. ¿Qué?
—A ti. —Corby hizo un gesto a su padre para que le siguiera—. Fuiste el único consorte con el que concibió. Te he estado llamando desde que murió.
Sumner no se movió. Tenía las manos hundidas en los bolsillos, los dedos furiosamente retorcidos. El viento refrescó, e inspiró profundamente. Si no temiera tanto a Corby, le odiaría. Me manipula como si fuera una máquina… ¡foc! Miró por encima del hombro para buscar a Nefandi, pero el hombre se había ido. Una risa histérica se tensó en su interior. El primer signo de un voor auténtico y se va con el rabo entre las piernas.
—Todas las joyas nido de Jeanlu son tuyas —dijo tranquilamente Corby—. Tiene seis o siete.
¡Wog! El corazón de Sumner se aceleró. Cogió una piedra del barro y la tiró de lado al estanque de manera que rebotara cinco veces antes de hundirse. Una sonrisa caldeó su cara y pensó: Sabías que he venido por eso, ¿verdad?
Corby asintió.
—Yo mismo puse allí el pensamiento. Tenía que hacer que vinieras de alguna forma.
Sumner asintió también, a la vez asustado y tranquilo. ¡Seis o siete joyas nido! ¿Qué quieres que haga?
—Eso es algo entre Jeanlu y tú. Primero, deberías verla.
Sumner empujó con el pie una raíz rebelde hasta hundirla en el fango. Creí que habías dicho que estaba muerta.
—Así es. Pero su cuerpo espera. Serás el último en verla.
Un espasmo de inseguridad se retorció en la barriga de Sumner. No comprendo.
—Por supuesto que no. Eres un aullador. —Los silenciosos ojos de Corby podían ser burlones, indiferentes, o cualquier otra cosa.
El niño le guió entre los tamarindos hacia el enrejado al otro lado del estanque. Por el camino, Sumner contempló los árboles que estaban cerca de la parte delantera de la casita, sus troncos y ramas hinchados y moteados. Una resina ámbar goteaba por la corteza brillante.
—Cuando Jeanlu agonizaba —dijo Corby—, me asusté mucho. Nunca había estado sin ella. Mi miedo retorció mi kha y cambió el terreno.
Por dentro, Sumner hervía de ansiedad, pero siguió a Corby en silencio. Se preguntó a dónde habría ido Nefandi, y por qué. Le resultaba difícil imaginar que el miedo destellara en la mente que había detrás de aquel ojo único y de aquella cara partida.
El enrejado era una de las tres paredes de un recinto. Las otras dos también se hallaban llenas de enredaderas y piedras manchadas de moho rojo. Corby se detuvo junto a una estrecha entrada flanqueada por postes de piedra grabados con imágenes de serpientes entrelazadas. Sumner observó que el recinto estaba abierto al cielo. Una bandada de cisnes se movía en la distancia, y le pareció que oía el largo chirrido de su deambular.
Corby, aún desnudo pero seco, con la piel hinchada y blanca como un leño descolorido y los ojos remotos, dirigió su brazo infantil hacia la entrada. Sumner se humedeció los labios, tenía los músculos de la mandíbula tensos. Estaba atrapado entre su necesidad de las joyas nido prometidas y su miedo. Súbitamente, sintió curiosidad por saber cómo había muerto Jeanlu, pero, temiendo oír la respuesta, pasó junto a Corby.
El recinto era pequeño, sólo entrar quedó frente a Jeanlu que se encontraba sentada en una silla de cara a la entrada. Su rostro y sus manos estaban recubiertos por las negras marcas parecidas a conchas que había visto hacía años en su abdomen. Sus rasgos se hallaban resquebrajados y brillantes, pegados a los huesos, dando a su cara el aspecto de un cráneo. Un párpado permanecía arrugado y cerrado en mitad de la cuenca, el otro abierto, revelaba la mitad inferior de una cuenca azul lechosa y la media luna de un iris dorado.
Sumner se enderezó. La hierba en torno al pelo de Jeanlu aparecía pálida y marchita sobre una roca resquebrajada de negro alquitrán. Un débil y rancio olor a mar flotaba en el aire, y durante un loco instante pensó que aquel cadáver le estaba mirando, aunque sus ojos estaban nublados.
Apartó la mirada del rostro. Jeanlu llevaba sandalias de junco, pantalones blancos arrugados y una abultada túnica de hierbas y flores, secas y vidriosas. Alrededor de su cuello y sobre la túnica colgaba un elegante collar: broches de platino enrollado y soportes repujados con una joya nido grande adornada con seis más pequeñas.
Sumner se acercó involuntariamente, los ojos fijos en la gran joya verde, grande como su puño. Una tranquilidad fangosa llenaba el aire a su alrededor, y su mente eludió las palabras y el miedo. Una luz fría y líquida, como vista a través de la niebla, se formó en la órbita de su visión y empezó a tomar forma. No podía apartar la mirada. Una imagen encantadora, como la añoranza del hogar, más cálida que un sueño reparador, se formaba a ambos lados de la radiancia convulsionada de la joya. Le abrumaba con distantes olores de raíces, el púrpura de las tardes de verano antes de los monzones, la luz brumosa de las estrellas, el timbre de una voz de niña que se disolvía en la distancia…
Una mano helada le agarró por el codo. Corby estaba a su lado.
—Es fácil caer, ¿verdad?
Sumner se enderezó con un respingo. Sin darse cuenta se había inclinado sobre el cadáver, con la nariz a unos pocos centímetros de la joya. Retrocedió unos cuantos pasos y reprimió un escalofrío de repulsión. La cara de Jeanlu brillaba como el carbón.
Tras salir de allí, se dirigió a la luz del sol. El calor le penetró, y empezó a darse cuenta de lo mareado que estaba. Sus oídos resonaban y la boca de su estómago le ardía de frío. Maldita joya nido. Tosió, tratando de suavizar el helado encogimiento de su vientre. Su mente zigzagueaba, y tenía la vejiga llena. Parecía que algo de sí mismo había quedado atrás con el cadáver.
Miró al cielo mientras orinaba en la hierba. Su orina olía a humo, y el alivio al arrojarla de sí aclaró gradualmente su cabeza. Cuando se abotonó los pantalones, volvió a ser él mismo.
Corby le esperaba entre los tamarindos. Sumner siguió al niño por la orilla hasta el lugar donde unos diminutos pantalones y una camisa ondeaban al viento. Corby se vistió rápidamente y luego guió a Sumner a un baño lleno de agua jabonosa.
—Lava tus ropas —ordenó el niño—. El sol calienta y el viento es fuerte. Cuando termines de lavarte, estarán secas. Entonces puedes volver y coger tus joyas. No está bien que las toques sucio.
Se marchó en dirección a la casita, y Sumner hizo lo que le dijo. Se afanó, pues en cuanto Corby se marchó, las moscas empezaron a revolotear a su alrededor y a picotearle.
Corby caminó despacio hacia la casita, mirando directamente al sol. Su brillante calor era el lazo más fuerte que tenía con su yo-mage. Su madre se hallaba sumida en lo más profundo de su tiemposcuro, y acababa de enviar a su padre a un lusk. No había manera de justificarlo con su cerebro aullador. Se esforzó por recordar que era un voor y que había visto muchos reinos de luz.
Nefandi, por mucho que la memoria de sangre de Corby le despreciara, tenía un propósito, y a los voors les desagradaba matar a seres conscientes de sí mismos. Cuando Nefandi llegó con Sumner, fue lo bastante cauteloso para no tratar de ordenar cosas. Incluso después de ver a los raéis, no usó sus inductores de campo. Nervios templados, se dijo Corby. Razón de más para mantenerlo con vida.
El destino de Sumner era diferente. Su tiempo se había agotado. En cuestión de momentos, se difuminaría mientras Jeanlu llenaba su cuerpo. Los voor lo llamaban lusk. Sumner quedaría sujeto a la voluntad de Jeanlu, y su cuerpo sería la nueva forma de ella. Juntos completarían el trabajo para el nido: se enfrentarían al Delph y le obligarían a dejar de matar a los voors avanzados. Por fin, los mentedioses voors podrían sobrevivir, los nidos se unirían y utilizarían sus psinergías colectivamente. Desde luego, quiso creer Corby, eso justifica el lusk.
El voor recordaba la primera vez que vio a su padre, aquel día en que le llevó a Rigalu Fíats. Había utilizado su kha para mirar profundamente en él, y lo que vio entonces le sorprendió y le entristeció: el veve de Sumner, el tótem de las experiencias de su kha, era impresionante: todos predadores. No tenía referentes humanos en su pasado, excepto lo que su sangre podía contarle de sus antepasados. Pero le llevaría toda una vida aprender a escuchar su sangre.
Sumner nunca había tenido un cuerpo humano antes. Sus memorias-kha eran todas viscerales, unidas por cadenas de instintos, ansia y miedo. Nada de compasión o respeto. Sólo recuerdos pelágicos de terrenos que se expandían, luchas y pautas de lucha formadas a lo largo de eones, y ecos de olores de presas que surgían del barro oscuro. Sin embargo… ¿qué le había dado al kha de los animales la psinergía para ser humano? Sumner era más de lo que nadie hubiera conjeturado todavía.
Corby creyó entonces que su padre era tempolaxo, guiado por Iz. Pero cuando sondeó más profundamente, buscando a través de los recuerdos de Sumner, vio algo que le convenció que el destino de su padre estaba íntimamente enraizado con su pasado animal.
Era un recuerdo infantil de un caballo con una oreja roja y un diamante blanco sobre la nariz. Sumner tenía unos siete años, y su padre le había llevado a uno de los campos de equitación de la zona norte de McClure. Era un día en el campo, con la intención de romper el tedio de un invierno largo e inesperado, el primer y último invierno que Sumner experimentaría. Mientras montaba erguido y valiente en la silla del caballo, sucedió algo extraño. El calor del animal y su olor oscuro y musculoso se apoderaron del niño y excitaron, en lo más profundo de él, un ansia desconocida: quiso lastimar a aquella cosa peluda de ojos líquidos. Hojas en su cabellera, la fría bruma en su aliento… de alguna manera, lo haría sufrir.
Cuando llegaron a un estanque helado, trató de que el caballo lo cruzara. En cuanto entró en él, el hielo se resquebrajó, y el caballo cayó… Después, su padre y el dueño del caballo cogieron un rifle, una lata de gasolina y se dirigieron al estanque. Al oír el disparo y ver el humo elevándose entre los árboles, Sumner supo lo que había hecho… pero no por qué.
Corby comprendió. Ese día, mientras se retiraba de la mente de Sumner, la voz del niño insistiendo («No lo sé»), se llevó consigo una imagen: el recuerdo de un niño en un prado entre bardanas y hierba helada. Reinaba la oscuridad, y nubes negras atravesaban un cielo gris sobre los fríos lagos. Contra el silencio colgante de un árbol pelado, la bruma brillaba como plata en sus finas ramas, se quedó mirando la oscura masa en el hielo. Corby se estremeció, porque sabía que el niño pasaría el resto de su vida allí parado.
Nefandi estaba sentado junto a la ventana, la taza medio vacía en las manos, cuando Corby entró en la casita. Los ojos del voor eran brillantes y fluidos como el cristal.
—Viniste para matarme, ort… pero yo soy el sueño más fuerte.
Nefandi se levantó, un miedo elemental marcaba su rostro, iba a abrir las manos. Antes de que pudiera completar el gesto, un martillo de voz le golpeó entre los ojos y cayó al suelo.
Corby pasó sobre su cuerpo encogido y le susurró un cántico en una lengua nocturna. Mareado, Nefandi se puso en pie y el voor le condujo a través de la áspera luz hasta el coche.
Para Corby, Nefandi era meramente el fondo de la pauta. Otros le reemplazarían hasta que el Delph que le utilizaba fuera destruido. De forma estúpida, Nefandi creía que su trabajo era justo: limpiar el planeta de voors y distors… como si unos y otros no tuvieran la intención y el resplandor del destino.
Después de que Nefandi abriera la puerta y se arrastrara al interior del coche, Corby le tocó y le despertó.
—Eres sólo un arma, ort. —Corby cerró la puerta y el motor cobró vida—. Eres forma, no vida. —Los oscuros ojos del voor relucían como hielo nocturno—. Vuelve con tu Delph y dile que los voors han creado una forma propia para que les vengue.
El coche se puso en marcha y empezó a rodar. Corby se quedó observándolo entre los vapores deshilachados hasta que el vehículo se perdió de vista. Estaba en un espacio vacío de poder. Podría romper la mente de Nefandi con un pensamiento. Con dos pensamientos podría desdoblar aquella mente y tomar el cuerpo para sí. Pero era un voor… era más que el ciego espasmo de una mente. Era la pauta, y todos sus pensamientos, miedos y ambiciones formaban sólo una parte de esa pauta. Sentía, más que sabía, su propósito.
Regresó a la finca y se tendió en el jergón de Jeanlu. De las paredes colgaban ornamentos de luz solar, y se sirvió de su belleza para tranquilizar el torbellino de emociones internas. Los momentos se separaron. Una parte de su ser miraba cuarenta mil años atrás, la última vez que el campo magnético de este planeta se había alzado y los voors tomaron forma humana. Los voors llamaban a ese tiempo Sothis: diez mil años en los que los voors y los aulladores compartieron la tierra. El conocimiento había pasado libremente del nido a los otros simios que vivían entonces. Los aulladores aprendieron de los voors las figuras estelares, el poder madurador de la tierra y la fuerza abstracta de sus propias mentes. Pero eran más violentos de lo que los voors soñaban. Cuando el campo magnético regresó, los voors que quedaron en la tierra fueron finalmente perseguidos y sacrificados como monstruos y hechiceros. Así terminó Sothis.
Corby se retorció y su atención cambió de memoria a percepción. En su entrecejo y su mejilla se tensaron suturas de luz de sol, y un tejido de sonidos cubrió la ventana: la estática de las moscas, la densidad del viento y el ruido acuático de Sumner en la piscina. La pauta lo era todo. Venganza, pena, estrategias, sólo eran los espacios en la pauta. A través de la ventana observó el conjunto de árboles arrasados que se inclinaban contra el claro vacío del cielo.
Corby estaba cambiando en el interior de su cuerpo. El enorme poder de Iz desenmarañaba las formas de su interior, rehaciéndolo. No sabía qué forma estaba tomando. Para ser real y fuerte, el cambio tenía que ser total. Incluso su mente iba a ser rehecha por Iz.
Un cúmulo de pensamientos llenó el vacío de su consciencia, y recordó Sothis y el vagabundeo infinito, y por qué el kha corría con tanta fuerza a su través: era un mage voor, Corby Dai Bodatta, vengador de Sothis, cazador del Delph… y no era nada. Los aulladores tenían una sociedad tecnológica inestable al norte; estaba aquí para impedir que destruyeran a los voors… y no estaba aquí en absoluto. La pauta de consciencia de la ventana mostraba un mundo de luz triunfante y árboles sacudidos por el viento. ¿Ves cómo es todo?, se dijo con su último pensamiento.
Ortigas de esplendor violeta cargaron el aire en torno al niño y la expresión se esfumó de sus rasgos. En pocos minutos los ojos y las aletas de la nariz se cubrieron con un borboteo rosa, y las ropas que vestía se separaron de su carne vidriosa e hinchada. El contorno de sus huesos se suavizó y una telaraña dorada empezó a fluir de sus poros.
Sumner terminó de bañarse y se vistió apresuradamente con sus ropas húmedas. En lo único que podía pensar era en las joyas nido. Corrió para escapar de las moscas y se dirigió hacia el enrejado flanqueado por piedras. Entró en el recinto sin dudarlo, pero no miró a la cara del cadáver. Se quedó inmóvil ante ella, las manos cruzadas, contemplando las sandalias de junco. Sentía que le debía alguna muestra de respeto. Un momento después, con los ojos todavía esquivos, sin querer siquiera mirar de reojo aquella cara aplastada de plástico negro, se inclinó sobre ella. Un olor punzante de carne quemada sofocó su nariz. Contuvo la respiración y cerró los dedos en torno a la cadena de platino. Fue entonces, al tratar de sacar el collar por su pelo enmarañado, cuando vio sus ojos. Estaban abiertos de par en par y le miraban.
Dio un brinco hacia atrás, pero al mismo tiempo las manos negras y arrugadas saltaron con rapidez mecánica y lo cogieron por la garganta. La tenaza ardía como ácido. Sumner se debatió, levantándola de la silla con la furia de su terror. Aullando y tirando de sus brazos, retorciéndose salvajemente, trató de liberarse. Pero ella se agarró a él. Su grotesca cabeza estaba apoyada contra su pecho, los ojos dorados devoraban sus órbitas. Mientras rebotaba de pared a pared, sacudiendo desesperadamente la cosa consumida, sintió la fuerza de sus músculos apretándole. A través de las manos del cadáver afluyó hacia él una frialdad tan helada que parecía caliente. Mientras llenaba su pecho, sus rodillas temblaron y la fuerza de su carácter resbaló. Sólo el horror de la criatura reseca le mantuvo en pie para debatirse.
En el exterior, Nefandi oyó sus gemidos y corrió hacia él a través de los árboles. El Delph le había entrenado bien. A pesar de que su miedo y el dolor del golpe del voor le martilleaban entre los ojos, fue incapaz de marcharse. Una biorrespuesta con la que el Delph le había equipado se apoderó de su cuerpo y le hizo regresar. Hasta que completara su misión, su cuerpo no le dejaría marchar… aunque eso significara su muerte.
Nefandi dejó el coche al borde del estanque, y mientras corría hacia los gritos del muchacho, se abrió a la belleza y a la extrañeza de lo que sabía era el último espacio de su vida.
Sumner salió por la estrecha puerta, debatiéndose con el cadáver; Nefandi se detuvo en seco. El corpachón del muchacho gordo se sacudía con frenéticos esfuerzos por liberarse. Las mangas de la blusa de Jeanlu habían sido arrancadas y sus brazos nudosos como varas negras destellaban. La camisa de Sumner estaba manchada de sudor y sus gruesas piernas se tambaleaban mientras bailaba como un loco por el borde del estanque. Por la salvaje expresión de sus ojos, la blancura de sus labios y la cara contraída de miedo, era evidente que se iba a derrumbar de un momento a otro.
Pero no lo hizo. A pesar de que los labios rotos y retorcidos del cadáver se abrieron y la cara destrozada empezó a sisear un vapor caliente y pútrido, continuó luchando.
Entonces comenzó el cántico. Mientras Sumner tiraba de los férreos brazos, golpeaba el cuerpo contra los árboles y lo arrastraba por el lodo y los matojos, empezó a murmurar un lenguaje imposible. Arrullador, zumbante, chasqueante, un ritmo que hizo que los pelos de la nuca del muchacho se erizaran. La bruma helada de su pecho se alojó en su garganta y nubló sus ojos. Se arrodilló. Toda su fuerza se evaporó y la carne muerta que colgaba de su cuello le arrastró hacia sí.
Nefandi vio la psinergía azul de Jeanlu chispeando contra la luz corpórea dorada de Sumner. Chorros de resplandor azul se difuminaban, incapaces de acercarse. Pero el kha dorado temblaba. En un instante se apagaría.
La mano de Nefandi se movió por impulso. Movido por la lógica de la sangre, activó su inductor de campo y disparó. El estallido fue un tenso paquete de sonidos de alta frecuencia que alcanzó al cadáver entre los omóplatos.
El vestido de fibras vegetales de Jeanlu estalló en llamas, y Sumner rompió su tenaza. Se puso en pie y retrocedió. El cadáver aulló, furioso y lastimero, agitando los brazos mientras las llamas consumían el traje y quemaban los pantalones. Con un aullido, el cuerpo convulsionado se abalanzó hacia delante, se enderezó y buscó a Sumner.
Sumner corrió, alejándose del estanque. El cadáver le seguía con los brazos extendidos consumidos por las llamas. A pesar de su corpachón, Sumner se movía con rapidez en dirección a los llanos y dejó atrás el estanque. Jeanlu estaba tan cerca que cuando las llamas prendieron las joyas nido que llevaba al cuello, la cadena de explosión salpicó su espalda con trozos de carne ardiente. Pero Sumner no volvió la cabeza. Tras él, el cadáver se desmoronó bajo los estallidos de llamaradas verdes.
Nefandi contempló cómo ardía el cadáver un momento antes de retirarse. Le sorprendía que el muchacho no hubiera muerto. Con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, vio huir a Sumner entre los árboles hasta que se perdió de vista. Le habría gustado seguirlo, pero su trabajo no había terminado.
Se movió entre los tamarindos en dirección a la casita, con el inductor de campo al máximo, envolviendo los sonidos y afinando la visión. Las moscas danzaban a su alrededor, rodeaban el perímetro de su campo y zumbaban en torno a él. El aire curvado partía la luz en colores y vio la finca irisada a la luz del sol.
A través de la opacidad de la pared de adobe, el sensex reveló a Corby: un tono púrpura pequeño pero denso tendido en el interior de la casa. Algo le había sucedido al cuerpo del voor: su sombra era informe y latía de manera extraña. Nefandi dispuso su arma en el nivel máximo y disparó una larga andanada de energía a la imagen del sensex.
El costado de la casa se desmoronó y un ciclón de fuego se abrió paso entre las maderas. El calor de la explosión hizo retroceder a Nefandi hasta el borde del estanque. Desde allí se quedó mirando hasta que el hilo de kha púrpura y la latiente forma voor se perdieron de vista en el incendio.
El viento se hizo más brillante y frío, Nefandi dio la espalda a la casa en llamas y se dirigió al coche. Las moscas se habían marchado, pero el aire estaba lleno de algo más: tranquilidad, la transparencia de la violencia que había creado.
Al llegar al coche se detuvo y trató de convencerse de que la mente era en verdad continuidad. Contempló cómo la luz del sol llenaba la superficie del estanque como si fueran flores… y sintió que estaba a punto de sumergirse en un sueño ebrio. No te asustes.
Miró a la casa. Las llamas eran altas y no se percibía ningún atisbo del voor. Sin embargo… la ausencia le rodeaba como un crisol. Se esforzó para dejar de temblar cuando ocupó el asiento del conductor y puso el coche en marcha. Mientras se alejaba, supo que el voor no estaba muerto… simplemente le había ayudado a cambiar.
En cuanto Sumner se dio cuenta de que ya no le perseguían, se derrumbó y se tendió boca arriba en el suelo, intentando respirar. Pasó un rato antes de que pudiera ponerse de pie. Sentía la cabeza embotada y pesada. No había otro sitio donde ir excepto regresar a la finca. Cojeó entre los árboles con cautela. Cuando vio el nido humeante de cenizas y huesos que era ahora el cuerpo de Jeanlu, inspiró profundamente y dio la vuelta al estanque.
Cerca de la casita, a pesar de que las moscas le asaltaron, se detuvo y se quedó mirando: la casa ardía… y su coche había desaparecido.
Las moscas se cebaron en su cara y su cuello. Sumner se quedó quieto, anonadado mientras contemplaba cómo los demonios de las llamas danzaban en el techo y las ventanas. Se dio la vuelta y observó, más allá de las ramas muertas de los árboles que se sacudían con el viento, un hilillo de humo que se desvanecía al oeste.
Sumner apartó las moscas de su cara y dejó atrás los árboles hinchados y la hierba rebosante de gusanos en dirección a Rigalu Fíats. Subió el terraplén y se deslizó con rapidez hacia el otro lado. Al llegar a la arena verde, el punzante enjambre se alejó, y pudo detenerse. Se tendió en la arena y vomitó. Cuando terminó, se levantó y emprendió el camino en dirección a McClure. Aunque estaba mareado por el horror y la fatiga, se obligó a moverse. El crujir de los maderos y del tejado ardiendo le seguía como los ronquidos de una enorme máquina.
Nada ha sido creado. Todo es una sombra de lo que será.
Corby se asió a aquel canto voor. El fuego era demasiado caliente para su forma, y en un momento se difuminaría en la forma misma, inseguro de cómo continuaría… si llegaba a hacerlo.
Si… nada es una sombra, todo ha sido ya creado, todo está predestinado.
Con el último atisbo de su razón se concentró en Sumner. El lusk estaba roto. Debía alcanzar a su padre. La pauta tenía que continuar. Tenía que detener al Delph.
Con su última voluntad, se extendió.
Sumner permaneció dentro del perímetro de Rigalu Fíats para evitar las moscas. Después de recorrer la arena durante una hora, el terrible viento menguó y las moscas se marcharon.
Se aventuró por una llanura de hierba en dirección a un bosquecillo de sauces. A medio camino, la masa escamosa de un pangelín salió de la alta hierba y rugió con furia. Sumner retrocedió, lentamente al principio, luego con más rapidez, y echó a correr cuando ya se acercaba a los llanos. De nuevo a salvo entre las dunas verdes y el laberinto de rocas, se tumbó en el suelo.
Era un viaje sin esperanza. Los pangelines impedían acortar camino por tierra fértil para llegar a una autopista activa o conseguir aunque fuera agua hasta el anochecer. Y entonces saldrían las criaturas.
Mientras continuaba caminando, trató de calibrar fríamente su situación. McClure era la ciudad más cercana, y estaba a 189 kilómetros de distancia. Tardaría varios días en llegar a pie. Incluso con provisiones, dudaba sobrevivir a los depredadores.
Acéptalo, héroe-cero, se dijo. Estás acabado.
El sol era un círculo dorado a sus espaldas. A la derecha, nubes lunáticas, rojas y revueltas, corrían por el horizonte, alzándose majestuosamente a veinte mil metros. Sombras esqueléticas cubrían el suelo del desierto y las altas formas rocosas que capturaban la luz a su alrededor resplandecían con un verde caliente.
Aún podía saborear el pútrido olor del cuerpo de Jeanlu. Deseó romper sus ropas empapadas, pero el hedor también salpicaba su piel. Los estertores de dolor que ardían en su garganta y el escalofrío de sus músculos le impedían pensar con claridad.
Sólo una cosa tenía clara: le habían utilizado. Tras su dolor y su miedo tamborileó la angustia.
—¡Utilizado por un distor! —gimió—. Corby lo sabía. ¡Hijo de perra! Sabía que Jeanlu no estaba muerta.
Continuó avanzando, tratando de encontrar la autopista que asomaba de vez en cuando entre la calma mortífera de las dunas. Las rocas a su alrededor abrasaban, pero su corazón estaba helado. Cuanto más aparente se hacía lo desesperanzado de la situación, más furioso se ponía… se enfadaba consigo mismo por ser un idiota dócil. Tendría que haber dejado a Nefandi en la estacada cuando tuve la oportunidad. En el fondo de su garganta se formó un regusto de hiel amarga. Quiso escupirla, pero tenía la boca seca.
Más tarde, perdió la autopista entre la maraña de rocas. El sol había caído sobre el horizonte y las nubes salvajes del norte se apiñaban en lo alto, oscuras como una montaña. Se apoyó contra un macizo de piedra que se arqueaba empinado y se extendía en una mezcla de agujas y cerdas. El material era denso y de bordes claros. En las sombras ya rezumaba un débil brillo verde.
Miró al norte, a las montañas distantes. Un resplandor rojo brumoso contorneaba las laderas. Más cerca, el borde de los llanos era visible entre las largas sombras. Más allá, rodeada por helechos amodorrados y un oscuro bosquecillo de cipreses velados, había un estanque. Su largo cuerpo se sacudía en la oscuridad como oro bruñido. No había pangelines a la vista.
Caminó vacilante sobre la suave roca, contra las ráfagas de arena. El olor del agua fresca flotaba en el aire, yendo y viniendo, hasta que consiguió atravesar los helechos. Entonces se alzó como un muro y se acercó mareado. El agua era limpia y fría, borboteaba de una grieta cubierta de moho y largas agujas verdes. Se arrodilló y bebió, gimiendo y poniendo los ojos en blanco. Tras saciar su sed, se mojó la cara y el cuello ardiente. Por fin, se tendió en la densa hierba y dejó que las luces y sombras de las hojas juguetearan con él.
Momentáneamente en paz consigo mismo, arrinconó su desesperación y se preguntó por qué Corby le había enviado hacia aquel cadáver viviente. ¿Era de verdad Jeanlu? Al pensarlo, decidió que sí. Aunque los rasgos se habían consumido, reconoció su pelo y sus ojos. Aún podía sentir la descarga helada con la que ella le había sacudido. El vacío en su pecho y sus hombros se dilató, como si hubiera sido secado. Como una araña, imaginó. Me estaba chupando la vida como una araña.
Oscureció. El sol aparecía como una corona de llamas entre las formas fantásticas del este. Sumner trataba de idear un método para cargar agua cuando escuchó un sonido maligno. Una tos grande y hueca surgió de las sombras de la noche entre los cipreses. Ni siquiera fue capaz de imaginar qué podría ser. Los pangos ya tendrían que estar durmiendo, consideró, con la esperanza de calmarse. Pero aún quedaban otras posibilidades más ominosas: jaguares, renegados dorga, gnous voladores.
Se levantó y al instante vio frente a él el destello de luz en cinco pares de ojos al otro lado del estanque. Mientras retrocedía, aparecieron: cinco ratas-canguro del tamaño de un hombre, las mandíbulas abiertas; los brazos atrofiados hacían chasquear ansiosamente las garras. Sumner gimió y el sonido de su miedo excitó a las criaturas. Trotaron alrededor del estanque hacia él, ladrando y chasqueando las mandíbulas.
Sumner se internó en el matorral de helechos y corrió hacia los llanos. Las ratas-canguro le siguieron, gritando viciosamente mientras se acercaban. Incluso después de llegar a la arena verde, Sumner continuó corriendo con tanta rapidez como pudo, sin atreverse a mirar hacia atrás hasta que sus pies chocaron contra la dura superficie de un banco de roca.
Se dio la vuelta y casi se derrumbó. Las ratas-canguro no se habían detenido en el borde. Levantaban llamaradas de arena mientras trotaban hacia él. Sumner saltó hacia atrás y se debatió sobre la fina roca, esforzando la vista en la penumbra en busca de huecos y cavidades.
Corrió con fuerza y sin descanso, dejando toda su energía detrás. Cuando se derrumbó, los músculos de sus piernas estaban agarrotados, le dolía el pecho y tuvo problemas para respirar. Es un instante las ratas-canguro le alcanzaron. Sus ladridos le rodeaban y las oyó girar, preparándose para saltar.
Pasó un momento largo e histérico antes de darse cuenta de que no le iban a atacar. El ladrido de las criaturas se interrumpió bruscamente, y se dio la vuelta. Las ratas-canguro habían desaparecido. Nunca habían estado aquí. En la arena sólo aparecían sus huellas.
Se incorporó tímidamente y miró hacia el estanque. La oscuridad lo rodeaba, pero bajo el verde brillo de los llanos vio el destello en los ojos de las ratas-canguro. Le observaban desde el borde.
Súbitamente dos de ellas saltaron hacia delante, chillando y levantando arena. Sumner gimió pero estaba demasiado agotado para echar a correr. Tieso como la tiza, se quedó mirando con la boca abierta mientras las ratas-canguro se abalanzaban sobre él. Se hallaban a diez metros y les caían chorros de saliva por las fauces; entonces el espacio a su alrededor se fracturó. Se desvanecieron.
¡Pus de yak!
Las cinco ratas-canguro estaban tendidas en el borde de los llanos, a sesenta metros de él. Sus ojillos verdes eran chispas en las sombras. Ninguna se movía. Sumner se golpeó la cara con los nudillos. Estoy perdiendo la cabeza.
—No.
Sumner se dio media vuelta. Corby se encontraba tras él. Su cara y sus manos brillaban con un verde lechoso en el resplandor fosforescente. Sus ojos relucían como los de un animal.
Sumner avanzó tambaleándose, pero la forma del niño se desvaneció como un espejismo.
¡Wog! ¡Me he vuelto loco!
—Sólo proyecta. —La voz apareció de nuevo a sus espaldas. Se dio la vuelta, esta vez más despacio, encogiendo los ojos para ver mejor. El niño estaba allí, sólido como el macizo de roca a su lado—. Deja de expulsarlo —dijo Corby—. Enfócalo. —Su cuerpo se difuminó en la luz fantasmal de los llanos.
—¡Corby! —exclamó Sumner—. ¡Deja de jugar conmigo!
Una voz restalló en su cabeza, tan fuerte que le hizo dar un paso atrás:
—¡No lo hago!
La imagen de Corby rebotó en su campo de visión, apareciendo y desapareciendo en riscos, dunas, agujas. Entonces se marchó.
Tranquilo, cabeza loca, tranquilo. Sumner cerró los ojos. Sentía el contacto del niño en su interior. La sangre aún se le agolpaba en los oídos por efecto de la carrera, pero aun así podía oír una presencia enmudecida en el fondo de su mente. Un cántico susurrante y arrullador resonaba en ella: un temible recuerdo del extraño murmullo del cadáver. Se dispuso a abrir los ojos para escapar de aquel sonido, pero oyó algo más: la voz de Corby, fría y racional.
—Son los llanos, padre. Están vacíos. Tu mente los llena.
Abrió los ojos. Corby le observaba con una sonrisa preocupada. La imagen duró hasta que Sumner se movió, luego desapareció.
Cerró de nuevo los ojos y escuchó, más allá del latido de su sangre y el extraño cántico de Jeanlu, detectando a Corby:
—Tranquiliza tu mente —susurró la voz del niño en su interior—. No hables contigo mismo. Y no tengas miedo.
—¿Dónde estás? —preguntó Sumner en voz alta.
Los murmullos de Jeanlu aumentaron, siseando a través del martilleo de la sangre.
—No puedo enlazar contigo mucho tiempo —dijo Corby. Su voz empezó a perderse—. Escucha. Ser es fluir. Y en el flujo está la pauta. Pero no puede haber significado hasta que dejes de debatirte. La consciencia en sí es poder. Conviértete en lo que eres. Si estás quieto, podrás…
Silencio.
—¿Qué? ¿Podré qué?
Un cántico chirriante resonó en su cerebro y Sumner abrió los ojos para ver el cadáver negro y encogido de Jeanlu que danzaba obscenamente ante él. ¡Wwau! Saltó hacia atrás y tuvo que pelear consigo mismo para no echar a correr.
—Es un fantasma, cabeza loca —dijo en voz alta para calmarse—. No puede tocarte.
El cadáver de Jeanlu se acercó más. Sumner pudo ver a través de la piel despellejada y quemada. La cara era delgada como el viento, pero brillante, y los ojos bulbosos temblaban en sus cuencas. Sumner se obligó a guardar la calma.
—No es real —se animó—. No es real.
El cuerpo del cadáver desapareció, pero la cara brillante y rota permaneció, mostrando una sonrisa maniática. Entonces también desapareció y Sumner se quedó solo. Un pájaro nocturno canturreó en los cipreses del estanque, pero por lo demás no había más que silencio.
Cerró los ojos para ponerse en contacto con Corby. Sólo el sonido de su corazón repicaba en sus oídos.
El calor había desaparecido rápidamente del aire. Sumner se dio cuenta de que temblaba y empezó a caminar para calentarse. El terreno a su alrededor estaba lleno de movimientos furtivos y breves destellos de formas arácnidas. Miedo, recordó. Sueños dentados. La idea le tranquilizó y sintió que sus ansiedades iniciales desaparecían. Se quedó con temblores de miedo y retazos de lenguaje: Relájate… vas a regresar a casa… nadie puede burlarse de ti ahora.
La enorme soledad de los llanos y su luz suave y polvorienta apagaron su voz interior. Descartó sus pensamientos y se sumió en una quietud alerta. No había nada en que pensar. Ahora sólo era cuestión de caminar, paso a paso, a través de esta tierra maravillosa de luz mutada y formas enloquecidas. El agotamiento le ayudó a vaciar su mente, el miedo le mantuvo alerta y las voces alucinadas de las ratas-canguro le persiguieron:
—Dos patas, eres hermoso… Oh, ven con nosotras Lejos de estas tumbas febriles al lugar donde nuestras heridas pueden amarse mutuamente…
Se internó en los llanos. Un gran concurso de formas barridas por el viento danzaba a su alrededor. El tiempo no tenía sentido. Sólo el ritmo roto de su carrera y el caliente dolor de su cuello fijaban su atención.
Comprendió intuitivamente qué había pretendido Jeanlu de él. Vida. Toda ella. El caliente vapor que le había echado a la cara era un psiberante… un medio de digerir su mente para poder tomar su cuerpo. Las palabras que cantaba intentaban paralizar los centros conscientes de su cerebro. Los ritmos aún resonaban a través de sus nervios. Podía sentirlos actuar con el psiberante. Juntos, producían una energía volátil y chispeante que agrupaba sus pensamientos mientras infundía a su kha una fuerza sin precedentes. Fuerza suficiente para advertir: un poco más de ese poder habría significado la muerte.
Un movimiento, mayestático e invisible como una corriente oceánica, tiraba de él. Se movió al compás, firme, inexorable, se internó en el verde fulgor silencioso de los llanos, hasta que llegó a una escalera de riscos de piedra al borde de un gran cañón hueco. En la distancia brillaban macizos de piedra como corrientes de lava espectral. Los fuegocielos rebullían en lo alto, azules y rojos, envolviéndolo todo excepto las estrellas más brillantes. A través del tapiz de luz brumosa, titilaban el León agazapado y la Nebulosa Cabra. Por ellos, Sumner conocía el camino a casa. Se había alejado de la tierra fértil. En estas profundidades de los llanos, con la mente blanca como el cristal, pulida por el miedo, se hallaba inmerso en un silencio todopoderoso.
Asombrado por su lúcida serenidad, le parecía que el borde del tiempo estuviera ante él; se sentó al borde de la roca y dejó que el aire frío le soldara al lugar. Estaba seguro de que había venido hasta aquí por alguna razón. Pero sólo existía una razón que encajara con estos riscos sin vida: la Muerte. No tenía que pensarlo. Sabía que iba a morir. Y le agradaba.
La luz lo era todo… un fulgor fantasmal brillaba en las rocas, manaba del cielo. El viento había menguado, el suelo del cañón se extendía hasta el horizonte con sus arcos de roca fantasmales. No había nada vivo en muchos kilómetros a la redonda.
Éste era el momento que había ansiado en secreto durante años. Sabía que si ahora se tranquilizaba, se sumiría en la oscuridad y no despertaría nunca. Punto final a la soledad, el ansia, el olor a pies, la ropa estropeada con orín ácido y sudor de miedo. Adiós a la fealdad de ser él mismo.
Contempló el horizonte sin vida: unas pocas estrellas asomaban bajo la luz temblorosa de los fuegocielos. Cerró los ojos y se tranquilizó. El frío se apoderó de él y durante un rato tembló tan violentamente que supo que tenía que desintegrarse. Entonces sintió calor, un calor intenso: fuego en la carne, el calor rezumaba por sus huesos.
Su interior no se hundió en la oscuridad. Estaba anclado en el calor que despertaba en su interior. Entonces su menteoscura se volvió fría y brillante. Cuando abrió los ojos, ya no estaba solo.
Lejos se desplegó una cadena de destellos. Una mancha de un resplandor dorado avanzaba ante los riscos, apareciendo y desapareciendo entre las mesetas. Mientras se acercaba, la mancha parpadeante tomó una forma definida: un vórtice de energía cegadora.
¡Un deva!
Se inclinó sobre los riscos, un remolino inmenso y fiero mutaba la verde fosforescencia de los llanos. Densas sombras proyectadas por las rocas temblaron ante él. Más cerca, el vórtice se zambulló tras los acantilados de la pared del cañón y el desierto que rodeaba a Sumner volvió a quedar oscuro.
En el intervalo, la onda de choque golpeó. Rodó sobre el cañón golpeando manojos luminiscentes de arena y alcanzó a Sumner con tanta fuerza que lo tiró de espaldas sobre un lecho de rocas. Una ráfaga de arena barrida por el viento le arañó la cara y los brazos y luego desapareció. En lo alto, ahogados por la distancia, retumbaron los truenos.
Desde donde estaba tendido, Sumner vio brillar el borde de la pared. Rayos de luz ardiente y clara cortaron la oscuridad del cañón, iluminando dunas, un macizo de roca retorcida y una base resquebrajada en placas octogonales. Sumner, deslumbrado, cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el cielo ardía con enormes pantallas de fuego. Caían a tierra cortinas de luz dorada y granulosa que traspasaban las paredes del risco y envolvían todo el cañón.
—¡Levántate! —pidió la voz de Corby con súbita claridad—. He enviado a este deva. Ve con él.
Una andanada de viento gimoteante estalló sobre él, apagando la voz del voor. El súbito estampido tendió a Sumner sobre el terraplén y se revolvió contra el viento para recuperar el equilibrio.
—¡Estás loco! —Sumner se dio la vuelta e intentó de nuevo apartarse del cañón. Pero la succión de la columna de viento le derribó y le envió rodando hacia la base del risco.
Las corrientes de viento se acumulaban rápidamente y el suelo del cañón hervía.
Era imposible resistir la atracción del puro chirrido. Con un aleteo de ropas desgarradas y miembros agitados, Sumner se precipitó hacia el centro. Cuanto más se acercaba, más brutal se volvía el latigazo del viento, hasta que le resultó imposible respirar. No pudo resistir más y su cuerpo rebotó en el aire hacia la explosiva brillantez del remolino. Se hundió en un bofetón de fuerza retorcida donde, por un momento, colgó suspendido. Una tormenta de chispas azules y blancas bailoteaba a su alrededor. Lejos, visto a través de un interminable chorro de resplandor azul plateado, estaba el pálido cuerpo azafrán de un sol frío. Y entonces, los vientos colosales le quitaron la respiración.
Sumner se desvaneció.
Cuando recuperó el sentido, todo su cuerpo ardía de terror, y estuvo a punto de perder el conocimiento de nuevo. Atravesaba el aire a miles de metros del suelo. Una tremenda fuerza arrastraba su cuerpo dolorido y magullado. Debajo, muy al norte, se extendía el terreno arrasado de Rigalu Fíats. Sus contornos desmoronados, y tallados por el viento brillaban débilmente con un tinte verdoso. Al oeste, el borde del planeta quedaba iluminado por la corona del sol, y sobre él el cielo se condensaba desde un tono de aguamarina hasta un lento índigo. Al norte, lagos oscuros reflejaban esa luz con resplandores de estrellas.
Sumner se aferró a la consciencia colgado de un hilo, mareado. Estaba demasiado aturdido para pensar. Con los ojos azotados por el viento observó la curva del horizonte a medida que la trayectoria de su vuelo se inclinaba para descender. Torres de nubes en la distancia, teñidas de azul, rojo y púrpura por la luz celestial, se alejaron. El destello plateado de un strohlplano se deslizaba como en trance por el filo del mundo. Y allí, a su izquierda, rodeada por las marcas de carreteras y autopistas, se extendían las oscuras fábricas de McClure. Luces anaranjadas fluctuaban dentro de su mancha de edificios agrupados.
El viento se detuvo y, de repente, el rumbo de su caída le pareció claro y tenso. Iba a posarse en los basureros de las afueras de la ciudad. Ya veía los tejados de zinc de los pozos dorga y las torres humeantes de la refinería.
El brillo del viento solar cayó bajo el horizonte y las empalizadas del extremo septentrional de los llanos marcharon bajo el cielo del norte. La tierra marrón que rodeaba McClure se acercó. Al sur de la ciudad, la bahía aparecía verde oscura y antes de perderse de vista se tornó negra.
La caída en picado de Sumner dio una sacudida, y perdió velocidad. Cadenas de fuerza le hicieron descender hacia los pozos dorga. Los grupos humeantes de las chozas, todavía sin recibir el contacto del sol, parecían deshabitados. Giró sobre el enjambre de cabañas solitarias y se deslizó a través de corrientes de aire hacia la zona occidental de la ciudad. A sus pies se extendían colinas y montañas de basura. Cuando se encontró a cuatro metros del suelo, la fuerza que le suspendía chasqueó y cayó al suelo.
Sus piernas se hundieron bajo su peso y rodó por un terraplén oscuro hasta un agujero en sombras. El agujero era realmente un hueco entre montones de basura: madera podrida, montones de cartones y cajas desechadas, lazos de metal inservible, el armazón aplastado de un coche hundido en los matorrales. El lugar estaba desierto a excepción de unos cerdos, algunas anguilas voladoras y un perro solitario. Lo inundaba todo una niebla rancia envuelta en olores orgánicos.
Sumner intentó levantarse pero estaba demasiado débil. El frenesí de su absurdo vuelo había agotado sus últimas fuerzas. Aunque las primeras luces de la mañana se recortaban en los montones de basura, se hundió en un sueño profundo.
Despertó a últimas horas de la mañana. Sentía la cabeza hueca y su cuerpo, como una tubería vacía, tembló mientras trataba de sentarse. A pesar del dolor de sus músculos sacudidos, se obligó a ponerse en pie. Se agarró a un tubo oxidado y luego rodó con torpeza por la pila de basura. Se quedó allí tumbado, mareado, las moscas pegadas a las llagas de sus labios, contemplando un pájaro solitario que daba vueltas en el aire.
Su cabeza dolorida no podía pensar. Cerró los ojos y se tendió de lado. Más tarde, algo frío y húmedo le despertó. Era la nariz de un perro vagabundo, flaco y de cara afilada. El animal le miró durante un rato sin expectación y luego se perdió tras un olor de basura humeante.
Con valentía, Sumner se puso en pie, se tambaleó, cayó y se incorporó de nuevo. Dando bandazos de un lado a otro, atravesó los campos de basura, ajeno a los dorgas que buscaban chatarra entre los matojos. Al verle llegar, los dorgas aullaron y chillaron. Algunos le tiraron basura y todos se lo quedaron mirando hasta que se perdió de vista.
Cuando llegó cojeando a la ciudad, la luz del día, un ascua sobre la carretera de arena, se desvanecía. Las casas que se alineaban a cada lado eran todas iguales: gradas de hormigón, paredes de madera manchadas, rejas oxidadas en las ventanas, placas de metal acanalado en el techo. Mientras continuaba avanzando, aparecieron entre las cabañas montones de zinia, setos de hibiscos y matojos de ixora asomando entre los retretes de cemento rosa.
El polvo era denso y se le metió en la nariz con el olor de excrementos de gallina y basura. Le producía náuseas, pero sabía que no podía detenerse aquí. Los dorgas le observaban apoyados en las puertas o sentados delante de las cabañas en sillas desvencijadas con brazos purulentos y ropas ajadas. Mujeres ceñudas y aleladas con pelo enmarañado le ignoraban. Los hombres, salvajes, pelirrojos, con harapos, le miraban, las frentes marcadas con la equis de la banda-zángano.
Más allá vio a un chiquillo distor sentado en el suelo bajo una palmera. Su cara era pequeña y apretada, la carne escamosa en torno a los ojos hundidos parecía magullada y la parte delantera de la camisa rota estaba manchada de baba. Cuando Sumner pasó por su lado, puñados de arena, piedras y pedazos de vidrio surcaron la carretera y le rociaron. El distor se volvió para verle corretear ansiosamente sobre el árido terreno, con la cabeza entre los hombros.
Se sintió aliviado al llegar a las primeras calles pavimentadas donde había un parque con muros repletos de flores. Pero incluso aquí, donde las casas tenían puertas y ventanas, había avisos de peligro por todas partes: en el aire rebullían anguilas voladoras sobre marañas de matojos desconocidos, y pegotes negros de carroña manchaban los postes; un olor a humo rancio inundaba el aire; de las ramas de los árboles colgaban grandes y arenosos nidos de hormiga. Sin embargo, se detuvo para recuperar fuerzas y contemplar el camino por el que había venido. Desde el parque elevado podía ver un arroyo de color de óxido bordeando los pozos dorga. Barracas de madera sobre delgadas vigas ondulaban con el calor. La zona erosionada era como un cráter, aislado y depresivo.
Un brusco pensamiento picoteó la exhausta tranquilidad de su mente: ésta será mi casa si la policía me atrapa. Su estómago se agitó y luego volvió a apaciguarse. Estaba demasiado agotado y aturdido para alimentar su miedo. Pero mientras recorría la hierba reseca del parque, contempló con aprensión los espacios inundados de mangles. Hasta que las avenidas se ensancharon y vio coches no se hundió de nuevo en su sopor y continuó caminando como ausente.
Alrededor de las arcadas, en los puestos y en el mercado abierto, la gente hacía compras de última hora para la cena de esa noche. Un grupo de niños pasó riendo y corriendo, llevando sus libros de texto bajo el brazo. Los más jóvenes vestían ropas rojas y cargaban mochilas a la espalda. Los vendedores anunciaban fruta a gritos. Los niños pequeños jugaban al kili en el suelo, ajenos a los biciclos y los coches que pasaban. Un hombre colgaba linternas de papel de un cable para el festival de la noche.
La vitalidad era inmensa, y Sumner tuvo que moverse con rapidez para no echarse a llorar. Todo era tan familiar y sano. Era como si el brutal absurdo del último día no hubiera sucedido nunca. Se sentía dolorido y mareado, pero estaba en casa. Al doblar la esquina de la calle donde vivía, sintió que todo el terror y la humillación que había experimentado se apoderaban de él, y durante unos histéricos instantes se desorientó. Aunque había pasado aquí toda la vida, de pronto no reconocía nada.
En esta parte de la ciudad las calles no estaban pavimentadas sino cubiertas con tablas de madera oscura. Se dirigió al centro de la calle, con la mente en blanco. El cielo se había vuelto brumoso con la caída de la noche, y las ventanas verde plomizo estaban anegadas de luz. Su brillo difuso le recordó los llanos. Se quedó mirándolas plantado en la calle, tratando de recordar a dónde se dirigía.
En el otro extremo de la calle, la vía elevada crujía con la llegada de un tren: los trabajadores regresaban a casa. El silencioso rugido le sobresaltó, pues sonaba muy parecido al viento deva que le había transportado por los llanos. Se retiró a la acera y pensó en echar a correr cuando una voz chirriante le sacó de su ensimismamiento.
—¡Pichoncito!
Se dio la vuelta para ver a Zelda saliendo por la puerta de su casa. La mujer corrió rápidamente hacia él, alzando al aire los brazos pálidos y huesudos, los ojillos de pájaro desorbitados por la sorpresa.
—¡Mutra! ¿Qué te ha pasado? ¿Qué le ha pasado a mi bebé? —Le cogió la cara con sus manos arácnidas y le miró con atención a los ojos—. ¡Tienes la cara de un muerto! —Su rostro arrugado se volvió ceniciento cuando empujó a la figura demacrada que tenía delante—. Rápido… entra en casa.
Empujó a Sumner calle abajo y le cogió del brazo para que entrara en el vestíbulo. Le estudió con alarma creciente a la luz mortecina de una lámpara globo.
—¿Qué te ha pasado? ¡Hueles como el Oscuro!
El olor rancio que recordó del incienso sacudió la mente de Sumner. El aspecto roto de su cara empezó a desaparecer. Sus ojos brillantes y sorprendidos miraron alrededor.
—¿Estás herido? —gimió Zelda—. ¿No puedes hablar?
Sumner se alisó la camisa destrozada y sonrió mareado.
—Estoy en casa.
La cara de Zelda se iluminó.
—Sí, pinchoncito, estás en casa. ¿Pero qué te ha pasado? ¿Dónde está el coche? Has tenido un accidente, ¿verdad? ¡Mira tus ropas! Están quemadas y… ¡tu cuello! ¡Mutra! —Le abrió el cuello de la camisa y miró las marcas de piel púrpura de su garganta.
La expresión horrorizada de su rostro sobresaltó a Sumner. La apartó y se miró en el espejo del vestíbulo. Su cara estaba magullada, los labios partidos, los párpados hinchados. A ambos lados de su cuello, donde Jeanlu se había apretado a él con su tenaza de muerte, la piel estaba lívida, escaldada. Se subió el cuello de la camisa.
—El coche ha desaparecido —croó.
Los ojos de Zelda se fijaron sobre los suyos. Estaba demasiado anonadada para responder. Le miró ciegamente y siguió mirándole cuando él la dejó atrás y empezó a subir las escaleras. Johnny Yesterday estaba metido en una de las urnas azul pavo real del salón, con los ojos cerrados y una sonrisa beatífica en su cara arrugada. Su arrebato continuó, estupendo, inmutable, cuando Zelda empezó a aullar al salir de su shock. La mujer subió las escaleras corriendo e interceptó a Sumner antes de que llegara a su cuarto.
Él se cruzó de brazos, preparado para un rapapolvo, pero ella sólo le miró con los ojos encogidos y cubiertos de ira. Tras un tedioso instante, su cara se suavizó.
—Ve y duerme un poco —dijo Zelda, con una calma más enervante que un grito.
Sumner entró en su cuarto y se desplomó sobre el colchón. Según parecía, el lugar estaba tan desordenado como lo había dejado al marcharse una eternidad atrás, excepto por un lugar despejado donde antes estuvo la escánsula. Dentro del lío de la habitación, el solitario vacío era perturbador. Como su coche y su vida secreta como el Sugarat, era otra parte de él que se había perdido. ¿Cuánto tiempo continuaría este lento desmoronarse, este morir pedazo a pedazo? ¿Por qué no terminar con todo de una vez?, se preguntó. ¡Whomp! Terminado. Suspiró, y su cuerpo se hundió más en el colchón. ¿Por qué no?
Zelda estaba furiosa. La pérdida del coche significaba un montón de problemas financieros y burocráticos. Le dieron ganas de sacarle los ojos a Sumner, pero se contuvo por una razón. Ayer, unas pocas horas después de que Sumner se marchara, llegó la policía. Eran grandes y fuertes y no del todo agradables. Dos de ellos buscaron por las habitaciones, poniéndolo todo patas arriba, mientras un tercero la acorralaba en el vestíbulo. Querían a Sumner. Lo querían en seguida. Y a menos que ella lo entregara de inmediato, ya podía ir preparándose para realizar sus contactos espiritistas ilegales en los pozos dorga.
Zelda se había portado sobrenaturalmente tranquila con la policía. La verdad era que no tenía ni idea de dónde se encontraba el muchacho, y si lo hubiera sabido, se lo habría dicho sin dilación, de lo furiosa que estaba por no haberle contado que tenía problemas. Si hubieran querido, los policías se habrían saltado sus derechos allí mismo y se la habrían llevado para que la marcaran. En cambio, le dieron un número especial para que los llamara cuando Sumner regresara a la casa.
Zelda acarició el trozo de papel con el número. Su furia con respecto al coche no era nada comparada con la ira que sintió después de que la policía se marchara. Su carrera estaba acabada, ahora que habían ido a visitarla, nadie querría tener negocios con ella. Los rumores sobre la ley se esparcían rápidamente en los círculos wangol.
Sólo tenía una opción. La casa estaba a su nombre. No habría problemas para venderla y con el dinero que consiguiera podría reinstalarse en una de las grandes ciudades orientales donde nadie la conocía. Por supuesto, el éxito de su plan dependía de que Sumner regresara. Si no lo hubiera hecho, la policía habría sospechado que ella le había dado el aviso. Ahora su futuro era tan fácil como una llamada telefónica.
Se puso un pesado chal bordado con ojos de búho y borlones negros. Al salir al aire frío de la noche, las tensiones se suavizaron y se sintió decepcionada por haberse enfadado con su hijo. El coche no era tan importante. Retrasaría el papeleo necesario para marcharse de la ciudad, pero tal vez la policía se encargaría de aquello. Lo importante era que Sumner había regresado y que ella era libre de seguir su propio camino.
Hasta que llegó a la cabina bajo la vía elevada no sintió las primeras punzadas de duda. Dejó caer la única moneda que llevaba consigo. Ésta rodó más allá de su pie y cayó entre las tablas de madera de la calle. Mientras regresaba a casa para coger otra moneda, razonó consigo misma:
¿No tengo derecho a mi propia vida? ¿Por qué tengo que echarla a perder para proteger a un ingrato, un tragón, un… criminal?
—Klaus, sabes que lo he intentado. Colegio, escánsula, coche… ¿qué más podía darle? ¿Mi vida? ¿Tengo que entregar también mi vida? ¡No! He hecho más que suficiente. Además, la policía… no quisieron decirme qué había hecho. Tal vez no sea tan serio.
—¿Y si es serio? —preguntó la voz de Klaus—. Vamos, Zelda… recuerda la joya nido y las hierbas voor que encontraste en su coche. Eso fue hace más de un año. ¿Quién sabe en qué problemas se habrá metido? Probablemente sea muy serio.
—Bien, pues entonces es serio, Klaus. ¿Por qué si no iba a venir la policía a casa? Pero ¿y qué? Sumner es un violador, un asesino, un chulo voor… van a enviarlo a los pozos o al despellejador. Supongamos que es al despellejador, ¿y qué, Klaus? ¿Y qué? Ha arruinado mi vida… dejaría que me marcaran. ¡Su propia madre una dorga! ¿Qué le importó? Ni me avisó. ¡No me dijo ni una palabra!
—Pero ha regresado, Zelda. Ha regresado.
—Ha regresado porque estropeó el coche. Por eso, trozo de carne podrida. Echó a perder el coche. ¿Dónde si no podría haber ido? Sólo yo soporto sus gimoteos y lloriqueos. Tú no tienes nada que hacer con él. Estás muerto. Muerto. Muerto.
Varias horas más tarde, después de perder más monedas, equivocarse de número, torcerse el tobillo y discutir malhumoradamente con Klaus, Zelda llamó a la policía.
Llegaron rápidamente. Ella acababa de terminar de preparar una taza de wangol e-z para calmar sus nervios cuando vio salir de un furgón negro una fila de hombres ataviados con cascos que se dispersaban para rodear la casa. Iban armados.
—No le hagan daño —susurró frenética a los hombres que dejó pasar. Entraron bruscamente en el vestíbulo, hombro con hombro—. No tienen que hacerle daño. Es un muchacho tranquilo.
—¿Dónde está, señora?
Zelda miró a las escaleras, y cinco hombres pasaron corriendo junto a ella. Johnny Yesterday estaba dormido en lo alto, y los primeros hombres en alcanzarle le quitaron rápidamente de en medio. Lo colocaron bajo la mesa con las patas de brocado y procedieron a derribar las puertas de todas las habitaciones.
Sumner se estaba incorporando, parpadeando atontado, cuando reventaron la puerta de su habitación. Tres hombres se abalanzaron sobre él antes de que pudiera moverse. Aulló y se debatió con todas sus fuerzas, pero uno de ellos le golpeó con una porra entre las piernas.
Inmovilizaron sus brazos y piernas con fuertes correas y le metieron un calzo de goma en la boca. Atado a una pica de madera como un cerdo en una espeta, lo sacaron de la habitación y bajaron con él por las escaleras.
Al salir, Zelda corrió a su lado. Él la observó a través de una bruma de dolor mientras lloraba.
—No te harán daño, pichoncito. Lo prometieron.
Entonces Zelda desapareció y Sumner se quedó mirando la noche llena de fuegocielos. Lo último que vio antes de que lo metieran en el furgón fue a Johnny Yesterday asomado a la ventana, su cara maliciosa, calva y salvaje como la luna.