Imágenes del universo real

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Todavía estaba oscuro cuando Sumner se marchó de casa en su coche verde botella aquella mañana. Llevaba todas sus posesiones importantes envueltas en una camisa rota tirada en el asiento trasero. Zelda se agitaba preocupada y trató de detenerle, primero con amenazas sobre su pobre salud y luego con comida. Pero no sirvió de nada. El temor de Sumner sobrepasaba con creces su culpa y su hambre. Le dijo a Zelda que regresaría más tarde ese mismo día, aunque no tenía intención de volver a verla.

Tomó un abundante desayuno en una parada de camiones abierta toda la noche en las afueras de la ciudad. Se permitió entretenerse rememorando su vida con Zelda porque era la última vez que la recordaría exactamente tal como era. Su vida en común había sido muy buena comparada con lo que era la vida para la mayoría de la gente de su barrio. Klaus le había liberado de las fábricas. Toda su vida, Sumner había podido ir y venir a su antojo, a pesar de que Zelda siempre estaba allí para interrogarle cuando regresaba. Sin embargo, recordó, ella nunca llegó a saber lo que pasaba realmente. Y su cocina… ¡Mutra, era deliciosa! Un poco cargada de especias wangol de vez en cuando, pero deliciosa. Suspiró. Lástima que estuviera dominada por todas aquellas patrañas de los espíritus.

Aunque sentía cierto cariño por su madre, se alegraba de librarse finalmente de ella. Siempre intentaba cambiarle, y él se sentía feliz tal como era. O como había sido, se corrigió. De ahora en adelante, su vida estaría en la carretera. Zelda había desaparecido… pero también su vida como Sugarat. Más que la seguridad, había perdido su propia identidad.

Su destino era la casita de campo de Jeanlu, a más de 189 kilómetros de distancia, al otro lado de Rigalu Fíats. Era un viaje solitario (aún más solitario sabiendo que nunca volvería), pero los voors tenían las cosas que quería.

Sonrió, recordando su primera salida de McClure. ¿Qué edad tenía entonces? ¿Diez? No. Fue poco después de su primera matanza. Debía tener once años.

Tardaría al menos una hora en llegar a Rigalu Fíats, y la carretera hasta allí era recta y fácil. Despejó su mente y retrocedió seis años a los recuerdos que tenía de su primer viaje en solitario al desierto…

El hambre había llevado a Sumner a los puestos de pescado junto al río donde esperaba conseguir comida gratis. Observó con atención cómo los hombres de gruesos brazos ataviados con delantales manchados de sangre cortaban las cabezas de percas y mugues, les sacaban las entrañas y luego arrojaban las piezas cortadas a las montañas de hielo picado. Vigiló diligentemente los trozos de pescado que erraban su blanco y caían a un lado. Pero la competencia era demasiado dura —grandes gatos salvajes entrenados para cazar ratas—, y pronto se puso a vagar por los muelles vacíos a la espera de que los barcos regresaran.

Mientras contemplaba cómo las negras aguas lamían los pilares del embarcadero, pensó en pescado a la plancha. Su imaginario aroma y su oscuro y rico sabor eran tan reales que no reparó en el viejo hasta que éste le habló.

—¿Quieres acostarte, chico?

Sumner se dio la vuelta; sus ojos escrutaron la cara del viejo. Era marrón y arrugada como una bolsa vieja. Tenía las orejas aplastadas y el pelo apestoso y enmarañado.

—¿De qué hablas, viejo? No tengo dinero para putas.

El viejo se acercó más.

—Pero tienes una tarjeta blanca.

El corazón de Sumner dio un brinco. Sólo hacía una semana que había pasado su examen médico obligatorio. La ley Massebôth requería que se comprobaran los genes de todos los niños al llegar a la pubertad. Después de una agotadora serie de arañazos, inyecciones y pruebas embarazosas, le suministraron una tarjeta blanca: el estatus genético más altamente codiciado. Era uno entre mil con los genes intactos.

Sin embargo… ¿cómo podía conocer esta ruina de hombre lo de su tarjeta blanca? Sumner miró más de cerca la cara del viejo. Tenía una boca recta y fiera y ojos incongruentemente ensoñadores. Con el tiempo, Sumner llegaría a reconocer a un voor por aquellos ojos errabundos. En aquel momento, sin embargo, pensó que el viejo era sólo un pirata de río. Era bastante duro, con aros en las orejas, un pañuelo negro en la frente y de sus ropas brotaban extraños olores a humo.

—¿Quieres acostarte, gordito? ¿Sí o no?

Sumner no se movió, con las manos en las caderas, excitado por la misteriosa propuesta de sexo y a la vez asustado por aquel increíble pirata.

—¿Cómo sabes que tengo una tarjeta blanca?

La sombra de una sonrisa cruzó la cara arrugada del viejo y la suavizó.

—Soy un voor, gordito, lo sé.

Todo el cuerpo de Sumner se crispó. Los voors podían volverte loco con una mirada. Eran los distors más extraños y se sabía que tenían profundos poderes mentales. Y por si aquéllas no fueran razones suficientes para mantenerse apartados de ellos, había un Edicto de Criaturas Innaturales contra ellos por parte de los Massebôth. Se ahorcaba a la gente por hablar con los voors.

Sumner intentó retirarse, pero tenía el agua a sus espaldas y no había nada más en el muelle. A trescientos metros de distancia, los puestos de pescado bullían de actividad, y se dio cuenta demasiado tarde de que nadie le oiría si gritaba.

Con un gemido pasó junto al viejo voor y corrió muelle abajo. Un desvencijado camión de basura apareció súbitamente por detrás de una fila de norays y lo detuvo. Un hombre embozado saltó de la cabina, y Sumner se quedó petrificado. Las manos extendidas del hombre estaban cubiertas de conchas azules y espinosas.

¡Un distar!, gritó Sumner en silencio. Intentó pelear, pero el voor encapuchado era sorprendentemente rápido. Anticipó con precisión todos los puñetazos de Sumner y lo acorraló entre el camión y el agua. El miedo de Sumner pudo más que su repulsión y se dirigió a los ojos de la criatura, pero el voor le agarró la mano con una presa helada y le arrastró a la parte trasera del camión, donde el viejo voor abrió las delgadas puertas de metal. Lo arrojaron al interior y cerraron las puertas.

Sumner se enfureció. Había oído que los voors abrían los cráneos de sus víctimas y devoraban sus cerebros. Rebuscó un arma en el compartimiento hermético. Pero no había nada más que manchas de óxido y mellas. Gritando, se abalanzó contra las puertas y éstas se abombaron.

Antes de que pudiera cargar de nuevo contra las puertas, éstas se abrieron con un chirrido. Apareció el voor de las manos como garras, con la capucha echada hacia atrás, revelando una cabeza afeitada y extrañamente malformada. La cara era la de un retardado, la frente redonda y abultada, las cuencas llenas de tal forma que los encogidos ojos amarillos miraban por debajo de su cráneo. La faz de un idiota.

—Siéntate, gordito —dijo la voz del viejo voor desde alguna parte junto al camión.

Sumner retrocedió, sintiendo que su agresividad se convertía en frío miedo. No podía apartar los ojos del rostro de aquel cretino de carne reseca y labios brillantes. Lo grotesco de sus rasgos le dejaba sin fuerzas, y se acurrucó contra la pared del fondo.

Con una sacudida, el viejo camión se puso en marcha, y Sumner cayó al suelo oxidado. Luchando contra el traqueteo del camión, se arrastró hasta la parte delantera del compartimiento y entrelazó los dedos por el enrejado de la ventana que había allí. Los dos voors no le prestaron atención, y Sumner miró a través del parabrisas salpicado de insectos muertos la carretera vacía por la que avanzaban dando tumbos.

Se colgó del enrejado y miró con atención, esperando divisar alguna señal que le diera una idea de adonde le llevaban. Pero no sirvió de nada. El conductor embozado parecía doblar las esquinas al azar, volviendo sobre sus pasos una y otra vez. Al principio, pensó que estaban intentando confundirlo, pero aquello no tenía sentido. Me habrían tapado los ojos si no quisieran que lo supiera, razonó.

Sólo comprendió lo que sucedía después de divisar, al fondo de una calle, un coche gris con los pilares blancos y negros en su capota. Los voors usaban sus poderes telepáticos para eludir a la policía. Estaban buscando una brecha en las patrullas que rodeaban la ciudad. Después de dar vueltas unos minutos, encontraron una.

Sumner nunca había salido de McClure. La mayoría de la gente pasaba toda su vida en la ciudad y no salía nunca. No había razones para hacerlo. Fuera se extendían los desiertos donde mandaban las ratas-canguro y las tribus de distors. Las otras ciudades estaban muy lejos, y a menos que uno fuera mercader o conductor de caravanas, no ofrecían nada que no se pudiera encontrar en McClure.

Asombrado, Sumner contempló perderse en la distancia los edificios oscuros de McClure. Todo lo que les rodeaba era desierto: llano y vacío como un antiguo lecho marino.

—¿Dónde me llevan? —preguntó Sumner.

—Vas a acostarte, gordito —dijo el viejo voor—. Nada más.

Por el tono de voz del voor, Sumner supo que no merecía la pena hacer más preguntas. Estaba seguro de que lo llevaban a algún lugar desolado donde podrían devorarlo a placer.

Después de más de una hora de zarandeos, Sumner sintió que la carretera se suavizaba. A la izquierda había una roca negra e inmensas empalizadas. A la derecha, un abismo. Avanzaban dando tumbos a gran velocidad por una carretera próxima a una cornisa. Sumner estaba tan nervioso que ni siquiera miró a la derecha. Cuando lo hizo, abrió la boca.

Muy por debajo, casi hasta donde alcanzaba la vista, había un desierto de arenas de color verde claro ribeteado con remolinos de ceniza negra. Por todas partes aparecían cúpulas rotas, agujas y torres fantásticamente intrincadas, montículos agrietados y suavizados por la erosión del viento. El lugar era un laberinto de arabescos, ecos de fulgor y colores cromados. Sumner tardó un buen rato en advertir que los laberintos rotos eran edificios: ¡Todo el colosal paisaje era (había sido) una ciudad!

—Se llamaba Houston —dijo el viejo voor—. O Dallas. Ya no estoy seguro.

Sumner contempló anonadado la ciudad muerta y sus fantasmagóricas sombras hasta que el traqueteante camión de improviso tomó una curva. Acantilados blancos bloquearon su visión de los llanos mientras se internaban por un camino de tierra lleno de baches. Se detuvieron ante un grupo de viejos árboles de grandes troncos.

Más allá de los árboles había una casita de adobe encalada con un tejado irregular cubierto de tejas rosa-coral. Gencianas azules brotaban en macetas de madera bajo las claras ventanas de cristal. Junto a la casita había un círculo de tamarindos inclinados sobre una cristalina laguna azul que se había formado en la base de un viejo cráter producido por una bomba.

Los dos voors, uno a cada lado, guiaron a Sumner por un sendero salpicado de mica hasta el borde de la laguna. Una gran bañera de madera rebosaba de agua espumosa.

—Quítate las ropas, gordito.

Sumner obedeció nerviosamente. Cuando se hubo desnudado, el viejo voor sacó una esponja abultada del baño y se la arrojó.

—Lávate —ordenó. Cuando Sumner terminó de restregarse por todo el cuerpo, lo arrojaron a la laguna. El agua era profunda pero cálida, y se agarró al borde mientras los voors enjabonaban y empapaban sus ropas y luego las ponían a secar al sol sobre una gran piedra.

Ya vestido, los voors le condujeron a la casita. El viejo voor lo empujó hacia la puerta.

Sumner vaciló.

—Entra ahí, aullador —dijo el viejo voor, con voz severa—. Quieres ir a casa, ¿no? Entonces haz lo que digo.

Sumner se acercó a la casita y subió los tres pulidos escalones de cedro que conducían a la puerta. Se dispuso a llamar, pero antes de que pudiera alzar la mano, la puerta se abrió.

En el umbral apareció una mujer vestida con un traje azul refulgente con lazos de oro en las muñecas y un amplio cuello. Era hermosísima: alta, con cuerpo musical y pelo negro ondulante. Sus ojos, líquidos y ensoñadores como los de todos los voors, eran azul humo y chispeaban con muchas manchitas rojizo-doradas. Pasó su fina mano por el marco de la puerta e hizo un gesto a Sumner para que entrase.

Había algo extraño en el lugar. Rayos de luz color cerveza llenaban la habitación, internándose por las densas cortinas de raíces secas y flores. Pipas indias de color marrón, violetas de pantano, zuzones, sanguinarias, manzanas silvestres y claros tallos de kiutl colgaban de gruesas vigas.

—Me llamo Jeanlu —dijo la mujer.

Sumner tartamudeó su nombre y se quedó en el umbral hasta que Jeanlu cerró la puerta y le ofreció asiento.

—Siéntate, por favor. —Su voz era amable y reposada, con un delicado acento almizcleño que la apartaba del aroma metálico de las plantas.

Sumner se sentó, haciendo oscilar los ojos entre ella y la pintoresca alfombra.

—Éste es mi veve —dijo ella, señalando la alfombra, un compuesto de once paisajes diferentes: un mar rojo ondulado por el viento, oscuras flores-sheol brotando bajo dos lunas; pinos de corteza azul; y una serie de brillantes imágenes que podrían haber surgido de la pantalla de una escánsula—. ¿Sabes lo que es un veve?

Sumner negó con la cabeza.

—Todos los voors tienen uno, de una forma o de otra. Muestra nuestro linaje… de dónde procedemos. —Señaló un cuadrado negro salpicado con puntos blancos—. Esto es un planeta al que llamamos Unchala. Ya no existe. Hace una eternidad fue el hogar de todos los voors, en una galaxia para la que no tenéis nombre.

Sumner no estaba escuchando. Esperaba que los otros voors entraran de un momento a otro.

—¿Cómo es que hay once? —preguntó, temeroso del silencio.

—Eso es todo lo que recordamos. Cada voor recuerda once diferentes. Es compartir lo que mantiene unido al nido. —Se acercó a la cocina—. ¿Te gustaría beber algo?

Él sacudió la cabeza e hizo crujir los nudillos, nervioso. Sus manos eran grandes y gordas, tan llenas de suciedad que ni siquiera el baño jabonoso la había eliminado. Las uñas, mordidas hasta la raíz, eran un testamento a su perpetua ansiedad.

—¿Algo para comer, tal vez? —Le tendió un pastel de miel relleno de almendras. No pudo rehusar.

Mientras comía el pastel, estudió a Jeanlu. Era muy atractiva, y se preguntó si tal vez el viejo voor le habría dicho la verdad. ¿Y si me desea? Pensó con un retortijón de temor. Nunca había intimado con una mujer.

—No te preocupes por eso —dijo Jeanlu con una amable sonrisa—. Estoy segura de que congeniaremos rápidamente.

Las orejas de Sumner se pusieron rojas. Ella era tan hermosa que había olvidado que era una voor. Podía leer sus pensamientos con la misma facilidad que el embarazo de su cara.

—¿Pero por qué yo? —consiguió farfullar, intentando disimular su vergüenza—. Soy… —iba a decir feo, pero en cambio murmuró—: …sólo un niño. Sólo tengo once años.

—No me importa —dijo ella sinceramente—. Tienes una tarjeta blanca. Eso es todo lo que me importa.

Sumner tragó el último trozo del pastel y se revolvió incómodo en la silla.

—Los genes fuertes son raros —continuó ella—. Pero son importantes para mí. Verás, quiero tener un hijo.

—¿Un hijo? —Los ojos de Sumner la escrutaron. No le parecía que estuviera mintiendo.

—Sí. Los voors no pueden aparearse unos con otros. ¿No lo sabías?

Él meneó la cabeza. El programa ed-sex que formaba parte del test genético no cubría la conducta sexual voor.

—Ya sabes, somos distors. Nuestros hijos sólo son fuertes cuando nos apareamos con gente ajena a nosotros. Para que sobreviva nuestra raza, necesitamos nuevos genes.

Sumner hizo crujir sus nudillos.

—Es difícil encontrar a alguien sin tacha como tú. Vivimos tiempos agitados. Los aulladores (la gente que, como tú, tiene que emitir sonidos para hacerse oír) son peligrosos. Tenemos que hacer lo posible… —se detuvo en seco y sus ojos se estrecharon—. No lo sabía. Eres tan joven… —Pareció mirarle más de cerca—. Has matado recientemente.

—Sí —dijo Sumner, sabiendo que era inútil mentir.

Tres semanas antes había eliminado a los incursores de la Caricia Negra con su mejunje casero. Su primera matanza.

Jeanlu sacudió la cabeza.

—Eres tan joven —dijo con burlona gravedad—. Y estás tan asustado.

—No estoy asustado —replicó Sumner. La miró conturbado, balanceando las piernas. Saber que ella conocía sus pensamientos le hacía sentirse incómodo—. Los quemé porque abusaron de mí. No se puede permitir a la gente abusar de uno, o no dejarán de hacerlo nunca.

Jeanlu asintió compasivamente.

—Eso es lo que solía decir tu padre, ¿verdad?

Sumner la miró perplejo. Su padre había muerto hacía casi un año. Era un hombre grande y poderoso, un hombre que siempre se salía con la suya. Todas las semanas llevaba a Sumner al centro a jugar a los bolos o al kili. Un día salió a cazar y nunca regresó. Perseguía a un pangelín con una escopeta cargada cuando resbaló. El arma golpeó el suelo y se disparó, volándole la cabeza. Sumner se volvió loco cuando se enteró, y Zelda tuvo que atarle. Semanas después, cuando pudo controlarse, se fue al centro a jugar a los bolos para olvidarse de su pena. En el camino de regreso fue acorralado por la banda de la Caricia Negra, unos chicos distors de piel blancuzca, pegajosa, que nunca salían de las sombras cuando atravesaba el barrio con su padre. Ahora que estaba solo, lo arrastraron a un callejón, lo untaron de mierda y le dejaron colgando boca abajo toda una tarde. Estuvo enfermo durante varios días y durante todo el tiempo que pasó en cama se preguntó cómo se habría comportado su padre. Fue entonces cuando decidió matarlos. Sólo pensarlo le enfurecía; sintió un martilleo en su corazón.

—Lo siento… no pretendía remover unos recuerdos tan dolorosos —Jeanlu parecía verdaderamente apenada—. Actuaste con valentía. El miedo es una herramienta en las manos de un hombre listo.

Sumner asintió, notando que su furia se enfriaba al ver que le llamaba hombre.

Jeanlu se echó a reír y aplaudió.

—Me pregunto si serás tan fiero en la cama.

Sumner se enderezó, sintiendo un retortijón entre sus piernas. Notó un calorcillo que se extendía por su vientre y que se volvió decididamente caliente cuando Jeanlu se le acercó y apoyó una mano sobre su rodilla.

—Pero quiero que sepas que no te obligaré a hacer esto. Si no quieres estar conmigo, puedes irte a casa ahora.

La oferta era casi demasiado buena para creerla, y estuvo a punto de levantarse y marchar. Pero el calor sensual de la mano de Jeanlu era magnético. Al principio pensó que era un residuo de su furia, hasta que una tensión interior encendió sus entrañas en su súbito calor. El olor brumoso del pelo de Jeanlu se arremolinaba sobre él, y supo con seguridad que iba a suceder algo maravilloso.

N-no —tartamudeó—. Me gustaría quedarme.

La sonrisa de ella fue radiante.

—Maravilloso. —Se levantó y soltó el cordón que cerraba la parte delantera de su vestido—. Pero tengo que decírtelo antes de que finalmente te decidas… —Las cremosas curvas blancas de sus pechos aparecieron entre los bordes azules de su vestido—. El pastel que te has comido estaba sazonado con un afrodisíaco suave. Nada que te haga perder el sentido. Sólo para hacer tu primera vez más memorable.

A Sumner no le importaba nada. Se revolvió en la silla mientras ella se pasaba un dedo por entre los pechos hasta la nube de pelo de abajo. Le cogió el brazo, lo levantó de la silla y lo condujo a la cama. La reluctancia de Sumner se evaporó cuando las frías manos de Jeanlu se movieron bajo su camisa y por todo su cuerpo. Su contacto era eléctrico. Pocos minutos después, se había despojado de todas sus ropas.

Desnudo, el cuerpo de Jeanlu no era tan atractivo como había prometido ser bajo los pliegues del vestido. Era firme, aunque suave y bien proporcionado. Pero había grandes escamas oscuras en sus muslos y estómago. Aseguró que no debía preocuparse, que no era una enfermedad, nada contagioso, sólo una deformidad. Sumner las miró sólo una vez y luego fijó su atención en las pequeñas manchas rojidoradas de sus ojos y le hizo el amor todo lo mejor que pudo con su incómoda inexperiencia.

Jeanlu era paciente. Guió con maestría sus cuerpos vibrantes, ayudando a Sumner a descubrir por sí mismo cómo satisfacerla con su turgente fuerza. La lujuria se entremezcló con su inseguridad, y pronto se encontró gimiendo de placer, haciendo cosas que nunca había imaginado posibles. Las hizo una y otra vez, hasta que la bruma se volvió azul en los tamarindos y las telas de araña empezaron a brillar con la luz menguante.

Sumner estaba agotado por los orgasmos, pero exultante y orgulloso, y cuando la habitación se sumió en las sombras del crepúsculo, se dispuso a continuar. Pero Jeanlu se había quedado callada. Permanecía tendida en la cama, con los ojos cerrados, respirando suavemente. Cuando Sumner se inclinó sobre ella y le apartó el pelo sudoroso de los ojos, la puerta se abrió y los dos voors entraron en la habitación.

—Ponte las ropas, gordito —dijo el viejo voor—. Es hora de irnos.

Sumner se levantó de la cama y se vistió rápidamente. El viejo voor lo cogió por el hombro, y sólo miró una vez hacia atrás. Jeanlu permanecía tumbada de espaldas, mirando el techo con los ojos ausentes y la cara serena y pálida como el mármol.

Sumner se estaba abotonando la camisa cuando las puertas metálicas del camión se cerraron tras él. Se agarró bien a la malla antes de que emprendieran la marcha en la oscuridad.

En el camino de regreso no pasó nada digno de mención. En la oscuridad, Rigalu Fíats era una celosía de sombras sofocada con una luz verde polvorienta. Sumner preguntó qué la hacía brillar, pero el viejo voor se encogió de hombros y el conductor embozado guardó silencio.

Sin preguntarle dónde vivía, le dejaron directamente en la puerta de su casa. En cuanto bajó del camión, se marcharon.

Un mundo sacudido por el tiempo

Sumner se pasó una mano por la cara, sintiendo que los recuerdos se revolvían sólo a una pulgada tras sus ojos. Suspiró y miró el salpicadero. La batería estaba bien cargada, lo suficiente para funcionar continuamente durante al menos tres días. En ese tiempo podría llegar a una de las grandes ciudades orientales: Vórtice, Profecía, tal vez incluso Xhule. Las tres eran más grandes que McClure, y esperaba encontrar trabajo allí. ¿Pero de qué? No tenía formación ni permiso para hacer nada. Disponía de una tarjeta blanca, y aunque con eso posiblemente podría conseguir algo de dinero en las donaciones de esperma, también le expondría a la policía. Y si lo capturaban, lo matarían. Al menos esperaba que lo hicieran, porque si no era así, lo encerrarían en los pozos dorga.

Los dorgas eran los peldaños más bajos de la sociedad Massebôth. Trasladaban los cadáveres, quemaban la basura y trabajaban en las calles. Eran distors funcionales, criminales, o salvajes tribales capturados y condicionados. Cuando trabajaban, se les hacía llevar en la frente bandas-zángano que ampliaban su fuerza a la vez que entorpecían sus mentes. Las cicatrices características en forma de equis sobre las frentes de los dorgas se debían a las bandas-zángano, causa también de su hosco letargo. La mayoría de los dorgas vivían muchos años como zombies atontados.

Sumner tembló y prestó atención a la carretera que tenía delante. Claro que soy un renegado, admitió. Pero sé que puedo conseguirlo. Todavía tengo a Jeanlu. Todavía no soy carne dorga.

Cogió una manzana y le dio un mordisco. El sabor aromático y frío le tranquilizó, y respiró profundamente. Un strohlplano, uno de los aviones de ascenso vertical de los Massebôth, surcaba el cielo a cinco kilómetros de altura y diez de distancia de donde se encontraba. Era una chispa plateada moviéndose contra el viento fuerte y alto que barría el cielo e impulsaba una línea de cúmulos. Sumner se preguntó si podrían verle, o si sentirían curiosidad al ver a un tres-ruedas dirigiéndose a los llanos.

Terminó la manzana con furiosos mordiscos e ignoró el miedo. Demasiado tarde para dar marcha atrás, se dijo, aunque aún le sacudía el temor.

Tiró por la ventanilla el corazón de la manzana y fijó de nuevo su mente en Jeanlu. Tal vez tendría algunas joyas nido para él. Tal vez algo de kiutl que quisiera mover. Sería un principio, una forma de ganar algunos zords. Tal vez lo suficiente para comprar un nuevo nombre… para unirse a una liga de artesanos y convertirse en carpintero. Aún era bastante joven.

Con una mano al volante y rebuscando con la otra en la grasienta bolsa de comida, Sumner recordó su primera experiencia con las joyas nido y el kiutl… y Corby. Se rió de sí mismo en voz baja, recordando su ignorancia, su miedo inicial…

Tenía dieciséis años cuando volvió a ver a Jeanlu. Habían pasado cinco desde su última visita, pero recordaba exactamente la ruta. Todo estaba tal cual, excepto que ahora había una hermosa choza redonda con un techo de tejas azules más allá de los tamarindos y la laguna del cráter.

Cuando bajó del coche, Jeanlu le esperaba de pie en el umbral. Le saludó contenta, y la timidez que se había acumulado en su interior desde que salió de McClure se disolvió. Hacía mucho tiempo que deseaba volver a ver a Jeanlu. Necesitaba respuestas a algunas preguntas que le habían estado molestando, pero su temor a los voors le había impedido formularlas. No estaba seguro de que ella continuara viviendo en el mismo lugar, y le preocupaba que los dos voors que lo habían secuestrado pudieran hallarse por los alrededores. Pero un día aquello no pareció importarle. Era más grande y más listo. Y el peligro se había convertido en algo mucho más familiar para él… algo que necesitaba su temor. Así que cogió el coche y ahora la tenía ante él, más mayor, con el pelo veteado de gris, la cara arrugada, pero tan hermosa y graciosa como la recordaba.

—Te he estado esperando —dijo Jeanlu mientras él subía los peldaños de cedro. Llevaba un ancho vestido de color marrón oscuro que le llegaba a los tobillos, abierto en las mangas—. ¿Por qué has tardado tanto?

Sumner la miró intrigado. Ahora era una cabeza más alto que ella, que parecía pequeña y frágil.

—Llevo toda la semana intentando hacerte venir.

El interior de la casita también parecía más pequeño. Todo estaba en su sitio, sólo las densas cortinas de hierbas resecas, flores y raíces habían desaparecido. En su lugar había cientos de pequeños ornamentos de aspecto delicado. Eran negros y marrón oscuro y habían sido hechos con las plantas secas. A Sumner le parecieron baratijas: círculos, estrellas, toda clase de formas geométricas, desde rectángulos y cuadrados a intrincadas rarezas de un cono de celosía dentro de un cubo de celosía dentro de una esfera de celosía.

Ella le ofreció una silla.

—¿Te apetece algo de beber o de comer?

Sumner combatió un retortijón de hambre.

—No, gracias. —Recordó el pastel de almendra sazonado con afrodisíaco.

—¿Crees que podría hacerte daño? —La cara de ella se tensó con fingido malestar.

—He venido a hacer algunas preguntas —replicó Sumner, ciñéndose estrictamente a su plan para hablar con ella—. ¿Pero has dicho que intentabas hacerme venir?

—Pero no para lastimarte. Tranquilízate. —Retiró un plato blanco hueso del fogón. Tenía pimientos verdes en rodajas y tiras de pescado—. Salmón en zumo de mandarina. Creo que te gustará.

Sumner no pudo negarse, aunque se había prometido a sí mismo que rechazaría todo lo que ella le ofreciera. Estaba muy bueno: agrio con un regusto dulzón. Los pimientos sabían muy bien entre bocado y bocado de pescado.

—Mis preguntas pueden esperar —dijo mientras masticaba—. ¿Por qué querías que viniera?

—Tengo algo para ti. —Rebuscó en uno de los estantes y sacó un gran paquete de cuero negro repujado. Cuando lo abrió, Sumner vio los tres paquetes de su interior cubiertos con una gamuza gastada. Jeanlu los colocó uno al lado del otro sobre la mesa—. Son la retribución, o un regalo, si lo prefieres, por tu parte en la creación de nuestro hijo.

Sumner contempló los tres paquetes y luego miró a Jeanlu.

—Sí —dijo ella—. Tenemos un hijo. Le he llamado Corby.

Sumner empezó a hablar, pero ella alzó una mano.

—Hay tanto que hacer hoy que no tiene sentido alargar esto eternamente. Sé lo que estás pensando. Déjame que responda a tus preguntas.

Sumner se echó hacia atrás en su asiento, lleno de inseguridad.

—Te he llamado porque quiero que participes en un ritual intemporal al que probablemente encontrarás poco sentido. Puede que incluso te asuste. Pero significa mucho para Corby, y te ruego que seas paciente y aceptes mi palabra de que no te hará ningún daño.

¡Rauk! Sumner se revolvió en su silla. Odiaba ser manipulado, y el hecho de que le hubiera llamado aquí un poder más allá de su comprensión sólo incrementaba su temor.

—Por favor, tranquilízate —sonrió Jeanlu, y por primera vez Sumner advirtió que las manchitas doradas de sus ojos se habían extendido desde la última vez que la había visto. Sus iris eran como anillos de oro pulidos ribeteados de turquesa.

»Es una costumbre entre los voors —continuó ella—, para que el niño experimente las vidas de sus padres. Ya que Corby y yo somos los dos voors, conoce mi vida desde que nació. Pero para él eres un extraño. Sabe de ti sólo a través de tus cromosomas. Afortunadamente, a pesar de la vida violenta que llevas, todavía estás vivo, y puede que ésta sea su única oportunidad de conocerte directamente. A cambio de tu cooperación me gustaría que te quedaras con esto.

Cuidadosamente, desenvolvió uno de los paquetes, revelando un ornamento triangular similar a las muchas formas geométricas que colgaban por la habitación.

—Es un tallo amuleto. Yo misma lo hice de fibra de plantas. Ése es mi trabajo: trabajar con la luz del sol.

—¿Tu trabajo? —preguntó Sumner, intentando superar su ansiedad.

—Sí. Cada voor tiene una función específica. La mía es crear tallos amuleto, formas de energía-formada que usamos para diferentes propósitos. Esta forma en concreto se llama Ojo de Lamí. Espanta influencias que son perjudiciales para su propietario.

El tallo amuleto era un tejido de fibras amarillas, marrones y verdes con una gastada flor roja en su centro. Sumner lo sostuvo en la mano, y su áspera textura le satisfizo. Recibir regalos era más de lo que esperaba cuando decidió emprender el viaje. De repente, su mente bullió de preguntas, pero la idea de energía-formada alcanzó la punta de su lengua.

—Cada forma tiene su propio potencial —respondió Jeanlu—. La geometría es esencial: de los lazos moleculares de tus células a los puentes estelares. Pero tal como funciona esta forma particular requiere comprensión no sólo de la geometría sino de las plantas. Y ahora no hay tiempo para eso. Confía en mí.

Desenvolvió el segundo paquete, el mayor, crujió mientras lo atraía hacia él. En su interior había un grueso fajo de crujientes hojas del color de sangre seca.

—Kiutl —dijo ella—. Cuando bebas el té hecho de estas hojas, comprenderás mejor lo que es ser un voor.

¡Kiutl! Sumner parpadeó de excitación. La planta kiutl era un psiberante, una droga telepática del lejano norte que los voors traían al sur de contrabando. Era muy apreciada en la sociedad Massebôth, pero como el gobierno consideraba anárquica la telepatía, la kiutl estaba prohibida. En el mercado negro, la cantidad de semilla voor que tenía delante habría convertido a Sumner en un hombre rico. Era virtualmente imposible hacer que dejara de pensar en la camisa de vitela y las botas de caña de piel de serpiente que llevaba meses codiciando. Apartó los ojos de las hojas rojas y contempló el último paquete, preguntándose qué sería, sabiendo que difícilmente podría compararse con lo que ya tenía ante él.

Jeanlu le tendió a Sumner el paquete para que lo abriera. Era pesado y duro, y lo abrió con curiosidad. Cuando vio la piedra azul-vapor en su interior, contuvo la respiración. La joya capturaba la luz y la envolvía en una estrella luminosa cuyos delgados y brillantes hilos de energía se afinaban y reformaban con el temblor de su mano.

—Una joya nido —susurró.

Había visto una en una urna en los archivos del Atracadero. Eran muy raras y, en el mercado adecuado, no tenían precio.

—Antes de que hagas planes para venderla —dijo Jeanlu—, considera lo que es. Como el tallo amuleto, su secreto es la geometría, pero no está diseñada para extender o apartar influencias. Su función es más interna. Si miras dentro el tiempo suficiente, podrás verte a ti mismo (a tu yo interior) o al auténtico yo de cualquiera que se refleje en ella. Sin embargo, es necesario que tengas una mente despejada. Cualquier tipo de distracción o fijación mental distorsionará lo que veas. Recuerda también que es extremadamente frágil. Hace falta muy poca cosa para destruir una joya nido.

Por la mente de Sumner surcaron todos los mercados posibles a los que podría atreverse a acercarse. La posesión de una joya nido era una prueba condenatoria de asociación con voors, pero sabía que había mucha gente dispuesta a arriesgar sus vidas para poseer una rareza, semejante. Entonces se le ocurrió que la joya no era suya todavía. Apenas oyó lo que Jeanlu acababa de decirle, la miró inquisitivamente.

—¿Vamos a ver a Corby ahora? —preguntó ella.

Sumner hizo una mueca. Los regalos eran más que tentadores… eran provocativos. Haría cualquier cosa por ellos, pero… ¿sería un truco? Era improbable, pero no había forma de saberlo. Necesitaba algunas respuestas claras para las preguntas que había venido a formular.

Antes de que pudiera hablar, Jeanlu le contestó.

—No. Sí. No.

—¿Eh?

—Las respuestas a tus preguntas —replicó ella ingenuamente—. No, no puedo decirte qué son los voors, de dónde venimos, o por qué estamos aquí. Tardaría demasiado tiempo. Y sí, estás a salvo con nosotros. No intento engañarte. Después de todo, eres el padre de mi hijo. Finalmente, no, un voor no utilizaría la mente para matar a nadie.

—¿Pero puede un voor matar con la mente?

Jeanlu se encogió de hombros.

—Sí —dijo, y añadió rápidamente—: pero nunca sucede. La mente es demasiado sagrada.

—¿Ni siquiera cuando os amenazan?

—Tenemos otros medios para defendernos.

—¿Pero y si…?

—Sumner, por favor. —La cara de Jeanlu se ensombreció—. Estás a salvo aquí. Créeme. —Sus ojos se ciñeron en los suyos, y se suavizaron—. Vamos a ver a nuestro hijo.

Sumner asintió. Dobló la tela de gamuza sobre la joya nido y se la devolvió. Cuando Jeanlu extendió la mano para cogerla, las amplias mangas de su vestido rodaron por sus brazos. Durante un instante, Sumner vio en sus codos las escamas que había visto una vez en su vientre. Retiró la mirada rápidamente.

—No te asustes —le dijo ella, poniéndose en pie. Volvió a meter los tres paquetes de gamuza en el envoltorio de cuero repujado, lo dobló, y lo devolvió al estante lacado—. La última vez que estuviste aquí te dije que tenía una deformidad. No hay mucho que hacer al respecto. A veces, los voors tienen problemas para dar forma a sus cuerpos.

Atravesó la puerta y guió a Sumner a la parte trasera de la casa. Cuando llegaron al borde de la laguna se detuvieron, de cara a la choza con el techo de tejas azules. Sumner miró al oeste, por encima de la choza, donde el cielo aparecía salpicado de nubes. Estaba lleno de energía nerviosa que le impedía sentirse seguro sobre lo que debía esperar. Mi hijo. La idea le pareció irreal. Se humedeció los labios con la lengua, preguntándose a qué estaban esperando, lo extraño que podría ser el niño, y qué iba a pasar a continuación, y cuánto tardaría.

Entonces la puerta de la choza se abrió, y Sumner tuvo tiempo de atisbar un interior completamente vacío antes de que apareciera un niño pequeño vestido con pantalones anchos y camisa blanca sin cuello. Su cara era tan blanca como la cera y sus ojos no tenían color. Mientras se acercaba, a Sumner le pareció oír un suspiro como el rumor susurrante de las olas. Más de cerca, los rasgos del niño parecían luminosos. Su pelo era blanquidorado, rizado como el de Sumner, pero al contrario que él, era delgado, un simple hilo de vida.

Cuando estuvo a menos de un metro de distancia, alzando los ojos pálidos como el cristal, habló con una voz suave y casi profunda:

—Me alegra que estés aquí, Padre. Tengo mucho que mostrarte. Además —sus pequeñas facciones se movieron con una sonrisa amable, casi imperceptible—, hay muchas más cosas que quiero que me enseñes.

Sumner hizo oscilar su peso de un pie a otro, con las manos metidas en los bolsillos. El ruidito que había oído antes había desaparecido, y toda su atención se centró en la cara tranquila, en apariencia sin mente, en la piel blanca como el mármol.

Sumner intentó forzar una sonrisa, pero ésta apareció en su cara sólo un instante antes de difuminarse. Se hizo un silencio largo e incómodo durante el cual el niño le contempló inexpresivo. Una desagradable sensación le apretó la garganta y bajó a su estómago, y quiso gritar en su mente: Apestoso distar. ¿Qué quieres que haga? ¿Tirarme un pedo? Pero recordó que la joya nido y la kiutl le esperaban en la casita, y ahogó su voz interior.

Los ojos del niño chispearon, fríos como la piedra.

—Me llamo Corby.

Sumner asintió y miró a Jeanlu en busca de algún tipo de pista. Una sonrisa asomó en las comisuras de la boca de la mujer.

—¿Por qué no le muestras a tu padre cómo eres?

Una sensación de alarma sacudió a Sumner.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, retorciendo las manos en los bolsillos.

—No te preocupes —dijo el niño, acercándose más—. Voy a mostrarte cosas maravillosas. Será más fácil hacerlo allí fuera porque estaremos más al descubierto —señaló hacia el sendero roto que empezaba cerca de la casa y se perdía en los llanos—. Está vacío, y así podremos llenarlo.

La confusión de Sumner nubló sus ojos. Jeanlu apoyó una mano sobre su hombro, tranquilizándolo.

—Ve con él —instó—. Todo saldrá bien.

—Parece peligroso —dijo, y quiso golpearse a sí mismo por haberlo dicho.

—Siempre hay peligro —replicó—. Por todas partes. Pero aquí no hay amenaza.

Sumner se tragó su ansiedad. Se volvió para mirar a su hijo, que extendía la mano hacia él. Arrinconó su miedo y cogió la mano de seis dedos del niño. Irradiaba frío, era casi eléctrica. Sumner se retiró dando un ridículo saltito y se volvió torpemente hacia Jeanlu.

—Tranquilo —le consoló Jeanlu, luego le empujó suavemente hacia Corby, que esperaba sin mostrar ninguna emoción.

—Lo siento. Soy diferente —dijo el niño con voz áspera. Condujo a Sumner hacia el desierto—. No quiero asustarte.

—Me encuentro bien —Sumner intentó tragar saliva, pero su garganta estaba seca—. Es culpa mía. Estoy nervioso. Somos familia, ¿no? —su voz sonó frágil, y trató de volver a tragar saliva.

—No, la culpa no es tuya. No puedes sentir… Quiero decir que no puedes sentir de la forma en que lo hace un voor. La verdad es que no sabes si voy a hacerte daño. Lo comprendo.

Sumner se metió las manos en los bolsillos, temeroso de volver a tocar al niño. Miró al cielo para tranquilizarse y vio como el fuerte viento empujaba un puñado de nubes hacia el este.

—¿Por qué tenemos que ir allí? —preguntó, mirando el lugar donde las rocas grises y sacudidas por el viento terminaban y empezaba la arena verde. Había un promontorio unos cientos de metros más allá. Al otro lado había un empinado declive que caía a los llanos.

—Porque allí no hay vida —respondió Corby—. Es duro para mí agobiarte con todo esto —señaló los manojos de hierba reseca rebullendo entre la grava cenicienta.

—Oh —Sumner apartó de una patada un trozo de tierra reseca.

—Cuando llegaste, traté de alcanzarte, pero fue imposible con todos los tallos amuletos que Jeanlu ha colgado en su casa. Luego, junto al estanque, lo intenté de nuevo. Fue mejor, pero no lo suficientemente claro, porque quiero que me veas también.

—Te veo.

—No, no me ves. Pero no puedes saberlo.

Llegaron al promontorio, y Corby extendió la mano en busca de la de Sumner, que la aceptó reluctante y sintió que su piel se erizaba y su interior saltaba cuando la brillante gelidez le atravesó. Corby le guió por un sendero que serpenteaba hasta la cima. Desde allí, Sumner miró la casita. Jeanlu aún estaba donde la habían dejado, contemplándolos. El viento se había reducido a la nada, y las sombras de las hojas de los tamarindos se simplificaron hasta convertirse en láminas de neblina azul a sus pies. Tras darse la vuelta, Sumner pudo ver la extraña extensión de Rigalu Fíats: un llano vasto y ondulante alzándose acá y allá con montones de ruinas asoladas, macizos de piedra carcomidos por el viento, todo brillando con un verde histérico a la luz del sol. Mutra, es el infierno, pensó, sintiendo que el miedo se revolvía en su interior. Quería regresar a su coche, y quedarse quieto y escuchar lo que el niño decía requirió todas sus fuerzas.

—Fue el infierno para la gente que vivía aquí al final.

Corby empezó a bajar un sendero que se deslizaba por la pendiente del promontorio y descendía bruscamente hasta el pie. Para Sumner era un descenso incómodo, y cuando llegó al pie estaba bañado en sudor y tenía las manos arañadas por los matojos a los que se había asido.

Corby le condujo a un camino de arena, dirigiéndose hacia un amasijo de roca que una vez habían sido edificios. A Sumner le costó trabajo mantener su ritmo. Cuando llegó a las ruinas, se dirigió a un saliente de cemento verde y se sentó. Sus facciones parecían malévolas: los ojos demasiado grandes y planos, la nariz y la boca demasiado pequeñas, casi fetales, comprimidas bajo aquella curva irreal del entrecejo, y la piel de barniz, como un niño muerto. El temor de Sumner aumentó, y supo que iba a desmayarse a menos que volviera a poner en funcionamiento su mente. Contente, muchacho. Se pasó una mano temblorosa por la cara.

—Me vuelvo.

Los ojos del niño se congelaron y parecieron cambiar de color. Sonrió vagamente.

—¿Por qué me tienes tanto miedo? —Se inclinó hacia adelante y le miró profundamente. Una sombra fluctuaba en su cara—. No trates de contenerte. Déjate ir. El egoísmo y el miedo son la misma cosa.

Sumner cerró los puños para dominar su miedo. Miró la extensión de arena que acababan de cruzar y contempló los diablos del polvo remolineando en las corrientes de aire caliente. Cuando dejó de temblar, miró de nuevo al niño.

—Muy bien —dijo el chiquillo—. Eres más fuerte de lo que pensaba.

El cumplido sacudió a Sumner como una brisa fría, y abrió los puños.

—Mira —Corby alzó una mano blanca como el invierno, y Sumner quedó apresado en una tenaza helada. Sus ojos rebulleron. El vacío giraba en los límites de su visión, y la oscuridad le surcaba con una sensación sorda y enturbiadora, densa como la piedra. El tiempo se partió en la nada y en un yo horriblemente quieto. Pasó un eón.

Sumner se sacudió, alerta, bruscamente libre de su visión paralizadora. Corby seguía sentado, como si no pasara nada. Las nubes tras él cortaban el cielo como antes. Sólo había transcurrido un instante.

—Fuiste hondo —dijo Corby, el amplio brillo de sus ojos le observaba sin ninguna emoción—. Recuerda lo que puedas.

Sumner estaba transfigurado por aquellos ojos brillantes. La luz en ellos era desnuda, quieta como el hielo, inmóvil. No había manera de saber qué conocía el cerebro tras aquella mirada. Sumner retrocedió, luego se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la casita, deseando no echar a correr locamente.

Sorprendentemente, su furia igualaba su terror. Estaba seguro de que perdería la cabeza si se quedaba allí, y se sentía furioso porque Jeanlu le había drogado. ¡Rauk voor! Alimentó su furia, la necesitaba para mantenerse por encima de su miedo.

Corby apareció ante él antes de que llegara muy lejos, y Sumner retrocedió, vacilante.

—¿Qué es lo que te pasa? —increpó Corby—. No te he hecho daño. Sólo intentaba mostrarte otra forma de ver las cosas.

—No me interesa —Sumner agitó la mano, apartando al niño.

Corby frunció el ceño y se acercó más; extendió sus manos de seis dedos. Sumner trató de darse la vuelta y correr, pero no pudo moverse. Una brisa invernal le sacudía, y de repente fue consciente de estar fuera de sí mismo. Durante un prolongado instante quedó inmerso en una atronadora sordera. Entonces la realidad se apretujó a su alrededor.

Estaba mirando a Corby, sus oídos zumbaban levemente con el tembloroso calor de su sangre. El vértigo desapareció tan rápidamente como había venido. De alguna forma, le había sacudido de su miedo y le había dejado tan tranquilo como la llama de una cerilla. Todo se había refrenado, y durante el brevísimo instante se preguntó por qué se había sentido tan frenético cuando obviamente, si uno se quedaba quieto, las cosas volvían a su sitio, los segundos pasaban, el silencio se agrupaba.

Sumner pudo mirar con atención a Corby sin temblar. Se concentró en el pelo, tan parecido al suyo propio, y en la ancha barbilla que era como la de su padre. Se preguntó qué clase de cerebro flotaba bajo el hielo de esa cara.

Corby se acercó a su poyete de hormigón y se sentó. El lazo telepático entre ellos aumentaba. Sumner no le prestó atención. Estaba capturado en la experiencia del tiempo pasando lentamente. Como una joya, su vida tomaba forma gradualmente en las rocas que le rodeaban. Podía hacer lo que quisiera de sí mismo.

Magnetizado por el voor, todo lo que veía era diferente. La luz del sol, decidió, era el reflejo de una noria, moviéndose lenta y verde. Las ruinas eran un río en el cual estaba inmersa la luz giratoria: un río de tiempo, el poso de siglos se agrupaba en el suelo del desierto. Al inclinarse, se vio a sí mismo en el río. Era las rocas desgastadas, la arena de jade, la luz de la noria. No había otra vida aquí excepto él… y su hijo.

En el río del tiempo, ellos mismos eran una corriente, un arroyo continuo de vida fluyendo de… ¿dónde? No sabía dónde empezaba la vida, pero sabía que con este nuevo poder-voor en él podría recordarlo si lo intentaba.

Cerró los ojos y se imaginó contemplando las vidas peludas y enmarañadas de sus primeros antepasados humanos, cuando el lenguaje estaba aún encerrado tras los barrotes de los dientes. Pero no fue allí donde el río de la vida empezó. Tenía que retroceder más, dejar atrás las tenues vidas de los lémures y las vidas cenagosas y crudas, recorriendo millones de años hasta los principios ciegos y mudos de la célula. Sin embargo, instintivamente, supo que aquélla tampoco era la fuente del río. Para encontrar el principio tendría que soñar más allá de los hirvientes pantanos de helechos, más allá de los mares ardientes, de vuelta al tiempo en que todo el planeta era más vasto pero menos denso, de vuelta al tiempo en que era un jardín colgante de gases y plasma: una nube fosforescente girando sobre sí misma, ni viva ni muerta, girando lentamente alrededor de la estrella que la estaba soñando.

Ésa era la fuente, pensó para sí, mientras sentía la energía astral de Corby encendiéndose en su interior.

¿O no lo era? ¿De dónde procedían los gases que se condensaban para formar estas rocas? De otras estrellas. ¿Y ellas? ¿De dónde procedían las primeras estrellas? ¿Había un origen viviente más allá del principio y del fin? ¿O era aquello el primer mito? ¿El primero en ser tomado y el último en desaparecer?

—Todo eso es muy impresionante —dijo Corby—. Pero nada es cierto. Lo has inventado todo.

Sumner se volvió para mirar al niño. Se tambaleó bajo una leve sensación de vértigo.

—La evolución es fascinación —dijo el voor—. Todo es confusión. ¿Quién eres realmente? ¿De dónde procedes?

Sumner tembló bajo el tono de su voz.

—No lo sé.

Corby dio una palmada como un maestro de escuela.

—Claro que lo sabes. ¿No lo recuerdas? Estas fueron tus vidas antes de que tuvieras esta forma…

Una vez más, Sumner fue sacudido por una brisa helada. Esta vez, sintió la dirección de la energía psíquica. El poder emanaba directamente de Corby. Casi podía ver los rastros iridiscentes de la corriente mientras brotaban de un punto bajo el ombligo del niño y revoloteaban en el aire hacia él. Todo el calor de su cuerpo se esfumó, la visión se agitó como la luz reflejada en el agua y de repente cayó de nuevo, capturado en la telepatía del voor. El mundo visible se fundió en la oscuridad de un pozo sin fondo. Abrió la boca para gritar, pero el vasto vacío a su alrededor absorbía todos los lastimeros sonidos que producía.

Cuando estuvo otra vez alerta, el aire rezumaba un olor grasiento. Algo de comer. Siguió la oscura mancha del aire a través de un matorral de juncos de río, junto a un tronco podrido, dejando atrás árboles y maleza, y bajó una pendiente alfombrada de hojas. Había otros aromas, olores pegajosos de plantas, olores raídos de animales, pero su hambre los anuló. Para él, sólo había un olor, un olor aceitoso de algo vivo, algo pequeño, y no demasiado lejano. Sus dientes enraizados en su cráneo castañetearon siguiendo la cadencia de su caída. Entonces la vio. Aquella cosita marrón oscura, con las orejas blancas, destellando sobre la hierba verde brillante, apretada.

Al observar la cosita escondida en la alta hierba, los ojos alerta y desencajados, las orejas alzadas, la boca de Sumner se abrió de adoración y un hilo de saliva babeó hasta el suelo. Entonces echó a correr, y la cosita dio un respingo. Hubo una larga caza bajo las hojas de hierba y las tranquilas colinas y las nubes como montañas. Cuando terminó, lo hizo bruscamente. Los dientes rasgaron carne, y sintió el olor caliente y pegajoso de la sangre, y un gemido que sacudió el aire por un momento.

Sumner trató de contenerse. ¿Qué me está pasando?, gimió, pero su grito se perdió en un destello de luz. El destello se dividió en una visión aérea, en dirección al valle: un puñado de árboles, el curso serpentino de un río. Estaba volando, la resistencia del aire y la fuerza del viento doblando articulación y tendón, alzándole, ensanchando el arco de su vuelo circular. Un ojo era suave y escrutaba las nubes, en busca de otros como él. El otro ojo era agudo y miraba hacia abajo, saboreando las texturas de las hojas y las sombras de hierba de abajo, una mirada aguzada por el hambre. Tenía el sol detrás, los pies ganchudos le impulsaban, la cabeza picuda vuelta, buscando. La hierba ondulaba y se agitaba. Contempló su sombra surcando la tierra verde arrugada. Nada se movía. Pero siguió mirando. Vigilando. Vigilando. Un torcecuello salió de un árbol y revoloteó sobre la hierba curvada. Él divisó el movimiento inmediatamente, y dobló sus alas sobre sí mismo y cayó en picado para matar.

Sumner trató de despertarse, pero no pudo romper la caída. Saltaba de un sueño al siguiente. Era un tiburón ascendiendo hacia una superficie vidriosa donde peces más pequeños resplandecían como estrellas. De repente fue una gaviota de alas difusas contemplando la luz oculta de un pez entre las rocas. Luego fue un búho aferrado a las garras de su cerebro. Luego una araña observando a una mosca atrapada en la tela, sacudiendo las alas.

De todos los sueños que surcaron su interior, uno fue particularmente vivido. Estaba abriéndose paso a través de los tallos de altas plantas, siguiendo el olor de la presa. Pero esta vez se encontraba inusitadamente cansado, hambriento y solo. Deseaba ir donde no había ido nunca antes; más allá de los campos sutilmente llenos de extraños olores. Muy por delante había una granja, aunque no la reconoció como tal. Todo el tiempo no fue más que una brecha en el horizonte, llena de luces acuosas y sonidos desconocidos. Más cerca había otra cosa similar, pero más familiar, repleta de olor a pájaros.

Se acercó lentamente, arrastrando la barriga por el suelo, hinchada la nariz, alerta a los olores peligrosos. Había una alta abertura, pero estaba caliente con el olor de algo que no reconocía. Así que rodeó la zona del nido hasta encontrar un lugar por donde arrastrarse. Los pájaros ya lo habían percibido, y piaban nerviosos mientras él se arrastraba por el hueco. Cargó contra el pájaro más cercano, rompiéndole el cuello, arrancándole la vida. Tiró su presa al hueco que acababa de pasar, impelido por los chillidos de los otros pájaros y de un ladrido distante. Fuera, se detuvo un instante. Una alta criatura le había divisado y hacía un sonido delgado e incomprensible agitando un palo ante él. Estaba demasiado lejos para ser una amenaza, así que recogió su presa y salió corriendo. Pero no llegó lejos. El palo destelló, y un golpe aplastante llenó sus ojos de oscuridad.

Oscuridad.

Sumner abrió los ojos y bizqueó contra la luz giratoria. Tras llevarse una mano a la cara, trató de aclarar su mente. ¿Qué me está pasando?

Le llegó una voz:

—Te pondrás bien.

Era Corby. Su mente se aclaró y vio que estaba de pie. Sólo habían pasado unos pocos segundos.

Sumner se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en sus manos. Sólo después de largos minutos pudo volver a mirar. Permaneció inmóvil y hundió los pies y los dedos en la arena como si el menor movimiento pudiese sacudir su delicado asidero a los sentidos.

—Ya se ha acabado —dijo Corby.

Pero para Sumner no había terminado. Cada roca, cada viga de acero retorcido, cada mota de polvo era clara y fuerte. Incluso la luz del sol y su verde neblina reflectante temblando en el aire era diferente, apartada de las ruinas y el cielo. Comprendió.

—Estoy vivo —susurró para sí—. ¡Vivo!

Abrumado por una mezcla de asombro y miedo, eufórico con la energía cósmica que el voor había canalizado a través de su interior, rodó sobre su estómago y empezó a arrastrarse por la arena. Ráfagas de luz ondulaban sobre su cuerpo, el calor fluía de las rocas calientes y entraba en todo su ser. La creación le acariciaba, y se revolvió en la arena tratando de abrazarla toda.

Cuando volvió a alzar la cabeza, era de noche. Los fuegocielos, auroras vibrantes, fluían sobre él, y con su brillante luz pudo ver que tenía las ropas y las manos llenas de tierra. A su alrededor, las ruinas brillaban, emitiendo un fulgor verde oscuro. Sentía la cabeza ancha y despejada como el cielo, chispeante de luces. Y se dio cuenta de que miraba al cielo… ¡de que él era el cielo!

No… este sueño-voor había ido demasiado lejos. Se contuvo.

Corby estaba sentado en el mismo saliente de hormigón que horas antes. Curiosamente, no sintió miedo del niño, ni un palpito de ansiedad.

Corby se levantó de su asiento y lo cogió por el brazo. No hubo ningún espasmo de energía, ninguna sacudida. Sólo la débil tenaza de un niño.

—Vámonos a casa —dijo. Parecía cansado.

Caminaron entre las ruinas y se arrastraron por la arena hacia la escarpa de roca que albergaba la casita de Jeanlu. Al mirar las estrellas que reverberaban a través de los rastros entrelazados de los fuegocielos, buscó un dibujo particular: el antiguo León atacante. Cuando encontró su fiero ojo y localizó su larga melena ondeante y su frío vientre, una vocecita se abrió en su interior: Un viento sopla por el vientre del León. Era la voz de Corby, diminuta, distante, procedente de alguna parte en el fondo de su cabeza. Sumner se sorprendió al principio, pero lo que oía venció rápidamente su sorpresa.

Un viento-fuego sopla por el vientre del León, tan antiguo y lejano que sus orígenes se han olvidado. Cuando llega a este mundo pequeño sacudido por el tiempo, inflama el ozono y se disipa. Pero una parte se interna a través de la atmósfera. Una parte toma la forma que encuentra y se convierte en voor, sólo con llegar. Somos más antiguos de lo que crees. Hemos estado en este planeta antes. Tal vez esta vez nos quedemos hasta que el sol se nuble y el viento-fuego, nuestro viaje y vida, continúe, lanzándonos al futuro.

Llegaron al promontorio rocoso, y la voz interior se disipó. Corby se detuvo a su lado, demasiado cansado para escalar. Sumner miró el promontorio. La energía del trance aún fluía en su interior, y supo que podría llegar a la cima. Se agachó y dejó que Corby se agarrara a sus hombros, y luego empezó a escalar. Se sentía jubiloso, lleno de fuerza, y la cara de la roca parecía conspirar con su necesidad de ascender. Pensó en las palabras que habían surcado su mente y se preguntó cuántos otros mundos habría cruzado el viento-fuego de los voors, cuántos otros como él habían sido padres de carne alienígena.

Tras recorrer tres cuartas partes del camino a la cima, se detuvo en seco. En el suelo, ante él, donde sus ojos habían buscado asiduamente un sendero en la roca rota, había una sombra, una sombra humana. Alzó la cabeza, esperando ver a Jeanlu o a un voor dispuesto a ayudarle, y chilló. Klaus, su padre muerto, estaba allí de pie, con un ojo y la mayor parte de la frente desgajados, violentamente mutilados. El único ojo bueno, colocado en una cara de carne gris moteada, le miraba tristemente. Tenía los labios curvados en una mueca salvaje.

Sumner chilló una y otra vez y dio un violento salto hacia atrás, dejando caer a Corby de sus hombros. Instintivamente, se giró para coger al niño, pero era demasiado tarde. Corby cayó de cabeza en la oscuridad, dando vueltas en dirección a un saliente. Sumner abrió la boca y miró rápidamente por encima de su hombro. El espectro de su padre había desaparecido. Corby se levantó del suelo. Parecía un poco conmocionado.

—Yo… lo siento —dijo Sumner agudamente. Miró otra vez en dirección al lugar donde había visto a su padre. No había nada más que rocas y sombras alargadas, brumosas con el brillo oscuro de los llanos.

—Es culpa mía —dijo Corby, dirigiéndose hacia lo alto del risco—. El lazo es aún demasiado fuerte entre nosotros: estás viendo el mundo como un voor. Mañana estarás bien.

Sumner se secó el sudor frío del cuello y la cara y trotó tras el niño. Toda su fuerza había desaparecido, y sentía las piernas como de gelatina. Pero no se detuvo en la cima del risco. Vio su coche donde lo había aparcado, y caminó hacia él con paso firme aunque tambaleante. Cuando se apoyó sobre su carrocería, miró por encima del hombro. Corby aún se encontraba en el risco. Antes de subir al coche, saludó con la mano, pero el niño no devolvió el saludo.

Sumner no recuperó la respiración hasta después de introducir el chip de ignición y rodar hacia la carretera. Se sentía nauseabundo y pegajoso por efecto del miedo, y se sintió agradecido por la solidez del volante de madera.

El viaje a casa fue enloquecedor. Las sombras fantasmales que poblaban los llanos le hicieron desviarse y clavar los frenos varias veces. En dos ocasiones vio a su padre de pie al lado de la carretera. Sus manos y la carne triturada de su cara ardían con una fosforescencia azul.

Cuando por fin llegó al garaje temblaba incontrolablemente y vomitó dos veces en la calle antes de poder meter la llave en la cerradura. Subió las escaleras tan silenciosamente como pudo. Con cada chirrido de la vieja madera esperaba oír la voz aguda de Zelda. Pero llegó a su habitación sin contratiempos. El corazón le martilleaba en los oídos.

Se despertó a mediodía y volvió a quedarse dormido. No pudo levantarse de la cama hasta la noche. Tenía la cara, las manos y las ropas llenas de tierra, pero aun así le costaba trabajo creer que había estado con Jeanlu y Corby. Sus pensamientos sobre el día anterior eran desconfiados, oscuros y llenos de miedo. Recordar las extrañas horas que había pasado con Corby en los llanos le hacía temblar, y tuvo que lavarse la cara con agua fría para calmarse. Alucinaciones, racionalizó. Ese pescado que comí. Pero Corby era real, y la cara del niño, con su mortecina blancura y su fantasmal parecido a la suya propia, se resistía en su memoria.

Después de lavarse, bajó a la cocina. Zelda había preparado un guiso, y comió con hambre. Cuando terminó, ella abrió un cajón, sacó un paquete de cuero negro arrugado y lo depositó sobre la mesa. Sumner estuvo a punto de vomitar.

—¿De dónde has sacado eso?

—No te excites —le advirtió ella—. O vomitarás.

—¡Mamá!

—Lo encontré en tu coche. Que desapareció ayer todo el día, lo mismo que tú.

Sumner cogió el paquete y trató de sentir su contenido a través del cuero. Supuso que Jeanlu lo dejó en el coche mientras estaba con Corby.

—¿Lo has abierto?

—Por supuesto que no. Cualquiera sabe qué wangol malo has traído con él.

Sumner inhaló profundamente, preguntándose si podría creerla.

—No es wangol, mamá. Es película. No quería que se velara.

—Bien, si está velada, no he sido yo quien la ha abierto.

Decidió creerla. Me estaría dando la lata si hubiera visto la joya nido, supuso.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué clase de película? No tienes cámara.

Sumner se levantó y se guardó el paquete bajo el brazo.

—Son fotos. Voy a mandarlas a revelar. Un amigo me lo hará gratis.

Zelda encogió los ojos, recelosa.

—¿Fotos? ¿Fotos de qué?

Sumner sonrió.

—Mujeres desnudas, mamá. Y gente copulando. —Saltó de la cocina antes de que ella pudiera golpearle.

Colgó el tallo amuleto del techo de su coche y se recordó que la pesadilla de Corby y los llanos era real. La experiencia había sido como un sueño: vivida, pintoresca, y llena de malévola belleza, de modo que tuvo que creer finalmente que fue una alucinación. No había otra manera de comprenderlo. Y además, tenía un poco de kiutl y una joya nido que vender.

Sumner acarició la idea de probar la kiutl, pero era receloso, y a la postre venció su miedo. Sin embargo, sólo para ver su potencia, arrancó una de las hojas y la hirvió hasta que el agua se volvió de color rojo vino. Olía de manera dulce, incluso tentadora. Se la dio a Johnny Yesterday. El viejo la cogió ansiosamente y se la bebió de un par de tragos.

Sumner le vigiló con atención durante una hora. No pasó nada. Después, se hartó y se fue a dar una vuelta con su coche. Cuando regresó, Johnny Yesterday flotaba con las piernas cruzadas sobre la escalera, y naranjas y peras giraban alrededor de su cabeza. Sus orejas se retorcían, y una sonrisa picaruela cruzaba su cara.

Según pudo cronometrar, los efectos duraban seis horas. Supuso que aquello era lo bastante potente como para poder venderlo. Pero no sabía cómo.

Tenía el mismo problema con la joya nido. Sólo con mirar sus insondables profundidades, las aristas azules destellando abanicos de luz curva, sabía que era excepcional. Al principio, pensó que podría utilizarla él mismo. Si de verdad podía revelar la verdadera naturaleza de la gente, tal vez podría revelarle secretos con los que ganar dinero. Pero ese sueño tuvo corta vida.

Tras sentarse junto a la joya, no vio nada más que penumbra y su propio reflejo abultado. Entonces, lentamente, una forma empezó a configurarse en las profundidades de azul-carbón. Cuando la piel de la nuca se le erizó con un escalofrío de reconocimiento, trató de apartarse. Se estaba viendo a sí mismo, muerto, tendido boca arriba, el pelo manchado de sangre, una blanca curva de hueso sobresaliendo de la piel rota de su mandíbula. Pero no pudo moverse. Transfigurado, se quedó sentado durante horas, observando la boca aplastada, las magulladuras violeta, el vientre hinchado, los ojos helados… La luz se difuminó y Sumner se apartó, loco de repulsión y miedo.

Más tarde, cogió la joya y la escondió bajo un montón de ropa sucia. Quería deshacerse rápidamente de ella. Era una piedra-diablo, otro de los trucos malignos de Jeanlu. Advirtió con la mayor claridad que lo mejor que podía hacer era romperla y tirarla por el desagüe. Pero, aunque fuera monstruosa, era una rareza. Lo menos que podía hacer era conseguir unos cuantos zords por ella. Mutra sabía que se lo merecía.

Tras un mes preguntando en una docena de tabernas del puerto, Sumner supo de la existencia de un hombre de McClure que a veces compraba artículos poco comunes a los desconocidos. Se llamaba Parlan Camboy. Era un magnate naviero con conexiones fuera de la ciudad. Su oficina se hallaba en un torreón en el edificio Comercial en ciudad-centro.

Sumner fue allí y esperó en una antesala varias horas antes de que lo echaran. Lo mismo sucedió al día siguiente. Y al otro. Al cuarto día, le dijo al hombrecito con gafas y pecho de palomo que era el secretario del mercader, que tenía información.

—Uno de los barcos de Camboy va a ser asaltado por piratas. Sé cómo y cuándo.

Pocos minutos después, le invitaron a entrar en el despacho principal. La habitación era ostentosa. Había paredes de cedro con tubo-luces integrados, paneles de celosía en las paredes, pinturas con brillo ámbar de héroes navales, sillones de cuero, un intrincado suelo de parquet, y molduras ricamente talladas.

Parlan Camboy estaba sentado tras una mesa escarlata oscura respaldado por un semicírculo de ventanas divididas con parteluces. Parecía tener unos cincuenta años. Sus escasos cabellos eran del color del cáñamo, marrón y amarillo salpicado de gris. Su cara era de granito, como sus ojos: una cara desgastada. Un aro de oro colgaba de su oreja izquierda y una brillante cicatriz marcaba su mejilla derecha.

Cuando Sumner entró, un gesto apenas disimulado de disgusto cruzó la cara de Camboy. Sumner iba vestido como de costumbre, con una camiseta arrugada y manchada de sudor y unos pantalones sucios gastados.

Camboy le hizo un gesto para que se sentara, y Sumner se dirigió hacia uno de los sillones de cuero. Los ojos de Camboy se ensancharon.

—Ahí no —reprendió. Señaló un taburete de madera que Sumner no había advertido.

Después de que se sentase, el mercader se dio la vuelta y abrió una ventana. Ajustó su silla para sentir la corriente de aire fresco en su espalda.

—¿Cuándo y dónde? —gruñó entonces. Tenía las dos manos bajo la mesa.

—He mentido —confesó Sumner, acobardándose a medida que los ojos del mercader se endurecían—. Pero tenía que hablar con usted. Tengo algo que vender.

—¿Qué es? —La pregunta fue un latigazo.

—Una joya nido.

La cara de Camboy se suavizó, pero sus ojos siguieron siendo de piedra.

—¿Cuándo puedo verla?

—Ahora, si lo desea.

Sumner sonrió por dentro ante la sorpresa que mostraba la cara del mercader.

—¿Ahora? ¿La has traído contigo?

—Quiero venderla rápido.

Se metió la mano en el bolsillo, y Camboy se tensó. Cuando sacó la joya, el hombre se inclinó hacia delante.

—Déjame ver eso —extendió la mano, pero Sumner sacudió la cabeza.

—Primero esto. —Sacó una llave inglesa cuyas mandíbulas había rellenado con tela. Introdujo la joya entre las mandíbulas y la alzó—. Intente timarme y la aplastaré.

Camboy hizo una mueca.

—Eres capaz de hacerlo. —Se levantó y se acercó más.

—Las manos a la espalda —ordenó Sumner. Camboy obedeció reluctante, y Sumner acercó la joya para que la inspeccionase.

La cara del mercader permaneció inexpresiva, pero Sumner oyó el asombro en su voz.

—¿De dónde la has sacado?

—¿De dónde cree?

—¿Tienes contactos con los voors? —La cicatriz de su mejilla se retorció—. ¿Cuánto quieres?

Sumner sonrió.

—Cinco mil zords —ofreció Camboy.

Sumner casi dejó caer la piedra. ¡Cinco mil! Eso era cinco veces más de lo que esperaba conseguir.

—Diez mil —dijo, sin dejar que su voz revelara su excitación.

Los ojos de Camboy estaban fijos en la joya, y Sumner pensó que lo veía sonreír.

—¿Por qué la vendes?

—Necesito el dinero.

Camboy suspiró tristemente.

—Es una joya exquisita. ¿No ves nada en ella?

—No he mirado nunca. —Acercó más la joya al mercader—. ¿Qué ve usted?

—Un niño asustado que vive con su madre —replicó Camboy tras una larga pausa—. Ella es guía espiritista, ¿no? Zelda, según creo.

Sumner abrió la boca.

—También veo que tienes una tarjeta blanca. Enhorabuena. Y que has estado viviendo toda la vida de los ahorros de tu padre. ¿Y qué es esto? ¿Azúcar?

Sumner pulsó con fuerza la tenaza, pero en ese instante el borde de la mesa le golpeó en la barriga. El impacto le hizo retroceder. La llave y la joya volaron de su mano, y aterrizó sobre su culo contra la pared.

La joya cayó en la mano de Camboy, quien la sostuvo entre los dedos apreciativamente.

La furia hirvió en el interior de Sumner. La sonrisa jubilosa de la cara del mercader le llenó de rabia, y corrió hacia la mesa con un aullido. Camboy le cogió la mano alzada sin esfuerzo y le retorció el pulgar. Con un chillido, Sumner se rindió. Unas manos poderosas le acercaron a la mesa y le golpearon varias veces la cabeza contra la madera.

—La próxima vez que pierdas el control, te sacaré los ojos —dijo Camboy, y lo arrojó de nuevo al suelo.

Sumner quería desesperadamente contener su furia y su dolor, pero sus ojos se nublaron y en seguida su cara sucia se llenó de lágrimas. Había sido dominado, y la sensación era peor que el dolor de su cabeza o el profundo dolor de su pulgar.

—Levántate —ordenó Camboy con voz metálica.

Sumner se puso en pie agarrándose al borde de la mesa. Al levantarse, vio los secretos interiores del panel que le había golpeado. Atisbo un destello de metal y advirtió que Camboy, utilizando obviamente un pedal, podría haber liberado igualmente una hoja cortante. Se sentó en el taburete y se frotó la mano tratando de que el dolor remitiera.

—¿Sabes? Eres un lune por vender una joya tan hermosa como ésta —dijo Camboy mientras abría un cajón—. Pero como se ve que eres un lune, no puedo reprocharte que no puedas mirar en tu interior. Toma —contó diez mil zords en billetes de cien y arrojó el dinero sobre la mesa—. Coge lo que has pedido.

Sumner estaba anonadado. Olvidó el dolor y la humillación y miró el dinero.

—Cógelo —ladró Camboy—. No esperarás que te dé un recibo. Las joyas nido son ilegales, ya lo sabes.

Sumner nunca había visto tanto dinero junto. Diez mil zords serían suficientes para que Zelda y él vivieran bien durante dos años. Cogió los billetes con las manos temblando y salió de la oficina.

En la calle, apartó de su mente la humillación sufrida en el despacho de Camboy y caminó junto a los escaparates de las tiendas sintiéndose orgulloso, viendo artículos que sabía podría comprar si se le antojaba. ¡Diez mil zords! Mutra, eso es suficiente para abrir mi propia tienda. Un restaurante era lo que quería. Sólo la mejor comida.

Estaba pensando lo que pondría en su menú cuando tres hombres con capuchas negras salieron de un callejón y le rodearon. Sucedió con mucha rapidez. Dos encapuchados se le colocaron a cada lado, y cuando dio un paso atrás lo agarraron por los brazos. Trató de liberarse, pero el tercero se sacó un cuchillo del cinturón y se lo colocó en la garganta. Desgarró la piel, y un hilillo de sangre manó sobre su pecho. Sus rodillas se debilitaron, sus piernas temblaron, y sintió un retortijón en sus entrañas mientras se lo hacía en los pantalones.

Rápidamente, los hombres que tenía a cada lado le cachearon. Cuando encontraron el dinero, uno de ellos le dio un empujón y otro lo arrojó al suelo. Un momento después se marcharon corriendo y se perdieron en el laberinto de callejones tras las tiendas.

Sumner se puso temblorosamente en pie y miró a su alrededor. La avenida estaba tan repleta de gente como de costumbre, y había docenas de personas mirándole. La mayoría de las caras mostraban estupor, pero unas pocas parecían divertidas e incluso malévolas.

—¿Han visto la cantidad de pasta que ese dingo tenía encima? —oyó decir a una mujer mientras se metía en un callejón.

Corrió a la desesperada. Cuando quedó exhausto, cayó de rodillas y se apoyó contra una farola. El olor de sus pantalones manchados atufaba a su alrededor, y lloró abiertamente.

El gran espacio interior

El estómago de Sumner se estremeció al recordar aquel día. Pensar en aquello le había hecho acelerar violentamente. Redujo la velocidad y abrió la ventanilla. El sol brillaba orgulloso sobre la neblina azul del horizonte, y había espejismos acuosos provocados por el calor en la carretera. Se secó con la manga la cara empapada de sudor.

Es imposible que eso me suceda otra vez, se insistía una y otra vez. Moriré antes de ser un dingo. Pero no estaba tan seguro. ¿Qué podría hacer ahora si la policía apareciera de repente? ¿Suicidarse? ¡Mierda! La idea le repelía, pero aun así era menos repulsiva que la de ser capturado.

Varias veces en la última hora había visto distantes strohlplanos destellando con las luces del amanecer. Por el momento, el cielo estaba vacío, pero la mitad se hallaba bloqueado por un amplio arco de montes monolíticos. Los montes eran rojo-acantilado, salpicados con vetas de manchas orgánicas negras. Se imaginó a un strohlplano oscilando desde la cima de uno y colocándose ante él para bloquearle la huida. ¡Lo embestiré! ¡Estrellaré el coche antes que dejar que me cojan!

Su convicción le reconfortó, y un rato después volvió a relajarse. En seguida volvió a pensar en la época en que elaboró tan fríamente su venganza.

Estaba seguro de que Parlan Camboy le había preparado una trampa. ¿Quién más estaba enterado de los zords? ¿El secretario? Tal vez. Pero era un lacayo. A quien Sumner quería era a Camboy.

El día después de que le robaran, consiguió trabajo pintando pirámides de tráfico en ciudad-centro. Zelda estaba contenta con él, aunque nunca traía dinero a casa. Le dijo que estaba pagando una deuda. En realidad, ahorraba todo lo que ganaba. Había algunos artículos caros que Sugarat necesitaba. Zelda estaba aún más complacida con la forma en que su hijo empleaba su tiempo libre. Durante incontables horas Sumner se sentaba ante la escánsula con la puerta de su habitación abierta. No tenía nada que ocultar. Sólo era un chico curioso aprendiendo electricidad.

Cuando tuvo dinero suficiente y toda la información que necesitaba, dejó de ir a trabajar y pasó un día entero recorriendo McClure. Buscaba un lugar desolado cerca de la oficina de Camboy. Encontró uno a seis manzanas de distancia: un amplio patio que separaba dos almacenes navieros. Por su centro corría una verja de metal, de modo que sólo la mitad del patio quedaba abierto a la calle.

Tres días después, ya había comprado todo el material necesario y montado su trampa. Durante ese tiempo, casi se mató dos veces. La primera vez fue bajo tierra, en las alcantarillas que servían también como conducto para el tendido eléctrico de la zona. Allí, mientras colocaba un circuito para interrumpir la línea principal, el grueso cable le resbaló entre las manos. Casi había dejado caer el cable cargado en el fango en el que se encontraba metido hasta las rodillas. La segunda vez fue después de conectar una línea a la verja metálica. Cuando lo comprobó, uno de los cables se soltó y chasqueó peligrosamente en el aire. Lo cogió justo cuando su extremo cargado restallaba en su dirección.

Aunque los riesgos eran grandes, la recompensa prometía ser inconmensurable. Sumner había pasado semanas sin comer de forma adecuada. El lento ácido de su furia le había impedido disfrutar de la comida.

Pero era paciente. En cuánto todo estuvo preparado, pasó un día y una noche en el tejado de uno de los almacenes asegurándose de que nadie le había visto electrificar la verja. Tuvo cuidado al cortar las líneas eléctricas a primeras horas de la mañana. En cuestión de treinta minutos, las líneas quedaron conectadas de nuevo con el interruptor adjunto. Sin embargo, tenía que asegurarse de que nadie informara del breve apagón.

Vigiló el patio desde el tejado. Ningún inspector ni buscaproblemas de la compañía eléctrica apareció ese día. Al siguiente, de vuelta a su habitación, Sumner cogió una hoja de kiutl, hizo con ella un cigarrillo y se la fumó. Tosió, pero el regusto del humo tenía un agradable sabor a nuez.

Zelda había salido, así que no se molestó en abrir una ventana. Escrutó su habitación a través de las nubes de humo, esperando que los cambios se apoderaran de él. No pasó nada. Volvió a sentarse y acabó el cigarrillo.

Era necesario asegurarse de que Camboy le había traicionado. La única manera de descubrirlo, razonó, era mirar en el interior de su cabeza. Si esta mierda funciona de verdad…

El peligro mayor procedería de la joya nido, si aún se encontraba en su oficina. Tendría que asegurarse de no acercarse demasiado o sus intenciones reales serían tan prominentes como su panza.

Pocos minutos después de que terminara el cigarrillo, una calma expansiva se apoderó de él. La luz de la habitación se volvió más brillante. Más allá de la ventana había un cielo cubierto de hojas doradas. Movimientos furtivos aleteaban al borde de su visión, desvaneciéndose cuando se movía. Estaba seguro de que la habitación estaba llena de movimientos sutiles visibles a ojos menos obtusos que los suyos.

Una voz cantó melodiosamente en sus oídos (Sí, las islas se mueven tierra adentro: los acantilados se caen), y la reconoció vagamente. Parecía proceder de fuera de la ventana (De proa y popa, los acantilados de los Farallones envueltos en niebla) pero sonaba como un susurro en el fondo de su cabeza. Se levantó y abrió la puerta (Las drizas están aseguradas y el velamen aún aprieta). Johnny Yesterday se encontraba de pie en una de las largas urnas azules, con los ojos cerrados (¡Contramaestre! ¡Reparta las armas! ¡Guarden la cubierta! Preparen el cañón. ¡Carguen!), sus orejas se retorcían.

Sumner reprimió un saltito alegre y cerró la puerta (¡A sus puestos de combate!). Oía los pensamientos de Johnny Yesterday. ¡Vaya! ¡El viejo senil está jugando a los piratas! Se rió en voz alta (Las guindalezas… ¿están bien tensas?) y cogió el grueso sobre de su mesa. Era el momento de hablar con Parlan Camboy (Si el mar te quiere, chico, ha llegado tu hora).

Sumner cogió el tren elevado para llegar a ciudad-centro, pues no se fiaba de su habilidad para conducir. Sentado en la atmósfera confinada y los olores metálicos del tren, sentía la mente abrumada por los sonidos. Las voces interiores de todos los que tenía alrededor rebullían en su cabeza.

Era un coro demencial que le imposibilitaba pensar. Miró pasillo abajo y fijó la mente en una joven que leía. (¿Qué importancia tiene la forma?) Era pequeña y graciosa (El arte, como la sociedad, requiere una disciplina estricta), con una mueca desafiante en los labios. Sumner dejó que sus ojos se dirigieran a sus piernas (Sin ella, nos perderíamos en la mugre de la imaginación) y se detuvo en la curva de sus muslos. (Sin embargo, no cometamos el error inconmensurable de creer que la forma es necesariamente definición). Tenían un tono ambarino que le excitaba. (¡Maldición! Sabía que el chico gordo me estaba mirando).

Sumner alzó los ojos rápidamente y captó la mirada molesta de la mujer. ¡Chico gordo! El insulto le hizo daño, pero la herida fue suavizada por el repentino murmullo de voces susurrando. Durante el resto del viaje paseó rápidamente su atención de un pasajero a otro, evitando ningún contacto prolongado. Cuando bajó al andén, se había acostumbrado a tener la mente en movimiento y podía mantener los murmullos al nivel de una charla distante.

En la oficina de Parlan Camboy, el secretario fue cortante.

—¿Qué quieres ahora? (Bola de grasa).

Sumner contuvo una maldición y se encaminó directamente a la mesa.

—Tengo algo para el señor Camboy.

Abrió el sobre que llevaba y lo colocó bajo la nariz del secretario. Era un buen montón de kiutl, la mitad de la cantidad que le había dado Jeanlu.

(¡Por la teta del culo de Mutra! ¡Kiutl!) El secretario disimuló bien su sorpresa. Se levantó, hizo un gesto a Sumner para que tomara asiento y entró en el despacho. Por mucho que lo intentaba, Sumner no era capaz de recoger ningún pensamiento de la habitación de al lado. Pocos minutos después la puerta se abrió, y el secretario le llamó alegremente.

Camboy ya tenía abierta una ventana y el taburete de madera colocado ante su mesa. Estaba sentado con las manos bajo el escritorio, y Sumner sintió que estaba rodeado por armas ocultas. Miró rápidamente a su alrededor, en busca de la joya nido, pero no estaba a la vista y se relajó. (Parece nervioso. ¿Va a intentar algo?)

Abrió el sobre del todo y esparció las hojas rojas sobre la mesa. (Es mierda voor, muy bien).

—Tengo quince libras de esto —dijo Sumner, animándose al ver la incredulidad en los ojos de Camboy. (¿Quince? ¿De dónde roba este gilipollas toda esa cantidad de mierda?)—. Mi contacto voor ha sido muy generoso. Pero con mi tarjeta blanca, no quiero usar este material. Podría deformarme. Es el único mercader que conozco que puede hacerla pasar.

Los ojos de Camboy se ensombrecieron. (¿Está mintiendo? Si este material es tan bueno como parece, son tres mil, seguro).

Sumner no mostró ninguna expresión en el rostro.

—¿Qué has hecho a cambio de toda esta kiutl? —preguntó Camboy.

—He estado utilizando mi tarjeta blanca.

—Debes copular con un montón de voors para ganar tanta kiutl. —Frunció el ceño—. ¿Cuánto quieres?

—Mil zords.

Camboy sonrió. (Un paleto).

—Quinientos.

Sumner sacudió la cabeza.

—MU. Puede conseguir el triple en los bajos fondos de la ciudad.

(Conoce el mercado).

—Pensaba que los diez que te di la última vez serían suficientes. (¿Lo sabe? Cuidado. Sus ojos son un poco vagos. ¿Es eso una sonrisa?)

—Los perdí. Me limpiaron.

—¿Jugando?

—No. En la calle. Después de que me marchara.

Camboy sacudió la cabeza, la voz llena de lástima.

—Lo tenías todo en un bolsillo. ¿No?

—Sí. ¿Y qué?

—Chico, cientos de ladrones vigilan este edificio día y noche. Aquí cambia de manos un montón de dinero. Cuando te marchaste, vieron el bulto en tu bolsillo y te atracaron.

Sumner apretó los dientes y meneó la cabeza con furia fingida.

—Tendría que haber hecho que usted me los entregara en algún sitio. Fui un estúpido al aceptar los zords.

(No lo sabe. Bien. Le pegaremos más duro esta vez).

—No es mi especialidad. Pero tengo la kiutl, y quiero deshacerme de ella. Los zords son importantes. Estoy harto de joder distors. ¿Me dará los mil?

Camboy se dejó persuadir.

—¿Cuándo me la traerás?

—No la traeré —respondió Sumner con determinación—. Ya me han dado una paliza en este barrio. Si quiere las quince libras, tendrá que recogerla donde yo le diga, a medianoche.

(Lo sabe. ¿Por qué intenta sacarme de aquí… excepto para engañarme? ¿Me lo cargo ahora?)

Sumner le contó rápidamente lo del patio.

—Está despejado, así que me podrá ver y yo le podré ver a usted.

Camboy se lo pensó un momento. (Conozco ese sitio. Es perfecto. Está lo bastante cerca para echarle un ojo, y si es una trampa, hay sitio para moverse).

—Muy bien. Lo haremos. A medianoche —abrió su cajón y sacó algunos billetes para pagar la kiutl que tenía sobre la mesa.

—No se moleste —dijo Sumner, indiferente—. Es sólo una muestra. Haremos el trato esta noche.

Se dio la vuelta y salió, oyendo mientras se marchaba: (Nadie regala mierda… a menos que tenga mucha más. Qué sesos de mosquito).

A solas en la calle, Sumner se sintió jubiloso. Se detuvo un momento en los escalones y contempló beatíficamente los edificios que le rodeaban. Estaba oscuro y los globo-lux ya estaban encendidos. La mayor parte de las tiendas habían cerrado, y sólo había unos pocos comerciantes con sus largos abrigos de color de champiñón recorriendo la avenida. En el cielo ondeaban los fuegoluces. Sus fantasmales pantallas verdes y amarillas quedaban amortiguadas por las luces de la ciudad.

Un lapso de cinco horas se extendía entre él y su cita con Camboy, y decidió pasar dos o tres en una taberna acogedora. Pero al salir a la calle cambió de opinión. Aún sentía los efectos de la kiutl. Aunque la calle parecía virtualmente vacía, sus sentidos amplificados recogían multitud de mentes zumbantes que abarcaban la extensión de la avenida.

Ninguno de los pensamientos que percibía a su alrededor merecía la pena, pero sabía que estaban allí. Podía oír sus murmullos sibilantes en las sombras de los estrechos callejones y en los oscuros portales a ambos lados de la calle. Susurros maléficos y siseantes recorrieron su mente mientras paseaba por la avenida. La oscuridad parecía ampliarlos, y poco después no pudo seguir pretendiendo que eran indiferentes. Deambuló de esquina en esquina, tratando de mantenerse a la luz.

Estás actuando como un bobo, se dijo, queriendo tranquilizar la aprensión que se enroscaba cada vez con más fuerza en su estómago. Es la kiutl. Sólo hay putas y chulos. Nada por lo que mojar los pantalones. Se obligó a reducir el paso y aparentar tranquilidad. A unas cinco manzanas por delante se distinguía un destello de luz dorada. Era el Paseo de ciudad-centro y la cara norte del Atracadero. La zona siempre estaba repleta de estudiantes y gente que salía a pasárselo bien. Dos salas de conciertos, un teatro y una cadena de lugares de diversión rodeaban el Paseo. Murmullos de risas y música surcaban la calle. El viento traía los aromas de pescados a la brasa y panes horneados, y Sumner olvidó la cháchara mental y aceleró otra vez el paso.

Un hombretón salió de un grupo de sombras a su derecha. Estaba a media manzana de distancia y se dirigía directamente hacia él, agitando los brazos. Sumner retrocedió, pero no estaba seguro de qué hacer. No quería correr a ciegas por las calles y no había ningún sitio abierto donde meterse. El hombre no iba armado, y en realidad no le estaba amenazando.

Había decidido permanecer tranquilo cuando una voz resonó en su mente: (Si ese montón de gelatina grita, le partiré la cabeza. Juro que se la abriré de un golpe).

¡Oh! Sumner se detuvo. Se dio la vuelta para cruzar la calle, pero era demasiado tarde. El desconocido se dirigía rápidamente hacia él, acercándose al bordillo de la acera, dispuesto a impedirle la huida.

Sumner se apresuró de todas formas, y el hombre se abalanzó hacia delante y le cogió por el hombro. Sumner giró y estuvo a punto de caer al suelo. En la semi-luz de una farola obelisco, pudo distinguir al desconocido; tenía hombros anchos, nariz cuadrada, labios finos y escamosos como un lagarto, y entre los ojos planos, la marca de la X de una banda-zángano.

Sumner gimió, retrocediendo. Corrió hacia la calle con los ojos clavados en los rasgos furiosos del dorga. Sus piernas se envaraban, y supo que en un momento iba a perder los nervios y quedarse petrificado. El dorga fue a por él y Sumner se tambaleó hacia atrás. Un chirrido y una bocina le hicieron dar un respingo. Un coche dobló la esquina a su lado, sin atropellarle por unos centímetros, cortando el avance del dorga.

—¡Cabezas de mierda! —aulló el conductor, pero Sumner apenas le oyó. Ya había dado media vuelta y corría calle abajo.

Corrió hacia el Paseo hasta que estuvo bien seguro de que el dorga no le seguía; entonces se detuvo para recuperar fuerzas. El súbito incremento de adrenalina amplió los efectos de la kiutl, y un distante rumor de voces le barrió. Las charlas eran más fuertes en dirección al Paseo, así que dobló una esquina y se perdió en las sombras.

Pegándose a las paredes, con los sentidos alerta, corrió de calle en calle hasta que consiguió llegar al patio donde tenía que reunirse con Camboy. La cabeza le restallaba, llena de sonidos, y aunque la noche era cálida estaba temblando.

Esta parte de la ciudad se hallaba verdaderamente desierta, y poco a poco la estática de su mente remitió. Sintiéndose mejor, subió una escalera de incendios hasta llegar al tejado de una casa colindante. Desde allí podía dominar toda la ciudad. Al sur estaba la bahía, salpicada con las luces rojas y azules de la flota pesquera. El muelle se veía oscuro y pacífico. Un strohlplano zumbaba en lo alto. Cuando su ruido se difuminó, apareció otro murmullo nocturno: un tren de carga traqueteando por la curva de la bahía, con los vagones vacíos, las luces de la bahía parpadeando entre ellos. Era una escena relajante y melancólica, y Sumner se tumbó sobre las frías piedras para descansar. Sobre él vibraban los fuego-cielos.

Se sentía contento por haber salido de las calles, por haber escapado de aquel dorga. Comprendió entonces que la kiutl le afectaba más profundamente de lo que había pensado al principio. Incluso ahora, mientras yacía boca arriba, podía sentir en la sangre la extraña química del calor de su cuerpo filtrándose en la roca que lo soportaba. Su corazón palpitaba y los músculos de sus piernas saltaban con una energía producida por algo más que el simple temor.

Tras cerrar los ojos y respirar profundamente durante unos minutos, sus músculos se calmaron y una lánguida sensación de maravilla se apoderó de él. Su mente estaba vacía. El cielo sobre él tenía un peso, una realidad que nunca había experimentado antes. Le sujetaba con seguridad en su sitio. Y aunque tenía los ojos fuertemente cerrados, se sentía agradecido por su abrazo.

Plenamente tranquilo, contempló su gran espacio interior y observó las presencias arracimadas que se movían allí. Una oblea de luz se separó de las brumas y tembló ante él. Latía con su respiración y lentamente dio paso a una escena.

Era un callejón lleno de tierra con paredes manchadas de óxido. En un extremo, bajo un parche de luz, peleaban dos hombres. Era una lucha terrible. Uno de los hombres estaba ya de rodillas, tratando de protegerse el cuello. Una y otra vez el otro le golpeaba con saña en la nuca. El hombre arrodillado se dio la vuelta y Sumner atisbo la expresión lastimera de su cara antes de que el otro hombre se inclinara sobre él y empezara a saquearle los bolsillos. Cuando acabó, se levantó y se dio la vuelta. De la garganta de Sumner escapó un gemido. Era el dorga del que acababa de escapar.

Se debatió para despertarse, pero sus esfuerzos sólo le acercaron más a la ancha cara. Indefenso, observó cómo los ojos planos y los labios oscuros y arrugados, llenos de saliva, se acercaban más. Un espasmo de miedo le sacudió (Se la abrí, maldito comemierda); de repente empezó a ver y oír desde el interior de la cabeza del dorga.

(¿Qué tengo aquí?) En la mano tenía billetes arrugados, un poco de dinero suelto y unas cuantas baratijas personales. Se metió los billetes y el cambio en el bolsillo. Miró las baratijas, dándoles la vuelta una y otra vez, considerándolas como un lune (¿Qué son estas porquerías de mierda?). Llaves, un chip de encendido, seda dental, una cadena de oro grabado: Vivirás mientras ames. Estella. (Comemierda ojos de cerdo). Lo tiró todo menos la cadena. (No merecía la pena. Ahora tengo que cargarme a otro. ¡Gotz! Tendría que haber machacado a aquel gordo que salía de Comercio. Seguro que tenía algo. Para comer así, debía de tener algo).

El interior de Sumner se revolvió cuando vio su propia cara deformada por el miedo en la mente del dorga. Abrió los ojos. Los fuegoluces verdosos flotaban en el cielo. Estaba de regreso en su cuerpo, su miedo era como un cable caliente en el estómago. Seguía sin poder moverse. Se esforzó durante un rato, intentando obligar a sus músculos a ponerse en movimiento, pero fue inútil. Tenía encima todo el peso del cielo. Por fin se rindió y se quedó allí, mirando hacia arriba, a través de la presión, el lugar donde las luces se desdoblaban y se desvanecían en la negrura.

Después de que su miedo se disolviera, se sintió abatido, vacío como un hueso. Su carne estaba pegada al frío suelo de piedra y había perdido toda la visión periférica. Los colores ondulantes era todo lo que podía ver, y le deslumbraban. Cuando cerró los ojos continuaban allí, girando a través del gran espacio de su mente: Qué grande es la mente del hombre, después de todo. Un estadio enorme. Abierto de par en par. Dispuesto a llenarse con todo lo que caiga en ella.

El vértigo y el miedo le sacudieron. Los colores se evaporaron, su centro cayó de nuevo, y voló. Un silencio inconmensurable le rodeó e incrementó su aprensión. ¡Agárrate!, gimió. ¡Agárrate! El cielo ardiente se revolvía en el espacio cavernoso de su interior, y se aferró a pensamientos desperdigados (si el mar te quiere, muchacho), imágenes (un callejón lleno de tierra)… ¡A cualquier cosa! ¡Agárrate a cualquier cosa! Piernas de color de miel, largas y esbeltas; era la mujer que había visto en el tren, la de las piernas bien formadas, los músculos firmes, sin moverse por las vibraciones del vagón. En el momento en que se cruzaron sus miradas, Sumner había vacilado. Los ojos de la mujer eran grises como el cemento, fríos como papel de periódico. Su vida era privada y sellada. Entonces.

Pero ahora… ahora todo el cielo lúcido y vacuo caía hacia él. Estaba abierto de par en par.

Claridad. Exhaló suavemente. Se encontraba vacío, grande y hueco como una catedral. Su miedo remitió. La gentil compostura que había conocido antes regresaba, y con ella la cara de la mujer que vio en el tren. Flotaba ante él, pálida y esbelta como un gas. Ahora no había en ella nada privado o sellado.

Inmediatamente reconoció la indiferencia de sus ojos como una defensa. Con su actual lucidez no tenía problema en mirarlos ni en aproximarse y pasar ante ellos.

Tras los pómulos arqueados y la mueca desafiante de sus labios, era ligera y suave, casi acuosa.

Una irresistible ansiedad le azuzó cuando se dio cuenta de que no imaginaba nada. Su mente había encontrado a la mujer en algún lugar de la ciudad, y ahora estaba dentro de ella. Podía oír el profundo sonido de su sangre: wump-wump-ump-ump-wump, como el hondo croar de una rana. Sus pensamientos eran nebulosos, una difusa luz sepia girando esporádicamente en oleadas oscuras, rojo-sangre, feroces.

Al principio Sumner no comprendía qué le estaba pasando. ¿Está asustada? ¿Furiosa? Se sintió desorientado hasta que los latidos de su corazón se aceleraron para alcanzar un tempo irreal. Entonces comprendió qué era. No se trataba de su corazón, sino del movimiento de una cama. ¡Kauk! ¡Está jodiendo! Un escalofrío nervioso de soledad y furia le apuñaló. No quiero sentirla jodiendo, gritó para sí. Sin embargo, una caliente sacudida entre sus piernas le urgió a entretenerse, y tuvo que esforzarse para controlarse. Mientras se retiraba, el cuerpo de la mujer alcanzó el clímax, y le rodeó un estallido de luces aladas y pétalos radiantes.

Cuando volvió a ser él mismo de nuevo —el cielo presionándole, fundiéndole a la fría roca—, sus músculos estaban tensos, furiosos. Se sentía lleno de lujuria, mezquino, oliendo a sudor. Una imagen posterior se demoró entre las brumas tras sus párpados: sombras redondeadas de glúteos y senos, atisbadas rápidamente mientras se marchaba.

Otra vez trató de levantarse, pero estaba atrapado, esta vez parecía que no se debía al cielo sino a la celosa furia encerrada en sus músculos. Mantuvo los ojos cerrados, sin querer mirar de nuevo los fuegoluces que giraban. Y pronto empezó a vagar, demasiado irritado para preocuparle a dónde le llevaba la droga telepática.

Una cara animalesca surgió de la oscuridad y se detuvo para enfrentarse a él. Era un lobo, sus ojos brillantes como el cristal, sus pelos plateados radiando en torno a su hocico, removiéndose con luminosidad animada. Las joyas de sus ojos, demasiado salvajes para conocer el miedo, le observaban, rebosantes de propósito. La mirada era tan intensa como el silencio estelar.

Transfigurado por ella, la furia de Sumner vaciló. Inmediatamente, las bruscas líneas de la cara del lobo se soltaron, se volvieron transparentes, y otra cara quedó revelada. Era la suya propia. Al ver su forma regordeta, las mejillas hinchadas en torno a la nariz pequeña y chata, la barbilla floja, los ojos húmedos y separados, retrocedió y despertó, empapado en sudor y tembloroso.

Con un gemido de sorpresa y alivio, vio que estaba sentado. La parálisis había pasado. Y aunque sentía los músculos pesados y suaves como arena mojada y su interior estaba helado de miedo, pudo ponerse en pie. Advirtió que había pasado más tiempo del que imaginaba. La Nebulosa Cabra ardía brillante en el cielo. Dentro de poco sería medianoche.

Sumner agradeció haber sido tan meticuloso en sus preparativos, porque ahora se sentía demasiado vacío para pensar. Ya había dispuesto en su sitio y comprobado todo lo que necesitaba. Sólo hacía falta coordinación y, como de costumbre, suerte. Mucha suerte.

Tras unos minutos de caminar en círculo para fortalecer las piernas y aflojar los músculos agarrotados de su espalda, bajó la escalerilla de incendios. El saco trucado permanecía en el rincón oscuro donde lo había dejado. El saco era de arpillera y estaba hinchado, como si contuviera quince libras de kiutl. Lo arrastró por el patio, y se quedó cerca de la verja metálica. La kiutl había dejado de hacerle efecto. Las densas sombras que envolvían los edificios de los alrededores no contenían voces interiores, pero sabía que le observaban. La presencia de otras personas era palpable como la sangre. En el centro del patio la verja contaba con una puerta que había preparado horas antes. Comprobó la cerradura para asegurarse de que se abriría, y se volvió para mirar la calle.

Hubo algunos movimientos fugitivos en un grupo de sombras a cien metros de distancia. Luego quietud. Mantuvo los ojos alerta, buscando algún movimiento. Ráfagas de luz de los reflectores a cada lado de la verja iluminaban todo el patio. Incluso los tejados eran visibles, y los observó con cautela por si algún francotirador tomaba parte en el juego.

Bruscamente, las sombras cobraron vida. Una jauría de perros furiosos atravesó corriendo el patio. Tras ellos había cinco hombres encapuchados. A Sumner le sorprendieron los perros, y apenas tuvo tiempo de atravesar la verja y arrastrar consigo su incómodo saco. Una vez al otro lado, echó las cadenas y cerró la puerta mientras los perros trataban de morderle los dedos salvajemente. Concluida esta operación, corrió con el saco en los brazos.

En la verja, los encapuchados maldijeron y sacaron sus armas. No hicieron ruido al disparar. Un sonido metálico chasqueó a sus pies, y un escalofrío de dolor retorció su hombro. Se palpó y arrancó un dardo. De su punta manaba un líquido blanco. ¿Veneno?, se estaba preguntando cuando le alcanzó otro dardo. Se lo arrancó rápidamente del culo, antes de que toda la toxina quedara inyectada. Por una vez, agradeció ser tan voluminoso. Tendrán que meterme un montón de porquería de ésa antes de derribarme.

Miró por encima del hombro y vio que los cinco encapuchados escalaban la verja. Mientras los vigilaba con un ojo con el otro buscaba la alcantarilla que había a unos pocos metros de distancia. La había destapado antes, y ahora rezó para que su coordinación fuera adecuada. El saco era más pesado de lo que esperaba, y tuvo que soltarlo antes de tiempo. Cuando se metió con dificultad por el agujero y cayó a la fétida atmósfera de la alcantarilla, uno de los encapuchados había saltado ya la verja y corría hacia él.

Manipuló la tela protectora que había colocado sobre el circuito y conectó el interruptor. No hubo gritos, sólo el castañeteo de los zapatos mientras el encapuchado que había pasado la verja corría hacia la boca de la alcantarilla. Sumner se hundió en la oscuridad, buscando la linterna que llevaba. La sacó y la encendió a tiempo de ver la bifurcación del conducto.

Tras él, el encapuchado había caído al conducto y chapoteaba en el agua. Un cuchillo resplandecía en su mano. En la bifurcación, Sumner dejó de correr y se agachó, dirigiendo la luz a derecha e izquierda. Había dejado una lata por aquí cerca unas horas antes, pero el remolino de cieno en sus rodillas era ahora más fuerte que antes. La corriente había arrastrado la lata. Rebuscó entre las aguas cenagosas hasta que sus dedos se cerraron sobre un resbaladizo mango de metal. Mientras lo alzaba, rompió el sello de corcho y dejó que la gasolina cayera a la corriente.

El encapuchado se acercaba a la bifurcación cuando olió la gasolina. Sin esperar a que Sumner la encendiera, dio media vuelta y corrió por donde había venido.

Sumner se internó más profundamente en el conducto. Más adelante, encontró la salida que había preparado. Fuera lo que fuera lo que contenían los dardos que le habían alcanzado, empezaba a hacer efecto. Se sentía lento y mareado. No obstante, tuvo fuerzas suficientes para salir de la alcantarilla.

Salió al otro extremo del patio y pudo ver la verja metálica. Cuatro cuerpos colgaban de ella. Una lluvia de chispas caía de las bisagras de la puerta donde la resistencia metálica variaba. Los perros se movían en círculos, gimiendo tristemente.

Todas las farolas y las luces de los almacenes se habían apagado. Toda la zona se encontraba a oscuras excepto los destellos de la verja. Aun así, Sumner pudo divisar al encapuchado que le había perseguido. Había vuelto a salir por el agujero y había recogido el saco que Sumner dejó atrás. Lo llevaba al hombro mientras cruzaba el patio en dirección a una puerta estrecha. Pocos minutos después, se oyó el chasquido de la cerradura y el encapuchado se marchó.

Sumner sonrió diabólicamente. El saco contenía quince libras de explosivos envueltos en una fina capa de hojas de kiutl. Estaba preparado para explotar en cuanto se abriera.

Tras marchar el encapuchado, Sumner se acercó lentamente a la verja y contempló los cuerpos. Tres de ellos permanecían enganchados en lo alto y uno colgaba de una pierna. Todos despedían humo. Un nauseabundo olor a ropas y carne chamuscada se enroscaba a su alrededor. Donde los botones metálicos o las cremalleras tocaban la verja, saltaban chispas esporádicamente, salpicando el suelo.

Sumner sacó la lata de pintura en spray del rincón donde la había escondido. Con brazo inspirado y arrollador, garabateó sobre el asfalto: SUGARAT.

Se dio la vuelta y cruzó el patio hasta llegar a una puerta trasera que había dejado abierta. Tenía el coche aparcado a unas pocas manzanas de distancia. Tras dormir un par de horas para eliminar la toxina de los dardos, se dispuso para el Paseo.

Al día siguiente, sintonizó su escánsula con las emisoras de noticias. Dieron un informe meteorológico, un catálogo de barcos que habían llegado durante la noche, un recuento sobre un inexplicable apagón en la zona comercial, y un reportaje sobre una explosión que había destruido las oficinas de Navieras Camboy. El señor Camboy y otras dos personas sin identificar resultaron muertas en el acto.