Cegado por los faros, Sumner Kagan salió de la carretera y se deslizó en la oscuridad por el terraplén de arena. Por encima de él y a sus espaldas, los neumáticos chirriaron con furia al frenar. Voces salvajes aullaron mientras los Nadungos, vestidos con ropas de cuero, bajaban de sus Death Crib y le perseguían. Eran cinco hombres delgados como víboras, ojos inyectados en sangre y dientes afilados.
—¡Corre, bola de sebo, corre! —aullaban los Nadungos.
Al fondo de la pendiente, Sumner giró hacia el pantano. En la oscuridad parecía una vaca fantasmal que chapoteaba pesadamente de un lado a otro, con los faros de las Death Crib destellando en su camisa manchada y hecha jirones. Se introdujo en la alta hierba, agitando salvajemente los brazos. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y podía ver claramente la silueta achaparrada de la fábrica de alcaloides en el horizonte. Sabía que en alguna parte había un sendero de tierra.
No muy lejos, los Nadungos hacían silbar sus cadenas al aire, aullaban y rompían piedras golpeándolas entre sí. Si tropezaba, lo harían pedazos… la policía podría rastrear el pantano durante semanas y seguirían sin encontrarlo entero.
Se adentró en un matojo de espadañas, y por fin sus pies golpearon suelo firme. Era el sendero, una línea recta que conducía a la fábrica de alcaloides. En el oeste empezaba a asomar la Nebulosa Cabra. Fijó la mente en aquella brillante chispa verde y continuó ejercitando sus gruesas piernas.
Cuando alcanzó la verja de la fábrica, los Nadungos estaban lo bastante cerca como para alcanzar su ancha y encorvada espalda con puñados de grava. Apenas tuvo tiempo de encontrar el agujero que antes había abierto en la verja. Lo encontró junto al enorme cartel manchado de barro: ¡PROHIBIDO EL PASO! ¡SE DISPARARÁ A LOS INTRUSOS!
Se arrastró por el agujero y tuvo que hacer un esfuerzo para volver a poner en pie su corpulento cuerpo. Corrió por una larga rampa metálica hasta una escalerilla que conducía a las oscuras galerías de la fábrica.
Era un mal asunto tener que subir escaleras después de una carrera tan larga, pensó. Todo podía acabar aquí. ¡Rau! Tenía los pies entumecidos por la fatiga y el corazón se le agolpaba en la garganta. Fijó los ojos en las oscuras sombras en lo alto de las escaleras e ignoró el dolor que le acuchillaba más bruscamente a cada paso.
Al llegar a lo alto, uno de los Nadungos lo agarró por los pantalones y le desgarró el bolsillo de atrás. Desesperado, espasmódicamente, saltó hacia adelante y se liberó de una patada. Manejando su propio peso como si fuera un péndulo, se obligó a ponerse en pie mientras los Nadungos llegaban a lo alto dando gritos.
Le asaltaba el cansancio, pero luchó contra él. El gran tanque estaba encima. Podía verlo debajo a través del enrejado de la rampa.
Los Nadungos subían ahora directamente tras él, golpeando las tuberías de cada lado con sus cadenas.
Pensaban que lo tenían atrapado. Solo, en una fábrica abandonada. Aquello atraía su imaginación. Sumner sabía que así sería.
Las cicatrices plateadas del poste metálico, donde una vez estuvo colgado el cartel de PELIGRO, pasaron junto a él, Sumner aprovechó su oportunidad y saltó. La cuerda se hallaba en buen estado; sus rígidos nudos le picaron las manos pulposas mientras se columpiaba pesadamente al otro lado. A su espalda se produjeron dos chillidos agudos, dos salpicaduras.
Rápidamente, enrolló la cuerda en la barandilla y, tanteando en la oscuridad, encontró la ancha tubería que le conduciría de vuelta al otro lado. Se tambaleó por ella, junto a la rampa donde tres silenciosos Nadungos escrutaban atentamente en la oscuridad. La manguera de emergencia se encontraba en el lugar exacto donde la había dejado. Lo había comprobado aquella misma mañana.
—¡Te encontraremos, gordo! —gritaba uno de los Nadungos en la oscuridad—. ¡Te rajaremos!
—Oh, basta ya, caras de culo —dijo Sumner, lo suficientemente fuerte para que pudieran oírle. Ya había conectado la fuerza hidráulica y cuando las tres caras furiosas se giraron hacia él en la oscuridad, abrió la válvula. El estampido les arrancó las piernas y los derribó por la rampa. Sus gemidos se perdieron en el siseo y el martilleo del agua golpeada por el ácido.
Sumner escuchó con atención el siseo del agua mientras se apoyaba fatigado sobre la manguera ya flácida. El aliento se le tensaba en la garganta, y los músculos de las piernas sufrían espasmos por la dura carrera. Se detuvo brevemente antes de coger un bote de pintura roja de su escondite junto a la manguera de emergencia.
Con brazo inestable, garabateó sobre una de las anchas tuberías de encima: SUGARAT.
Sumner no se detuvo a descansar hasta que llegó a su coche, que se encontraba en un solar detrás de la fábrica. Era un coche eléctrico estándar, verde botella, de trasera cuadrada, con tres pequeños y duros neumáticos y dos asientos en forma de cuchara. Lo quería más que a nada en el mundo. Era su hogar. En él encontraba más lealtad y comodidad que en la residencia de paredes alfombradas que compartía con su madre.
Se acercó y colocó la cabeza y los brazos sobre el frío techo de metal. Cuando recuperó la respiración, abrió la puerta y se desplomó en el asiento del conductor acomodándose en el reposacabezas. Una mano acarició el volante de madera y la otra tanteó en busca de un paquete de chocolatinas rancias. Se metió una barra en la boca, y aunque estaba seca y polvorienta, un fósil de su sabor original se esparció por su lengua. Cerró los ojos para saborearla. Llevaba dos días sin comer. Tenía que arreglar este asunto con los Nadungos, y no disfrutaba la comida cuando pensaba en matar. Pero ya se había acabado. Era la hora del Paseo. Su estómago gruñó de anticipación.
Tras meterse otra barra de chocolate en la boca, introdujo el chip de encendido en la ranura de ignición. Sintió que le recorría un calor mientras soltaba el embrague, ponía el coche en marcha y se abría paso entre la hierba elefantiásica.
Sumner y su coche tenían muchas cosas en común. Los dos eran grandes, de espaldas cuadradas y sucios. Dunas de migajas revoloteaban por las esquinas y sobre manchas de cerveza, salsa y rellenos de dulces. Envoltorios de papel, cartones aplastados de galletas, un calcetín roto y numerosos tapones de botella estaban atrapados bajo los asientos y el salpicadero. Y allí, bajo el triangular y particoloreado Ojo de Lamí (que Jeanlu, la bruja voor le había dado para protegerse de sus enemigos), estaban las cuatro palabras: NACIDO PARA EL TEMOR. Su ambigüedad le encantaba. Además de comer, lo que hacía con más consistencia y fervor era temer.
La ansiedad rebullía constantemente en él. Y aunque odiaba su caliente sabor en lo hondo de su garganta, la aceptaba como una de las indignidades necesarias de la vida. Por eso comía, como si su temor fuera algo que pudiera suavizarse en algún lugar de su tripa, masticado y digerido.
Pero su verdadera obsesión no era ni la comida ni la ansiedad. Quería ser temido. Quería ser el legendario Oscuro: la magia resplandeciendo a través de su fealdad, indiferente a la soledad, pleno y calmo con la violencia. Quería que todo el mundo supiera que era peligroso.
El problema estribaba en que nadie era nunca testigo de sus atrevidas artimañas. Era el Sugarat. Y nadie lo sabía.
En los últimos seis años, el Sugarat había conseguido una notoriedad rayana en el mito. Al principio se había encargado de bandas callejeras que le habían humillado o abusado de él. Los atrapaba y destruía por su propio placer, sin considerar jamás que habría repercusiones. Pero sus primeras muertes habían creado tantos desequilibrios de poder en las muchas bandas de McClure que la guerra hirvió en las calles como nunca hasta entonces. Bandas rivales guerreaban para llenar los huecos que el Sugarat había abierto. En las casas de los jefes de las bandas estallaban bombas incendiarias. Los asesinatos manchaban de sangre los trenes de los trabajadores. Los combates mano a mano en las tiendas y mercados se volvieron comunes en los días que seguían a cada una de las vendettas del Sugarat.
Sumner se crecía en su poder. Empezó a matar más a menudo, por insultos y desplantes que antes nunca habría advertido. Se había vuelto importante. Había encontrado un medio de hacer temblar al mundo. Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que una de sus estratagemas se volviera en su contra, pero el temor de ser golpeado por una banda no era equiparable a la repulsa que sentía hacia sí mismo cuando estaba solo y aburrido. Era sólo el miedo y un poco de suerte lo que le había mantenido vivo tanto tiempo.
Pero ahora la policía buscaba a Sugarat, y eso era algo completamente distinto. Durante seis años, habían sabido que era responsable de los espasmos de violencia que sacudían la ciudad. Lo querían a cualquier precio, pero no había nadie, ningún soplón, ningún testigo o débil pista que pudiera señalarle. Nadie conocía al Sugarat.
Por eso Sumner necesitaba el Paseo: para sentir lo que había hecho en el pasado, para saber quién era ahora.
Primero condujo por un camino de arena que daba a una carretera elevada sobre el distrito industrial. Poco después llegó a los límites de su ciudad natal, McClure. Aparcó el coche en un campo de tierra repleto de carcasas de camiones y entró en El Cuchillo Curvo. Ignorando las miradas de los camioneros con cara de perro, se introdujo en una cabina telefónica y llamó a la policía.
—Zh-zh —siseó cuando atendieron al teléfono. El oficial al otro extremo de la línea gruñó, reconociendo el saludo ritual del Sugarat. Sumner sonrió y en un susurro apagado le dijo a la policía dónde podían encontrar los cadáveres de los Nadungos. Luego colgó y mientras se metía por dentro de los pantalones la camisa rasgada se acercó al mostrador y encargó seis bocadillos para llevar.
Le gustaban los bocadillos abiertos a lo ancho y bien grasientos: almejas con mijo y algas; trozos de ternera en salsa de champiñones y albóndigas y pollo-del-bosque. Pero en El Cuchillo Curvo pidió huevos revueltos con tostadas y rollos de cebada rellenos de lengua caliente prensada.
Condujo de regresó al anticuado y consumido distrito industrial. No tocó la comida, pero dejó que sus aromas hirvientes acariciaran su olfato con la seductora promesa de un atracón.
El Paseo comenzaba en el lugar de la primera matanza de su vida. Era un almacén consumido por el fuego, sólo un cráter hundido con tres paredes de aluminio ahumado alrededor. Aparcó el automóvil desde donde veía el marchito blanco ceniza del interior y, en una de las paredes de aluminio, manchadas de barro y humo, las grandes letras garabateadas, SUGARAT.
Sacó uno de los bocadillos de huevo, lo olisqueó apreciativamente y empezó a devorarlo mientras rememoraba. Aquí había matado a siete miembros de la Caricia Negra. Lo más difícil fue conseguir la gasolina. Era cara, y tuvo que quedarse sin comer y pasar hambre para poder comprar suficiente. En cuanto al detergente líquido, esperó simplemente a que sirvieran una entrega en el mercado local y luego, con su viejo traje de chico de los recados, se llevó rodando un barril. Juntos, la gasolina y el detergente componían un líquido viscoso extremadamente inflamable. Había colocado tres barriles en las vigas del almacén. La estrategia fue la misma. Cuando los destrozacabezas de puños de cuchilla de la Caricia Negra le persiguieron hasta el edificio, los roció con el mejunje y les prendió fuego con un soplete. La quema había sido maravillosa, los gritos breves. Fue su mejor matanza. Un truco perfecto. Todo cuanto hizo en los seis años siguientes derivó de aquello.
Sumner recorrió los lugares de sus matanzas, disfrutando de su comida mientras recordaba sus estrategias. Colocadas verticalmente en la viga de un bastidor roto se veían las letras SUGARAT. Al lado había un túmulo negro de grava. Aquí Sumner había emboscado a todo un grupo de Gransangres bajo la boca de un remolque de grava. Cuando se abrió la espita, le estaban apuntando con sus hondas lanzadoras de clavos. Nunca llegaron a disparar.
En otro lugar, con los susurros apestosos de un pantano enroscándose alrededor, se sentó en la capota de su coche picoteando un rollo de cebada. Observó la oscuridad y la forma de los árboles muertos donde los destrozacabezas Látigo le habían perseguido por el puente. Lo había preparado para que se derrumbase, por supuesto. Pero la auténtica sorpresa para los destrozacabezas vino después de que chapotearan en el barro: cuando prendió fuego a la brea que cubría el lodo en el que estaban metidos.
Cuando terminó su último bocadillo, Sumner aparcó en el exterior de la fábrica de alcaloides. Supuso que la policía había llegado y se había marchado, porque habían retirado las Death Crib.
Sólo recordaba vagamente por qué había matado a los Látigo, la Caricia Negra y los Gransangres. Era difícil de recordar. No pensaba mucho al respecto. No era de los que se relamían, aunque sus problemas crecían cada día. Llevaba un año sin trabajo y, a los diecisiete años, ya era padre de un niño de cinco que le aterrorizaba. Sin embargo, apenas reflexionaba sobre su vida.
Lo movía una intuición muscular, una urgencia de su cuerpo por comer, matar, encontrar sexo. Era su temor.
Para Sumner encontrar sexo era mucho más difícil que preparar una muerte. Era grande y feo: uno noventa, con bolsas de grasa bajo los ojos, enroscándose en su cuello, agitando sus tetas bajo la camisa. Su cara estaba salpicada de manchas de grasa subcutánea y llena de erupciones que deambulaban permanentemente entre sus rasgos. Intentó dejarse la barba, pero le salía a parches, que le daban aspecto de sucio. Le disgustaba verse, por eso había escondido el retrovisor de su coche.
De regreso a McClure, Sumner cogió algunos dulces y deambuló entre las calles residenciales, mirando las casas de todas las mujeres que deseaba.
McClure era una ciudad vieja, tal vez de cuatrocientos años, y como la mayoría de las ciudades que habían florecido a estas alturas del interior, estaba hecha de piedra. Al menos lo eran los edificios más viejos. Era una cuestión de necesidad, ya que el clima era peligrosamente impredecible. Fieros ciclones (tormentas raga) con vientos de cuatrocientos kilómetros por hora barrían el país sin previo aviso. A veces se perdían ciudades enteras, las líneas costeras quedaban rehechas. No obstante, las casas de madera colgaban en colinas en las secciones más acomodadas. Eran símbolos de estatus en el más puro sentido, hechas para ser abandonadas cuando llegaran las tormentas raga.
Como parte del nexo de la sociedad de McClure, los ricos habían podido reservar cubículos en el Atracadero, una enorme ciudadela en el centro de la ciudad. Aunque el Atracadero quedara completamente enterrado por las tormentas raga, había suficiente oxígeno, comida y agua en su interior para mantener a miles de personas hasta que pudieran excavar un camino de salida.
Sumner se metió un caramelo relleno en la boca y se tiró un pedo cuando pasó junto al signo naranja brillante con el símbolo Massebôth. Marcaba los límites de la ciudad interior y declaraba que la zona estaba bajo protección Massebôth.
El símbolo se representaba con dos pilares. Se suponía que uno era de mármol y el otro de obsidiana negra. El de mármol, como recordaba Sumner de sus dos aburridos años de educación civil obligatoria, representaba la conservación de la cultura y el progreso. Los secretos del refinado del petróleo, la goma vulcanizada, los antibióticos, los circuitos transistorizados, y demasiadas cosas más que se habían dado por hechas durante años y fueron olvidadas tras el Apocalipsis que terminó con la cultura-kro. Los supervivientes del holocausto y los siglos oscuros que siguieron pasaron muchas generaciones sin ningún recuerdo de la civilización. Sólo unos pocos habían conservado retazos de la vieja tecnología y cultura. Siglos después, emergió el Protectorado Massebôth. El pilar blanco era el símbolo de su herencia.
El pilar de obsidiana representaba la fuerza del Protectorado. Aunque los Massebôth estaban confinados en la costa este, con sólo unos pocos asentamientos como McClure en el interior, tenían fuerza militar para dominar un imperio mucho más grande. Lo que los confinaba no era la amenaza, de las tribus del norte y el oeste, sino algo que iba mal en la raza humana. Hoy en día, los distors (personas genéticamente malformadas) eran más la regla que la excepción, y los Massebôth, a quienes les gustaban las cosas tal como eran, tenían las manos ocupadas manteniendo fuerte a su población.
De añadidura, la mayor parte del planeta permanecía todavía sin explorar. El Protectorado no contaba con los medios suficientes para enfrentarse con la vastedad y la extrañeza de su propio continente, y mucho menos con las del resto del mundo. Quedaban muchas cosas sin explicar, como los devas. Los informes militares, dos famosos filmoclips, y los rumores describían el terrible poder de los devas. Nadie sabía lo que eran, ni siquiera si eran o no inteligentes. Aparentemente, habían salvado a exploradores en peligro, pero también habían destrozado globos cartografiadores que se habían internado demasiado al norte. Invariablemente aparecían como vastos embudos de luz. Pero siempre en las profundidades del inexplorado norte.
Sumner creía en la palabra de sus profesores cuando decían que hubo una época anterior a los devas, los distors y las tormentas raga. No lo pensaba mucho, pero le gustaba percibir que estaba informado. Por eso odiaba tener que atravesar la ciudad-centro de McClure. En las enormes paredes manchadas por el tiempo del Atracadero, que albergaba la universidad y todos los edificios administrativos, había grabados, graffiti, vómito cerebral. En vez de los nombres de las calles o los slogans de las bandas que salpicaban brillantemente su barrio, las paredes del Atracadero estaban llenas de tonterías:
ERES EL PERPETUO EXTRAÑO
CREE EN NADA SIEMPRE ¡AMNISTÍA PARA LOS MUERTOS!
Resultaba irritante. Pero Sumner no tenía otro medio de llegar a su destino sin pasar por el Atracadero. Esta noche, a medida que las paredes brillaban más cerca, con los reflectores barriendo las alturas, divisó una nueva pintada, mucho más grande que el resto:
RENUNCIA A
TU APASIONAMIENTO ENDOCRINO
ANTES DE TU PRIMER ESTREMECIMIENTO
EN EL MONTE DE LA MALIGNIDAD
Sumner se preguntaba quiénes eran los que pintaban estas cosas y cómo lo hacían sin que los capturaran. Una noche dejó su coche en casa y fue andando a ciudad-centro. Deambuló durante horas por los callejones apestosos y sombríos, asomándose a una larga curva de las murallas del Atracadero. Finalmente, un chico de unos quince años pasó por allí. Empezaron a aparecer grandes letras brillantes pintadas con spray mientras andaba hacia atrás. Sumner esperó a que acabara, y luego salió y lo agarró. Al principio pensó que era un voor, pero cuando lo arrastró a la luz pudo ver claramente que sólo era un chico nervioso.
—¿Qué rauk se supone que significa eso? —preguntó Sumner, alzando al gamberro hacia la pintada todavía goteante: PRIMERITUD.
El niño le miró aprensivamente, pensando tal vez que Sumner era un policía Massebôth. Cuando vio que sólo era una cara fea, se zafó y se enderezó la camisa. Su pelo estaba cortado al cepillo y sus orejas sin taladrar. Sus ropas eran sencillas, y había una expresión ausente y blancuzca en su cara. Obviamente, era un estudiante.
—Escúpelo —ordenó Sumner. Despreciaba a los estudiantes porque eran lacayos sin agallas del Pilar Blanco que pensaban que tenían la visión interna de la realidad.
—¿De dónde eres? —preguntó el chaval, poniéndose de puntillas y mirando a Sumner directamente a los ojos.
—De aquí, de McClure, chavalín. Del Punto.
—No —dijo el estudiante—. Me refiero a antes de eso.
—¿Qué? Siempre he vivido en la ciudad.
El estudiante meneó la cabeza tristemente.
—Piénsalo, tío. ¿Dónde estabas antes de McClure? —Se volvió para marcharse, y luego giró de nuevo, entre molesto y divertido—. No dejes de pensarlo.
En lo único que pensaba Sumner en ese momento era en agarrar al muchacho por los tobillos y estrellarle la cabeza contra la pintada. Pero se contuvo. Estaba en territorio Massebôth, y lo último que quería era tener un tropiezo con la policía, especialmente por causa de un estudiante insignificante.
Sumner no tenía respeto por el Pilar Blanco. Eran científicos estrictos y, sin embargo, adoraban a Mutra, una deidad que renacía a los humanos hasta que alcanzaban la perfección genética.
Absurdos mierdas, pensó Sumner mientras conducía su coche a través de la oscuridad del Atracadero. La mayor parte de la ciudad (la mayor parte del mundo, por lo que sabía), eran distors. Se les separaba en categorías por códigos de color y se les permitía vivir y multiplicarse mientras sus distorsiones no fueran visibles. Los tarjetas marrones eran el escalón más bajo, gente demasiado revuelta genéticamente para tener hijos. Trabajaban en oficios de poca importancia en las fábricas. Los tarjetas verdes y amarillas podían tener familia, pero los Pilares los vigilaban cuidadosamente, ya que la mayor parte de sus descendientes tenían los nervios y los huesos revueltos. Los tarjetas azules eran los afortunados. Se aparejaban a voluntad, y la mayoría de las parejas se sentían felices de tener hijos, ya que casi toda su progenie era limpia.
Sólo los tarjetas blancas estaban libres de distorsiones. Eran los privilegiados para quienes habían sido establecidas las clínicas-burdel con el fin de recibir su material genético impoluto a cualquier hora del día o de la noche. Sumner era un tarjeta blanca.
Después de dejar atrás el Atracadero, Sumner recorrió el barrio de las mujeres que deseaba. Se las veía a distancia, yendo o viniendo, en su pausa del almuerzo en las fábricas, o de noche con sus acompañantes. Sumner nunca fantaseaba con hacer sexo con ellas. Era algo inconcebible a causa de su repugnancia física. Pero su presencia, el hecho de que aquellas criaturas existieran, era importante. Su belleza y su realización como personas equilibraba la violencia, el ansia y el continuo miedo al mundo. Después de una matanza, como hoy, o cuando la tensión muscular de vivir se hacía demasiado intensa, se acercaba a mirar a las mujeres. El misterio de la vida y la muerte era visible para él en el movimiento de una mujer hermosa al andar, y la excitación que sentía, por carecer de esperanza, era mítica. Al ver a las mujeres, esbeltas y llenas de paz, dirigiéndose a casa bajo el suave peso de la noche, sentía que la tensión física que se anudaba en la base de su cuello se distendía durante un momento.
En paz consigo mismo, Sumner se sintió lo bastante descansado para detenerse en el salón de Mutra, el burdel de las afueras de ciudad-centro. El lugar era un indescriptible edificio salpicado de ladrillos entre un matadero y un bar. A estas horas de la noche la calle se hallaba oscura y vacía. Sumner aparcó su coche junto a la puerta principal.
—Es el chico gordo otra vez —dijo la pelirroja tras el espejo unidireccional después de que Sumner entrara en el vestíbulo. Una matrona le entregó una toalla y un libro de plegarias mútricas. Sumner dejó el libro sobre una mesa de plástico y atravesó la puerta con dobles pilares hacia las duchas.
—Kagan, ¿verdad? —preguntó otra mujer. Era más vieja; sus ojos densamente avariciosos—. Ha venido mucho últimamente.
—Mierda —escupió la pelirroja—. Los tarjetas blancas no deberían conseguirlo gratis. No cuando son tan feos.
—Díselo a Mutra —replicó la mujer mayor. Eran las únicas de servicio aquella noche, y el desaliñado vestuario en el que se encontraban parecía triste sin la presencia de las otras mujeres; los armarios vacíos estaban llenos de ropa interior y sombras. Abrió un frasquito azul, apoyó el pie sobre una mesita y empezó a pintarse las uñas—. ¿Tienes puesta la bolsa?
Para los hombres con tarjeta blanca, las mujeres llevaban diafragmas diseñados para atrapar y contener el valioso esperma. Más tarde, el flujo seminal era transferido a ampollas especiales y enviado a los campos de nacimiento donde se inseminaba a las futuras madres. El trabajo era la sagrada misión de Mutra, y todas las mujeres relacionadas eran bien pagadas. Aun así, la pelirroja no sentía ningún deseo de servir a Sumner.
—Si no fuera tan gordo… He estado con él las tres últimas veces. Mi suerte debe de haber muerto. ¿Crees que…?
—No. —La mujer mayor frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Este trabajito es tuyo.
Bien lavado, Sumner entró en la estrecha habitación donde una pelirroja con la ropa interior tradicional se encontraba sentada al borde de una cama. Había estado con ella varias veces antes, y estaba familiarizado con sus movimientos. Como todas las demás, sentía repugnancia por su obesidad, por eso él no perdió el tiempo. El disgusto en su cara quedaba ensombrecido por la suave luz, pero Sumner notó cómo su carne se tensaba bajo su contacto. Cuando la montó, miró sus pechos y su pelo color de fuego, pero no sus ojos. Copuló mecánicamente, de la misma forma en que se masturbaba. Momentos después, acicateado por la fría lujuria de haber matado, caliente con el recuerdo de haber estado a punto de morir, lo sacudió un orgasmo.
La pelirroja salió de debajo de él. Sólo después de que la puerta se abriera y se cerrara tras ella, Sumner se dio cuenta de que no habían cruzado una palabra.
Sumner se vistió torpemente y se dirigió tambaleándose a su coche, sexualmente vacío y emocionalmente exhausto. Odiaba ver reflejada su fealdad por la forma en que las prostitutas lo trataban. Eso era siempre más duro que mirarse en un espejo, pero necesitaba el alivio, especialmente después de una matanza. Mientras conducía, pensó en la matanza y en lo cerca que había estado de perecer él mismo.
Cuando llegó a casa, la sensación de triunfo por eliminar a los Nadungos se había desvanecido. El Paseo le había producido una dosis inquieta de animosidad, y los indescifrables mensajes de las paredes del Atracadero hicieron resurgir su miedo. Ni siquiera le había tranquilizado recorrer las calles del amor y desfogarse. Quería estar solo, pero sabía que su estúpida madre, con su rostro afilado y su voz chillona, le estaría esperando.
De mala gana, Sumner colocó la cadena y el cerrojo a la puerta del garaje y echó una larga mirada a la calle para fortalecerse ante lo inevitable. La avenida estaba construida con tierra prensada y tablas de madera encima. Era estrecha y a ambos lados se alineaban edificios altos y delgados de basta piedra negra. Era tarde, y no había nadie sentado en los porches. En el otro extremo de la calle, entre los oxidados soportes del tren elevado, una jauría de perros se movía como una brisa espectral de un callejón a otro.
Sumner abrió la pesada puerta con su llave y permaneció un momento en el recibidor. Dejó que el olor pegajoso del incienso de diente de ajo se apoderara de él y ajustó los ojos a la luz acartonada de las lámparas que colgaban del techo. Tras la empinada escalera con su alfombra roja y raída, había una pequeña habitación que conducía al sótano donde su madre celebraba sesiones espiritistas.
—¿Eres tú, pichoncito? —llamó una voz chillona.
Sumner gruñó y empezó a subir las escaleras. Cuando llegó al tercer escalón, la cara de una mujer apareció entre los estrechos pilares del sótano. Tenía el color de la plata gastada con labios rosados y gomosos y ojos negros brillantes. Estaba enmarcada en un halo de pelo rojizo y revuelto.
—¿Dónde has estado, pichoncito?
—En ninguna parte, mamá —replicó Sumner.
—Ninguna parte no es un sitio —le recordó su madre. Dio la vuelta al sótano y se plantó al pie de las escaleras. Era pequeña, delgada como una aguja, con pechos planos y ajados apenas cubiertos por una bata azul arrugada. La pintura roja de sus párpados era tan gruesa que rebosó mientras sus ojos se ensanchaban para captar las botas cubiertas de barro de Sumner, sus pantalones salpicados y la cintura pálida como un champiñón que sobresalía de su cinturón—. En nombre de Mutra, ¿qué has estado haciendo? —chilló ella, agarrándose a las dos plumas negras que colgaban entre los pliegues de su cuello—. Quítate esas botas ahora mismo y déjalas fuera. El wangol que traes a casa ya es suficientemente malo para que arrastres hasta aquí la carne del planeta.
La madre de Sumner se ganaba la vida como guía espiritista. Conversaba con los muertos que se mantenían en la sombra de la gente y se la consideraba casi tan receptiva como un voor, aunque Sumner sabía que no lo era. Sin embargo, tenía una tremenda reputación en el barrio, mantenida por hallarse meticulosamente por encima de las influencias (o wangols) que entraban en su casa. El barro, un verdadero caldo de wangol primario, estaba estrictamente prohibido.
Mientras Sumner se sentaba en el escalón para quitarse las botas, ella se acercó al rastro que él había dejado y lo salpicó con un polvillo blanco de un cuernecito que llevaba sujeto al muslo. Decía que era polvo de tuétano de alce y que neutralizaba el wangol desconocido, aunque Sumner había descubierto hacía tiempo que no era nada más que detergente y migas de pan.
No es que su madre fuera una charlatana embaucadora. Ella creía realmente que era polvo de tuétano de alce. Pero Sumner conocía a la vieja arpía que le vendía a su madre sus suministros wangol. Años atrás había sido puta, pero cuando perdió una pierna mientras cumplía con su trabajo en un taller donde habían dejado una sierra eléctrica encendida, se dedicó a la adoración wangol. Una vez, cuando era niño, Sumner se escondió en el sótano de la casa de la vieja arpía. Allí, apoyándose en un caimán disecado, rodeado por largas tiras de ajo y botellas y redomas de diversos polvos de la suerte, atisbo por el ojo de una cerradura y la vio preparar sus mejunges nigrománticos: el agua sucia se convertía en Loción Ahuyentadora, la grasa y el serrín se volvían Aceite Wangol, y el detergente comercial y las migas de pan se transformaban en polvo de tuétano de alce. Incluso en aquellos días lejanos, Sumner era ya un solitario. Nunca llegó a contarle a su madre lo que había visto.
Probablemente no habría servido de mucho. Zelda era devota. Tenía una rosa azul tatuada en el glúteo izquierdo, algo que Sumner espiaba en los primeros y explosivos días de su pubertad, y salía dos veces por semana a reunirse con otras guías espiritistas de toda la ciudad. Además, sin los zords que su lectura de sombras proporcionaban, probablemente los dos morirían de hambre.
Lo único que de verdad enfurecía a Sumner era la profesada capacidad de Zelda para hablar directa y autoritariamente con su padre muerto. La historia de todo el terrible wangol que traía a casa era tolerable. Las cuatro veces al año que se prendía fuego en el pelo y corría por la casa para espantar a los poderes del mal eran malolientes pero divertidas. Y los viejos amarillentos y llenos de verrugas a los que dejaba usar su cuerpo para ayudarles a entrar en contacto con sus esposas muertas eran simplemente repugnantes. Pero cuando se paraba a mitad de una frase para consultar con su padre muerto, Sumner tenía que morderse la lengua para evitar estrangularla.
Descalzo, Sumner subió las escaleras, evitando cuidadosamente poner los ojos en los tapices baratos que colgaban del techo. Insípidas escenas de pantanos brumosos y lunas llenas sobre mares como espejos cubrían las paredes desconchadas y mohosas. Zelda saltaba tras él.
—¿Qué te has hecho, pichoncito? Vuelves a casa blanco como un cadáver y no sale ni una palabra de tu triste boca para tu madre. Has estado otra vez en la casa de putas, ¿verdad? Mírate el pelo. Todavía está mojado. ¿No tienes ningún respeto por ti mismo? ¿Quieres tener niños a los que nunca verás con mujeres a las que tampoco verás nunca? ¿Por qué tirar tu semilla a Mutra cuando podrías casarte de la forma en que lo hizo tu padre? Era un tarjeta azul, y no vertió su semilla alocadamente. ¿Dónde estarías tú si lo hubiera hecho? En algún campamento de Mutra, sin padres, con un nombre gubernamental, sin saber quién eras. ¿Quieres eso para tus hijos? Eres un tarjeta blanca, Sumner. Eres raro… una bendición espiritual. Si te lavaras y perdieras un poco de peso, podrían casarte con una muchacha rica. Podrías abrir tu vida. Podrías hacer algo por tu madre… en vez de esto —señaló su enorme barriga—. Dime qué te ha pasado. ¿Has sufrido un accidente? ¡No, un accidente no! ¡En el coche de tu padre!
—Es mi coche, mamá. Es mío desde hace años. —Sumner llegó a lo alto de las escaleras y tuvo que empujar a un lado a Johnny Yesterday, que dormía noche tras noche en lo alto de las escaleras, reviviendo un viejo hábito infantil. Johnny Yesterday era el inquilino que habían tenido en su casa los últimos ocho años… desde la muerte del padre de Sumner. Estaba medio sordo, senil, y ciego de un ojo. Pero lo peor de todo era que una característica distor le empezaba a salir a la superficie. En su caso era una distorsión mental a nivel profundo: podía mover objetos físicos telepáticamente.
En McClure, como en todas las ciudades Massebôth, los distors de todo tipo eran eliminados de forma eficiente y sin dolor. La capacidad mental de Johnny Yesterday había aflorado justo después de que le despidieran de la fábrica, cuando le faltaban dos semanas para poder cobrar su pensión después de cincuenta años de trabajo. Durante cuarenta y nueve años, Johnny Yesterday había estado taladrando incansablemente agujeros en los paneles que giraban bajo su nariz de camino a convertirse en placas de circuitos en el extremo de la línea de montaje. Sumner estaba convencido de que el despido había precipitado la distorsión, pero a Zelda no le importó lo más mínimo. Dejó de cobrarle el alquiler (de todas formas no tenía ningún zord) e incorporó discretamente su raro talento en su negocio de guía espiritista.
Sentado en la cocina tras una gruesa cortina, divertido y estimulado por las cuentas de cristal y los collares de vértebras de serpiente que Zelda acumulaba en cajas para futuros clientes, Johnny Yesterday actuaba siguiendo sus señales. Cuando Zelda estaba preparada para que su pesada mesa de roble empezara a dar golpes o para que las flores del gran jarrón en forma de serpiente enroscada saltaran y bailaran, pronunciaba en voz alta el nombre de la madre de Johnny Yesterday: «¡Christabel Mira!». Había descubierto que cada vez que el viejo Johnny escuchaba ese nombre, su capacidad mental se desataba.
El poder era tan raro que aunque las gruesas cortinas eran derribadas por la intensa nostalgia telecinética de Johnny, nadie sospechaba que era el viejo carcamal de ojos vidriosos y orejas retorcidas el que animaba todo el show. Pero Zelda debía ir con cuidado al usar el don de Johnny Yesterday. Los Massebôth estaban siempre alerta a los informes referidos a poderes mentales. En cuanto se corriera la voz, se lo llevarían para suministrarle un final rápido y sin dolor.
Zelda, aunque precavida, era intrépida. Convencida tras varios años de servir a gente que necesitaba milagros, cuyo vacío sólo podía ser llenado por lo imposible, creía verdaderamente que los Poderes se comunicaban a través de Johnny Yesterday. Por eso, cuando Sumner le empujó en las escaleras, se estremeció.
—Sé amable, pichoncito. Ha sido como un padre para ti.
Era mentira. Johnny Yesterday y Sumner nunca habían intercambiado una palabra. Por un pacto tácito y mudo, se ignoraban completamente el uno al otro. El viejo ni siquiera alteró el ritmo de sus ronquidos cuando Sumner lo apoyó contra la pared y pasó al salón por encima de él.
Era una habitación grande con muebles extraños y llamativos. Casi todos eran regalos de los clientes de Zelda, bien a causa de los servicios prestados o porque nadie más los quería. Un trono gigantesco, acabado con escudos de armas de dragones tallados en los lados y un palio de índigo real, ocupaba la pared del frente. Estaba flanqueado a ambos lados por urnas color azul pavo real lo bastante grandes para meterse dentro, cosa que hacía normalmente Johnny Yesterday. También había un gran busto de bronce de alguien que parecía furioso; un candelabro cuyos brazos se extendían en todos los ángulos obtusos posibles; un antiguo cofre de metal que se había cerrado hacía mucho tiempo y nunca se había vuelto a abrir, a pesar de que algo sonaba tenuemente en su interior cada vez que se le agitaba; y falanges de imitaciones de plumas de avestruz que se inclinaban tímidamente sobre un sofá peludo, verde metálico, que se había quedado calvo muchos años antes de venir a morir aquí. El suelo se hallaba cubierto con una gigantesca alfombra oval con un camello de tamaño natural bordado. Aquí y allá había banquetas con pies de mono tallados en madera; un canapé con forma de boca, repleto de diminutos dientes de bambú y labios de cuero; y una mesa chata con patas de brocado y una superficie afiligranada con un ángel cuya sonrisa beatífica se había diluido con los años hasta convertirse en una mueca demente.
Sumner consiguió maniobrar entre el amasijo de banquetas hasta una puerta estrecha junto al busto furioso, pero antes de poder abrirla, Zelda le agarró por el brazo.
—¿No vas a decirme qué pasó, pichoncito? Tienes un aspecto terrible.
—No pasó nada, mamá.
—¿Nada? —gimió ella, y le tiró de los dos últimos botones de la camisa—. ¿Crees que estoy loca? Mírate. —Le dio un golpe en la grasa de su cintura y le agitó una de las tetillas—. Cada vez más gorrino —dijo con disgusto; entonces encogió los ojos—. No habrás estado pegándoles a los niños pequeños para quitarles el dinero y comprar comida otra vez, ¿no?
—¡Mamá! —Sumner la apartó suavemente y se dispuso a abrir la puerta, pero Zelda puso la mano en el pomo.
—Espera. Siempre me rehuyes, siempre deseas estar en otra parte. Quédate quieto un momento y mírate.
Sumner suspiró y se rascó la barriga.
—¿Qué quieres, mamá?
—Quiero que te detengas un minuto y te mires. —Su voz se volvió más brusca—. ¿Qué es lo que has hecho en tu vida? —Volvió a darle un golpe en la barriga—. Sólo esto. Para esto es para lo único que sirves… para coger comida y convertirla en…
—¡Mamá!
—¿Cuándo fue la última vez que trajiste a casa algo que no fuera barro y wangol malo? ¡Ja! ¿La última vez? Nunca ha habido una primera.
—Mamá, quiero estar solo.
—¿Cuándo no lo estás? Todo lo que veo de ti es el rastro de barro que dejas. ¿A dónde vas? ¿Qué haces? Soy tu madre y no lo sé. Te doy de comer y no lo sé.
Sumner se dio la vuelta para irse, pero Zelda le agarró por el hombro y, apoyando todo su peso contra él, le obligó a girarse. Él sintió que los ojos de su madre taladraban los suyos, y se preguntó si tendría que golpearla. En vez de ello, empezó a hurgarse la nariz.
Zelda lo acuchilló con un dedo.
—Eres un rundi medio tonto deambulando por la ciudad un día tras otro. ¿Para qué? Respóndeme. ¿Para qué?
—Mamá, es asunto mío…
—¿Asunto tuyo? —Su rostro se crispó—. Sácate el dedo de la nariz y escúchame. Nada de lo que hay aquí te pertenece. Nunca has ganado ni una rebanada de pan que no fuera para ti. No me vengas diciendo qué es asunto mío y qué no lo es. Tú eres asunto mío. Te he dado todo lo que tengo. Esta casa es mía. Ese coche es mío. Esas ropas son mías. ¡Y ese barrigón es mío!
Agarró dos puñados del voluminoso abdomen de Sumner y tiró de él hasta que su hijo la apartó.
—¡Te digo que es mío! —Ella le miró con furia apoplética—. Yo lo creé y yo lo he alimentado. ¿Qué has hecho tú? No hay nada…
Ella se detuvo bruscamente y su furia se convirtió en una inmensa tristeza. Sucedió tan rápidamente que Sumner, a pesar de saber lo que iba a ocurrir, se quedó esperando.
—¡Klaus! ¿Es éste nuestro hijo? ¿Es éste el niño que creamos? —Ella ladeó la cabeza como si estuviera escuchando a alguien a su lado.
Sumner se mordió la lengua y entró en su habitación, cerrando la puerta tras él. Una vez solo, se tumbó en el ajado colchón sobre su amasijo de ropas y mantas amontonadas y se cubrió los ojos con el brazo. Oyó abrirse la puerta. Rápidamente sacó un zapato del colchón y lo arrojó contra la cara picuda y arrugada que apareció en el marco. Falló por centímetros. La puerta se cerró de golpe y Sumner volvió a cubrirse los ojos.
Solo. Pero estaba demasiado excitado para dormir. Se agitó incansablemente de un lado a otro y por fin se puso en pie y empezó a esparcir la ropa de su cama por la pequeña habitación oscura. El lugar, como todo lo relacionado con Sumner, era un lío espantoso. Había una silla rota en un rincón, un colchón rajado en otro, y una mesa rebosante de cajas de zucchini contra la pared bajo una ventana. La ventana en sí estaba rota, sucia y salpicada de pintura. Sobre la mesa había una caja de herramientas rotas, pilas de papeles agrietados y amarillentos, muelles, clips, piedras, recordatorios, bolas de papel, migajas, una camisa rota, tres cepillos de dientes, varios bolígrafos rotos, un vaso sucio y una brillante escánsula plateada con una pantalla de dieciséis pulgadas y una consola con botones.
Además de la comida, la escánsula era la razón principal de que Sumner pasara el tiempo en casa. Era, indirectamente, un regalo de Klaus, el difunto padre de Sumner. Klaus había sido capataz de la fábrica con mucho éxito. Parecía comprender de qué trataba la vida, aunque había muerto antes de que Sumner pudiera preguntarle. Sumner tenía entonces diez años, pero su padre ya había ahorrado suficiente dinero para su educación. Soñaba con que su hijo se convirtiera en un artesano, pero Sumner era demasiado retraído y tímido para ir al colegio. Después de que pasara los dos años de educación civil obligatoria y otros dos en nueve programas diferentes de entrenamiento, Zelda sucumbió al enjambre de hojas disciplinarias que le seguían de una clase a otra y lo sacó del colegio. Alquiló una escánsula, un aparato de autoestudio conectado al centro universitario de McClure. Con este aparato, Sumner había aprendido a hacer melaza inflamable y pólvora. Por lo demás, no estaba interesado en aprender.
Las otras cosas que le fascinaban de la escánsula, aparte de los programas de educación sexual que repasaba de vez en cuando, eran las muestras tectónicas; programas estructurales en los que los estudiantes podían analizar varias combinaciones estequiométricas: pautas de cristal tónico, principios de propagación de ondas y propiedades laberínticas. A Sumner le encantaba sentarse delante de la pantalla y dejar que esas pautas abstractas le mecieran hasta caer en un trance soporífero. Era una forma de autohipnosis, una forma de dejar atrás su miedo y relajarse lo suficiente para dormir.
Despreciaba el sueño. Hundido en el amasijo de su apestoso colchón, era presa de pesadillas y su ralea de formas aullantes y susurros apenas oídos. Prefería el lento descenso a la pálida luz de la escánsula, dejando que las pautas sin significado, pero intrincadamente hermosas, lo tranquilizaran y lo depositaran en un sopor relajante. Así sus sueños eran más mansos, y se despertaba sin aullar ni sacudirse.
Sumner acarició el frío borde metálico de la escánsula. Conectó el interruptor, esperó un instante, entonces le dio un golpe al aparato, esperó otro instante, y luego alzó el aparato y lo dejó caer. Esperó un último instante antes de buscar urgentemente a su alrededor algo con lo que partir la pantalla. Por fortuna, lo único que halló a mano fue un cepillo de dientes gastado, y decidió comprobar la batería. No estaba.
Tras pensarlo un momento se dio cuenta, con un escalofrío de humillación, que sólo había una respuesta. La batería estaba conectada demasiado firmemente para que Zelda o Johnny Yesterday la hubieran quitado. Sólo un agente escansular podría habérsela llevado, lo que significaba, simplemente, que los fondos de su padre se habían agotado.
Se apoyó contra la escánsula vacía y se frotó los ojos, tratando de absorber plenamente la importancia de su situación. Durante meses había estado temiendo este día, pero ahora que su padre se había marchado de verdad, sin que lo representaran ya ni siquiera sus zords, la tristeza fue mayor que el temor. Pronto vendrían no sólo por la escánsula, sino por el coche. Había pertenecido a Klaus mientras vivió, pero como todas las demás cosas en la sociedad Massebôth, era sólo un préstamo del gobierno. Mientras hubiera dinero para pagar su mantenimiento y recarga, Sumner podía hacer lo que quisiera. Ahora no habría ni siquiera lo suficiente para cubrir las tres multas de tráfico que le habían puesto en los dos últimos meses.
Sumner miró tristemente las dos multas sobre su mesa y hurgó en el bolsillo trasero para sacar la tercera. Se la habían puesto dos días antes por sobrepasar el límite de velocidad en una calle residencial. Una de las mujeres a las que admiraba había aparecido bruscamente en su portal.
Se quedó inmóvil (la mano en la cadera) y una tenaza de hielo le agarró con tanta fuerza que no pudo respirar. La multa había desaparecido. Estaba en el bolsillo que le arrancó uno de los Nadungos, y probablemente se había quedado en la rampa bajo la ancha tubería de vapor en la que había escrito desafiantemente SUGARAT.
Gimió en voz alta y cayó de rodillas. Todo se había acabado. Las noches perezosas parpadeando ante la escánsula, las lentas caminatas por las calles del amor, el Paseo… todo se había acabado. Y lo peor, lo más horrible de todo, Sugarat estaba perdido.
Sumner se puso en pie, agarró el borde de la mesa y la volcó. El tubo de imagen de la escánsula explotó, y antes de que el estallido se disipara, la puerta de su cuarto se abrió. Zelda estuvo a punto de abalanzarse sobre él, pero cuando vio la furia de su cara, agarró sus dos plumas negras y cerró la puerta en silencio.
Sumner no podía pensar. Necesitaba aire. Salió dando tumbos de la habitación y se quedó de pie un momento junto al busto de expresión furiosa. Zelda estaba apoyada en la mesa con las patas de brocado, todavía agarrándose las plumas.
—¿Quién eres? —preguntó con indignación—. ¿Quién eres? —Se rebuscó entre las piernas y sacó su cuerno de polvo de tuétano de alce. Agitando su brazo en un amplio arco, temerosa de acercarse demasiado, intentó espolvorear con él a su hijo—. ¡Fuera, maltratamentes! ¡Fuera, atenazanervios! ¡Sal del cuerpo que yo creé! ¡En nombre de Mutra, fuera!
Sumner pasó por su lado sin hacerle caso y se dirigió a la puerta que conducía al tejado.
—¡No! —chilló Zelda—. ¡No dejaré que mates a mi hijo! —Corrió hacia él y vació el detergente y las migas de pan sobre su cabeza.
Sumner esquivó la andanada, abrió la puerta de una patada y se volvió. Zelda dio un salto atrás y, haciendo un signo de guardia con su pulgar y su meñique, murmuró algo entre dientes.
—¡Mamá! ¡Tranquilízate!
—¿Que me tranquilice yo?
—Sólo estoy un poco cansado. Necesito un poco de aire. Me pondré bien.
—¿Por qué vas al tejado? Hace viento ahí arriba. Podrías enfermar.
Sumner se dio la vuelta y empezó a subir las escaleras.
—Si saltas, nunca te perdonaré —gritó su madre a sus espaldas—. Atraparé tu wangol en una jarra y lo atormentaré mientras viva. Podemos renovar la escánsula. Podemos comprar una nueva. No…
Sumner atravesó la puerta exterior y se perdió de vista en el tejado.
Zelda suspiró y alzó los brazos. Un día me matará, pensó. ¿Por qué tiene que ser tan solitario? Y con un temperamento tan agrio. Sacudió la cabeza.
—Todo es culpa tuya —le dijo silenciosamente a su marido—. Tú fuiste el que quiso que fuera libre. Tú lo educaste así. No yo. Yo quería que jugara con los otros niños. Sé sociable. Haz amigos, le decía. Pero no. Siempre habrá tiempo para eso más tarde, decías. Ahora tiene que adquirir autoconfianza, aprender a estar cómodo consigo mismo. Así son las cosas en este mundo. Estás solo. Nadie te va a ayudar. ¡Ja! —Se apoyó contra la mesa, sintiéndose repentinamente muy pesada—. Bien, ojalá estuvieras ahora aquí, Klaus. Ojalá pudieras ver en qué se ha convertido.
Zelda volvió a suspirar y se separó de la mesa. Era hora de ver cómo iba el guiso. Bajó dos tramos de escaleras hasta una cocina pequeña y sofocante donde ardía una olla grande. Siempre tenía algo al fuego allí abajo. La comida era la única forma de retener a su hijo.
—Y eso es también culpa tuya —le dijo a Klaus—. Irte al Más Allá cuando era tan joven. ¿Qué se supone que voy a hacer? Sólo me escucha cuando tengo algo para comer.
Levantó la tapadera de la olla y dejó que el vapor saliera antes de olisquear el guiso. Olía bien. Por experiencia, sabía que Sumner tendría hambre pronto, así que cogió un cuenco de una alacena de madera y sirvió el espeso guiso de almejas. Seleccionó del especiero dos frascos marcados con Sal de Cebolla y Nabo en Rodajas. En realidad, eran polvo de raíz de Juan el Conquistador (para dar energía y defensa contra la enfermedad), y líquido wangol e-z (para calmar los nervios). Con cautela, vertió un poco de cada en el plato.
Zelda era una buena madre. Sabía que era responsabilidad suya reformar a su hijo, deshacer todo el daño que había hecho Klaus. Pero hasta ahora no había conseguido nada. Era inútil hablar. El nunca la escuchaba. Así que se había confiado a las curas herbáceas y a los tonificadores wangol. Sin embargo, ni siquiera esto había servido de algo. Sumner se mostraba tan cerrado y solitario como siempre.
Pronto debería tomar una decisión drástica. No estaba bien protegerle así, darle casa y techo, amenazarle como a un niño o un anciano. No, se reprendió Zelda a sí misma. No lo haré más. Tiene que cuidar de sí mismo.
En el tejado, Sumner respiró profundamente para aclarar su mente. Con el brillo de las luces del Atracadero y las coronas azules de fuego de las torres de la refinería al sur, se veían pocas estrellas. Se acercó a la parte trasera de la casa y miró en dirección al norte. Allí, había tres hileras de tejados y luego la oscuridad se extendía hasta el horizonte, donde un débil brillo verde manaba de Rigalu Flats. Contempló durante largo rato aquella luz espectral y pensó en Jeanlu, la bruja-voor y en su hijo, Corby. Tendría que acudir pronto a ellos en busca de zords, y la idea hacía sus temores más palpables. Los voors eran la locura del mundo, distors con fuerzas alienígenas y mentes que sabían demasiado. No quería acudir a los voors. Habían abusado de él antes, y les temía. Pero la policía vendría, y a menos que los voors le ayudaran, los Massebôth le matarían.
Un quejido brotó de su grueso cuerpo, y se tanteó el bolsillo trasero. Se quedó en esa postura durante un largo minuto, con la mano en el jirón de sus pantalones, mirando al norte con los ojos saltones y el corazón abatido. Gradualmente, la vergüenza y la furia se abrieron en él, y un grito desfigurado se revolvió con círculos cada vez más amplios a través de su pecho, pero no pudo encontrar el camino de salida.
Finalmente, cuando el dolor remitió, regresó al interior y se dedicó, enfurruñado, a su plato de almejas, denso y humeante y con olor a algún lugar muy lejano.