LA FORTALEZA ANTONIA Y LA TERCERA MURALLA
Jerusalén, junio de 70 d. C.
Posiciones romanas frente a la tercera muralla
y frente a la fortaleza Antonia
Las órdenes de Tito se ejecutaron con exactitud marcial: los legionarios limpiaron sus armas y uniformes, desfilaron frente a las murallas de Jerusalén en una exhibición de fuerza y tesón para hundir la moral del enemigo y, luego, cobraron su segunda paga del año. Se les permitieron un par de días de descanso, donde apenas se realizaron trabajos en las murallas de la fortaleza Antonia o en el tercer muro de la ciudad, y los hombres se relajaron, pero, al amanecer siguiente, el plan del hijo del emperador se puso en marcha.
Las legiones V y XII se concentraron en la construcción de dos nuevas rampas de madera frente a las inmensas paredes que sostenían la gran torre de la fortaleza Antonia. Se trataba de la mayor fortificación de la ciudad: una inmensa torre que se erigía sobre el resto de construcciones en el sector oriental de Jerusalén. Edificada bajo el gobierno del macabeo Juan Hyrcanus, en el siglo II a. C., como un edificio administrativo anexo al Gran Templo, posteriormente Herodes el Grande le dio el nombre de fortaleza Antonia en honor a su gran benefactor en Judea, Marco Antonio. Era inmensa y, a todos los efectos, inexpugnable. Defendida por los zelotes de Gischala, se elevaba como un obstáculo insalvable en el proceso de conquista de Jerusalén. Y los legionarios de la V y la XII lo sabían, pero no tenían más remedio que seguir las órdenes de sus legati. Los días de descanso les habían venido bien, pero el reencuentro con la cruda realidad de aquel asedio imposible les volvió a hundir en la desesperanza. Entretanto, algo más al sur, las legiones X y XV levantaban sendas rampas de madera frente a la tercera y última muralla que protegía la Ciudad Alta, el último reducto de los sicarios de Simón bar Giora. El esfuerzo también se les antojaba enorme y sus posibilidades de éxito escasas, pero, disciplinados, los legionarios trabajaban hora a hora, día a día, semana a semana. La artillería enemiga era de gran precisión tras tantos meses de práctica y los muertos entre los legionarios eran bastantes, los heridos muchos y el miedo a ser alcanzado por un proyectil lanzado desde la alta colina había prendido en el ánimo de todos los romanos. Y para hacerlo todo aún más complicado, Simón ordenaba salidas periódicas de sus sicarios con el fin de dificultar aún más las tareas de construcción de las nuevas rampas frente al sector de la ciudad que aún estaba bajo su control. El hijo del emperador respondía, como en ocasiones anteriores, utilizando la caballería para hacer huir al enemigo cuando éste salía a perturbar los trabajos de asedio. Era el mismo juego que en la primera y segunda murallas, por eso Tito estaba persuadido de que, como en los dos muros exteriores, al final el desenlace sería el mismo también. Sólo quedaba ver si el agotamiento y la baja moral de sus tropas resistirían el esfuerzo continuado de ataque permanente sobre aquellas fortificaciones ciclópeas. Y había algo más que incomodaba a Tito.
—¿No ha habido salidas de los zelotes? —preguntó a Trajano cuando estaba supervisando los trabajos de las rampas de la V y la XII. El legatus negó primero con la cabeza y luego puso voz a su respuesta.
—No, no han salido.
Trajano compartía la extrañeza que estaba reflejada en la arrugada frente de Tito. Los sicarios de Simón seguían con su técnica de hacer salidas desde la muralla, pero los zelotes no.
—¿Por qué no salen? —inquirió Tito Flavio Sabino.
—No lo sé —respondió Trajano mirando la gran torre de la fortaleza Antonia—. No lo sé, César.
De hecho, la poca inclinación de Gischala a sacar a sus hombres fuera de la fortaleza Antonia había favorecido la construcción de las rampas de la V y la XII y éstas, tras diecisiete largos días de esfuerzo, estaban dispuestas para que los arietes y las torres de asedio avanzaran sobre ellas para confrontar los temibles muros de aquella formidable edificación.
Fortaleza Antonia
Gischala mantenía una amplia sonrisa de complacencia en su rostro. Desde lo alto de la torre de la fortaleza Antonia, podía ver cómo romanos y sicarios se enzarzaban en absurdos combates cuerpo a cuerpo a los pies de la tercera muralla, donde los sicarios se esforzaban por proteger su tercera y última muralla.
—Fracasarán como les ha ocurrido en las dos anteriores —dijo Gischala en voz alta y sus oficiales asentían y sonreían.
Todos estaban seguros de que su plan era mucho mejor y, además, no tenían que salir a luchar con los romanos. Bastaba con arrojarles proyectiles y seguir con sus trabajos de defensa, pero sin salir fuera de la fortaleza. Pronto comprenderían los romanos que no tenían nada que hacer contra la fortaleza Antonia. Nunca podrían tomarla y nunca llegarían al Gran Templo de Jerusalén. Nunca.
Tercera muralla de Jerusalén
Ciudad Alta
Simón había acompañado a sus sicarios en la última salida. Tenía que dejarse ver por sus hombres en primera línea de combate para mantener su autoridad, especialmente desde que Eleazar parecía combatir a su antojo, iniciando salidas para las que no le había consultado previamente. Algo pasaba con Eleazar, como si hubiera decidido hacer la guerra por sí solo, pero la mente de Simón estaba más ocupada por la testarudez de Gischala en no hacer salidas que por cualquier otra cosa. Los romanos habían terminado las rampas en su sector y ya montaban los arietes sobre las mismas. A Simón no le importaba que los romanos acabaran con Gischala y sus zelotes, pero, si se hacían con la fortaleza Antonia, eso les permitiría acceder al Gran Templo y sí sería un tremendo golpe contra la moral de sus hombres. Simón se tragó el orgullo y fue en busca de Eleazar.
—¿Sabes por qué Gischala no sale a importunar los trabajos de los romanos? —preguntó Simón.
—No —respondió Eleazar.
Le dio la espalda y se fue hacia otro sector del muro. Simón no prestó más atención a la actitud distante de Eleazar y se quedó allí, mirando sin parpadear los arietes que los romanos aproximaban a la base de la torre de la fortaleza Antonia.
—Gischala es un imbécil —dijo, pero sus palabras sonaron vacías e impotentes frente a los grandes arietes y torres de asedio que los romanos hacían avanzar sobre las inmensas rampas de madera.
Vanguardia romana bajo los muros de la fortaleza Antonia
—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Por Roma! ¡Por el emperador Vespasiano! ¡Por Júpiter! —aullaba Marco Ulpio Trajano a sus hombres de la XII Fulminata mientras se acercaban con uno de los grandes arietes a la base de la gran torre Antonia—. ¡Adelante!
Las maderas de la rampa crujían al sostener el tremendo peso de un ariete montado sobre gigantescas ruedas y el peso de una monumental torre de asedio que le seguía, con dos escorpiones instalados en su último piso, toda ella llena de arqueros, legionarios y auxiliares armados con flechas, lanzas y protegidos por sus grandes escudos rectangulares y cóncavos. Las maderas crujían y los clavos que la sostenían se tensaban hasta lo indecible, pero los ingenieros romanos lo tenían todo calculado con exactitud y, además, ya llevaban varias rampas construidas para la conquista de los muros exteriores de la ciudad. Por mucho que aquellas vigas cruzadas aullaran de dolor ante el descomunal peso que debían soportar, legionarios, oficiales y hasta el propio legatus de la XII caminaban por encima de ellas con la seguridad que da saber que los ingenieros de Roma nunca se equivocan. Si una rampa se daba por buena, esa rampa nunca se derrumbaba. Nunca. Esa seguridad les permitía a todos concentrarse en lo esencial: evitar los proyectiles enemigos, responder a los mismos con su propia artillería y con sus flechas y lanzas y, poco a poco, lo más importante, ir aproximando el gran ariete a la base de su objetivo.
La lluvia de dardos y proyectiles enemigos era, si cabe, la más intensa bajo la cual habían tenido que avanzar, pero avanzaban, pese a todo y pese a todos los zelotes del mundo. Trajano, con orgullo, veía cómo sus hombres ascendían por la gran rampa. El ariete había llegado a medio camino; no, sólo le quedaba un tercio de ruta por recorrer, pero se había detenido a unos sesenta pasos de la base de la torre Antonia. Ahí parecía que el ímpetu de sus hombres se había desinflado. Marco Ulpio Trajano comprendió que si no ascendía él mismo por la rampa, los legionarios de primera línea no avanzarían más. Fuera ya por agotamiento o por desánimo, sólo la presencia del legatus en primera línea de combate les haría continuar con el ascenso. Trajano empezó a subir por la rampa, pero, de pronto, cuando sólo llevaba —en esta ocasión para su fortuna— una decena de pasos sobre aquellas vigas de madera, los crujidos de la base de la rampa se transformaron en un ensordecedor estruendo y lo inimaginable, lo imposible, lo que nunca antes había ocurrido, aconteció: Trajano perdió el equilibrio porque la base que le sustentaba parecía moverse sola, y en su caída contempló cómo el gigantesco ariete y la inmensa torre de asedio se venían abajo, en pie aún, pero hundiéndose en una maraña brutal de madera que se deshacía en su base y se desplomaba, no hasta caer en el suelo sobre el que se había levantado, sino aún más, hundiéndose torre y ariete y arqueros y escorpiones y auxiliares y legionarios en las profundidades de un inabarcable agujero que lo engullía absolutamente todo, como si el dios Vulcano hubiera decidido emerger a la superficie de la tierra por aquel punto y todo a su alrededor se deshiciera en un océano de astillas, gritos y sangre.
Marco Ulpio Trajano quedó al borde de ese abismo. Sesenta pies abajo, se veía a legionarios y auxiliares luchando por emerger de aquel agujero de horror en donde las máquinas de guerra descompuestas en mil pedazos, las vigas de madera y las armas lo aplastaban todo en su derrumbe, aprisionándoles, impidiendo la salida de los que no habían sucumbido al hundimiento general de la estructura y del mismísimo suelo que había desaparecido también en aquel fragor inexplicable. A todo ello, la confusión y una lluvia de dardos lanzada desde la impasible fortaleza Antonia hicieron que apenas se pudiera rescatar con vida a prácticamente ninguno de los legionarios de la XII Fulminata , engullidos por aquel desconcertante accidente. Trajano sacudía la cabeza mirando las vigas partidas y no daba crédito. Tito ordenaría ejecutar a todos los ingenieros. Súbitamente un estruendo, no por ya conocido menos sobrecogedor, se oyó a sus espaldas. Trajano se dio la vuelta y fue testigo de cómo la rampa, el ariete y la torre de asedio de la legión V sufría la misma suerte que la rampa de su propia legión: un accidente idéntico y un hundimiento que, una vez más, no terminaba en el suelo, sino que el propio suelo desaparecía hasta abrirse las entrañas de la ciudad de Jerusalén y tragarse todas las máquinas de asedio de la legión V. Los gritos de auxilio, las escenas de pánico, la sangre de los heridos, todo igual. Trajano podía creer que los ingenieros hubieran errado sus cálculos una vez, pero dos nunca. Marco Ulpio Trajano miró hacia arriba. En lo alto de la gran torre de la fortaleza Antonia, Gischala, su líder, con brazos en alto, era aclamado como un dios por sus seguidores.
—¿Qué ha ocurrido? ¡Por todos lo dioses! ¿Qué está pasando?—preguntó Tito Flavio Sabino.
Trajano se dio la vuelta y encaró al hijo del emperador.
—Han excavado túneles por debajo de las rampas. Mientras nosotros levantábamos las rampas, los zelotes de Gischala excavaban minas por debajo de los cimientos de nuestras construcciones. Por eso no hacían salidas. —Hablaba suspirando, con los ojos mirando al suelo, como si buscara más agujeros bajo sus pies, mientras repetía, una y otra vez, las mismas palabras—: Por eso no hacían salidas, por eso no hacían salidas…
Tercera muralla de Jerusalén
Ciudad Alta
Simón, tan atónito como los propios romanos, contemplaba el caos que Gischala había conseguido organizar con la demolición de las rampas y las máquinas de guerra que asediaban la fortaleza Antonia. Estaba como paralizado. Hasta sus sicarios habían vitoreado la caída de las gigantescas estructuras romanas. Su liderato estaba en cuestión. Gischala había apostado fuerte y había ganado. Eleazar llegó junto a Simón que, absorto, seguía admirando los cadáveres de decenas, centenares de legionarios que los romanos sacaban sin cesar de las dos enormes tumbas ciclópeas que los zelotes habían excavado bajo el subsuelo de Jerusalén.
—Hemos de hacer una salida —dijo Eleazar ante el paralizado Simón y, como fuere que éste no parecía reaccionar, decidió dar él mismo las órdenes—. Yo atacaré la rampa que construyen los romanos de la X y tú puedes concentrarte en atacar la rampa de los de la XV. Hemos de incendiarlas aprovechando el caos en que están sumidos los romanos, mientras intentan recuperar a los heridos de la V y la XII.
Dio media vuelta sin esperar respuesta de su líder. Simón bar Giora contuvo su rabia. Sí, Eleazar se crecía y más cuando Gischala parecía superarles. Simón estaba persuadido de que Eleazar no le consideraba ya un jefe adecuado para los sicarios, pero ahora no era el momento de discutir. Debía aceptar que la idea de Eleazar era ajustada. Tenían que aprovechar el desorden que reinaba entre los romanos para herirles de muerte destrozando las otras dos rampas que tanto esfuerzo les había costado levantar. Si las hundían o las quemaban, eso supondría el final del asedio y su liderato volvería a verse reforzado al emular sus sicarios la hazaña de los zelotes. Luego arreglaría el tema de Eleazar. Cada día un asunto. Cada día un asunto, decían que había dicho el profeta de los cristianos. Estos deberían haber ayudado en la defensa, pero andarían, como siempre, escondidos por los callejones de la ciudad. Eran unos cobardes. Unos blasfemos.
Retaguardia romana
Tito engullía a grandes tragos la impotencia de su ejército ante la inagotable resistencia de los judíos y, sin embargo, no podía cejar, no podía rendirse y dejar aquel asedio sin conseguir una victoria, total, absoluta, definitiva. Si se retiraban en ese momento, la moral de las tropas de Oriente no se reharía en años, en decenios, y la llama de la rebelión prendería de nuevo por toda judea. Así no podía presentarse ante su padre. El Senado atacaría al emperador, a sus legati, y todo el plan de crear una nueva dinastía se vendría abajo.
—¡Nos atacan, César! —oyó a sus espaldas el hijo de Vespasiano—. ¡Los sicarios de Simón están atacando ahora las rampas de la X y XV legión que tenemos frente a la tercera muralla de la ciudad!
Tito Flavio Sabino se giró para ver cómo el horror que habían generado los zelotes con sus minas parecía extenderse también a las rampas levantadas por las otras dos legiones: los sicarios de Simón bar Giora habían salido con todo lo que tenían y, pertrechados con antorchas, se esforzaban por incendiar las dos rampas que les quedaban. El hijo del emperador se encaramó a su caballo y, raudo como el viento, al mando de sus singulares, cargó con furia contra los sicarios. Ya no llevaba la iniciativa en aquel combate. Sabía que combatía a la defensiva; un absurdo en un asedio, pero ahora no se podía pensar en más. Había que salvar las rampas de la X y la XV como fuera. Como fuera.
Ciudad Alta
Simón y Eleazar retornaron a la tercera muralla con la mayoría de los sicarios, había muchos heridos y se había perdido un centenar de buenos guerreros, pero había merecido la pena, había merecido la pena todo, hasta el último cadáver.
Posiciones romanas junto a la tercera muralla frente a la Ciudad Alta
Tito Flavio Sabino caminaba entre las llamas de aquel inmenso incendio. Los legionarios de la X y la XV traían agua en cubos pero todo era insuficiente. Las dos rampas que les quedaban en pie ardían como una gigantesca pira funeraria. Y eso era: eso era aquello. Allí, en ese fuego fastuoso y sin control, se consumían las esperanzas de rendir Jerusalén. Todo había acabado. Era una derrota absoluta, incontestable, inimaginable. Heridos, agotados o muertos, sus legionarios estaban más allá de cualquier posibilidad de recuperación.
Fue entonces cuando empezaron las deserciones, en especial entre los auxiliares, que, conmovidos, aterrados por la capacidad de lucha del enemigo, se pasaron a las filas de los sicarios, unos, y de los zelotes, otros, a cambio de cualquier cosa: un poco de dinero, una mujer, y, sobre todo, no tener que construir más rampas de muerte que no conducían a ninguna parte más que al infierno. Y se llevaban consigo víveres y el oro de las pagas y sus propias armas.
Campamento general romano
Marco Ulpio Trajano recibió el mensaje de aquel signifier.
—Allí estaré, dile al César que Marco Ulpio Trajano acudirá esta noche al consilium en el praetorium.
El mensajero asintió y partió para convocar al resto de legati. Trajano aprovechó la hora que quedaba antes del consilium para pasear por las ruinas del ejército romano y evaluar los daños de aquella horrible jornada de combates: las cuatro rampas estaban destruidas, dos demolidas y medio enterradas en las entrañas de la ciudad y las otras dos incendiadas, transformadas en cenizas que aún humeaban en las sombras de aquel penoso atardecer. Los heridos eran incontables y los muertos numerosos. Para detener las deserciones, el ejército se había replegado al interior del campamento para controlar los movimientos de los que deseaban huir y, como recordatorio de lo que les esperaba a los que habían abandonado la disciplina de las legiones de Roma, se puso en marcha una rápida serie de ejecuciones de algunos auxiliares que habían intentado desertar pero que habían estado lentos y habían sido capturados por legiones aún fieles al César Tito Flavio Sabino y sus legati. Estas medidas habían frenado las deserciones por un tiempo, pero con la moral por los suelos, con la fortaleza Antonia, el Gran Templo y la tercera muralla intactos, era difícil plantearse otra cosa que no fuera renunciar a aquel asedio, aunque Trajano, como Tito, como el resto de legati, sabía que permitir que los judíos se salieran con la suya y disfrutaran de una victoria en aquella campaña era algo que el emperador Vespasiano no podría aceptar nunca. Y no pensaba que Tito estuviera dispuesto a aceptarlo tampoco. Incluso si, como le habían contado, por primera vez en toda la campaña se le había visto realmente abatido, cabizbajo, de regreso al praetorium tras varias horas intentando detener, infructuosamente, el incendio de las dos últimas rampas.
La hora pasó y el consilium del alto mando romano se reunió. La noche había cubierto de oscuridad una ciudad fantasma: media urbe derruida sobre la que los romanos habían edificado sus campamentos y media ciudad con una población aterrada pero repleta de guerreros sicarios y zelotes encendidos por la victoria conseguida aquella jornada. Jerusalén vivía un pulso brutal. Entre los ciudadanos prendía la esperanza de que quizá, tan sólo quizá, los romanos, tras el último revés, decidieran, al fin, levantar el asedio.
Tito Flavio Sabino miró a sus legati.
—Esta noche sí deseo sugerencias, legati. Cada uno de vosotros comandáis una legión. Demostradme esta noche que la confianza de mi padre en vosotros, que la confianza mía en vosotros tenía sentido. —Y con una voz vibrante, por la que supuraba la desesperación del hijo del emperador, añadió—: Por todos los dioses, decidme qué pensáis que debemos hacer ahora. Estoy dispuesto a escuchar cualquier cosa, cualquier cosa, cualquier plan, no importa lo descabellado o absurdo que pueda parecer; cualquier idea la escucharé con interés, menos que abandonemos el asedio. Eso, simplemente, no podemos hacerlo.
Hubo un silencio largo. Un esclavo que traía agua y vino tropezó y se le cayó un cuenco de térra sigillata que se hizo añicos. Ninguno de los presentes movió un músculo para ver qué había ocurrido. El esclavo se arrodilló para recoger los pedazos del cuenco roto.
—Tenemos que volver a atacar —dijo Cerealis.
Lépido y Frugi asintieron, sin gran emoción, pues no veían de qué modo iban a rendir a aquellos malditos judíos y menos con unas tropas completamente desmoralizadas, pero no había otra, no quedaba opción que no fuera ésa. Tito asintió. Compartía el sentimiento de sus legati, pero tampoco concebía cómo proseguir con el asedio. Miró a Trajano que, callado, miraba el plano de la ciudad sin casi parpadear.
—¿Y qué piensa Trajano? Hoy que pido consejo no dices nada y cuando no lo pedía me lo diste delante de todos. ¿El abatimiento ha dejado mudo al legatus de la XII legión?
Trajano negó despacio con la cabeza. Levantó la mirada y, sin soberbia pero con firmeza, con la fortaleza con la que uno presenta una convicción, dio su parecer.
—Creo que debemos hacer como Escipión Emiliano en Numancia, o como Julio César en Alesia. —Tito frunció el ceño e inclinó la cabeza atento a las explicaciones de su legado hispano—. En ambos casos levantaron muros alrededor de la ciudad asediada. Nosotros podríamos hacer lo mismo. —Se adelantó para trazar con su índice un largo círculo alrededor de toda la ciudad—. Un muro de varios pies de altura, como tres hombres uno sobre otro, sería suficiente, alrededor de toda Jerusalén. Piedras. Necesitaremos una enorme cantidad, pero piedras tenemos, y con los escombros de la Ciudad Nueva derruida tendremos aún más material para esa construcción. Un muro alrededor de toda la ciudad, con algunas torres de vigilancia. Levantar una muralla, alejada del alcance de sus escorpiones y arqueros es un trabajo sin riesgo y una gran obra que no puede ser pasto fácil de las llamas. Los sitiados aún aprovechan las salidas para rebuscar víveres en la ruina de la Ciudad Nueva o en los campos que rodean la ciudad. Hay estraperlo por las noches que mantiene con vida el alma agonizante de Jerusalén. Un muro que cierre por completo la entrada de víveres en la ciudad, el hambre absoluta. Sólo eso rindió a Numancia. Eso valdrá aquí.
—Numancia resistió cuatrocientos días —respondió Tito, pero no con un tono que desaprobara la propuesta de Trajano; sólo estaba debatiendo sobre el plan que se le proponía.
—Cierto, pero aquí ya llevamos casi cuatro meses, más de cien días, y la población es mucho mayor que en Numancia, y sus necesidades más imperiosas. Los defensores también están exhaustos. El muro sería la forma de hacer que la moral de nuestros hombres se recuperara al tiempo que desgasta la del enemigo.
—Un muro —repitió Tito dubitativo—. ¿De que extensión estamos hablando?
Trajano se acercó al plano y lo mismo hizo el resto de legati.
—Unas cinco millas.
—¿Y torres? —preguntó Cerealis.
—Quizá fuera mejor pequeños fuertes —propuso Frugi.
—Es una idea, sí, fuertes pequeños, aquí y aquí y aquí… —señalaba Trajano.
—Uno cada trescientos pasos, más allá no serían útiles en caso de ataque —apostilló Lépido.
Tito Flavio Sabino se levantó despacio y fue a la mesa donde había agua y vino. Bebió un trago largo. Tenía la garganta seca, áspera por el humo que había inhalado mientras se intentaba apagar el incendio de las rampas de la X y la XV. Mientras saboreaba el vino rebajado con agua contempló con una tímida sonrisa cómo sus legati debatían con intensidad sobre la mejor forma de levantar aquel muro. La idea de Trajano parecía haber encendido entre ellos su alma guerrera languideciente tras varios meses de asedio. Quizá la idea valiera para animar también a los legionarios. Era evidente que no iba a poder cumplir la promesa de rendir Jerusalén en junio, pero era mejor rendir la ciudad más tarde que no rendirla nunca. Seguirían en el empeño. Seguirían hasta el final.