Soy escritor de profesión y francés por ascendencia. Cuando tenía alrededor de seis años inicié el aprendizaje, de forma espontánea y personal, del idioma francés. Fue una lengua que asimilé con tan poco esfuerzo y de manera tan natural que mi tía, que era profesora de idiomas y aficionada a las cuestiones paranormales, insistía en afirmar que no cabía duda de que yo, en una vida anterior, había vivido en Francia. Ya entonces tuve por necedad aquella aseveración, porque no creo en la reencarnación y estimo que todo cuanto se relaciona con vidas pasadas no es otra cosa que un entretenimiento ocioso para personas aburridas y solitarias.
Al cumplir los diecinueve, pasé mi primer año de enseñanza superior en la famosa Universidad de Aix-en-Provence, en el sur de Francia, y pese a que no había estado nunca en aquella región, experimenté una poderosa sensación de familiaridad con aquella tierra. Sin esfuerzo alguno por mi parte, adopté el estilo de vida de Provenza, además de la siesta y del habla lenta y cadenciosa de sus habitantes. No tardé en hablar con el accent du Midi local, lo que vendría a ser como si un estudiante parisino hablara el inglés de Misisipí. Para los estudiantes del norte era una forma de hablar ridícula, pero a mis oídos el acento meridional, con sus ritmos cantarinos, se ajustaba mucho más con mi manera de ser que la manera de hablar tajante y expeditiva de París.
Cierto día, después de una clase de historia de Francia, mi profesor se fijó en mi apellido y me aseguró que era muy antiguo y que, en su opinión, tenía que ser originario de algún lugar de las inmediaciones, la región de los alrededores de Lyon. No volví a ocuparme del asunto entonces, aunque la observación no cayó en saco roto, sino que quedó archivada muchos años en la trastienda de mi cerebro.
Más tarde, en 1990, recibí de la revista National Geographic el encargo de hacer un estudio fotográfico de los monasterios del sur de Francia[1]. Tomé, pues, un avión con destino a París, donde visité a unos amigos que allí tenía desde mis años de licenciatura en la Sorbona, antes de dirigirme a Marsella, Montpellier, Niza y, finalmente, Lyon.
Durante mi estancia en Lyon decidí personarme en los archivos de la ciudad a fin de dilucidar si mi profesor podía haber estado en lo cierto en su afirmación acerca de mi apellido. Mi intención se centraba concretamente en descubrir quiénes habían sido mis antepasados y cuándo y por qué habían abandonado Francia para trasladarse a América. No esperaba encontrar gran cosa: alguna referencia en un archivo público, a lo mejor un certificado de nacimiento o incluso, con un poco de suerte, algún aguafuerte o fotografía.
Así que expuse mis propósitos a la archivera, madame Germaine Bézert, una mujer bajita, delgada y enérgica que debía de frisar la cincuentena, se levantó de la silla y, con sorprendente celeridad, comenzó a revolver archivos amarillentos y sacar libros de las estanterías.
—Rivelle… Rivelle… ese nombre me suena —repetía—, aunque no en relación con esa ciudad, no en relación con Lyon…
Media hora más tarde y, pese a mis protestas de que no se tomara una excesiva molestia, encontró la fuente:
—¡Roger l’Escrivel! —exclamó—. ¡Claro, Rivelle! ¡Dios mío! No pertenecerá usted al linaje de Roger de Lunel, ¿verdad? —Y estudiándome con atención añadió—: Seguro, lo lleva escrito en la cara, señor, ¡seguro! Mire usted, tendría que ir a Lunel, ¿sabe? Está en las montañas Cévennes, al norte de Montpellier.
Le expliqué que estaba ceñido a un programa muy apretado y a un presupuesto más apretado aún, pero la mujer se mostró irreductible:
—Si pertenece usted a la familia de Roger de Lunel —me dijo agitando un dedo—, tiene la obligación de saberlo. Como también la tengo yo. Le aseguro, señor, que no se lo perdonaría si se negase a averiguar la verdad.
Y cogiendo una hoja de papel con el escudo de la ciudad de Lyon, madame Bézert escribió con impresionante caligrafía que el portador de aquella carta podía ser descendiente de Roger de Lunel, por lo que solicitaba de sus colegas del consistorio municipal de Lunel que colaborasen conmigo en todo lo que pudieran para averiguarlo.
Lunel es una ciudad pequeña o, para ser más exactos, un pueblo grande, enclavado al pie de las Cévennes, una de las cordilleras montañosas más encantadoras y tranquilas de Francia. La población se ha conservado muy bien, lo que resulta sorprendente dada su proximidad a la Riviera, y en ella todavía se disfruta el estilo de vida ocioso característico de la Provenza. Gracias al año pasado en Aix, no me extrañó en absoluto el talante despreocupado que es propio de la gente de esta región mediterránea, si bien, cuando me presenté en el ayuntamiento con la carta de madame Bézert, desencadené en dicha institución una actividad para mí desconocida hasta entonces en una región del sur. El anciano funcionario a quien mostré la carta, atisbándome por encima de las gafas, me preguntó si era verdad lo que decía la misiva, a lo que respondí que precisamente era lo que yo pretendía averiguar con mi viaje a Lunel.
El empleado me pidió que tuviera la bondad de esperar un momento y entró en un despacho interior. Volvió acompañado de un hombre corpulento y de mediana edad con el rostro surcado de venas y unas manos regordetas.
—Monsieur le maire —me aclaró el funcionario con reverencia.
El alcalde me miró un momento de soslayo y seguidamente dio unos golpecitos a la carta con un dedo índice gordezuelo rematado por la uña recta y sucia propia de un campesino.
—¿Qué sabe usted de Roger l’Escrivel? —me preguntó lacónicamente.
—Nada, señor —contesté—. Quizá usted podría tener la amabilidad de informarme, ya que puedo ser pariente suyo.
El alcalde cruzó una mirada con el empleado y me pidió el pasaporte.
—¿Es preciso? —pregunté.
—Si tiene usted la bondad…
Tuve que arrodillarme para abrir la mochila de lona que había dejado delante del mostrador. Primero el empleado y seguidamente el alcalde asomaron la cabeza por encima del mismo para comprobar, supongo, que no falsificaba el pasaporte en aquel mismo sitio.
Faltó poco para que, al levantarme, no chocásemos las cabezas.
El alcalde estuvo largo rato estudiando el pasaporte.
—Su apellido es Rivelle —anunció.
—Sí y madame Bézert cree que mis antepasados pueden ser oriundos de esta zona.
El alcalde me observó de reojo con cierta desconfianza.
—Usted habla con accent du Midi.
—Sí, en efecto.
Meditaron mi respuesta, pero no dijeron nada, por lo que proseguí:
—Tengo entendido que a ese tal Roger se le conocía tanto con el nombre de «De Lunel» como de «l’Escrivel». ¿Sabría decirme por qué?
—Desde luego, señor —replicó el alcalde—, siempre que tenga la bondad de tener un poco de paciencia…
Aunque ya empezaba a perderla, volví a esperar mientras el alcalde y el funcionario entraban en el despacho interior. Volvieron acompañados de un agente de policía, que se acercó a mí y me saludó.
—Soy el commissaire Delabert —se presentó.
Era un hombre alto, con barriga prominente y una impresionante serie de galones en las charreteras de su uniforme caqui. Examinó el pasaporte y señaló mi apellido con el dedo.
—¿Es usted Rivelle?
—Sí —respondí, incapaz de disimular el desagrado que me producía el interrogatorio.
—¿Su familia vive en América?
—Lo que queda de ella.
—¿Es una familia pequeña?
—Muy pequeña, pero somos católicos.
Los tres funcionarios intercambiaron miradas.
—Señor —comenzó el comisario con tono ceremonioso—, usted podría ser descendiente de Roger de Lunel como… —consultó la carta de Lyon— apunta la carta de madame Bézert. Pero averiguar este particular requerirá cierto tiempo, quizá varios días.
Les expliqué que sólo podía quedarme un día en Lunel y que lo único que me interesaba era saber si Roger podía ser o no antepasado mío.
Monsieur —dijo el alcalde—, hubo un tiempo en que Roger l’Escrivel poseyó gran parte de las tierras donde actualmente se levanta esta ciudad. Pero desde hace muchas generaciones no queda ningún miembro de esta familia. Si usted es descendiente de Roger, entonces habrá… complicaciones…
—¿Complicaciones?
—Complicaciones importantes —contestó vagamente el alcalde—. ¿Le importaría esperar aquí mientras hacemos ciertas consultas? Le advierto que a lo mejor tiene que esperar una hora.
Solté un suspiro de resignación y cogí la mochila.
—Como no he visto la ciudad, iré a dar una vuelta, tal vez a comer un poco y volveré luego —dije—. ¿Les parece bien?
Los dos estuvieron de acuerdo en que la solución era perfecta y me desearon una jornada agradable.
Normalmente me encanta explorar lugares que desconozco, pero me resultaba dificilísimo concentrarme en el centro de Lunel. Había ido hasta allí buscando los pasos de un antepasado y de pronto me encontraba con un misterio entre manos. Mientras me encaminaba hacia la iglesia hice votos para no tener ningún parentesco con Roger.
Hacía poquísimo tiempo que había fotografiado el monasterio del siglo XII de Le Thornay, con su minúscula capilla en forma de campana considerada una de las maravillas acústicas de Europa, y me llevé la sorpresa de comprobar que la iglesia de Lunel era de la misma época. Las puertas exteriores estaban cerradas, lo que me pareció extraño porque hacía mucho calor pero, al empujarlas, me quedé más extrañado aún viendo que estaban cerradas con llave. Aquélla era la primera vez que encontraba, en Francia, una iglesia cerrada con llave.
Busqué un restaurante. Después de comer regresé al ayuntamiento. Como no encontré a nadie en el mostrador de recepción, volví a la puerta, la abrí y la cerré dando un portazo. Del despacho interior salieron el escribiente, el alcalde, el comisario y un cura.
—El pere Charles —dijo el alcalde.
Le estreché la mano.
—¿Puede enseñarme el pasaporte? —pidió.
Era un hombre sexagenario, alto y delgado y, de no haber sido porque me lo había pedido con muy buenas maneras, me habría fastidiado sobremanera tener que volver a desenterrar el pasaporte del sitio donde lo llevaba. El padre Charles se caló las gafas y lo examinó.
—¿Su apellido se ha escrito siempre de esta manera? —me preguntó con una amable sonrisa.
—No —contesté—, creo que mi bisabuelo alteró la ortografía. Al parecer, para que los americanos pudieran pronunciarlo mejor le añadió la sílaba final «le».
El cura asintió con la cabeza y me devolvió el pasaporte.
—Monsieur, nos encantará complacerle. ¿Qué quiere usted saber?
Le repetí que lo único que me interesaba era saber si yo era descendiente de Roger de Lunel o l’Escrivel o comoquiera que lo llamaran.
El padre Charles se quitó las gafas.
—En efecto, monsieur, lo llamaban l’Escrivel, y es posible que aquí esté el origen de su apellido. ¿Puedo preguntarle cuál es su profesión?
—Soy escritor.
Las otras tres personas ahogaron una exclamación y el cura volvió a asentir con un gesto.
—Es extraordinario —comentó—, hasta podría calificarse de milagro.
—Padre —repuse con toda la calma que me fue posible aparentar—, ¿le importaría decirme qué significa todo esto?
El cura extendió el brazo.
—¿Quiere hacerme el honor de venir conmigo a mi despacho, que está en la iglesia?
—La iglesia está cerrada con llave —observé secamente.
—Pero la llave la tengo yo —dijo el padre Charles con una sonrisa—, yo tengo la llave de todo.
No voy a entrar en detalles con respecto a las tres horas que pasé en el despacho del padre Charles, ya que el texto que sigue a continuación los expone con mayor elocuencia que la que yo podría emplear. Pero séame permitido que en aquella minúscula iglesia de Lunel me enteré de más cosas acerca del pasado de mi familia y quizá de mí mismo de lo que habría imaginado al hablar con madame Bézert en Lyon.
Resultó que detrás del altar de la iglesia de Lunel, no en Lyon, hacía casi novecientos años que se guardaba un archivo cerrado con llave, el cual da constancia de la búsqueda de la fe por parte de un hombre —centro esencial de la fe— y de su pasión de que el fruto de su búsqueda quedara preservado para la posteridad.
Por supuesto que yo ignoraba que pudiera ser el receptor de toda aquella sabiduría, pero al saberlo tuve una conciencia de mi identidad que de otro modo no habría tenido. Me sentí a la vez humilde y orgulloso, me confirió un sentido de la historia y del presente y me ayudó a entender quién soy al mostrarme de dónde vengo y de quién vengo. Creo firmemente que, al tiempo que proyectaba luz sobre mi pasado, me ayudó a ver mi futuro.
Voy a haceros partícipes, pues, de esa luz en la esperanza de que también a vosotros os sirva de guía y os ayude a entenderos.