El verano pasado, después de terminar esta obra, volví a Provenza. Con la ayuda del padre Charles localicé el sitio donde se había levantado la casa de Roger, justo en las montañas del norte de Lunel. Con cierta orientación y un poco de imaginación, uno puede hacerse una idea del esquema del lugar. Debió de ser una casa grande y cómoda, construida sobre una generosa estructura en forma de U en un terreno ascendente sobre un arroyo.
Sin embargo, mi intención era encontrar su tumba y honrar la memoria del hombre al que había acabado por conocer tan a fondo. Pero no fue posible. De haber recuperado su primitivo rango de duque de Lunel, habría sido enterrado en la iglesia donde actualmente descansan Juana y su tercer marido, el duque de Arles. Debemos asumir, sin embargo, que Roger murió en la oscuridad y tuvo un entierro común.
Teniendo presente este particular, visité el antiguo cementerio de Lunel, situado en un hoyo que forman las montañas que coronan la ciudad. En ese lugar, dentro de las altas murallas de pedernal, encontré unos poyos que databan del siglo XVII y algunos que se remontaban al XIV. Ninguno de ellos, sin embargo, correspondía a los tiempos de Roger.
Llevaba un ramillete de flores —amapolas de Islandia, rosas de Sharon y jacintos, que Roger llamaba lágrimas de Alá— atado con un lazo de cinta blanca y azul decorada con tres estrellas de oro. Cuando ya abandonaba el cementerio, tropecé con una tumba sin distinción alguna, debajo de las ramas de una acacia llorona que caían por encima de la muralla trasera. Me detuve y la estuve contemplando largo rato. Él había escrito sobre aquel sitio cuando acampó en Arqa y había dicho que era como si lo protegiesen alas de ángeles.
Me arrodillé y deposité las flores en aquella tumba, musité una oración casi en silencio y me fui. Era un gesto, nada más. Roger puede estar o no en ese sitio, el único que lo sabe es Dios.