2 de enero

Año 1099 de la Encarnación de Nuestro Salvador

Empieza, pues, el tercer año de nuestra peregrinación y, coincidiendo con este hecho, nos llega una espantosa noticia de Ma-arat. La población, sabiendo que nuestro ejército iba a ocupar la plaza, destruyó todos los depósitos de cereales y envenenó los pozos con la esperanza de que esto ahuyentaría a nuestros soldados. En lugar de ello, presa de la desesperación, los soldados devoraron a los muertos que sembraban las calles. Cuesta creerlo ya que, pese a las circunstancias extremas en que nos encontramos, jamás se había producido semejante acto de barbarie. La noticia se ha difundido por todo el sector.

En lo que a nosotros se refiere, las condiciones mejoran. Bohemundo ha regresado y, aunque a regañadientes, ha hecho honor a mi señor Raimundo y ha levantado el sitio. Comienzan a llegar suministros y son muchos los que se han salvado; para los que no han sobrevivido, hemos dicho una misa. A mi modo de ver, sin embargo, no basta con esto. No habrían debido morir a manos de sus propios camaradas.

He estado reflexionando a fondo sobre el caso de Eustaquio. Cuando se ahogó o, mejor dicho, cuando creíamos que se había ahogado, mi vida experimentó un cambio. Sabía que jamás volvería a encontrarme en paz conmigo hasta que su muerte quedara expiada. Pero después, el hecho de saber que seguía vivo, que mi matrimonio no era válido, que yo había recorrido inútilmente tan largo viaje…

Me acuerdo de las palabras que gritó aquella noche en que se celebraba la fiesta: «¡Me lo has quitado!».

Sí, aquel hombre me amaba con un amor profano, de la misma manera que yo había amado a Juana con un amor también profano. Todo lo que procedía de aquella lascivia era pecaminoso. Ahora me daba cuenta. Por esta razón ella me había declarado muerto, ya que el fruto del pecado es la muerte. Con todo, yo no me casé con ella, ella no fue nunca mi mujer, puesto que su marido todavía estaba vivo.

Hoy he comprendido una cosa, consecuencia de lo que me dijo el obispo Adhémar cuando creyó que se moría. Dijo que todas las misas que había celebrado, todas las comuniones que había hecho, eran un pecado mortal más, ya que la base de su sacerdocio era un fraude. También la base de mi matrimonio era un fraude. Así pues, debo ir a ver a fray Alfonso y confesarle que mi casamiento fue un pecado y de ese modo lavarme esa culpa. De este modo me sentiré libre de unirme a la persona que Dios y esta peregrinación han puesto en mi camino.

5 de enero

Ahora que merodeo por la ciudad me doy cuenta de que los hombres están sediciosos. Antioquía y la política seguida por los capitanes de la expedición supusieron una dura prueba para ellos y por esto tienen ganas de seguir adelante.

—Yo no he venido aquí a morir en Antioquía —oí decir a un hombre, un soldado borgoñón—, sino a matar por Jerusalén.

Hoy no he ido a misa y seguidamente explicaré por qué.

Como era mi intención, he hablado con fray Alfonso y se lo he confesado todo. Estábamos en el jardín de una mezquita, donde las flores de invierno, que los turcos llaman lágrimas de Alá, estaban en todo su esplendor. Me escuchó y después se alejó de mí para dar un pequeño paseo y seguramente para reflexionar. Llevaba una túnica nueva, almidonada y planchada, y me pareció que tenía un aire de sacerdote más acusado que nunca.

—¿Has dormido con esta mujer? —me preguntó.

—Sí.

—¿Y por qué no me lo has dicho en confesión?

—Porque no lo considero pecado.

—O sea que consideras que tu matrimonio es un pecado y, en cambio, tu relación con esta mujer no lo es —dijo él.

Se me acercó de nuevo. Llevaba la barba corta y recortada y las mejillas cuidadosamente rasuradas. Es evidente que él no ha sufrido como nosotros.

—Roger —me dijo—, cuando tú creías que aquélla era tu mujer, lo era. Ahora crees que no has estado casado nunca y ya no es tu mujer. —Movió negativamente la cabeza—. El matrimonio no es un estado mental, sino una condición del alma.

—Por esto mismo sé que aquel matrimonio no era válido. Era un matrimonio de la carne, no del alma.

—¿En cuanto a esta turca? ¿Es un matrimonio del alma?

—Sí —respondí—. Juntos nos hemos enfrentado a la vida y a la muerte. Hemos luchado con el hambre y la enfermedad, hemos compartido los secretos de nuestras almas.

—¿Entonces le has hablado de Eustaquio?

—No —hube de admitir—, pero lo haré.

—Eso quiere decir que no has compartido con ella el secreto de tu alma, pero en cambio has dormido con ella —comentó en tono mordaz.

Le dije que yo había ido a confesarme con él, no a discutir.

—Entonces confiesa tu adulterio y así podré darte la absolución —me replicó.

—Lo que ha ocurrido entre nosotros no tiene nada que ver con el adulterio —insistí.

Alfonso me observaba con aire contrito.

—Cuenta lo que quieras a tus curas provenzales, pero yo soy tu amigo. Si has venido a confesarte conmigo es porque quieres saber la verdad y la verdad es que tu mujer está en Provenza.

—Pero si me ha declarado muerto…

Movió, exasperado, las manos.

—No estás muerto, de la misma manera que tampoco lo estaba Eustaquio. Se trata de un asunto complejo, pero mientras la Iglesia no se pronuncie, ella es tu esposa.

Negó con la cabeza.

—Mi esposa está aquí, en Antioquía. Si el matrimonio tiene algún sentido, ella y yo estamos casados.

—No, Roger, no te saldrás con la tuya —replicó el sacerdote—. No basta con querer que una cosa sea de una determinada manera, no basta con creer algo. Además, está la ley. La muerte de Eustaquio no te ha liberado de nada, no ha deshecho nada. Según la ley de la Iglesia, tú ya tienes una esposa.

Me di cuenta de que aquel hombre estaba acabando con mi paciencia. Lo que decía era la pura verdad y bastante lo lamentaba.

—¿No has visto lo que hemos hecho en esta expedición? —lo increpé—. ¿No has visto los cadáveres mutilados, quemados, las ciudades convertidas en ruinas, las mujeres forzadas y los niños asesinados?

—Sabes muy bien que he visto todas estas cosas —me respondió con voz tranquila.

—¿Y ésta es la ley de la Iglesia? —le pregunté—. La Iglesia hace las leyes que le convienen y las rompe cuando le conviene, de otro modo esta expedición sería imposible. ¿Entonces la ley de la Iglesia tiene que regir nuestra vida privada? Nuestras almas sólo nos pertenecen a nosotros, Alfonso, y mi alma me dice que el amor que siento por esta mujer es auténtico y que si Dios me ha traído hasta este sitio sólo ha sido para que la encontrase y me uniese a ella.

Me escuchó en silencio y después dijo:

—Estoy de acuerdo con todo lo que dices, Roger, salvo en eso de que nuestras almas sólo nos pertenecen a nosotros. Nuestras almas son de Dios, nuestras almas son Dios, el Dios que todos llevamos dentro. Tienes que estar completamente seguro de que tu voluntad está en armonía con la Suya antes de separarte de Su Iglesia. No, Roger, por muy imperfecta que pueda parecer en la Tierra la ley de Dios, es perfecta en el cielo. Y aunque yo sea amigo tuyo, no puedo decirte que este amor tuyo me parezca perfecto.

—Es todo lo perfecto que puedo encontrarlo en la Tierra —repliqué.

Lanzó un suspiro.

—Entonces debes aspirar a mayor altura. —Me cogió por el brazo—. Y ahora, amigo mío, confiesa que has cometido adulterio y te absolveré.

Le dije que no pensaba hacerlo y me fui. A la mañana siguiente, en la misa, me negó la comunión. Hoy no he ido a misa.

9 de enero

No pasa día que no esté con ella. Ojalá que pudiera hablar su lengua porque, cuando ella me lee algo, me suena de manera hermosísima, pero me gustaría poder seguir las palabras con ella. Así es la lengua propia: el vestido que lleva nuestra alma, las joyas y adornos de nuestro yo auténtico. Saber otra lengua es como ver a través de un cristal. Por esto me esfuerzo en aprender la suya.

Es muy extraño. En su lengua no existe el verbo «ser», no hay artículos y se escribe de derecha a izquierda, a diferencia de la nuestra. Me impresiona por ser más fluida y orgánica que la nuestra, más rígida y mecánica. He comenzado a leer su libro, el Corán. Lucho con él verso por verso, aunque no es una lucha con las palabras, sino para abrir la puerta de su alma.

A veces nos acostamos juntos y a veces no. No existe urgencia en nuestra relación. La sexualidad entre nosotros no es una simple sexualidad, sino la búsqueda del misterio, la vida oscura y fugaz que se esconde detrás de nuestra vida. Si sólo fuera sexualidad, sería un pecado, pero no es sólo sexualidad, es como un desprendimiento, un deseo de liberarse de uno mismo, una lucha para ser algo más que uno mismo. Es como el amor de Dios por el hombre, el amor de Cristo por Su Iglesia. A buen seguro que éste es el objetivo de nuestra peregrinación: darse uno mismo por amor, perderse en el amor. Ser otro, convertirse en lo que amamos, sacrificarse de la misma manera que el Salvador se sacrificó a Sí mismo por aquellos en nombre de los cuales se encarnó.

11 de enero

Estoy excomulgado en todo y por todo. Podría acudir a otro sacerdote, confesarle mis pecados, recibir la absolución y tomar el sacramento, pero sé que sería un acto de hipocresía. ¿Qué es la bendición de un sacerdote comparada con lo que ya existe entre nosotros? Podría confesarme con el padre Alain, el capellán de Guillaume Ermingar, que es sordo. Es el cura al que van a ver todos aquellos nobles que han pecado en exceso. Pero también esto sería un acto de hipocresía, dejemos que los curas hagan lo que puedan.

Con todo, es algo que pesa enormemente sobre mí. Los hombres han empezado a darse cuenta y estoy seguro de que incluso es objeto de sus conversaciones. ¿Cómo van a seguir a un capitán que ha sido expulsado de la Santa Iglesia? No lo sé. ¿Tendrá esto algún efecto en mi posición dentro de la peregrinación? ¿Estoy dispuesto a abandonarla por ella?

Sé que la respuesta a estas preguntas es afirmativa. La finalidad de esta peregrinación es acercarme a Dios, y esto es algo que ella ha conseguido. ¿Cómo va a contribuir más a mi salvación el asesinato de más turcos? ¿Qué diferencia puede tener en esto una batalla más? Puedo recurrir al obispo para que anule mi matrimonio. Puesto que el marido de mi esposa no estaba muerto, los votos que hicimos no quedaron santificados. Pero aunque hubiera estado en el fondo del río, en nuestro matrimonio no había santidad. El asunto está claro: la mujer ya tenía marido cuando me casé con ella, no tuvimos hijos, no estuvimos nunca casados.

A Antioquía llegan mujeres y niños a centenares, procedentes de Ma-arat. Las cosas que se cuentan acerca de las matanzas que ha habido son exageradas. Serán vendidos como esclavos. Los árabes de Oriente se apoderan ávidamente de ellos, se los llevan encadenados. Sabe Dios qué será de ellos.

13 de enero

Anoche abrí el corazón a Yasmín. Se lo conté todo, desde el principio al fin. Me escuchó en silencio casi todo el rato, sólo me hizo de cuando en cuando alguna que otra pregunta. Me demostró un gran respeto. Así que hube terminado, me preguntó:

—¿Tú qué quieres de mí, Faranj?

La pregunta me cogió por sorpresa.

—Nada —repliqué.

—Está bien —dijo bajando los ojos.

Me quedé a la espera, pero ella no dijo nada. Al final le pregunté si quería decirme algo y ella me miró al hacerme la siguiente pregunta:

—¿Es importante para ti comulgar?

Dudé un momento.

—Sí —dije.

—Entonces tienes que confesarte.

Se sentó en el suelo con las piernas dobladas debajo del cuerpo. Me arrodillé a su lado y le cogí las manos.

—Entre nosotros no hay pecado alguno —le dije—. Lo creo con todo mi corazón.

—¿Y el sacramento? —preguntó ella.

La miré fijamente.

—Lo que hay entre nosotros es un sacramento mucho más grande que los de la Iglesia.

—Así pues —objetó—, dudas de tu Iglesia. Nuestras relaciones desencadenan dudas en ti.

Sus palabras me dejaron en silencio. El enigma que un día me planteara el judío de Brindisi se me hizo patente en toda su fuerza: el pecado de la duda está enraizado en la carne.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

Me observó con mirada tranquila.

—No es en el amado en quien crees, sino en todo lo que hay en el amado. No finjas que no lo entiendes, Faranj. No es a mí a quien amas, sino lo que buscas en mí.

—No —afirmé—, te amo a ti, únicamente a ti. Lo demás no me importa.

Apartó su mano de la mía y la levantó hasta mi mejilla. Me acarició con inmensa ternura, aunque yo percibí una solicitud en su gesto que me inquietó.

—Yo soy como un cristal —dijo Yasmín—, tal vez un cristal más transparente que otros, pero un cristal al fin y al cabo, a través del cual ves lo que te atrae.

—Lo que me atrae eres tú —insistí.

Ella volvió a sonreír.

—No quiero tener la arrogancia de figurarme que toda esta violencia, todo este sufrimiento, todos estos trastornos soy yo quien los provoca. Ni tú tampoco eres tan ingenuo para creerlo. Aquí hay un proyecto más grande, Faranj, y tú estás preso en él. Si tú te quedaras conmigo, yo me convertiría para ti en un anzuelo del que te llevaría colgado de la espalda, y tú te debatirías y te resistirías y al final acabarías odiándome.

—¡Eso nunca! —exclamé—. ¡Jamás! Aquí no hay más proyecto que permanecer a tu lado. Si tengo que abandonar la Iglesia la abandonaré, si tengo que abandonar la expedición, lo haré, pero a ti no pienso abandonarte.

—No se trata de la Iglesia ni de la expedición —replicó ella—, sino de ti mismo. Y esto es algo que tú no puedes abandonar. Te lo repito: se trata de la verdad, Faranj, sin la cual no hay amor posible.

—¿De qué verdad se trata entonces? —pregunté.

—Esto sólo puedes descubrirlo tú —respondió ella—. Esa verdad no está aquí sino que te espera en otro sitio.

—¿Dónde?

Volvió a bajar los ojos.

—Tal vez… tal vez en Jerusalén. Tal vez en tu santo sepulcro.

Me puse en pie. Estaba furioso a pesar de mí mismo. No quería seguir escuchándola porque temía que pudiera ser verdad. Tenía en mi mano lo que deseaba y me parecía que se me escapaba, que quería desasirse de mí.

—¿Y tu poema? —le pregunté—. ¿El que habla de un hombre que iba tras un sueño y encontró a una mujer?

—Ya te dije que el hombre era mi padre.

—Pero ¿no seré yo también? ¿No soy extranjero? ¿No vengo de un lugar lejano? ¿No he librado batallas? ¿No te he encontrado a ti?

—Así es —respondió Yasmín.

—¿Entonces?

Levantó la cabeza y me miró seriamente.

—Pues que, según la lógica del poema, te marcharás.

—¡No me marcharé! —exclamé.

—Será lo que Dios quiera —replicó ella.

Le pregunté por qué lo decía. Se levantó, se dirigió al estante donde guardaba el papel y cogió una hoja colocada encima de las demás, una misiva con un sello de lacre. Inmediatamente reconocí el sello de mi señor Raimundo.

—La ha traído tu paisano Ermingar de parte de tu amo Sanjili —explicó Yasmín.

La abrí y la leí. Me pedía que me reuniera inmediatamente con mi señor Raimundo en Kafar-tab, desde donde el ejército avanzaría hacia Jerusalén. Pregunté a Yasmín si Guillaume le había explicado lo que decía.

Asintió.

—He preparado tus cosas.

—¿Ya lo sabías antes de hablar conmigo?

—Por supuesto —replicó ella.

—¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora, entonces?

—Tú me has dicho que te escuchase. ¿No estás contento de haber hablado conmigo?

—Sí —le dije—, porque así entenderás por qué no pienso marcharme.

—Entiendo que no pienses marcharte, pero entiendo también que debes marcharte. Faranj, tu señor te llama, eres un hombre obligado por un deber. Esto ya estaba decidido de antemano, como lo estaba también que nos encontrásemos un día. —No creo en la fatalidad.

—Creíste en ella cuando convenía a tus propósitos, no puedes dejar de creer en ella. —Calló un momento y puso los dedos sobre un remiendo de la túnica que ella me había hecho—. Tú tienes dos mundos, Faranj: crees y no crees. Te mueves entre ellos a tu antojo, porque no sabes dónde está la verdad. La verdad está en ti.

Sentí una gran amargura. Habría querido herirla o, por lo menos, demostrarle que estaba equivocada.

—Me has dicho que no existía ninguno de los dos mundos. ¿No existe la creencia y la incredulidad?

—Tú estás hablando de fieles e infieles, de cristianos y de turcos —replicó Yasmín—. No existe nada de esto… salvo en tu mente. Por esto buscas razones en tu cabeza para matar, aunque en el fondo de tu alma sabes que todo es mentira. Encuentra la verdad, Faranj, y allí estará tu alma.

Retrocedí y me quedé mirándola largo rato.

—Está bien —dije—, iré y mataré a más gente de tu pueblo. Pero esto no estará en mi mente, sino en mis manos. Y al final, ¿qué encontraré?

A Yasmín se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Si lo supiera, te lo ahorraría —me dijo.

Me volví. Ya en la puerta, me paré un momento.

—Nunca me has dicho que me amas —le eché en cara.

—No —replicó ella.

—¿Me amas realmente?

Bajó los ojos y se quedó así unos momentos, después me miró.

—Las palabras, Faranj, son mentira —dijo.

30 de enero

La llanura de Buqaia

Permítaseme informar de lo que ocurrió, ya que he dispuesto de poco tiempo y todavía de menos inclinación a escribir. Quiso Dios que saliésemos el día quince de Antioquía y que hiciésemos una marcha forzada a Kafar-tab. Mi señor Raimundo se quedó sorprendido ante el escaso número de nuestros soldados. Yo había dejado prácticamente la mitad en la ciudad, que actualmente se encuentra en manos de Bohemundo. Igualmente, las fuerzas de mi señor Raimundo se encontraban muy menguadas, tanto por el sitio de Ma-arat como por la oleada de hambre que lo siguió.

Se nos unieron los ejércitos de Tancredo, Roberto de Normandía, los españoles, los germanos, los anglos y otros pueblos del norte. Godofredo y Roberto de Flandes se quedaron en Antioquía, en tanto que Balduino está en Edesa. La totalidad de nuestros soldados no supera actualmente la cifra de siete mil y de ellos hay novecientos que son caballeros y nobles. Aunque no es un gran ejército, por lo menos está unificado. Así pues, esa gran pelea surgida a propósito de la peregrinación, ha quedado zanjada: Antioquía para Bohemundo y el liderazgo para Raimundo.

¿Cómo surgió la idea de esta marcha? Pues se impuso por la fuerza. Los soldados que estaban en Ma-arat, cansados de los altercados entre Raimundo y Bohemundo, amenazaron con hacer una marcha a Jerusalén sin los nobles. En respuesta a esto, mi señor Raimundo convocó a todos los nobles a Rugia y les hizo una propuesta. Adjudicaría a cada uno una parte de su tesoro a cambio de que jurasen que lo considerarían su capitán. La respuesta fue negativa y la expedición volvió a sumirse en la confusión.

Los soldados, entonces, tomaron los asuntos en sus manos. Sabiendo que Raimundo estaba a punto de volver a Ma-arat, que se había convertido en su base de operaciones, destruyeron la ciudad. Lo incendiaron todo, dispersaron a la población y hasta las murallas destruyeron, piedra por piedra. Era una señal inequívoca. El día trece, descalzo y compungido, mi señor Raimundo sacó al ejército de las ruinas.

Desde entonces la marcha ha sido ininterrumpida, ya sea por causa de los turcos o por causa del hambre. Los emires de los alrededores, tras haberse enterado de la destrucción de Ma-arat, nos enviaron emisarios para que trataran con nosotros, ofreciéndonos paso libre, guías, acceso a sus mercados e incluso caballos. Esto último ha supuesto un gran bien para el ejército ya que, por vez primera desde Nicea, todos nuestros jinetes y todos los nobles disponen de montura.

Yo he encontrado un animal excelente, una yegua árabe de reluciente pelaje alazán y con la crin y la cola negras. Es vivaracha y rápida y se ha amoldado fácilmente al régimen de un corcel. No es tan fuerte como Fatana; pero compensa esta merma con su inteligencia y su brío. Me satisface plenamente y le he puesto por nombre Helim.

La pasada semana llegamos a la fortaleza de Masyaf, donde tienen su morada los Hash-hashin. Mi señor Raimundo ya nos había prevenido acerca de estos asesinos y estábamos sobre aviso. Sin embargo, así que avistamos la montaña, coronada por melladas almenas, el señor en persona se presentó a parlamentar con nosotros. Era un viejo envuelto en blancos ropajes, llevaba la cabeza afeitada y su piel morena estaba arrugada y cubierta de manchas. A mí me dio la impresión de que estaba bebido, porque balanceaba el cuerpo y entrecerraba los ojos como amodorrado. Según me han dicho, se trata del efecto de una droga que toman para ser más valientes. A mí me pareció que no se trataba de valentía, sino de estupor. Por lo que sé de él y de su banda yo era partidario de matarlo allí mismo y de acabar con su secta. Pese a ello, aceptamos el ofrecimiento que nos hizo de dejarnos pasar y de hacernos de guía a través de las montañas. El guía fumaba continuamente una pipa corta y estaba tan intoxicado que se pasó dos días haciéndonos dar vueltas en círculo hasta que al fin optamos por pegarle una patada y enviarlo al cuerno.

Hace tres días que hemos llegado a la ciudadela de al-Akrad[98]. Aunque carecemos de los hombres y equipo necesario para forzar un sitio, mi señor Raimundo consideró que no teníamos más opción que ocupar la plaza, puesto que supone una amenaza a nuestro avance. Los normandos, anglos, escotos y galeses se encargaron de capitanear el asalto pero, tan pronto como llegaron a las murallas, las puertas se abrieron de par en par y por ellas salieron centenares de ovejas y cabras. Fue una estratagema muy inteligente y que dio buen resultado. Los animales sembraron la confusión en las primeras filas y los hombres no tardaron en dispararse persiguiéndolos por las laderas de las montañas.

Mi señor Raimundo estaba furioso y declaró que los provenzales ocuparían la vanguardia el siguiente día. Al rayar el día formamos filas para emprender la carga. El castillo estaba extrañamente silencioso, no había un solo hombre en las murallas ni llegaba sonido alguno de dentro. Trepamos por las laderas rocosas hacia la puerta principal, esperando que nos acogería una lluvia de flechas y de piedras en el momento más impensado.

Pero no fue así. Cuando llegamos a las puertas, las encontramos desatrancadas. La ciudad estaba vacía, ya que los turcos habían huido sigilosamente durante la noche. Así pues, aquel importante asalto a al-Akrad estaba terminado: los hombres del norte tenían leche y ovejas y nosotros habíamos conseguido la plaza fuerte.

Debo decir que, al abandonar a caballo Antioquía, mejor dicho, al salir andando de Antioquía, vi a Yasmín. Estaba en la puerta de su casa y me vio pasar. Llevaba la cara cubierta con el velo, pero sus ojos me siguieron y hasta me parece que agitó la mano en señal de despedida, aunque no me volví a mirarla. Seguí mi camino, no puedo hacer otra cosa. El dolor es algo que se lleva encima, aunque la verdad es que la distancia acaba con todo. Pese a todo, pienso en ella constantemente y procuro apartarla de mis pensamientos. El paisaje de estos alrededores es muy hermoso, abundan las montañas calcáreas cubiertas de olivos y salvia. Tengo la impresión de que a Yasmín le gustaría.

19 de febrero

Arqa

Hace cinco días que hemos llegado aquí después de pasar tres semanas en al-Akrad. Los hombres se mostraban reacios a marcharse porque en el castillo había almacenes bien provistos y, una vez instalados en él, vinieron muchos mercaderes del campo para ofrecernos todo tipo de esparcimientos, entre ellos mujeres. Sin embargo, aquí en Arqa los hombres vuelven a estar contentos. La fortaleza ocupa una eminencia que domina un fértil valle, abunda la comida, la temperatura es más cálida y han caído en el olvido todas las necesidades que se sentían en los antros de Antioquía y Ma-arat. Los hombres están gordos y ociosos y el sitio se desenvuelve estupendamente bien.

Tancredo se ha convertido en una molestia. Se opuso violentamente al sitio de esta plaza y, de hecho, no era estrictamente necesario que la tomásemos. Podríamos habernos ahorrado la maniobra, pero la intención de mi señor Raimundo es más política que táctica. Nos encontramos en el condado de Trípoli y es esencial que contemos con la cooperación del emir, que es muy poderoso y domina el puerto más importante entre Antioquía y Jerusalén. Arqa supone una extorsión, ya que lo obliga a pagarnos un tributo.

Entretanto se ha despachado una parte del ejército hacia el norte para que se apodere del puerto de Tortosa. Una vez ocupado, junto con al-Akrad y Arqa, tendremos a Trípoli rodeado por los tres costados. Todo esto lo hemos realizado con la cooperación de menos de diez mil hombres. Bohemundo, Roberto de Flandes y Godofredo de Bouillon siguen en Antioquía.

He releído este libro y he quedado estupefacto. ¡Qué joven era cuando empecé a escribirlo! No me refiero a que fuese joven de edad sino a que era joven en experiencia. Estaba obsesionado con mi matrimonio y mis pecados. Ahora todo aquello me parece lejano y tedioso, es fuego antiguo. Me sentía convulso como un poseso, tan pronto quería ir hacia un lado como hacia otro; me atormentaba, me consumía, hacía penitencia, rogaba para que aparecieran signos. Ahora, en cambio, me siento purificado, noto las heridas de mi interior pero no me duelen. La carne puede palpitar con más intensidad antes de quedarse aterida, en el caso de la mente todavía más y, en el caso del alma, más aún. Pero de momento todo está embotado, la rudeza de la que colgamos nuestras pasiones va desgastándose, las posturas que adoptamos llenos de orgullo no son más que poses. El corazón no es más que un aparato que bombea.

Jamás me había sentido más apto para afrontar una batalla. Lo efectivo no es el soldado en su pasión, sino en su vaciedad. Una mano fría mata mejor que una cabeza exaltada. Me doy cuenta de que matar turcos era algo que me causaba angustia; ahora se ha convertido en remordimiento, nada más. Yo antes solía interrogarme acerca de la ciega mortalidad de las máquinas de guerra: no sienten odio ni remordimiento. Yo me he convertido en una de ellas.

1 de marzo

Miércoles de ceniza

Tortosa ha caído en manos de nuestros hombres sin ninguno de los efectos que se habían pronosticado: Bohemundo, Roberto de Flandes y Godofredo han emprendido el camino del sur para reunirse con nosotros. Mi señor Raimundo se siente a la vez agradecido e involucrado. Ahora nuestro grito de guerra es: «¡Qué Dios nos conceda la victoria antes de que llegue Bohemundo!».

Arqa persiste en su actitud pertinaz, sus defensores son extremadamente valientes. Hemos provocado gran número de incendios en la ciudad, hemos colgado a los prisioneros a la vista de todo el mundo, les hemos cortado la cabeza y la hemos hincado en la picota, hemos profanado el cementerio musulmán convirtiéndolo en sumidero, hemos cubierto de sal campos que estaban en barbecho y hemos echado por encima de las murallas los cadáveres de los que habían sucumbido a la peste. Pero ellos siguen oponiendo resistencia. Tal vez temen lo que podemos llegar a hacer si llegamos a ocupar la plaza.

Mi pabellón está asentado en un bosquecillo de acacias lloronas, el árbol más maravilloso que he visto en mi vida. Se descuelga en el suelo con sus largas ramas de una tonalidad entre gris y plateada y que, vistas a la luz de la luna y bajo la brisa que sopla del mar, parecen derramarse como si fuera agua. Aquí, entre sus gráciles zarcillos, me siento seguro como si los ángeles me guardasen y protegiesen con sus alas. Esta noche me siento melancólico, lo que me ha impulsado a escribir un poema. Voy a dejarlo consignado aquí, porque me acerca a aquella cuya esencia lamento pese a mis inflexibles intenciones.

Como fragancia nocturna, como nota

de laúd oída apenas en bosque anochecido,

como vela entrevista entre tules,

como canto de pájaro acallado por

almohadilla de zarpa.

Más, mucho más que esto, más

que dormitar ya anochecido,

fulgor de pensamiento despertado,

de inspección preñado y

del corazón instruido para cantar

y del alma para entenderlo todo,

añoro tus manos.

Recuerdo en escoria transformado por la ausencia,

más denso que la niebla,

labios que no hablan porque el beso ansían.

Brazos que no se doblan,

espaldas que no se inclinan,

mente entre telarañas embarullada,

carne ausente de caricias,

dedos que enfrió el recuerdo

de lo que un día retuvieron.

Si de tu cabello pudiera una vez más

aspirar la fragancia y a tu paso

acordar el mío, si pudiera de ti probar de nuevo

tu oscuridad y tu luz y aun otra vez

hablar con el silencio de tus ojos,

y con la seda de tu calma enlazar

su suavidad de mi piel en su contacto,

igual que en la rama cae la lluvia,

ya no tendría que perderme de pensamientos,

ni dormir tampoco ni despertar al día,

ni tu nombre decir,

sólo mirarte y a pesar de eso

añorarte aún y verte lejos.

3 de marzo

Los mensajeros nos han comunicado que Godofredo y Roberto se encuentran en el puerto de Ybala, que han ocupado después de breve sitio. Al enterarse de la noticia, el gobernador del puerto de Maraclea se rindió a ellos junto con su ciudad. Así pues, ahora controlamos la costa desde Laodicea a Trípoli.

No me ha sorprendido enterarme de que Bohemundo ha regresado a Antioquía. Su obsesión por esa ciudad no merma ni un ápice. Le llegó el rumor de que Alejo se dirige hacia el sur y que se apresura a volver al lugar para proteger su presa. No espero volver a verlo en esta expedición.

No he dicho que tengo un nuevo escudero y que su nombre es Mercurio, si bien todo el mundo le llama Maudire[99] debido al lenguaje abominable que emplea. Es corso y procede del barrio de Marsella llamado Panier, que según me han dicho es sucio y está reservado a los ladrones y contrabandistas. Si lo he tomado a mi servicio es porque me divierte y puedo mantenerlo a raya.

En dos ocasiones he tenido que azotarlo severamente, una vez con una cadena porque me había robado. El resultado es que ahora está perfectamente domesticado y es digno de toda confianza, ya que su mentalidad intrigante ha comprendido el mensaje.

A pesar de que es analfabeto total, no carece de inteligencia, y el hecho de que se haya criado en Marsella entre prostitutas y bandidos le ha dado un aplomo fuera de lo común. Dice que si ha venido a la peregrinación ha sido «para hacer las paces con Dios», frase con la que quiere decir que tiene la intención de hacer borrón y cuenta nueva y volver a las andadas tan pronto como regrese a Francia.

No carece de atractivos, la verdad es que las mujeres lo encuentran irresistible. Su sonrisa es pronta y sus maneras afables. Tiene buen tipo, una cara llena, un mostacho bien recortado y un cabello espeso y más bien grasiento que cuida con gran esmero. Ya lo he pillado varias veces emperejilándose y arreglándose los cabellos con una almohaza ni más ni menos que un cortesano. En estos casos me limito a darle un puntapié y a pedirle que se excuse, lo que no deja de hacer con cómicas reverencias. No me importaría que mañana mismo lo liquidasen los turcos, aunque seguramente él piensa lo mismo con respecto a mí. De todos modos, de momento me entretiene.

Han llegado emisarios de Jerusalén con misivas para nosotros. Nos dicen en ellas que, si accedemos a suspender la expedición, volverán a abrir la Ciudad Santa a las peregrinaciones. Como no podía ser de otro modo, mi señor Raimundo rechazará la proposición, aunque no podemos negar que nos ha dado un cierto optimismo ya que parece un reconocimiento de debilidad por su parte.

Esta noche ha habido una alarma en el campamento. Se ha acercado una cuadrilla de jinetes procedentes del norte, a los que han dado el alto los centinelas. Han venido derechos hacia nosotros y han dado muerte a varios de los piquetes, aparte de que se dirigían a los pabellones de los nobles. Al oír redoble de tambores, todos hemos dejado la cena para salir a ver qué pasaba. Entonces nos hemos encontrado con media docena de turcos a caballo, desnudos hasta la cintura, con las cabezas rapadas y agitando los alfanjes contra nuestros hombres. Los arqueros estaban formados y los han reducido al momento. Todos llevaban un chal atado a la cabeza con la palabra Ma-arat escrita en él.

Parece que su intención era matar a mi señor Raimundo como venganza por haber ocupado su ciudad. Sin duda esperaban salvarse pese a su interrupción, pero yo he dado orden de que les cortaran las manos y las dieran a los cerdos y de que los colgaran de unos garfios para que pudieran contemplarlo todo hasta que les llegase la muerte. No podría hacerles nada peor ya que, según me explicó Yasmín, si un musulmán tiene contacto con los cerdos ya no puede entrar en el paraíso. En consecuencia, no sólo irán al infierno sino que además engordarán a nuestros cerdos.

Ha empezado la cuaresma y tengo que confesarme si quiero cumplir con mis obligaciones de Pascua[100]. Me confesaré de las relaciones que mantuve con Yasmín a fin de poder recibir la comunión. Estrictamente hablando, según la ley de la Iglesia, mi esperanza de entrar en el paraíso depende de esto y, prescindiendo de lo que cada uno pueda pensar, éstas son cosas con las que no se puede jugar.

19 de marzo

Los condes Godofredo y Roberto se han unido a nosotros y ha habido una terrible pelea. La culpa esta vez ha sido de Tancredo, que se preocupó de hablar con ellos antes de que se entrevistaran con mi señor Raimundo. Tancredo les dijo que Raimundo había rechazado todo consejo —con lo que quería decir el suyo— y que había hecho sitios, asaltado fortalezas y se había comportado, en términos generales, como un verdadero dictador en detrimento de nuestra marcha a Jerusalén. Después de haber pasado dos meses en Antioquía bajo la influencia de Bohemundo, no les costó mucho creérselo, por lo que el encuentro con mi señor Raimundo fue turbulento.

—Mira, Raimundo —le dijo Godofredo—, ahora que Adhémar ha muerto, no hay nadie que pueda arrogarse el privilegio de capitanear esta expedición.

Mi señor Raimundo estaba indignado.

—Tú no te habrías ido de Antioquía si yo no hubiera tomado el camino del sur —rezongó.

—Y tú no habrías tomado el camino del sur si tus hombres no te hubieran hecho avanzar con los incendios —le replicó Godofredo.

Incluso Roberto de Flandes, normalmente un hombre reservado, estaba pendenciero y declaró que tenía el mismo derecho a capitanear las fuerzas que Raimundo. Finalmente, el asunto recayó en la Santa Lanza.

Mi señor Raimundo manifestó que, puesto que él estaba en posesión de la Lanza, el liderazgo le correspondía a él. Godofredo y Roberto anunciaron abiertamente entonces que las dudas que abrigaban tenían fundamento.

—Supongo que recordarás que el chico saltó dentro del agujero y salió con ella —indicó Godofredo—, y esto después de que media docena de caballeros habían hecho lo mismo sin encontrar nada.

—Pero tú prestaste juramento sobre ella —replicó Raimundo.

Godofredo agitó una mano.

—Ya sabes cómo fue la cosa. Necesitamos algo para unificar el ejército. Todo este asunto del juramento fue idea de Bohemundo y bastante buena por cierto. Pero ahora las cosas son diferentes. Ahora vamos a Jerusalén y, como dice Bohemundo, tenemos que ser realistas.

—¿Realistas? —repitió mi señor Raimundo, que parecía haberse quedado sin habla—. ¿Qué tiene de realista nuestra peregrinación? Es una demostración de idealismo, de fe —se volvió al conde Roberto—. ¿Consideras que esto es realismo?

Recordé la conversación que habíamos sostenido con Roberto en Chipre cuando nos puso en guardia contra Bohemundo. Él todavía llevaba el parche en el ojo y las cicatrices de aquella traición. Me parecía increíble que adoptase el punto de vista de Bohemundo.

—Aquí no se trata de la Lanza —refunfuñó—. Lo que ahora está en juego es Jerusalén.

Mi señor Raimundo lo miró en silencio y tuve la impresión de que, al mirar, envejecía. Roberto evitó aquella mirada y Godofredo se limitó a encogerse como un campesino cogido en falta.

Así han quedado las cosas. Tancredo se ha pasado al bando de Godofredo y ha empezado a difundir rumores con respecto a que la Lanza es falsa y que sólo se esgrime para justificar la ambición de mi señor Raimundo. El resultado ha sido que en el seno del ejército han comenzado a cundir de nuevo los rumores y que los soldados del norte han denunciado a los provenzales de la misma manera que hicieron en Antioquía. La diferencia es que aquí estamos llevando a cabo un sitio en el que es necesario que cooperen todos los ejércitos. Sin embargo, la cooperación ya se está viniendo abajo de modo que, en lugar de verse fortalecida con la llegada de los loreneses y flamencos, nos encontramos debilitados por ella. Sin duda que los espías turcos ya han informado de esto en Arqa.

He preguntado a Maudire qué opinaba de la Lanza y su respuesta me ha resultado de lo más ilustrativo.

—Mientras haya quien crea en ella, creeré en ella —ha dicho—. Lo real es lo que actúa y hemos de reconocer que la Lanza es lo que nos ha traído hasta aquí.

Le he preguntado entonces qué haría si el ejército dejase de creer en ella. Maudire se ha alisado el pelo al tiempo que soltaba una sonrisa burlona.

—Sería un tonto si me comportase de forma diferente, ¿no te parece? —ha respondido.

En él no hay ni una onza de fe, ni tampoco una onza de duda, la verdad sea dicha. Para él no existe ninguno de los dos mundos, aunque los dos pueden ser útiles en algunos momentos. Es la actitud propia de un hombre práctico. Nuestro problema es, y ha sido siempre, que nosotros somos peregrinos-soldados. Éstos son nuestros dos mundos y nos encontramos atrapados entre ambos. El reto consiste en reconciliarlos o en encontrar la fuerza necesaria para vivir con la contradicción existente entre los dos. Pero existen los dos mundos. Ella estaba equivocada.

3 de abril

El ejército rebosa apariciones y peleas a puñetazo limpio. Los sacerdotes de los normandos han firmado una carta denunciando la Lanza como fraude. Su capitán, Arnulfo de Rohes, capellán del conde Roberto de Normandía, se encontraba distribuyendo esta carta cuando fue atacado por el padre Raimundo de Aguilléres. Fue todo un espectáculo ver a dos religiosos, vestidos con sus hábitos, rodando por el suelo, arañándose y mordiéndose como hacen las mujeres, mientras los turcos, desde las murallas, no paraban de incitarlos.

Apenas pasa día sin que haya un soldado o un obispo que declare que ha tenido una nueva visión, ya sea de Cristo, de Adhémar o de san Marcos. Me he fijado en que no hay nadie que tenga visiones de santas ni de la virgen María, supongo que es porque las putas visitan nuestros campamentos y los hombres no tienen necesidad de recurrir a fantasías en lo tocante a mujeres. De todos modos, estamos en Semana Santa, época de apariciones, por lo que cabe esperar cualquier cosa.

En el centro de la controversia se encuentra la frágil figura de Bartolomé. Desde Antioquía ocupa una posición insólita en el ejército, ya que no es soldado ni clérigo, no es campesino ni persona de renombre. Pese a todo, hay muchos que lo reverencian, por lo menos tantos como los que lo denostan. Hace dos días que anunció que se le habían aparecido Cristo, san Pedro y san Andrés y le habían ordenado un asalto inmediato a Arqa. Aunque mi señor Raimundo estaba dispuesto a llevarlo a cabo, los demás capitanes se negaron, por lo que nos quedamos delante de las murallas, tan incapaces de apoderarnos de ellas como de abandonarlas.

Hoy hemos recibido noticias del emperador Alejo. Según nos escribe, tiene intención de unirse a nuestras fuerzas en junio y nos insta a que no avancemos más hasta que él llegue. Dice que para entonces nos llevará personalmente a Jerusalén. Esto ha intensificado los enfrentamientos en el ejército, ya que no hay nadie salvo mi señor Raimundo que crea que vayamos a aceptar la propuesta del emperador. Los demás nobles, sin excepción, no han prestado atención alguna a la noticia en el mejor de los casos y, en el peor, la han considerado una forma de traición.

Este hecho ha provocado que mi señor Raimundo endureciera su actitud, de modo que ahora está a favor de la Lanza y del retraso a esperar a Alejo. No me parece una estrategia sensata sino más bien el resultado de los temores que siente mi señor de que se le esté escapando el liderazgo de las manos. A esto se añade la tozudez propia de los viejos. A medida que va alargándose la peregrinación, cada vez se muestra menos inclinado a llegar a un compromiso. En cuestiones de principios esto me parece admirable, pero en lo tocante a estrategia y política sirve simplemente para aislarlo. Supongo que es lo que esperan los demás, aunque debo decir que me apena ver a mi señor Raimundo convertido en juguete en sus manos.

7 de abril

Jueves Santo

Esta tarde he recibido el sacramento de manos de fray Alfonso y me he dispuesto a asistir a un improvisado cónclave de los capitanes. Puede imaginarse cuál sería mi sorpresa cuando, en el centro del mismo, en lugar de encontrar a Raimundo, Godofredo o Roberto, he encontrado a Bartolomé. Y la sorpresa todavía ha sido mayor cuando le he visto la cara.

Estaba furioso, con los rasgos alterados y el tono de voz tan pronto alto como bajo mientras se descargaba con los nobles:

—¡Cristo en persona os ha ordenado que ataquéis la ciudad y vosotros no lo habéis obedecido! Habéis dejado que vuestros sacerdotes hablaran contra la Santa Lanza y hasta vosotros dudáis de las visiones que he tenido. ¡Duque Roger! —me ha apostrofado al verme entrar en aquel momento en el pabellón—. ¿No te habló a través de mí el obispo Adhémar?

He echado una mirada a mi alrededor porque no estaba seguro de lo que debía decir.

—¿Y bien? —ha preguntado el conde Godofredo.

—A mí me pareció que era su voz —he respondido.

Bartolomé me ha mirado de reojo.

—O sea que también tú dudas de mí —ha dicho—. Muy bien. Ponedme a prueba y veréis.

—¿Qué prueba? —ha preguntado Bohemundo.

—La del fuego —ha replicado Bartolomé—. Vais a hacer un corredor de fuego y yo pasaré a través de él con la Santa Lanza. Si salgo vivo de la prueba, sabréis que os he dicho la verdad y me creeréis. Si muero, haced lo que os parezca y que Dios os ayude.

Nos ha mirado a todos con osadía y yo diría que incluso con arrogancia. Me ha pasado un momento por la cabeza la idea de que se había vuelto loco. Se ha producido un largo silencio y después, sin que apenas mediara discusión alguna, se ha decidido la cuestión. La prueba tendrá lugar mañana, Viernes Santo, en el corredor central del campamento.

Más tarde he enviado a Maudire a buscar a Bartolomé para que lo condujera a mi pabellón. Ha vuelto solo.

—El maricón ese se ha negado —ha dicho—. Me ha dicho que a él no hay ningún hombre que le haga ir y venir a su antojo. Dice que él pertenece a Dios. Iré a buscar a dos o tres soldados para que le den una buena paliza y lo traeré aquí como sea.

Le he dicho que yo mismo me ocuparía del asunto.

Me he envuelto en la capa y he ido al sitio donde se aloja el chico. Estaba rezando, aunque no tenía a su alrededor aquella luz extraña que le vi en Antioquía. Una vez ha terminado, lo he llamado. Ha levantado la vista y ha fruncido el ceño.

—Si quieres hablar del asunto conmigo, no dudes en hacerlo —me ha dicho.

Sus maneras me han cogido por sorpresa.

—No, no quiero —le he dicho.

—Entonces, si vienes con algún ruego de Raimundo, puedes ahorrártelo.

—Bartolomé de Lunel —le he dicho—, te olvidas de quién eres.

Se ha levantado y ha avanzado hacia mí con los puños cerrados.

—¡Y tú olvidas a quién sirves! —ha exclamado—. Tú y los demás. Cristo no te ha hecho ningún encargo, tampoco ha hablado contigo ningún santo.

Se ha golpeado el pecho con los puños.

—Es a mí a quien han elegido, a mí, a Bartolomé, ¡el hijo del sastre! No lo olvides, mi señor Roger.

Estaba tan indignado que apenas lo reconocía. Se me ha quedado mirando con una horrible mueca en la cara, los ojos enfurecidos y el aire desafiante.

—¿Puedo entrar? —le he preguntado.

La pregunta lo ha cogido por sorpresa. Se ha hecho a un lado y yo me he agachado para pasar por debajo de la tela. Aunque su tienda es pequeña, está atiborrada de artefactos, algunos de valor, pero en su mayoría chucherías. Había ornamentos de oro y cálices cuajados de pedrería, así como correajes de soldados y armas. Incluso había juguetes del tipo que los campesinos hacen para sus hijos, como muñecos de paja y trapo y ficellettes[101]. Bartolomé me ha mirado con malévola satisfacción.

—Son donaciones —ha declarado—. Me dan todo tipo de objetos para que rece por ellos y por sus difuntos. No puedo evitarlo. Por lo menos los soldados me reconocen un valor, ya que no los nobles.

—Has recorrido un largo camino desde Lunel —he observado.

Ha sonreído.

—Dios me ha elevado por encima de todos vosotros.

—¿Sabes algo de tu padre? —le he preguntado. Me ha mirado de reojo con un reguero de mocos debajo de la nariz.

—¿Por qué lo dices?

—Pues porque debería saber en qué se ha convertido su hijo —he dicho.

—¿En qué me he convertido? —me ha preguntado lentamente.

—Esto me lo dirás tú, Bartolomé.

Se ha sentado en un rincón de la tienda y con la manga se ha secado los mocos.

—En alguien grande a los ojos de Dios —ha dicho—. Cuando estaba en mi casa no era nadie… ahora incluso los condes y los obispos me escuchan, eso que soy un campesino que no sabe leer ni escribir. Esto sólo podía hacerlo Dios.

—En efecto —le he dicho—. Y mañana, ¿qué ocurrirá?

Bartolomé ha extendido los brazos.

—Me meteré en las llamas, pero no estaré solo. Caminaré a través del fuego y Dios me guardará. Y después, llevando la Santa Lanza, conduciré la expedición a Jerusalén.

—¿Tú? —le he preguntado—. ¿Y qué hará mi señor Raimundo?

—Pues seguirme, lo mismo que tú y que todos los demás. ¡Porque Dios me ha elegido a mí! —Sus ojos fulguraban—. ¿Lo crees o no?

—¿Qué? —le he preguntado.

—Todo lo que te digo. Y todas las historias que cuenta la Biblia, las cosas de Cristo, de los santos, obispos y sacerdotes. Lo de la indulgencia y lo del Sepulcro… hemos venido aquí por todas estas cosas.

—¿Por qué lo preguntas? —he dicho.

Me ha mirado con aire severo.

—Porque si no lo crees, porque si todo esto no es nada, entonces tú, duque Roger, tampoco eres nada. Pero si lo crees, entonces yo soy más grande que tú porque Dios me ha señalado con el dedo. —Volvió a sonreír, aunque de forma más enigmática que antes—. Y si esto es verdad, si yo, que soy un labriego, soy más grande que tú, entonces tampoco eres nada, porque en tu mundo no hay nada que sea menos que un labriego, ¿no es verdad?

No le he respondido. Bartolomé ha agachado la cabeza y se ha reído por lo bajo.

—¿Has sabido algo de tu padre? —ha dicho con una sonrisa.

Le he preguntado qué quería decir.

—Aquella noche, en tu aposento, te di noticias de él. ¿Cómo podía saberlo yo? ¡Anda, dímelo, Roger! ¿Cómo podía saber que lo habían sacado del purgatorio? ¿Quieres decírmelo?

—No lo sé —le he respondido.

Se ha puesto en pie y se me ha acercado.

—Pues porque Adhémar me lo dijo. Yo estuve con él en el purgatorio, olí el azufre y vi cómo sudaba y él me habló a gritos para dominar el rugido de las llamas a fin de que yo te lo contase. Tú que eras mi amo y me mirabas con aire desdeñoso y ni siquiera querías hablar conmigo en las calles de Lunel.

—Tú tuviste muchas conversaciones con Adhémar en privado —le he dicho—. A lo mejor es que, antes de morir, te contó mis secretos.

El chico se apartó de mí bruscamente.

—No, no. Yo he estado en el otro mundo y he vuelto, pero cuando vayas tú, ya no volverás. Tú tienes celos de mí, Roger. ¿Por qué no quieres reconocerlo?

Se ha quedado de pie ante mí mirándome en actitud desafiante.

Me ha dado lástima.

—Todavía no es demasiado tarde para que cambies de parecer —le he dicho.

—¿Lo ves? Sabía que venías a eso. ¡Quieres privarme de ese privilegio! ¡Te doy miedo!

—No, el miedo es por ti.

—Pues mira, no es preciso que tengas miedo —me ha espetado con tono de burla—, porque yo sé quién eres tú, conozco la verdad, y estoy dispuesto a hacer la prueba del fuego. ¿Podrías decir tú lo mismo, duque Roger de Lunel?

He admitido que, efectivamente, yo no podría y entonces ha sonreído con aire de triunfo.

—Rezaré por ti, muchacho —le he dicho antes de dar media vuelta para salir.

Bartolomé ha refunfuñado por lo bajo.

—También yo rezaré por ti cuando te quemes en el fuego, viejo —ha dicho.

Ignoro lo que ocurrirá mañana, pero las consecuencias para la peregrinación serán importantes. Si Dios lo sostiene, entonces la Lanza quedará vindicada y la posición de mi señor Raimundo se verá fortalecida. En caso contrario, será una afrenta de la que tal vez no podamos recuperarnos. El liderazgo quedará dividido y la expedición se convertirá en hueste sin capitán en pleno territorio turco. Bartolomé tenía razón: no entrará él solo en el fuego, todos nos meteremos en el fuego con él.

8 de abril

Viernes Santo

Hoy ha habido gran revuelo en el ejército. Muchos soldados se han rapado la cabeza tanto en honor de una fiesta tan solemne como por la prueba que está por llegar. Bartolomé no ha aparecido en toda la mañana ni tampoco ha estado presente en las ceremonias religiosas de mediodía. Cuando éstas han terminado, a las tres de la tarde, los hombres se han precipitado al corredor para conseguir los mejores sitios y poder gozar del espectáculo. He regresado a mi pabellón para ponerme la túnica vieja y he encontrado a Maudire agazapado en su tienda. Iba cargado de monedas de todas clases.

—¿Qué haces aquí? —he preguntado.

Ha pegado un salto y algunas monedas le han caído por el suelo.

—¡Calla, señor! Dios te ha favorecido, señor, es dinero de las apuestas.

—¿Apuestas?

—Sí, señor. Todo el mundo apuesta por la prueba. Los normandos han juntado sus apuestas y han reunido doscientos besantes de oro. Por supuesto que eso de apostar está prohibido por los obispos. Yo sólo he aceptado apuestas pequeñas, señor, no tengo deseo alguno de blasfemar, lo único que quiero es hacer un poco de beneficio con el profeta, para decirlo de alguna manera…

Le he dicho que no me diera más explicaciones.

Cuando he llegado al corredor, el fuego ya estaba encendido. Eran dos hileras de llamas más altas que un hombre y de dos varas de largo, formaban un camino de fuego rugiente que succionaba como una ventosa. He ocupado un lugar junto a mi señor Raimundo, que estaba delante junto con los demás nobles, los brazos doblados y el rostro contrito.

Ocupaba el puesto presidencial el obispo de Al-bara, flanqueado por media docena de obispos más y una veintena de sacerdotes. Bartolomé, con una burda túnica de lana como único indumento, estaba de pie en un extremo del camino de fuego, sosteniendo la Santa Lanza con las dos manos. Tenía en el rostro una expresión de éxtasis, parecía como en estado de trance, apenas consciente de la multitud de soldados que se apelotonaban alrededor. He dirigido la mirada a las murallas de Arqa, desde donde los turcos también observaban, tan absortos como yo en el espectáculo que se avecinaba.

El obispo ha avanzado entonando el credo de la misa solemne. A su lado, un muchacho agitaba un incensario, cuyos vapores se difundían entre los árboles y se mezclaban con el humo del fuego. Otro llevaba agua bendita y un hisopo. Así que el obispo ha terminado, ha bendecido el fuego, que ha siseado cuando lo ha salpicado el agua. Después se ha vuelto y ha bendecido a Bartolomé. He visto que el rostro del chico se contraía cuando lo alcanzaban las gotas y ha permanecido unos momentos fruncido, como sintiéndose molesto.

El obispo ha dado orden de avanzar.

Se ha producido un silencio cuando Bartolomé ha llegado al final de la hilera de llamas. Su rostro resplandecía con fulgores anaranjados y rojos, el borde de su túnica se ondulaba con el hálito del fuego. Ha mirado a derecha e izquierda, como si quisiera fijarse en nuestros rostros, después ha sonreído, ha levantado la Lanza a la altura de la cara, la ha besado y ha iniciado el recorrido.

Lo veía perfectamente mientras se abría paso entre las llamas. Igual que si lo azotara un fuerte vendaval, se ladeaba a uno y otro lado, agitando la Lanza delante de él. Algunos hombres han gritado, pero otros, indignados, han siseado para imponerles silencio. Por espacio de un momento ha parecido como si Bartolomé titubeara y temiera que iba a caer, pero ha seguido adelante con paso firme mientras las llamas se cerraban como una bóveda sobre su cabeza.

—¿Dónde está? —ha preguntado mi señor Raimundo.

Yo veía la forma de su cuerpo a través de la cortina de fuego. Seguía moviéndose, aunque ahora más rápido. De vez en cuando se hacía visible entre las llamas y después volvía a desvanecerse. Una vez la Lanza se ha levantado por encima de las mismas y todos los hombres han gritado:

—¡Lo conseguirá, lo conseguirá!

Todo el mundo se apretujaba al final del pasillo de fuego. Percibíamos la figura del muchacho que se iba acercando, aunque cada vez con mayor lentitud y menos firmeza.

—¡Oh, Dios mío! ¡Lo ha atravesado! —ha exclamado el duque Roberto al tiempo que caía de rodillas y rezaba.

Bartolomé se movía hacia nosotros, sosteniendo la Lanza ante él.

—¡Milagro, milagro! —han gritado los hombres.

El obispo de Al-bara se ha acercado todo lo que ha podido al fuego. Después, mientras todos nos mirábamos, Bartolomé ha salido de las llamas, ha vacilado un momento y, finalmente, se ha desplomado en el suelo. Los hombres han avanzado rápidamente para tocarlo a él y a la Lanza. Los condes Raimundo y Godofredo se abrían paso hacia el frente.

—¿Está vivo? —ha preguntado Godofredo.

Bartolomé yacía en el suelo de costado, los cabellos socarrándose a fuego lento, la cara, los brazos y las piernas completamente negros. Estaba temblando, balbuceaba unas palabras y tenía la Lanza apretada contra el pecho. El obispo ha tratado de arrebatársela de las manos, pero él la retenía con fuerza.

—¿Qué dice? —ha preguntado Godofredo.

El obispo ha inclinado la cabeza a un lado para entender lo que decía.

—Llama a su amo —ha dicho.

Los ojos se han vuelto hacia mí, yo me he arrodillado al lado del muchacho, su carne chisporroteaba como salida de las brasas, todo su cuerpo se retorcía. El olor era nauseabundo.

—No puede verte porque se le han quemado los ojos —me ha dicho el obispo.

He acercado los labios a su oído y lo he llamado por su nombre. Bartolomé ha apartado una mano de la Lanza y, al hacerlo, ha quedado adherido a la misma un trozo de carne negra. He cogido su mano en la mía y él me la ha oprimido.

—Lo he visto entre las llamas —me ha dicho en un susurro.

—¿A Cristo? —le he preguntado.

—He visto al niño…

—¿Al Niño Jesús? —he querido saber.

—No… a ti… —ha balbuceado antes de que el dolor, de pronto, se apoderara de él.

Todo su cuerpo estaba convulso, ha soltado un gemido y ha presionado la cara contra tierra.

—Lleváoslo —ha ordenado mi señor Raimundo.

El conde Godofredo se ha adelantado.

—Lo llevaré yo —ha anunciado—, hemos de ver si todavía queda vida en él.

Cuatro caballeros han levantado del suelo a Bartolomé y lo han trasladado al campamento lorenés. Yo lo he observado en silencio: un cuerpo negro e inerme en brazos de los soldados. Mi señor Raimundo ha ordenado que le llevasen la Lanza. Mientras nos dirigíamos a nuestro campamento, me ha preguntado qué me había dicho Bartolomé.

—Algo sobre un niño entre las llamas —he dicho.

—Ha visto al Niño Jesús —ha comentado mi señor Raimundo.

—Es probable —he admitido.

La prueba no ha contribuido en nada a despejar las dudas del ejército, más bien ha servido para aumentarlas. Hay quien dice que el hecho de que el muchacho se haya quemado demuestra que la Lanza es una falsedad. Otros señalan que no se le ha quemado la túnica y que la Lanza estaba intacta. Otros, en fin, manifiestan que los normandos impidieron al muchacho salir de las llamas a fin de ganar la apuesta. Pocos afirman que se trate de un milagro al que ha sobrevivido. Y todos quieren saber si morirá o no.

18 de abril

He leído las páginas de mi diario que hacen referencia a Eustaquio. ¡Qué hombre tan falaz! Me engañó por completo y abusó de mi confianza para acercarse a mí. Ahora veo que manoseó mi cuerpo, compartió mis secretos, fue testigo de mi vergüenza, ¡y yo todavía le di las gracias por todo! Nos engañó a todos haciendo ver que estaba muerto, igual que me engañó a mí haciéndome creer que era mi criado y que podía depositar en él toda mi confianza.

No puedo decir por qué sentí lo que sentí por él en su adversidad. Era un hombre que había violado todos los límites de la confianza, desde el matrimonio a la amistad y a la lealtad. La finalidad de esta peregrinación era expiar mis culpas y borrar mis pecados, una manera de demostrar lo que yo había sufrido y lo que había hecho sufrir a los demás. Y aunque Eustaquio me salvó la vida más de una vez, no tenía derecho alguno a interferirse en la penitencia que yo estaba cumpliendo.

¡Qué complicada es la vida y qué extraño resulta que lo que creíamos que había quedado detrás de nosotros se presente de pronto delante bajo un nuevo aspecto! La vida no es una línea recta sino una espiral tensa en la que nos movemos hacia arriba, vuelta tras vuelta, viendo desde un ángulo ligeramente diferente todo lo que hemos sido y todo lo que hemos hecho. Es evidente que avanzamos, pero de una manera lenta y nostálgica. ¿Hacia qué fin? ¿Y cómo podemos liberarnos?

La religión sólo nos ofrece misterio, nos proyecta hacia cosas que no podemos conocer. Sólo podemos cerrar los ojos como hacen los niños y dar el salto. La religión dice: «Tienes que creer esto y no preguntar la razón». Dice también: «Pon tu fe en esto pero no trates de entenderlo». ¿No me dijo Yasmín que la verdad no tiene explicación alguna, que no es cuestión de explicación? Entonces, si la verdad no tiene explicación, ¿cómo vamos a conocerla? ¿No me dijo Yasmín que no se puede amar mientras no se conozca la verdad? ¿Cómo vamos a amar entonces?

Eustaquio, al exhalar su último suspiro, dijo que daba su vida por mi felicidad porque me amaba. Sin embargo, todos sus deseos se salían de lo natural.

—Bésame —me pidió.

Yo lo besé y murió con la sonrisa en los labios. Pero en esto no hay verdad, sino sólo abominación. Pese a todo, alimentó con su sangre, para que viviera, a la mujer que yo amo. ¿No es lo mismo que hizo Cristo por nosotros al derramar Su sangre? ¿Será posible que este ser antinatural fuera como Cristo? Dio su vida por su amigo, murió y volvió a vivir, se humilló hasta convertirse en criado de la persona que amaba. Sin embargo, ¿acaso no me había descrito Juana los actos pecaminosos que cometía? ¿No me habló de sus jadeos, de sus babeos? En esto ya no era como Cristo.

Pese a ello, es seguro que Cristo lo ama de la misma manera que ama a todos los pecadores. Y Cristo derramó Su sangre por él, de la misma manera que la derramó por todos nosotros. Yo no vi pecado en él, sólo fidelidad y sacrificio. Así pues, tal vez era más parecido a Cristo que yo. Tal vez esta peregrinación era para él más auténtica que para mí, ya que él se incorporó a ella por un amor secreto, no por un pecado secreto, como es mi caso.

Ahora que ha muerto, ¿qué será de él? ¿Habrá ganado la indulgencia? ¿Estará en el cielo? No hubo sacerdote en su lecho de muerte, no se confesó con nadie salvo conmigo. Sin embargo, fue un peregrino, nos sirvió, sufrió con nosotros. ¿Creo de veras que esta peregrinación por sí sola puede ganarnos el paraíso? Algunos, como yo, han venido a ella para expiar algún pecado; otros, como Maudire, para pecar. Algunos mueren en gracia, otros mueren como bergantes que son. Todos son peregrinos, pero ¿ganarán todos el cielo? ¿Y los turcos que hemos matado? ¿Tienen que estar forzosamente en el infierno todos esos inocentes, todas esas mujeres y niños?

Un caballero cristiano, con todos sus pecados a la espalda, mata a una muchachita pagana, una niña que no sabe lo que es pecar. Él va al cielo y ella al infierno. No, yo esto no puedo creerlo. Si hay justicia, si hay verdad, el infierno tiene que ser para él y el cielo para ella. Porque Dios se llevó a la niña en su inocencia y permitió al caballero que llegara hasta la edad del pecado. Dios los creó a los dos, los conoce a los dos, los ama a los dos, ¿por qué ha de abrir los brazos a uno y apartar al otro?

Ésta es la verdad si la verdad existe, y no hay Papa, ni obispo, ni indulgencia que pueda modificarla. Estamos condenados por lo que hemos hecho, no por lo que somos. Y vamos a salvarnos por lo que sabemos que es la verdad, no por lo que los demás nos dicen que creamos.

Bartolomé ha muerto esta mañana. Tancredo ha declarado que la Lanza es un fraude y que todos los nobles deben compartir por igual el liderazgo. En el consejo que se ha celebrado esta noche mi señor Raimundo se las ha arreglado para posponer una decisión final sobre el asunto. Pese a todo, ha decidido que nosotros, los provenzales, asaltaremos Arqa por nuestra cuenta y riesgo. Espera que, con la toma de Arqa, se restablecerá su posición o, en caso de fracasar aquélla, obligará a los demás a secundar nuestro ataque. Cuando nos ha dicho esto después del consejo, nadie ha objetado nada, pero estoy seguro de que todos piensan lo mismo que yo: que es un movimiento imprudente no dictado por la estrategia sino por la política.

3 de mayo

Sigo con vida. Relataré primero el ataque a la ciudad y después pasaré a referir el otro acontecimiento que ha ocurrido y que, a mi modo de ver, puede tener mayor importancia.

Durante la noche que precedió a nuestro asalto trasladamos las torres a sus posiciones correspondientes para llevar a cabo el asalto, mientras los zapadores preparaban las escalas y las cuerdas. El ataque empezó con las primeras luces. Se avanzaron las torres hasta situarlas junto a las murallas. Los turcos, avisados de nuestros planes, ya estaban preparados para recibirnos con piedras y flechas. Todos los que subían a las torres eran derribados, por lo que los pobres zapadores no conseguían acercarse más de una vara de las murallas sin encontrarse con todo un torrente de fuego. Era un gesto lamentable y desesperado y, pasadas dos o tres horas, me fue imposible seguir aguantando.

Reuní a una docena de caballeros y emprendimos un ataque por sorpresa hacia la torre más próxima. A nuestro alrededor caían piedras y lanzas. El hombre que yo tenía junto al mismísimo codo cayó con dos flechas clavadas en el pecho y no había llegado al suelo cuando otras tres se habían sumado a las anteriores. Los turcos de arriba eran muy aguerridos y no paraban de aullar y de maldecirnos. Me las arreglé para llegar a la protección que me ofrecía la torre junto con gran parte de mis hombres y comenzamos a subir por ella.

Todo el interior de la estructura estaba lleno de cuerpos humanos colgados, hombres moribundos a causa de sus heridas y otros ya cadáveres. Cuando llegamos a la parte superior, había dos soldados que luchaban con el mecanismo del puente. Uno profirió un grito y cayó al suelo, el otro retrocedió con el palo de una flecha asomándola por la boca. Vi claramente a los turcos subidos en lo alto de la muralla, en las almenas había arqueros que disparaban una flecha tras otra a medida que los hombres que tenían detrás se las iban pasando. Grité a Guillermo Ermingar que me ayudara en el puente pero, así que puso las manos sobre el mecanismo, recibió una flecha en el brazo y otra en el costado. Tuve tiempo de cogerlo en brazos justo cuando se desplomaba.

Debajo de mí había soldados que trataban de ascender por las escalas, pero algunos eran propulsados por encima de la muralla con largas horquillas y otros acababan ardiendo como teas. La lluvia de proyectiles era incesante. Después, mientras contemplaba todo lo que estaba ocurriendo, media docena de bolas de fuego griego estallaron dentro de la torre debajo mismo de mis pies y un momento después toda la estructura era pasto de las llamas. Los turcos proferían exclamaciones y aumentaban el fuego. La torre junto a la mía estaba encendida y de ella saltaban hombres incluso de lo más alto.

Tenía que bajar, pero no podía abandonar a Ermingar. Lo arrastré hasta la escala. Las llamas casi llegaban a la parte superior y el calor era intenso. No tenía ninguna otra oportunidad. Transporté a mi compañero hasta el borde del andamio y lo arrojé al foso de abajo. Después salté. No era profundo y mis pies tocaron el fondo, lo que hizo que por toda la columna vertebral se me propagara una sacudida que me alcanzó la base del cráneo. El golpe me dejó sin aliento y luché para llegar a la superficie.

De las murallas caía una lluvia de piedras que iba a parar al foso, en el que ardían pozos de fuego griego. Busqué a Guillermo y lo descubrí a unas pocas varas de distancia, porfiando por mantener la cabeza a flote. Nadé hacia él y, justo en el momento en que lo alcanzaba, de lo alto cayó una piedra que le dio en mitad del pecho. Oí el chasquido de sus costillas al quebrarse e inmediatamente desapareció con un gruñido debajo del agua aceitosa.

Aspiré una bocanada de aire y me sumergí. No veía nada pero, tentando con las manos, conseguí encontrarlo. Al tratar de agarrarlo la mano se me hundió dentro de su pecho. Cuando salí a la superficie lo arrastré conmigo, tenía el pecho abierto en canal. Tenté con los dedos la cavidad interior, deseoso de salvarlo, pero el hueso del esternón se me clavó en la muñeca y tuve que hacer grandes esfuerzos para arrancármelo. Se recostó hacia un lado y se hundió en el agua. En la mano me quedó su corazón.

Aquello todavía me horrorizó más que la lluvia de piedras y flechas. Nadé hacia la orilla mientras los proyectiles iban cayendo a mi alrededor, me encaramé en el borde y corrí todo lo que me llevaron las piernas hacia nuestras tropas. Hasta que no me paré, ya fuera del alcance de las murallas, no me di cuenta de que en todo el cuerpo, desde la cintura hasta la base del cuello, me atenazaba un dolor sordo.

Después de quemar las torres el ataque fue suspendido. Ni un solo ejército hizo movimiento alguno para ayudarnos. Supongo que estaban esperando a ver qué ocurría y, a decir verdad, no se lo echo en cara. Mi señor Raimundo se apartó del espectáculo con aire consternado. Sabe que los días de su liderazgo están contados.

Por la noche, después de nuestro asalto, se produjo el otro hecho. Mi señor Raimundo me visitó en mi pabellón, donde yo me encontraba tendido desde la batalla, incapaz de levantarme. Al principio me había figurado que me había roto la columna vertebral, pero la lesión no era tan seria como eso. De todos modos, me he lastimado la columna y el dolor me impide adoptar la postura adecuada para descansar. Estoy sufriendo un constante e irritante dolor y los médicos no pueden hacer nada para aliviarlo.

Cuando mi señor se iba oímos una terrible conmoción. En la puerta de mi pabellón aparecieron unos heraldos del conde Godofredo y, seguidamente, el conde en persona.

—¡Mira esto! —bramó Godofredo tendiendo un papel a mi señor Raimundo.

Vi que la misiva llevaba el sello del emperador Alejo. Raimundo la leyó rápidamente.

—¡Ya lo ves! —exclamó Godofredo—. Nos ha traicionado. ¡Tiene la prueba en sus malditas manos!

Raimundo se sentó junto a mi lecho y me tendió la carta. Estaba en griego y en la lengua de los turcos, pero debajo del texto alguien, probablemente un cura, había escrito una traducción. Iba dirigida a al-Afdal Shahinshah, visir del imperio fatimita. En ella Alejo decía que ya no dominaba a los francos, que le habían arrebatado Antioquía y que trataban de establecer sus reinos en Siria. Alejo lamentaba no poder hacer nada para ayudar a su aliado, Egipto, aunque pensaba retener a los francos el tiempo suficiente para dejar que el general Iftik-har fortaleciera la guarnición de Jerusalén.

—¡Y tú que querías esperarlo! —se mofó Godofredo—. Está cavando nuestra fosa. ¿Qué piensas ahora de tu juramento?

Mi señor Raimundo se llevó las manos a la cabeza. Jamás lo había visto tan hundido, pero de hecho la muerte de Bartolomé, el asalto fallido y aquella carta eran más de lo que podía soportar.

—Llamaremos a nuestras tropas de Tortosa y Maraclea —dijo con voz tranquila— y proseguiremos la marcha hacia el sur.

Godofredo asintió.

—¿Y quién se encargará de capitanear el ejército?

Raimundo levantó los ojos para mirarlo.

—Nos encargaremos todos, si Dios quiere.

Godofredo puso una mano en su hombro.

—Es la única manera —dijo—. No hay nadie que quiera soportar la carga de esta expedición.

Raimundo le sonrió tristemente.

—Imaginábamos que sería una bendición.

—Una bendición… y es una maldición —gruñó Godofredo—. ¿Hay quién pueda ver la diferencia? ¡Vamos, tenemos que reunimos con los demás!

Raimundo se levantó para acompañarlo y Godofredo lo agarró por el brazo.

—Mira, Raimundo —dijo—, si tengo que servir a algún hombre, que seas tú.

—Pues ahora creo que yo te serviré a ti —replicó mi señor Raimundo.

Godofredo hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Si tratan de obligarme, me negaré. Marcharemos hacia Jerusalén como iguales y la ocuparemos como iguales o no iremos a Jerusalén en absoluto.

Ahora esperamos el regreso de nuestras avanzadas que se encuentran en la costa. Para mí será una agradable pausa, ya que me resulta imposible cabalgar en estas condiciones. Y como tampoco puedo dormir, también en este aspecto supone una agradable pausa, ya que me parece que ahora sólo tendría sueños de agua y huesos.

16 de mayo

Estamos acampados en las afueras de Trípoli, en el paisaje oriental más hermoso de cuantos he visto en Oriente. Los campos están cubiertos de flores, el país es rico y está bien cuidado. Para ser una ciudad tan rica y un puerto tan activo, sus defensas son bastante precarias; podríamos ocupar el sitio de un solo asalto. Sin embargo, no hay necesidad. El emir ha hecho las paces con nosotros y ha hecho donación a nuestros capitanes de quince mil besantes de oro, veinte hermosos caballos y otros animales y provisiones para la marcha. En resumen, que quiere vernos lejos cuanto antes.

Invitó a los nobles a su palacio la noche de nuestra llegada y cogimos una auténtica borrachera. El emir, que es un hombre fuerte y de luenga barba, juró que se hará cristiano si echamos a los fatimitas de su reino. La tarde siguiente me desperté en una cama cubierta de cojines y en compañía de tres mujeres desconocidas.

En nuestro campamento ha habido pocos ejercicios militares. Los hombres van de aquí para allá con flores en los gorros, royendo huesos de cordero y quejándose de que tienen flujo. Abundan las mujeres. Mañana nos vamos, aunque debemos acicatear al ejército o de lo contrario no quedará nada de él.

22 de mayo

Nos encontramos en la ciudad de Tiro, en el reino de Jerusalén. Hemos encontrado expedito el paso salvo en Sidón, donde fuimos objeto de ataque por parte de la guarnición. Pero nosotros nos la sacamos de encima y destruimos las cosechas y las viñas hasta el punto de que estoy seguro de que esta gente ya no va a darnos más quebraderos de cabeza. A medida que avanzamos hacia el sur el paisaje es cada vez más lujuriante. Jerusalén debe de ser un paraíso, ya que aquí las viñas son verdes y frondosas, abunda el trigo, los olivos y árboles frutales están en plena floración y la tierra es dócil y manejable.

Hay muchas amapolas de tallos largos y peludos en las que retozan mariposas de todos los colores y dibujos. Del mar sopla una suave brisa, es el mismo mar azul que baña las costas de mi país. Los hombres están fascinados. No hay duda de que es una tierra bendita, aunque lo mejor de todo es que no tenemos que guerrear para conquistarla. Derramar sangre en estas montañas felices y santas sería un verdadero sacrilegio. De hecho, es un país de peregrinos, uno sólo piensa en ideas de santidad y en el aire flota un aroma que tiene la fragancia del mundo antiguo.

La única nota discordante, aunque lejana, es la presencia de la flota egipcia a una cierta distancia de la costa, que se nos antoja amenazadora con sus velas rayadas y sus remos pintados de colorines. No pueden hacernos nada, como no sea negarnos que ocupemos los puertos, aunque no tenemos ninguna necesidad de ellos. La tierra cubre nuestras necesidades y lo que nos llama es el interior. Nos contentamos con saludarlos agitando los brazos desde las eminencias que dominan la ciudad. Incluso ahora, uno de sus lentos galeones se ha acercado para hacer una evaluación de las tropas. Parece un enorme ciempiés que caminara por el mar, con su trompa erizada de púas y la cola cubierta de cerdas, mientras con sus cien patas avanza rozando la cresta de las olas a los acordes del repiqueteo de un perezoso tambor.

30 de mayo

Cesárea

Antes de salir de Tiro, Balduino vino de Edesa para reunirse con nosotros. Al unir sus fuerzas a las nuestras ha hecho que el ejército aumentara grandemente, y ahora éste consta de unos diez mil soldados. Me ha sorprendido lo mucho que ha cambiado Balduino. Tiene una amante armenia, una mujer corpulenta y de bigote oscuro que se ha dedicado a cebar al hombre y ha conseguido suavizar la expresión depredadora de su rostro. Tengo la impresión de que la pérdida de su mujer y sus hijos ha contribuido también a operar en él esta transición. Aunque continúa teniendo la piel oscura, los rasgos enjutos y una voz estridente, ya no se comporta con la altanería de los primeros tiempos de la peregrinación. Ha visto mucho mundo, ha conocido el sufrimiento y ha mitigado un tanto aquella actitud ofensiva que le era propia.

Las etapas son cómodas. Llegamos a Acre el veintitrés, a Jaifa el veintiséis y celebramos la Pascua de Pentecostés en Cesárea. Son nombres que ya invocan las Sagradas Escrituras. San Pablo predicó en Acre y fue juzgado y encarcelado en Cesárea. Quien gobernaba aquí era Herodes, representante de Octavio César Augusto, durante cuyo reinado nació Cristo. Aquí san Pedro bautizó al discípulo Cornelio. ¿Será posible que ya hayamos llegado a Tierra Santa? Ahora nos preguntamos por qué nos demoramos tanto tiempo, teniendo en cuenta que el país es tan grato y pacífico.

Mientras nos preparamos para dirigirnos a Jerusalén he observado un cambio en el ejército. Los hombres se han vuelto más serios y reflexivos, como si esta tierra les hubiese provocado un cambio de humor. Han mejorado los ribetes de vulgaridad de su conducta y la blandura de la vida del campamento ha cobrado mayor intensidad. Presienten que su destino está cerca. Por vez primera tienen la impresión de que su Señor, prisionero en Su tumba, espera la liberación que ellos han de aportarle. Han tenido que hacer un camino tan largo y pasar por tantas pruebas para llegar a este momento que es como si hasta ahora hubiesen olvidado la verdadera intención de la peregrinación. Ahora se les hace presente a través de ese innegable aroma que flota en el aire y de la silueta de las montañas desnudas que se recortan a distancia, montañas que enmarcaban el mundo de Cristo y donde se escucharon los ecos de Sus pasos y Sus palabras.

Recuerdo las palabras del pobre Bartolomé, musitadas a través de unos labios ennegrecidos por el fuego, el resuello de sus pulmones quemados. Había visto a un niño entre las llamas, según dijo, y después añadió la palabra «tú». Desde que le escuché decir esto me siento confuso. ¿Me había visto como un niño entre las llamas? ¿O había querido decir algo más? Tal vez: «Tú sabes que era Cristo» o «Tú no habrías debido dudar de mí», o «Ahora tienes que creerme». Probablemente era lo último, ya que quiso castigarme por dudar de él. Con todo, sea lo que fuere lo que yo o cualquier otra persona podamos pensar acerca de sus visiones o de la Lanza, preciso es reconocer que tuvo un gran valor atravesando aquel pasillo de fuego y un gran corazón soportándolo de la forma que lo hizo. A mi modo de ver, ha quedado perfectamente vindicado, ya que el valor vindica siempre al alma que se ve envuelta en la duda.

Ahora me doy cuenta de que esta peregrinación ha sido un tiempo de redención. El obispo Adhémar salió de la larga sombra de sus pecados, Pedro el Ermitaño quiso probarse a sí mismo yendo a parlamentar, solo, con Ker-boga, Eustaquio volvió a la vida a través de la fidelidad y del sacrificio. ¿Y yo? ¿Deberé también renacer a una nueva vida? Creía haberlo conseguido cuando estaba con Yasmín, pero me equivocaba, como me dijo ella misma. ¿Qué redención me espera más allá de las desnudas montañas de Judea que en estos momentos resplandecen purpúreas bajo el sol que va a la puesta?

4 de junio

Ramleh

Antes era una ciudad musulmana, pero toda la población la ha evacuado. Movidos por la desesperación, quemaron la antigua iglesia de San Jorge, que se encuentra cerca de Lydda. Nuestros capitanes han hecho la promesa de reconstruirla, ya que es el santo patrón de los soldados, y de crear en su sitio una diócesis episcopal. Así que se anunció esta decisión surgieron peleas sobre cuál de los ejércitos tendría que proporcionar el obispo. Hubo muchas sugerencias, pero se llegó a la conclusión de que este método de elección de obispo era muy profano. Por fin, Roberto de Normandía aconsejó que se celebrara una competición de sersten slaeg, por lo que se formó un círculo con soldados de todos los ejércitos. Como no podía ser de otro modo, ganaron los normandos, y se escogió a Roberto de Ruán para ocupar la sede.

Ahora estamos en el interior del país y el paisaje ha empezado a cambiar. La vegetación que tanto nos había deleitado la vista en la costa se ha hecho más escasa, el aire más seco y el camino empieza a elevarse. Delante de nosotros se extiende el desierto, que tiende sus grandes dedos oscuros hacia las montañas. No tardará en llegar la estación más calurosa del año. Nuestro avance hacia Jerusalén no va a ser fácil. De todos modos, ahora los hombres cantan himnos con más frecuencia y se escuchan pocas quejas entre las filas.

Ayer pasamos junto a una gran piedra plana en la que, según dijeron algunos curas, Cristo se paró a descansar. Todos los hombres se agacharon por turno para besarla. Un caballero ítalo que quería impedir que su escolta se entretuviera para cumplir con esta ceremonia, fue derribado violentamente del caballo y apaleado. Por supuesto que esto era una tontería, pero hace que me maraville preguntándome qué tintes adquirirá el fervor en Jerusalén, donde todas las piedras son sagradas y todos los peregrinos van armados.

Ahora nos encontramos a dos días de marcha de la Ciudad Santa. Y a casi tres años de nuestras casas.

6 de junio

Hemos tomado el camino ascendente que conduce a las montañas de Judea. Es evidente que ésta es la tierra de Cristo. Seguimos el camino de Emaús, donde Nuestro Salvador, ya resucitado, encontró a Sus dos discípulos y les explicó las Escrituras. ¡Qué no daríamos para escuchar aquella explicación! Serviría para disipar muchos misterios y aligerar muchos corazones. Sin embargo, nosotros somos peregrinos que van armados, más parecidos a los discípulos que dijeron al Señor: «¿Eres el único extranjero que no se ha enterado de lo ocurrido aquí?». Se figuraban haberlo entendido y creían que el extranjero era Él. Soy incapaz de no pensar que, como ellos, somos unos necios que, estando en el camino de Emaús, preguntan a Dios por Sí mismo.

Mientras nos acercábamos al pueblo de Latrun, donde según dicen ocurrió el encuentro, se acercaron a nosotros unos emisarios al galope. Al ver nuestra columna, descabalgaron de sus caballos, cayeron de rodillas y fueron besando los pies de los soldados a medida que iban pasando. Fulk Rechin, que estaba cerca, les ordenó que se levantaran y les dijo:

—¿Será posible? ¿Es que no hay mujeres en el sitio de donde venís?

Eran tres cristianos harapientos y nos anunciaron que venían de Belén. El nombre del pueblo dejó sobrecogidos a nuestros hombres.

—¡Belén!

La palabra se propagó a través de la columna como fuego en aceite. ¡La ciudad donde nació Jesús! Fulk Rechin condujo a los hombres a presencia del conde Roberto, quien envió inmediatamente mensajeros para que recorrieran la columna y anunciaran que se iba a celebrar un consejo.

—Quieren soldados para liberar su ciudad —dijo Roberto a los demás.

No hubo vacilación.

—¿Con quién podemos contar? —preguntó el conde Godofredo.

Su hermano Balduino se adelantó y dijo:

—Iré yo.

—¿Renuncias a Jerusalén? —le preguntó Godofredo.

Balduino sonrió irónicamente.

—Tú estarás aquí todavía cuando yo vuelva.

Después se volvió a Tancredo:

—¿Y tú qué dices, siciliano? ¿Vamos a liberar el pesebre?

Tancredo pareció titubear.

—¡Vamos, vamos! —exclamó Balduino—, tu tío no va a dejarte ahora en la estacada.

Cada uno se quedará con cien caballeros, se apoderará de Belén y se reunirá con nosotros en Jerusalén. Así pues, los dos condes rebeldes, que habían abandonado la expedición para encontrar sus propios reinos, se han retirado una vez más a fin de liberar la población donde nació Cristo.

Así que volvimos a formar la columna, unas nubes oscuras se agruparon sobre nuestras cabezas y ondearon a nuestras espaldas. Comenzó a lloviznar, una lluvia cálida y suave que nos refrescó mientras emprendíamos la marcha. Pronto, sin embargo, comenzó a arreciar y a transformar el camino en un lugar resbaladizo y fangoso. Casi nadie consigue mantener el equilibrio y hasta los mismos caballeros se ven en apuros para transitar por ese terreno inclinado. Escribo todo esto durante una parada, mientras aguardamos a que amaine un poco la lluvia. Maudire se encarga de sostener una lona sobre mi cabeza, pero no para de soltar tacos y de patear en el suelo.

—Los evangelios no dicen nada sobre la lluvia —me ha dicho hace un momento tratando de dominar con su voz el ruido del chaparrón.

—Tampoco dicen nada sobre ti —he replicado.

19 de junio

Ya quedan pocas páginas en este libro. No tenía intención de seguir escribiendo en él, pero ha ocurrido y nada más. Lo que suceda a partir de ahora sólo Dios lo sabe y de momento guarda silencio, como no sea para hablar a través de locos a los que nadie hace caso.

Así que paró la lluvia, nuestra columna se puso en marcha. Al anochecer llegamos a las laderas de la montaña que los peregrinos llaman Montjuic. Está coronada por una mezquita y rodeada de almenas. Nuestros exploradores volvieron al galope para informarnos de qué el lugar se encontraba desierto y de que desde la cumbre habían avistado Jerusalén.

No era cuestión de instalar un campamento para pasar la noche. Seguimos adelante y al principio los hombres mantuvieron las columnas, si bien no tardaron en dispersarse y en trepar por las laderas rocosas, unos corriendo y otros arrastrándose de rodillas y agarrándose con las manos a todo lo que podían. Mientras nos abríamos paso salió la luna, cabalgando en nubes purpúreas. Después, mientras seguíamos mirando, comenzó a ocultarse. Al poco rato había quedado reducida a poco más de una media luna. Después hasta ese fragmento quedó eclipsado.

—¡Esto es el final de los turcos! —comenzaron a gritar los hombres y, uno tras otro, fueron cayendo de rodillas y se pusieron a rezar.

El padre Raimundo de Aguilléres se puso al frente.

—¡Adelante! —exclamó—. ¿No queréis ver la ciudad más hermosa del mundo? ¿No queréis ver Jerusalén?

Lo seguimos todos hasta la cumbre de Montjuic, apelotonándonos en torno a las murallas de la mezquita. La luna volvía a asomar y, a distancia, sobre la cima de los valles más altos, se levantaba la Ciudad Santa. Sus murallas angulares resplandecían con las antorchas; su ciudadela, la Torre de David, centelleaba con la luz que salía de sus mil ventanales y, en la cima, la parte superior de la Cúpula de la Roca brillaba en todo su esplendor y resaltaba bajo la luz de la luna.

El silencio de nuestro ejército era total. Nadie hablaba y todos los ojos estaban fijos en la ciudad. Tres años, mil leguas, veinte mil muertos pavimentaban el camino que nos había traído hasta un lugar santo como aquél. Para algunos la emoción era tan fuerte que no podían reprimir las lágrimas. Muchos rezaban en silencio. Nadie se movía.

Finalmente noté que alguien me tocaba el codo, me volví y descubrí a mi señor Raimundo, que estaba junto a mí contemplando Jerusalén. Sus ojos de viejo estaban arrasados en lágrimas.

—Lo hemos conseguido, Roger —me susurró.

Detrás de nosotros resonó una voz:

—Aún no.

Era Godofredo de Bouillon, que estaba allí meneando la cabeza.

—Juro por Dios que para mí está bastante cerca —añadió con una sonrisa.

Aquella noche acampamos en la amplia cima de Montjuic. Fueron muchos los que no durmieron y que se contentaron con la vista del sol que se levantaba sobre Jerusalén mientras iban comunicándose sus pensamientos y felicitándose. Sin embargo, todos pensábamos más o menos lo mismo: Dios ha querido que viésemos ese día, algún sentido tendrá este hecho.

La salida del sol reveló la enormidad de la tarea que todavía teníamos pendiente. Jerusalén es una ciudad bien defendida tanto por la naturaleza como por la acción del hombre. Por la parte este se encuentra protegida por el valle de Cedrón, por la parte sur la resguarda el largo e inclinado valle de Gehena, que se pierde con sus inextinguibles hogueras de desechos. Hay un tercer valle que guarnece la muralla de poniente. Únicamente por la parte sudoeste, donde las murallas atraviesan el monte Sión, y a lo largo del costado norte, son accesibles las almenas.

Las murallas en sí son dobles, la exterior es baja y gruesa, separada de la interior por un foso ancho y seco, las dos tan altas como las de Antioquía. Son de estilo arcaico, con torres bajas y cuadradas y aspilleras angostas. Esto suponía un cierto alivio, si bien acercarnos a ellas también nos costaría caro. Pudimos darnos cuenta de que estaban guardadas, además, por soldados de piel negra vestidos con túnicas blancas.

Mientras nos preparábamos para reanudar la marcha, llegaron unos jinetes que nos traían misivas. Nos los enviaban las flotas inglesa y genovesa, que habían penetrado en el puerto en Jaffa, ya que la flota egipcia se había retirado. Nos traían la buena noticia de que dispondremos del hierro necesario para construir las máquinas y torres precisas para el sitio. También nos traían cartas. Para sorpresa mía, una de ellas me estaba destinada. Rompí el sello con dedos temblorosos. Empezaba así:

«Faranj, he encargado a uno de tus sacerdotes que escribiera esta carta en mi nombre. No creo que me engañe porque le he pagado generosamente».

La carta continuaba y en ella me informaba de que esperaba un hijo.

La leí una y otra vez, cada vez más frenético y confundido. Nos habíamos acostado por última vez cerca de año nuevo, lo que significaba que debía de faltar poco para el parto. La carta, sin embargo, había sido escrita tan sólo hacía un mes y en ella me decía:

«Me encuentro bien y estoy rebosante de alegría, a pesar de que tengo miedo de afrontar sola el momento que me espera». No era difícil imaginar sus temores siendo como era una mujer soltera y embarazada de un cristiano en la Antioquía de Bohemundo. Sabía que tenía amigos, pero no familia, y que vivía sola. Seguramente estaba aterrada. ¿Qué sería de ella y del niño?

El niño… mi hijo… Aquel hecho me impresionó con tal fuerza que Jerusalén dejó de tener significado para mí. ¡Tenía que volver al lado de Yasmín, no podía dejarla sola en un momento como aquél! Los dos me necesitaban.

El ejército estaba preparándose para ponerse en marcha. Maudire me trajo el escudo y la lanza con su gallardete. Nos pidieron que hiciéramos un descenso de la montaña con toda la ceremonia mientras nos dirigíamos a Jerusalén. Los sacerdotes comenzaron a entonar himnos, los tambores a redoblar y las trompetas a sonar. Los provenzales marchaban tan perfectamente alineados como si estuviesen en un campo de maniobras. Me subí al caballo, empuñé las riendas entre los dedos que me asomaban por los mitones y esperé. Ellos se pusieron en marcha, cantando y agitando las lanzas. Yo comencé a retroceder, incitando a Helim a retroceder cada vez más atrás de la columna hasta que ya nos encontramos solos. Después, así que estuve fuera del campo visual del ejército, arrojé la lanza y espoleé a la yegua y, un momento después, ya nos encontrábamos lanzados ladera abajo hacia el camino de Emaús.

Mis proyectos eran de lo más vago. Primero pensaba dirigirme al puerto, donde buscaría un barco para ir a San Simeón. Con un poco de suerte tardaría cinco días en llegar a mi destino. Yasmín había escrito:

«Parece que la historia va a tu favor. Quizá me mostré excesivamente prudente. Quizá estabas destinado a volver».

Mientras cabalgaba y acicateaba con el látigo a mi caballo, que estaba extenuado, el cielo volvió a encapotarse y se puso a llover. Pero aquello no me arredró, sino que seguí avanzando a través del aguacero hasta que ya fue tan denso y el camino tan intransitable que me resultó imposible seguir. Como estaba haciéndose de noche, busqué un refugio. Delante de mí tenía un negro esqueleto, la catedral de Lydda. Continué a campo traviesa, haciendo camino a través de la tierra empapada, decidido a pasar la noche y a dirigirme a Jaffa con las primeras luces.

Las ruinas estaban abandonadas. Atravesé, montado en Helim, la nave aspectral. Una capilla lateral estaba a cubierto y encaminé el caballo hacia ella, lo cepillé, lo cubrí con una manta y me dispuse a pasar la noche detrás del altar. Pero mis pensamientos no paraban un momento. Había abandonado la expedición, lo cual ahora no me preocupaba en lo más mínimo. Pensé en Yasmín, con su vientre prominente dentro del cual había un hijo mío, sola en Antioquía a merced de los normandos. ¿Cómo iba a abandonarla? ¿Cómo había conseguido convencerme de que la dejase? ¿Qué haría cuando volviera a estar a su lado?

Me envolví con la capa y me acerqué la espada al pecho. La lluvia se colaba entre las losas cuadradas del pavimento, goteaba de las imágenes y se deslizaba por los ángulos de las ventanas. Helim estaba delante de mí y me observaba con aire paciente, como si estuviera habiéndoselas con un loco. Así que el niño naciera, huiría con Yasmín. Iríamos a Constantinopla y haríamos camino hasta Provenza, donde me divorciaría de mi mujer. Después la echaría de casa y viviría con Yasmín y con mi hijo.

Me imaginé a Yasmín en mi mansión, donde yo había vivido todos aquellos años con Juana. Me la imaginé moviéndose entre las habitaciones y paseando por los jardines. Pensé en lo sorprendidos que se quedarían los campesinos y los curas al ver a aquella turca en Lunel atravesando la plaza de la ciudad camino del mercado. Sólo pensarlo me entraban ganas de reír y, mientras me dormía, mis labios dibujaron una sonrisa. Después de una peregrinación tan larga, por fin me daba cuenta de que tenía el camino despejado.

Me despertó una voz:

—¡Roger!

Me puse en pie. Seguía lloviendo, aunque ahora más suavemente. Por el pasillo central, envuelto en una capa púrpura y bajo el goteo que se filtraba a través del techo, avanzaba una figura cuyo rostro quedaba ensombrecido por la cogulla.

—¿Quién eres? —pregunté.

—Raimundo de Tolosa —fue la respuesta.

Mi señor Raimundo entró en la capilla y se bajó la cogulla. Había pasado toda la noche montando a caballo, tenía el rostro salpicado de barro y la capa le chorreaba. Me miró con severidad un momento durante el cual sus cejas plateadas se unieron formando una sola línea que le atravesaba la frente. Ya estaba rompiendo el día, pero hacía un frío espantoso y la lluvia lo hacía lóbrego.

—¿Qué quieres? —pregunté.

Mi voz temblaba, pero yo estaba helado y alarmado al mismo tiempo. En las horas agitadas que había vivido desde la recepción de la carta de Yasmín no había pensado en otra cosa que en ella. Ahora, el hecho de encontrarme cara a cara con mi señor me puso en un estado frenético.

Me miró con fijeza. No era una mirada dura ni acusadora.

—Quiero una explicación —dijo.

—Soy cobarde —le contesté.

Mi señor Raimundo me escrutó con los ojos.

—Te conozco, Roger, y sé que no eres cobarde.

Noté que me abandonaba el aplomo.

—He abandonado a la mujer con la que estaba. Y no sólo la he abandonado sino que, además, está embarazada.

Hizo un lento gesto de asentimiento con la cabeza.

—¿Y ahora vuelves con ella?

Le dije que no me quedaba otro remedio. Se me acercó un paso más pero yo retrocedí. El gesto le sorprendió y se paró. Entre nosotros estaba el altar, dejó reposar la mano en él.

—Roger —me dijo—, el ejército te necesita…

Pero yo lo interrumpí:

—La que me necesita es ella.

—… y yo también.

Me agarré a la espada para sostenerme. La lluvia casi había cesado y en la iglesia vacía resonaban los ecos del agua que resbalaba por las vigas.

—¿Te acuerdas de Bartolomé? —dije—. Aquel niño que vio entre las llamas era el mío.

—¿Y Jerusalén? —preguntó él.

—¡Pues al cuerno! ¡Yo voy tras la vida, no tras un sueño! ¡Tengo un hijo!

Mi señor Raimundo se envolvió en la capa.

—Yo también tengo hijos —dijo—, y los he dejado por este viaje. Espero verlos algún día, una vez cumplido el juramento solemne que hice a Dios.

Lo miré largamente a los ojos y después negué con la cabeza.

—No me convencerás —le dije—. He sido testigo de juramentos que se rompen, he escuchado las mentiras de los obispos, he tenido pesadillas con los ojos abiertos. Esto que me ha ocurrido es un milagro. Es lo que da sentido a mi peregrinación.

—Roger —dijo—, no puedo dejar que rompas el juramento que has hecho a Dios…

De nuevo volví a gritarle:

—¡Dios me llama a Antioquía! No puedes detenerme.

Dio la vuelta al altar. Sin pensármelo un momento levanté la espada hacia él. Se paró, miró fijamente la espada y después me miró a mí. Me temblaba la mano al dirigir la punta hacia su pecho a la distancia del brazo extendido.

—Te mataré si es preciso —le dije.

—Sé que lo harás —dijo asintiendo con la cabeza.

Nos miramos uno a otro durante largo rato. Desde un rincón de la capilla Helim relinchaba de impaciencia. Finalmente mi señor Raimundo se alejó con los brazos extendidos.

—Muy bien —me dijo—, no te lo impediré. Tú tienes tu destino y yo el mío. Me figuraba que eran el mismo.

—No hay destino —respondí.

—Me estoy refiriendo al Santo Sepulcro.

Había una tristeza en su voz que me conmovió pese a mi atormentado estado.

—Supongo que recordarás que cuando yo estaba enfermo y con fiebre te confié mi legado. Mi legado era esta peregrinación, por la que tantos hombres han sufrido y tantos han muerto. No se trataba solamente de nuestros hombres, Roger, sino también de judíos y de turcos, de armenios y de sirios. Sí, claro, a ellos también los cuento. Aquí no hay enemigos, sólo dedos en la mano de Dios. Y ahora tú, en la palma de Su mano, tratando de escapar.

Cuando oí que se iba, la espada tembló más violentamente en mis manos. La sostuve con ellas, pero a pesar de ello no conseguí mantenerla firme.

—Hace tiempo que te vengo observando —prosiguió sin apartar de mí sus ojos—. Los demás hemos hecho una guerra santa, pero tú has hecho dos: una contra los turcos y otra contra ti mismo. ¿Por qué viniste a la peregrinación? ¿Para expiar un pecado secreto? Pues a lo mismo vinimos todos. Sí, Roger, todos hemos venido para conseguir el perdón por algún pecado sobre el cual guardamos silencio. Yo, por ejemplo. Tú sabes que yo no he venido por el Papa ni por Adhémar ni para conseguir riquezas ni para conquistar un reino. ¿A qué crees que he venido?

Le dije que lo ignoraba.

—Vine por miedo —dijo.

—¿Tú? —le pregunté, atónito.

—Sí —replicó—. El miedo que siento ante la muerte es más grande que el amor que me inspira Dios. Esperaba que esta peregrinación me ayudaría a superar este miedo. No ha sido así. No quiero morir, Roger. He pensado en ello y la verdad es que la muerte es una cosa que no está nada bien. Vivimos, aprendemos, construimos. ¿Para qué? Pues para que la muerte se lo lleve todo, para que nos lo arrebate todo. ¿Y nos deje qué? ¿Un par de alas y una sonrisa beatífica? —Meneó la cabeza—. No, no somos más que cadáveres que se pudren en el suelo y cuya tumba visitan únicamente los que se acuerdan de uno cuando estaba en sus tiempos felices. La verdad, Roger, es que odio a Dios, porque Dios creó la muerte y eso es lo único que me espera.

Me parecía increíble. Este hombre al que había seguido, al que había reverenciado, se sentía esclavo de la muerte y vivía en el miedo de ella y odiaba a Dios por este motivo.

—Entonces, ¿por qué sigues en la peregrinación? —pregunté.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —respondió—. O me quedo en casa y me muero o voy a liberar al Santo Sepulcro y también me muero. ¿Cuál de las dos cosas me resultará más remuneradora? ¿Recuerdas que nosotros somos las putas de Dios? Yo hago Su voluntad, no la mía, en la esperanza de que Él no me abandonará cuando me llegue el momento, en la esperanza de que Él existe.

—¿Lo dudas? —pregunté.

—Me queda la esperanza —dijo con una sonrisa—. Tengo esperanza y me agarro a ella. Lo demás es imposible.

Dejé a un lado la espada y le dije:

—Tengo que irme.

Me dirigí al caballo.

—¡Roger de Lunel! Eres padre.

Aquella palabra tuvo la virtud de detener mis pasos. Era la primera vez que alguien me la aplicaba. Yo tenía un padre que estaba en el cielo y ahora me había convertido en padre en la tierra.

—Sí —le dije empuñando las riendas de Helim.

—También eres hijo —continuó.

Me volví hacia él. Estaba junto al altar, a través de una ventana rota por un dintel derrumbado se filtraban los primeros rayos de sol que le iluminaban la plateada cabeza.

—Y de la misma manera que tienes un deber como padre, también tienes un deber como hijo.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

Se me acercó y me cogió del brazo.

—Si dejas esta peregrinación, te desheredaré —dijo con voz imperturbable.

Lo miré fijamente.

—¿Qué me desheredarás? —repetí.

Asintió con la cabeza.

—Jerusalén, el Santo Sepulcro, todo aquello para lo cual viniste al mundo, todo lo que es tu derecho por el solo hecho de haber nacido. Tú has sido un hijo para mí, Roger. Vuelve la espalda a la Iglesia, vuelve la espalda a Cristo si quieres, pero no me vuelvas la espalda a mí, porque la verdad es que, a menos de que seas hijo, no puedes ser padre.

El sol estaba abriéndose paso entre las vigas mojadas y ennegrecidas y a través de las ventanas que chorreaban agua. En lo alto, por encima de nuestras cabezas, la neblina de la mañana iba ascendiendo hacia el cielo. No podía respirar, no podía pensar, sentía que el corazón se me henchía de deseos y remordimientos. Solté las riendas y me senté en el suelo mojado; mi señor Raimundo se arrodilló a mi lado. Apoyé la cabeza en su hombro y me eché a llorar, solté lágrimas de amargura y lágrimas de resignación.

Desde entonces hemos sitiado las murallas de Jerusalén: nosotros, los provenzales, en el sudoeste delante del monte Sión; Godofredo, Tancredo, los flamencos y los normandos en el norte. Hace cuatro días que intentamos un asalto a instancias de un ermitaño del monte de los Olivos, quien dijo que había tenido una visión de Cristo. Fue un desastre, y en la empresa perdimos seiscientos hombres, entre ellos el campesino Gerardo, el último de mi séquito. En un futuro debemos andarnos con cuidado con los visionarios locales. De momento estamos construyendo nuestras máquinas y torres.

He dado a Maudire una carta y cinco besantes de oro y lo he enviado a Antioquía con marineros de la flota genovesa. Tiene que buscar a Yasmín, entregarle la carta y regresar con sus palabras. Le he dicho que, si no quiere ganarse una paliza, tendrá que hacer lo que le he mandado bien y rápido.

Estamos acampados en la plaza conocida como la Ciudad de David, junto a la Fuente de Gihón y el Túnel de Ezequías. Mi pabellón da al lago de Siloé, donde Jesús dijo que se lavase los ojos el ciego que Él había curado. Es una estrecha hendidura abierta en la roca por los israelitas durante el sitio de los asirios. El agua discurre clara y tranquila, pero ha sido envenenada por los egipcios y varios de nuestros hombres yacen muertos en ella. Es una vergüenza que una fuente tan antigua como ésta nos sea hasta ese punto inaccesible.

29 de junio

Las cosas no nos salen como querríamos. Sopla del desierto un viento cálido de tormenta que lo ahoga todo en polvo. Los animales que se quedan a la intemperie sucumben muertos a las pocas horas, los ojos escoriados y las bocas cegadas por la arena. Padecemos una sed terrible. Hay que ir a buscar el agua al río Jordán, que es transportada a lomos de los camellos en bolsas de cuero. Los hombres pagan lo que sea por una de esas bolsas.

Entretanto sigue adelante la construcción de las torres y máquinas. El campamento es como un inmenso taller de velas, instalado al aire libre y azotado por un vendaval de polvo. Los hombres trabajan con los martillos y las barrenas de mano hasta que ya no pueden respirar, después otros ocupan su sitio. También yo he ocupado mi sitio, sudando como un trabajador corriente desde que se levanta el sol hasta la noche. Lo hago sin protestar, ya que de ese modo tengo ocupados los pensamientos y desahogo mis energías y después puedo dormir.

Aquí estamos construyendo una enorme torre sobre ruedas que cubrimos con pieles frente a las flechas de fuego griego de los egipcios y turcos. Todos los animales innecesarios son sacrificados y los que mueren son despellejados al momento. Se recoge la sangre en cisternas y después se cierra herméticamente en tarros de arcilla que nuestras catapultas disparan a la ciudad. Estamos bañando en sangre Jerusalén y bombardeando la ciudad con las cabezas de los animales decapitados con el solo objeto de disuadir a los defensores. En respuesta, ellos se burlan de nosotros desde las murallas: cuelgan crucifijos de las almenas y se orinan en ellos, profanan igualmente delante de nosotros las estatuas de santos y las efigies sagradas de las iglesias. Es una extraña guerra de ideas la que se libra entre nosotros.

Hace diez días que sopla el viento. No estamos acostumbrados al viento e improvisamos medios para protegernos de él. En estos momentos nadie podría decir qué diferencia hay entre los turcos y nosotros, ya que llevamos turbantes y nos cubrimos las caras con chales. Pero el polvo se mete por todas partes, se nos introduce en la ropa, en la comida, en los ojos, oídos y en la boca, incluso en las partes. Hay noches en que me cuesta grandes dolores poder orinar porque tengo incrustadas en el miembro partículas de polvo casi invisibles, cortantes como vidrios. En el campamento no se mueve nadie a no ser por necesidad y los que se mueven parecen fantasmas que lucharan contra el viento para conseguir avanzar.

En la muralla norte los hombres de Godofredo han construido un ariete. Es un tronco de árbol provisto de un pico de hierro y suspendido de cadenas. Se han situado en la muralla exterior y sus soldados lo mueven constantemente, sesenta hombres que arremeten con la máquina hacia adelante y hacia atrás. Cuando golpea la muralla produce un ruido sordo que se oye desde nuestro campamento y que no cesa un momento ni de día ni de noche.

Este golpe constantemente repetido desde el alba hasta el anochecer ha vuelto loco a más de un soldado y, aunque amortiguado por la arena que vuela, mide las horas del día y martillea nuestros sueños. Es como una especie de tortura que no cesa ni un momento. Ahora mismo, mientras escribo, oigo el golpe repetido y también el ruido del viento que azota los flancos de mi pabellón. El polvo amarillo ya empieza a insinuarse a través de las costuras, se acumula en los pliegues de las páginas, parece que quiere apagar la vela. Y entretanto siguen, imperturbables, los golpes mientras las paredes reverberan como un cirujano que fuera taponando el hueso expuesto de una pierna amputada.

5 de julio

Hoy ha llegado la noticia de que desde el sur se acerca un ejército egipcio. No es más que un rumor, pero probablemente es verdad. Antes de que llegásemos, la guarnición dispersó sus rebaños en lugar de hacerlos entrar en la ciudad, lo que significa que no esperaban un sitio prolongado.

Nuestra torre está casi terminada y ya funcionan nuestras máquinas. Hemos conseguido desalojar a los turcos de las murallas, por lo que ahora nuestros zapadores ya pueden empezar a demoler la muralla externa. En los ejércitos ha surgido un ritmo: sus arqueros disparan contra nuestros hombres y nosotros les respondemos con piedras. Hay una pausa mientras nuestros zapadores se esfuerzan en la muralla y entonces los turcos vuelven a la carga. En cada uno de estos encuentros hay una docena de hombres que mueren o resultan heridos. Y así sigue el día entero.

Esta tarde por poco me matan. Yo estaba trabajando en la torre, que ha superado la altura de la muralla interior y debe de pesar varias toneladas. Es una maciza caja vertical atravesada por vigas que la recorren en todas direcciones y cubierta con pieles de animales. El aire del interior es casi irrespirable y nadie aguanta trabajar en ella más de una o dos horas. Me encontraba en la parte superior de la torre ayudando a los ingenieros griegos a sujetar las cuerdas que aguantan el puente cuando se soltó una y me fue a dar en los pies. El golpe me tumbó y un momento después me vi arrastrado hasta el borde mismo del andamio. Un griego se agarró a mí y cayó en el suelo, otro se agarró a él y, no había transcurrido un momento, cuando ya se había formado toda una cadena humana que se extendía desde el puente y atravesaba los andamios donde yo yacía sin sentido, colgado del borde de los mismos.

Todo el mecanismo de poleas y contrapesos se fue al garete y sólo gracias a mi cuerpo se libró de venirse abajo de costado. Los griegos parecían más solícitos que yo con el mecanismo y, cuando finalmente consiguieron volverse para liberarme, la cuerda se me había hundido tan profundamente en la pierna que hubo que cortarla para desincrustarla de la carne. Sufrí la humillación de que tuvieran que bajarme de la torre en una cesta y ahora tengo que caminar con una muleta.

Pedro de Roaix ha tenido la amabilidad de prestarme uno de sus escuderos, un joven llamado Guiberto. Yo no quería escudero, ya que prefería estar solo y hacerlo todo sin ayuda de nadie, pero soy un inválido y el muchacho es bastante tranquilo. No quiero estar ocioso y me obligo a salir, ya que ahora que el viento ha parado hay muchas cosas que mantienen a uno ocupado.

9 de julio

Hemos tenido muchos contratiempos. Un sacerdote llamado Desiderio, normando y que tiene fama de visionario, declaró que se le había aparecido el obispo Adhémar, que sigue en el infierno, y le había dicho que nos ordenaba que observásemos el ayuno y peregrinásemos alrededor de la ciudad. Los capitanes celebraron un consejo, recapacitaron con calma acerca de la petición del sacerdote y decidieron que no podía perjudicarnos en nada. En consecuencia, hemos dado un bonito espectáculo a los turcos.

Ayer, capitaneado por los clérigos, todo el ejército se reunió delante de la puerta de San Esteban para hacer una procesión. Todos los hombres iban descalzos —lo que a mí no me vino mal porque sigo con el tobillo hinchado— y todos llevaban túnicas sencillas, iban con la cabeza descubierta y pocos llevaban armas. Así que los tambores comenzaron a redoblar y a sonar las trompetas formamos una procesión y, cantando himnos y rezando, pasamos bajo las grandes torres de la muralla norte, seguimos más allá de las catapultas de los normandos, rodeamos la puerta de Jaffa hasta llegara nuestras filas y seguimos ladera arriba por el monte de los Olivos.

Allí, con lágrimas en los ojos, Pedro el Ermitaño anunció que el papa Urbano está enfermo y que probablemente morirá. La noticia fue motivo de congoja para muchos. El Ermitaño insistió en que el Santo Padre sólo se entretiene para enterarse de nuestra victoria, que ya no puede tardar. Después Desiderio, que está gordo y tiene unos labios gruesos y babeantes, nos dijo que Adhémar ha prometido que dentro de nueve días Jerusalén habrá caído en nuestras manos.

Como el monte de los Olivos es un lugar sacro, no hemos arrancado los árboles y yo me he tumbado a la sombra de uno de ellos mientras escuchaba los sermones y observaba a un halcón que huía en vuelo serpenteante hacia el norte. Cuando han terminado las ceremonias y nos hemos marchado he calculado que el pájaro ya debía de estar avistando Antioquía y mi corazón ha volado con él.

13 de julio

Esta noche se iniciará el asalto. Ya he empezado a prepararme. Guiberto y el médico han dispuesto un arnés para sujetarme la pierna y poder andar, ya que dudo que pueda ir a caballo.

Maudire ha regresado de Antioquía. Ha vuelto con los marineros que han traído el brazo amputado de san Jorge, reliquia que llevaremos con nosotros durante la batalla.

Yasmín ha sido vendida como esclava. Bohemundo ha decidido desembarazar la ciudad de turcos y repoblarla de cristianos. La noticia me ha sentado muy mal y he golpeado a Maudire con los puños conminándole a que me dijera a qué sitio la habían llevado. Pero es imposible saberlo. Podría estar en cualquier parte, desde Siria a Egipto o a Europa.

No hay más que decir. He perdido tanto a mi mujer como a mi hijo. En algún lugar del mundo habrá una parte de mí que yo no conoceré nunca. ¿Qué me queda? Nada, sólo Maudire, que está agazapado en el suelo con el labio partido y sangrando. Le he dado orden de que, si me matan, queme todas mis posesiones y sacrifique a mi caballo Helim, de cuya carne pueden alimentarse los prisioneros de nuestro ejército.

14 de julio

Alrededor de mí no hay más que muertos, aplastados por rocas o traspasados por flechas. Yo estoy tumbado en el foso que separa las dos murallas y me encuentro rodeado de cadáveres. Anoche las trompetas resonaron a ambos lados de la ciudad y los zapadores se precipitaron a llenar la zanja con los escombros de la muralla exterior. Todos han sucumbido a los proyectiles. Mi señor Raimundo se quedó junto a las ruinas de la muralla arrojando puñados de oro y ofreciéndolo a todo aquel que estuviera dispuesto a volver a reconstruirlas. Arrojó el oro sobre los montones de piedras y veintenas de soldados se lanzaron a cogerlo.

Nosotros nos quedamos atrás, en la torre, mientras los turcos nos acribillaban desde arriba. Sus arqueros trataron de incendiar la torre, pero nuestros hombres se encaramaron por los lados para arrancar las flechas encendidas con las manos desnudas. Nuestros arqueros y nuestras catapultas volvieron al fuego y el aire se pobló de proyectiles. Abajo, en la zanja, había cien o doscientos hombres que cayeron muertos o heridos. Sus cuerpos fueron cubiertos inmediatamente de piedras a fin de abrir un paso hacia la torre.

Por fin mi señor Raimundo dio la señal y nosotros avanzamos la torre. Toda una recua de mulas atadas con cuerdas tiraban de ella con denuedo mientras cincuenta hombres empujaban desde atrás. Yo gritaba como un loco, hasta que el gran artefacto dio un bandazo, después se deslizó hacia adelante resbalando por el talud y acabó por caer en el foso sobre el lecho de piedras.

Podíamos oír el griterío de la lucha en el lado opuesto de la ciudad. Los ejércitos sumados de Godofredo, los dos Robertos y los hombres del norte, después de abrir brecha en la cortina exterior con el ariete, avanzaron sus torres en dirección a la muralla. Desde el interior de Jerusalén se levantó un penacho de humo que fue levantándose hacia el cielo y seguidamente negras rachas comenzaron a elevarse por doquier.

En el fondo de la zanja el esfuerzo fue haciéndose cada vez mayor. La torre se inclinó, se bamboleó al tiempo que avanzaba sobre las rosas. Debajo de las ruedas morían aplastados soldados de los nuestros, las mulas caían atontadas por los pedruscos o víctimas de dos, tres, diez andanadas de flechas. Cada vez que caía una era desprendida y caía rodando en la zanja.

En las murallas egipcios y turcos luchaban frenéticamente. Tras abandonar las catapultas, se dedicaron a arrojar piedras con las manos. Había caído la noche y toda la escena se desarrolló a la luz de las antorchas, los arcos de fuego que trazaban las flechas encendidas y los fuegos que ardían en la ciudad. Cuando la torre llegó a la muralla interior ya no quedaba una mula viva y había cien hombres que se ocupaban de las cuerdas. Los turcos arrojaban fuego griego que se pegaba a la piel, ardía y llenaba el aire con el olor apestoso del azufre y de la piel quemada. Se trajeron escaleras y, entre grandes aclamaciones, nuestros hombres las colgaron de las murallas y empezaron a subirlas por las escalas. Inmediatamente cayó sobre ellos una lluvia de piedras tan intensa que ni un solo hombre llegó a las almenas.

Entretanto los egipcios habían arrojado cuerdas por encima de la parte superior de la torre y trataban de derribarla. A una orden mía, Pedro de Roaix tomó a un escuadrón de caballeros rampas arriba, que cortaron las cuerdas con sus espadas. Cada vez arrojaban más y todas eran segadas. Pedro lanzó un grito de desafío a los turcos y, en el mismo instante, una piedra le dio en la cabeza. Se dirigió tambaleándose al borde de los andamios y se agarró a las cuerdas. Le grité que bajara, pero justo en aquel mismo instante un dardo[102] lo alcanzó en plena cara. Levantó las manos y arremetió fuera de la torre, su cuerpo cayó sobre las piedras, muy cerca del sitio donde yo estaba.

Me apresuré a acercarme a él. Estaba boca arriba y tenía un brazo doblado debajo del cuerpo. El dardo le había penetrado por debajo del ojo y le había salido por detrás de la oreja. Puso los ojos en blanco pero, cuando levanté la cabeza, me miró.

—El Santo Sepulcro… —dijo.

Llamé a los soldados para que se lo llevaran pero cuando lo levantaron del suelo me di cuenta de que estaba muerto.

La lucha se prolongó hasta muy entrada la noche y hasta que los dos bandos cayeron exhaustos. En estos momentos nos encontramos atrapados en la base de la muralla, arracimados en torno a la torre que nos brinda una cierta protección. De cuando en cuando los turcos arrojan una piedra desde lo alto de la muralla y se escucha un golpe sordo cuando va a dar en un cuerpo muerto o un grito cuando alcanza uno vivo.

Acaba de llegar Maudire trayéndome comida. Le daré este libro para que me lo guarde, ya que tengo la impresión de que éste va a ser el último asalto. O mañana saltamos la muralla o no quedará uno vivo para contarlo. Quiero pedirle perdón por la paliza que le pegué ayer, ya que no era culpa suya. La culpa era exclusivamente mía.

1 de agosto

Jerusalén

Mañana saldrá una expedición al mando de mi señor Raimundo para hacer frente al ejército egipcio. No participaré en ella. Mi señor Raimundo me ha cogido la mano y me ha deseado suerte. Me voy de Jerusalén.

¿Qué ha pasado? Pues esto.

Pasamos la noche en la zanja que hay debajo de la muralla y por la mañana reanudamos el asalto. No estaba en condiciones de subir a la torre, por lo que congregué medio centenar de caballeros a lo largo de la zanja que conduce a la puerta de Sión. Allí, agachados debajo de nuestros escudos, esperamos a que fuese tomada la muralla y nos abrieran la puerta. Durante la noche los turcos habían vuelto a hacer acopio de municiones y habían dejado la ciudad sin proyectiles de ninguna clase. Mientras observábamos lo que pasaba, sobre nuestros hombres cayó toda una lluvia de piedras y de metal, al tiempo que desde nuestras filas las catapultas vomitaban piedra tras piedra sobre ellos.

Una cuadrilla muy activa montó la torre, los griegos tendieron el puente, pero los turcos ya estaban preparados, lo bloquearon con maderos y lanzaron una poderosa racha de flechas al exterior. Levantaron catapultas para sacar los maderos, pero al poco rato ardían presa del fuego griego. Turcos y cristianos se lanzaban improperios a través de un espacio no más ancho que un carro de bueyes. La lucha continuó durante una hora, después ya fueron dos y, finalmente, tres.

Enviaron una escuadra ligera a lo largo de la muralla para desalojarnos, pero yo ordené que se armasen catapultas para dispersar a los hombres. A partir de aquel momento nos sentimos seguros bajo el saliente del puente, aunque al poco rato llegó hasta nosotros un tremendo estrépito desde el extremo más lejano de la ciudad. Aumentó la algarabía, que fue acercándose y haciéndose más tumultuosa. Godofredo había abierto brecha y sus hombres entraban atropelladamente en Jerusalén. Una hora más tarde el general egipcio Iftik-har había enviado mensajeros a mi señor Raimundo pidiéndole misericordia para él y sus soldados. Raimundo aceptó enseguida, se bajó el puente de la torre y nuestros hombres se precipitaron a las murallas. Diez minutos más tarde se abría la puerta de Sión.

Me abrí paso hacia el puente mientras los caballeros se arremolinaban hacia la ciudad. Caminaba con dificultad. Ya dentro, la guarnición corrió hacia la Torre de David, situada en la ciudadela, donde mi señor Raimundo les había brindado seguridad. La batalla se había suspendido, pero no las matanzas.

Libres en Jerusalén, nuestros hombres se sentían frenéticos. Mataban todo lo que se movía, hombre o mujer, niño o animal. Cuando me abrí camino a lo largo del amplio paseo que conducía al centro de la ciudad me pareció encontrarme como sonámbulo. Estaba agotado, me sentía vacío, exangüe. Me saqué el casco y la cofa y me libré de la carga de la espada dejándola caer a mis pies. Caminaba como en sueños, internándome cada vez más en aquella ciudad machacada, sin saber a dónde iba.

Llegué al final a una muralla baja cuya puerta de madera había sido arrancada. Dentro encontré un espacioso patio de tierra removida que se inclinaba hacia una roca. Al pie de la misma había varios caballeros arrodillados rezando. Según me dijeron, era la roca del Gólgota, el lugar donde había tenido lugar la crucifixión. Levanté un momento la vista, bizqueando a causa de la luz turbia y después seguí mi camino en dirección a una cúpula de piedra áspera, medio enterrada en el suelo. Frente a la confusión que había reinado en la ciudad, en aquel lugar había una extraña tranquilidad. En la parte exterior de la entrada había unos cuantos soldados arrodillados en el suelo que estaban llorando. Los miré sin comprender muy bien lo que les ocurría. Ninguno de ellos se atrevía a entrar y uno, al acercarme, me agarró por la sobreveste.

—¡El Santo Sepulcro! —me dijo en un respetuoso susurro.

Me detuve para poder examinarlo. No tenía puerta, tan sólo una estrecha hendidura en la roca y el interior estaba completamente a oscuras. Desasí la sobreveste de manos del soldado y me dirigí al Sepulcro. En la entrada había tres toscos escalones. Agaché la cabeza y entré. El aire olía a yeso y la verdad es que las paredes eran blancas. Apenas había sitio para permanecer de pie. El suelo era de tierra, húmedo y oscuro. Dentro, me encontré solo.

La pierna, en el lugar donde la cuerda la había hendido, me dolía, al igual que la espalda a causa de la herida que recibí en Arqa. Me agaché, extendí la pierna, afiancé la espalda con grandes dificultades y me apoyé en la pared. Durante un buen rato el silencio fue absoluto. Cerré los ojos y aspiré una profunda bocanada de aire. No me había dado cuenta de lo muy cansado que estaba.

Transcurridos unos minutos volví a abrir los ojos y miré alrededor. Nada, tan sólo la oscuridad, la tierra húmeda y aquel olor rancio a yeso. ¿Era, de verdad, el Santo Sepulcro? ¿Había recorrido tan largo camino sólo para aquello? Faltó poco para que me echara a reír. Allí no había nada y yo estaba en el mismo centro de la nada. Aquí, pues, estaba mi verdad: una angosta sepultura. Sonreí. Después me tendí de costado, me acurruqué en torno a la espada y caí dormido.

Por la mañana me despertaron unos sacerdotes que querían saber quién era. Les dije que no lo sabía. Me ayudaron bruscamente a ponerme en pie y me sacaron de allí.

Más allá de la muralla baja seguía perpetrándose la carnicería. Había muertos por todas partes, la gente era asesinada en su propia casa, en la plaza pública, en los comercios, en las calles. Todo estaba sembrado de brazos, piernas y cabezas. Los soldados iban de casa en casa asesinando y saqueándolo todo. Importaba poco que los ocupantes fueran cristianos, musulmanes o judíos, allí no se salvaba nadie.

Al descubrir el gallardete de mi señor Raimundo ondeando en la ciudadela de la Torre de David me dirigí sin tardanza hacia ella. Era una fortaleza impresionante, con hileras serpenteantes de almenas y todo un conjunto de torres cúbicas apelotonadas unas sobre otras y llenas a rebosar de personas, vivas y muertas. Los egipcios, a los que habíamos prometido protección, eran masacrados por los soldados de Godofredo, que esperaba quedarse con la fortaleza para su uso personal. Nuestros hombres se habían apresurado a pararles los pies y nuestros hombres y los suyos estaban ahora enzarzados en una batalla campal.

Por fin apareció mi señor Raimundo con la intención de empuñar las riendas. Lo primero que hizo fue ponerse a gritar para acabar con las matanzas. Después me vio y se apeó del caballo.

—Roger, ¿estás herido? —preguntó.

Respondí con un movimiento de la cabeza y me sonrió con aire sombrío.

—Hemos ganado —dijo.

—¿Ganado? —exclamé.

—Sí, Dios sea loado. ¿Has visto el Santo Sepulcro?

Respondí que sí.

—¿Cómo…? ¿Cómo es? —dijo con voz titubeante.

—Está vacío —repliqué.

Se dice que han perecido cincuenta mil hombres a nuestras manos. En la ciudad hay hogueras que no se apagan ni de día ni de noche y las calles siguen llenas de cadáveres. Por ellas se mueven sacerdotes que buscan los lugares sagrados para protegerlos, mientras los caballeros van arrodillándose por todas partes y rezan, besan las piedras o lloran en los lugares donde estuvo Nuestro Salvador o donde hizo algún milagro. La ciudad ha sido saqueada de reliquias. Se han quemado todas las mezquitas y sinagogas.

Esta mañana, en la plaza del mercado, los obispos presidieron las torturas infligidas a los monjes griegos que se ocupan del Santo Sepulcro. Parece que ellos son los únicos que conocen el paradero del fragmento de la Verdadera Cruz que se habían negado a dar a conocer. Hicieron desnudar a los monjes y les introdujeron hierros candentes por el recto, les cortaron los párpados y les extirparon los pezones. A pesar de todo, siguieron sin hablar. Finalmente, Arnulfo de Rohes, el que denunciara la Lanza, se acercó a un joven novicio, cogió el pene del muchacho con su guante cubierto de pedrería y lo presionó con la daga. Los demás monjes, todos viejos, le imploraron que guardara silencio, pero el muchacho confesó. El fragmento de madera estaba escondido en una hornacina secreta en la capilla del Santo Sepulcro y ahora viaja con nuestro ejército para ir al encuentro de los egipcios.

El puerto de Jaffa está en nuestras manos. Mañana me voy a Antioquía. A partir de aquí sabe Dios qué será de mí. Cierro este libro e ignoro si volveré a escribir en él[103].

Agosto de 1099

Antioquía

Tengo dificultades para andar. Las heridas sufridas en la pierna y espalda, así como la antigua herida de la flecha me han convertido casi en lisiado. He vuelto a la casa de la puerta baja y la he encontrado ocupada por una familia de cristianos sicilianos. No sabían nada de la mujer que antes la ocupara. Fui a ver a los esclavos de la plaza del mercado. Uno, un musulmán llamado Salan, recordaba a una turca embarazada y cree que fue vendida en un lote junto con otros inválidos a un emir de Bagdad. Intentaré llegar a este sitio, aun cuando me ha dicho que, después del parto, seguramente fue vendida de nuevo, ya que sumado al del niño su precio sería más alto.

Diciembre de 1099

Bagdad

Se acerca Navidad, aunque en esta ciudad no hay sitio donde celebrarla. He sufrido mucho en manos de los musulmanes, he estado dos veces en la cárcel, una vez en Damasco y otra aquí en Bagdad. Ahora ya conozco bastante la lengua para desenvolverme en ella y he sabido por un médico que el niño nació en septiembre u octubre en casa de un emir llamado al-Mustazhir. Cuando fui a verlo, me apresó y me metió en la cárcel. Desde allí fui enviándole una petición tras otra pidiéndole información.

Finalmente dio orden de que me liberaran y me llevaran ante su presencia. Su palacio era espléndido. Me dijo que la mujer había tenido un niño y que, así que estuvo en condiciones de viajar, fue enviada a un mercader de Basra.

19 de marzo de 1100

Basra

Hoy es la fiesta del santo patrón de los padres, el padre de Cristo, san José. He llegado aquí a través de complicadas etapas. Mi salud ha empeorado, al igual que mi estado espiritual. He viajado al país de los musulmanes y, desde el lugar donde estoy sentado debajo de un naranjo, puedo ver el mar de Persia, con sus velas romboidales y sus largas barcas de juncos.

Se los llevaron. He conocido al mercader que los trajo hasta aquí, un hombre llamado Hasán. Lleva un registro muy minucioso y me ha mostrado el libro en el que fueron inscritos. El veintiuno de enero fueron trasladados por un negrero para ser revendidos en uno de los mercados de la India. Es imposible seguirlos. En cualquier caso, lo es para mí.

He vivido los últimos meses como un mendigo, ganándome la vida contando historias de nuestra expedición. Algunos de los que me escuchan me dan monedas, otros me escupen. Ahora me dirijo a Provenza, ya no sé a qué otro sitio podría ir.

Otoño, año 1100

Éste es el final de mi libro. Regresé a Lunel por Brindisi y Marsella, llegué el día de la fiesta de la Asunción, exactamente cuatro años después de haber emprendido el viaje. Tal como esperaba, hace tiempo que me habían dado por muerto, y al llegar a mi casa, se produjo una gran conmoción. Los labriegos se apartaban de mí como si fuera un fantasma y Juana se desmayó.

Estuvo mucho tiempo negándose a reconocerme. También ella ha cambiado. Está más delgada y cuida mucho más de su aspecto, ya que su marido, el duque de Arles, forma parte del consejo del rey Enrique de Francia. Estaba en París cuando llegué, justo cuando ella se disponía a reunirse con él, ya que el príncipe Hugo de Vermandois va a ponerse al frente de una nueva peregrinación. Ha sido convocada por Godofredo de Bouillon, elegido para gobernar la Ciudad Santa, aunque ha muerto y ahora Balduino es rey de Jerusalén. Mi señor Raimundo hará de asesor de la expedición, cuyo propósito es rescatar a Bohemundo, que se ha convertido en cautivo de los turcos. El duque de Arles será el segundo en la categoría de mando. Juana había prometido que lo acompañaría hasta Antioquía, pero mi llegada dio al traste con todos los planes.

No he puesto el matrimonio en tela de juicio. Tengo mala salud y, como mis derechos han sido trasladados a su marido, carezco de recursos. Tampoco quiero luchar. Lo único que quiero es vivir de mis tierras y morir en paz.

Con permiso del duque, actualmente ocupo un anexo de la propiedad en que vivió en otro tiempo el campesino Gerardo, el que se ocupaba de las cisternas y cayó delante de Jerusalén. Estaba totalmente en ruinas pero lo he restaurado con mis propias manos.

Hago el trabajo que puedo en la finca y procuro mantenerme al margen de la familia. Pese a todo, los hijos de Juana no dejan de atormentarme, de llamarme «inválido» y de imitar mis andares. Yo, sin embargo, no les hago el menor caso. Merezco más que esto de los niños, pero creo que ahora estoy mejor preparado.

En cuanto al futuro, no pienso en él. Sobre el pasado, no dejo un momento de reflexionar. La tumba estaba vacía, al igual que yo. Allí no había nada, como tampoco aquí. He vivido una gran tempestad y ahora me he hundido en el fondo del mar, donde únicamente reina la calma. A veces, bajo el sol, me pongo a recordar: un lugar, un poema, un par de ojos. Toda la violencia ha caído en el olvido, todo lo que queda es paz.

Escribo todo esto a la luz de una vela que casi se ha extinguido, bajo la ventana de mi habitación. En las montañas que atisbo a lo lejos, las hojas se vuelven uniformes mientras las contemplo, la vida huye de ellas para volver a la tierra, de la que volverá a surgir en primavera.

Me voy a acostar, no escribiré más. Esta noche, como todas las noches antes de dormirme, aunque no rece ninguna oración, tenderé la mano hacia los dos, cogeré los dedos de ella y besaré el rostro de mi hijo, ese ser al que no he visto nunca pero que no puedo apartar de mis pensamientos.