2 de junio

Será hoy o nunca. Bohemundo, temeroso de los espías, nos ha prohibido que hablásemos a nadie del plan. Su traidor espera dentro de las paredes, sin duda aún más ansioso que nosotros. Han dicho al ejército que tomaremos el camino de Edesa para interceptar la marcha de Ker-boga y presentarle batalla. Todos lo consideran locura, y Esteban de Blois, que ha preparado tan asiduamente la huida, estima que es un auténtico desatino. Insiste en que se cumplan los primeros estadios de su plan, gracias al cual conseguirá que se retiren los soldados franceses de Hugo de Vermandois hacia Alejandreta. Nadie de nosotros se sorprendió de que el príncipe Hugo se hubiera presentado voluntario para realizar la azarosa empresa de ser el primero en abandonar la ciudad.

Mi señor Raimundo ha argumentado en términos encendidos que el conde Esteban debía abandonar la retirada, pero Bohemundo, con igual pasión, se ha negado diciendo que nosotros procederíamos mejor sin los franceses a nuestras espaldas. Así pues, mientras una parte del ejército se prepara para retirarse, los demás se preparan para avanzar. Seguro que nunca ha habido un ejército que haya emprendido una campaña así.

Todo el mundo está furioso y desconcertado. He tenido que amenazar a mis hombres para hacerlos entrar en vereda, esgrimiendo el argumento de la condenación y engatusándolos con vagas promesas de una victoria rápida. Deben de haberme tomado por un loco. Mansur no ha dicho nada, pero se ha dispuesto a preparar mis cosas y a enjaezar a Fatana al tiempo que me dirigía miradas interrogativas. Yo me he mantenido reservado, porque aquí nadie debe sospechar lo que nos llevamos entre manos.

Nos pondremos en marcha antes de que anochezca, a fin de que los turcos de Antioquía se den cuenta de nuestra marcha. El plan se basa en el engaño, y todo —nuestro ejército, nuestras vidas, nuestra santa peregrinación— depende de un turco anónimo que se encuentra dentro de los muros de Antioquía. Si nos engaña, todos seremos aniquilados. Entonces mañana mismo a esa hora es posible que me desuellen vivo o que me vendan a Oriente como esclavo. Pese a todo, sigo con mis preparativos con la mayor frialdad, igual que he hecho siempre en el campo de prácticas o en los prados de Provenza. Odio esta guerra a traición, yo querría enfrentarme con mi enemigo, medir mis fuerzas con él, matarlo o que me matase, pero eso de hacer que la victoria dependa de una mentira me parece una debilidad.

El mismo día, más tarde

Estoy escribiendo a toda prisa. Hemos llegado a la orilla del lago de Antioquía, donde en febrero libramos nuestra gran batalla. El ejército está ahora fuera del alcance de la vista desde las murallas de la ciudad y, como ya ha caído la noche, volveremos hacia el norte y el oeste y nos acercaremos a las puertas de San Jorge y del Puente.

Acaba de visitarme mi señor Raimundo para encomendarme una comisión urgente y de gran importancia. En plena noche un escuadrón de hombres escalará las murallas y entrará en la ciudad, apoyado por el traidor del conde Bohemundo. Al principio Bohemundo quería enviar únicamente a sus normandos de Sicilia, pero ni Godofredo ni el obispo Adhémar ni mi señor confían en él hasta ese punto. Insisten en que el escuadrón debe estar formado por hombres de todos los ejércitos. Mi señor Raimundo me ha dicho que Bohemundo estaba furioso y lanzaba maldiciones, aunque acabó por doblegarse. Así pues, tengo que acompañar a los soldados que invadirán la ciudad y abrir las puertas a nuestros hombres.

Es para mí un honor, pese a lo repentino, y no veo muy claro qué se espera de mí. Iré a encontrarme con Bohemundo y recibiré de él las instrucciones.

4 de junio

Supongo que tendría que explicar con cierto detalle todo lo sucedido aunque, si he de ser franco, me faltan arrestos para hacerlo.

En la noche de nuestro asalto acompañé a mi señor Raimundo a una reunión con el conde Bohemundo y demás líderes. El conde se encontraba en un estado de gran agitación. Escupió al verme y dijo que yo supondría un estorbo. Creo que hasta me habría cruzado la cara con los guantes de no haberlo frenado el conde Godofredo y haberle dicho que se limitara a darme instrucciones.

En un otero que domina el río Orontes estaban reunidos sesenta jinetes y nobles. Era casi luna llena y observamos a Bohemundo, que desplegó un pergamino en el que vimos esquemáticamente trazadas las murallas de la ciudad. Mientras escuchaba sus palabras me fijé en mis compañeros: eran una muestra representativa del ejército, formada por normandos, germanos, britanos, españoles e ítalos. Nuestro capitán sería un caballero de Roma que hablaba griego, elegido, como cabe suponer, por el obispo Adhémar.

—Y ahora escuchad con atención, hijos de puta —comenzó el conde Bohemundo—, el hombre se llama Firuz y os echará una escala. Una vez dentro, tenéis que mandarme recado. No hagáis nada hasta que yo haya llegado. Como alguno de vosotros haga algo sin mí, le rebano los cojones. ¿Está claro? Y ahora ya os podéis marchar. Y por el amor de Cristo, dejad aquí los escudos, dejad todo lo que pueda hacer ruido.

Montamos en los caballos y nos dirigimos hacia la muralla de poniente. La retaguardia del ejército seguía en el camino y, cuando pasamos junto a las filas de soldados, les oímos murmurar acerca de lo errónea que era la contramarcha.

—Oye —me dijo un hombre—, ¿y eso qué es? ¿El camino del infierno?

Entre las primeras filas y las Hermanas había una hondonada de un centenar de varas. Los hombres estaban tan apretujados que nadie podía sentarse ni arrodillarse. Dejamos los caballos y nos dirigirnos hacia la parte frontal, siguiendo la orilla del río hasta los refugios más extremos de nuestro antiguo campamento. El ítalo nos hizo un gesto para indicarnos que lo siguiéramos.

Nos deslizamos entre los refugios abandonados, moviéndonos como sombras de una tienda a otra, agachados y procurando no hacer ruido. Ante nosotros se erguían las murallas de Antioquía, más altas y amenazadoras a medida que íbamos acercándonos. En siete meses no me había aventurado a estar tan cerca de las almenas. Parecían perforar el cielo y, desde las torres, podíamos oír los pasos y las voces de los turcos. La noche era pavorosa y daba la impresión de que todos los sonidos se amplificaban. Cuando dejamos atrás el campamento, avanzamos arrastrando la barriga por el suelo.

—¡A la derecha, a la derecha! —clamaba el ítalo, repitiendo la frase en cuatro lenguas diferentes.

Lo seguimos a través de la ladera de una zanja y no habíamos recorrido diez varas cuando me di cuenta de que estábamos arrastrándonos por el cementerio de los turcos. Aquellos mismos huesos cuyo resplandor yo había visto de noche nos rodeaban ahora por todos lados y debíamos movernos con muchas precauciones para no perturbarlos. Asomaban en la tierra brazos, torsos y cabezas, muchos todavía con la piel y la ropa pegadas a los huesos y algunos con los ojos abiertos, fijamente clavados en nosotros cuando pasábamos por su lado.

Aspettate! —gritó nuestro guía.

—¡Esperad! —traduje.

Nos encontrábamos en la zanja situada debajo de la muralla. El ítalo se deslizó sigilosamente en el agua. No tocaba fondo, por lo que se echó la espada sobre la espalda y nadó en dirección a la orilla opuesta. Los demás lo imitamos. Cuando ya me preparaba para atravesar la zanja, un joven caballero lorenés me agarró por la manga.

—Señor —me murmuró—, no sé nadar.

No podía abandonarlo, por lo que le hice un gesto para indicarle que se agarrase de mis hombros. Nos deslizamos juntos orilla abajo y empezamos a cruzar el foso, el joven agarrado a mi espalda, más asustado del agua que de los turcos. Pesaba mucho y tiraba de mí hacia abajo, por lo que tuve que ponerme de lado y patear con todas mis fuerzas para no ahogarme. Él iba fuertemente asido a mí, y me di cuenta de que me estaba ahogando.

—Quiero volver atrás —me jadeó al oído.

Le dije que se callara. Cuando llegamos a la orilla opuesta, besó el suelo.

Pasó una hora antes de que los sesenta que éramos pudiéramos reunimos debajo de la muralla. Las torres se proyectaban hacia el cielo nocturno, envueltas en el polvo azul de la luz de la luna, imperturbables, sin rasgos distintivos, extrañamente frías al tacto. El ítalo apoyó la frente contra la piedra.

Antioco! —exclamó con un suspiro.

Nos persignamos.

Nos agazapamos contra la pared y contemplamos cómo el Cazador giraba en el aire[84]. Por fin el ítalo se levantó y recorrió la base en busca de la escala. Unos minutos después se levantaba un murmullo de la oscuridad:

Veniamo!

Nos arrastramos a lo largo de la muralla hasta donde él nos esperaba al pie de la escala de cuero que colgaba, retorcida, en la oscuridad del muro. La observamos todos, indecisos. Mi compañero Landry Gros fue el primero en trepar por ella, yo lo seguí pisándole los talones. La escala se vencía y oscilaba, yo estaba seguro de que se rompería en el momento más impensado.

Noté que un hombre comenzaba a subir detrás de mí y me arriesgué a pedirle que no lo hiciera. Una vez arriba, hice una seña al siguiente para que subiera. Entretanto, Landry Gros estaba agachado junto a un hombre amparado en las sombras, que hacía gestos y trataba de comunicarse con esforzados murmullos.

—¿Dónde está el maldito ítalo? —me dijo finalmente.

De la escala llegó la respuesta:

—¡Cierra tu asquerosa boca!

El ítalo se escurrió hacia arriba, saltó por encima de la muralla y cayó de rodillas.

—¡Firuz! —murmuró.

Replicó una voz agobiada. El traidor se encaramó al parapeto y miró por encima. Jadeó y se volvió al ítalo con el rostro contorsionado. Oí varias veces el nombre de Bohemundo. Landry Gros quería saber qué decían.

—Dice que no somos suficientes y reclama a Bohemundo —respondió el ítalo.

Otros hombres se deslizaron por encima de la muralla y se agacharon en el parapeto.

—Id a buscarlo —dijo Landry Gros.

El que nos guiaba se inclinó por encima de la muralla y gritó en italiano a un hombre que ya había subido hasta la mitad de la escala. El hombre se dejó caer y vi que desaparecía en el foso.

Firuz se quedó allí impaciente mientras los demás hombres trepaban hasta nosotros. Era lo que yo me esperaba: un hombre bajo y delgado de ojos amarillentos y bigote aceitoso, que miraba alrededor y se retorcía, aterrado, las manos. Finalmente, cuando todos los hombres estuvieron arriba, nos condujo hasta lo alto de las Hermanas. Allí había unos centinelas turcos en posición de descanso, con las armas apiladas delante de ellos.

Firuz habló en voz baja al ítalo, que se volvió hacia nosotros.

—Debemos matarlos —dijo.

Landry Gros y sus normandos avanzaron rápidamente. En menos de un minuto estrangularon a los turcos sin producir ruido alguno. La puerta del Puente estaba en nuestras manos.

Seguimos a Firuz a través de la torre y a lo largo del muro en dirección a la puerta de San Jorge. Esta vez los germanos tomaron la delantera y degollaron a los centinelas con las dagas. Ahora ocupábamos la muralla occidental en toda su longitud entre las Dos Hermanas.

—¡Bohemundo! —gritó de pronto Firuz.

Eché una mirada por encima de la muralla. El conde Bohemundo, con la espada colgada a la espalda, estaba encaramándose por la escala. Le indicamos con un gesto que estaba seguro y él nos respondió con otro gesto que siguiéramos donde estábamos. Después, mientras seguíamos mirando, cedió el travesaño de la escala al que estaba agarrado y a continuación cedió otro, después de lo cual la escala se vino abajo. Por un momento aterrador, el conde Bohemundo permaneció agarrado a la escala, pero acto seguido se precipitó entre los fragmentos. Firuz soltó un quejido y levantó los ojos al cielo.

—¡Tenemos que bajar! —le dijimos.

Pero Firuz estaba fuera de sí a causa del pánico.

—No lo entiende —dijo el ítalo.

—Déjame que traduzca —refunfuñó Landry Gros y dio un puñetazo a Firuz en plena cara.

El traidor fijó la vista en él horrorizado y seguidamente se llevó la mano a la nariz. Entre sus dedos corría sangre.

—¡Abajo! —repitió Landry Gros, señalando el patio.

Firuz se secó la sangre con la manga y nos condujo a la escalera de caracol. Salimos a un pasaje que arrancaba del patio y que estaba bordeado de puertas, en algunas de las cuales se habían dibujado cruces con yeso. Landry Gros preguntó al ítalo cómo abriríamos las puertas.

—Ya ves las cruces —tradujo el ítalo mientras el traidor profería entre sollozos la respuesta.

—Despierta a los habitantes.

Recorrimos el pasadizo en silencio mientras íbamos dando golpes a las puertas que tenían marca. De cada una salía un hombre armado, el rostro envuelto en un chal. Sin decir palabra, se unieron a nosotros y Firuz nos condujo al otro lado del patio en dirección a las puertas. Mientras hacíamos guardia, los hombres de Antioquía se encargaron de los mecanismos. Pasó un minuto, pasaron dos. Después vi unas figuras acercarse.

—¡Rápido! —murmuró Landry Gros.

Firuz soltó un plañido. Los turcos de la guardia se acercaron desde el otro lado del patio, no se podía perder un segundo. Como diesen la alarma, toda la ciudad se abalanzaría sobre nosotros. Landry Gros dio un paso adelante; había cuatro turcos fuertemente armados. El joven caballero lorenés se apresuró a correr tras él.

Oí una orden ronca de los turcos. Landry Gros se dirigió rápidamente hacia ellos, aunque sin preocuparse. Cuando vieron su rostro a la luz de la luna se precipitaron sobre él. Landry Gros se abalanzó hacia el cuello del primer hombre. El joven caballero francés se lanzó sobre el segundo. Los otros huyeron a escape, pero media docena de nuestros hombres ya se habían arrojado sobre ellos, forcejearon hasta tenerlos sujetos en el suelo y los degollaron para silenciar sus gritos.

El turco que luchaba con el joven soltó un grito y un segundo después vi al joven caballero que rodaba por el suelo con una daga clavada en el pecho. Landry Gros apuñaló al turco en el costado y seguidamente le cortó la cabeza. Ahora se veían luces en las ventanas y Firuz gritaba a los hombres que se afanaban en las puertas. Ordené a nuestros caballeros que formasen una línea defensiva. En el patio se había formado un hervidero de turcos. Se oían voces en las murallas sobre nosotros y una flecha pasó silbando junto a mi cabeza.

Firuz cayó de rodillas a mi lado y se puso a rezar. Le di un puntapié con el tacón del zapato. Los turcos ya se estaban organizando para hacer una carga. Alrededor comenzaron a aparecer caras, mujeres y niños que contemplaban boquiabiertos el espectáculo.

—¡Preparaos! —grité.

Otras muchas voces se hicieron eco del grito.

Justo entonces, detrás de nosotros, se oyó un espantoso crujido. Involuntariamente nos volvimos. La puerta de San Jorge osciló al abrirse y la luz plateada de la luna que se reflejaba en el foso se derramó en el interior. Un momento después salió un grito de la puerta del Puente justo cuando también se abría.

Los turcos se quedaron inmóviles con las armas en las manos y de pronto lanzaron un grito de desesperación. Detrás de nosotros un millar de hombres atravesaban, gritando, los puentes y entraban en la ciudad. Los turcos se dispersaron, se oyeron gritos de alarma desde las murallas, ahora había luz en todas las casas. Nosotros nos quedamos aparte, ya que nuestros hombres acudían en tropel, gritando, blandiendo las armas, convergiendo hacia el centro del patio como puños de una gran bestia. El conde Bohemundo pasó corriendo, cojeando y soltando juramentos, seguido de los normandos y de los tafurs. Todos los jinetes que me rodeaban gritaban sin cesar. Unos pocos turcos valientes se nos acercaron pero fueron inmediatamente reducidos. Después de siete meses de sitio nuestros hombres tomaban Antioquía, no como es propio de un ejército sino más bien como una sedición, no tanto como soldados sino como prisioneros liberados y lanzados a un tumulto.

5 de junio

Anoche me vi sorprendido por causa de unas cuestiones que relataré en el momento oportuno. Voy a continuar la narración allí donde la dejé, a pesar de que dispongo de poco tiempo.

Cuando nuestros hombres penetraron en las murallas de Antioquía comenzaron a asesinar a sus habitantes. La carnicería no tardó en desmandarse, capitaneada por Bohemundo y sus tafurs, que no paraban de gritar:

—¡Matad a las ratas!

Sacaban a rastras a las personas de sus casas y comercios o las mataban en los escondrijos donde se habían ocultado: hombres, mujeres, niños, viejos y enfermos. No perdonaron a nadie, ni a turcos, griegos o judíos.

Apenas se vio claramente que la puerta estaba segura, entré en la ciudad para hacer todo cuanto estaba en mi mano para impedir que continuara la matanza. Unos pocos nobles gritaban a sus hombres que formasen filas, pero sólo uno o dos les obedecieron. Vi en el patio el cuerpo de Firuz, no lejos del lugar donde nos habíamos apostado. Estaba espantosamente mutilado y tenía heridas en todos los miembros. Desde el interior de las casas oía los gemidos de las mujeres y los chillidos aterrados de los niños. Se encendieron varias fogatas y milagro fue que la ciudad no ardiera hasta los cimientos.

La guarnición turca, entretanto, había abandonado a los ciudadanos y huido a la ciudadela que se levantaba en la cima de la montaña. Muchos encontraron la muerte cuando trataban de escapar, pero varios centenares consiguieron llegar a la fortaleza. Los caballeros españoles, todavía bajo mando, intentaron un asalto pero fueron rechazados.

Abajo reinaba el caos. Yo intenté refrenar a un grupo de normandos que estaban saqueando un barrio situado a la sombra del palacio. Estaban enloquecidos y no querían escucharme. Al final acabé por agarrar a uno de los jinetes por el brazo e invoqué el nombre de su jefe, Fulk Rechin. Hizo una pausa momentánea, como si se hubiese serenado de pronto, pero después se volvió hacia mí, me miró con vergüenza y temor en los ojos y me golpeó en el pecho con el puño de la espada.

Más que herido, quedé sin sentido y caí de espaldas mientras él desaparecía en una casa que tenía una puerta baja. Lo seguí, ciego de furia. Ya dentro, lo descubrí sacudiendo el brazo de un ocupante, que trataba de esconderse debajo de los cobertores de la cama. Le dije que lo dejase en paz y, al volverse para golpearme de nuevo con la espada, le asesté un fuerte mandoble con la mía en la cara. Cayó inconsciente.

Me acerqué a la cama y bajé la ropa. En ella, agazapada igual que un niño, había una mujer cubierta de pies a cabeza. Me gritó unas palabras en turco y levantó las manos con intención de protegerse, ya que seguramente la visión de mi persona le resultaba insoportable. Oí ruido de pasos acercándose a la puerta. Le dije que permaneciera quieta y volví a cubrirla con la ropa. Irrumpieron tres o cuatro soldados pero les grité que se marcharan y los amenacé agitando la espada. Cuando desaparecieron, corrí el cerrojo de la puerta.

Al volverme de nuevo, la mujer estaba agachada con una daga curvada. Se abalanzó contra mí pero yo la evité y, cuando volvió a atacarme, le agarré la muñeca y se la retorcí para obligarla a soltar el cuchillo. Por encima del velo asomaban unos ojos que me miraban con horror primero y después con resignación. Se dejó caer de rodillas.

—¡Por favor, Faranj! —me dijo en francés—, mátame si quieres, pero no me fuerces.

Hablaba con acento marcado, pero sus palabras eran tan precisas que tuve la impresión de que la frase estaba ensayada. Le respondí que no pensaba hacer ni una cosa ni otra, puesto que yo era un noble francés.

—La ciudad está llena de nobles franceses —respondió con amargura.

Pregunté si había alguien más en casa, pero me dijo que habían huido todos salvo ella. Le dije que me quedaría junto a ella para protegerla, pero su mirada me dijo que no creía mis palabras. Volvió a mirar la daga y yo me acerqué a ella, sin perderla de vista, y la cogí. Aquello pareció dejarla derrengada y, volviendo la cara para el otro lado, se echó a llorar.

Me quedé toda la noche en aquella casa, sentado en el suelo con la espada sobre las rodillas, mientras proseguían los motines y asesinatos. Al amanecer casi todo había ardido. La mujer estaba dormida en un rincón. Me acerqué a ella y le sacudí los hombros. Se despertó sobresaltada y con los ojos llenos de miedo. Le dije que yo debía salir en busca de mi señor y mi criado. Me dirigió una mirada de incredulidad, supongo que como quien no acaba de creer que está viva y no ha sufrido daño alguno. Le tendí la daga, le dije que cerrara la puerta con el cerrojo y que no dejara entrar a nadie, sólo a mí.

—Me llamo Roger —le dije.

—Faranj —respondió ella—. ¿Eres Faranj?

Comprendí que quería decir «francés» y dije que sí.

—Roger… Faranj —repetí.

Fuera, Antioquía ofrecía una visión desolada. Los callejones secundarios y la plaza del mercado estaban sembrados de cadáveres. Todos habían sido apuñalados y aporreados, algunos incluso quemados. Los había desnudos, sin ninguna alhaja encima. Las casas y comercios habían sido objeto de saqueo. Las puertas estaban abiertas de par en par, las persianas arrancadas de sus goznes, y había mercancías por todas partes. Sobre la puerta de San Jorge ondeaba una bandera blanca con una cruz roja y en las murallas se veía a unos cuantos centinelas que las guardaban y que tuve la satisfacción de ver que eran provenzales. Abajo todo era muerte y ruina.

No muy lejos encontré a mi señor Raimundo, en el palacio del emir. Junto a la estrecha puerta que daba al patio estaba hincado su gallardete, el mismo sitio donde antes se levantaba su pabellón. Dios había querido que mandase a nuestros hombres y ahora estaban de guardia en lo alto del edificio, que dominaba el lugar donde yo había pasado la noche. Le presenté el informe y él me besó en ambas mejillas.

—Temía que hubieras muerto —dijo.

Me pareció viejo y enfermo y, cuando lo abracé, se apoyó pesadamente sobre mis hombros. Le expliqué en pocas palabras lo que había ocurrido.

—Pues me parece que aún falta lo peor —replicó—. Ker-boga ha llegado ya al lago de Antioquía. Mañana estará aquí. Debemos organizar nuestro ejército y prepararnos para una lucha o, Dios no lo quiera, para un sitio.

Ahora éramos nosotros los que nos encontrábamos atrapados en Antioquía y nuestros hombres estaban en tales condiciones que la ciudad caería fácilmente en manos de Ker-boga. Dije a Raimundo, mi señor, que yo me haría cargo de las puertas de poniente. Me replicó que Godofredo y Roberto de Flandes habían congregado a sus hombres y habían cerrado las murallas norte y este.

—Los turcos todavía tienen en su poder la muralla sur —dijo señalando la ciudadela donde ondeaba la bandera del emir—. Enviaremos allá a Bohemundo apenas lo localicemos. Su gente debe responder de lo ocurrido. Ahora es un rey de cadáveres.

Tuve que moverme con rapidez para proteger las puertas. Reuní a mis marselleses y a unos pocos caballeros, los organicé en escuadrones y les asigné un puesto. Íbamos literalmente de un lugar al siguiente y mis órdenes fueron tajantes: sólo podían abrir las puertas a Raimundo, mi señor, y a mí. A nadie más. Cuando regresaba al palacio, Mansur acudió corriendo a mi encuentro.

—¡Gracias a Dios estás vivo, effendi! —exclamó.

Estaba muy impresionado por las condiciones en que se encontraba la ciudad y me di cuenta de que había llorado. Lo agarré por el codo y lo empujé hacia la casa de la puerta baja. Cuando llamé no obtuve respuesta hasta que dije que era Roger, Faranj. Entonces se descorrió el cerrojo y nos adentramos en la oscuridad. La mujer se había quedado detrás de la puerta, desde donde nos observaba.

No me dio tiempo a explicaciones. Instruí rápidamente a Mansur para que se quedase con ella y no dejase entrar a nadie salvo a mí. En las calles había gritos y sonidos de trompetas para congregar a los hombres. La infantería normanda estaba abriéndose paso hacia la muralla sur, conducida por un puñado de caballeros montados. Descubrí entonces al obispo Adhémar. Llevaba una espada en la mano y discutía acaloradamente con un grupo de nobles. Mi señor Raimundo se me acercaba acompañado de dos caballeros. Me apresuré a recibirlo. Tenía el rostro enrojecido por la fiebre y respiraba fatigosamente.

—Se acerca Ker-boga —me informó.

Subimos hasta lo alto de las Hermanas a través de las mismas escaleras por las que yo había bajado tres noches antes. Desde la torre más alta se divisaba la extensión de la llanura de Antioquía. En dirección nordeste, la vanguardia del ejército turco se abría paso por el camino del río. La columna de la caballería, ataviados los jinetes con sus blancas túnicas y con los negros gallardetes en sus lanzas, iba serpenteando hasta la orilla del lago y desaparecía más allá de su brazo centelleante. Oía muy bien sus tambores y flautas, así como las voces de los sacerdotes entonando alabanzas a Dios. Sentí que los corazones de nuestros hombres desfallecían al mirar hacia arriba.

—¡Santo Dios! —exclamó un muchacho cerca de mí—. ¡Recorrer tanto camino para esto! ¡Qué lástima!

8 de junio

He apostado a Gerardo y a Bernardo junto a la casa de la puerta baja para que la vigilen. Me encuentro en ella en este momento y proseguiré mi narración lo más rápidamente que pueda, ya que esta noche hay un consejo y es probable que se prolongue hasta tarde.

De momento los normandos han sitiado la ciudadela, pero Bohemundo está furioso de que a él, siendo el rey de Antioquía, se le haya encomendado una tarea semejante. El ejército de Ker-boga tiene prácticamente rodeada la ciudad y ha establecido contacto con los turcos de la ciudadela. Los soldados están capitaneados por el hijo del emir, cuyo padre fue capturado por los armenios al tratar de huir de la ciudad. Le cortaron la cabeza y nos la trajeron y ahora está hincada en una lanza en lo alto de la puerta del Puente.

Cuando los turcos de la ciudadela vieron de qué se trataba iniciaron una cantinela de llantos que no se ha interrumpido por espacio de dos días. El hijo del emir, cuyo nombre es Samadolo[85], nos encomendó que buscásemos la cabeza de su padre, a fin de que pudiera ser enterrado íntegro y entrar en el paraíso. El obispo Adhémar replicó que, con cabeza o descabezado, el emir no sería bien recibido en el sitio mencionado y se negó a entregársela. Por esta razón, la cabeza sigue en lo alto de la torre de la puerta, donde los grajos carroñeros se encargan de irla despedazando.

Mientras escribo estas cosas, la mujer permanece en silencio y no me quita los ojos de encima. Le hemos ofrecido comida, pero ha rehusado y no se ha movido de casa ni se ha descubierto la cara durante los seis días que llevo en ella. Mansur ha intentado hablar con ella en turco, armenio y griego, pero la mujer no le hace caso. Mansur me ha dicho que esta mujer es de ascendencia mixta porque, aunque sus ojos son castaños, los tiene moteados de verde.

Me figuro que debe considerarse prisionera en su propia casa, pero aunque le he dicho que no es así, todavía no confía en salir a la calle. En Antioquía quedan pocas mujeres vivas y, además, corren constante peligro. Lo peor de todo es la condición en que están las calles. Ya hemos empezado a quemar los millares de cadáveres, pero se descompondrán rápidamente con el calor y, entre el hedor de la putrefacción y el de los fuegos, se hace muy difícil circular. Nadie puede salir sin un pañuelo perfumado cerca de la cara, y el humo de los montones de cadáveres que se están quemando produce un terrible escozor en los ojos. Por todas partes hay moscas y gusanos, los pozos están contaminados y la visión de los cadáveres, especialmente de niños, es abominable.

Lo peor de todo es que los turcos han comenzado a arrojar piedras por encima de las murallas. Van a parar sobre los montones de cadáveres y los proyectan por los aires. Sin ir más lejos, sé de un hombre que murió porque un cadáver salió despedido con tal fuerza por los aires que le golpeó y le rompió el espinazo. Día y noche la ciudad aparece cubierta con un manto de humo y las cenizas que flotan en el aire como nieve sucia son las de los muertos que se queman.

Ahora tengo que ir al consejo. Las decisiones que se tomen esta noche pueden decidir nuestro futuro. Me pregunto quién es la mujer. Parece joven y, a juzgar por las pocas palabras que ha pronunciado, da la impresión de ser instruida. ¡Si por lo menos supiera su nombre!

9 de junio

El consejo de anoche fue un acto lleno de rencor. El conde Bohemundo fue el último en llegar y su entrada fue espectacular. Entró tambaleándose y sujetándose con las manos ensangrentadas una herida que tenía en el costado. Había intentado atacar la ciudadela a primera hora del día, pero su ataque se había visto repelido y él había sido alcanzado por una flecha. Nos maldijo con ganas porque no lo habíamos ayudado, pero lo cierto es que todos nuestros ejércitos estaban ocupados organizando las defensas de la ciudad.

Ante la insistencia de Bohemundo se decidió que cada ejército se ocuparía por turno de bloquear la ciudadela y que mi señor Raimundo se encargaría de la primera vigilancia. Sin embargo, se había negado a ceder el palacio del emir a Bohemundo declarando que, puesto que todavía no habíamos tenido noticias del emperador Alejo, Bohemundo no tenía derecho alguno a gobernar.

Aquello desencadenó una discusión sobre quién se encargaría de ir a ver al emperador, puesto que cualquier intento de huir de la ciudad supondría ahora una peligrosa aventura. Después de muchas discusiones se decidió que podía encargarse del asunto un escuadrón bajo el mando del conde de Clermont[86]. Se deslizaría de noche a través de la puerta de Hierro, tal como habían hecho a menudo los turcos, y se dirigiría hacia donde estaba Esteban de Blois, de quien se decía que se encontraba en Tarso.

En condiciones normales, el conde Esteban podría tratar de levantar el sitio, atacando a los turcos desde la retaguardia. Pero la circunstancia irónica era que había escapado con los hombres de Hugo de Vermandois, que de hecho eran los menos aptos para intentar nuestro rescate. En consecuencia, se hizo un llamamiento al emperador Alejo para que acudiera inmediatamente con el ejército bizantino y se hiciese cargo de la ciudad.

Entretanto, tenemos que acumular todas las provisiones de la ciudad y dejarlas bajo custodia en la catedral de San Pedro, que Adhémar ha santificado de nuevo después de haber sido profanada por los turcos. Con este fin se han registrado todas las casas y tiendas de Antioquía y, aunque no hay duda de que los ciudadanos supervivientes sufrirán muchísimo con lo que se les avecina, es algo que no se puede remediar. He puesto el sello de mi señor Raimundo en la casa de la puerta baja, ya que he prometido a su ocupante la plena seguridad y tengo intención de mantener mi promesa.

He trasladado mi cuartel general al palacio del emir y mi señor Raimundo me ha ordenado que lo mantenga fuera del acceso de Bohemundo. Escribo estas líneas en una antecámara de un fabuloso salón donde en otro tiempo el emir recibía a sus dignatarios. Tanto el suelo como las paredes de mi habitación están cubiertos de tapices que muestran unos dibujos de tal delicadeza y complicación que apenas si consigo apartar de ellos los ojos. Creo que es un error calificar a estos pueblos de paganos y bárbaros ya que, de no haber sido iluminados por Dios, habrían sido incapaces de producir tanta belleza.

Hay un tapiz en particular que me tiene cautivado. Sus hebras son de color azul cobalto y oro, está rodeado de una cenefa de flores y el motivo central es una lámpara votiva. Es brillante y suave como el pelo de un gato, lo tengo junto a mi cama y suelo acariciarlo con los dedos. Si estuviera aquí para saquear y no para salvarme, sin duda que me lo llevaría a Lunel, y tengo que admitir que la tentación es muy fuerte, puesto que es uno de los objetos más hermosos que he visto en mi vida.

10 de junio

Esta mañana muy temprano Bartolomé, el muchacho campesino, ha acudido con una curiosa petición.

—Tengo que ver a mi señor Raimundo enseguida —me dijo.

Le respondí que no tenía tiempo para ocuparme de esas pequeñeces porque estoy organizando las cuadrillas que deben encargarse de ir a buscar comida. Bartolomé me cogió por la manga.

—Señor —me dijo—, he visto a Cristo.

Le pregunté si sabía lo que estaba diciendo.

—Y también a san Andrés —añadió.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, señor. Y san Andrés me ha confiado una misiva para mi señor Raimundo. Y me ha dicho que también fuera a ver al obispo de Le Puy.

Había tal gravedad en su voz que, unido al éxtasis que le había visto en la cara después de la batalla, acabé por convencerme de atenderle.

—No quisiera que te lo tomaras como una falta de respeto, señor —me dijo—, pero tengo orden de ir a ver a mi señor Raimundo y al obispo Adhémar, y a nadie más que a ellos dos.

Le miré fijamente a los ojos.

—Bartolomé —le dije—, el señor está muy ocupado. No olvides que lleva sobre sus hombros toda la carga del ejército. Comprenderás que no hay que molestarlo, a no ser que la causa sea grave en extremo.

—No lo molestaré, señor —replicó el muchacho—. A mí me envía Cristo Nuestro Señor.

Lo miré. Sus ojos no parecían los de siempre, sino que en ellos vi profundidades que me parecieron insondables.

—Muy bien —le respondí—, informaré a mi señor Raimundo y te llevaré conmigo pero, como esto sea una locura, yo mismo me encargaré de darte un castigo que no olvidarás. ¿Está claro?

Me dirigió una sonrisa y, al hacerlo, mostró todos los huecos que tiene entre los dientes.

—Ya he dejado de ver las cosas claras —me dijo—. ¡A Dios gracias!

Fui a buscarle una mula y me hice traer a Fatana. Cogí también el gallardete de mi señor Raimundo y nos lanzamos a través de los tortuosos callejones de Antioquía en dirección a la ciudadela. Los soldados ya se habían entregado al saqueo de viviendas, por lo que durante el camino los ciudadanos se dirigían a mí para formularme ruegos o para maldecirme. Bartolomé cabalgaba en silencio detrás de mí con expresión de solemnidad en ese rostro suyo de muchacho imberbe más bien simplón. Cuanto más nos acercábamos a la línea de asedio, más me preguntaba por qué me había decidido a acompañarlo. Sin duda había sido una estupidez de mi parte, aun cuando en el muchacho y en la oscuridad de sus ojos había algo que me turbaba profundamente.

Debajo de la ciudadela que se levantaba en la cima del monte Silpius nuestros hombres estaban afanándose en la construcción de un parapeto de modo que, si los turcos atacaban de forma concertada desde arriba contra las murallas, nosotros contaríamos con una posición para defendernos. Encontré a mi señor Raimundo con fuerzas apenas para tenerse en pie, pero dirigiendo los trabajos con las dotes de mando y la tranquilidad que lo caracterizan. Me saludó amablemente mientras yo subía a caballo hasta donde él se encontraba. Le presenté un breve informe de la situación en el cuartel general de palacio y después, con las excusas pertinentes, le dije que mi escudero deseaba hablar con él.

—¿Hablar conmigo? —exclamó mi señor Raimundo—. ¿Tu escudero?

Le expliqué en pocas palabras quién era Bartolomé, que había sido enterrado vivo en Nicea y que desde entonces era muy dado a visiones y éxtasis.

—Mi señor, ha visto… —vacilé.

—¿Qué? —preguntó mi señor Raimundo.

—Ha visto a Cristo —concluí— y tiene una misiva para ti.

Mi señor Raimundo me miró fijamente. Me parece que, de no haber existido entre nosotros los lazos que nos unen, me habría despedido con cajas destempladas. Sin embargo, pidió que llevasen al chico ante su presencia. Hice un gesto a Bartolomé y, para mi sorpresa y consternación, se postró delante de mi señor Raimundo.

—Mi soberano señor —murmuró con un hilo de voz.

Los soldados estaban trasladando piedras para hacer el parapeto y, para pasar, tenían que sortear su cuerpo. Le ordené con rudeza que se levantase.

—¡Oh, no, señor! —me replicó con sonrisa extasiada—. Así me ha dicho que procediera san Andrés.

Mi señor Raimundo, dando muestras de indignación, me espetó:

—No me habías dicho nada de san Andrés.

—Es que parece que también ha visto a san Andrés.

—Mira, chico —le dijo mi señor Raimundo—, dime de una vez lo que tengas que decirme.

—Cosas maravillosas, mi señor —comenzó Bartolomé y después, de una tirada, soltó—: Cristo Jesús, nuestro bienaventurado Salvador, y san Andrés, discípulo suyo, me revelarán el lugar donde descansa la Santa Lanza con la que atravesaron el costado de nuestro Salvador en la Cruz. Ordena que vayas a ver al obispo Adhémar para hacérselo saber, ya que tenemos que ir a buscarla. Sólo con la ayuda de la Lanza podremos salvarnos del peligro que nos amenaza y nuestro ejército avanzará en triunfo hasta Jerusalén.

Mi señor Raimundo enarcó una ceja, de plateados pelos.

—Ven aquí, muchacho.

Bartolomé se puso tímidamente en pie y se le acercó. Mi señor Raimundo le agarró con fuerza la barbilla.

—¿Y tú, de dónde eres? —le preguntó.

—De Lunel —respondió el muchacho—, la ciudad de mi amo, el duque Roger.

Raimundo me miró y yo asentí con un gesto. Después preguntó al chico cuántas visiones había tenido.

—Cuatro de Cristo, mi señor, y seis de san Andrés.

—¿Y qué aspecto tenía? Me refiero al Salvador.

—Pues el de las estatuas, señor, pero con los cabellos más brillantes.

—¿Y san Andrés?

Para mi sorpresa, Bartolomé se volvió hacia mí y me sonrió.

—El mismo que el de mi amo Roger —respondió—, aunque san Andrés no pone nunca esta cara tan seria… y además —añadió—, no lleva bigote.

—¿Fue Cristo quien te dio el recado? —preguntó Raimundo, mi señor.

—No; fue san Andrés, mi señor —contestó el muchacho—. Nuestro Salvador permanece siempre un poco retirado y no dice nunca ni palabra.

—¿Y en qué lengua habla san Andrés?

—No es que hable —explicó Bartolomé—, es más como si transmitiera un conocimiento, como si me lo echara directamente en la cabeza. Es una cosa maravillosa, señor, como mirar una flor. No hay que hablar, lo captas, lo captas enseguida. Él no habla… está allí y todo se te mete en la cabeza al momento.

Mi señor Raimundo soltó la barbilla del muchacho.

—Muy bien —dijo, más bien dirigiéndose a mí que a él—. Se lo contaremos al obispo Adhémar. Lejos de mí interferir en los proyectos divinos y menos en circunstancias como las presentes.

Escolté a Bartolomé hasta la catedral, donde encontramos al obispo Adhémar ocupado en la organización de los suministros. En la nave todavía había los desechos del establo dejados por los turcos y, junto con la acumulación de sacos de trigo y balas de paja, la catedral parecía más un granero abovedado que otra cosa. Me costó mucho que el obispo me prestara atención y más aún explicarle el objeto de la visita.

—¿La Santa Lanza? —repitió Adhémar—. ¿La que derramó la sangre de Cristo?

—¡La misma! —confirmé.

Me pidió que le trajera al chico.

A continuación siguió un interrogatorio tan riguroso como al que se somete a un ladrón. Adhémar le preguntó a santo de qué, un campesino analfabeto como él, se atrevía a arrogarse aquel privilegio.

—Pues porque has dejado que el ejército de Cristo se entregase al libertinaje y la vida de pecado —respondió Bartolomé—, porque tú no has sido el pastor de sus ovejas, sino que has permitido que se comportasen como lobos, matasen a los inocentes y saqueasen sus casas, porque tú, en tu orgullo, te has olvidado de la humildad de Cristo, que se hizo simple campesino por nuestra causa.

Vi palpitar las venas en las sienes del obispo y creo que, de haberse atrevido, habría golpeado al chico. En lugar de ello lo miró con una rabia casi incontrolable.

—Muéstrame la Lanza —ordenó.

—Dentro de cinco días tendré la revelación del lugar donde se encuentra —respondió Bartolomé—, y entonces te conduciré al sitio para gloria de Dios y victoria de nuestra peregrinación. Entretanto, es preciso que ayunemos.

Así quedó zanjado el asunto. En silencio, regresé a caballo al palacio del emir junto al muchacho.

—Bartolomé —le dije cuando desmontaba de la mula—, la responsabilidad que cargas sobre tus hombros es muy pesada. ¿Estás seguro de lo que haces, muchacho?

Sonrió.

—Yo no estoy seguro de nada, señor —replicó—, salvo de que san Andrés me ha hablado con voz suave y de que es hermoso contemplar el rostro de Nuestro Señor.

13 de junio

Los turcos han forzado el sitio hasta unos centenares de pasos de las murallas. Han ocupado nuestro antiguo campamento y los taludes situados delante de las puertas de San Jorge y del Puente. Dejando aparte la puerta de Hierro, a través de la cual han escapado nuestros emisarios, nos encontramos totalmente rodeados. Los hemos visto reforzando la ciudadela, deslizándose de noche por la cumbre de la montaña. El asalto ya no puede tardar.

Entretanto hemos reunido todas las provisiones que hemos podido encontrar, bastante escasas. No podremos soportar un sitio superior a unas semanas, por lo que ahora está todo en manos del emperador. Esta mañana han zarpado todos los barcos del puerto, hecho que ha minado extraordinariamente la moral de nuestros hombres. Da la impresión de que todo, todos, nos abandonan.

Adhémar, mientras tanto, informó a los capitanes de la visión de Bartolomé. Aunque la cuestión fue motivo de encendido debate, todos estuvieron de acuerdo en que debía mantenerse el asunto en secreto hasta que pudiera esgrimirse alguna prueba de su certidumbre. Esta mañana, sin embargo, el padre Raimundo de Aguilléres ha hecho acto de presencia en la plaza del mercado y ha declarado a voz en grito que él había visto a Cristo y que la Santa Lanza está en la ciudad. Una hora después se difundía la noticia de la aparición que había tenido Bartolomé y ahora todo el ejército nos exige que busquemos la sagrada reliquia.

Esta tarde se ha convocado un apresurado consejo en el que el obispo Adhémar ha insistido en que no corramos el riesgo de la humillación de un falso milagro. El conde Bohemundo ha tomado la palabra.

—¡Maldito cura! —ha dicho—. Este ejército se encuentra necesitado. Si el chico ha dicho que ayunemos, pues ayunamos, y si dice que busquemos, pues buscamos. Yo por lo menos acepto la visión como auténtica y estoy dispuesto a jurar por ella.

Y después de pronunciar estas palabras se ha dirigido a la plaza del mercado, donde los soldados estaban reunidos alrededor del padre Raimundo y han escuchado su juramento de que no abandonaría la ciudad hasta que se encontrase la Lanza. La noticia ha sido acogida con grandes aclamaciones y no ha habido hombre que no jurase. Al ver aquello, al obispo Adhémar no le ha quedado más remedio que declarar el ayuno y jurar también él, como todos los nobles por turno sucesivo. Así pues, ahora estamos todos, para bien o para mal, pendientes de la visión.

He estado dos veces en la casa de la puerta baja. La mujer ahora come pero sigue sin hablar. Mansur me dice que suele rezar a la manera turca, aunque en silencio. Él le ha visto la cara y me ha dicho que es hermosa. Sin embargo, cuando llego yo, siempre tiene la cara tapada.

Me he dado cuenta de que cada vez que me pongo a pensar, mi mente se centra en ella. Suelo reflexionar en las palabras que me dijo. Fueron palabras dictadas por el terror, me imploraba que no le hiciera ningún daño.

—La ciudad está llena de nobles como tú —me dijo, dando a entender que no podía confiar en ninguno.

Sin embargo, estoy seguro de que ahora ya se fía de mí. La he salvado, la he protegido, me he ocupado de ella hasta el extremo de darle la comida de mi mesa. De momento no puedo hacer otra cosa, pero Mansur permanece junto a ella y todas las noches le pregunto cómo está cuando viene a atenderme. ¿Dónde está la fuente de la curiosidad que me inspira esta mujer? Debe de ser ese misterio que la rodea, esa mirada aterrada que me dirigió al verme.

14 de junio

Estaba sobre la muralla inspeccionando la guardia cuando ocurrió una gran maravilla. Por la parte meridional del cielo[87], poco después de la puesta del sol, apareció un cometa. A medida que iba acercándose a nosotros iba volviéndose más brillante, hasta que de pronto giró en redondo y cayó directamente en el campamento turco, provocando la dispersión de los caballos y la confusión de los turcos. Al momento nuestros hombres cayeron de rodillas para dar gracias a Dios por aquel signo que revelaba que Él estaba con nosotros. También a mí me llenó de maravilla, ya que ¿qué otra cosa podía ser sino un signo divino? Por eso me arrodillé y oré. Uno de los sacerdotes inició un himno que los soldados de la muralla continuaron y al poco rato toda la ciudad entonaba el De Profundis.

¿Será ésta la respuesta a nuestro ayuno? ¿Será que Bartolomé, el hijo del sastre de Lunel, ha recibido la bendición de una visión de Cristo? Hay que admitir que, dadas las peligrosas condiciones en que nos encontramos, lo único que puede salvarnos es la intervención divina. Después de todo, puede ocurrir que nuestro ejército sea del gusto de Dios y que nuestros sufrimientos se vean recompensados con la victoria.

Esta noche, pensando acaso que el cometa les era favorable, los turcos han perpetrado un asalto contra las Hermanas y se han visto rechazados. Esto no ha hecho más que reforzar la convicción de nuestros hombres en la visión, por lo que ahora todos esperan a mañana, cuando Bartolomé habrá recibido la promesa de la revelación de la Lanza. Debo admitir que yo también estoy muy esperanzado y que abrigo la ilusión de que Dios pueda obrar algún milagro, puesto que no sabemos nada del emperador y ahora el único que puede salvarnos es Dios.

No sabría explicar el motivo, pero he decidido ir a la casa de la puerta baja para contar a la mujer lo que había ocurrido. La he encontrado preparando una cena a base de tortas de cebada, caldo e higos secos. Al verme se ha cubierto la cara con el velo y se ha vuelto. He pedido a Mansur que nos dejara solos.

—Sé que entiendes lo que te digo —le he dicho—, sé que hablas nuestra lengua, pero respetaré tu silencio si ése es tu deseo. Debo decirte, sin embargo, que durante los próximos días es muy posible que se decida nuestro destino y el de la ciudad. Hoy Dios ha enviado un signo que parece favorecernos pero, si nos equivocamos, si la ciudad sucumbe, quiero que sepas que haré cuanto esté en mi mano para que no te ocurra ningún daño.

No ha respondido ni tampoco ha vuelto la cara para mirarme. Sabía que debía decir algo más, por lo que he añadido:

—Si los turcos salen victoriosos, espero que no pienses mal de mí ni de mi gente. Ruego que así sea.

Se ha quedado inmóvil un momento, después se ha agachado, ha recogido una taza pequeña sin asa, se ha vuelto y me la ha ofrecido. Yo la he cogido con sumo cuidado, ya que era un objeto delicado y el interior era de oro.

—Es té —ha dicho ella.

Le he dado las gracias y lo he bebido. Después ha colocado varios cuencos sobre la mesa y se ha dispuesto a comer. Me ha hecho una señal como invitándome a sentarme. Lo he hecho y me ha servido sin decir palabra. Después se ha sentado delante de mí, ha enlazado las manos en su regazo y ha bajado la cabeza.

—¿Tú no vas a comer? —le he preguntado.

—Cuando tú te hayas ido, Faranj —ha sido su respuesta.

El velo se le estremecía levemente cuando hablaba.

Mientras yo comía he observado que me dirigía algunas miradas aunque, cada vez que sorprendía sus ojos, ella los bajaba. Me he dado cuenta por primera vez de que sus ojos tenían una forma curiosa, son parecidos a los ojos de los mercaderes asiáticos que había visto en las ciudades mercado.

—¿Eres turca? —le he preguntado.

Ha seguido sin levantar la cabeza.

—Mi madre era turca.

—¿Y tu padre?

—Tártaro.

—La palabra no me es familiar.

Pero ella no me ha respondido. Le he preguntado si me podía decir su nombre.

Se ha producido un momento de silencio mientras lo decidía. Al final me lo ha dicho:

—Yasmín.

—Yasmín —he repetido—, una flor que florece de noche.

—Si te gusta así, Faranj…

Le he dicho que me sirviera más té y se ha levantado para ir a buscarlo. Pese a que vestía ropas holgadas, me he dado cuenta de que su cuerpo era esbelto, un poco más baja de lo normal y que sus movimientos eran gráciles. Ha ido a buscar un cuenco con una tapadera y me ha llenado la taza que yo sostenía. Tenía unas manos pequeñas y bien formadas y llevaba las uñas muy cortas. Al ver que le miraba las manos, se ha retirado y ha estado a punto de derramar el té. Inmediatamente se ha echado a temblar.

—¿Qué te pasa? —le he preguntado.

Me ha sorprendido verla llorar. Yo estaba delante de ella y ella se ha apartado.

—Te lo pido por favor, Faranj, no me has forzado y por esto te doy las gracias, pero tienes que dejarme. Te lo ruego en nombre del Señor.

Tenía el cuerpo tenso como las cuerdas de una guitarra y temblaba de pies a cabeza. He dejado la taza y me he levantado.

El día había sido largo y desconcertante, desde la señal del atardecer hasta el ataque de esta noche o hasta la cena con Yasmín. He comprendido que no debía volver más a aquella casa, ya que la proximidad de aquella mujer me traía un perfume que había olvidado desde hacía mucho tiempo, una fragancia de santidad y de maravilla tan extraña e inesperada como el cometa.

15 de junio

Esta mañana había millares de soldados que esperaban a Bartolomé en la plaza de la catedral. Nadie hacía ruido alguno. Me he quedado junto a mi señor Raimundo, que se encuentra tan enfermo que necesita que lo trasladen de un sitio a otro en una silla. Los demás líderes estaban en los escalones, con sus coronas y banderas y con el obispo Adhémar en cabeza. Esperaba de él que llevara sus vestiduras solemnes, pero lo único que llevaba encima era su hábito de monje y la cabeza descubierta.

Bartolomé ha aparecido por una calle lateral y se ha dirigido silenciosamente hacia el obispo, sin dejarse turbar por la multitud de soldados allí congregados ni por la presencia de la nobleza. Lo seguía el padre Raimundo de Aguilléres, que iba mascullando oraciones para sus adentros y se golpeaba el pecho como un poseso. Era un verdadero espectáculo observar sus ojos extraviados, sus greñas sucias y los harapos con que iba vestido. De haberse presentado en tales condiciones en la ciudad de Provenza, a buen seguro que lo habrían recluido al momento.

Bartolomé se ha dirigido inmediatamente al obispo Adhémar, se ha inclinado para besarle el anillo y seguidamente se ha erguido con una sonrisa. Tras un embarazoso silencio, el obispo ha tomado la palabra:

—Y bien, muchacho, ¿tienes algo que decirnos?

—Tengo que decir dónde descansa la Lanza.

—¿Lo sabes porque has tenido una revelación?

—Por supuesto, Su Gracia —ha dicho Bartolomé con sonrisa radiante—. Está dentro.

El obispo Adhémar ha dirigido una mirada alrededor.

—¿Te refieres a que está dentro de la catedral?

—Sí, debajo de tierra. Te enseñaré el lugar, si lo deseas.

Adhémar se ha hecho a un lado y ha dejado pasar al chico. Lo hemos seguido todos al interior de la iglesia y las puertas se han cerrado detrás de nosotros. Bartolomé se ha arrodillado delante del altar mayor, se ha oprimido el corazón con una mano y con la otra ha indicado el suelo.

—Justo aquí —ha dicho.

Adhémar ha dicho que se acercaran unos cuantos jinetes y han acudido media docena. El obispo les ha ordenado que retiraran las losas y excavaran en el suelo.

Nosotros nos mirábamos unos a otros mientras los caballeros iniciaban su trabajo. Bartolomé se ha situado a un lado, sonriente y moviendo la cabeza de una manera extraña y consciente a medias. El padre Raimundo se ha abierto paso hacia el interior y se ha postrado cerca del sitio donde excavaban los caballeros, murmurando oraciones por lo bajo y revolcándose en el suelo cubierto de suciedad.

Adhémar ha pedido más herramientas y más hombres. Al poco rato una docena de caballeros habían abierto una trinchera ancha como una tumba y casi igual de profunda. La tierra era seca, parecía pedernal. Bohemundo estaba allí con sus mejores galas sicilianas y no paraba un momento de reprender a los hombres:

—¡Maldita sea! —les decía—, ¿eso es todo lo que sabéis hacer?

Pero Adhémar le ha parado los pies, aunque Bohemundo ha replicado con mala mirada:

—Como fuera licor lo que tuvieran que encontrar, seguro que iban más aprisa.

Ha pasado una hora, han pasado dos. La zanja era más profunda que la talla de un hombre y seguían sacando tierra a manos llenas. Yo continuaba observando a Bartolomé, pero él parecía indiferente y se limitaba a seguir allí de pie, moviendo la cabeza de manera rítmica como hasta entonces. El padre Raimundo, en cambio, parecía agitado. Gruñía como un animal y no paraba de chillar, por lo que Adhémar lo ha amenazado con echarlo fuera.

El conde Godofredo se ha agachado para hablar con Raimundo.

—Ya sabes qué va a ocurrir en caso de que se trate de una falsa alarma —le ha dicho.

Con aire grave, Raimundo ha asentido con la cabeza.

A mediodía la zanja era tan larga como el altar y la tierra que habían sacado de ella sobrepasaba las cabezas de los caballeros. Al final el obispo les ha dicho que no siguiesen. Han dejado las herramientas y se han encaramado en el montón de tierra, jadeando y restregándose la suciedad que se les había pegado a la cara.

—Bartolomé —ha dicho Adhémar—, aquí no hay ninguna lanza.

El muchacho se ha estremecido como si saliera de un sueño, después de lo cual nos ha mirado con aire tranquilo.

—No por mucho cavar saldrá a la luz —ha dicho—. Mejor rezar.

Nos hemos mirado unos a otros y después, siguiendo el ejemplo de Adhémar, nos hemos hincado de rodillas en tierra.

—Padre —ha dicho Adhémar—, hemos oído la orden de Tu Hijo. Lo hemos dejado todo y le hemos obedecido. Hemos venido a esta tierra sagrada para salvar Su sepulcro de la profanación de que es objeto, para caminar sobre Sus pasos, para abrir el camino a Sus siervos, que vendrán después de nosotros. Ahora nos encontramos rodeados por Tus enemigos. Aquellos de entre nosotros que derramaron su sangre y los que están dispuestos a derramarla suplican Tu misericordia. Si ésa es Tu santa voluntad, te imploramos que saques del fondo de este pozo la Santa Lanza de Nuestro Salvador.

Bartolomé, que no se había arrodillado, ha erguido la cabeza al oír estas últimas palabras, como si le resultaran familiares.

—Sí —ha dicho, acercándose al borde de la zanja—, mirad el fondo del foso. ¡Mirad, está ahí!

Nos hemos levantado todos y nos hemos apretujado junto al borde y, en efecto, en el mismo fondo de la zanja se veía brillar una punta de metal que asomaba en la tierra. El padre Raimundo de Aguilléres se ha abierto paso hasta el frente, ha soltado un grito y se ha lanzado de cabeza a la zanja, después de lo cual ha comenzado a restregar el pecho contra la tierra como si quisiera ensartarse en la punta de la lanza al tiempo que gritaba:

—¡Pínchame! ¡Pínchame!

—¡Sacadlo de aquí! —ha gritado Adhémar, y acto seguido los caballeros lo han sacado de malas maneras del agujero.

Pero Bartolomé, dando un paso adelante, ha anunciado:

—¡Yo la sacaré!

Bohemundo lo ha cogido por los brazos y lo ha ayudado a bajar a la zanja. El chico se ha arrodillado, ha arañado cuidadosamente la tierra y ha sacado de ella el asta de un pilum romano[88]. Lo ha levantado para que lo viéramos y el obispo Adhémar se ha agachado para sacarlo.

—Es la lanza que hizo sangrar a Cristo —ha exclamado con solemnidad.

Todos hemos caído de rodillas. Abajo, en el agujero, Bartolomé, de pie, sonreía beatíficamente.

El efecto sobre el ejército ha sido espectacular; ahora estamos todos convencidos de que es el propio Cristo quien nos conduce y que, por tanto, no podemos fracasar. Bartolomé ha dicho al obispo que debemos continuar ayunando hasta que hayamos purgado nuestros pecados y que después debemos atacar a los turcos, a los que derrotaremos con ayuda de los santos, de los ángeles y de las almas de nuestros camaradas caídos. Normalmente habría sido una locura obligar a los turcos a salir de las murallas, pero no hay ni uno solo de entre nosotros que dude de que hay que hacerlo.

Mañana habrá una procesión de la Lanza a través de la ciudad. Entretanto, aunque entrada la noche, siguen sonando las campanas y la ciudad resuena con los ecos de himnos de agradecimiento y alabanza. Desde el día que partimos el ejército no había estado tan alegre. Parece un milagro. Es como si hubiésemos vuelto a nacer.

23 de junio

Algunos turcos han empezado a retirarse. Hemos visto destacamentos de caballería y de infantería abandonar el campamento y desaparecer hacia levante. No sé por qué ha sido así, pero esto ha dado muchos ánimos a nuestros hombres[89].

Ha terminado el ayuno, si bien casi no se nota la diferencia. En la ciudad hay muy poca comida y algunos de nuestros hombres no disponen de ninguna. Hay quien come cortezas de árbol o hace caldo con ellas. En cuanto a los animales, cuyo número ya se redujo espectacularmente con el sitio, ahora mueren a un ritmo alarmante. El obispo Adhémar ha ordenado que se haga un inventario de los caballos que están en condiciones de cabalgar y hemos podido comprobar que apenas quedan cien. Entre ellos está Fatana, a la que me esfuerzo en salvar. Ha habido días en que me he quedado sin comer por su culpa. Hasta ese extremo ha tenido que llevarme, ya que no estoy dispuesto a verla morir.

Estoy muy cansado y ha comenzado a dolerme la herida de la pierna. Mañana creo que continuaré escribiendo.

25 de junio

He pasado dos días caminando y sufriendo dolores. Ahora Pedro de Roaix se encarga de mis deberes y se ocupa de la defensa de las murallas y de mantener a Bohemundo lejos de palacio. Lo he visto varias veces acechando por los alrededores y espiando el patio como un novio celoso. Me parece que, si no lo encontrara vigilado, lo ocuparía y nos sacaría inmediatamente. El conde Raimundo permanece en la ciudadela y la fiebre lo come de tal manera que no se encuentra en condiciones de bajar.

Hemos tenido malas noticias del norte: el emperador Alejo se ha retirado al interior de Anatolia con el ejército griego. No tendremos ayuda alguna de este sector aunque, la verdad sea dicha, yo no la esperaba. Pese a todo, la noticia nos ha caído muy mal, aunque los hombres siguen manteniendo su fe en la Santa Lanza.

26 de junio

El conde Bohemundo se ha hecho cargo del mando del ejército. Fue el obispo Adhémar quien lo decidió dadas las condiciones de mi señor Raimundo, que cada día está peor. Esta mañana se ha presentado el conde Bohemundo en persona en el palacio y me ha solicitado que se lo ceda a fin de convertirlo en su cuartel general. Me he negado en redondo. Me ha amenazado agitando el puño y me ha jurado que a partir de ahora me he convertido en enemigo suyo. Le he dicho que lo sentía mucho, pero que prefería ser enemigo suyo que traidor a mi señor.

—Ya sabes que Alejo se ha retirado —me ha dicho—. Esto significa que renuncia a tomar la ciudad. Según admite tu señor, ahora es mía.

—Si él me lo dice, te la cederé de mil amores —le he respondido.

—Tu amo está muñéndose —ha objetado.

—Es algo que ocurrirá si Dios lo quiere así, pero si muere sin decirme que la ceda, me quedaré aquí hasta el día en que tenga que encontrarme con él, es decir, el del Juicio Final.

Bohemundo, mostrándome los dientes, ha replicado:

—Quizá esto ocurra antes de lo que te figuras.

Las deserciones de turcos prosiguen. Se ha decidido enviarles un emisario a fin de proponerles una tregua. Les propondremos que no los molestaremos para nada si interrumpen el sitio. Pedro el Ermitaño se ha ofrecido a llevar personalmente la misiva. Hay que reconocer que es un acto de valentía, puesto que los turcos no garantizan que el paso esté libre de peligros. Tal vez el hombre lo haga porque espera que así se redimirá ante los ojos del ejército.

El mismo día, más tarde

Mientras estaba escribiendo, me he visto interrumpido por unos golpecitos en la puerta. Era esa mujer, Yasmín, vestida de negro de pies a cabeza. Me he quedado estupefacto al verla. Ha permanecido largo rato en silencio junto a la puerta y después ha dicho:

—¿No te encuentras bien, Faranj?

Me había pasado tres días en cama y me sentía avergonzado de mi estado. Le he pedido que se fuera, pero ella no me ha hecho caso y ha entrado en mi habitación.

—Te he traído comida —ha dicho.

De debajo de las ropas se ha sacado una cesta de mimbre y me la ha acercado a la cama. La he puesto sobre el escritorio y he procurado recomponer mi aspecto.

—No te molestes —me ha dicho ella dejando la cesta a mi lado, sobre la alfombra.

No se movía, se ha quedado en pie junto a la cama con la cabeza inclinada. He estado mirándola largo rato. No sabía qué decirle. Me parecía como si nos envolviese el silencio. Recogiéndose las faldas, ha dado media vuelta dispuesta a marcharse.

—Gracias —le he dicho.

Se ha detenido para responderme:

—De nada —ha contestado.

Yo me moría de ganas de que se quedara, por esto le he dicho:

—Has afrontado el peligro viniendo hasta aquí.

Se ha vuelto hacia mí otra vez. No la distinguía bien, sólo veía el centelleo de sus ojos a la luz de la vela.

—Desde el hallazgo de la reliquia las cosas han cambiado mucho.

—¡Ah! ¿Te has enterado?

—¡Naturalmente, Faranj, se ha enterado todo el mundo! Vosotros sois supersticiosos.

—Para nosotros no es una superstición, sino una cuestión de fe —le he respondido.

—Entonces ensalzaré a Dios por tu fe, puesto que ahora ya puedo cruzar la calle de mi ciudad sin miedo alguno.

No parecía tener ganas de marcharse, por esto le he pedido que se quedase. Pero no ha querido.

—Faranj, tú me has protegido. Esto es algo que debo agradecerte.

Parecía un reconocimiento admitido de mala gana, por lo que le he dicho:

—Podría haberte matado.

Se ha inclinado ligeramente.

—Por supuesto, Faranj. Comprendo que tienes el deber de matar a todo aquel que no esté de acuerdo contigo.

He encontrado divertida la respuesta, que me ha parecido muy atrevida. He cogido la cesta.

—¿No quieres comer conmigo?

—No puedo. Tú eres un infiel y esto me contaminaría —ha replicado.

Me he sentido ofendido con su respuesta.

—Nuestro Señor Jesucristo dijo que lo que ensucia a un hombre no es lo que entra en su boca sino lo que sale de su corazón. ¿No has recibido amabilidades de mi corazón?

Se ha quedado meditabunda un momento.

—Mira, Faranj, no se trata de cabeza o de corazón. Es una cuestión del alma.

—Muy bien —le he replicado.

Me he puesto a comer mientras la observaba por el rabillo del ojo. Me había preparado ese cereal que llaman sémola, mezclada con pasas y envuelta en hojas de parra.

—Está muy bueno —he dicho.

Ha inclinado la cabeza en señal de reconocimiento.

No se ha movido para nada durante todo el rato que he estado comiendo y ha permanecido en el más absoluto silencio. Por supuesto que ha sido la cena más rara de mi vida: una cena en una minúscula habitación del palacio del emir, rodeado de alfombras doradas y observado por la mirada de una mujer cubierta de velos cuyo rostro nunca he visto.

Cuando he terminado, se ha acercado a mi cama y se ha puesto de rodillas. De debajo de la ropa se ha sacado un pañuelo de lino humedecido con perfume. La he mirado sin comprender lo que quería. Me ha cogido las manos entre las suyas y me las ha frotado con el pañuelo.

Aquel contacto me ha apaciguado al momento. He notado una corriente de calor dentro de mí y he aspirado aquella fragancia que la envolvía en un halo de misterio. Ahora estaba tan cerca de las velas que apenas podía distinguir el perfil de su cara debajo de aquella gasa que le cubría el rostro. Era joven y suave, su rostro se entrelazaba con profundas sombras. La he observado maravillado mientras ella me iba ungiendo los dedos uno por uno. Se ha vuelto a poner de pie.

—Te dejo —me ha dicho.

—¿Volverás? —le he preguntado de una manera un tanto irreflexiva.

—No.

—Entonces no te vayas.

Se ha quedado junto a mí en silencio y me ha parecido que, por debajo de sus ropas oscuras, su cuerpo temblaba:

—¿Qué quieres de mí, Faranj? —ha dicho con un hilo de voz.

—Verte la cara.

Me ha mirado largo rato y después ha levantado la mano y se ha sacado el broche que le sujetaba el velo. El velo ha caído y, por vez primera en mi vida, le he visto la cara. No es guapa pero en su rostro hay sinceridad y un aire ceremonioso que me ha dejado impresionado. No debe de tener más de veinte años, aunque su aspecto sea el de una mujer mayor, una mujer que ha pensado y sentido durante mucho más tiempo.

Tiene los ojos bastante separados, profundos y muy oscuros, el párpado inferior es recto pero el superior es arqueado como el de las asiáticas. Sus cejas son finas, ligeramente curvadas, apenas una sombra. Tiene el rostro ovalado, sin sombra de sutileza ni sensualidad. Su frente es muy alta, enmarcada por un pañuelo púrpura oscuro, casi negro, que lleva siempre puesto. Sus labios son más bien finos y se curvan hacia abajo en las comisuras. La nariz es pequeña y ligeramente curva. No tiene la piel morena como yo esperaba, aunque es más bien de color oscuro. Su cuello es muy esbelto.

Lo que más me ha impresionado de ella han sido sus ojos y, de manera especial, su mirada. No estaba triste, pero sí seria. Me ha impresionado profundamente que sus ojos hablaran tanto y me dijeran cosas tan importantes. Era como si viera su alma en ellos, lo que me ha llenado de paz.

Me he puesto en pie y ella ha retrocedido. He tendido la mano para quitarle el pañuelo, pero ella ha dicho:

—No puedes tocarme, Faranj.

Inmediatamente me he acordado de las palabras de Cristo dirigidas a las mujeres después de Su resurrección: «No me toquéis».

He bajado la mano y dado las gracias por sus atenciones y por haberme visitado.

—Tu criado me ha dicho que habrá una batalla —ha comentado.

Le he dicho que así era.

—Entonces rezaré por ti.

—No he contado con oraciones musulmanas en ninguna batalla —le he explicado.

—¿Prefieres que no rece? —me ha preguntado, levantando ligeramente una ceja.

Le he respondido que agradecería en gran manera sus oraciones.

—Entonces, con tu permiso, rezaré por ti.

Se ha cubierto con el velo.

—Ahora voy a dejarte —ha dicho.

Lo ha levantado para taparse la cara, ha cruzado las manos sobre el pecho y ha hecho una reverencia. Un momento después había desaparecido.

Esta noche no podré dormir.

1 de julio

¿Qué podría contar de las maravillas de estos días? El domingo abrimos la puerta de San Jorge y fuimos al encuentro de los turcos. Sólo disponíamos de cien jinetes y, a pesar de la pierna, me armé lo suficiente para ocupar el puesto de mi señor Raimundo. Partimos antes del alba, conducidos por los sacerdotes ataviados con sus vestiduras y por el obispo Adhémar, que llevaba la Santa Lanza.

Esperábamos que nos atacarían en el momento más impensado, que nos cortarían el paso al cruzar el puente en dirección al campamento. Sin embargo, tal como había prometido Bartolomé, no aparecieron. Aquí no hay explicación posible, salvo la de decir que es un acto de Dios, ya que ellos eran cuarenta mil y nosotros diez mil. Podían habernos hecho pedazos. En lugar de ello, al levantarse las primeras luces del día, vimos que nos observaban desde sus tiendas mientras formábamos nuestras filas.

El plan de Bohemundo era que cada escuadrón, después de cruzar el puente, se moviera por el flanco para dejar espacio. Lo hicimos en perfecto orden mientras los sacerdotes cantaban himnos y los hombres situados en las murallas observaban llenos de sorpresa. Entonces fue cuando ocurrió la más grande de las maravillas.

Desde la cumbre de la montaña se cernió sobre nosotros una niebla que fue bajando lentamente.

—Mirad —murmuraron los soldados—, son los ángeles y los santos y los espíritus de nuestros difuntos que vienen a luchar con nosotros.

De hecho, la visión fue notable, ya que la niebla bajó en forma de nubes que ondulaban y palpitaban. Detrás de ella nos desplegamos en un frente de apenas media legua de anchura, que se extendía desde las laderas del Silpius hasta el río Orontes. En aquel momento los turcos ya habían hecho una formación para venir a nuestro encuentro, aunque no podían ver nada debido a la niebla. El conde Bohemundo envió a una compañía de infantes a las laderas de la montaña para impedir que nos flanqueasen y dio orden de avanzar.

Nuestras filas se adelantaron en perfecta formación. Nos metimos en la niebla absolutamente maravillados y hubo muchos que vieron figuras de hombres que habían muerto hacía mucho tiempo: amigos, parientes y vecinos que les dirigían unas palabras al pasar. Se oían nombres y voces por todos lados, gritos de sorpresa y gritos de alegría. Cuando salimos, casi todos los hombres tenían la cara bañada en lágrimas. Vi tales expresiones de éxtasis en los ojos de nuestros soldados como no se han visto nunca en un ejército que sabe que avanza hacia la muerte. Por primera vez en la batalla, sentí que se elevaba mi espíritu. Era una guerra, por supuesto, pero era una guerra gloriosa. Aquel día había bajado sobre nosotros la gloria de Dios.

Los turcos se quedaron inmóviles ante nuestro avance. Y debemos dar gracias a Dios de que de pronto dieran media vuelta y huyeran corriendo. Al ver aquello, nuestros hombres lanzaron un grito y salieron tras ellos. Hubo muchos turcos que, entre los habitantes de la ciudad, fueron abatidos y otros que intentaron vadear el río. La batalla quedó terminada en una hora y nosotros nos quedamos en la orilla y los vimos cómo desaparecían por millares a través de la llanura de Antioquía en dirección al lago. El obispo Adhémar se presentó con la Lanza, ante la cual caímos todos de rodillas y rezamos.

La visión de Bartolomé nos prohibía matar a los prisioneros o saquear su campamento, por lo que los despojamos de cuanto llevaban encima y los dejamos en libertad al tiempo que volvíamos a entrar en las murallas. No habíamos perdido ni un solo hombre y Antioquía había quedado liberada. El camino hacia Jerusalén estaba expedito.

La ciudadela se rinde esta noche y hay festejos en la ciudad, pero mientras los soldados cantan sus canciones y suenan las campanas, yo me abro camino hacia la casa de la puerta baja. Apenas entro en ella me encuentro con la mujer, Yasmín, sentada junto a una lámpara pasando cuentas de abalorios. Aunque se levanta, no se cubre con el velo. Por un momento me parece ver en sus ojos una mirada de alivio, aunque se esfuma tan rápidamente que no me habría sido posible asegurarlo.

—Doy gracias a Dios de que estés bien, Faranj —dice.

—Tus oraciones me han guardado —le digo.

Coge un cuenco de agua y un trozo de lino bordeado de encajes.

—He preparado cena para ti pero, si has derramado sangre, primero tienes que purificarte.

Sonrío.

—No he tenido que derramar sangre porque han huido —digo.

Baja los ojos, asiente con la cabeza y después se me acerca y se sienta en el suelo junto a la mesilla baja. Es una comida tan sencilla como la otra y ella tampoco ha querido comer.

—Antioquía es nuestra —digo—. ¿Qué harás?

—Con tu permiso, Faranj…

Veo el desaliento en su expresión.

—He hablado con tu criado —prosigue—. Me ha dicho que tengo que atenderte, prepararte la comida, lavarte la ropa y ocuparme de que tu caballo esté presentable.

—¿Es lo que hacías antes de que llegásemos? ¿Hacías de sirvienta?

Por primera vez me mira directamente a los ojos.

—Soy poetisa —replica con aire de dignidad—. Hacía versos para deleite del emir, mi señor… el hombre cuya cabeza expusisteis vosotros en la muralla. —Vuelve a bajar la mirada—. Por esto vivo aquí, junto a la puerta del palacio.

—Comprendo. Muy bien. Tendrás que cuidarme y escribir para mí.

Frunce el entrecejo y responde:

—No puedo hacerlo, no sé leer ni escribir en francés.

—Entonces escribirás y leerás para mí en tu lengua. Y así veré qué es lo que no quieres.

Inclina la cabeza y se queda pensativa.

—Lo que tú digas, Faranj —dice finalmente.

Va a prepararme el té y luego, explicándome que debía decir sus oraciones nocturnas, se retira a la habitación interior.

Me quedo un rato más para terminar la comida y luego salgo. La plaza está llena de soldados, entregados a sus festejos. Al salir de la sombra que bordeaba la casa, se me acerca Mansur.

—Tu caballo está bien —dice.

Le doy las gracias. Tras titubear un momento, añade:

—Ella hoy ha sufrido mucho.

No respondo, aunque sus palabras me han llegado al alma. En el fondo del corazón he sentido una alegría más intensa que la que me había reportado la victoria conseguida.

9 de julio

La ciudad ha sufrido una epidemia de peste[90]. Sin duda que la causa está en los muchos cadáveres y en los pozos contaminados. Se ha propagado por el ejército y los hombres van cayendo enfermos uno tras otro. También se ha visto afectado el obispo Adhémar. Después de verme atacado en el curso de la marcha, he quedado inmune.

El alimento es escaso; el mercado está casi desierto. Han salido varias cuadrillas a forrajear por los alrededores y han tenido que recorrer muchas leguas a la redonda, sin mostrar escrúpulos para atacar las ciudades mercado, lo que ha dado como resultado que hasta los armenios, asustados, nos abandonasen. A San Simeón ha llegado un barco inglés con provisiones, pero la guarnición de la ciudad ha matado a casi toda la tripulación mientras descargaban la mercancía y no nos ha llegado provisión alguna. Ya no vendrá ningún barco más.

Antioquía es una ciudad desolada. Los hombres se lanzan a la calle y mueren en el empeño. Todas las casas están cerradas a cal y canto. Allí donde hasta hace poco había tantos actos de fe y tanto jolgorio, ahora sólo reina el descontento más absoluto. Algunos hablan abiertamente contra la Santa Lanza, especialmente entre los normandos. Se trata de una indignación que se ve acicateada por Bohemundo, tan obsesionado con la ocupación de Antioquía para sí que por esto enfrenta a unos con otros. Ha habido luchas entre los hombres de diferentes ejércitos. A mi modo de ver, el conde Bohemundo es responsable de muchos de estos disturbios.

Mi señor Raimundo ha regresado de la ciudadela ocupada por los normandos. Con gran secreto, pero con cuidadosa premeditación, Bohemundo se ha posesionado de toda la ciudad salvo del barrio donde se levanta el palacio y de la puerta del Puente, que siguen en nuestro poder. Ahora se trata de un normando contra un provenzal, mientras los demás siguen esperando el resultado. Entretanto, Adhémar, el único capaz de reconciliar a los nobles, continúa enfermo en la catedral.

Ayer Fulk Rechin vino a mi encuentro en la calle con Landry Gros y otros normandos. Están influidos por Bohemundo y me amenazaron diciendo que debemos entregar el palacio o que deberemos pagar por ello. Observé a mi antiguo compañero Landry Gros como preguntándole si era de este parecer.

—Mejor que te mantengas al margen, Escrivel —me dijo, casi incapaz de mirarme a los ojos.

—¿Y nuestro juramento? —le pregunté—. ¿Y Jerusalén?

—Vamos a hacer un reino aquí —replicó él— para que otros vengan detrás de nosotros y terminen la obra que hemos empezado.

—Los cobardes dejarán sus deberes a los demás —dije.

Me volví dispuesto a marcharme pero me agarró por el brazo.

—Escrivel —murmuró—, si el obispo muere nuestra expedición puede darse por terminada. Entonces cada uno seguirá por su lado. No quiero que te sobrevenga ningún daño, pero te sobrevendrá si no cejas en tu empeño.

Le aparté la mano y le di las gracias por los desvelos que se toma por mi causa.

—Pero si cumplir con su deber quiere decir que te tiene que venir algún daño, entonces bienvenido el daño —dije.

Pensé también que en lugar de decir «bienvenido» habría debido decir «inevitable», ya que para mí no es bienvenida una batalla con los normandos.

25 de julio

Hoy el obispo Adhémar ha llamado a consejo a los principales nobles. Reunidos en la catedral, no hemos intercambiado palabra alguna. El ambiente era tenso. Mi señor Raimundo, que se ha recuperado, no miraba siquiera a Bohemundo. En cuanto a los demás, mantenían las distancias. Hasta el propio Godofredo, que normalmente es violento y franco, se ha mantenido a raya.

Un monje nos ha acompañado a la habitación de Adhémar, situada a poca distancia del santuario. Su estado me ha sorprendido, es evidente que se encuentra en los últimos estadios de la fiebre, tiene la piel casi transparente, ya que a través de ella se le ven palpitar los vasos sanguíneos, y unos círculos lívidos en torno a los ojos. Su voz es poco más que un murmullo.

—¡Soldados de Cristo! —han sido sus primeras palabras.

Nos manteníamos todo lo cerca de él que podíamos, procurando conservar la distancia necesaria entre cada uno de nosotros.

—Quiero encargaros de la liberación del Santo Sepulcro. Estamos a diez días a caballo de Jerusalén. ¡Adelante!

El conde Bohemundo ha hablado con una voz que nos ha impresionado:

—Adhémar de Le Puy, ¿quién de nosotros se quedará con Antioquía?

Adhémar ha levantado los ojos para mirarlo, después ha alzado la mano y ha señalado con un dedo primero a un noble y después a otro. Finalmente se ha llevado la mano al pecho y ha tocado el Cristo del crucifijo que le cuelga del cuello.

—Sólo Él —ha dicho.

—¡Maldito sea el obispo! —ha refunfuñado Bohemundo—. Tú decides.

—Déjalo en paz —ha dicho mi señor Raimundo.

—¡Claro, porque te conviene! —le ha escupido Bohemundo.

Adhémar ha vuelto a levantar la mano.

—Perdonaos los unos a los otros —ha dicho y, después, señalando a mi señor Raimundo, ha continuado—: Coge la Lanza y la seguirán hasta Jerusalén.

—Así lo haré —ha replicado mi señor Raimundo.

—¿Por qué él? —ha preguntado Bohemundo—. ¿Quién llegó primero a Antioquía? ¿Quién echó a los condenados turcos? Yo tengo más méritos que él para dirigir esta peregrinación.

Adhémar lo miró con ojos encendidos.

—Tú no crees en la Lanza —ha dicho.

Bohemundo lo ha mirado como si le hubiera pegado una bofetada.

—¿Quién? ¿Yo? ¿No puse el trasto este delante cuando atacamos a Ker-boga? No creo que pueda haber mayor acto de fe. ¿De qué nos sirve la fe si no ganamos?

Adhémar estaba demasiado débil para continuar discutiendo, por lo que los monjes que se ocupaban de él nos han pedido que nos fuéramos. Bohemundo quería continuar, pero el conde Godofredo y el duque Roberto lo han hecho salir de la estancia.

La Santa Lanza estaba sobre un paño púrpura en el altar mayor de la catedral. Mi señor Raimundo ha hecho una genuflexión, ha subido las escaleras y la ha cogido en brazos. Cuando se ha vuelto, Bohemundo lo miraba ceñudo.

—No vayas a figurarte que este ringorrango te salvará —ha dicho.

Esta noche, cuando me he presentado a cenar a casa de Yasmín, inmediatamente se ha dado cuenta de que estaba preocupado. Mientras me servía la comida, colocaba en la mesa los cuencos de cobre y las tazas revestidas de oro, no ha pronunciado palabra. Como de costumbre, ha permanecido junto a mí mientras yo comía.

—Por favor —he dicho—, siéntate.

Para mi sorpresa, ha obedecido y ha metido las manos debajo de las ropas. Yo me sentía irritado y me costaba disimularlo.

—Me gustaría que comieras conmigo —le he dicho.

Ha fruncido los labios y ha bajado la cabeza. Después ha tomado un poco de pan de higo y ha embadurnado con él una rebanada de pan seco. La he observado mientras se lo llevaba a la boca.

—No te vas a contaminar por esto, ¿verdad? —le he dicho.

No ha levantado los ojos.

—En tu ejército no hay disciplina —ha observado con voz tranquila.

Le he preguntado qué quería decir.

—Pues que vuestro imán Al-hemur está muriendo y que vuestros soldados no tardarán mucho en lanzarse unos contra otros.

Me he quedado de una pieza.

—¿Y tú esto cómo lo sabes? —le he preguntado.

—Esta mañana, en el mercado, un soldado me ha puesto la mano en el pecho. Había un noble cerca y no ha dicho nada, el soldado ha reído a carcajadas mientras me tocaba.

Me he sentido profundamente avergonzado y le he preguntado si sabía quiénes eran aquellos hombres, qué colores llevaban. Yasmín ha negado con la cabeza.

—¿Y esto qué importa? —ha dicho ella—. Tu gente ha matado a tantos que esto no cuenta.

Le he dicho que, a partir de ahora, tiene que llevar a un guardián para que la acompañe dondequiera que vaya siempre que salga de casa. De pronto se me ha ocurrido algo horrible.

—¿No te habrá… hecho ningún daño? —le he preguntado.

—No, Faranj, ningún daño.

Después se ha puesto en pie.

—Había ido al mercado a comprar papel porque he escrito un poema para ti.

Se ha dirigido a un cuarto interior y ha regresado con una hoja de pergamino grisáceo.

—Si me permites… —ha dicho volviendo a ocupar el puesto de antes en la mesa.

He asentido con un gesto de la cabeza.

El poema estaba escrito en la lengua de los turcos, que yo sólo había oído a los prisioneros o en los lamentos de hombres desesperados durante las batallas. Antes la consideraba una lengua primitiva y bárbara pero, desde que la he oído recitar a ella, aprecio por vez primera la melodía de este idioma. Se notaban las contracciones típicas de la lengua, aunque eran rítmicas y no guturales como me habían parecido otras veces. Las subidas y bajadas del tono, así como los sonidos vibratorios de las letras «1» y «r», eran música para mis oídos.

El poema no era largo. Al terminar, ha dejado el pergamino sobre su regazo y ha bajado tímidamente los ojos. Le he dado las gracias.

—¿Qué significa? —le he preguntado.

—En el poema, sonido y significado de las palabras son una misma cosa. Es como el viento o como el mar.

Pero yo he insistido:

—¿Qué quieren decir las palabras?

—Hablan de un señor, un hombre religioso, que tiene un criado, pero el criado no sabe qué hacer para complacerlo. Ocurre que una noche oye rezar a su señor y escucha estas palabras: «Soy tan pecador que sólo la muerte puede reparar mis culpas». El criado, al oír aquello, siente una alegría inmensa y se quita la vida.

—Es un poema muy triste —he observado. Pero ella ha fruncido el ceño.

—¡Oh, no! Es un canto alegre, es un canto de vuestro Cristo.

—Ya comprendo.

Pero en realidad no lo había comprendido, ni entonces ni ahora. Esa muchacha es una criatura extraña. Entiendo que me dijese que no la tocara, aunque la verdad es que no tengo ningunas ganas de hacerlo. De todos modos, quiero escucharla porque tiene una mentalidad que me intriga. Jamás en la vida había encontrado a otro ser igual y no puedo por menos que preguntarme quién es, qué manos han conformado su vida[91].

1 de agosto

Adhémar de Le Puy ha muerto. Ha expirado esta mañana víctima de la peste. Cuesta creer todo lo que ha ocurrido a continuación.

Su séquito, en el que no sólo se incluían monjes sino también toda una guardia de caballeros de Picardía cuidadosamente seleccionados, fue objeto de ataque por parte de los normandos de Bohemundo. Se lanzaron con gran agresividad sobre el cadáver y lo sacudieron de aquí para allá mientras se atacaban entre sí daga en mano. Al final acabaron prevaleciendo los normandos y se hicieron con el cadáver, que trasladaron al cuartel general de Bohemundo, que tiene instalado en el norte de la ciudad. Parece que, como había tenido que renunciar a la Santa Lanza en beneficio de mi señor Raimundo, estaba decidido a quedarse con el cuerpo de Adhémar a manera de contrarreliquia.

Ahora el obispo de Le Puy, legado de Su Santidad el Papa, reposa con gran pompa en la gran mezquita de Antioquía, que Bohemundo ha hecho consagrar como iglesia. No se nos ha autorizado a ver el cuerpo, pero me han dicho que reposa con vestiduras solemnes debajo de arcadas decoradas con las palabras del profeta pagano y que, hasta hace poco tiempo, habían retemblado con los cánticos de los turcos.

Mi señor Raimundo ha quedado destrozado al enterarse de la noticia y me ha llamado a sus aposentos.

—Roger —me ha dicho—, la peregrinación no había corrido nunca tanto peligro como ahora. Bohemundo ha fragmentado de tal modo los ejércitos que no podemos dirigirnos a Jerusalén y lo peor de todo es volver. No impedirá que luchemos entre nosotros si esto beneficia sus propósitos.

Me he dado cuenta de que debía tener la valentía de decirle lo que pensaba realmente.

—Entonces, ¿por qué no le cedes Antioquía, reunificas el ejército y sigues camino adelante? —le he instado.

Temía que se encolerizara conmigo pero, en lugar de ello, se ha limitado a mover la cabeza con aire cansado.

—Tal vez debería hacerlo —ha dicho—. Quizá sea ésta la voluntad de Dios, de todos modos…

Se ha puesto lentamente en pie. Sólo llevaba la camisa de dormir y sus piernas blancas y flacas han quedado iluminadas por la luz de la vela. Nunca había visto a un hombre tan viejo como él, tan agobiado por las preocupaciones. Se ha acercado a la mesa donde tenía una jarra de vino y jamás me había sentido tan cerca de él. Aunque es mi señor y le tengo gran fidelidad, hace mucho tiempo que se ha convertido en mi amigo, de hecho es como un padre para mí. Ahora lo veo como un viejo, un hombre viejo que hasta necesita ayuda para cruzar la habitación.

He cogido el pichel y le he servido vino. Me ha mirado y ha sonreído, una sonrisa amable en los ojos y los labios, después lo he ayudado a volverse a meter en cama.

—Todo lo que hemos hecho —me ha dicho—, toda la carnicería, todos los sufrimientos, todos los pecados… sólo pueden mitigarse con una cosa: el honor. Si lo eliminamos no somos más que bandidos con cruces en la capa. El honor es lo que diferencia el deber de la necesidad. El honor es lo que nos salva la vida, de la misma manera que la gracia nos salva a la hora de la muerte. El honor nos hace hombres, sin honor somos peores que bestias, porque las bestias matan y sufren y hacen daño, pero lo hacen sin pararse a pensar.

De pronto ha levantado un dedo y su voz se ha hecho firme.

—El hombre es una criatura que piensa y actúa con honor. Lo demás sólo merece desprecio —ha declarado.

Después, de la misma manera repentina, ha vuelto a bajar la voz.

—No puedo violar mi juramento. Bohemundo quiere jugar conmigo a ver quién se queda con las reliquias. Muy bien, sabemos qué quiere. Pero ¿dónde está Dios? Yo no lo sé. Me basta saber qué quiere Raimundo de Saint-Gilles. Con la ayuda de Dios, lo que quiere es mantener su palabra.

Mañana, en la catedral, se celebrará el funeral del obispo Adhémar. Bohemundo ya ha fortificado el lugar como si fuera un campamento. Es evidente que teme una batalla, pero mi señor Raimundo ha decidido que los provenzales celebrasen la ceremonia en palacio. Esto impedirá una confrontación, pese a que es seguro que nuestra ausencia del funeral debilitará nuestra posición.

6 de agosto

Estos últimos días han sido testigo de una serie de maniobras en los ejércitos no previstas en ningún momento en el Concilio de Clermont en el que se convocó la peregrinación. Bohemundo se ha movido solapadamente para apoderarse de todos los barrios de la ciudad, a excepción del que ya tenemos ocupado. Ha alentado a los demás nobles a embarcarse en las expediciones, ha relevado las guarniciones y cortado la provisión de alimento a todos cuantos se le resisten.

El resultado es que el conde Roberto de Normandía ya no quiere ayudar a los ingleses, cuya flota ha tomado Laodicea[92], Tancredo se ha retirado a sus posesiones de Cilicia y Godofredo de Bouillon estuvo ayer aquí para anunciar su decisión de unirse a su hermano Balduino en Edesa.

—La expedición está desintegrándose ante nuestros ojos —observó mi señor Raimundo.

Godofredo parecía avergonzado.

—¡Maldita sea, Raimundo, la mitad de mis hombres están abatidos por la fiebre y la otra mitad se mueren de hambre! Balduino tiene comida para todos. ¿Por qué no vienes?

—Edesa está lejos de Jerusalén —replicó mi señor Raimundo.

—Pues aquí está lo grave, que es allí donde iremos a parar todos si continuamos aquí. Quédate a pasar el invierno con nosotros en Edesa y después nos reuniremos con Roberto y tomaremos Jerusalén.

—¿Y qué me dices de Antioquía?

Godofredo bajó la voz.

—Déjasela a Bohemundo —dijo—. No es más que un montón de estiércol, que se pudra en él.

Mi señor Raimundo negó con la cabeza.

—Aquí hay una batalla y es por el alma de esta peregrinación. No puedo desentenderme de ella.

Godofredo estuvo mirándolo un largo minuto. Se le había vuelto a rellenar el rostro y sus ojos azules tenían aquella mirada de suave franqueza que yo le había visto por vez primera cuando los dos amigos se conocieron en Macedonia.

—Escucha, Raimundo —dijo—, ninguno de los dos se hará más joven. ¿Por qué hacer guerras que podemos evitar? Si de veras quieres salvar esta peregrinación, vete de Antioquía. Bohemundo va por su cuenta. Bien, deja que se quede con esa asquerosa ciudad. —Agarró a mi señor Raimundo por el brazo—. Nosotros seremos señores de Jerusalén y él será rey de unos cadáveres.

Mi señor Raimundo le sonrió.

—Lo pensaré —dijo.

Godofredo estaba radiante.

—Me han dicho que Ma-arat está a punto de caer. Ve y tómala. Esto hará la puñeta al normando, no le gustará ni pizca tener una fortaleza en su flanco. Entretanto voy a bajarle a mi hermano Balduino los pantalones y a pegarle una buena paliza. Y para completar la cosa, a lo mejor me quedo con su reino. ¿Sabes que tiene doce mujeres? Resulta bastante sorprendente porque su polla es absolutamente impresentable. Ve y haznos una visita cuando hayas tomado Ma-arat. Haremos unos cuantos bastardos al rey Balduino.

Se levantó dispuesto a salir. Mi señor Raimundo le gritó:

—¡Apártate de los osos!

Godofredo soltó una carcajada.

Con la partida de los soldados del conde Godofredo, Antioquía ha quedado dividida entre los normandos y nosotros. Bohemundo dice ahora que la Santa Lanza es puro fraude y que él piensa llevar el cadáver de Adhémar a Jerusalén como única reliquia de la peregrinación. Por nuestra parte hemos doblado la guardia de la muralla en torno al palacio y en la puerta del Puente, que será nuestra única escapatoria en caso de que seamos atacados.

15 de agosto

Fiesta de la Asunción

Hace dos años que dejé mi casa. Recuerdo cuando me marché: la actitud solemne de mi madre, las demostraciones de afecto de mi hermana y el espectáculo que dio Juana, agarrada a mis piernas. Me pregunto qué pensarán hoy de mí. De momento ya debe de haber regresado Uc de Lunel y seguramente ya les habrá llegado mi carta. O sea que probablemente saben que aún estoy vivo. ¿Le importa esto a mi mujer? No lo sé.

Esta noche, mientras cenaba, le he hablado de ella a Yasmín. Me ha pedido que se la describiese. Un hombre siente siempre cierta satisfacción cuando describe su mujer a un desconocido, sin que importe cuáles puedan ser sus relaciones.

—No es tan esbelta como tú —le he dicho—. Está más llena y, pese a que es morena, tampoco lo es tanto como tú. Tiene los ojos grises pero el cutis es pálido como el de las mujeres de Provenza.

—¿Y su cabello?

—Es muy largo y suave, casi negro en cuanto a color.

Me ha mirado con sus ojos oscuros y entonces le he preguntado:

—¿De qué color es tu cabello? Ha bajado los ojos.

—Castaño —ha respondido simplemente.

—¿Me dejas que lo vea?

—No estaría bien, yo sólo puedo enseñar el cabello a mi marido.

Sus palabras me han impresionado.

—¿Estás casada? —he preguntado.

—No. Estaba prometida, pero me dejó.

La curiosidad que siempre me ha inspirado esta mujer, ahora se ha apoderado de mí. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo apasionada que era.

—¿Qué clase de hombre era? —le he preguntado.

—Era el hijo del emir.

Su respuesta me ha sorprendido y así se lo he dicho.

—Mi señor, el emir, quería que nos casásemos. De este modo habría podido servirlo mejor.

—¿Tú lo amabas? —he preguntado.

—No, aunque para nosotros el amor no es lo mismo que para vosotros. Los hombres y las mujeres deben casarse porque hay que hacer niños. Forma parte de la voluntad de Dios, ya que la voluntad de los hombres ocupa un segundo lugar. Y la de las mujeres todavía está más abajo.

He buscado su mirada.

—¿También tú lo crees? —he preguntado.

Me ha mirado un momento.

—Entre nosotros, las mujeres se casan cuando llegan a la mayoría de edad, aunque éste no fue mi caso.

—¿Y tus padres? ¿Dónde están?

—En el cementerio que hay al otro lado de la muralla. Ese cementerio que a tus hombres les gusta tanto saquear.

Le he dicho que aquello me dolía en el alma.

—No tiene importancia —ha replicado—, porque mis padres ya están en el paraíso, por lo menos mi madre. Mi padre no quería ir al paraíso.

Le he preguntado cómo era posible tal cosa.

—No le apetecía la compañía de los hipócritas —ha sido su respuesta.

No he podido reprimir una carcajada, pero ella ha seguido seria como siempre.

—Mi padre era tártaro. Venía de las montañas del norte, más allá de ese gran mar llamado Kakus. Era príncipe de su tribu, salvaje como el viento. Iba a caballo con una cimitarra entre los dientes y con estribos hechos con los cabellos de sus enemigos. De niño le habían enseñado que no debía obedecer más ley que la de su corazón y que debía valorar a un hombre por sus ojos, no por sus palabras. A menudo me había dicho que las palabras sólo son mentiras.

—¿Por qué vino a Antioquía? —he preguntado.

—Su hermano pequeño, a quien quería mucho, le traicionó. Guerrearon durante mucho tiempo en las montañas y al final mi padre acabó por capturarlo y, poniendo la daga en el cuello de su hermano, le dijo: «Podría matarte ahora mismo y convertirme en rey, pero ¿en quién puedo confiar si tú, que eres mi hermano, te has vuelto contra mí?». Así pues, dejó que su hermano gobernara y él se convirtió en vagabundo, prefería vivir entre desconocidos que no se ocupaban de él que entre gente que fingía quererlo y que, en cambio, lo habría matado para hacerse con el poder.

—O sea que tú eres princesa.

—Eso no significa nada —ha replicado con sencillez—, no tiene valor alguno. ¿Tú tienes hijos, Faranj?

Le he dicho que no, que no tenía hijos, aunque he añadido:

—Pero los tiene mi mujer.

Ha fruncido el ceño.

—¿No eres padre de ellos?

—No, su padre murió.

—Claro que murió, si tú no te consideras su padre —ha replicado ella.

Esta vez me ha tocado a mí fruncir el entrecejo. Yasmín se ha ruborizado.

—Yo hablo con excesiva franqueza —ha dicho—. Es un fallo reservado a los hombres. Perdóname, Faranj.

—No tengo que perdonarte. Admiro tu franqueza, la estimo.

Ha asentido débilmente.

—¿Quieres a tu mujer? —me ha preguntado.

La pregunta me ha irritado y he dicho:

—Acepto tu disculpa.

Pero ella ha vuelto a bajar los ojos.

He soltado un suspiro y yo me he apoyado en la pared, de la que colgaba un tapiz como los de palacio. He supuesto que debía de ser un regalo del emir o de su hijo.

—No —he dicho—, es algo que yo también me he preguntado. No conozco el motivo, pero tengo la impresión de que puedo hablar contigo como hablaría conmigo mismo.

Tenía los ojos clavados en mí, me escrutaba mientras hablaba.

—Es difícil de explicar. Yo la amaba… por su cuerpo. La adoraba en este aspecto, aunque no llegué a conocerla nunca. ¿Me comprendes?

—¿Me permites que te diga algo, Faranj?

Asentí.

—El alma no está en el cuerpo. Aunque la busques en el cuerpo, sólo te encontrarás a ti. Sólo encontrarás soledad, no el alma. Lo que busca uno en el matrimonio es encontrar el alma.

—Creo que sabes de qué hablas —le he dicho en tono jocoso—, aunque no hayas estado casada.

—A mí me parece que tampoco tú lo has estado.

Más tarde, cuando he regresado al palacio, todos dormían. He hecho una rápida inspección de la guardia y después me he retirado a mi habitación. Me he desnudado del todo, porque aquí las noches son bochornosas y, pese a que los insectos son molestos, resulta imposible dormir con camisón.

Hacía poco rato que dormía cuando me han despertado unas pisadas junto a la cama. Me he despertado sobresaltado y he buscado la daga que conservo debajo de la almohada.

—¿Quién es? —he preguntado.

A través de las ventanas altas y redondas se filtraba apenas la luz de la luna y haciendo grandes esfuerzos he podido distinguir una figura, pequeña y endeble, erguida a mis pies.

—Adhémar de Le Puy —ha sido la respuesta.

He reconocido la voz, que era la del obispo. El hecho me ha conmocionado, y el corazón se me ha disparado. La figura no se movía. Me he levantado.

—Pero tú estás muerto —le he dicho en un murmullo.

—Estoy sufriendo los fuegos del infierno —me ha dicho la figura.

El frío invadía mi cuerpo. No, no soñaba. La figura ha avanzado, se ha aproximado a la cama, donde ha quedado iluminada por la pálida luz de la luna. Era Bartolomé. Su rostro estaba inexpresivo, como si estuviera en trance, tenía los ojos cerrados.

—¡Hola, chico! —le he dicho.

Cuando se han abierto, los ojos eran los de Adhémar.

—Roger —ha dicho—, no basta con el perdón. Yo continúo sufriendo, aunque espero que no sea para siempre.

Su voz era plañidera y cansada. Le he preguntado qué quería de mí.

—La ciudad le pertenece a él, puesto que es él quien la reclama —ha proseguido—, mientras su objetivo continúe siendo Jerusalén. Nuestros soldados tienen que arrepentirse y desaparecer enseguida o nunca llegarán a los Santos Lugares. Dejad mi cuerpo en la catedral. Id a Jerusalén.

Ha dado media vuelta para marcharse. Yo estaba aterrado, el miedo hacía que me diera vueltas la cabeza, pese a lo cual le he dicho:

—Adhémar, ¿y mi padre?

Se ha parado y vuelto hacia mí. Ya estuviera vivo o muerto, reconocería aquellos ojos.

—Lo liberé, tal como dije —ha sido la respuesta—. Lo que tienes que hacer ahora es rezar por mí.

Ha desaparecido en la oscuridad y, cuando me he encontrado lo bastante centrado para seguirlo, he visto que ya había desaparecido.

Me he dirigido inmediatamente a mi señor Raimundo, para despertarlo y relatarle lo que había ocurrido. Hemos estado hablando del asunto hasta bien entrada la noche. Al final ha dicho que debíamos ir a ver a Bohemundo, ya que no era posible ocultarle un portento parecido.

—¿Le darás la ciudad? —le he preguntado.

—Sí, si viene conmigo a Jerusalén. En caso contrario, tendrá que ser él quien responda ante Dios, no yo.

19 de agosto

Han ocurrido muchas cosas. El parlamento que tuvo lugar después de la visita de Bartolomé fue tempestuoso. Bohemundo acogió con satisfacción que se sancionaran sus pretensiones a la posesión de la ciudad y después se irritó y echó chispas al saber que el hecho dependía de su cooperación en el avance hacia Jerusalén. Se refirió a mi señor Raimundo y a mí en términos tan estrictos que no pude por menos que jurar que yo no había dicho más que la verdad.

—Ya basta de juramentos —me increpó Bohemundo—, vosotros los meridionales les dais mucha importancia.

—También Dios les da importancia —repliqué.

Al oír aquellas palabras, el rey de Sicilia blasfemó.

—Jerusalén pertenece a Dios —dijo—, pero Antioquía me pertenece a mí.

O sea que no es posible razonar con él. Como nos ha cortado los suministros, mi señor Raimundo no ha tenido más remedio que proporcionar la mitad de nuestras fuerzas para que puedan ir a forrajear. Apenas había salido cuando también Bohemundo partió, decidido a ocupar las poblaciones tomadas por su sobrino. Parece que lo que quiere es ampliar su reino de Antioquía a expensas de Tancredo.

Me he quedado encargado de la ciudad y tengo instrucciones para disponer del palacio al precio que sea. En consecuencia, paso el tiempo organizando la defensa del palacio y del puente, no ya contra los infieles sino contra nosotros mismos. Entretanto ha llegado la flota genovesa y, finalmente, llegan a la ciudad las provisiones procedentes de Italia. Sin embargo, no nos ha llegado ninguna. Así pues, mientras los normandos se dan el lote, nosotros nos morimos de hambre.

Me he sentido avergonzado al explicar todas estas cosas a Yasmín. La he instado a aposentarse con sus amigos del norte de la ciudad, aunque ella se niega a abandonar su casa. Sigue sin rendirse y, junto con Mansur, hace lo posible para aprovisionarnos de lo necesario. Como todos los capitanes de nuestra expedición han abandonado sus puestos, soy el noble de Antioquía. Lo encuentro irónico, puesto que no puedo alimentar a mis hombres y me siento tan prisionero de los cristianos como lo fueron en otro tiempo los turcos.

Hoy he ido al mercado con la intención de conseguir algunas provisiones y he podido comprobar que ha vuelto a iniciarse el mercado de esclavos. Nuestros soldados capturan a mujeres y niños que venden a Antioquía. Los armenios, los griegos e incluso musulmanes de ciudades neutrales intentan comprarlos. Los beneficios van a parar a Bohemundo. Así pues, nosotros los cristianos, que hemos venido aquí para liberar estas tierras, comerciamos con seres humanos. No le faltaba razón a Adhémar al salir de la tumba. ¡Qué lejos nos encontramos aquí de conseguir la gracia y más lejos aún de Jerusalén!

26 de agosto

Hoy es un día maravilloso, las brisas son frescas y del mar sopla un aire húmedo. No se diría que estamos en el desierto de Siria, sino en Provenza. Los olivos que no han sido abatidos como leña se encuentran en plena floración y las laderas del monte Silpius están cubiertas de flores, entre ellas la rosa de Sharon, la que me trajo Ruth de Brindisi. Hoy el aire es nítido y fresco y en la ciudad parece reinar la calma.

Hace mucho tiempo que no soy feliz, la guerra y las preocupaciones me han tenido agobiado. Tengo la frente permanentemente fruncida y me siento viejo. Este otoño cumpliré treinta y tres años. Normalmente podría esperar diez o doce años más de vida, pero en las actuales circunstancias no creo que los viva. Pese a todo, hoy, por las razones que ahora expondré, he sido feliz.

Esta mañana, después de ocuparme de la guardia, me he dirigido a la plaza del mercado con un carro y un escuadrón de soldados. Siempre voy armado cuando me muevo por la ciudad y, además de la espada, llevo conmigo una daga que encontré en el palacio. Es curva y tiene un mango de hueso rematado en bronce. Es un arma pesada que se mueve con rapidez y pienso conservarla todo el tiempo que me quede aquí.

No me había alejado doce pasos del palacio cuando he oído una voz que me llamaba. Era Yasmín e iba envuelta de pies a cabeza en ropas de color púrpura, casi negras, y llevaba el rostro cubierto. Se ha apresurado a seguirme con breves pasos hasta que me ha atrapado.

—¿Puedo acompañarte, Faranj? —ha dicho.

No me gusta que me vean por la ciudad en compañía de una mujer. No quiero escándalos, especialmente aquí donde estoy rodeado de normandos, porque se burlarían de mí. Sin embargo, precisamente por esta razón, le he dicho que sí.

El mercado ha cobrado nueva vida. Además de los esclavos, ahora hay granjeros de Armenia y buenos mercaderes de las ciudades, así como marineros de la flota genovesa. Poco a poco la ciudad está recuperando su ritmo de vida. Llevo en la bolsa una docena de besantes de oro procedentes del tesoro de mi señor Raimundo, que recuperó después de asesinado el traidor Firuz. Estas monedas serán suficientes para comprar el alimento necesario a nuestros hombres. Hasta ahora los normandos no han interferido, pero no creo que la situación pueda prolongarse durante mucho tiempo.

Parece que la mujer tiene amigos entre los mercaderes con los que cambalachea. Me he fijado que se ha sacado del brazo una torques[93] de oro para cambiarla por uvas. En su casa no tiene muchas cosas de valor, por lo que me he interpuesto entre ella y el mercader, que en este caso era una vieja, y le he dado a cambio unas cuantas monedas de cobre. Yasmín se ha vuelto hacia mí.

—No debías hacerlo —me ha dicho con decisión.

—Pues lo he hecho.

Me ha mirado airada.

—Entonces esto es tuyo —me ha dicho poniendo la torques en mi mano.

Apenas he terminado mis quehaceres y he tenido el carro cargado, la he buscado, pero había desaparecido en el mercado. He pedido a mis hombres que volvieran al palacio y me he dedicado a buscarla. Por lo visto todas las mujeres de Antioquía se habían echado a la calle y el mercado era un hervidero de rostros velados y mantos. Ya desesperaba de encontrarla cuando he sentido el contacto de una mano en el brazo. Me he vuelto y era ella.

—¿Faranj? —ha dicho.

—Creía que te había perdido —le he dicho.

—Con tu cruz escarlata, tu espada y tu caballo castaño cualquiera te pierde… —ha observado ella—. Hay algo que me gustaría que vieras, Faranj.

Le he dicho que se explicase con más claridad, pero me ha hecho ademán de que la siguiera. Hemos salido del mercado y nos hemos dirigido a las laderas de la colina, después hemos seguido unas callejuelas estrechas y un barrio lleno de palacetes privados. Eran edificios encalados, cada uno con su jardín encerrado entre cuatro paredes, en muchos de los casos derribadas y los jardines asaltados para despojarlos de fruta y de leña para quemar.

Más arriba de estos edificios las calles se hacían serpenteantes y se dirigían a viviendas más pequeñas en las que viven agricultores y pastores que han hecho bancales en la parte superior de la ladera construyendo paredes bajas de piedras. De hecho, por encima de la ciudadela el terreno se hace más abrupto y rocoso, con afloramientos de piedra blanca, áspera y porosa, que constituye la materia básica de la montaña.

Seguirla suponía para mí un jadeo constante ya que, como estoy acostumbrado a ir a caballo a todas partes, este ejercicio me resulta extraño. Pero Yasmín seguía adelante en silencio, precediéndome unos pasos y sin aminorar la marcha, aunque volviéndose de vez en cuando para ver si la seguía. Yo le sonreía para disimular el cansancio, pero en una o dos ocasiones me ha parecido descubrir una mirada divertida en sus ojos. Por fin hemos llegado a una terraza en la que había unos cuantos cristianos de Antioquía arrodillados rezando. Yasmín se ha parado y me ha esperado.

Estábamos muy por encima de la parte inferior de la ciudad y, a la luz del día, leguas y más leguas de campo resplandecían.

—¡Mira allí! —ha exclamado señalando con el dedo—. ¡San Simeón, el puerto y los barcos ítalos!

He mirado por encima de las murallas y he contemplado la torre que había mandado construir mi señor Raimundo y el puerto donde pasé tantos días y noches de vida disipada. Todavía eran visibles los restos de nuestro campamento, así como los cementerios de nuestros hombres y de los turcos.

—Allí —ha dicho Yasmín—, Harenc, es donde tus hombres asesinaron a los miembros de la guarnición y violaron a las mujeres. Y más allá está el camino de Ravendan, desde el cual vimos la llegada de vuestro ejército y el de los emires.

—Conoces bien el país —he observado.

Me ha mirado fijamente.

—Es el país donde he nacido, Faranj. ¿Acaso no podrías encaramarte en las almenas de tu castillo y nombrar todas las poblaciones, todos los caminos y todos los árboles que vieras desde ellas?

—Yo no tengo ningún castillo —he dicho—, sólo una casa de campo.

—Lo siento, Faranj —ha dicho ella con una ligera inclinación de la cabeza—, te creía más importante.

Era un reto, uno de los muchos retos que me ofrecía a su manera solapada y yo lo acepté.

—Soy lo bastante importante para capitanear el ejército que ha tomado tu ciudad —he observado.

Me ha mirado un momento, después se ha vuelto y me ha llevado hasta la boca de una cueva en la pared de roca del bancal. La abertura estaba ensamblada todo alrededor y decorada con flores.

—Debes entrar —ha dicho Yasmín indicando la cueva con un gesto.

Le colgaba la manga de su túnica de púrpura de tal modo que dejaba al descubierto todo el antebrazo hasta el codo. Pero ella se ha dado cuenta y lo ha bajado enseguida. Le he preguntado qué clase de cueva era aquélla.

—La gruta del santo. Aquí es donde vuestro obispo Pedro celebraba los cultos en los tiempos de la persecución romana. Es el sitio donde se escondían los cristianos y donde, de hecho, tomaron el nombre de cristianos.

—¡Será posible!

—¡Por supuesto!

He entrado, pero ella no me ha seguido.

—No puedo dejarte aquí sola —he dicho—, este sitio no es seguro.

—Para mí este sitio no es sagrado —ha replicado.

He tendido la mano hacia ella y he dicho:

—Razón de más para que puedas entrar —he dicho.

Ha dudado un momento y me ha cogido la mano.

Hemos bajado por una larga pendiente que se introducía en una cueva que estaba medio a oscuras. El techo era liso y seco, como el interior de un caparazón, y se inclinaba hacia un sencillo altar de piedra.

—Aquí fue donde el obispo Pedro celebró el rito de la misa —me ha dicho Yasmín en un murmullo.

—¿En este altar?

Ha negado con la cabeza.

—No, los peregrinos lo construyeron cuando yo era niña.

He entrado hasta el centro de la cueva inclinando la cabeza por lo bajo del techo y he recorrido el lugar con la mirada. Allí, en aquella estancia desolada, el primer elegido de Cristo, la Piedra sobre la que Él pensaba edificar nuestra Iglesia, celebró misa. Fue allí donde partió el pan y lo compartió con sus discípulos que vivieron en tiempos de Cristo, que lo conocieron igual que lo conoció Pedro, que oyó Su voz, que respiró el mismo aire que Él y que se miró en Sus ojos.

He doblado la rodilla, he desenvainado la espada y he besado la cruz. He cerrado los ojos para imaginar la escena: los primeros cristianos, obedientes a Simón Pedro, con las palabras de Nuestro Salvador resonándoles todavía en los oídos, compartiendo el pan de vida en aquella cueva. Era el primer lugar santo de mi peregrinación y quería saborearlo, pero la voz de Yasmín ha surgido de las sombras.

—Todavía hay más, Faranj —ha dicho—. Sígueme.

Me he levantado y la he seguido a un pasillo más interior, donde todavía había que agacharse más. Más allá había una segunda estancia que se adentraba profundamente en la ladera de la montaña. El lugar todavía era más oscuro que el primero, más angosto y olía a rancio.

—¿Ves algo? —me ha preguntado Yasmín.

La verdad es que mis ojos todavía no se habían acostumbrado.

—Allí, en las paredes.

He tratado de penetrar la oscuridad y, al cabo de unos momentos, han comenzado a dibujarse formas en unas repisas excavadas en la roca. Al principio no me ha sido posible saber de qué se trataba y me he figurado que eran artefactos cuidadosamente dispuestos. Después, gradualmente, me he dado cuenta de que se trataba de esqueletos, todos boca arriba y con los brazos cruzados, algunas calaveras vueltas hacia mí y con la boca abierta.

—En el curso de las persecuciones fueron muchos los que murieron aquí —me ha dicho Yasmín al oído— y los cadáveres se conservaron. No es la única estancia, hay más, allá y más allá.

Ha indicado varios pasadizos que se distribuían a derecha e izquierda.

Me he acercado a uno de los esqueletos y lo he mirado de cerca. Ante mí tenía a un antepasado espiritual mío, un cuerpo pequeño y ligero, tal vez el de una mujer, con unas costillas estrechas, un cuello delicado y una redondez apacible en las cuencas de los ojos. A lo mejor había atendido al Señor o había oído Sus palabras o había visto la verdad que Él emanaba y lo había seguido hasta la muerte en aquel lugar oscuro y perfumado. Era un pensamiento solemne y grave: ¿acaso tendría yo valor o fe suficiente para aceptar una muerte como aquélla en Su nombre? De ser así, de haber vivido mil años antes, ahora alguien me miraría y diría: ¿fue este hombre un fiel servidor del Señor?

Y después he pensado: ¿adónde habrá ido a parar la persona que en otro tiempo animó estos huesos, se movió dentro de esta carne, caminó por encima de estas piedras y salió del amanecer de Antioquía para no volver a aparecer nunca más? ¿Dónde está ahora? ¿Se ha ido? ¿Dónde ha ido? ¿Dónde está reposando, qué vida está viviendo? ¿Qué silencio o recompensa disfruta? Esa persona vivió de la misma manera que yo vivo, murió de la misma manera que moriré. ¿Y ahora qué es? ¿Un ángel? ¿Un fantasma? ¿Un recuerdo? ¿Murió su fe con ella o se la ha llevado consigo a la eternidad?

Después he pensado en mi padre y he recordado que el obispo Adhémar, hablando por boca de Bartolomé, había dicho que estaba en el paraíso. Me he arrodillado junto a los huesos de la mujer y le he pedido que, si podía ver a mi padre, le dijera que estoy bien, que actúo lo mejor que puedo y que intento proseguir su linaje con dignidad. Después he dicho por lo bajo:

—Si no puedes… si no puedes…

Yasmín ha puesto una mano en mi hombro.

—Faranj, ya podemos marcharnos.

Me he quedado un momento mirándola. A la débil luz reinante, resultaba casi invisible, salvo los ojos y sus manos pequeñas.

—¿Tú no crees en el poder de este sitio? —le he preguntado.

—No es mi verdad.

—Entonces, ¿por qué hablas tan bajo? ¿Crees que van a oírnos?

Tenía los ojos clavados en mí.

—Tú me has dicho que respetas mis creencias —me ha respondido—. Muy bien, yo respetaré las tuyas.

Cuando hemos vuelto a palacio me ha hablado de su infancia en aquella ciudad, de los lugares donde había jugado cuando era niña, de las personas que había conocido. De cuando en cuando me indicaba una casa y me decía que allí había vivido una determinada persona y después añadía:

—La mataron los tuyos.

Aquello me ha irritado y le he hablado de las atrocidades que habían cometido los turcos y de las que yo había sido testigo: hombres mutilados, destripados, castrados. Le he hablado de las mujeres y niños de Nicea. Y ella ha comentado:

—¿Habrían ocurrido todas estas cosas si no hubierais venido vosotros?

—Todo es cuestión de fe —he replicado.

—La fe no mata; da valor.

—Para luchar por aquello que uno cree.

—Para sufrir por lo que uno cree, no para matar.

Y así hemos continuado hablando a través de las laderas del monte Silpius hasta la zona del palacio. Cuando hemos llegado a la casa de la puerta baja yo estaba furioso con ella y por otra parte la admiraba todavía más que antes. Me he dado cuenta de que era la primera vez que sostenía una conversación como aquélla con una mujer. Era una mujer con unas creencias, unos principios y unas ideas, y sabía luchar por ellas. Me he dado cuenta de que me sentía orgulloso de ella, de que me vieran paseando con ella por las calles de Antioquía, ella con sus largos ropajes y su rostro tapado, confiada, serena, pero desafiante a la vez. Porque la verdad es que hay desafío en una mujer que discute con un hombre y no discute de emociones sino de ideas, no de lo que ella siente sino de lo que sabe que es verdad. Y ahora yo, Roger de Lunel, paseaba con una turca por las calles de la ciudad de Pedro y discutía acaloradamente con ella de cuestiones de fe. Era algo estimulante, edificante, era una felicidad que nunca había experimentado con ninguna mujer.

—Eres instruida —le he dicho al volver la esquina y entrar en la calle que se encuentra delante de la puerta del palacio.

—Me instruyó mi madre —me ha replicado—. Y mi padre, que no sabía leer ni escribir, insistía en que lo hiciera. Yo solía leer poemas a mi padre todas las noches. Le daba una gran alegría, a veces incluso lloraba, no por la poesía sino porque su hija sabía leerle aquellos poemas. Me besaba la frente. Estaba orgulloso de mi inteligencia.

—¿Amabas a tu padre?

—Sí, Faranj, mucho.

—Yo no llegué a conocer el mío.

—¡Qué lástima! Un padre es como una roca a la que te encaramas para poder ser libre.

—¿Y una madre?

—Una madre es la voz que te dice qué camino debes seguir.

La he mirado unos momentos o, mejor dicho, he mirado sus ojos.

—Eres muy inteligente —le he dicho.

—Soy necia, por eso estoy sola.

Y dando media vuelta, se ha metido en su casa.

¡Ojalá la hubiera conocido mucho antes! En esta peregrinación ha habido milagros, algunos reales y otros que son fraudes. Estoy pensando que ella puede ser el milagro que me ha ocurrido a mí, que puede ser un ángel que Dios me envía para instruirme. ¿En qué cosas? Me muero de ganas de saberlo.

30 de agosto

Esta noche se ha celebrado una misa cantada en la catedral que me ha emocionado profundamente. Era una antífona en la que dos coros hablaban entre sí de Dios. Del canto llano pasaba a un discurso y del discurso a una conmemoración que se levantaba como una espiral hasta los cielos. Por encima de los altos se elevaba el contralto, cantando cadenciosamente y elevándose en sones tan brillantes que me exaltaban el alma hasta convertirla en oro. No he comulgado, porque aquellas espirales musicales me han bastado para sentirme unido con mi Dios. Me bastaban, no necesitaba devorarlo, quien me ha devorado ha sido Él.

Tengo que llevar a Yasmín a que oiga esto. Creo que lo entenderá.

4 de septiembre

Mi madre ha muerto. Esta mañana Mansur se ha presentado ante mí presa de gran agitación. Ha llegado un barco de Pisa con cartas de Provenza. La que me estaba destinada me la enviaba mi hermana, la duquesa de Séte. Parece que Uc, de la ciudad de Lunel, de vuelta a Provenza, había anunciado que yo había muerto. La noticia fue confirmada por Hugo de Vermandois, que aseguró a Esteban de Blois que nosotros, en Antioquía, habíamos sido derrotados.

La noticia causó tal impresión en mi madre que cayó enferma y ya no volvió a recuperarse. Mi esposa, Juana, se dirigió de inmediato al obispo reclamando mis derechos. Por la carta de mi hermana, no se había tomado decisión alguna, si bien Gauburge no había dado fe a la noticia y me escribió. En consecuencia, leí la noticia de mi propia muerte y me enteré de la codicia de mi mujer para arreglar los asuntos en beneficio propio.

Resulta extraño para una persona que la declaren muerta para el mundo. Sin embargo, ya que no está mi madre y mi esposa tiene tantas ganas de enterrarme, a lo mejor importa poco. No me he enfadado, ni siquiera sorprendido. Lamento, con todo, la pérdida de mi madre y pediré a los sacerdotes de Antioquía que digan una misa por su alma. Tal vez san Pedro la acoja en el paraíso, quizá en estos momentos, mientras escribo estas palabras, ya esté en compañía de mi padre. La verdad es que nunca en su vida hizo daño a nadie y que me quería mucho, lo cual al final sólo sirvió para perjudicarla.

5 de septiembre

Anoche, después de escribir en el libro, me quedé tan inquieto que, sin saber cómo, me encontré en la entrada de la casa de la puerta baja. Bernardo y Gerardo, que estaban en sus puestos, me miraron por el rabillo del ojo, pero yo los ignoré. La verdad era que yo no quería estar solo.

Aunque era tarde, Yasmín me recibió. La saludé, me senté y me quedé en silencio. Ella me miró un buen rato y a continuación me sirvió el té. Mientras lo vertía, no apartaba los ojos de mí. Por fin dijo:

—Estás preocupado, ¿verdad, Faranj?

No respondí.

—¿Quieres que te lea alguna cosa? Asentí con la cabeza.

Trajo el papel, el mismo que compró en el mercado el día en que el soldado abusó de ella. Me acuerdo siempre del hecho cada vez que me lee algo. Se soltó el velo y acercó el papel a la luz de la vela. Casi no la escuchaba. Hacía seis meses que mi madre había muerto y yo sin enterarme. Había muerto de tristeza por causa de su hijo, que sigue vivo. Había muerto a causa de mi ausencia.

Yasmín continuaba leyendo. Su voz era grave y lastimera, acorde con mi estado de ánimo. En su poema había un tono dolorido y nostálgico que me llegaba al alma.

«No volveré a verte nunca más», me había dicho mi madre el día que me marché.

Me esforcé en rememorar los hechos. ¿Sería posible que yo no hubiera notado el momento de su muerte? ¿Era posible que una persona tan próxima se marchase así, sin avisar?

Yasmín dejó a un lado sus papeles y, a la luz amarillenta de la vela, leí en sus ojos una expresión de curiosidad. Volví la cara a un lado.

—¿Estás llorando, Faranj? —me preguntó.

Intenté responder a su pregunta, pero me fue imposible. Sentía sus ojos clavados en mí y yo me sequé los míos. Seguidamente se levantó, se acercó al lugar donde yo estaba sentado en el suelo y se arrodilló a mi lado.

—¿Faranj? —dijo en voz muy baja.

Tendió la mano hacia mí y me tocó el hombro. Un momento después me abrazaba, me acariciaba la cabeza y me murmuraba palabras al oído. Entretanto yo lloraba como un niño extraviado, como un niño que ha perdido a sus padres y no sabe dónde encontrarlos.

11 de septiembre

Ha vuelto mi señor Raimundo junto con los demás nobles salvo Bohemundo. Dicen que está en Cilicia. Mi señor ha traído algunas provisiones. Me ha dicho que las luchas y el movimiento constante de los ejércitos ha llevado la desolación a Siria y que ahora las cosechas son pobres. Opina que deberíamos trasladarnos cuanto antes a Jerusalén, ya que dicen que las cosechas de Palestina han sido buenas y que la población está bien dispuesta para con nosotros.

El conde Godofredo llegó con grandes alharacas. Llevaba las mulas cargadas de sacos que, cuando vació, resultó que contenían las cabezas de centenares de turcos que ha matado durante la expedición. Las cabezas cayeron rodando por la plaza del mercado, lo que fue motivo suficiente para que quedara vacía de gente en pocos segundos. Mujeres y niños marchaban disgustados y debo decir que también yo quedé sumamente impresionado, ya que las cabezas estaban encogidas y en estado de descomposición. Parecían cocos que rebotasen por el suelo, pero con largas melenas de cabellos crespos y haciendo un ruido parecido sobre el empedrado. El conde Godofredo se reía a carcajadas al ver huir a los ciudadanos y, aunque me dio un golpe en las costillas y señaló con el dedo a la gente, la verdad es que me fue imposible sumarme a sus carcajadas.

Cuando regrese Bohemundo se celebrará un consejo, cuyo tema principal será Jerusalén. Me parece muy bien, ya que fue Jerusalén lo que nos trajo aquí y lo que representa nuestro único compromiso.

Mi señor Raimundo está muy debilitado a causa de las campañas. Ya tiene cincuenta y siete años, la piel le cuelga debajo de los ojos y tiene toda la cara cubierta de esas manchas oscuras que revelan las preocupaciones y cuidados que uno pasa. Como desde las fiebres que sufrió ya no le ha vuelto a crecer el cabello, se cubre la cabeza con un gorro de lana que le da el aspecto de un abad anciano. Ha perdido mucho peso y muestra una tendencia a ir encorvándose, lo cual no le había observado anteriormente. Que Dios me perdone, pero espero que la fiebre acabe con Bohemundo y podamos ponernos a las órdenes de mi señor Raimundo. Poca cosa puede sacar ya de Antioquía y de sus enfrentamientos con los normandos.

Esta noche, en su pabellón, me ha dicho que ha tomado Rugia, en el sur del Orontes. Esto ha dejado aislado Ma-arat, que trata de conservar como base para trasladarse a Palestina. Fue a su regreso de Rugia que nuestro ejército fue atacado por los Hash-hashin[94]. Se trata de bandidos especialmente preparados para llevar a la práctica el arte de la guerra silenciosa. Atacan a la columna en la oscuridad, estrangulan al primero que se les pone por delante o le rebanan el pescuezo y después se retiran. Esto tiene un profundo efecto sobre los hombres, que no pueden dormir y se niegan a hacer guardias o a hacer de centinelas en las columnas. Según dice mi señor, a medida que nos dirigimos hacia el sur hay más cosas que temer.

14 de septiembre

Ha regresado el conde Bohemundo y ha habido un consejo. No es preciso decir que ha sido tumultuoso. Para resumir, se ha tomado una decisión contraria a los deseos de mi señor de notificar al papa Urbano que se le invitaba a tomar posesión de Antioquía. Si esto falla, el dominio recaerá en el conde Bohemundo. Como vemos todos, se trata de una añagaza, ya que no es probable que el Santo Padre quiera trasladar la sede de Roma a Antioquía, pese al hecho de que ésta sea la ciudad presidida por san Pedro. De este modo nos acercamos un paso más a la cesión de la ciudad a Bohemundo.

Se dio un paso más cuando volvió Bohemundo. El patriarca griego, Juan, que ha sufrido vejaciones y torturas de los turcos, aprovechó la ausencia de Bohemundo para afirmar su autoridad. Es un infeliz que no contaba con la firme resolución del normando. De hecho, desapareció de pronto y, aunque protestamos de la situación ante Bohemundo, no se ha encontrado ni rastro de él. No hay duda de que está encarcelado en el sector normando. Es posible que incluso haya muerto, aunque rezo para que no sea así. De todos modos, ya no hay nada que pueda sorprenderme.

En cuanto a Jerusalén, se decidió que nos pondríamos en marcha lo más pronto posible pero que esperaríamos a que terminara el rigor de los calores. Se trata de una buena noticia y el efecto que ha tenido sobre el ejército es palpable. Por falta de dirección a lo largo de tantas semanas, los hombres se han vuelto levantiscos e indisciplinados, las armas no están en buenas condiciones debido a la falta de uso y el entrenamiento de los soldados deja mucho que desear. Sin embargo, parece que ahora revive, al mismo tiempo que su ánimo.

En lo que a mí se refiere, paso gran parte del día practicando la caída del caballo y volviendo a montar en él, armado y con la cota de malla puesta y sin ayuda de nadie. Cierta vez sorprendí a Yasmín observándome muerta de risa. Aunque en el primer momento me molestó, no pude reprimir una sonrisa, ya que era la primera vez que la veía reír.

Me dirigí a ella para explicarle lo que estaba haciendo, pero supongo que tenía una facha tan impresionante con la cota de malla y la cofa, la espada y el escudo, que la chica se metió enseguida en su casa y cerró la puerta por dentro.

Mi señor Raimundo vuelve a estar de viaje, esta vez acompañado de Roberto de Flandes, con la intención de tomar Kafar-tab y Serap. Una vez conseguido este objetivo, dominaremos los accesos a Palestina. Bohemundo todavía no se ha enterado del hecho, pero me temo que, cuando lo sepa, puede haber problemas.

Esta noche he ido a la casa de la puerta baja. Sé muy bien que los soldados murmuran en relación con las visitas que hago a esa mujer, pero no me importa. Por nada del mundo prescindiría de hablar con ella, ya que sus palabras no sólo me distraen sino que levantan mi ánimo, si bien a veces también me irritan hasta el límite de lo soportable. Es instruida y ha leído mucho. Posee libros en varias lenguas y a menudo hace referencia a pasajes de los mismos. Sus conocimientos en matemáticas, astronomía y ciencias naturales sobrepasan con mucho los míos. Sabe el francés por su madre, que se encargó de atender a los peregrinos antes de que los turcos vedaran la entrada a Jerusalén. Conoce además el armenio, el griego y sabe algo de hebreo. Ha leído las Escrituras en lengua vernácula y se ha reído al saber que yo únicamente las había leído en latín y aún no en su integridad.

Me ha hablado del libro de su religión, el Corán, y he podido comprobar que tiene muchas cosas en común con nuestras Escrituras. Parece que los musulmanes reconocen a Jesús, aunque no como Dios encarnado, sino como profeta y santo. Para mí fue una novedad, puesto que nunca hasta entonces había hablado con una mujer que no aceptase a Cristo. Pese a ello, es una persona con sólidas y profundas bases morales, rasgos que florecen pese a la ausencia de Su divinidad. A mí me resulta en extremo curioso: no habría creído posible que existiera un caso así al margen de la única fe verdadera salvo entre los salvajes. Sin embargo, he encontrado más fe y civilización en esta mujer pagana que en los obispos que he conocido.

Tengo que confesar a este libro mío que, ahora que soy huérfano y sé que mi mujer me ha enterrado, mis relaciones con esta mujer de Oriente todavía tienen más valor que antes. Las aprecio en lo que valen porque son humanas, vienen de una mujer que me mantiene firme y recto y en cuyo calor encuentro consuelo y estímulo.

20 de septiembre

Hemos recibido noticias de Palestina que pueden ser de gran importancia. Guynemer el pirata ha venido de Trípoli, donde se ha enterado de que, después de la derrota de Ker-boga, el ejército egipcio invadió Palestina y tomó Jerusalén. En consecuencia, los turcos ya no dominan la Ciudad Santa. No se sabe muy bien lo que esto pueda significar para el futuro de nuestra peregrinación, pero entre los nobles hay quien lamenta que no tratásemos con el embajador egipcio cuando nos visitó durante el sitio.

Hoy me he confesado con fray Alfonso. Me ha preguntado por mis relaciones con Yasmín y no he podido evitar explayarme hablando de ella y, por si fuera poco, con gran entusiasmo. Al terminar, Alfonso me ha preguntado si estaba enamorado de ella, pregunta que me ha cogido por sorpresa.

—¿Por qué lo dices? —le he preguntado.

—Porque hablas de la misma manera que habla el amante de la amada, es decir, con ardor y dignidad, pasión y orgullo. Has elogiado su inteligencia y su carácter y, además, valoras su compañía.

Son cosas que no se me habían ocurrido. Yo me figuraba que los amantes sólo veían la relación en el aspecto carnal y que éste era el vínculo que los definía, la medida de su amor. Pero de esa manera… de esa manera es como yo veía a mi padre o a mi señor Raimundo o a mi padrastro Gilíes. Jamás había sentido esto por una mujer. Sin embargo, lo siento por ella, que es turca, infiel y enemiga de Dios.

Esta peregrinación está llena de enigmas, todos ellos inesperados, y es sabido que todo lo inesperado inspira maravilla.

29 de septiembre

He tenido muchas conversaciones con Yasmín y a través de ellas le he abierto el corazón. Le he hablado de mis relaciones con Juana, aunque no le he dicho nada sobre Eustaquio ni tampoco sobre la esterilidad de mi mujer, consecuencia de nuestro pecado. Le he hablado de la carta que le escribí y también de la carta de mi hermana y de cómo mi mujer quiso declararme muerto. Al contarle todas estas cosas me sentía profundamente emocionado y ella me escuchaba en silencio, aunque con mirada de comprensión. Agradecí el silencio tanto como la comprensión.

Al final la incité a hablar.

—¿Qué piensas de mí? —pregunté.

Ella dejó vagar un momento la mirada y sus ojos oscuros se quedaron abstraídos.

—¿Quieres que te hable con franqueza, Faranj?

Yo le respondí que me había figurado que hablaba siempre de esa manera. Entonces ella dijo:

—Creo que eres un hombre entre dos mundos y que en ninguno de los dos se encuentra en paz.

—¿Y qué mundos son ésos?

Me miró largamente, como recapacitando acerca de qué camino tomar, como si calculara el efecto de una explicación.

—El mundo donde vives y el mundo donde te gustaría vivir —respondió—, la persona que eres y la persona que tú te ves, tus necesidades y tus deseos, tu verdad y «la verdad», tu cuerpo y tu alma, Provenza y Jerusalén.

Una vez pronunciadas estas palabras bajó los ojos y se quedó a la espera de mi respuesta. No podía dársela. Tuve la sensación de haber recibido un golpe… aunque el golpe fue suave, un golpe dado con cariño, como cuando el médico lo da en la espalda de un niño para sacarle un hueso que se le ha quedado atragantado en el cuello. Un golpe dado con firmeza, necesario al fin.

La he mirado largo rato. Tenía dos velas encendidas y ella estaba sentada entre las dos, las piernas dobladas debajo del cuerpo, las manos escondidas debajo de las ropas, la cabeza envuelta en un pañuelo. De pronto la vi muy hermosa, aunque con una belleza distante y oculta que se escondía detrás de su rostro de la misma manera que su rostro se ocultaba detrás del velo. Me moría de ganas de tocarla, pero me limité a decirle:

—¿Y de qué manera podría reconciliar estos mundos?

No levantó los ojos. Su voz, al hablar, era casi inaudible, como si fuera a revelarme un secreto:

—Comprendiendo que no existe ninguno de los dos.

Me incliné hacia atrás y me restregué los bigotes para disimular una sonrisa.

—Si no existe ninguno de los dos —le dije—, ¿cómo es posible que pueda estar entre ellos?

Sacudió la cabeza con energía y con un poco de tristeza dijo:

—No sirve de nada hablar de esto, Faranj. Es algo imposible de razonar. A la que uno intenta razonarlo, se pierde.

Volví a insistir en que me lo explicase.

—No se puede explicar —respondió Yasmín con voz impaciente—. ¡No es cuestión de explicaciones!

—Entonces, ¿cómo voy a entenderlo? —le insistí, notando que también yo me estaba poniendo impaciente.

—Faranj —me dijo—, eres como un hombre que golpease con la cabeza el muro de una catedral para que lo dejasen entrar. —Movió negativamente la cabeza con aire titubeante—. Pero tú no puedes forzar el camino.

Se levantó y cogió un papel del estante.

—Si me permites, he escrito un poema.

—Léelo —dije—, por favor.

Lo leyó como otras veces, de aquella manera cadenciosa que le era propia, deslizando las sílabas en la lengua, sin apartar los ojos de la página. Yo escuchaba la música extraña de los versos. Le dije que me los tradujera.

—Es la historia de un príncipe que viene de un país distante en busca de un sueño —dijo—. Libra muchas batallas, mata a muchos hombres, fuerza a muchas mujeres. Más adelante, ya en el umbral de su sueño, conoce a una mujer. Es extranjera, no sabe nada de las costumbres del hombre, le da un poco de miedo, pero ve su corazón. Sabe que lo que le pasa a aquel hombre es que, por encima de todo, está solo y lo invita a que se quede con ella una noche. Hablan largamente. Es como si se conocieran desde hace mucho tiempo. Las palabras de él están en boca de ella, las de ella en boca de él.

No podía apartar mis ojos de ella mientras hablaba.

—Continúa —le dije.

—Por la mañana él se va, busca su sueño por todas partes, pero no puede encontrar a la mujer de sus pensamientos. Al final vuelve y se entera de que ella ha tenido una niña y que le ha puesto por nombre Helim, una palabra que en nuestra lengua significa «sueño». Entonces él da un abrazo a los dos y se queda en su compañía.

—¿Es auténtica esta historia? —le pregunté. Deseaba ardientemente que me dijera que aquella historia era la mía.

—Es la historia de mi padre —replicó.

Asentí con la cabeza, me sentía purificado. Me levanté dispuesto a marcharme.

—Faranj —dijo ella—, ¿qué será de Antioquía?

Respondí que no lo sabía, pero que suponía que pasaría a manos del conde Bohemundo.

—¿Es ese hombrecillo pequeño con ojos de ladrón?

Le dije que, en efecto, era él.

—Entonces lo tenemos mal.

Le aseguré que no tenía nada que temer mientras mi señor Raimundo conservase el sector del palacio. Se quedó pensativa.

—¿Tu señor Sanjili es un hombre fuerte?

—Sí, lo es.

—¿Y tú lo seguirás allí donde vaya? —Sí, dondequiera que vaya. Yasmín asintió.

—Así debe ser, Faranj, pero si decides marchar, ¿me lo dirás primero?

—No tengo intención de marcharme —le respondí.

Lo que mi corazón anhelaba decirle era que no tenía intención de dejarla, pero no me atreví.

—Pero ¿me lo dirás?

—Sí —le dije antes de marcharme.

La ciudad estaba tranquila. Arriba, en las laderas del monte Silpius, se veían luces en la ciudadela donde Bohemundo celebraba un consejo en el que él era la única persona presente. Abajo, en el barrio del palacio, también se veían lámparas encendidas frente a la profunda incertidumbre que reinaba en Antioquía. En la casa de la puerta baja se apagó primero una vela y después la otra, mientras Yasmín se envolvía en la oscuridad. Jamás en la vida me había sentido el corazón tan pletórico y a la vez tan apesadumbrado.

Me dirigí al palacio, donde encontré a Mansur agachado junto a la puerta de mi habitación.

—¿Quieres que te ayude a desnudarte, effendi? —me preguntó.

Le dije que no se molestase, que lo haría yo. Sentí que me miraba intensamente a través de la oscuridad.

—Hace mucho calor, effendi —me dijo—. Podrías sentarte un rato y dejar que te acariciara la frente.

Me quedé meditando en sus palabras porque, aunque me parecieron afectuosas, las encontré extrañas. Entonces comprendí que tal vez estaba celoso de Yasmín, del tiempo que pasaba con ella y de dejar que me cuidase. Le di unas palmadas en la espalda.

—Eres un buen criado —le dije—, y un buen amigo. La verdad es que eres insustituible.

Me hizo una profunda reverencia, me dio las gracias de la manera efusiva que acostumbraba y me deseó buenas noches. Estuve mucho rato pensando en Yasmín, aunque a menudo se interponía en mis pensamientos el recuerdo de Mansur. Recordaba que, desde Nicea, me ha salvado la vida una docena de veces. Debo tener más precauciones con sus sentimientos.

Después he estado pensando que era extraño que me preocupase por los sentimientos de un criado que no era más que un pordiosero cuando lo tomé a mi servicio. ¿Qué extraña sensibilidad ha hecho nacer en mí esta peregrinación? ¿Qué ternura de corazón me ha revelado? ¿Por qué estoy tan lleno de esperanzas y, en cambio, me siento tan vulnerable a la pérdida, como si me encontrara en el umbral de una gran felicidad que entraña a la vez un gran peligro?

11 de octubre

Una vez más, mi señor Raimundo se ha puesto en camino con la mayor parte del ejército. Esta vez se une con el conde Godofredo para apoderarse de la ciudad fortificada de Azaz, que domina el camino hacia Edesa. De este modo proveerán un frente que permitirá al conde Balduino apoyar nuestra marcha hacia Palestina. Como estrategia está muy bien, pero como política es mala, ya que Bohemundo ve que está constituyéndose una alianza entre Raimundo y Godofredo por un lado y el rey de Edesa por otro. Esta vez ha decidido que no dejaría Antioquía y temo que su presencia pueda suponer problemas para los provenzales.

Nuestra situación vuelve a ser peliaguda. En la ciudad escasea el alimento, especialmente en nuestro barrio. Nuestra guarnición está compuesta en su mayor parte de hombres maltrechos y de caballeros sin caballo, o sea que ni unos ni otros son buenos soldados. Los caballeros están quejosos porque han quedado reducidos al nivel de la infantería, mientras que la infantería siente en sus carnes el desprecio de los jinetes. Paso gran parte del tiempo dirimiendo altercados y castigando a los levantiscos o a los que se insubordinan. Es evidente que los normandos se dan cuenta de la situación y que les encanta. Los ojos de Bohemundo miran el palacio llenos de avidez.

¿En qué consiste mi guarnición? Pues en cuatrocientos infantes, cincuenta de los cuales están enfermos y son incapaces de hacer guardias, y ochenta jinetes, la mitad de los cuales encuentran licores allí donde no encuentran comida. He implantado un régimen de ejercicios, de pruebas de combate y de prácticas de armas bajo la supervisión de Guillermo Ermingar, excelente caballero de la Camarga[95]. Los hombres están de mal humor durante las horas de calor, pero él no tarda en hacerlos entrar en vereda y debo reconocer que se presentan bastante bien en las inspecciones. Durante todo el tiempo los normandos nos observan con aire burlón y hacen bromas a costa nuestra, parecen negros grajos que nos escrutasen posados en las ramas.

19 de octubre

Hoy cumplo treinta y tres años, la edad que tenía Cristo cuando murió. Para festejar el día he invitado a Yasmín a asistir conmigo a una misa en la catedral. Se sentía muy reacia a acompañarme hasta que le he dicho que lo hiciera en mi honor ya que era mi cumpleaños.

Con las banderas de Lunel, hemos ido a caballo a la catedral acompañados de una escolta de caballeros. Yo iba montado en Fatana y Yasmín en una mula. Al entrar en la plaza del mercado hemos tenido que atravesar las filas normandas, por lo que debo describir los puestos de guardia con que han rodeado el sector del palacio. Los normandos nos observaban en silencio pero, cuando girábamos para entrar en la plaza, he oído que uno hacía la siguiente observación:

—Ahí va el meridional con su puta.

Me he parado y lo he increpado.

—¡Tú, ven aquí! —lo he llamado señalándolo con el dedo.

Era un hombre achaparrado, un jinete barbudo vestido con la malla de cuero.

—¿Qué has dicho? —le he preguntado.

Ha mirado de soslayo a sus compañeros y ha replicado:

—Decía que en la costa sopla viento del sur. Se ha echado a reír a carcajadas, secundado por sus compañeros.

He vuelto a Fatana hacia él.

—Y es bastante malo que seas cobarde, pero peor que seas embustero —le he dicho.

Irguiéndose se ha llevado la mano al arma. Yo he desenvainado la mía y le he golpeado con ella la cabeza. Se ha derrumbado de rodillas en el suelo. Mis hombres también han tomado parte en el enfrentamiento y a buen seguro que se habrían enzarzado en una pelea a no ser por la intervención de un noble normando, que ha reprendido a sus hombres y me ha dicho que siguiera mi camino. Le he dicho que exigía al hombre que se disculpara con la mujer que me acompañaba.

La ha mirado de reojo.

—¿Por una turca?

—Sí, por la poetisa de mi casa —he replicado.

El normando ha puesto los ojos en blanco con aire consternado, ha pegado un puntapié al caballero y le ha pedido que se disculpase. Lo ha hecho y nosotros hemos seguido nuestro camino.

Yasmín se ha puesto a mi lado.

—No debías haberlo hecho, Faranj —me ha dicho—, no valgo tanto como eso.

—Tú estás bajo los colores de mi casa —le he dicho—, tenemos que defenderlos o de lo contrario corremos peligro todos.

En la catedral se ha mostrado terriblemente cohibida debido a que estaba llena de soldados y de cristianos de la ciudad. Ha insistido en quedarse en la parte de atrás hasta que ha comenzado a sonar la música. Entonces ha avanzado para poder estar más cerca del coro. Tal como yo esperaba, escuchaba arrobada mientras iban desgranando el Kyrie, el Gloria, el Credo y el Sanctus. Cuando me he dispuesto a recorrer la nave, se me ha agarrado al brazo, aunque yo le he dicho que sólo iba a comulgar. Cuando he vuelto me ha mirado intensamente a la cara como si quisiera descubrir qué cambio había producido en mí la comunión.

Después hemos hablado de la misa y, aunque es una gran entusiasta de la música, se ha mostrado muy perpleja con la liturgia. Ha imitado los movimientos de los fieles al ponerse en pie y arrodillarse, así como los gestos del cura. Aunque no habría debido hacerlo, no he podido por menos de soltar la carcajada al ver las caras que ponía y cómo movía los brazos. Cuanto más reía yo, más se animaba ella. Le he dicho entonces que las oraciones de los turcos vienen a ser lo mismo y me he arrodillado y he golpeado la cabeza contra el suelo, he proferido lamentos y plañidos hasta que también ella se ha echado a reír, y de repente se ha puesto seria.

—No hay que reírse de la religión de nadie —ha dicho, agitando un dedo hacia mí.

Pero un momento después he visto que su rostro temblaba y ha estallado nuevamente en una carcajada.

Rara vez había disfrutado tanto de una cena como de la de aquella noche. Una vez terminada, ha colocado ante mí el tablero de ajedrez más complicado y más inteligente que yo había visto en mi vida. Yo jugaba con poco interés, pero ella me ha enseñado muchas estrategias nuevas y, a pesar de que me ha derrotado en todas las ocasiones, debo decir que el juego no me ha cansado. Finalmente, ya tarde, ha vuelto a guardar el juego en su estuche de caoba mientras yo, de mala gana, me levantaba para marcharme.

—Gracias, Faranj, por este día que me has dado, el más feliz que he vivido en muchos meses.

Yo no tenía ganas de marcharme y así se lo he dicho. Se ha quedado mirándome de esa manera solemne que acostumbra. He dado un paso hacia ella, pero ha levantado una mano.

—Hay poesía entre nosotros —ha dicho—, dejémoslo así.

—Me dijiste que eras necia y que por esto estás sola. ¿Lo recuerdas?

—Sí.

—Pues no tienes ninguna necesidad de estar sola —he musitado.

He observado cómo sus ojos almendrados cambiaban de expresión antes de responderme.

—Existe el amor y existe la soledad. Todo lo que hay entre una cosa y otra es ilusión. Yo no quiero engañarme, Faranj. Tampoco tú debes engañarte. Si no tienes amor, aprende a amar la soledad.

—¿La amas tú? —le he preguntado.

—Aprendo a amarla —ha sido su respuesta.

Entonces le he dicho:

—Pues no tienes ninguna necesidad de hacerlo.

—Faranj —me ha dicho con voz tranquila en su lengua—, que Dios esté contigo esta noche.

—Y tú con Él —le he respondido, también en su idioma.

He dejado que Mansur me preparase la cama. Es algo que hace con gusto y hoy me sentía necesitado de sus atenciones. Sin embargo, todo el rato, mientras él me desnudaba, me pasaba la esponja y me ayudaba a ponerme la camisa de dormir, he estado pensando en ella.

Cuando me metía en cama, Mansur ha observado:

—Pareces tranquilo, effendi.

He admitido que, efectivamente, lo estaba.

—Pues me complace —ha dicho él—, pero perdona lo que voy a decirte: ¿no rezas esta noche?

Le he dicho que pensaba hacerlo y, una vez se ha marchado llevándose la vela, he dicho en voz muy baja el nombre de ella en la oscuridad… y me he quedado dormido.

23 de octubre

He escrito a mi mujer informándole de que no estoy muerto. Por otra parte, he enviado cartas al obispo de Montpellier y a Roma a fin de que estén al tanto de cualquier petición que mi esposa pudiera hacer. Claro que podría ocurrir muy bien que, cuando lleguen estas cartas, yo ya esté muerto, pero como mínimo con anterioridad a la fecha de las mismas no tendrá derecho alguno a ninguna reclamación contra mí. Por otra parte, servirán para asegurar que, antes de que ella pueda conseguir ninguna prebenda, se practique alguna diligencia para averiguar si estoy muerto o no.

Mi carta a Juana ha sido tajante y escueta, apenas unas líneas. La he sellado con el anillo, aunque me ha costado mucho trabajo encontrar lacre, pero al final Yasmín ha conseguido proporcionarme una pequeña cantidad. Ella solía encargarse de poner los sellos en las cartas del difunto emir, y también se las escribía porque tiene muy buena caligrafía.

Aunque no sé leer la escritura de los turcos, sé apreciar una caligrafía bien dibujada y unas líneas regulares. Creo que su letra es reflejo de su manera de ser, ya que pone un cuidado exquisito en todo lo que hace y se mueve con mucha gracia. No tiene nada que ver con mi mujer, cuyos gestos son siempre excesivos. Hasta la misma carta que me mandó, que a veces vuelvo a leer aun en contra de mi voluntad, denota falta de moderación, aparte de que su letra es grande y ancha y no se preocupa de si las rayas están torcidas o no. Considero que debería sentirme insultado por el simple hecho de haberse tomado tan poco tiempo en la única carta que me ha enviado en dos años.

Es cierto que tampoco yo le he escrito, pero hay que tener en cuenta que yo participo en una guerra, estoy constantemente preocupado por mis hombres, por mi señor y por la misión que tengo encomendada. Yo he participado en batallas, mandado soldados, he muerto casi una docena de veces, he pasado hambre, desesperación y soledad, mientras que ella se ha quedado en casa e incluso ha tenido tiempo de procurarse la caritativa ayuda del hijo del duque de Arles, un muchacho que debe de tener como mínimo diez años menos que ella. Tendría que pensar en la tumba —en la suya, no en la mía— en lugar de entregarse a la lujuria con un muchacho a quien apenas apunta la barba. Me siento asqueado; no escribiré más sobre este asunto.

3 de noviembre

Han regresado los nobles y se ha celebrado un consejo general en la catedral. Es el primero de nuestra expedición y el resultado ha sido extraordinario, tal como pasaré a contar.

Bohemundo había mandado que se adornase la catedral con todas las banderas y gallardetes del ejército, además de los capturados a los turcos. El altar mayor estaba magnífico con sus candelabros de oro y sus manteles almidonados. En el santuario estaban presentes todos los nobles, cada uno con sus colores y el escudo de su casa. La nave estaba atestada de gente, caballeros y soldados rasos, más de un millar en número. Se habían tenido que quedar fuera varios millares.

Tal como esperaba, Bohemundo afirmó sus derechos sobre la ciudad y, mientras hablaba, se produjo una gran agitación entre los soldados. Se levantó mi señor Raimundo para defender sus reivindicaciones y recordarnos nuestros juramentos al emperador. La inquietud fue en aumento. Después hablaron los nobles por turno, algunos apoyaron a Bohemundo y otros a Raimundo, hasta que finalmente los soldados comenzaron a protestar abiertamente.

Ante este hecho, el labriego Bartolomé se puso en pie y todo el mundo guardó silencio. El muchacho recorrió el pasillo central hasta la puerta del santuario y, una vez allí, se volvió hacia toda la asamblea, abrió los brazos y declaró:

—Aquí sólo hay un príncipe, que es Cristo, y en el mundo hay una sola ciudad, que es Jerusalén.

Al escuchar sus palabras, todos los presentes en la iglesia prorrumpieron en aclamaciones. Las puertas se abrieron de par en par y entró en tropel en el templo toda una multitud entonando: «¡Oh, Jerusalén, Jerusalén!». Al cabo de un momento, en toda la catedral se habían despertado los ecos de un nombre al que los nobles no podían hacer oídos sordos.

Mi señor Raimundo se inclinó a mi oído.

—Parece que quieren que los llevemos a Jerusalén —dijo.

Él atendió la llamada, pero Bohemundo echaba chispas.

Algunos hombres, que se habían designado portavoces, nos informaron de que el ejército demolería las murallas de Antioquía si no fijábamos la fecha de la partida hacia Tierra Santa. El resultado fue que se acordó que se reanudaría la peregrinación en el curso de aquel mes. Para entonces la cuestión de Antioquía tendría que ser resuelta de una forma u otra.

Por mucho que me cueste admitirlo, puesto que es algo que casi condona el amotinamiento, los hombres tienen razón. Antioquía se ha convertido en una maldición para esta expedición. Nos hemos pasado languideciendo un año entero en esta ciudad, lo que ha supuesto unos gastos enormes para el ejército. Sin embargo, mi señor Raimundo también tiene razón: Antioquía no puede ser cedida por las buenas a Bohemundo porque sentaría un precedente demasiado peligroso. Y aunque Alejo no ha sido de gran ayuda, no nos atrevemos a enemistarnos con él, ya que sólo él puede proteger nuestra retaguardia contra los ataques que tarde o temprano se producirán.

Esta noche he cenado con mi señor Raimundo junto con Pedro de Roaix y Guillermo Ermingar. Mi señor nos ha dado las gracias por nuestros servicios, citándome a mí en particular porque he sabido mandar el sector en su ausencia. Nos ha dicho que tiene intención de volver a partir, tanto para buscar provisiones para la guarnición como para asegurarnos la ruta hasta Jerusalén. Ha tomado la ciudad de Al-bara, donde ha instalado a un obispo latino, el primero de Oriente. Piensa utilizar Al-bara como base para sitiar Ma-arat. Una vez esté en nuestras manos, nuestro flanco quedará asegurado hasta el condado de Trípoli.

Guillermo y Pedro estaban entusiasmados, pero yo me encontraba perplejo. Hemos asegurado al ejército que este mes vamos a trasladarnos a Jerusalén, si bien mi señor Raimundo intenta sitiar Ma-arat. Esto nos llevará como mínimo un mes o tal vez más. Yo no planteé la cuestión durante la cena, pero la discutí con él después de la misma.

—No es posible dirigirse a Jerusalén mientras no tengamos asegurada Antioquía —me confió—. Debe estar en manos del emperador o en manos de la expedición.

—No podemos arrebatar la ciudad a Bohemundo —repliqué—. Y si no viene Alejo…

Mi señor Raimundo me interrumpió.

—Ma-arat servirá para esto. Debemos tener una fortaleza en la retaguardia a fin de controlarla. Sabes que Bohemundo no permitirá el paso de suministros de Edesa a Palestina. Ma-arat será nuestra Antioquía. Con Ma-arat tendremos una línea de suministros al norte y entonces Antioquía deja de tener importancia. Mira, Roger, lejos de impedir la marcha a Jerusalén, la toma de Ma-arat la hará posible.

Dije que dudaba de que el ejército soportase el retraso. Mi señor Raimundo estaba de pie, sosteniendo la copa de vino, y comenzó a pasear de un lado a otro con aire torvo.

—Es el único miedo que tengo —dijo—. Bohemundo ha enfrentado a nuestros hombres uno contra otro y sembrado la discordia en el ejército como no pueden hacer los turcos. El que hace más daño es el enemigo que está dentro de las paredes. Piensa en el traidor Firuz.

Hizo una pausa, sumido en sus pensamientos.

—He tenido una idea, una idea que puede acabar con la influencia de Bohemundo tanto si se queda con Antioquía como en caso contrario… —dijo. Acto seguido me dirigió una sonrisa—. Pero no se quedará con Antioquía mientras nosotros estemos aquí —me invitó a beber con él—. Tengo entendido que tienes a una persona más a tu servicio —observó mientras llenaba nuestras copas.

Le dije que así era, en efecto.

—¿Alguien turco? —preguntó no sin cierta malicia.

—Una mujer que me escribe poemas —respondí. Levantó una ceja.

—¡Pues vaya! Esto sí es un lujo. —Y después, con la copa en la mano, hizo un gesto indicando la torques que llevo en la muñeca—. Y encima te hace regalos.

—Son en pago por la comida —expliqué.

Raimundo me miró de reojo.

—O sea que es una sirvienta que te paga. Debe de ser un misterio oriental.

Yo estaba abstraído a causa de la conversación que había sostenido con ella y él se dio perfecta cuenta de la situación y por esto me puso una mano en el hombro.

—Mira, Roger, conozco algunas cosas de tu corazón —me dijo—, sé algunas cosas de tu vida, pero quiero pedirte que, como amigo mío que eres, recuerdes algo: para nosotros sólo hay una fisura en este mundo y esta fisura es el Sepulcro. A ella debemos sacrificar todas las demás alegrías, todos los demás placeres.

Le aseguré que yo había observado una gran corrección en mis tratos con la mujer y él asintió con un gesto de aprobación.

—Está bien —dijo—, porque los soldados están divididos y descontentos y no debemos ser para ellos piedra de escándalo. Deben mirarnos y decir: aunque las piernas no sean firmes, la cabeza lo está. De otro modo, Jerusalén seguirá siendo un sueño.

Aquellas palabras me impresionaron profundamente y me acordé de la historia que me había contado Yasmín del extranjero y su sueño. «Conoció una mujer», me había dicho y, aunque también me había dicho que aquella historia era la de su padre, no podía negar que pulsaba una cuerda de mi corazón.

10 de noviembre

Mi señor Raimundo partió hace cinco días y yo he vuelto a hacerme cargo de mis deberes en palacio. Después de pasar revista a la guardia, esta noche he ido a cenar a la casa de la puerta baja. He tenido la agradable sorpresa de encontrar a Yasmín con el velo sobre la cara, que ha mantenido todo el tiempo. Ha hablado poco y me ha parecido que tropezaba cuando me ha traído el té. Ha insistido en aclarar que no ocurría nada malo y me ha leído algunas cosas después de la cena. La he observado de cerca, porque me ha parecido que tenía los ojos más brillantes que de costumbre. En su poema hablaba del invierno y se explayaba sobre todo acerca de la nieve, pese a no haberla visto nunca. Se la imagina como una piel blanca o como un vendaje que envolviera los árboles. Así que ha terminado, ha dicho:

—Y ahora dime una cosa, Faranj, ¿cómo es realmente?

He cogido una hoja de papel, la he hecho pedazos y se los he echado encima.

—Más o menos así —le he dicho.

Los ha cogido cuidadosamente y los ha guardado en las manos.

—Es nieve francesa —ha dicho sonriendo—, parece papel.

—Pero esta nieve no se derretirá.

—Entonces la conservaré —ha replicado, guardando cuidadosamente los trocitos en una caja cubierta de relieves.

Los normandos se han apartado completamente de nosotros. Ahora es peligroso ir al mercado y, de hecho, muchos de mis hombres han sufrido palizas. Me he quejado a Bohemundo y su respuesta me ha sobresaltado. Parece que los normandos han acuñado monedas con la imagen de Bohemundo, las únicas que pueden ser intercambiadas por comida en Antioquía. Ni que decir tiene que nosotros no tenemos acceso a estas monedas. Los escasos suministros a nuestro alcance están prácticamente exhaustos. Es evidente que los normandos tratan de que nos muramos de hambre fuera de la ciudad. Si mi señor Raimundo no vuelve pronto con suministros, es evidente que nos encontraremos en una situación difícil.

12 de noviembre

Esta tarde, al llegar a la casa de la puerta baja, he encontrado a Yasmín inconsciente. Estaba tumbada sobre los cojines de su habitación y llevaba puesto el mismo vestido con el que la dejé hace dos días. Tenía el rostro arrebolado y la frente caliente al tacto. He llamado inmediatamente a Mansur, quien me ha confirmado lo que temía, es decir, que sufre las fiebres. La noticia me ha llenado de inquietud.

—¿No llamarás al médico, effendi? —me ha preguntado Mansur mientras se quitaba el manto—. Voy a dejarla preparada.

Le ha quitado el velo de la cara y bajado el chal con que se cubre la cabeza. Por primera vez en la vida he podido contemplar sus cabellos y me ha sorprendido que los llevase tan cortos. Después Mansur ha empezado a quitarle las túnicas.

—¿Quieres salir, effendi? —me ha dicho Mansur.

Me he apresurado a salir.

El médico, un hombre estúpido de Toulouse, ha demostrado su total ineficacia. Le ha hecho una sangría, que no ha conseguido animarla y que me parece que más bien ha servido para debilitarla. Me ha dicho que a lo mejor permanece inconsciente dos o tres días. Le he replicado que mi experiencia tampoco me permitía predecir más cosas. Se ha mostrado ofendido en su dignidad.

—Podrías avisar al sacerdote —ha dicho—, suponiendo que esa mujer tenga alma.

Lo he expulsado de mi presencia.

La dejaré en compañía de Mansur durante el día y permaneceré en casa durante la noche. Desde nuestra excursión a la gruta de san Pedro, sé que es una mujer fuerte. Confío en que su fuerza la sostendrá. Mientras escribo, permanece en la habitación interior y a duras penas consigo distinguir su cara. Está serena, aunque me resisto a pensar que se trata de la serenidad de la muerte.

No me permito pensarlo, pero me aterra que pueda morir. Es mi amiga y compañera. No sólo me ha instruido sino que me ha incitado a pensar y hemos compartido secretos y reído juntos. Tiene que vivir. Yo soy huérfano y no tengo hijos, no me importaría cambiar mi vida por la suya. Ésta será mi oración de esta noche: si Dios lo quiere así, que tome mi vida y perdone la suya. Aunque no sea creyente, no sé que esta chica haya hecho daño a nadie, mientras que yo lo he hecho a montones.

15 de noviembre

Cada día hace más frío. Sé de fiebres que remiten con el frío, por lo que espero ansiosamente el invierno, a pesar de que normalmente me deprime. Estoy en la casa de la puerta baja, donde Yasmín todavía permanece inconsciente. Con todo, ya no duerme tranquilamente, sino que los sueños la atormentan. Tan pronto pronuncia una frase en su lengua como se queda tumbada, musitando palabras o simples sonidos de manera incesante. En momentos así, suelo cogerle la mano u oprimir la palma de la mía contra su frente a fin de apaciguarla, ya que tengo la impresión de que trata de levantarse o de abrazar alguna visión.

En cierta ocasión también yo me encontré en esta situación y vi al obispo Adhémar que me miraba o, mejor dicho, que me espiaba durante mi delirio. Supongo que, si pudiera entender su lengua, también podría adentrarme en su alma, pero me complace que no sea así, ya que es terrible observar el alma de otra persona, sobre todo cuando esa persona te inspira algún sentimiento. Así sus secretos, cualesquiera que sean, se quedan dentro de ella. Si he de enterarme de ellos, prefiero que sea ella quien me los comunique en el curso de una conversación tranquila durante una cena o mientras la escucho leyendo un poema.

¡Cómo echo de menos su compañía! ¡Pero qué feliz me siento de poder servirla! ¡Y qué curioso resulta que yo, que soy el señor, me sienta feliz atendiendo a una sirvienta! En realidad no ha sido nunca mi sirvienta. Pese a haber dicho que lo era, no la he considerado nunca como tal. ¿Qué debo pensar de ella entonces? ¿Qué es amiga mía? La verdad es que nunca en la vida había tenido ninguna amiga.

Pese a la fiebre, está guapa, por extraño que pueda parecer. Lucha contra la fiebre y, con la lucha, todo su carácter asoma a su rostro. Tiene unos pliegues muy marcados entre las cejas y, cuando mueve la cabeza en la almohada, veo en la expresión de su rostro un gesto de desafío. Es heroica la lucha que está librando y tanto mi alma como toda mi fuerza acuden en su ayuda. Debe salir vencedora, tiene que salir vencedora, creo en ella.

Cada noche rezo junto a su cama. Me dirijo a Dios hablándole con franqueza, no según las fórmulas de la Iglesia. Le digo qué significa esta mujer para mí, le digo que me ha ayudado a ser mejor, que me ha llegado al alma. Y después trato de fusionar mi alma con la suya para darle fuerza y, transcurrida una hora o más me doy cuenta de que voy consiguiéndolo poco a poco.

Si me quedo quieto y concentrado, si cruzo las manos sobre el pecho y procuro centrarme, veo que dentro de mí se produce un movimiento —no sabría qué otro nombre darle— y que sobre mí se cierne una profunda calma, como agua que fuera filtrándose dentro de mí, hasta que todo queda en silencio salvo su respiración y hasta que la mía se pone al unísono con la de ella. Después me parece como si mi alma se fusionase con la suya, tan fuerte es el vínculo que se establece entre nosotros.

En momentos así tengo la impresión de que se calma un poco y se distiende, de que su respiración se hace más regular. Al principio sólo tenía esta sensación durante breves momentos, pero con la práctica he conseguido hacerla durar más. Me parece que ésta es la primera vez en mi vida que rezo de verdad, la primera vez que entiendo algo de lo que es realmente rezar. Y precisamente se produce en el curso de esta peregrinación, en el momento más improbable y de la manera más inesperada, en la cabecera de la cama de una turca, cuyo pueblo hemos venido a exterminar y de cuyas manos queremos arrebatar Tierra Santa. De hecho, si tuviera que definir ahora a Dios, diría que es la extrañeza.

17 de noviembre

He dado orden de que depositaran en el gran edificio de Yagashan todos los suministros que se habían quedado en el palacio. El resultado no ha sido gran cosa, pese a que sobre todos los hombres pesaba el requerimiento estricto de que todo aquel que escondiera algo, sería azotado en público. Encontramos a un pobre muchacho que había escondido media docena de huevos hervidos y que fue azotado, aunque a mí me encogió el corazón tener que hacerlo. La verdad es que la vida de cada uno depende de la comida que tengamos para repartir. He escrito incesantes notas de protesta a Bohemundo invocando el nombre de mi señor Raimundo, pero de momento no han tenido efecto alguno. Acudiré personalmente a él para implorar perdón por la conducta de los cristianos.

La ración de mis hombres ha quedado reducida a media torta de centeno y a dos puñados de comida al día, además de la fruta y pescado secos que podamos encontrar. Los enfermos, cuyo número va en aumento de día en día, tienen derecho a doble ración, aunque esto despierta resentimientos en los demás. Preguntan por qué razón los enfermos, a los que al fin y al cabo les falta poco tiempo para morir, deben tener más comida. Es una pregunta peliaguda, porque cuanto más privaciones impongo a los sanos más enfermos se ponen y más me obligan a racionar a los que ya lo están. Es una lógica extraña y poco cristiana: hay que dar a los menesterosos para que se vuelvan más menesterosos.

Como noble que soy, tengo derecho a doble ración, que acepto incluso contra mi voluntad. Sólo como lo suficiente para cubrir mis necesidades y doy el resto a Mansur para que lo conserve hasta que Yasmín se recupere. Ha estado cinco días inconsciente y se ha quedado extremadamente delgada. Cuando despierte, ya que estoy seguro de que despertará, dirá que quiere comer.

Reservo algo de comida para Fatana, que también ha perdido carnes. Quiero que se mantenga viva aunque mi salud sufra por ello. No hago ejercicios con ella, del mismo modo que tampoco me atrevo a sacarla por miedo a que los hombres, debido a la precariedad en que viven, les diera por sacrificarla. La visito todas las noches, le doy un rato de conversación y la alimento con mis manos. En el palacio sólo quedan dieciséis caballos y de entre ellos Fatana es la única que está en condiciones de cabalgar. Ha sido un caballo fiel y fuerte, por lo que quiero que salga de este mal paso. Me lo exige el deber.

18 de noviembre

Esta noche, al regresar a mi aposento después de salir de la casa de la puerta baja, he visto a una persona apostada en el patio. He desenvainado la espada y la he increpado, pero mi sorpresa ha sido grande al ver que la persona que avanzaba hacia la luz era el conde Bohemundo.

—Roger de Lunel —me ha dicho echando chispas por los ojos—, parece que querías verme.

Sus palabras me han revelado que hay espías entre nosotros.

—En efecto —le he replicado—, pensaba hacerte una visita.

—Pues bien, habla —ha dicho él extendiendo sus cortos brazos—. Tú y yo siempre hemos estado en buenas relaciones. ¿Te acuerdas de Constantinopla y de cuando vimos a Alejo? Fue en una catedral de cuyo nombre no me acuerdo, algo así como de Santa Carademierda. Tú te reíste tanto como yo ante tan ridícula comedia.

Le he dicho que me acordaba muy bien.

—Pero allí no había nada que inspirase risa —he dicho.

Bohemundo ha fruncido el ceño.

—Tú te lo tomas como una cosa personal o como una cosa contra tus hombres —ha dicho— o contra esa turca tuya.

He tratado de ignorar el comentario aunque debo decir que me ha molestado.

—Nosotros somos el ejército de Cristo —he replicado—, y tú matas de hambre a los soldados de Cristo, hombres que han peleado a tu lado, que han arriesgado sus vidas contigo por la causa de la peregrinación.

Bohemundo se ha acercado a mí, casi me tocaba la cara. Me miraba muy cerca. Le notaba el olor de los bigotes y me repugnaba.

—Roger, tú crees en esta peregrinación tan poco como yo —me ha dicho—. Desde el primer momento has dudado de ella. ¡No lo niegues! Adhémar me lo dijo. Y también me contó un par de cosas acerca de tu vida. Parece que estás aquí para redimirte de cierto asesinato. Bueno, ¿acaso pesan también en tu conciencia los asesinatos de tus hombres?

De no haber sido superior a mí en rango, lo habría abofeteado allí mismo. Pero me he limitado a decir:

—Mi conciencia no es asunto tuyo. Tú eres un traidor a nuestra causa.

Bohemundo se ha echado a reír.

—Quien habla por tu boca es Raimundo. Tienes que sacarte a este viejo de la sangre. Voy a hacer un trato contigo, un trato de hombre a hombre: tú dame el palacio y yo te abriré el mercado, todo cuanto necesiten tus hombres y tu mujer. Incluso le enviaré a un médico. Los míos no son idiotas como nuestros médicos franceses, son médicos árabes, te sorprenderá ver lo que saben.

No he respondido, pero él me ha agarrado del brazo:

—Roger, unas cuantas calles, un edificio pagano turco… de todos modos un día será mío. Puedes decir a Raimundo que te lo he comprado. Tiene tanto oro que lo comprenderá —de pronto ha fruncido los ojos—, o dile que se morirán de hambre, Roger, ¡qué se morirán todos! Y que tú serás el responsable.

En otro tiempo me lo habría sacado de encima a cajas destempladas, pero ahora me he oído decir que estudiaría el asunto. Bohemundo me ha dado un cordial puñetazo en el hombro.

—La situación es ésta —ha dicho—. Ahora me he enterado de que Raimundo está sitiando Ma-arat… sí, sí, no lo niegues porque lo sé. Así pues, tengo el propósito de coincidir allí con él para evitar que lleve las de ganar. Yo salgo pasado mañana. ¿Sabrás la respuesta para entonces?

Le he replicado que así sería.

—Muy bien —ha dicho y, bajando la voz—: vamos a Jerusalén. Está decidido porque, como no vayamos, tendremos un motín. El único problema es, ¿quién nos mandará? Sabes tan bien como yo que el liderazgo depende de Antioquía. Dame esa sorpresa, Roger, y no me olvidaré de ti.

Y tras estas palabras me ha dirigido una sonrisa maliciosa y se ha marchado.

¿Qué debo hacer? Jamás en la vida he sido desleal con mi señor. Sin embargo, está distante y Bohemundo está aquí y mi amiga Yasmín se encuentra moribunda en cama. Y yo estoy solo, a no ser que cuente a Dios, que está en el cielo y tiene un rostro de piedra que no responde nunca si no es para hacernos más infelices.

20 de noviembre

Han sido dos días penosos. Bohemundo me convocó a su cuartel general, que se encuentra en la gran mezquita, situada al norte de la ciudad. De la misma manera que los turcos profanaron nuestra catedral con sus animales, Bohemundo profana su templo con los suyos. Tuve que esperar después de vísperas para que el conde me recibiera.

Pasé gran parte del día con mis hombres, ocupado en la distribución de la comida. La ración destinada a los enfermos era objeto de pillaje sistemático y sólo con grandes dificultades yo y Pedro de Roaix conseguimos identificar a los ladrones. Eran dos de mis marselleses, antiguos tenderos y en los que yo, erróneamente, había depositado mi confianza. Pedro era partidario de colgarlos, pero yo decidí que era mejor marcarlos con hierros candentes y tenerlos bajo custodia en el patio con unos letreros colgados del cuello. Todos los que pasan les escupen a la cara y les cubren de insultos. La verdad es que no merecen menos.

Los hombres deben montar la guardia durante el día entero y con todos los pertrechos encima, lo que es más de lo que muchos pueden aguantar. He puesto a los más débiles junto a las murallas, ya que no temo ningún ataque desde fuera. Los más fuertes custodian las calles y los edificios que hay en el sector. Mi escolta personal está compuesta de seis caballeros y los conozco a todos desde el principio de la peregrinación. Estuvieron conmigo en la marcha forzada de Antioquía y tengo absoluta confianza en ellos. A veces se me saltan las lágrimas cuando los veo comer la escasa ración que tienen asignada, por otra parte nada apetitosa, ya que lo primero que tienen que hacer es sacar los insectos que sobrenadan en ella. Se ven obligados a comer tortas que hasta las ratas rechazan. Pese a todos estos inconvenientes, se mantienen tan fieles como los guardas del Papa.

Pero aún queda lo peor. Los normandos nos han dejado sin agua. En el barrio tan sólo hay dos pozos, o sea que hasta el agua está racionada. De los trescientos infantes y treinta jinetes que me quedan, hay como tres veintenas de enfermos y diez hombres que están con fiebres, por no hablar además de los inválidos a causa de las heridas, de que la mayoría carecen del equipo adecuado y de que tenemos menos de una docena de caballos. Y lo que es más, en el barrio hay unos doscientos ciudadanos —la mayoría mujeres y niños—, una tercera parte de los cuales tienen fiebres. Y encima, tenemos un médico incompetente, ningún medicamento y escasísimos suministros. Más que la persona que está al mando de la guarnición, lo que soy en realidad es una especie de alcaide de una prisión hospital.

Todas las mañanas envío pequeñas cuadrillas de hombres que van a forrajear. Sé que la mayoría no regresará nunca. En efecto, la tentación de abandonar este sitio es grande. A los que vuelven los abrazo como si fueran miembros de mi familia. Cuando uno se encuentra con una persona fiel, la emoción que despierta en él es muy intensa, un sentimiento únicamente superado por el amor. Ante la lealtad de estos pobres soldados, lo que realmente me inspiran es amor.

He estado pensando largo y tendido en lo que debo decir a Bohemundo y he decidido que le propondría una componenda: él podría ocupar el palacio del emir como cuartel general suyo, pero debería dejarnos a nosotros el resto de la zona. Supongo que esto haría que la barrera entre nosotros y la ciudad se rompiese y de este modo podríamos aprovisionarnos en el mercado. Sé que esto es una violación de mi confianza a mi señor Raimundo, pero es la mejor decisión que puedo tomar teniendo en cuenta que es la mejor justicia que puedo hacer a mi señor. Si Bohemundo rehusase mi propuesta, lo cual sería posible, no me quedaría otra alternativa que capitular.

Cuando hube tranquilizado a la guarnición para que pasara la noche, me equipé para la batalla, me puse la malla y la sobreveste, me ceñí la espada y la daga y abandoné el palacio. Los soldados estaban agrupados en torno a unas hogueras que habían encendido en el patio, con las lanzas apiladas como en cualquier campamento de Provenza, y hablaban en tono bajo. Me saludaron al pasar.

Al volver la esquina de la calle se me ocurrió pararme un momento en la casa de la puerta baja. Gerardo y Bernardo montaban guardia y parecieron sorprendidos de verme armado.

—¿Vas a ver al normando, señor? —me preguntó Gerardo.

Al decirle que así era, en efecto, me respondió:

—Pues pégale una patada en el culo de mi parte, señor, y dile que este barrio forma parte de Provenza.

La bravata me dejó impresionado. Yo iba a comunicar que me rendía y aquí estaban mis soldados que, pese a estar hambrientos, me decían que había que resistir. Le di las gracias por sus palabras y me metí en la casa.

Mansur dormía en las alfombras de la salita. No lo desperté, pero entré en la habitación interior. Yasmín estaba tendida exactamente en la misma postura que la había dejado, llevaba puesto un blanco camisón y tenía los cortos cabellos revueltos y húmedos, pegados a la cara.

Me arrodillé junto a su cama, incliné la cabeza y recé como tantas otras veces. Sentí que me invadía una profunda calma y que me salía el alma del cuerpo y volaba hacia ella. No hubo palabras, no se expresaron conceptos, ni siquiera hubo conciencia, sólo el ofrecimiento silencioso que le hice de todas mis fuerzas.

No sé cuánto tiempo permanecí así, sólo puedo decir que, en un determinado momento, de forma totalmente inesperada, sentí una mano que me tocaba la parte de atrás de la cabeza. Me asusté y el miedo rompió el hechizo en que me encontraba sumido. Levanté la cabeza y descubrí que ella me estaba mirando. Era la primera vez en siete días que abría los ojos.

—¿Faranj? —dijo.

Le cogí la mano y sentí que me inundaba de gozo.

—Sí —fue lo único que conseguí decir.

—Estoy cansada.

Por poco me echo a reír.

—Pues has dormido mucho —le dije. Puse la mano sobre su frente y noté que, aunque estaba caliente, lo estaba menos que antes.

—Tengo sed.

Fui apresuradamente a la otra habitación y sacudí a Mansur.

—Ya se ha despertado —le dije en un murmullo.

—Alabado sea Dios —dijo.

—Ve por agua.

Yasmín bebió con dificultad mientras yo le sostenía la cabeza. De la ciudadela llegó el son de las campanas que anunciaban el final de las vísperas.

—Tengo que irme —dije—, pero volveré pronto.

Tendió su mano hacia la mía.

—He soñado contigo, Faranj. Te sentía muy cerca. Yo caía y tú me sostenías, tenías la mano en mi cintura.

—Sí —dije.

Un mozo de cuadra atendía a Fatana. Cogí los colores de mi casa y tomé el camino de la ciudadela. Desde los callejones laterales y apostados en la oscuridad, los normandos me observaron al pasar. Yo los ignoré y no aparté los ojos de la torre iluminada de la gran mezquita, donde Bohemundo me estaba esperando.

Tenían a los caballos atados en medio de la nave, comiendo perezosamente de unos montones de paja puestos entre arcadas de oro. Los aposentos de Bohemundo, situados en el piso superior, estaban custodiados por centinelas que hacían guardia con aire severo, con sus collares de dientes y huesos y sus sobrevestes adornadas con cabelleras humanas. Todos llevaban en el hombro la cruz escarlata, lo mismo que yo, pese a que no formamos parte del mismo ejército mientras Antioquía nos mantenga separados.

Me condujeron hasta los aposentos de Bohemundo. Con anterioridad habían sido la residencia del sumo sacerdote de los musulmanes y, pese a su aspecto austero, eran amplios, con techos bajos y ventanales artísticamente decorados. Las paredes estaban cubiertas de largas estanterías en las que se alineaban millares de libros magníficamente encuadernados. El pavimento estaba cubierto de gruesas alfombras.

En la chimenea ardía un buen fuego. Bohemundo estaba de pie, de espaldas a mí, hablando con dos hombres en voz muy alta y acompañándose de ampulosas gesticulaciones. Uno era anciano y barbudo, el otro muy joven. Los dos llevaban las severas túnicas negras de los sacerdotes griegos. Bohemundo se volvió y sonrió.

—¡Éste es el hombre del que os he hablado! —les dijo—. Es el duque de Lunel, el hombre de confianza del conde Raimundo.

Hice una reverencia a los sacerdotes.

—Roger —prosiguió Bohemundo—, déjame que te presente. Éste es Juan, el patriarca de los griegos. Supongo que lo viste metido en una jaula colgada de la muralla. Y éste —dijo indicando al más joven— es Cristóbal, es… bueno, mejor no hilar demasiado fino en relación con este punto, digamos que es algo así como la concubina de Juan.

Bohemundo estalló en una risotada y los otros dos, por cortesía, rieron con él. Como es evidente, no sabían lo que había dicho.

—Yo voy a devolver el trono a Juan —explicó Bohemundo—. Está tan contento que no puede con su alma. Se muere de ganas de ajustar las cuentas a los sirios y los armenios que colaboraron con los turcos. Yo le he destinado cincuenta hombres para que lo ayuden a localizarlos y los cuelguen. Mira, Roger, en lo tocante a este punto es remilgado como una colegiala.

—¿Y qué te dará a cambio? —pregunté.

—¡Ya ha salido el cínico! —le reprendió Bohemundo—. Bueno, si quieres que te diga la verdad, me ungirá rey. Se hará todo de una manera legítima, ¿comprendes? Esto no es más que una formalidad. Pero ya ves que esto aclarará las cosas. Déjame que me los saque de encima y después hablaremos.

Se despidió del patriarca y de su acompañante con toda una serie de complicadas reverencias y gestos. También ellos se inclinaron, sus negros velos ondearon sobre sus rostros. Así que hubieron salido, Bohemundo comentó:

—Maricones, eso es lo que son. Todos los griegos lo mismo. Me sorprende que tengan hijos. Mira, acomódate en estos cojines y hablaremos. Voy a echar unos troncos en la chimenea.

Se acercó a los estantes y cogió dos o tres libros.

—No sirven para otra cosa —dijo—. Mira.

Abrió uno y Roger vio que era un manuscrito de cuidada caligrafía, con letras muy bien emparejadas y decoradas, y hojas de blanquísimo e inmaculado papel de hilo.

Bohemundo los arrojó al fuego.

—Mentiras de paganos —dijo—, mejor quemarlos todos.

Volvió a invitarme a que me sentara, pero me negué.

—Como prefieras —dijo, acomodándose él en los cojines—. Vamos a tratar de negocios. Una vez me haya ungido el patriarca, ya sólo se podrá gobernar desde el palacio. Así es que, sabiendo lo orgulloso que eres y la buena casa de la que has salido, aparte de lo fiel que has sido a Raimundo, etcétera, etcétera, estoy en condiciones de hacerte el siguiente ofrecimiento: renuncia al palacio y quédate con todo lo demás. Mira, esto es lo que ha ordenado Juan, no yo, y todos sabemos lo cuidadoso que es Raimundo en lo que se refiere a relaciones con los griegos. O sea que no es que tú me hayas cedido el sitio, técnicamente pertenece a Alejo, que es lo que quiere tu amo.

Se dejó de sonrisas y abrió los brazos. Para él se trataba de un asunto que se caía por su propio peso. De hecho, era el mismo trato que yo había concebido, con la ventaja añadida de la aprobación del patriarca.

—¿Y bien? —preguntó Bohemundo.

—No —repliqué.

—¿No? ¿Qué quieres decir? —dijo con un respingo.

—Pues que, con todos mis respetos, no.

Bohemundo se puso en pie.

—Aquí hay pecado, esto no es más que orgullo y el orgullo es un pecado terrible. No, ni siquiera es orgullo, es tozudez. —Se acercó y clavó en mí sus ojillos astutos, situándolos al mismo nivel que los míos—. Tu padre era obstinado —dijo hablando entre dientes— y los obispos lo destrozaron. No querrás seguir su camino, ¿verdad, Roger? Debes tener presente que no te lo agradecería nadie y que tú tampoco tendrías nada de que enorgullecerte.

—Te deseo que pases una buena noche —le dije disponiéndome a abandonar la habitación.

—¡Roger! —me gritó—. Mañana saldré para arrebatar Ma-arat a tu señor. Va a quedarse sin nada, al igual que tú. ¡No tendrás nada, ni tu maldito palacio, ni tu orgullo, ni siquiera a tu puta turca! ¡No tendrás nada, Roger, nada!

Volví al palacio sintiéndome más libre que desde hacía muchas semanas. No es, quizá, como dijo Gerardo, una parte de Provenza, sino un lugar donde se asienta mi honor, el lugar que, dondequiera que se encuentre, tiene su casa un hombre. Es el lugar donde mis paisanos sufren a causa del deber, el sitio que hemos prometido defender. El honor no elige su campo de batalla, los hombres sí, es el sitio donde asientan su honor como si fuera una bandera. El honor no elige sus batallas, los hombres sí y, mientras las libren con honor, no hay nada que temer, ya que importa poco que sean perdedores o ganadores.

De repente, durante el camino de regreso a casa, montado en mi caballo, tuve la impresión de que Antioquía se transformaba de una maldición para la expedición en el alma de la misma, de un lugar mísero que yo ansiaba dejar en una honrosa ciudad en la que con gusto habría querido morir. Por vez primera desde que se iniciara la peregrinación, tuve la sensación de que cumplía con mi sagrado juramento, no ya contra los infieles turcos, sino contra los propios cristianos, no ya contra los incrédulos, sino contra los que no observan la fe.

Me apeé del caballo al llegar delante de la casa de la puerta baja, donde recibí el saludo de Gerardo.

—¿Y bien, señor? —me preguntó.

—He hecho lo que tú me habías pedido —respondí.

—Muy bien —refunfuñó.

Mansur, desde dentro, me saludó.

—Está despierta porque quería esperar a que volvieras —dijo.

Después hizo una pausa y, en aquella habitación sumida en la penumbra, me miró intensamente.

—¿Ah, sí? —respondí, temeroso de que hubiera malas noticias.

—Nunca en la vida había visto tal devoción —dijo Mansur y tuve la impresión de que estaba a punto de llorar.

Se hizo a un lado rápidamente e hizo una inclinación tan profunda que ni siquiera pude ver su cara.

Yasmín me tendió los brazos así que me vio entrar.

—¿Estás bien? —me preguntó, con el ceño fruncido a causa de la preocupación.

Le cogí la mano.

—El enfermo no soy yo.

—Tu criado me ha dicho que habías ido a visitar al conde de ojos de ladrón.

—A nosotros no van a robarnos nada —respondí.

Se echó hacia atrás con los ojos cerrados.

—Pues ya es un consuelo —dijo.

Después, como si de pronto recordase que tenía algo urgente que decirme, añadió:

—Me has visto el cabello.

Se lo acaricié.

—Es hermoso como el de un muchacho —dije.

Me sonrió.

—Me daba vergüenza enseñártelo.

—Me dijiste que el único que tenía derecho a verlo era tu marido.

—Así es —replicó ella.

Todo esto ocurrió anoche. Hoy sigo en mi residencia de siempre porque tengo muchas cosas que hacer. Han envenenado los pozos y ya han muerto varias mujeres y niños. Mientras hablaba con Bohemundo, los agentes que tiene en el sector hacían su trabajo. Han invadido los almacenes, han reventado los sacos y se han orinado en los cereales, aparte de incendiar las casas y de matar a media docena de caballos. He dado orden de que se detenga a toda persona que actúe de manera indebida y que la conduzcan ante mí. Bohemundo es muy inteligente en el uso que hace de los espías, pero he aprovechado la lección que me dio al asar a los agentes del emir. Como dé con sus hombres, van a pagarlo caro.

He dado orden de que se confisque cualquier gota de líquido que se encuentre en la zona y que se lleve al palacio, donde será almacenado en la bodega del emir. Hay que matar a todo aquel que merodee por las inmediaciones sin que lleve encima una orden escrita firmada por mí. A los primeros que hay que atender son los niños, a continuación vienen los enfermos, después los soldados aptos para el servicio y, finalmente, los demás. Los caballos deben disfrutar de una participación pareja, que irá aumentando a medida que vayan muriendo los hombres.

Bohemundo ha abandonado Antioquía esta mañana. Lo ha hecho con todas las banderas desplegadas y con música de trompetas y tambores. Yo lo he observado todo desde la muralla junto a mis hombres. Cuando ha pasado por la puerta del Puente me ha saludado. Después ha apostado cien caballeros en la puerta para que la mantuvieran bien cerrada.

Jamás había tomado parte en una guerra como ésta. Mis buenas palabras de ayer tienen su valor, a mí pueden mantenerme a flote, pero no bastan para dar de comer y beber a la gente.

Tendré que escribir con letra más pequeña, porque no me quedan muchas páginas. No me habría figurado nunca que ocuparía tanto espacio cuando empecé este libro y, de hecho, no tengo la menor idea de cuándo ni cómo terminará. Tengo también otro libro, pero lo utilizo para mantener una cuenta detallada de los hombres y del estado en que se encuentran, así como de las raciones que les corresponden[96]. Cada día tengo que registrar los enfermos y los muertos, así como los que están a punto de morir. Hago constar el alimento que se da a cada hombre de acuerdo con su peso y condición, así como los medicamentos que se le administran en caso de que se le administre alguno. Para mí es agotador, ya que cuando estaba en casa procuré siempre mantener las cuentas en orden, pero me saqué un peso de encima al dejar este trabajo a Juana, que lo aceptó como un deber que le correspondía cumplir. Soy de la opinión de que las mujeres son más prácticas que los hombres, están más dotadas que ellos para las minucias de la vida, dejándonos a nosotros, los hombres, nuestras grandes visiones, sean cuales fueren.

Tengo la impresión de que la naturaleza nos ha hecho así y nos ha dotado de dotes complementarias y de preocupaciones que se entrelazan[97]. La verdad es que a veces me da por pensar que la naturaleza ha dividido a la humanidad en dos grupos y que cada uno tiene sus puntos fuertes y sus puntos débiles, hasta el extremo de que no hay ningún hombre que pueda sentirse completo si no tiene una compañera. Tal vez lo que vemos como algo extraño u opuesto en una mujer no es más que esa parte que sentimos extraña en nosotros mismos. Los que se resisten, resisten el egoísmo y el miedo. Los que lo abrazan, abrazan la esperanza y el recuerdo. ¿Acaso no nos dijeron los médicos que, cuando estábamos en el vientre de nuestra madre, éramos a la vez macho y hembra? ¿No habrá, pues, una especie de recuerdo de nuestro otro ser envuelto en nuestra propia carne? ¿No será por esto que los jóvenes se muestran tan estúpidos e infantiles en su persecución de las mujeres, porque sólo cuando éramos niños fuimos eso que ahora buscamos?

Esto es una consideración ociosa, aunque la acepto como un antídoto de la realidad con la que me enfrento cada día. De los hombres que tengo bajo mi cuidado, actualmente la mitad son ineptos para cumplir con sus deberes. He sacado las cuentas; setenta y dos infantes y ocho jinetes han muerto, ciento cinco infantes están enfermos (diecisiete de fiebres) además de dieciséis caballeros (tres de fiebres). Esto hace que disponga de ciento cincuenta y siete infantes y quince jinetes todavía aptos para cumplir con su deber.

Si los normandos nos atacaran, nos vencerían en una hora. Si no lo han hecho ya es porque Bohemundo no se atreve a atacar a los soldados cristianos mientras mi señor Raimundo siga teniendo influencia en el ejército. Sin embargo, si Ma-arat cae en manos de Bohemundo, no titubeará. En consecuencia, espero noticias de Ma-arat como si de conocer mi hado se tratara.

Todas las noches busco unos momentos para pasar junto a Yasmín. Después de tantas horas de sufrimiento le hace falta un poco de ternura. Todos los hombres necesitan ser tiernos para poder ser fuertes. Los que sólo valoran la fuerza son estúpidos, debemos ser tiernos para ser hombres. Aquel que lucha y no experimenta sentimiento alguno no llega a poseer nunca nada que valga la pena. Esto me lo enseñó ella.

Sigue estando débil y tan pronto recupera la conciencia como la pierde. La fiebre la ha mermado hasta tal punto que ni siquiera puede levantarse y está tan delgada como los prisioneros más mal tratados que he visto en mi vida. Mansur se ocupa de ella y le dispensa muchas atenciones. Le prepara unas sopas muy reconstituyentes. A medida que va recuperándose, va aceptando alimentos más sólidos, si bien no sabría decir qué le conviene más.

Ahora voy a tratar el punto que he estado eludiendo. Esta tarde han venido a verme mis marselleses, muy excitados, para comunicarme que habían detenido a un espía. Según han dicho, lo habían encontrado en el depósito contando los sacos de cereales y, al interrogarlo, ha admitido que estaba allí para conseguir informes para los normandos. He ordenado que trasladaran el hombre al patio y lo condujeran ante mí. Era Bernardo.

De los hombres que me traje de Lunel sólo quedan él y Gerardo. Le he preguntado si había dicho la verdad. Ha bajado los ojos. Entonces he querido saber qué razones lo habían llevado a comportarse de aquella manera.

—Tenía hambre y estaba asustado —me ha replicado.

Yo le he dicho que hambrientos y asustados lo estábamos todos. Pese a todo, ha levantado los ojos y me ha mirado.

—Tú eres un señor y no puedes comprenderlo. Tienes nuestras vidas en tus manos y juegas con nosotros. Nos dices cuándo tenemos que levantarnos y cuándo tenemos que sentarnos y hasta con quién tenemos que acostarnos. Pero tú no tienes nunca la barriga vacía, ni tampoco la cama.

He sentido un acceso de rabia. Había amenazado que, si encontraban a algún espía en nuestra zona, lo haría despellejar vivo. He dado la orden de que se procediera de este modo.

Se han adelantado media docena de caballeros. Han cogido al aterrado muchacho por los brazos y piernas y lo han conducido a la entrada del patio. Después lo han desnudado y atado cabeza abajo, de modo que apenas tocaba con los dedos el suelo. Han salido a relucir dagas, él ha implorado perdón a gritos, después se ha adelantado Gerardo y se ha abierto camino más allá de donde estaban los caballeros. Lo he observado mientras se arrodillaba junto a su compañero.

—¡Gerardo! —ha gritado el muchacho—. ¡Ayúdame!

—Te veré en el cielo, amigo —le ha replicado Gerardo, después de lo cual le ha dado un beso.

Un momento después los caballeros se encontraban manos a la obra. Le han hecho un corte en los tobillos y le han tirado de la carne hasta la ingle, seguidamente le han abierto el vientre y han tirado hacia abajo. Bernardo lanzaba gritos y alaridos pero yo lo observaba absolutamente imperturbable. Había mujeres y niños muertos, mis hombres estaban agonizantes, mi confianza en él se había visto traicionada. He contemplado toda la operación y, una vez terminada, he ordenado que lo dejasen a la vista a la manera de ejemplo. La verdad es que no espero tener que volver a aplicar esta pena.

Ya ves, querido libro, en qué me he convertido. No me diferencio de ningún turco ni, a decir verdad, tampoco de Bohemundo. Y puesto que todos somos iguales, no hay quien se atreva a ser diferente. Cuando la rueda se pone en movimiento, hay que seguirla o morir aplastado por ella.

Nuestras provisiones están casi agotadas. He pedido a los normandos que dejen que los ciudadanos se reúnan con sus amigos y parientes fuera de la ciudad, pero se niegan. Saben que la gente es una sangría para nuestros recursos y que su presencia precipita nuestra capitulación. Sufren más que nuestros soldados, porque están menos acostumbrados que nosotros a sufrir privaciones. Los que más me apenan son los niños. Han muerto casi todos y son enterrados aprisa y corriendo en patética hilera al pie de la muralla, metidos en bolsas de muselina. En cada tumba hay un símbolo, ya sea una cruz, una media luna o el montón de piedras blancas formando un cuadrado que va contrayéndose y que es propio de los cristianos coptos. El llanto de las mujeres no se interrumpe nunca.

Cada vez estoy más preocupado por Yasmín ya que, pese a haber superado la fiebre, sigue estando terriblemente débil. Necesita comer, sobre todo carne, algo que precisamente es imposible encontrar. Hace tiempo que matamos a todos los animales que quedaban a excepción de unos pocos corceles. Ahora todos los caballeros, uno tras otro, se dedican a consumir sus propios caballos.

Los aprovechan hasta el último fragmento. Aquellos hombres cuyas monturas les habían causado tantas preocupaciones ahora han transformado todos sus desvelos en economía. Cortan cuidadosamente la carne, conservan todos los órganos, utilizan las tripas y los tendones para hacer sopa y hasta llegan a hervir una y otra vez los huesos hasta dejarlos finos como el acero. Después los abren y extraen el tuétano, con el que preparan un budín. Finalmente machacan los huesos hasta dejarlos reducidos a polvo y, mezclándolos con agua, hacen unas gachas. He visto a hombres pelear por unas pezuñas como si de joyas se tratase hasta que al final, demasiado débiles para hacerse con ellas, se las han dejado arrebatar por unos terceros, que estaban observando la pelea.

Yasmín y yo hablamos todas las noches, son momentos que saboreo. Anoche me dijo que a Mansur se le está terminando la comida con que la alimenta y lo reprendí por ello. Me juró que me obedecería y buscaría más, pero dudo que pueda conseguirlo, porque está casi tan delgado como Yasmín.

¡Dios mío, qué tiempos horribles éstos! ¿Cómo hemos podido padecer todo esto estando en manos de los cristianos? A veces me siento tentado de salir como sea de la ciudad, pero me faltan arrestos. La única esperanza que me queda es que mi señor Raimundo volverá antes de que sucumbamos todos. No discuto su proceder, sé que actúa en favor de la expedición. Nosotros somos la luz que se deja encendida en la ventana. Sin embargo, si no regresa pronto, la casa quedará a oscuras.

3 de diciembre

He matado a mi caballo. Mansur prepara la carne. Hoy no saldré de mis aposentos.

7 de diciembre

Yasmín está más fuerte. Ahora toma carne y sopa de menudillos, así como los ingeniosos budines que prepara Mansur. Yo no he probado esa comida, pero es una delicia ver lo bien que se recupera Yasmín.

Permítaseme poner por escrito todo lo ocurrido, puesto que hasta ahora no estaba en condiciones de hacerlo.

El jueves pasado, al ver claramente que Yasmín no conseguiría recuperarse si no tomaba alimento sólido, decidí sacrificar mi caballo. Recé mucho y reflexioné profundamente sobre el asunto, hasta que al final acabé por verlo todo con absoluta claridad. Por otra parte, Fatana tampoco habría durado mucho más. Había adelgazado a ojos vistas y estaba casi sin carne hasta el punto de que, muchas veces, cuando la montaba, me sentía inseguro.

Después de completas fui a verla y me llevé la espada. Estaba afilada y bruñida como si tuviera que utilizarla un rey.

Hablé con ella y le dije:

Fatana, tú me has sostenido en todas mis batallas, me has ayudado en momentos de penalidades, nunca me has fallado ni has traicionado mi confianza. Eres para mí una amiga tan auténtica como el mejor de mis amigos, eres una compañera tan dulce como una mujer. Creo que comprenderás las razones de que deba matarte: de tu carne podrá alimentarse una persona a la que quiero muchísimo, tu sangre le dará fuerza igual que me ha dado fuerzas a mí. Y si es verdad que hay un Dios que se preocupa de los animales y los hombres, tú y yo nos reuniremos un día en el cielo, un lugar donde ya no será preciso herrarte y donde no tendré que espolearte nunca. Y galoparemos juntos sobre las nubes por toda la eternidad.

Tras despedirme de ella le corté el cuello. Me miró un momento de manera extraña, puso los ojos en blanco, dobló las patas debajo del cuerpo y se derrumbó pecho a tierra. La sostuve mientras la vida la iba abandonando, su cuerpo se estremeció al dejarla y sus flancos se quedaron fríos.

Después entró Mansur con un cuchillo curvo y una sierra, nunca le había visto una expresión de contrariedad tan grande en el rostro. Lo dejé hacer. Lo último que escuché antes de encerrarme en el cuarto fue el ruido de un hueso al ser aserrado.

Ahora voy a pie como un soldado raso. He quemado la silla de montar así como la gualdrapa. Conservo las cenizas de los colores de mi casa que Fatana llevaba. Lo demás es humo.

19 de diciembre

Ma-arat ha caído. Nos preparamos para Navidad.

24 de diciembre

Hoy, cuando he ido a la casa de la puerta baja, Yasmín me esperaba levantada para darme la bienvenida. Iba vestida, pero no llevaba velo. He dado un paso hacia ella, a continuación otro más y después ha caído en mis brazos.

—Faranj —ha dicho—, ¡estoy viva! —Me ha mirado intensamente y ha añadido—: Mi vida es tuya.

—No —he dicho yo—, tuya es.

—Entonces te la doy a ti, en honor de tu Navidad.

Hemos permanecido abrazados largo rato, después la he ayudado a volver a meterse en cama. La he arropado con los cobertores, le he alisado los cabellos y me he levantado para marcharme, pero ella me ha agarrado la manga y me ha retenido.

—Te ruego que te quedes conmigo —me ha dicho— a fin de que vivamos juntos tu día santo cuando llegue el alba.

La he mirado largo rato, buscando sus ojos. Pero su mirada no titubeaba.

—Quédate conmigo —ha dicho al final.

—Me quedaré —he respondido.

25 de diciembre

La Natividad de Nuestro Salvador

Esta mañana hemos celebrado la misa en el patio del palacio. Ha sido un espectáculo sumamente lamentable y a la misa han asistido muy pocos. Muchos la seguían desde las ventanas de los cuartos donde yacían enfermos. Como no había pan para la comunión, el sacerdote ha distribuido hojas de laurel, que hemos retenido en la boca. Tampoco había agua ni vino.

Se ha terminado el suministro de agua. Mansur se las ha arreglado para administrar de manera maravillosa los líquidos de Fatana a fin de que Yasmín no padeciera sed. Le he visto colar la sangre del animal con un pañuelo de seda una y otra vez hasta que, después de la destilación, sólo ha quedado un líquido de un color rosado y pálido. Con él prepara infusiones para Yasmín. Jamás habría dicho que pudiera durar tanto tiempo.

Ahora es él quien me tiene preocupado. Se encuentra tan débil que apenas puede andar. Dispone de la carne de Fatana para alimentarse, pese a lo cual continúa enflaqueciéndose. Como tenía ganas de hacerle un regalo de Navidad, le he dado mi túnica vieja con la cruz en el hombro.

—Aquí tienes —le he dicho—, ahora ya eres un peregrino con todas las de la ley.

La ha aceptado, ha bajado los ojos para mirarla y se ha echado a llorar.

—¡Vamos, que hoy es día de fiesta! —he dicho para animarlo.

Para mi sorpresa, sus ojos se han llenado de dolor y rabia.

—¡Antes tenía vida! —ha exclamado—. Ahora no tengo nada. Cuando muera nadie se acordará de mí —ha añadido.

Lo he cogido del brazo.

—No voy a dejar que mueras —le he dicho.

Se ha desasido de mí y se ha secado las lágrimas.

—Habría debido morir hace muchos años. No debiera haberte encontrado nunca. ¡Ojalá que no te hubiera conocido!

Al decir estas palabras se ha desplomado en el suelo y se ha cubierto la cabeza con la túnica.

Me ha dejado atónito, pero lo he abandonado a su misterioso e íntimo dolor. Conozco a este hombre sólo en el aspecto de sus relaciones conmigo, pero lo ignoro todo de su vida, del pasado que arrastra tras él.

28 de diciembre

Fiesta de los Santos Inocentes

No sé qué puedo decir. Me limitaré a explicar lo ocurrido.

Ayer por la mañana llegó de Ma-arat la noticia de que entre mi señor Raimundo y el conde Bohemundo se había declarado una guerra abierta. Una vez ocupada la ciudad el día once, el ejército se entregó a la matanza masiva de la población. Como los dos capitanes no estaban en buenas relaciones, no hubo quien pudiera ponerle coto. Así pues, asesinaron a todos los hombres, mujeres y niños, y muchos murieron quemados en sus iglesias y mezquitas.

Una vez apaciguada la situación, los soldados se entregaron a una lucha entre ellos. Finalmente, para impedirlo, Raimundo y Bohemundo llegaron a un acuerdo.

La ciudad fue puesta en manos del obispo de Al-bara, nombrado por mi señor Raimundo, mientras el propio Raimundo se dirigía a Rugia. Bohemundo, entretanto, regresa a Antioquía, ya que no ha conseguido obligar a Raimundo a entregarle nuestro sector. A cambio, nosotros estaremos aprovisionados hasta que podamos unirnos a mi señor Raimundo en la marcha a Palestina.

Me puse radiante con la noticia y me apresuré a transmitirla a mis hombres, que la recibieron con lágrimas de felicidad y oraciones. Hemos prevalecido a pesar de todo.

Me apresuré a ir a la casa de la puerta baja para decírselo a Yasmín. La encontré en la habitación más exterior, ocupada en cuidar de Mansur. Estaba tendido sobre las alfombras con las rodillas dobladas, se había quedado convertido en un esqueleto.

—Se está muriendo, Faranj —me dijo Yasmín en un murmullo.

—¿Cómo es posible? —exclamé.

—¡Mira!

Le levantó la manga de la blusa y quedé estupefacto ante lo que vieron mis ojos. En cada antebrazo tenía unos finos cortes, tres o cuatro rayas paralelas, que coincidían exactamente con las venas.

—¿Y esto qué significa? —le pregunté.

Yasmín me miró directamente a los ojos.

—Pues significa que se ha sacado su propia sangre… para dármela a mí —respondió.

Me sentí confundido ante el hecho. ¡Claro! ¿De dónde sacaba todo aquel líquido? ¿Por qué se había desmejorado de aquella manera? De pronto lo comprendí todo. Lo cogí en brazos y lo llevé al palacio, donde lo acosté en mi propia cama. Se estremeció ligeramente y abrió los ojos.

—Hemos ganado —dije—. Pronto dispondremos de agua y alimento.

Effendi —dijo Mansur con una voz que era poco más que un susurro—. ¿Cuánto tiempo hace que te doy este nombre?

—Desde el principio —le respondí—. Desde los tiempos de Nicea.

Sacudió un poco la cabeza.

—No, desde el principio no. En Provenza no te llamaba así.

Pensé que estaba delirando. Le dije que descansara y que me ocuparía de él igual que él se había ocupado de Yasmín.

—Tú la amas —dijo—, y si lo hice fue por eso, Roger. Lo he hecho porque tú la amas.

Le pregunté por qué me llamaba Roger.

—Así te llamaba entonces —dijo—, antes de que llevásemos esta vida.

—¿Qué significa esto? —pregunté.

Me sonrió y al hacerlo me mostró unas encías descoloridas, encogidas y azuladas.

—Cuando estabas en tus propiedades… y yo en las mías. Cuando te sequé la frente. En la fiesta que se celebró en el pueblo, cuando entré en tu…

Me puse de pie y retrocedí. Hizo esfuerzos para incorporarse, sus ojos clavados en mí y brillando de manera extraña.

—Tú no amaste nunca a mi mujer —dijo—. Yo entonces ya lo sospechaba pero, al leer tu libro, vi que estaba en lo cierto. A esta mujer, en cambio, la quieres de verdad. Así es que, por amor a ti, he dado mi vida para salvar la de ella.

Clavé los ojos en él. Tenía el rostro contraído, oscuro, cubierto de arrugas. Pese a todo, al fijarme en sus rasgos, me di cuenta de quién era, como en un espejo que va haciéndose más nítido al disiparse el vapor que lo cubre.

—Eustaquio —dije.

Cerró los ojos y se dejó caer en la cama.

—Me había escondido en Oriente pero, al enterarme de que estabas en Nicea, quise ponerme en contacto contigo. No pude evitarlo —dijo.

Cogiéndolo por los hombros, intenté levantarlo. Me sentía frenético.

—He venido a esta peregrinación para expiar tu muerte —le expliqué—. ¿Por qué me has hecho esto?

—Para estar contigo, para servirte, para ser feliz. Mi recompensa es morir a cambio de tu felicidad. —Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas—. Sé lo mucho que has sufrido por mi causa. Perdóname, Roger.

Volví a ayudarlo a tumbarse.

—Eustaquio —le dije—, soy yo quien ha pecado contra ti, soy yo quien te pide perdón.

Puso su mano sobre la mía, una mano ligera como la hoja de un árbol.

—Te perdono —me dijo antes de añadir nada más—, pero quiero pedirte algo.

—¿Qué? —quise saber.

Y en un hilo de voz me lo dijo:

—Dame un beso.

Me incliné sobre él y puse mis labios sobre los suyos. Al separarme de ellos volvían a dibujar una sonrisa.

—Me dije que no quería volver a verte —dijo entre suspiros—, pero estoy contento de haberte encontrado. Había pensado en ti tantas veces…

Dejó arrastrar la voz y se sumió en la inconsciencia. Así permaneció por espacio de dos días hasta que esta mañana ha muerto sin haber pronunciado una sola palabra.

Lo he enterrado fuera de las murallas de Antioquía, en el cementerio reservado a los nobles. He puesto sus colores sobre la piedra que cubre su tumba. Hoy ha sido el primer día que se nos ha permitido salir de la ciudad. Yasmín me ha acompañado a la tumba. El día era claro y despejado y nos hemos entretenido largo rato en la colina respirando el aire fresco del mar.