3 de enero
Año 1098 de la Encarnación de Nuestro Salvador
¿Cómo es posible que haya pasado otro año? La peregrinación se convocó el año 1095, dejé mi casa en 1096, llegué a Oriente en 1097 y ahora…
Debo decir que ha llegado el conde Balduino. Ha llegado con gran pompa a nuestro campamento, montado en un caballo árabe enjaezado en oro y con las gualdrapas más vistosas de su reino, servido por toda una recua de turcoples y negros. Sus hombres tocaban trompetas para anunciar su llegada y, al atravesar el campamento, apenas dirigió una mirada a nuestros hombres, que iban harapientos, mantuvo muy alta su larga nariz y sostuvo todo el tiempo las riendas de encaje de seda entre los dedos cubiertos por guantes cuajados de pedrería.
Se apeó del caballo delante del pabellón del conde Godofredo y, cuando le dijeron que su hermano se encontraba demasiado enfermo para recibirlo, pidió ver a su familia. El obispo Adhémar lo acompañó sin decir palabra al cementerio situado sobre el río, donde encontró tres cruces, puesto que su hija pequeña había muerto el día anterior.
Yo lo observaba todo en silencio. Balduino se volvió al obispo y, levantando el brazo, descargó un golpe sobre él. Hay que reconocer que el gesto no arredró a Adhémar, que no se movió siquiera.
—Tú no eres rey de nada —dijo, abandonándolo a su dolor.
Balduino pasó tres noches durmiendo junto a las sepulturas. De hecho, no se apartó de ellas un solo momento, ni siquiera para comer. Sus servidores lo atendieron pacientemente y después se dispersaron a través del campamento, donde no tardaron en ser apaleados y robados. Al pasar junto al cementerio, oí que el conde hablaba con su mujer y, por la noche, cantaba canciones a sus hijos. Realmente el precio que había tenido que pagar para ser rey había sido muy alto. Esta mañana se ha marchado solo para volver a Edesa. No nos ha dicho ni una palabra.
Entretanto han llegado noticias de Bohemundo. Ha encontrado a los turcos de Damasco y los ha derrotado, aunque con importantes bajas por ambos bandos. Ahora tenemos la esperanza de que vuelvan y nos traigan provisiones. Los esperamos con ansiedad, ya que en el ataque a nuestro campamento los turcos incendiaron nuestras provisiones, que eran escasas. No puedo por menos que pensar que los espías les habían comunicado la localización exacta de los almacenes, ya que se encaminaron directamente a ellos. De hecho, hay muchos espías en ambos bandos y algunos trabajaban para los dos ya que parece que les pagan bien.
El obispo Adhémar se ha recogido para reflexionar sobre los acontecimientos de los últimos días y ha manifestado su opinión de que Dios está contra nosotros. No le ha costado mucho convencernos. El obispo, por tanto, ha ordenado a todo el ejército que ayunara tres días a fin de ganarse el perdón de Dios. No va a ser difícil el ayuno, ya que apenas nos queda comida.
13 de enero
Ha ocurrido una cosa importante. El domingo pasado llegó el conde Bohemundo con sus ejércitos. Llegó cuando el obispo Adhémar estaba celebrando el oficio al aire libre y bajo un impresionante chaparrón. En su sermón, el obispo alternó los ruegos a Dios para que se mostrara misericordioso con nosotros a pesar de nuestra conducta. Me parece que, de no haber sido un clérigo, habría maldecido por igual a Dios que a los hombres. Los que estaban en los lugares marginales de la multitud, cuando avistaron a Bohemundo aproximarse a caballo, no pudieron evitar un grito.
—¡Ya lo veis! ¡Ya lo veis, desgraciados! —gritó el obispo Adhémar—. ¡Dios ha respondido a mis oraciones!
Cuando Bohemundo se acercó con su caballo, Adhémar le cogió las riendas de la mano.
—¡Dios te ha enviado! —le gritó dominando el fragor de la lluvia con sus palabras.
—Entonces que Dios me guarde —replicó Bohemundo, deslizándose de su silla de montar, que chorreaba agua.
Adhémar lo miró fijamente sin comprender lo que decía y, después, fue revisando un carro tras otro en busca de provisiones. No las había. El desaliento que atenazaba nuestros corazones iba creciendo cada vez que levantaba una arpillera. Los carros estaban cargados de heridos, no de comida.
Los hombres de Bohemundo nos miraban con aire torvo. Se encontraban en un estado lamentable, derrotados y maltrechos, eran puro hueso, igual que nosotros. Los hombres de Roberto de Flandes estaban en peores condiciones aún. El mismo conde Roberto estaba tumbado en un carro, baldado a causa de la batalla y del viaje de regreso. La flecha de un turco le había vaciado un ojo y no podía andar porque la pierna se le había hinchado tanto que hasta le había desgarrado los calzones.
—¿Dónde están las provisiones? —le preguntó el obispo Adhémar—. ¿Qué habéis estado haciendo todo este tiempo?
Bohemundo se volvió hacia él echando chispas por los ojos, estrechos como una hendidura.
—Hemos estado matando turcos —dijo—, que es a lo que vinimos.
—A lo que hemos venido es a hacer libre esa tierra de Dios —replicó Adhémar. Le colgaba la ropa empapada y pegada a los hombros y la lluvia le azotaba la cara.
—He oído decir que eso hacéis —gruñó Bohemundo—. Más o menos. Durante mi ausencia trataste de arrebatarme Antioquía.
—¿Arrebatarte? —gritó Adhémar.
Bohemundo se acercó a él a grandes zancadas y sin temor alguno.
—¡Esta ciudad es mía! —declaró—. Y apenas vuelvo la espalda, vas y la asaltas.
—Nos han atacado —dijo Adhémar.
Bohemundo escupió a sus pies.
—¡Qué oportuno que los turcos abrieran las puertas precisamente cuando yo me iba!
Adhémar estaba a punto de responder cuando se levantó Raimundo, mi señor.
—Nuestros hombres se mueren de hambre —dijo—. Se te había encargado que trajeras comida y no has cumplido.
Bohemundo miró desdeñosamente su alta figura.
—Yo no recibo encargos de provenzales —respondió—, ni tampoco de sus obispos. Tú ocúpate de ti, Raimundo de Saint-Gilles, y tú de ti, obispo de Le Puy, porque quiero ganar Antioquía y la ganaré.
Y con estas palabras se perdió, presuroso, bajo la lluvia. El obispo Adhémar lo observó alejarse y después se volvió hacia nosotros.
—Bien —dijo—, ¿a qué esperáis? ¡Maldita sea, comulgad de una vez!
Durante los últimos días ha habido una tensión en el campamento como nadie la había visto hasta ahora. Los hombres apenas se dirigen la palabra y los capitanes no se hablan en absoluto. Nos encontramos en una situación realmente desesperada: no hay comida ni provisiones, existen disensiones en el ejército y se producen deserciones todos los días. Los hombres han empezado a escabullirse bajo la lluvia persistente en grupos de dos o tres, después en grupos más numerosos y, finalmente, a la desbandada. Los animales caen muertos allí donde se encuentran y son despedazados inmediatamente para aprovechar su escasa carne. De hecho, algunos son despedazados antes incluso de morir. Yo vigilo a Fatana, no fuera que me la robaran y la mataran. Dicen que en el ejército quedan menos de mil caballos.
Entretanto, han acudido algunos mercaderes de los pueblos armenios con presentes de trigo y frutas secas y casi han sido despedazados por los soldados. Vienen armados y se mantienen a distancia, montan sus puestos en pueblos remotos y venden sus mercancías al mejor postor. Un simple asno cargado de provisiones alcanza la cifra de seis, ocho o incluso diez besantes de oro.
La situación nos favorece, puesto que Raimundo, mi señor, ha guardado su oro y lo administra de manera sensata para conseguir comida para nuestros hombres. En consecuencia, nos contamos entre los pocos que consiguen dar a sus soldados como mínimo una comida al día. Los septentrionales —anglos, escotos y galeses— sufren terriblemente, ya que ni tienen oro ni pueden hacer trueques. Los galeses ya se han comido hasta sus perros y los demás se dedican a buscar hierbas. Es una visión lamentable verlos arañando la tierra, recogiendo briznas que encuentran en el barro y metiéndoselas en la boca. Cuando comenzaron la peregrinación eran hombres primitivos, ahora no son más que animales. De todos modos, todavía existe un peldaño más bajo, como hube de enterarme al visitar el campamento de los tafurs.
Han guardado fidelidad al ejército de Bohemundo y han participado en todas nuestras batallas, ganándose fama de salvajes y astutos. Nadie los ha visto comer y no piden nada a nuestros soldados, si bien tampoco parece faltarles nada. Así pues, he decidido averiguar cómo se las arreglan para sobrevivir.
Cierta vez me acerqué todo lo que pude con esta intención a su campamento, llevando conmigo a Fatana, que no hacía más que respingar muy nerviosa. El lugar donde viven es sucio y ruinoso, sus habitáculos se limitan a unas pieles sujetas entre dos estacas o a montones de ramaje. Los tafurs están reunidos en pequeños grupitos de seis u ocho y tienen humeantes hogueras entre ellos. Un grupo, aquel al que más me acerqué, estaba formado por hombres agazapados como salvajes sobre un mazacote de carne, del que iban arrancando trozos que se llevaban directamente a la boca. Al principio creí que se trataba de una pata de cordero, ya que por la carne oscura asomaba un hueso que me pareció identificar. Pero de pronto vi que la pata no terminaba en pezuña sino en pie, unas uñas negras y relucientes brillando a la luz de la hoguera.
Un momento después uno de los guardianes me descubrió y me dirigió un insulto, al tiempo que agitaba la guadaña que empuñaba en señal de amenaza. No tardé en alejarme, ya que aquella visión me había dejado horripilado. ¿Qué debíamos hacer de unos hombres como aquéllos, a los que habíamos aceptado en nuestro ejército como soldados cristianos? ¿Será posible que también los consideremos instrumentos de Dios?
19 de enero
Los turcos prosiguen sus incursiones a través de la puerta de Hierro, situada sobre el río, y a través de la puerta del Puente, que las fuerzas de Pedro el Ermitaño custodian de manera tan inefectiva. Los hombres de Pedro el Ermitaño se han quedado sin víveres y se dedican a mendigar sobras en el campamento. El propio Pedro ha vivido magníficamente bien durante semanas vendiendo como reliquias sus prendas de ropa y los rizos de sus cabellos a los soldados más crédulos. En la actualidad no es más que un mendigo, aunque de semblante altanero, pide comida en nombre de Dios y es objeto de burlas por hacerlo. Jamás lo había tenido en gran estima, pero cuesta aceptar que una persona a la que hasta ahora se la podía considerar un santo haya caído tan bajo.
Tomo la misma cantidad de comida que mis hombres: Bernardo y Gerardo, el pobre Bartolomé y los marselleses que Raimundo me ha asignado. Cuando nos levantamos comemos uno o dos frutos secos, después unos bollos de trigo a mediodía y pescado del puerto para cenar. Este último manjar se ha puesto tan caro que pocos pueden permitírselo y cada vez son más los que se dedican a pescar por su cuenta. De hecho, podríamos alimentarnos debidamente si no fuera por la suciedad del río, que al invadir el puerto ha acabado con todos los peces o los ha ahuyentado.
Supongo que los turcos también deben sufrir. De momento todavía reciben provisiones del interior del país a través de las puertas que no están defendidas. Nosotros apresamos todas las caravanas que se nos ponen a tiro, pero algunas se nos escapan inevitablemente. Ojalá quisiera Dios que se rindieran, ya que entonces todos podríamos salvarnos. Tal vez somos nosotros los que deberíamos abandonar el sitio y retirarnos a Armenia. Pero entonces de nada nos serviría todo lo que hemos sufrido, todas las muertes serían vanas y, como tenemos la moral por los suelos, tal vez no volveríamos a recuperarnos nunca. Estamos atrapados, pese a ser nosotros los que estamos fuera de las murallas.
25 de enero
Chipre
Estoy desnudo en un estanque donde hay unos monjes jóvenes que se ocupan de mí. Llevan ropajes negros y bastos, además de largas barbas a pesar de su juventud. Han vertido aceite en el agua, caliente como la de los baños, y me traen fruta y cuencos de leche de cabra endulzada con abundante crema. Me encuentro tan lejos del campamento de Antioquía que sería imposible estar más lejos.
¿Cómo ha sido? Ahora mismo pasaré a contarlo.
El día de la fiesta griega de San Pedro los turcos la celebraron bajando al patriarca de Antioquía por encima de la muralla metido en una jaula de hierro. El pobre estaba allí dentro, encogido y humillado, mientras la guarnición lo cubría de improperios al igual que a nosotros. Nuestros hombres habrían querido dispararles flechas, pero se refrenaron por miedo a herir al clérigo. Así pues, contemplamos en silencio cómo el viejo, con sus ropas raídas y su blanca barba, soportaba los insultos.
Observé que el obispo Adhémar estaba sumido en profundos pensamientos que casi rozaban el arrobamiento. Al final se volvió de espaldas a la escena y, para mi sorpresa, batió palmas de satisfacción. Ha habido mucho rencor entre las Iglesias latina y griega, pero me pareció que esto se pasaba de la raya. De hecho, el obispo parecía positivamente jubiloso de volver a su pabellón. Aquella tarde Adhémar convocó a los nobles a una conferencia.
—Ese hereje que está metido en la jaula podría liberarnos de nuestro empeño —anunció, y nos expuso su plan.
El reverendo Simeón, el patriarca griego de Jerusalén, huyó de la ciudad hace unos meses y se refugió en el santuario de la isla de Chipre. Lo que proponía Adhémar era que enviásemos una embajada a Simeón para proponerle una alianza. A cambio de provisiones para nuestro ejército, se permitiría que Simeón volviera a ocupar su trono en Jerusalén, sujeto a los dictados del Papa.
—De todos modos, será preciso que le ocultemos este último detalle —añadió el obispo.
El conde Godofredo que, aunque débil y muy desmejorado, había insistido en asistir, opuso una objeción que estaba en los pensamientos de todos:
—Simeón ha redactado un edicto denunciando a nuestra Iglesia. Es el enemigo jurado de Roma.
—Es un pastor sin rebaño, un obispo sin sitial —siguió Adhémar—, pero tiene comida, vino y pienso. Es un trato más que bueno: Jerusalén a cambio de vituallas. Contra lo que podáis pensar —concluyó echando una mirada en derredor—, en ningún sitio hacen obispo a un tonto. Ni siquiera en Grecia.
A la mañana siguiente tomamos el barco hacia Chipre. Hacía mal tiempo y el mar estaba alborotado. Yo asistía a Raimundo, mi señor, que acompañaba a Adhémar junto con Godofredo, Roberto de Normandía y Hugo de Vermandois. Llevamos al conde Roberto de Flandes en unas parihuelas en la esperanza de que recibiera atención médica de los griegos. Bohemundo continúa escondido en su campamento, sin hablar con nadie, rodeado de espías y, según dicen, planeando un medio para apoderarse de Antioquía para su beneficio particular.
Al llegar a Chipre fuimos conducidos directamente al palacio del patriarca, anexo a la catedral. La isla es maravillosa, tachonada de blancos acantilados a los que se aferran vigorosos olivos y salvia, igual que joyas a una coraza. La cálida brisa y el sol me venían de perlas después de los meses húmedos y de los barros de Antioquía. Notaba que, en mi cuerpo, se suavizaba la rigidez de los miembros y que de mi cabeza huían aquellas enojosas nubes que se me habían colado dentro. Chipre es una isla terapéutica, ojalá nuestros hombres pudieran pasar un tiempo en ella, aunque sólo fuera una hora.
El patriarca Simeón nos recibió de la manera más amable. Había superado la mediana edad y llevaba la acostumbrada larga barba, blanca en gran parte, aparte de que tenía unos ojos azules y acuosos pero de mirada atenta. De hecho, parecía que de sus ojos brotaban lágrimas continuamente, por lo que llevaba en la manga un pañuelo de lino a fin de enjugárselas incesantemente. Según explicó, padecía una enfermedad de los ojos contraída en Jerusalén.
Habíamos procurado presentarnos lo más dignamente posible a la visita, pero íbamos sucios y cubiertos de harapos. Simeón insistió en que nos bañáramos mientras él enviaba nuestras ropas a las monjas griegas para que las lavasen y dejasen en buenas condiciones. Nosotros no vimos a las monjas; de hecho, no habíamos visto a mujer alguna desde nuestra llegada, ya que las tienen eficazmente recluidas. No podría decir si lo hacen por religión o porque nos temen.
En todo caso, aquí ahora me doy una vida regalada y no me siento tan culpable como para no disfrutar del descanso. Mientras escribo he tomado varios cuencos de leche deliciosa. Jamás en la vida había bebido una leche tan exquisita como ésta, por lo que no tengo reparo alguno en tender el cuenco a los monjes para que vuelvan a llenármelo. Se ríen como niñas pequeñas cada vez que lo hago e intercambian ademanes antes de ir a buscar más leche. Me embriaga más que el vino, y mi cuerpo, puro pellejo, anhela bebería.
Es maravilloso volver a sentirse limpio. En el campamento es imposible observar normas de higiene, todo está embarrado. Encuentras barro en la ropa, en la comida, en los pliegues de la carne. Animo a los monjes a que me echen agua en la cabeza y ellos se ríen mientras me complacen y yo abro la boca para bebería. ¡Qué placeres proporciona la vida sencilla! ¡Qué poco aprecio le dispensamos, a menos que el deber o la fuerza nos prive de ella! Nunca más en la vida dejaré de apreciar en lo que vale un buen baño, el sabor de la leche, la compañía de personas desconocidas pero de buena voluntad.
30 de enero
Se ha terminado el asunto que teníamos aquí entre manos. Mañana zarpamos hacia tierra firme, donde nos espera la caída de Antioquía. Ahora estoy convencido de que acabará por caer y que muy pronto tendremos en nuestras manos la gran joya de Jerusalén.
La primera noche cenamos con el patriarca Simeón, ataviado con todas las galas que requiere su dignidad. Llevaba una mitra cuya forma recordaba el tubo de una chimenea, casi tan alta como éste, además de estar adornada con velos de gasa y estrellas hechas de perlas. En sus largos dedos lucía sortijas de zafiros y rubíes y, en la túnica, bordados de oro y plata. El obispo Adhémar difícilmente podía competir con él, pese a que las monjas griegas no sólo habían restaurado sus vestiduras sino que las habían adornado con bordados. Hasta mi pobre sobreveste es ahora más complicada y fina que cuando era nueva en Lunel y debo confesar que, cuando me miro en el espejo, me veo como una especie de potentado oriental.
Aquella noche Simeón evitó con toda intención cualquier conversación acerca de nuestra misión y se inclinó por hablar de su partida a Jerusalén. Parece que el patriarca tiene su silla segura mientras Ortoq gobierne en Jerusalén. Se trata de un turco de cierta alcurnia, virrey del sanguinario Tutush, cuyo nombre es un flagelo incluso para los suyos. Fue Tutush quien mató a su propio protector Aziz, conquistador de Jerusalén. Sin embargo, al morir Ortoq, Tutush pasó a convertirse en señor de Jerusalén y a partir de aquel día ya no hubo cristiano, latino o griego, que se sintiera seguro.
Simeón se lamentó de la pérdida del trono y sus ojos parecían un río de lágrimas, si bien no se sabía si las derramaba por la enfermedad o por la pena que lo embargaba. Cuando un hombre llora continuamente es difícil discernir cuál puede ser la verdadera causa de su dolor. Adhémar se apresuró a asegurarle que nuestra peregrinación es su mejor esperanza de recuperar su puesto, pero Simeón no hacía más que darse toques en los ojos y asentir tristemente con gestos de la cabeza.
El día siguiente comenzaron algunas discusiones en serio, que adoptaron la siguiente línea.
Adhémar aseguró a Simeón que Jerusalén volvería a ser suya tan pronto como cayera en poder de nuestros ejércitos. Simeón puso objeciones y se restregó los ojos:
—He estado veinte años presidiendo una ciudad ocupada por extranjeros —dijo con su marcado acento—. Ése no es un estado feliz.
—Pero nosotros somos cristianos —le recordó Adhémar—, somos hermanos espirituales.
—Sois como los hijos pródigos que vuelven a casa a última hora —replicó Simeón—. Y al igual que el hijo pródigo del Testamento, también esperáis ocupar el primer puesto, ¿no es verdad?
Adhémar no pudo por menos que decir:
—Es lo que quería Nuestro Señor.
Simeón sonrió débilmente.
—Sí, pero no tomó esta decisión hasta después de prometer comida al hijo pródigo. Tú no tienes esta promesa.
Precisamente aquél era el punto que queríamos dilucidar, Adhémar había caído en la trampa tendida por el griego.
—Es verdad —admitió lentamente—, nosotros necesitamos comida y tú necesitas recuperar tu puesto.
—Entonces el procedimiento está claro —replicó el patriarca—. Tú comerás y yo gobernaré.
Adhémar asintió.
—Así tiene que ser, pero si nosotros no comemos, tú no puedes gobernar. O sea que tu trono depende de nuestra barriga. El trato es equitativo.
El patriarca levantó un dedo cargado de anillos.
—Eso si tomas Jerusalén —dijo—. De los treinta mil hombres con los que saliste de Constantinopla, sólo te quedan catorce mil, tres mil jinetes y once mil infantes, sin comida suficiente para forzar el sitio de Antioquía y sin los suficientes caballos, armas o máquinas para tomar Jerusalén.
Quedamos todos atónitos al ver lo enterado que estaba de nuestra situación, ya que sus cifras eran prácticamente exactas. Los griegos no son muy eficaces en las batallas, pero sí muy astutos como espías.
El obispo Adhémar, que había procurado refrenarse, ahora habló con energía.
—No puedes llegar a imaginar los milagros que han hecho nuestros hombres… —empezó a decir.
Simeón volvió a levantar la mano.
—Tu orgullo está justificado —dijo—, pero no sirve de nada. Recuerda que soy el vicario de la capital de Dios en la Tierra. Ni la letrina de Roma, ni siquiera la fortaleza de Constantinopla pueden compararse con lo que tengo en las manos. Soy el obispo de Jerusalén: el ombligo del mundo, el escabel del Todopoderoso, la morada de las almas de toda la humanidad.
Adhémar trató de interrumpirlo, pero el patriarca Simeón se irguió y su voz tembló al proseguir.
—El incienso que exhalo y tú respiras sale de las mismas fosas nasales de Dios. Las alhajas que ves brillar en mis dedos son destellos de Sus ojos. Mis palabras son el eco de Su voz, articuladas con voz débil y baja de tono, lo reconozco, pero todo mi cuerpo es la cuerda vocal de Su garganta. ¿Crees que yo podría tolerar que vuestros sucios pies pisoteasen el destino de Dios? Él dio Jerusalén a nuestra Iglesia, no a la vuestra. Vuestra Iglesia, dondequiera que esté, se encuentra en el exilio; vuestro Papa, quienquiera que sea, es un intruso en la Tierra Santa de Dios.
Adhémar ya no pudo continuar refrenándose.
—Te excedes en tus funciones —dijo.
Pero Simeón volvió a interrumpirlo.
—No, quien se excede eres tú —replicó—. Por eso os estáis muriendo de hambre, por eso tus hombres putañean, roban y se pelean entre sí por simples bagatelas y menudencias. ¿No piensas que las malandanzas de tus ejércitos han repercutido hasta en los rincones más apartados de la tierra de Dios? ¿No piensas que los ciudadanos de Dios tiemblan ante la llegada de la chusma que te acompaña? Hemos favorecido a los turcos en su paganismo, pero ¿cómo van a sobrevivir los siervos de Dios a cristianos como tú?
No era un inicio de negociaciones demasiado prometedor. Nos separamos indignados y seguimos al obispo Adhémar, que apartó a un lado sus ropajes, rozando casi al hacerlo el rostro de Simeón. Aquella noche Raimundo, mi señor, me llamó a sus estancias destinadas a cancillería.
—¿Qué te ha parecido? —me preguntó.
Le dije que me parecía que había mucho de verdad en las palabras de Simeón. Adhémar no tenía ninguna intención de mantener su promesa de devolver la autoridad al patriarca.
—Por esto nuestras discusiones tendrán fruto —dijo mi señor Raimundo—. Simeón sabe lo que vale y conoce a los obispos latinos. Antes de que nosotros llegáramos, ya estaba decidido todo salvo este punto. Nuestro anfitrión no tiene intención alguna de volver a un trono vacío.
Le pregunté si se refería a que Simeón exigiría una garantía escrita.
—No —replicó Raimundo, mi señor—. El sabe lo que hizo Bohemundo con su juramento. Sabe todo lo que hemos hecho desde que llegamos a Oriente. Nos tiene tomada la medida. Pedirá algo más, algo más sutil y que no podremos negarle.
Le pregunté qué podía ser y Raimundo negó con su cabeza de plata.
—No lo veo muy claro —replicó—, pero la referencia a nuestro número me da la clave. Cuando un obispo habla de soldados se refiere a almas. Simeón aspira a tener poder sobre nuestras almas. Es el arma del obispo.
Era verdad, ya que precisamente esta arma era la que Adhémar había esgrimido conmigo. Temía que pudiésemos pagar cara aquella comida que nos proporcionaría.
Esta mañana nos hemos enterado de las condiciones de Simeón. Nos ha llamado a su palacio para informarnos de que estaba preparando un barco para devolvernos a Antioquía. Adhémar pareció sorprendido, aunque no por ello le faltó osadía y preguntó a bocajarro qué había decidido el patriarca.
—Tenéis que hacer un llamamiento a Roma pidiendo refuerzos —respondió Simeón.
Adhémar admitió que tenía razón. Simeón se dio unos toques en los ojos para secárselos.
—Me interesa el lenguaje de este llamamiento, ya que servirá para que mi sede se vea poblada por más tropas extranjeras.
Retuvimos el aliento esperando que continuase. Por el rabillo del ojo veía la sonrisa de Raimundo, mi señor.
—¿En nombre de quién se hará el llamamiento? —inquirió el patriarca.
—En nombre del obispo de Roma —contestó Adhémar.
—Lo veo difícil —dijo Simeón—. Un llamamiento hecho a extranjeros por extranjeros no tiene fuerza espiritual en este país. La autoridad que tenéis ahora deriva del llamamiento de nuestro emperador a vuestro Papa. Como el emperador no quiere más soldados vuestros en sus dominios, de ahí se desprende que el llamamiento sólo puede venir de mí. Vuestros soldados estarán bajo mi protección espiritual.
Era lo que había vaticinado Raimundo, mi señor. Simeón quería ser reconocido como fuente de legitimidad por nuestra expedición. Desde este punto de vista, él (no Adhémar ni Urbano) sería el líder espiritual de la peregrinación.
Adhémar fue pillado por sorpresa, se encontró sin palabras, y debo decir que disfruté del espectáculo. Por una vez, el obispo sofista había encontrado un contrincante de su nivel. Comida a cambio de almas, éste era el trato del patriarca. Adhémar se quedó mirándolo unos momentos.
—¿Cómo se redactaría este llamamiento? —preguntó Adhémar por fin.
Simeón adelantó una mano y un monje joven le tendió un rollo de papel que él entregó a Adhémar. Advertí que estaba escrito en latín y en griego. Adhémar le echó un vistazo.
—Es un llamamiento apostólico —dijo mirando por encima del papel—, sólo a tu nombre.
—Yo soy el único apóstol de Cristo que hay en Su ciudad —replicó Simeón.
—¿Apóstol? —repitió, incrédulo, Adhémar—. Ni siquiera el Santo Padre se atreve a arrogarse ese nombre.
—No, y hace bien —contestó Simeón.
Hasta muy entrada la noche no cedió Adhémar a las pretensiones de Simeón. El llamamiento de refuerzos será proclamado a todo el mundo en nombre del patriarca de Jerusalén. Él será el único que tendrá poder para excomulgar a los miembros de nuestra peregrinación que rehuyan sus deberes o deserten de la expedición. Sólo él tendrá autoridad para disponer de nuestras tropas y nuestras conquistas de acuerdo con el emperador. Sólo él tendrá autoridad espiritual sobre Jerusalén.
A cambio, nosotros dispondremos de todas las provisiones que Chipre pueda proporcionarnos. Bien seguro estoy de que al obispo de Le Puy le sabrán muy amargos todos los bocados.
6 de febrero
La semana que siguió a nuestro regreso de Chipre estuvo pletórica de acontecimientos. Debo relatar en primer lugar una conversación que tuvo lugar antes de nuestra partida.
Se había decidido que dejaríamos al conde Roberto de Flandes bajo los cuidados de los monjes griegos hasta que se recuperase de sus heridas, por lo que mi señor Raimundo, el conde Godofredo y yo lo fuimos a ver al asilo[79] para despedirnos. El conde Roberto se mostró estoico, aunque muy abatido. Siempre lo había considerado un hombre bien parecido, corpulento, rubio y de cara llena. Ahora no era más que una sombra, estaba tan flaco que daba grima mirarlo, aparte de que llevaba un ojo tapado con un parche y tenía un hombro espantosamente dislocado.
Hicimos todo cuanto pudimos para animarlo y, en un momento de la conversación, Godofredo puso su pecho al descubierto para mostrarle las cicatrices dejadas por las heridas infectadas que habían estado a punto de causarle la muerte.
—¡Mira, es un mapa del Aude! —declaró—, lo juro por Dios.
Todos nos echamos a reír. Godofredo simuló ofenderse y fue señalando una por una las cicatrices de bordes aserrados.
—Esto es el Aude, esto es el Sena y que me den por culo si esto no es el Yonne.
El conde Roberto rió con nosotros mientras el conde Godofredo, apartando los cabellos de la frente de Roberto, se inclinaba para besarlo. Me di cuenta de que Godofredo se encogía de dolor al hacerlo. Mi señor Raimundo y yo lo imitamos.
Sin embargo, como ya nos íbamos, Roberto se irguió de pronto con esfuerzo y cogió a Godofredo de la mano.
—Bohemundo nos ha traicionado —dijo. Nos paramos y lo miramos fijamente. No sabíamos si dar crédito a sus palabras, pero Roberto insistió:
—Se ha aprovechado de nosotros para engañar a los turcos… dijo que atacaría tan pronto como nos comprometiéramos en la lucha. En lugar de ello ha esperado hasta que hemos estado rodeados y los turcos han comprometido sus reservas. Sólo entonces atacó. En aquel momento la mitad de mis hombres ya habían desaparecido. Si hubiera durado una hora más no habría quedado ni rastro de nosotros. Ha conseguido su victoria a nuestras expensas.
Se recostó empapado en sudor y dirigió su mirada al techo. Estaba cubierto de telarañas, que caían hasta los postes de la cama. Me dispuse a desembarazarlo de ellas.
—No —dijo el conde Roberto—. Así me refrescarán la memoria.
Hasta que llegamos al puerto de Antioquía nadie pronunció palabra. Godofredo miraba fijamente aquellas macizas paredes parduscas, tiznadas con el humo de nuestras fogatas y la cremación de los cadáveres.
—Bohemundo tiene fuego en el culo —farfulló— y ya le está quemando los adentros.
Se volvió hacia nosotros.
—Un hombre así… —dijo, pero no terminó la frase.
No era necesario.
El obispo Adhémar anunció al ejército el buen resultado conseguido en lo referente a provisiones, lo que sirvió para animar a los hombres. Sin embargo, no tardó en sulfurarse al saber que, en nuestra ausencia, Pedro el Ermitaño había desertado junto con la mayoría de sus hombres. Adhémar despachó inmediatamente a cincuenta jinetes germanos para que lo apresaran y lo trasladaran de nuevo al campamento. Lo hicieron sin lucha alguna, si bien Pedro sufrió en sus carnes los malos tratos de los germanos. Cuando lo trajeron delante de nosotros, desnudo de cintura para abajo, tenía los muslos y las nalgas lívidos por los golpes asestados con las hojas de las espadas.
Adhémar se quedó mirándolo severamente y con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Y después dicen que eres un santo… —le espetó.
Pedro levantó los ojos hacia él, los largos cabellos enmarañados en húmedas hebras sobre la cara, las muñecas atadas delante de él. Por un momento me pareció que tenía todo el aire de un Cristo doliente. Comenzó a sollozar y, seguidamente, a llorar histéricamente. Adhémar lo abofeteó y todos quedamos estupefactos.
—Merecerías que te colgasen —dijo—. Te figurabas que usurparías la expedición del Santo Padre. Te figurabas que te preparabas un nombre para llevarlo al cielo. Pues bien, nosotros hemos visto los cadáveres de los peregrinos en el valle de Nicea, hemos visto los huesos de las mujeres y niños que tú mandabas. Y ahora que nos has abandonado, ¿qué esperas, qué haces aquí delante de nosotros, llorando y esperando perdón?
Pedro se secó los ojos con la raída manga de la túnica. Se sorbió los mocos e hizo un esfuerzo por ponerse en pie.
—No pido nada —dijo con voz aguda y clara—, lo único que te ruego es que me permitas volver a mi casa.
Al oír aquellas palabras un caballero germano le dio un golpe detrás de la cabeza. Pedro se tambaleó pero se las arregló para recuperar el equilibrio.
Adhémar clavó en él los ojos.
—¿No quieres el perdón? —le dijo.
Pedro lo miró.
—¿Qué perdón necesito? —replicó—. A mí me han santificado los demás, no yo. Yo he obrado como un hombre. ¿Acaso tienen que perdonarme por esto?
Adhémar pareció confundido.
—¿Y qué me dices de Dios? —preguntó.
Pedro lo miró como si aquella pregunta fuera una estupidez.
—El que perdona es Dios. Y esto es lo único que importa. Si te he ofendido de alguna manera, buscaré que me perdone Dios, no tú. Mi alma está en sus manos, no en las tuyas.
El obispo Adhémar, entonces, se volvió a mirarme con un aire de sorpresa en los ojos. Entre nosotros circulaban las palabras, aunque no a través de nuestros labios. Me había arrancado el perdón, pero yo no tenía poder para liberarlo de su culpa. Pareció que el hecho de comprenderlo lo impresionase y por un momento aparentó no saber muy bien dónde estaba. No pude por menos de sonreír.
Adhémar se sosegó, se volvió de nuevo hacia Pedro y trazó la señal de la cruz sobre él al tiempo que decía:
—Pasarás tres días con sus noches en la colina que se levanta sobre la puerta de Hierro. Si los turcos no te matan, tampoco lo haré yo.
Los jinetes germanos lo acompañaron.
Detuve a Adhémar cuando ya se iba.
—El perdón es un don sagrado —dije—, aunque no el perdón que conceden los hombres sino el que concede Dios.
—Das demasiado crédito a la teología del Ermitaño —me respondió.
—Y tú muy poco al propio —repuse—. ¿Cómo es posible que, en todos aquellos años en que te consumías en tu pecado contra mi familia, no buscases nunca la paz en Dios? ¿De veras sólo esperabas mi perdón?
Adhémar iba a dejarme sin hacerme caso, pero lo agarré por el brazo y lo retuve.
—¿Saboreaste tus pecados en todos aquellos años? ¿Te regocijaste en ellos, reconfortado sabiendo que estabas condenado?
Me miró fijamente mientras yo continuaba.
—Pues bien, ya te has liberado de mí, ya no tienes más excusas para tus pecados. Y yo me he liberado de ti. Ahora todo queda entre nosotros y Dios. Y así es como debe ser una peregrinación, ¿no te parece?
Adhémar se desasió y se arregló la capa.
—Duque Roger —replicó—, tenías que haber sido obispo.
Aquellas palabras suyas me desconcertaron, pero ahora que las escribo me doy cuenta de que son el mejor cumplido que podía hacerme.
Es tarde y tendría que ir a ver a mis hombres. Mañana llegan los primeros barcos de Chipre. Así pues, para celebrar que ha terminado el hambre para nosotros, esta noche vamos a acabar todas las provisiones que nos quedan. Aunque no será un festín, lo pasaremos bien. Mañana contaré más cosas.
7 de febrero
Voy a terminar la entrada de anoche.
La noche de nuestro regreso de Chipre, el general griego Tatikios convocó un consejo de nuestros capitanes y anunció que abandonaba el ejército con destino a Constantinopla. Dijo que no abrigaba la menor duda con respecto a que intentaríamos un asalto con la llegada de la primavera y que, por consiguiente, era preciso ocuparse del transporte de toda la maquinaria del asedio. Sus palabras fueron acogidas con desaliento y desconfianza. Bohemundo, que no asistió a la reunión, ha hecho circular por el campamento que Tatikios se figura que estamos derrotados y no es posible tomar Antioquía. Cuando el conde Godofredo expuso esto al griego, a éste le costó negarlo.
—Hasta ahora no has tenido más que victorias —dijo—, no dudo de ti. Espero tus provisiones.
Todos respondimos que el emperador no había hecho nada en este aspecto durante el invierno. Tatikios se excusó en su nombre; todo se arreglaría apenas llegase a Constantinopla. Insistimos en que dejase a su cuerpo de oficiales como rehenes y él aceptó de mala gana.
Ahora que se ha marchado circulan varios rumores por el campamento. Dicen que el emperador ha hecho un pacto con los turcos con el fin de destruirnos y que Tatikios volverá con el ejército griego. Otros dicen que Alejo cree que estamos planeando asesinarlo y que Tatikios ha ido a advertírselo. Otros aseguran que se acerca un ejército turco desde el este y que Tatikios ha huido por miedo. Se ha producido tal frenesí que se ha convocado un segundo consejo. Esta vez, para nuestra sorpresa, asistió el conde Bohemundo.
—¿Quieres saber la verdad? —dijo—. Pues la verdad es ésta: Alejo nos ha abandonado. Cree que estamos acabados, anima a los turcos a que nos ataquen. Espera así conservar lo que ha conseguido gracias a nosotros, aunque esto signifique sacrificar Antioquía y Jerusalén. Y sacrificarnos también a nosotros, por supuesto.
El conde Godofredo lo miró de reojo.
—¿Y tú lo crees? —preguntó.
—Lo sé —replicó Bohemundo, arrojando los guantes.
Me pareció que su confianza rayaba en regocijo.
—Conozco a gente en la ciudad. Me han dicho que ya ha llegado la palabra. Cuando aparezca la columna de Damasco, abrirán las puertas de par en par y nos atraparán entre ellas. No habrá escapatoria, ya que los griegos tienen intención de cerrar el puerto de San Simeón.
—Tatikios nos ha dado palabra —dijo Godofredo.
—Tatikios es griego —le espetó Bohemundo— y, antes que esto, turco. O sea que tómate su palabra en lo que vale.
Godofredo lo miró.
—¿Vale tanto como la promesa que hiciste a Roberto de Flandes? —preguntó.
Se produjo un silencio. Bohemundo miró fijamente a Godofredo y después a mi señor Raimundo.
—Tú no estabas allí —dijo lentamente—, no sabes lo que se necesitaba.
—Sé lo que se necesita ahora —replicó Raimundo, mi señor—. Debemos prepararnos para un asalto lo más temprano posible.
Bohemundo se echó a reír.
—Entonces te deseo buena suerte, porque yo me vuelvo a casa.
Aquellas palabras nos cogieron por sorpresa. Varios hombres hablaron al momento, pero Bohemundo los hizo callar con un movimiento de la mano.
—Soy rey —dijo—, y si un rey se aleja de su país corre un riesgo. No soy hombre ilustrado, pero sé algo de historia y ya llevo conocidos a bastantes sinvergüenzas para saber que es así. Vosotros, hombres corrientes, podríais perder una finca o una propiedad, pero yo puedo perder Sicilia que, aunque huela a ajo y mujeres sucias, me tiene el corazón robado. Hace dos años que me fui del país. ¡Sabe Dios qué encontraré cuando vuelva!
Adhémar le recordó su juramento.
—Recuérdale el suyo al emperador Alejo —fue la respuesta de Bohemundo—. En lo que a mí toca, los juramentos no valen nada.
Volvió a producirse otra conmoción. Mi señor Raimundo tomó la palabra.
—Bohemundo de Tarento —dijo—, hace veinte años que nos conocemos. Yo a ti te conozco bien: abusaste de nuestro amigo Roberto, has hecho circular rumores por el campamento en relación con los griegos, has amenazado con marcharte…
—Y lo haré —lo interrumpió Bohemundo.
—No lo has hecho por maldad —continuó Raimundo, mi señor—, sino con un propósito. Dime ahora, de hombre a hombre, qué te propones.
Bohemundo nos miró largo rato.
—Quiero Antioquía —replicó.
—¡Qué Dios te maldiga! —dijo Adhémar.
—¡Y a ti que te dé por culo, obispo! —repuso Bohemundo.
Adhémar tendió la mano para alcanzar la espada, pero Godofredo lo detuvo.
—Bohemundo se ha mostrado claro con nosotros —dijo—, seamos claros, pues, con él. Si conseguimos entrar en Antioquía, estará en las espaldas de los soldados de una docena de países. La ciudad no pertenece a un solo hombre.
—Ahora sólo hace falta que me digas que pertenece a Dios —se mofó Bohemundo.
—¿Tú rezas? —preguntó Godofredo.
La pregunta lo cogió desprevenido.
—Cuando estas heridas me quemaban el pecho como un fuego del infierno —prosiguió Godofredo—, recé a Dios y le prometí que todo lo que conquistase sería suyo si me concedía la merced de ver una vez más a mi mujer y mi familia. Dios me dijo que sí —meneó la cabeza— y yo ahora no puedo decirle que no.
Bohemundo miró todo aquel círculo de rostros que tenía alrededor, iluminados ahora por la luz del fuego. Todos estábamos en silencio. Asintió mientras se quitaba los guantes.
—Entonces yo me quedo fuera —dijo.
El día siguiente no ocurrió nada. Todos observábamos el campamento de Bohemundo esperando que se evidenciasen señales de que su ejército partía, pero no las hubo. Era como si el conde esperase a que cambiásemos de parecer. Pero nosotros no cambiamos de parecer. Así pues, el día siguiente por la mañana se arriaron los gallardetes y sus soldados comenzaron a cargar los carros. Todos lo observábamos en silencio, ya que todos sabían que aquello significaba el final de nuestra peregrinación.
En medio de todos estos tejemanejes llegó el mensajero.
Sería difícil imaginar a un hombre más cubierto de sangre que aquél. Era imposible distinguir sus rasgos y llevaba la túnica empapada desde los hombros a las rodillas. Tanto la silla de montar como los flancos del caballo estaban cubiertos de sangre y, al irrumpir a caballo en nuestro campamento, lo primero que hizo fue llevarse una mano a la frente en señal de desesperación.
Intentamos ayudarlo a apearse del caballo, pero se negó. Con voz jadeante explicó que los turcos se habían trasladado masivamente a Harenc, nuestra avanzadilla en el camino hacia Alepo. Los que componían la guarnición habían sido pasados por las armas y los turcos se disponían a marchar sobre Antioquía. Una vez comunicado su mensaje, se apartó la mano de la frente y toda la piel de la cara se le desprendió como una tela mojada. Le habían abierto la cara de oreja a oreja y de pronto le quedó totalmente al descubierto el cráneo rosado. Se desplomó de la silla de montar y cayó en nuestros brazos. No llegué a saber su nombre, pero debo decir que era tan valiente como el soldado más valiente de nuestros ejércitos.
Raimundo, mi señor, convocó un urgente consejo en el pabellón de Adhémar. Las noticias no eran buenas. De los dos mil caballeros que nos quedaban, sólo quinientos disponían de caballo. Y de nuestros siete mil infantes, apenas había tres mil en condiciones de guerrear. Comenzaron a circular órdenes apremiantes en todas direcciones y hubo quien se mostró partidario de un asalto inmediato a la ciudad. Otros insistieron en que nos retirásemos al otro lado del río en dirección a Armenia. Raimundo, mi señor, favoreció un ataque a Harenc, aunque dejó una guarnición en Antioquía para resguardar nuestra posición.
—Sin Bohemundo no contamos con hombres suficientes —dijo el obispo Adhémar—, no podemos tener la osadía de intentarlo.
—Sí los tenéis —dijo una voz desde la entrada.
Nos volvimos. Era Bohemundo, ataviado con indumentaria de batalla.
—Raimundo tiene razón. Cogeremos todos los jinetes y la infantería de que dispongamos y nos trasladaremos a Harenc. Los demás se quedarán aquí… todos los que se tengan en pie y los jinetes sin montura. Bloquearemos los puentes y los acorralaremos dentro de la ciudad. Entretanto sorprenderemos a los turcos en la marcha.
No se dijo una palabra más. Volvimos todos a nuestros pabellones. Esta noche nos disponemos a salir para estar preparados antes del alba.
10 de febrero
Hace dos días que terminó la batalla, pero yo me encontraba demasiado débil para escribir. Lo intentaré ahora, aunque quiero ser breve.
Dejamos el campamento con unos setecientos jinetes y mil de nuestros mejores infantes y emprendimos una marcha forzada a través del puente de botes hasta la orilla del lago de Antioquía. Allí, entre el río y el lago, esperamos a los turcos, con los caballos llevando el bozal puesto, los cascos cubiertos con arpillera y nuestros hombres en el más absoluto silencio. Los caballeros estaban delante formando tres hileras, con nuestra frágil línea de infantería detrás. Aguantamos el frío de la noche y después, poco antes de la salida del sol, oímos los cascos de sus caballos.
Venían, tal como esperábamos, rodeando la orilla occidental del lago en dirección a la puerta de Hierro, por donde esperaban entrar secretamente en la ciudad. Con este fin, debían pasar a través de nuestra línea frontal. Esperamos a que el cuerpo principal llegara hasta nosotros y acto seguido los normandos y los germanos pasaron al ataque.
Con gritos salvajes se abalanzaron sobre los arqueros turcos, sembrando el pánico a causa de la luz difusa y provocando la confusión entre ellos. Pero nuestros hombres llegaban escasamente a un centenar y pronto hubieron de retirarse, seguidos de cerca por la caballería turca. Era nuestro plan. Los normandos y los germanos se lanzaron a la estrecha llanura entre el río y el lago, donde esperaba nuestro principal contingente. Incapaces de maniobrar ni de bordear nuestros flancos, los turcos se lanzaron directamente hacia nosotros. Resistimos hasta que cayeron completamente en la trampa y entonces volvimos a atacarlos con todas nuestras fuerzas.
Estaban abrumados. Nuestra carga embistió de frente y los hizo vacilar y retroceder. El efecto sobre los que se encontraban detrás fue devastador y los empujó a través de la llanura, haciendo que se pisoteasen unos a otros y atropellasen a los arqueros, que ya no pudieron reorganizarse. Los ahuyentamos como si fueran aves de caza y, de hecho, muchos trataron de escapar a través del río y el lago y se ahogaron.
El príncipe Hugo de Vermandois, que se había ofrecido voluntariamente a capitanear la infantería por la retaguardia, ahora se adelantó para acabar con los rezagados. Fueron pasados sistemáticamente por las armas hasta que mi señor Raimundo retrocedió e impidió más matanzas. Ordenó al príncipe Hugo que rodeara a los cautivos y asegurara el campo de batalla. El príncipe respondió que él obedecía ruegos, no órdenes. Mi señor Raimundo, que estaba sin resuello y empapado de sudor y mugre, repitió sus instrucciones con la cortesía más forzada que le había oído en mi vida. El hermano del rey estaba satisfecho.
El frente había sido tan estrecho que tuve dificultades para acabar con los turcos. Pero como todavía me sentía fresco, me ofrecí a capitanear una columna hacia Harenc con el fin de apresar allí a la guarnición. Mi señor Raimundo estuvo de acuerdo y no tardé en rodear a los cincuenta caballeros que estaban más a mi alcance y en situarme al frente de la columna principal.
Harenc es una antigua fortaleza que se levanta en la cumbre de una colina y está rodeada por un puñado de chozas destartaladas. Yo no quería dejar tiempo a los turcos para que dispusieran las defensas, por lo que ordené una carga a través de la población. Al lanzarse al galope entre las cabañas, nuestros hombres se dispersaron y ya estaba volviéndolos a reorganizar cuando noté de pronto un súbito pinchazo en el muslo. Al bajar la vista vi el asta de una flecha que me asomaba a través de la sobreveste. De una manera u otra, había encontrado un resquicio en la malla y casi me había atravesado la pierna.
Esperaba sentir dolor pero, al no producirse, pedí a los demás que cargaran colina arriba hasta la fortaleza. Estaba en muy mal estado, con muchos boquetes en la piedra sucia de humo, y conseguimos meternos dentro antes de que los turcos pudieran huir. Se rindieron casi de inmediato.
Tan sólo después de poner a los prisioneros bajo custodia me tomé el tiempo necesario para ocuparme de la herida. Durante la carga realizada montaña arriba o en la breve lucha que se desarrolló en la fortaleza el asta de la flecha se rompió y dejó únicamente al exterior un palo astillado. Dos de mis compañeros me ayudaron a apearme de Fatana y me condujeron a un aposento que daba al patio. Por su aspecto parecía una especie de almacén, ya que había en él sacos por todas partes, cubiertos de sabandijas y de enormes y escurridizas cucarachas.
Delante de mí, un anglo barbudo gesticulaba y decía algo referente a mis sobrecalzas. Tardé un momento en comprender lo que me decía. Me desabroché los tirantes y me los saqué con cuidado. Notaba una especie de mareo y me reía en contra de mi voluntad, ya que veía perfectamente la punta de la flecha hundida en la pierna y que me presionaba la carne debajo mismo de la ingle.
Intenté asir con los dedos el palo roto del asta, pero era tan corto que sobresalía apenas. De pronto noté que el mareo iba en aumento y temí desmayarme, ya que el ardor de la batalla había amainado y yo ya estaba notando los primeros alfilerazos de dolor.
Había varios hombres de pie en la entrada del almacén y les pedí que se fueran, pero al parecer no entendieron una sola palabra y me miraron con aire estúpido. Todos eran anglos, lo que me hizo preguntar por qué estaba rodeado de extranjeros.
El barbudo pidió a sus compañeros que me sujetaran y, sin atender a mis protestas, me agarraron por los hombros. Entonces él se arrodilló a mi lado y, presionando con los pulgares a ambos lados del asta, la agarró entre los dientes y tiró de ella hacia arriba. Lancé un grito. Volvió a tirar de ella y yo clavé los dientes en la manga del plaquín. El asta iba saliendo poco a poco, aunque con más lentitud que la soportable.
Le grité que me la arrancara de una vez e intenté liberarme los brazos para proceder a hacerlo yo mismo.
Notaba la punta de la flecha, cortante y abriéndome las carnes a través de la pierna. Por fin llegó a la piel y, de un brusco tirón, el anglo la arrancó.
—Voici, voici! —me gritó mientras sostenía aquella cosa ante mis ojos.
Los demás me dieron unas palmadas en la espalda. El anglo entonces me ató el muslo con un trozo de arpillera y sus compañeros me ayudaron a salir.
Los jinetes anglos estaban haciendo una matanza de turcos. Les grité que pararan de una vez, pero al parecer nadie me entendía. Siguieron con igual indiferencia de quien está limpiando pescado. Seguramente habría conseguido pararlos, pero en ese momento me desmayé.
Cuando desperté el cielo estaba estrellado. Notaba fiebre, pero la fresca brisa nocturna me animó. Estaba tumbado en un bastión de la fortaleza, cubierto con una manta áspera, y me notaba la pierna pesada y palpitante. Abajo, el patio estaba cubierto de cadáveres, entre los que había unas cuantas mujeres que habían acompañado a los turcos hasta Harenc y que eran violadas por los soldados anglos, formados en una ordenada cola esperando el turno.
Sentí una repugnancia espantosa, pero no podía hacer nada. Me tumbé impotente y exhausto al oír los gemidos de las mujeres. Eran gritos parecidos a los de las ovejas que conducen al matadero o al rumor del viento en el desierto más allá de Nicea, un sonido dolorido, hueco. Justo en ese momento se acercó el jinete anglo. Se quedó delante de mí, un ser sombrío que llevaba en la mano un trozo de hierro que, según pude ver, estaba al rojo blanco. Hizo unos movimientos con la cabeza y sus compañeros me sujetaron por los hombros. El anglo bajó el hierro y hurgó en la herida. Lancé un grito, pero él siguió apretando el hierro, moviéndolo lentamente arriba y abajo hasta que alcanzó la cara interna. Entonces, mientras yo seguía aullando y llorando, lo sacó. Uno de sus compañeros le dio entonces otro hierro y, justo antes de desmayarme, todavía le dirigí una mirada de horror.
20 de febrero
Puedo caminar con ayuda de una muleta que me ha hecho Mansur. Apenas me fue posible, fui al campamento de los anglos para hablar con su jefe. No sabía su nombre y tuve que preguntar a varios hombres para enterarme de que se llama Osberto de Ipswich. Pedí que me llevaran ante su presencia, pero nadie sabía dónde estaba.
Al final encontré un jinete que había estado conmigo en Harenc, uno de los que me sujetaban cuando me extrajeron la flecha, y accedió a conducirme ante él. El campamento anglo, aunque muy bien organizado, es complicado y está compuesto de una serie de allées serpenteantes y de ingeniosos pozos en los que se esconden las provisiones, por lo que si un desconocido no dispusiera de guía podría fácilmente perderse. Mientras lo recorría renqueante comprendí que la intención de su trazado era precisamente ésta.
Mi compañero me condujo a un refugio muy rudimentario pero de trazado irregular, con mayor extensión debajo del suelo que sobre el mismo, y me dio a entender que tenía que esperar. Se dobló casi por la mitad, entró y, pasados unos minutos, volvió a salir seguido de un hombre extremadamente alto y delgado, de rostro enjuto y con escasos mechones de pelo en el cráneo. Era Osberto, el cacique de los anglos.
Me invitó a entrar hablando en una defectuosa langue d’oil, pero las condiciones de mi pierna hacían muy difícil la empresa, por no decir imposible. Le di las gracias y decliné el ofrecimiento, aparte de explicarle de la manera más sencilla posible que quería protestar acerca del comportamiento de sus hombres en Harenc.
—¿Te refieres a la matanza de turcos? —me preguntó.
—Y a las violaciones.
—¿Las violaciones? —repitió no sin cierta sorpresa—. ¿Acaso no se comportaron como es debido? ¿No hicieron cola y aguardaron turno?
Le dije que así había sido, pero que aquel hecho no cambiaba la situación ni en lo que a mí respectaba ni en lo que respectaba a las mujeres.
—¿Por qué? —dijo con voz altanera—. La diferencia está aquí precisamente. En Britania no somos animales, sabemos guardar las formas.
Me sentía demasiado débil para discutir. Me limité a pedirle que si yo, en un futuro, tenía alguna vez la satisfacción de poder mandar a sus hombres, los instruyese para que obedeciesen mis órdenes. No sin cierta inquina aseguró que me obedecerían siempre que entendiesen lo que les dijera. Le di las gracias y me fui.
La verdad es que los anglos pertenecen a una raza muy extraña. Tienen en común con nosotros lo que pueden tener los seres marinos. Demos gracias a Dios de que el mar separa nuestros pueblos.
4 de marzo
Nuestra situación mejora, al igual que el tiempo. La aniquilación de la columna de relevo ha reanimado a nuestros hombres y los barcos chipriotas atracan regularmente y traen provisiones. De Constantinopla ha llegado una flota de anglos que transporta la maquinaria de asedio prometida por Tatikios. Al parecer, juzgamos mal a los griegos. La comida no sobra, pero ya no padecemos hambre. Me duele muchísimo la pierna, que continúa hinchada. Mansur, con la atención que es propia de él, me da baños y masajes y todas las noches elimino una gran cantidad de pus.
No he vuelto a escribir poemas. ¡Qué extraño! Cuando vuelvo la vista atrás, me doy cuenta de que he escrito sobre amor, nostalgia y el orgullo que me inspiró Nicea. Aquí, en cambio, no hay nada de esto. Un asedio parece una muerte prolongada, es una situación tan aburrida y mecánica que uno pasa por todos los movimientos que suponen preservar la propia vida e infligir la muerte al enemigo sin apenas afectarse.
Cada mañana se ponen en marcha las máquinas y arrojan piedras y fuego griego a la ciudad siguiendo un ritmo monótono que persiste a lo largo de todo el día. Nuestros hombres han trasladado la rutina de sus pueblos a este lugar donde, en vez de ocuparse del negocio de vivir, se centran en el de morir. Se producen alarmas, como cuando los turcos atacan nuestros carros de suministros durante su recorrido desde el puerto o cuando realizan expediciones contra nuestros puestos avanzados a través de la puerta de Hierro. Después algunos se inquietan cuando los hombres se animan para ahuyentarlos. Siempre quedan cadáveres detrás y heridos a montones, sus gritos lastimeros no abandonan nunca el campamento.
Ante los muros pardos de Antioquía somos como hormigas obreras. ¡Cómo odio esos muros! Algunos de nosotros se ocupan de las máquinas, otros hacen de centinelas, otros se dedican al transporte de provisiones y, finalmente, otros reparan las armas. El lento flujo y reflujo de hombres sucios y alicaídos no para ni un momento, ni siquiera por la noche. Y todo el tiempo observamos las costumbres de nuestra gente: misa, confesión, oraciones de la mañana, oraciones de mediodía, oraciones de la noche, fiestas de los santos, días santos. Este asedio nos ha dejado reducidos al mínimo indispensable para vivir, pese a que de vez en cuando hay algún rayo de luz: un soldado que cuida un jardín, un caballero que organiza un certamen de fuerza, de esgrima o incluso de música.
Algunos soldados, ingeniosos hombres de Auvernia, han fabricado instrumentos musicales sirviéndose de desechos de maquinaria. Han confeccionado rabeles y violas, caramillos y mandolinas, y se han juntado para formar bandas y procurar entretenimiento. Ahora que ha cesado de llover y las tardes son bastante cálidas, suelen tocar para nosotros y he de reconocer que son bastante buenos.
Interpretan la estampie real[80] igual de bien que la he oído en Francia, y debo hacer constar la especial calidad del hombre que hace de contralto, un tipo alto y barbudo. Anoche cantó el Partí de Mal de forma tan conmovedora que muchos no pudimos contener las lágrimas, sobre todo al escuchar aquellas palabras: «He dejado el mal detrás de mí, me he inclinado hacia la bondad. Dios nos ha llamado en Su necesidad y no hay hombre digno que lo pueda decepcionar. Aquellos a quienes Dios permita volver se verán grandemente honrados. Aquel que ha amado fielmente debe mantener vivo el recuerdo de su amor allí donde vaya».
Estos momentos nos recuerdan mejor la naturaleza de nuestra expedición que los sermones de los curas. Hace tanto tiempo que estamos metidos en esta labor y hemos soportado tantas cosas que nos hemos convertido en hombres nuevos, quizá no mejores que cuando nos fuimos, pero seguramente diferentes. Y pienso que, hasta que volvamos a nuestras casas, ninguno de nosotros conocerá la verdadera naturaleza y profundidad de esta diferencia.
Estos días no pienso un solo momento en mi casa y ni siquiera la habría mencionado si Mansur, al venir a cuidar de mi pierna, no me hubiera preguntado si estaba escribiendo a mi familia. Le dije que no.
—¿No escribes nunca a tu mujer, effendi? —preguntó mientras retiraba la venda de la herida—. Los marineros anglos podrían llevarle tus cartas.
La pregunta me ofendió. Hace dos años que no escribo a mi mujer, pese a saber que otros hombres se las han arreglado para enviar cartas a sus casas. La única carta que he recibido de ella me sumió en la desesperación.
—Quién sabe… —respondí.
—¿Estás enfadado con ella?
La herida de la pierna estaba fresca, aunque cubierta de costras.
—¿Te duele, effendi? —preguntó Mansur al tiempo que alisaba la carne.
—No tanto como antes. Sí, estoy enfadado con mi mujer, pero nada más.
—Muy bien. Ya ves que no hay pus, sólo un poco de líquido claro, como el de las lágrimas. Esto es buena señal.
Le di las gracias por su solicitud y se dispuso a lavarme el muslo con una esponja suave mientras yo pensaba con calma en Juana por vez primera en muchas semanas.
—¿Me permites? —preguntó Mansur.
Volví de mi ensueño.
—Por supuesto —repliqué.
Me levanté la túnica y me lavó la ingle por encima de la herida. A excepción de las poluciones nocturnas que había tenido en aquellos días de borrachera vividos en el puerto, no había vuelto a experimentar ninguna erección. Sin embargo, cuando Mansur me pasó suavemente la esponja por la carne, sentí una vaga comezón.
Tal vez era porque hacía dos años que nadie me tocaba con ternura, dos años o más… No sentía la suavidad de unos dedos, las caricias del amor, hacía mucho tiempo que no me sentía hombre.
Involuntariamente, exhalé un suspiro y rendí la cabeza hacia atrás. Mansur prosiguió con su trabajo, como si no se hubiera apercibido de mi estado. ¿Qué podía saber una criatura como él del amor excelso? ¿Y qué podía saber de la culpa del amor que te atenaza a la tierra y te encadena con pasión a ella? ¿Qué sé yo del amor que no he sentido nunca salvo en las ingles?
He amado a Dios, verdad es, pero Dios es un sueño, un deseo, una exaltación. Se puede amar a Dios con el alma, pero la mente sigue prisionera del cuerpo y el cuerpo sigue esclavo de la lascivia. Así pues, mientras el alma es Dios y amor de Dios, el hombre se mantiene aparte, distante, solo entre el cielo y la tierra.
Las solicitudes de Mansur me provocan estos pensamientos. ¿Es posible que el hombre ame realmente a través de la carne? ¿Es posible que el alma se haga carne? ¿Es posible que uno pueda juntar la propia alma con el alma de otra persona? ¿O es que estamos condenados a languidecer en la prisión de nuestros cuerpos, arañando las paredes para hacer que entre a través de ellas la luz, escuchando las canciones invisibles que vienen de fuera?
—Estás triste, effendi —dijo Mansur.
Clavé la mirada en su rostro marchito, medio oculto debajo del turbante que llevaba enrollado en la cabeza.
—Estoy solo —repliqué.
Levantó los ojos y me miró de soslayo. Era raro que dejase que sus ojos encontrasen los míos. Después dijo:
—Con tu permiso.
Y seguidamente me bajó la túnica hasta las rodillas y se levantó con intención de marcharse.
—Mansur —le dije.
Se volvió apenas.
—Escribiré a mi esposa y tú llevarás la carta al capitán anglo.
Hizo una inclinación.
—Muy bien, effendi —dijo antes de salir.
6 de marzo
Mi señor Raimundo nos congregó para decirnos que los ataques de los turcos contra nuestras columnas de abastecimiento habían sido intolerables. Habían aprovechado todas las oportunidades para interceptar las caravanas del puerto, a veces en el curso de incursiones osadas a pleno día, a veces a traición, como cuando se disfrazaron con ropas de cautivos o incluso de monjes y degollaron a los marineros para hacerse con el cargamento. Debían de estar muñéndose de hambre en la ciudad para imaginar ese tipo de estratagemas.
En consecuencia, mi señor Raimundo ha ordenado que se construya una torre en la orilla del río a fin de vigilar el camino procedente de San Simeón. Ha ordenado, además, que se doblase la guardia que custodia el transporte y él en persona se encargará de mandar el escuadrón que acompañará al convoy que transporta la maquinaria para los sitios desde los barcos anglos. Si ésta se perdiera, nuestras esperanzas para el asalto de primavera se desvanecerán con ellas.
9 de marzo
Son tiempos terribles. La mañana que siguió a la última vez que escribí en mi diario, mi señor Raimundo salió en dirección al puerto con cuarenta caballeros a fin de recoger las máquinas para el sitio. El conde Bohemundo insistió en acompañarlo, supongo que por desconfianza, y se hizo acompañar por una veintena más de jinetes. A mediodía no se sabía nada de ellos, pero a la hora decimotercera llegó un mensajero al galope gritando que el convoy había sido atacado con gran número de soldados, se habían tomado las máquinas para el sitio y los caballeros Raimundo y Bohemundo habían perdido la vida.
Aquellas noticias me helaron el corazón. ¿O sea que mi señor había muerto? ¿Y también Bohemundo? Ordené a Mansur que me trajera a Fatana y, viendo que ponía objeciones, le golpeé en la cara. Se escabulló furtivamente y volvió con el caballo, pero no me inspiró piedad alguna, ya que todos mis pensamientos estaban centrados en mi señor Raimundo. Mansur me ayudó a montar. No me entretuve en ponerme la cota de malla, me limité a coger la espada y el escudo, cogí una lanza de un soporte que había allí cerca y me junté a los demás hombres que se dirigían al puerto.
La escena era horrible. A lo largo del camino había docenas de jinetes muertos y heridos. No nos paramos, sino que seguimos adelante hacia el lugar donde estaban los turcos trabajando con las máquinas en dirección a la puerta de San Jorge. Desde las murallas nos disparaban los arqueros, pero nosotros estábamos demasiado lejos y las flechas caían entre los suyos, lo que hacía que avanzaran más despacio.
Yo estaba enloquecido, fuera de mí. Galopé hacia ellos, dejando rezagados a los demás jinetes. Los turcos nos vieron llegar, soltaron las máquinas y se volvieron para luchar contra nosotros. Algunos iban armados con lanzas, pero la mayoría llevaban espadas cortas. Yo me abalancé sobre el que tenía más cerca y, bajando la lanza, lo atravesé. El asta se rompió cuando el hombre se desplomó en tierra. La dejé y me abrí paso entre los turcos.
—¡Las máquinas! —vociferó alguien—. ¡Salvad las máquinas!
Pero a mí no me importaban las máquinas. Me lancé contra un turco y con la espada le desgarré la mejilla. Atrapé a otro debajo de la barbilla y le sajé la garganta. En la pierna me rebotó una lanza y, al volverme, vi al hombre preparándose para volver a acometerme. Quise darle un puntapié y sentí un terrible dolor en la pierna. Entonces bajé del caballo y lo pisoteé.
Ahora ya se habían incorporado a la lucha varios centenares de jinetes, pero la ciudad vomitaba turcos que acudían a ayudar a los incursores, mientras los arqueros se lanzaban contra nosotros desde las murallas. El conde Godofredo ya se había levantado y se disponía a apoderarse del puente e impedir que lo cruzaran más turcos. Era una lucha encarnizada y encendida, pero a mí me movía la furia. Yo no luchaba bien sino a ciegas y quería matar al mayor número de turcos. Tenía la impresión de que ellos habían asesinado a mi padre y por eso quería matarlos.
Los turcos se acercaban a la puerta y grité a los demás que les cortasen el paso. Dimos un rodeo tras ellos y nos lanzamos al camino para cerrarles la marcha. En aquel momento ya habíamos formado un círculo completo en torno a los incursores y les habíamos cortado el acceso a los refuerzos. Estaban atrapados contra las máquinas que querían robar y nosotros los íbamos empujando cada vez más dentro del círculo. Sentí la embriagadora perspectiva de una matanza.
Después oí gritos en la retaguardia y, al volverme, contemplé un milagro. Mi señor Raimundo se acercaba a galope tendido al frente de un puñado de jinetes. Llevaba la cabeza desnuda, la blanca cabellera le ondeaba al viento y tenía a su lado al conde Bohemundo, que vociferaba y sacaba espuma por la boca. Se precipitaron a nuestro lado y una hora después todos los turcos del campo estaban muertos.
Me acerqué a Raimundo, feliz pero exhausto. Frunció el ceño.
—Roger, ¿qué haces a caballo? —me saludó.
Le dije que me figuraba que estaba muerto.
—Razón de más para ahorrarte el caballo —dijo.
Volvimos juntos al campamento e inmediatamente se enviaron partidas a buscar las máquinas. Habíamos perdido más de cien jinetes, pero los turcos que quedaban en el campo de batalla, entre muertos y heridos que no tardarían en morir, alcanzaban una cifra de mil trescientos.
Mi señor Raimundo me ayudó a llegar a la tienda, donde Mansur se hizo cargo de mí. Tenía nuevamente la herida abierta y Mansur me la cuidó como una mujer, manifestando que yo había estropeado todo el buen trabajo que antes había hecho. Pero a mí aquello me importaba muy poco.
—¿No has visto? —le dije señalándolo con el dedo—, mi señor Raimundo está vivo. Ha regresado de entre los muertos. Ya no estamos huérfanos.
Mansur me ayudó a entrar en la tienda y a tenderme. Yo, aunque mareado, me sentía feliz. Tenía las sobrecalzas empapadas y, mientras Mansur me las secaba, me arrancaba las costras y producía una especie de chasquido. Pero me tenía completamente sin cuidado. Mi señor estaba a salvo y yo estaba contento, pese a que había matado a media docena de hombres.
Aquella noche se notó mucho movimiento en el campamento. Salí para ver qué pasaba. A uno y otro lado había hombres que escrutaban la oscuridad allí donde había tenido lugar la batalla. Al principio me figuré que veía fantasmas, ya que en el camino que discurría por debajo de la puerta de San Jorge se movían furtivamente algunas figuras. Pero nadie decía palabra. Sólo se veían sombras, al principio una o dos y después docenas, más tarde varias veintenas, moviéndose entre los cadáveres.
—¿Son ladrones? —pregunté a un hombre.
Negó con un gesto de la cabeza y dijo:
—Son amigos.
Y era verdad. Los turcos habían enviado varios grupos para que enterraran a sus muertos y entre nosotros no hubo un solo hombre con valor suficiente para impedírselo. Al amanecer, los mil trescientos cadáveres que la noche antes yacían en el campo habían recibido sepultura. Me pareció un gesto noble por parte de nuestros hombres, ya que no hubo nadie que molestara a los turcos durante la noche y pudieron actuar con absoluta reverencia y sin ruido. Pensé entonces que, a lo mejor, de aquella batalla salía alguna decisión de buena voluntad por ambas partes. A lo mejor nosotros, extranjeros, con tan pocas cosas en común, habíamos aprendido a respetarnos.
Pero cuando, a la noche siguiente, comenzó a circular el rumor de que los turcos enterraban a sus muertos con todo el oro y la plata que llevaban encima, de nuestro ejército salieron ladrones dispuestos a profanar las tumbas y robarlas. Al día siguiente por la mañana en la tierra blanda asomaban brazos, piernas y cabezas, y aquel sitio que para mí se había convertido de repente en un lugar sagrado, también de repente había pasado a ser el montón de basura que representaba todos nuestros ideales.
15 de marzo
Ya se ha montado la maquinaria utilizada para el asedio, que cuesta tantas vidas, y la torre de mi señor Raimundo está casi terminada. Está construida en una colina al lado de una mezquita. Los ingenieros griegos querían demoler aquella estructura y utilizar las piedras, pero Raimundo ha dado orden de que no se toque la mezquita. Aumentan nuestros suministros y continúa el buen tiempo. Por primera vez desde que llegué a Antioquía, hará de eso cinco meses, han renacido mis esperanzas.
Hemos tenido visitantes. Hace dos días que una flota de estilizados navíos con velas pintadas y en forma de rombo se deslizaron por el puerto. Apareció entonces un grupo de negros medio desnudos que llevaban en una silla de manos a un hombre de aspecto muy noble ataviado con blancos ropajes y cuya cabeza afeitada estaba coronada por un casquete de oro. Era nada menos que Al-Afdal el Magnífico, de quien nadie de nosotros había oído hablar nunca, el Gran Visir de Egipto y emisario del niño rey al-Mustali. Nuestros capitanes lo saludaron con gran ceremonia, puesto que los griegos nos aseguraron que gozaba de gran prestigio en su país y era muy reverenciado entre los paganos.
Su exposición fue abierta. Nos propuso una alianza en virtud de la cual Egipto se encargaría de aprovisionar a nuestro ejército y de provocar disturbios a lo largo de las fronteras meridionales turcas, a cambio de lo cual cederíamos a Egipto la parte inferior de Siria. Como esto incluiría Jerusalén, nuestros líderes se negaron, si bien por primera vez tomó cuerpo entre nosotros la posibilidad de tratar con los musulmanes.
Hasta ahora los habíamos considerado una sola raza. Ahora estos egipcios nos han hecho ver que entre ellos hay divisiones, de igual modo que las hay entre los cristianos. Habíamos asumido que cada musulmán de la zona ayudaría a los turcos en nombre de la religión, pero ahora teníamos motivos para creer que existen rivalidades entre ellos que podrían ser explotadas.
Ha sido oportuno que lo hayamos advertido, ya que desde hace algunas semanas circula el rumor de que un poderoso sultán llamado Ker-boga está reclutando ejércitos en Oriente al objeto de socorrer a Antioquía[81]. Estos rumores habían sido secundados por Tancredo, que se ha unido a nuestro ejército, así como por espías a los que Bohemundo ha capturado. Nos han dicho que el mundo musulmán está preparando una guerra santa destinada a destruirnos y que sus líderes están reclutando tropas de lugares tan lejanos como Persia y Mesopotamia.
En consecuencia, el obispo Adhémar ha enviado una delegación al emir de Damasco y a otras ciudades del sur pidiéndoles su neutralidad. A cambio, les hemos prometido que no les haríamos ningún daño y que respetaremos sus derechos dentro de sus territorios. No hay duda de que nuestra labor aquí sería más fácil si pudiéramos separar entre sí a todos estos paganos. La única cosa que lamento es no haber adoptado esta táctica con anterioridad.
Ahora me encuentro casi tullido y confinado en mi pabellón. Mansur ha retirado la ropa de invierno y ha limpiado el refugio, por lo que no me resulta desagradable pasarme los días tumbado contemplando los preparativos que se están haciendo para el asalto. Durante la convalecencia descubrí que tenía muchos amigos en el ejército que de vez en cuando vienen a verme y charlar conmigo. Landry Gros y su compatriota Fulk Rechin vinieron desde el campamento normando, al igual que aquellos germanos con los que estuve de parranda en el puerto. Debo confesar que sus visitas me llenaron de pesar.
Bernardo y Gerardo también me cuidan e incluso me traen «caprichos», como los llaman ellos, es decir, todo tipo de tonterías, desde confituras hasta juguetes. Se han reformado por completo y me han dado las gracias por la disciplina que les he impuesto. Yo ya no recuerdo todo aquello y así se lo he dicho. Bernardo me asegura que, cuando lleguemos a Jerusalén, se casará y se hará comerciante. Gerardo tiene siempre gran interés en hablar de su esposa. Son buenos y, como todos los hombres buenos, todavía son mejores por el hecho de haber caído. Además, no han desertado como muchos de su clase, lo que tomo como tributo personal. Tal vez he conseguido algo bueno en esta peregrinación.
19 de marzo
Fiesta de San José
Anoche tuvimos un espectáculo que espero nunca vuelva a repetirse. Bohemundo nos mostró a los espías que ha capturado: ocho hombres harapientos y de aspecto amedrentador, muy castigados por las palizas y el hambre. En su mayoría son armenios al servicio de los turcos, aunque hay un griego y otro de ascendencia mixta. Les ha sacado toda la información que ha podido y parece que habían comunicado a Yagashan el número de hombres de que disponíamos, la posición, la moral, los planes e incluso nuestros nombres y orígenes. Bohemundo declaró que esta información había sido transmitida a Ker-boga para ayudarlo en los preparativos que estaba haciendo para atacarnos.
Como es natural, los hombres de nuestro ejército estaban encolerizados y exigieron su muerte. Era algo que Bohemundo ya tenía previsto. Los espías fueron conducidos a un pozo excavado en la tierra en cuyo interior se había encendido fuego. Después, en medio del regocijo de los soldados, fueron objeto de escupitajos y, acto seguido, asados vivos. Fue un espectáculo espantoso, del que aparté la vista, pero no pude apartar el olfato. El olor estaba suspendido en el aire como un engrudo y me fue preciso estornudar para eliminarlo de las fosas nasales. Se dice que algunos de nuestros hombres comieron carne de aquellos cuerpos. Bohemundo nos ha asegurado que ya no habrá más espías en nuestro ejército y me siento inclinado a aceptar su opinión.
Hoy, día en que se celebra la fiesta del padre de Nuestro Salvador, mis pensamientos se dirigen a mi padre. Asistiré a misa y rezaré por él para que interceda por mí con Dios, junto a cuyo trono debe de estar, a fin de que yo sea un hijo digno de su memoria. Me esfuerzo por reformarme. No me he lanzado a promiscuidad alguna y tengo a raya mis malos pensamientos. Estoy tratando de restablecer el equilibrio de mi fe, trastocada por todos los acontecimientos ocurridos. Me arrepiento de los hombres que he matado, pero sé que el sacerdote no aceptará que confiese estas muertes como pecados.
—Son paganos —dice—, no tienen alma.
Es posible, pero yo sí la tengo y por las noches siento que me duele a causa de lo que he hecho.
1 de abril
He encargado a Mansur que se ocupe de mi caballo durante mi convalecencia. Al principio se negó a que hiciera ejercicios pero yo insistí en que lo hiciese correr a diario. He quedado sorprendido viendo lo bien que monta, parece que no haya nacido para otra cosa. Supongo que entre su gente montar a caballo es una habilidad, aunque ahora reparo en que no sé en realidad quién es su gente. La verdad es que, pese a que este hombre ha estado a mi servicio durante casi un año, apenas sé nada de él.
Ya han regresado los emisarios que enviamos a los turcos y las noticias que nos han traído son decepcionantes. Ninguno de los emires quería comprometerse a ser neutral, aunque ninguno tampoco parecía ansioso de ir a liberar Antioquía. Sin embargo, llegaron mejores noticias del norte. El emperador Alejo se traslada con un gran ejército para apoyarnos.
Esto es especialmente agradable mientras prosiguen los rumores de que Ker-boga está congregando las huestes musulmanas en Mosul. Estos rumores son tan insistentes y elaborados que ya comienzan a tener efecto sobre los hombres. Hay quien habla de un ejército turco de treinta mil hombres, mientras nuestras fuerzas han quedado reducidas a unos dos mil jinetes y a dieciocho mil infantes. De los jinetes, menos de quinientos tienen todavía monturas, por lo que hemos enviado a Balduino a Edesa para que trajera caballos y estamos comprando todos los animales de la región.
Doy gracias a Dios de que me haya conservado tanto tiempo y en tan buenas condiciones a Fatana. Con el aumento del forraje y el ejercicio regular recuperará la forma de antes. Tiene los flancos llenos, los ojos claros, el pelaje reluciente y vuelve a ser tan viva e inteligente como en los viejos tiempos. Esta misma mañana ha metido la cabeza en el pabellón para despertarme e inquirir sobre mi salud. La he tranquilizado demostrándole que estoy bien y que no tardaré en poner a prueba sus habilidades en estas colinas y hacerla correr a todo galope a través de la llanura de Antioquía. Pero Fatana ha rechazado el desafío con un bufido y ha proseguido su camino junto a Mansur.
Verdaderamente ha llegado la primavera. Hasta en el campamento brotan flores silvestres, la visión del puerto es hermosa y parece que los soldados se han sacado un peso de encima. Muchos todavía son muchachos y la primavera los enardece, pero el obispo de Le Puy ha dado órdenes muy estrictas que prohíben la entrada de las mujeres en el campamento. El otro día, a modo de ejemplo, colgaron desnuda y cabeza abajo a una prostituta que fue sorprendida durante la noche en pleno acto carnal. Todos acudieron a verla, incluso los curas.
12 de abril
Ha llovido y las acequias que hay alrededor del campamento han vuelto a llenarse. Esto siempre es un inconveniente, ya que en estas circunstancias llegan invariablemente al campamento partes de cuerpo humano, lo que desalienta particularmente a los hombres. Esta mañana, al despertar, me he encontrado un brazo y el hombro correspondiente, que asomaban en la corriente junto a la puerta de mi refugio. Estaba allí atrapado en el barro, al que parecía agarrarse con los dedos, con el hueso del omóplato cortado como un trozo de carne que se movía atrás y adelante al impulso de la corriente. Me pregunté quién podría ser, pero le pegué un puntapié y me quedé observándolo mientras se deslizaba río abajo.
El cementerio musulmán, situado en las alturas de la ciudad, casi ha sido arrasado por las aguas. Ahora no es más que una colina en la que asoma una serie de esqueletos cada día un poco más descoloridos. Algunos comienzan ya a resplandecer bajo la luna, como los huesos del paso de Nicea, siniestra fosforescencia que atrae los ojos por mucho que uno quiera evitarla.
Esta noche me siento melancólico y no creo que escriba mucho más, porque temo este estado de ánimo. No quisiera caer en la depresión en una noche tan tranquila como ésta. Quiero disfrutarla, especialmente ese perfume que me trae la brisa desde los campos y que parece indicar el nacimiento de la hierba nueva. Es un olor tan dulce que casi enmascara el hedor de los muertos.
Dicen que Alejo está en Dorilea —lento avance— y se rumorea que Ker-boga se dirige a Edesa. Si Balduino fracasa y se abre el camino hacia Antioquía, entonces ya sólo será cuestión de quién llegue aquí primero, si el emperador o el turco. De todos modos, se aproxima nuestro destino.
Domingo de Pascua
El padre Raimundo de Aguilléres ha pronunciado hoy un sermón que ha hecho estremecer a todo el campamento. Aunque normalmente está plácido e incluso místico, esta mañana se encontraba de mal talante. Ha dicho que últimamente no ha habido muchos milagros entre nosotros y que el hecho obedece a la falta de fe. Es verdad que los hombres han hablado de milagros, recuerdo entre ellos el de un ganso que hablaba, estatuas que sangraban o lloraban, heridas que se curaban con la aplicación de reliquias y, últimamente, luces en el cielo que aparecieron después del terremoto.
Yo sólo he sido testigo del último de estos milagros y, aunque creo que debía de tratarse de las almas de nuestros difuntos que suben al cielo, pienso que los demás milagros debían de ser imaginaciones o fantasías. Pese a todo, los hombres les dan gran importancia y en su mayor parte son inofensivos.
Digo inofensivos en su mayor parte porque no puedo olvidar el ejemplo de la hija pequeña de Balduino, de la que se decía, en los últimos días que precedieron a su muerte, que poseía poderes milagrosos. Los curas se aprovechaban de la situación y los soldados no la dejaban tranquila ni un momento. Más tarde supe que, después de su muerte, desenterraron su cadáver, lo cortaron en pedazos y algunos los guardaban como reliquias. A esto siguió en el campamento un intenso comercio de huesos de niño, con el resultado de que en varias leguas a la redonda no había niño seguro. Hasta el propio obispo de Le Puy estaba escandalizado y amenazó con excomulgar a todo soldado que encontrase con algún trozo de niño encima.
Esta mañana, después de la misa, durante el cónclave celebrado con los nobles, Adhémar secundó al padre Raimundo y declaró que debemos rezar con más fervor para que se produzcan milagros, ya que demuestran el favor de Dios y elevan la moral de los hombres.
—¡Quiero más milagros! —dijo—. ¡No me importa del tipo que sean ni cómo los consigáis!
Nos marchamos algo consternados, ya que nada en nuestra formación como caballeros y soldados nos ha preparado para obrar milagros.
Lo que más me impresionó en el sermón del padre Raimundo fue su referencia a un diario. Manifestó que había llevado en su diario una cuidadosa relación de los milagros, lo cual es la primera indicación que he tenido de que nadie, aparte de mí y del sacerdote renegado Fulcher, llevase un diario. Si le llamo renegado es porque se marchó con Balduino y no ha regresado e incluso cuando estaba aquí se mostraba imperioso y altanero. En efecto, solía amenazarnos con su libro, diciendo que, como a él se le antojase, nos iríamos a la eternidad como los bergantes que éramos. Que yo sepa, no existe libro eterno salvo las Escrituras, por lo que asumo que Fulcher se compara con el autor de las mismas.
Estoy tentado de abordar al padre Raimundo y de pedirle que me deje ver su diario, pero se ha vuelto tan distante, tan alejado de este mundo, que apenas hay nadie que pueda hablar con él. No vive bajo techado y se limita a permanecer sentado en un montículo con las piernas cruzadas y los brazos extendidos tanto de día como de noche, llueva o haga sol. De cuando en cuando habla en lenguas desconocidas y apesta hasta tal punto que resulta difícil estar cerca de él. Nadie va a confesarse con él, porque hay que arrodillarse tan lejos que es preciso hablarle a gritos y entonces todo el mundo se entera de los pecados que uno ha cometido. Lleva una barba muy larga, por la que pululan diferentes sabandijas, que además se retuercen entre sus ropas cuando está quieto. Dicen que anhela los estigmas e incluso hay quien jura y perjura que le ha visto las heridas en el cuerpo[82]. Sin embargo, está tan flaco y es un personajillo tan frágil que dudo que tenga suficiente sangre en las venas para que le aparezcan esas heridas.
Ha sido sumamente instructivo convivir un día tras otro con los clérigos de esta peregrinación. Cuando estábamos en nuestra tierra eran cordiales pero diferentes, constituían una clase aparte, casi una especie aparte. De niño me figuraba que en la humanidad había cuatro sexos diferentes: hombres, mujeres, curas y monjas. De hecho, nos han educado para tenerles respeto, lo que sirve a sus propósitos ya que les confiere una especie de nobleza, tanto si la tienen por cuna como en caso contrario.
Sin embargo, el hecho de vivir con ellos durante la marcha y en los campamentos, el hecho de presenciar su comportamiento en todo tipo de situaciones, desde batallas a tareas de tipo cotidiano, ha modificado la opinión que tenía de ellos. En primer lugar, son hombres como yo, con las mismas debilidades y las mismas cualidades pero, por su elevado cargo, estos rasgos aumentan. Los peores son hipócritas, cobardes y malvados. Los mejores son hombres sencillos, que se pondrán a tu lado en la batalla y se arrodillarán contigo en un momento de desesperación y no se darán importancia salvo para subrayar la santidad de su ministerio cristiano. Así veía yo a Adhémar hasta que lo desenmascaré, y así veía a Aguilléres hasta que se transformó en un personaje mistificado[83]. Pero ya me he desengañado.
Últimamente, sin embargo, he conocido a un sacerdote al que creo un hombre cabal y un sacerdote digno, y es él quien ahora me confiesa. Aunque pueda parecer extraño, es español de Castilla, se llama fray Alfonso y estuvo en el monasterio de Ripoll. En otro tiempo fue terrateniente y soldado y participó en las campañas contra los moros. Como trofeo de sus hazañas le falta una oreja y luce una cicatriz morada en la cara. Pese a todo, su natural se caracteriza por la simplicidad y la franqueza y sus palabras son siempre escasas y van directas al grano. En resumen, su aspecto es el de un verdadero hombre de Dios.
Fray Alfonso habla bien la lengua provenzal, ya que ha estado en frecuente contacto con Montpellier, y algunas noches he sostenido con él muchas y largas conversaciones en el campamento. Es capellán de Díaz, señor de los caballeros españoles, y en gran parte responsable de la piedad y rectitud que éstos han mostrado a lo largo de la expedición. Yo le echaría unos cuarenta años, tiene una hermosa voz y un sonoro acento, aunque puntuado por el ceceo de su lengua nativa. Va vestido con una túnica de soldado, no se afeita el cabello y sólo se distingue de un soldado de infantería por la sencilla cruz de madera que lleva colgada del cuello.
Después de su primera visita a mi pabellón, una vez Mansur nos hubo servido y nos dejó a solas, fray Alfonso me preguntó por él. Yo le conté lo que sabía desde hacía poco tiempo: que, tal como me había figurado, era un circasiano que había vivido largo tiempo en Siria y por este motivo había adoptado costumbres y nombres turcos, hablaba varias lenguas, había hecho muchos oficios diferentes y, aparte de mí, no tenía otra familia, según él me había dicho.
Fray Alfonso asintió con la cabeza y después dijo:
—Tiene los ojos castaños.
Le respondí que no me había fijado.
—Por lo general los circasianos tienen los ojos azules —precisó el cura—. Puede ser, sin embargo, que su ascendencia sea mixta. Habla un provenzal excelente. ¿Le has oído hablar alguna vez en su lengua nativa?
Le respondí negativamente.
—La lengua se llama adigué y me han dicho que es muy hermosa. Los circasianos son famosos por sus canciones. Dile que te cante una canción alguna vez —me sugirió.
Después proseguimos la conversación sobre mi mujer, que habíamos iniciado hacía algún tiempo. Fray Alfonso coincidió con Mansur en que debía escribirle una carta, y añadió:
—No es que sea mala, sino disoluta. No es raro entre las europeas y supone una cruz para muchos maridos. ¿Tienes intención de echarla de tu casa?
Respondí que todavía no lo tenía decidido.
Fray Alfonso reflexionó un momento.
—Gozas del privilegio de esta santa peregrinación para enmendar tu alma —dijo finalmente—, pero ella no tiene esta ventaja. Ella necesita guía y perdón de tu parte, de lo contrario es posible que persista en el error. Sería una falta de cristianismo negárselo. Después, si persevera en sus faltas, quizá decidas expulsarla de tu vida delante de Dios y de la ley. Pero recuerda esto: no puedes volver a tomar mujer mientras vivas —añadió levantando un dedo.
He escrito una carta a Juana, que he dado a Mansur para que la entregue al capitán de la flota británica. La carta era larga y dolorosa, y la empecé y la rompí varias veces.
Le escribí que me había sentido atormentado por dudas relativas a su fidelidad y le pedí que me dijera la verdad. Le comuniqué que, en caso de que mis sospechas estuvieran justificadas, estaba dispuesto a perdonarla siempre que interrumpiese sus relaciones ilícitas, se confesase con el cura y pidiese perdón a mi madre y mi hermana, a las que había cubierto de oprobio. Le recomendé, además, que hablara todos los días con el sacerdote, que sería quien le dictaría las normas de buena conducta hasta mi regreso si Dios me concedía esta merced. Si obraba de esta manera, no se hablaría nunca más del asunto y volveríamos a reanudar la vida juntos aunque, por supuesto, no volveríamos a tener relaciones carnales nunca más. En caso contrario, terminé, la echaría de casa y no miraría nunca más por ella.
Es una decisión muy dura. Sé muy bien qué significa el divorcio para ella. Por el hecho de no tener familia propia y de carecer del derecho a volver a casarse, supondría sentenciarla a ser pobre de por vida, tal vez incluso sentenciarla a muerte. Sin embargo, en cuestiones como ésta no existen los términos medios, ya que entonces el matrimonio se convertiría en una prisión donde el hombre y la mujer se verían forzados a vivir en medio del silencio, la desconfianza y el resentimiento.
La verdad es que no quiero echarla, no quiero vivir solo y siento una ternura por ella que ha ido volviéndose más dulce y más fuerte con el acicate del tiempo y la distancia. Es un cariño que nada tiene que ver con la concupiscencia, como lo es el de un hermano por su hermana o el de un padre por su hijo. En realidad, mi concupiscencia se ha extinguido y ahora ya sólo la quiero como compañera, alguien a quien conozco y que me conoce desde hace muchos años.
Mientras escribo esto me pregunto si será posible. ¿Sería posible si volviera a verla, si volviera a tocarla? Creo que sí, lo creo. Ahora ya no anhelo la sexualidad como antes, cuando me parecía que me habría sido imposible vivir sin ella. Estos días me contento con el recuerdo. Ya que no puedo tener hijos con Juana, ¿a qué entregarme a tan extenuantes ejercicios? Y por otra parte, si la sexualidad era la esencia de nuestro matrimonio, ¿por qué no he de aspirar a gozar de ella? Dejando esas cuestiones aparte, ¿en qué nos convertiremos el uno para el otro?
Ella no es inteligente ni cultivada, apenas si puede decirse que sea educada. ¿De qué hablaremos? ¿Puedo mantener con ella las conversaciones que he sostenido con mis confesores y camaradas, conversaciones sobre Dios, el hombre, la pasión? No, me parece que nunca he tenido con Juana una conversación de tal envergadura, ni creo que quiera tenerla. Entonces, ¿por qué debemos permanecer juntos?, ¿por qué no me propongo echarla de casa?
¿Será por lo de Eustaquio? ¿Es él un eslabón entre nosotros? ¿Acaso la pasión no surgió de esa culpa? ¿Por qué esa culpa, después de confesada y redimida con la penitencia, sigue asediándome? He matado a hombres con mi propio brazo, con mis dos manos, y en cambio siento menos remordimientos por estas muertes que por la de él, a quien maté con mi concupiscencia. ¿No será el matrimonio una especie de penitencia para mí? ¿Será por esto que no puedo dejar que se vaya? ¿No será ella la esponja de mis pecados? ¿No será, tal como me dijo Alfonso, mi cruz?
Involuntariamente dirijo la mirada hacia el hombro. Allí veo la cruz escarlata, descolorida y gastada, que ella me cosió en la túnica. ¿No se cosería también a sí misma a mi peregrinación? ¿Quizá mi verdadera peregrinación, con su débil esperanza de salvación, es el matrimonio que contraje con ella? A lo mejor, si lo rompo, me condenaré al infierno para siempre.
El infierno en vida, pero con la esperanza de salvación. O la liberación en vida con la certidumbre de infierno. ¿Ésta es la expectativa que me espera? De ser así, ¿qué he hecho yo para que me corresponda este lote? Está bien que la Iglesia prohíba el divorcio, ya que el divorcio nos condena a la muerte, ya sea aquí o en la próxima vida. Hasta pensé en echar a correr detrás de Mansur para quitarle la carta. Pero ya es demasiado tarde, la carta ha sido enviada. Y como ha sido enviada, quiera Dios que yo no sobreviva a esta peregrinación.
6 de mayo
Ker-boga ha provisto a Edesa de un ejército del que se dice cuenta con cincuenta mil hombres. La noticia provocó una conmoción en nuestro campamento y se enviaron emisarios a Alejo, de quien no hemos tenido noticias, ya que ha penetrado en la llanura que se extiende más allá de Dorilea. Sería imposible que resistiésemos un ataque de una fuerza tan grande, entre otras cosas porque se verá respaldada con un ataque desde la ciudad. Nosotros nos veremos atrapados en medio y seremos aplastados. No quedará un hombre vivo.
Los hombres desertan en tales cantidades que es imposible detenerlos. La situación a que nos enfrentamos es tan grave que se ha convocado un consejo, no para decidir si debemos intentar una escapatoria sino quién debe capitanearla. Ninguno de los capitanes —mi señor Raimundo, Bohemundo, Godofredo, Roberto de Normandía o Roberto de Flandes— se avendría a capitanear una retirada. El único que se ha ofrecido ha sido Hugo de Vermandois, pero se le ha considerado poco fiable. Se ha decidido, por tanto, que si Edesa cae, Esteban de Blois se hará cargo de la retirada. La situación es irónica en extremo: se consideraba a Balduino un traidor, ávido sólo de conseguir beneficios y ahora, en cambio, el futuro de toda nuestra expedición está en sus manos. ¡Resiste, Balduino, tanto por nosotros como por ti!
10 de mayo
Las cosas se mueven rápidamente y de manera oscura. El obispo ha proclamado la excomunión y la condenación eterna irreversible para todo aquel que deserte. Esto en cierto modo ha atajado la huida masiva, aunque no del todo; los hay que antes se enfrentarían con la ira de Dios que con la de Ker-boga. Dicen que los cristianos que ha hecho cautivos en las proximidades de Edesa han sufrido horribles mutilaciones, han sido azotados, desollados, hervidos, castrados o vendidos como esclavos. Todos los prisioneros llevan una cruz marcada a fuego en la cara como señal de su condición y todos los que llevan esta señal sufren vejaciones de parte de todos los que los capturan.
Nunca había visto a nuestros hombres tan descontentos. Protestan abiertamente frente a sus capitanes con verdadera inquina y no son tan dóciles como antes. Incluso he oído a algunos líderes quejarse de que sus propios hombres los han atacado. Dicen que los hemos hecho caer en una trampa, que los hemos sacrificado por el sueño de unos cuantos curas. Los marselleses que están bajo mis órdenes no se comportan mejor. Al principio traté de hacerlos entrar en razón y, cuando esto falló, recurrí a las amenazas. Pero nada, salvo la perspectiva de la condenación, les hace cambiar de parecer. He hecho, pues, que fray Alfonso hablara con ellos tanto en calidad de soldado como de sacerdote. El hecho de que todavía se dobleguen a mi autoridad obedece en gran parte a su influencia.
Edesa, entretanto, sigue resistiendo, pero nos vemos privados de noticias de Balduino a causa del sitio turco. Esta noche habrá un consejo convocado por el conde Bohemundo. Como no sea que abandonemos la expedición, no puedo imaginarme qué propondrá. Ahora veo que me equivocaba cuando me mofaba del padre Raimundo y de su petición de milagros.
11 de mayo
El consejo de anoche fue un ejemplo de gran contención. El conde Bohemundo declaró que el emperador Alejo ha interrumpido su avance y está esperando saber si tomaremos Antioquía o seremos aniquilados por Ker-boga. En el primer caso se dispondrá rápidamente a reclamar la ciudad; en el segundo, se retirará y pactará con los turcos a fin de poder conservar las posesiones que hemos conseguido.
Ninguno de nosotros podría negar la verdad del hecho. Bohemundo dijo al obispo Adhémar:
—¿Dónde están los refuerzos que nos prometió tu cura griego cuando nos convocó? ¿Y qué me dices del alimento que nos ha enviado? No es que fuera precisamente un festín, pero tú, obispo, renunciaste a tu autoridad. Y ahora el emperador lo único que espera es quedarse con nuestra bolsa o con nuestros huesos.
Hasta el propio Raimundo, mi señor, está decidido a no romper su juramento con Alejo y ha llegado a admitir que es probable que los griegos nos hayan abandonado.
—Así pues, al final alborea la luz —se alegró Bohemundo.
Mi señor Raimundo le preguntó qué se proponía.
—Nada más y nada menos que esto: que tomemos Antioquía antes de que lleguen los paganos.
El conde Godofredo retiró, disgustado, el taburete en que estaba sentado.
—Una idea brillante —dijo—. ¿Por qué no se le ha ocurrido a ninguno de nosotros en siete meses?
Bohemundo ignoró el sarcasmo.
—Si no me entregas la ciudad ahora mismo —dijo—, entonces prométeme esto: el primero que entre en Antioquía será amo de la ciudad.
—¿Y los juramentos que hicimos al emperador? —preguntó mi señor Raimundo—. Según tus palabras, el primero no será él.
Bohemundo asintió con la cabeza. Era una pregunta que ya se esperaba.
—En efecto —dijo—, deja, pues, que aquellos que todavía se atienen a sus juramentos acepten esta condición: si Alejo no reclama la ciudad, ésta será para el primero que la ocupe.
Se produjo un silencio. Godofredo intercambió una mirada con los demás y dijo:
—La proposición me parece justa. Si Alejo no quiere este maldito sitio, ¿cómo se puede tomar la decisión a no ser mediante prioridad?
Se volvió a Adhémar:
—¿Qué dice el legado papal?
El obispo lanzó a Bohemundo una mirada de reojo.
—Hay que rogar que sea así —replicó.
Y después de estas palabras se dejó la cuestión, si bien Bohemundo sonrió como quien sabe que ha ganado la partida.
De regreso a nuestro campamento, mi señor Raimundo se quedó abstraído en sus pensamientos. Al final no pude por menos de preguntarle qué le preocupaba.
—Bohemundo tiene un plan y no haría esta propuesta a menos de estar seguro de que podía obtener algún beneficio. ¿Te acuerdas de cómo asamos a los espías?
Le respondí que tardaría bastante tiempo en olvidarlo.
—¿Por qué lo hicieron? —dijo con tono meditabundo—. ¿En bien de los turcos o en bien de nosotros?
Le pregunté qué quería decir con aquellas palabras, pero no estaba dispuesto a añadir nada más.
21 de mayo
Hemos tenido noticias, aunque no sabemos si creerlas o no, de que Ker-boga ha suspendido el sitio de Edesa y está preparándose para trasladarse a Antioquía. Hasta ahora no hemos dejado que esta noticia saliera de nuestro círculo, ya que temíamos el efecto que podía tener sobre el ejército. El obispo Adhémar llegó al extremo de exigir a cada líder que guardara el secreto. Entretanto voy a ir a caballo hasta Edesa, junto con dos jinetes, para hacer una expedición de reconocimiento. Escribo todo esto de forma apresurada, ya que quiero partir antes de que caiga la noche. Dejaré este libro a cargo de Mansur, con las instrucciones oportunas para que lo remita a mi madre en caso de que yo no regrese.
28 de mayo
Acabo de llegar del pabellón de mi señor Raimundo, donde he dado la información que traía para él, el obispo Adhémar y el conde Godofredo. Lo que les he dicho ha sido, en pocas palabras, lo siguiente:
Para efectuar el reconocimiento de Edesa llevé conmigo a dos caballeros, Pedro de Roaix y Marcelo Couvreur, ambos pertenecientes al séquito de mi señor Raimundo. Espoleamos con fiereza a los caballos, evitamos todas las ciudades, entre ellas las cristianas, y en la tarde del tercer día avistamos Edesa. Nos quedamos en las alturas de la horquilla occidental del Eufrates, desde donde podíamos contemplar el espectáculo que se extendía delante de nosotros como pintado en un cuadro.
El ejército turco era inmenso, salpicado de pabellones de seda a rayas y moteado de largos pendones escarlata y oro. Disponían de muchos caballos, todos en muy buenas condiciones, y los caballeros iban bien pertrechados. Había legiones de arqueros y millares de infantes que llevaban armadura de cuero como nunca habíamos visto entre los turcos. Supuse que eran persas, ya que tenían la tez clara y llevaban barba corta, lo que correspondía a las imágenes que había visto reproducidas de ellos.
Mis compañeros gruñeron al verlos y debo admitir que mi corazón también se desazonó. Sus huestes eran poderosas, mandadas por los emires más eminentes del Islam, acabadas de reclutar, bien aprovisionadas y congregadas con el propósito expreso de acabar con nosotros.
Nos quedamos todo el día siguiente vigilando sus operaciones y calculando su número. Al caer la noche se vio claramente que se disponían a abandonar el asedio y a emprender el camino. Se había enviado exploradores para que reconocieran el terreno y los pabellones más pequeños fueron alcanzados. Nos mantuvimos a la zaga por temor a ser descubiertos por los exploradores y aguardamos a que cayera la noche. Después, cuando ya nos preparábamos para salir, oímos caballos que se aproximaban.
—¡Cristianos! —gritó Marcelo aunque, justo en el momento en que se acercaban, dos caballeros con las espadas colgadas de la espalda para cabalgar más aprisa, fueron atacados por los turcos.
No tuvieron tiempo de defenderse, y los turcos, ocho o diez en total, les cortaron el paso en un instante. Dos turcos rajaron las gargantas de los hombres. Couvreur desenvainó la espada, pero yo lo sujeté y lo inmovilicé.
—No podemos arriesgarnos a que nos descubran —le murmuré—. Además, es demasiado tarde.
Esperamos a que los turcos se hubieran marchado y después nos abrimos paso con precaución hacia donde estaban los hombres. Llevaban los colores de Balduino y los dos estaban muertos.
—Son mensajeros —dijo Pedro de Roaix.
Nos pusimos en marcha de inmediato, dirigiéndonos hacia el norte para evitar Saruj y el camino hacia Antioquía. Atravesamos el brazo occidental del río más abajo de Bira y volvimos hacia el sur. El séptimo día estábamos de nuevo en nuestro campamento.
—Ker-boga, pues, ha abandonado Edesa —dijo mi señor Raimundo apenas hube terminado.
—Pero sigue en manos de Balduino —indicó el obispo Adhémar.
Manifesté mi opinión de que la ciudad está tan machacada que no hay esperanza de ayuda del conde Balduino. Godofredo me pidió que calculara el contingente de los turcos.
—Entre treinta y cuarenta mil —respondí—, y todavía siguen camino de Antioquía. Llegarán dentro de siete u ocho días.
El desaliento que reinaba en el pabellón era indescriptible, tan sólo superado por el que reinaba en el ejército en general. Pese a que existía el juramento de guardar el secreto, alguien hizo circular la noticia de que Ker-boga se estaba acercando, lo que sembró el pánico entre los hombres. El obispo, desesperado, ha situado a los tafurs alrededor del campamento para impedir las deserciones, con órdenes de matar a todos los que traten de huir. La estratagema ha surtido efecto, ya que a los hombres les producen más terror aún los tafurs que los turcos.
Ahora tengo que vestirme para asistir a la reunión del consejo.
31 de mayo
Esteban de Blois está preparando la retirada, contando el número de nuestros soldados, organizando los abastecimientos y preparando el camino para huir. No es fácil abandonar un sitio de siete meses.
Anoche, en el pabellón del obispo Adhémar, se celebró un consejo al que sólo asistieron los nobles de mayor rango: mi señor Raimundo, el conde Godofredo, Bohemundo, Roberto de Flandes, Roberto de Normandía, Esteban de Blois y Hugo de Vermandois. Me invitaron a que repitiera el informe, que fue acogido con absoluto silencio.
Quien habló fue Adhémar.
—Parece que no tenemos alternativa —dijo exhalando un suspiro—. Nos retiraremos a Armenia y esperaremos allí refuerzos.
—¿Y si tomásemos Antioquía? —propuso Bohemundo.
—Un asalto no conseguiría otra cosa que debilitarnos y no hay ninguna garantía de éxito —replicó el obispo.
—Yo no hablo de asalto —dijo Bohemundo—, pero garantizo el éxito.
El conde Godofredo le preguntó qué quería significar con sus palabras.
—Contesta tú primero —respondió Bohemundo—. Dijiste que abonarías mi propuesta. ¿Qué has decidido?
El obispo Adhémar se puso dificultosamente de pie y respondió:
—En nombre de Su Santidad el Papa, consiento en que se quede con Antioquía aquel que entre primero en ella. Esto siempre que el emperador no haga ninguna reclamación, por supuesto.
Bohemundo asintió, satisfecho.
—¿Godofredo?
El conde hizo un gesto disuasorio con la mano.
—Yo ya he dado mi asentimiento.
—¿Raimundo?
No había otra solución. Había que retirarse y abandonar la expedición o acceder a la petición de Bohemundo.
—¿Le enviarás a Alejo? —dijo mi señor Raimundo.
—Encárgate de hacerlo tú mismo. Apenas caiga la ciudad.
Mi señor lo miró tristemente durante un largo momento.
—Muy bien —replicó.
—De acuerdo —gruñó Bohemundo—. Entonces, asunto zanjado.
El conde Godofredo le preguntó por su plan. Bohemundo bajó la voz.
—He estado en contacto con un capitán de la guardia turca que manda las Dos Hermanas, las torres que flanquean las puertas de San Jorge y del Puente. Ha accedido a venderme la ciudad por un precio.
Bohemundo se volvió hacia mi señor Raimundo.
—Supongo que tendrás oro, ¿verdad, Raimundo?
—Pero es para cubrir las necesidades de mis soldados —replicó mi señor Raimundo.
—Entonces, en nombre de Dios —dijo Bohemundo—, dámelo ahora.
Así pues, fue un plan desesperado el que acordamos. Acompañé a mi señor a su pabellón para recoger su arca del tesoro. Con el corazón destrozado, la entregó a Bohemundo. Por espacio de dos años, la atenta administración de aquel tesoro ha mantenido a los provenzales mientras los otros se mueren de hambre, ha pagado salarios mientras otros se veían privados de ellos, ha sobornado a nuestros jinetes para que se quedaran mientras otros desertaban. Ahora servirá para comprar Antioquía.