1 de junio

Hemos pasado una época muy interesante. Todos los nobles, salvo Raimundo y Godofredo, firmaron el juramento que les presentó Alejo. Después, tras muchas discusiones, el emperador aceptó el juramento provenzal de mi señor, que tanto él como yo y el resto de nuestros hombres habíamos firmado.

La ceremonia se celebró en la basílica y fue impresionante, como lo es todo en Bizancio. Alejo nos recibió con gran pompa y nosotros, con plumas de avestruz rematadas de oro, firmamos un grande y solemne pergamino. Después, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas, Alejo fue abrazándonos uno tras otro, llamándonos «hijos míos» y prometiéndonos inquebrantable fidelidad a nuestra causa. Levantando los brazos y con una voz que todos pudieron escuchar, juró que no careceríamos de nada. Nos dio repetidos besos a todos y proclamó solemnemente que, dentro de los límites del imperio, se respetarían tanto nuestras personas como nuestras mercancías, considerándolas propiedad del emperador. Nos despidieron con obsequios de sedas y alhajas.

Finalizados estos actos, trasladamos el ejército, a excepción de las tropas de Godofredo, a un lugar conocido con el nombre de Brazo de San Juan, a manera de preámbulo para atravesar el estrecho. Godofredo se quedó atrás en el Cuerno de Oro, ya que no estaba dispuesto a hacer el juramento ni a trasladar su ejército. Alejo le cortó las provisiones esperando que con ello lo obligaría a someterse pero Godofredo, en cambio, atacó Constantinopla.

Seguimos su avance con creciente alarma y desaliento. Era evidente que su único propósito era intimidar a Alejo no doblegándose a sus exigencias, ya que no había ejército capaz de penetrar aquellas murallas. Pero Alejo era pertinaz y no quiso ceder ni tampoco adelantarse a los acontecimientos. Permaneció en la ciudad oponiendo férrea resistencia a Godofredo aunque, como es lógico, procurando tener el menor número de bajas posible entre sus hombres.

En este momento llegó Bohemundo de Tarento. El ataque tan esperado y temido de los normandos sicilianos cogió a todo el mundo por sorpresa ya que, en lugar de acudir en ayuda de Godofredo y renovar el asalto de la ciudad, Bohemundo condujo directamente sus fuerzas al campamento y testimonió al emperador sus gestos más obsequiosos de amistad. En vista de esto, Godofredo, que había esperado ayuda de él, levantó el sitio y, juntamente con Bohemundo, volvió a ir a ver de nuevo al emperador.

Alejo nos invitó a asistir a los parlamentos, ya que siente una gran consideración hacia Raimundo, mi señor. Así fue como conocí al famoso conde Bohemundo en la nave de Hagia Sofia.

No era como yo lo había imaginado, ya que es bajo, achaparrado y nervioso, habla mucho y no se queda quieto un momento. Como sus manos, sus ojos y todo su cuerpo, su cabeza tampoco deja de moverse un momento. Se da constantemente golpes en la palma de una mano con sus guanteletes de cuero o, volviéndose a algún escudero, le da alguna orden perentoria o cuenta alguna historieta lúbrica de la que él se ríe con más ganas que los que la escuchan.

Apenas tiene treinta y cinco años, posee rasgos delicados, nariz fina, ojos muy separados, frente estrecha y cabellos rojos y rebeldes. Su atuendo constituye una extraña combinación de su ascendencia. Lleva las pieles y adornos de plata de sus antepasados vikingos-normandos, aunque realzados con detalles de su reino siciliano: una ristra de dientes de ajo ensartados en un hilo de cuero que lleva colgado del cuello, un cinto para la espada decorado con conchas marinas y unas botas-sandalias de piel de cordero que lleva atadas hasta las rodillas. Su indumentaria no tiene nada de realeza, sino que le presta más bien el aire de un mercader astuto que ha sabido labrarse una fortuna comerciando con extranjeros.

De hecho, sería imposible mostrar desdén hacia el conde Bohemundo, ya que él no te deja hasta que te ha arrancado una carcajada o ha encontrado un tema que concite tu atención. Una vez conseguido lo que se propone, pasa inmediatamente a la persona que tienes al lado y hace lo mismo con ella. A los pocos minutos ya se ha aprendido los nombres de todos y uno tiene la impresión de que le ha tomado perfectamente la medida.

El conde Godofredo estaba muy deprimido y molesto a causa del fracaso del sitio, pero Bohemundo le aseguró que no eran más que paparruchas y que se podían resolver en un instante. Simpatizaron, lo animó y lo halagó y finalmente consiguió hacer reír a Godofredo, después de lo cual todos se regocijaron con el buen humor de Bohemundo, antes de que nos diéramos cuenta de que el emperador Alejo estaba de pie en el altar mayor y nos reprendía.

Bohemundo fue directamente al grano:

—¿Qué es toda esta cuestión del juramento? —dijo con voz que despertó ecos en la catedral.

Alejo iba a replicar con tono indignado cuando Bohemundo prosiguió:

—¿Dónde está el papel? Traédmelo enseguida. ¿Qué dice? Que me lo lea alguien. Aunque no importa, de todas formas lo firmaré.

Obedeciendo un ademán de Alejo, un obispo griego se apresuró a acercársele con el pergamino. Bohemundo echó una mirada a Godofredo y me pareció que le hacía un guiño. Dejó a un lado los guanteletes, empuñó el cálamo y trazó una vistosa X.

—¡Venga! ¿Alguno más? Os firmaré lo que me pidáis, traédmelo todo. Vamos a dejarlo todo en regla ahora mismo.

Volvió a presentarse la prenda de vasallaje y el conde Bohemundo volvió a poner su marca en ella. Después se volvió hacia Godofredo.

—Mira, esto no quiere decir nada. No por ello te va a venir ningún mal, ni tampoco ninguna retribución divina. Basta con que pongas una X o lo que te parezca oportuno y enseguida dispondrás de barcos, buena comida para tus hombres, paso franco y, ¿quién sabe?, quizá también mujeres.

Soltó una sonora carcajada y se volvió hacia Alejo. Al emperador no le gustaba ni pizca aquel espectáculo, pero Bohemundo hacía como quien no se da cuenta de nada. Se limitó a agitar la pluma de avestruz bajo la nariz del conde Godofredo.

—¡Vamos, Bouillon! ¿Dónde encontrarías mejor señor que Alejo, aquí presente?

Se inclinó más, le dio un ligero codazo y añadió en un murmullo:

—¿Qué es un papel comparado con las posesiones que tendrás en Jerusalén?

Godofredo nos lanzó una mirada irritada con la que nos abarcó a nosotros y al emperador, que parecía observarnos expectante. Cogió después la pluma, dio un paso adelante y firmó. Alejo no pudo reprimir un suspiro de alivio. Se levantó, bajó del altar y abrazó primero a Godofredo y después a Bohemundo.

—Sí, sí, os quiero a todos —dijo Bohemundo cuando Alejo lo besó—. Amo a todos los griegos, sirios, judíos, moros y también a los turcos y pongo a Dios por testigo de mis palabras. Y ahora, da de comer a mis hombres, proporcionándonos caballos de refresco y algunos barcos y no te molestaremos para nada. ¿Entendido, Alejo? ¿Qué dices?

—Que eres como mi hijo —replicó Alejo arrastrando las palabras, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—Yo soy el hijo de mi padre —repuso Bohemundo— y, como le dieras oportunidad, te ensartaría las tripas en un espetón. Pero esto es agua que corre bajo los puentes, ¿comprendes? Ahora todos somos amigos y perseguimos los negocios de Dios.

Levantó los ojos, se persignó y estalló en una carcajada tan sonora que ninguno de nosotros pudo resistirse a ella.

Más tarde, cuando desmontamos de los caballos al llegar al campamento, el conde Godofredo, que había estado muy malhumorado y de malas pulgas, reconvino a Bohemundo por no haberse puesto de su parte.

—Godofredo —le replicó Bohemundo, poniéndole la mano en el hombro—, mi padre, el virtuoso Roberto Guiscardo, que invadió este reino condenado por Dios, me dijo en cierta ocasión: «El día que caiga Constantinopla caerá la tierra entera». Alejo lo sabe y sabe que también nosotros lo sabemos. El rasgo de esta pluma ha salvado las vidas de mil soldados tuyos.

—Pero ¿y el juramento? —preguntó Godofredo.

—¿Este juramento? —Bohemundo se echó a reír, sosteniendo el pergamino y ordenó a un soldado que fuera a buscar una mula.

Cuando se la trajo, Bohemundo estampó un beso en el rollo de pergamino del que colgaba una cinta de oro.

—¡Juro solemnemente ante Su Majestad, el autócrata de Cristo, Alejo Comneno! —entonó.

Seguidamente levantó el rabo de la mula y lentamente y con sumo cuidado le introdujo el rollo en el recto.

—¡Aquí está y aquí se quedará! —dijo echándose a reír de nuevo y con más ganas que antes.

Mañana atravesaremos el Bósforo en los barcos de Alejo y acamparemos en el Asia Menor en un lugar llamado Pelecanum, nuestros primeros pasos por Tierra Santa. Nuestra peregrinación inicia ahora una etapa seria. Nuestra tarea es la liberación; nuestro objetivo, el Sepulcro de Cristo.

3 de junio

Estoy enfermo. Sufro una fiebre que me ha obligado a permanecer dos días tumbado. Yo creo que se trata del agua, de la que tenemos que sacar el légamo verde antes de poder bebería. ¡Cómo añoro aquellas fuentes de Constantinopla y sus aguas perfumadas con aroma de lima!

No hablo con nadie y me siento sucio y sujeto a los sufrimientos del flujo. Lleno de pánico, todos los días examino el orinal para ver si he hecho sangre, temo morir de la misma enfermedad que mi padre. ¡Oh, padre mío, ahora me doy cuenta de todo lo que sufriste! Bien seguro estoy de que te fuiste derecho al cielo, ya que no puede haber infierno peor que el que ahora sufro. ¡No poder dominar la función de la tripa, tener que vivir en medio de la suciedad y la vergüenza! En muchos aspectos nosotros, los orgullosos nobles de Francia, no valemos más que los hombres más humildes. Mejor dicho, en muchos aspectos no valemos más que los animales.

Al dejar la costa, atravesamos un erial cubierto de cascajo y de colinas bajas de pedernal. Aquí apenas crece nada y el calor reinante es mortal. Nos encontramos en un país llamado el Sultanato de Rum que, según me han dicho, significa Roma, aunque no sabría decir por qué[59]. El nombre del sultán se pronuncia más o menos como Kilich Arselon[60]. Nos acompañan los soldados de Alejo, la mayoría de los cuales son ingenieros y se encargan de transportar los artilugios desmontados que sin duda utilizaremos en el sitio de Nicea. Su general se llama Butumites y es un anciano que lleva la cabeza y las cejas afeitadas, aunque luce unos largos mostachos. Mi señor Raimundo no se fía de él y dice que está aquí tanto como espía del emperador como para ayudarnos.

Mis hombres están bastante animados. ¡Si no fuera por el calor! Gerardo y Bernardo son inseparables desde Brindisi, mientras que a Uc y Dagoberto se les han puesto unos cuerpos fuertes y nervudos debido a la marcha y estoy seguro de que serán buenos soldados. En cuanto a Tomás y Bartolomé, parece que han hecho las paces. Me parece que Bartolomé ha decidido ceder al buen humor, mientras que Tomás está más taciturno y melancólico que antes.

Es posible que el hecho obedezca al espectáculo que nos esperaba en el paso de Nicea, ya que allí era el sitio donde los hombres del sultán masacraron a los peregrinos capitaneados por Pedro y Walter. Los cadáveres de hombres, mujeres y niños seguían en el mismo sitio donde habían quedado. Los descubrimos al alcanzar la cima: millares de esqueletos tostándose al sol, absolutamente desnudos salvo los andrajos que habían sobrevivido al paso del año.

Era una imagen tan aterradora como patética: huesos de niños, algunos aún acurrucados en los brazos de sus madres, la mayoría de los cadáveres todavía con los fustes de las flechas cortas y ligeras, que según dicen utilizan los turcos, hincados en las carnes. Todos tenían marcas de dientes de animales y estaban reducidos a puros esqueletos sin una onza de carne.

Era evidente que a aquellas personas no les había sonreído la fortuna, puesto que habían sido víctimas de una emboscada que había caído sobre ellas desde uno y otro lado de las colinas. No cuesta imaginar la escena: hileras de peregrinos caminando penosamente a través del valle que conduce a Nicea sorprendidos de pronto por los alaridos proferidos por bandadas de turcos. A buen seguro que sus caballos se precipitaron sobre los peregrinos como las olas del mar Rojo. No había escapatoria posible. Nuestros hombres cruzaron en silencio aquel espeluznante cementerio. Muchos musitaban oraciones por lo bajo; otros, por el contrario, soltaban juramentos. Nicea tiene que pagar esto.

Ya en Pelecanum encontré a mi viejo compañero Landry Gros. Ansiaba su compañía para ver si conseguía levantarme los ánimos, pero los normandos son la retaguardia del ejército y marchan a varias leguas por detrás de nosotros. Nosotros, los provenzales, somos los segundos de la marcha, vamos detrás de los soldados del conde Godofredo, con quien mi señor Raimundo comparte ahora el liderazgo de la expedición.

Sobre el obispo Adhémar no tengo nada que decir. Evita mi compañía, supongo que por vergüenza. Al enterarse de que yo estaba enfermo, quiso saber si moriría y manifestó que, en caso de que así fuera, accedería a verme. Le dijeron que no era el caso, debido a lo cual adoptó nuevamente la altanera indiferencia que lo caracteriza. Sé que aspira a mi perdón, puesto que sabe que no le espera el cielo si no cuenta con él, razón por la que me alegra negárselo. De todos modos, no sé si lo perdonaría si supiera que he de morir, es una cuestión sobre la que he deliberado profundamente. Querría verlo muerto, pero ¿condenarlo al tormento eterno? No sé, no puedo decirlo.

Me siento tan hastiado y tan débil que, aunque el sol apenas acaba de ponerse, iré a acostarme.

6 de junio[61]

Nicea

Ayer, a última hora de la tarde, llegamos a esta ciudad, cuna de nuestro credo[62], y nos juntamos con los sitiadores. Intentaré hacer una pequeña crónica de los hechos, aunque me encuentro tan maltrecho a consecuencia de la fiebre que hasta escribir me cuesta un enorme esfuerzo. Es indispensable tomar Nicea, ya que así quedará protegida la retaguardia de nuestra marcha y asegurada la fuente de aprovisionamiento. En el futuro seremos pertrechados por los griegos e ítalos desde la costa pero, a medida que vayamos internándonos, cada vez irá haciéndose más difícil esa operación.

El orden que seguimos en el asedio es el siguiente: el conde Godofredo y su hermano Balduino se encuentran frente a la muralla norte, el príncipe Bohemundo y su sobrino Tancredo en la de levante, mientras que mi señor Raimundo se ocupa de la muralla sur. En cuanto a la muralla de poniente, descansa en el gran lago Ascanio, por lo que la ciudad sólo está rodeada por tres de sus lados. Nuestros exploradores nos han informado de que los turcos continúan llevando provisiones a través del lago, por lo que hemos solicitado del emperador que nos proporcione barcos para evitar que sigan haciéndolo. Incluso ahora siguen llevándolas a lomos de bueyes a través de las colinas desde el mar, pero podrán resistir hasta que lleguen a Nicea.

Durante los primeros días conseguimos establecer nuestros campamentos fuera del alcance de las piedras y flechas disparadas por los turcos. Gradualmente nos iremos acercando más a ellos, a medida que vayan montándose las máquinas para hacer el asedio y se levante la escrofa[63]. Mi señor Raimundo ha hecho preparativos tendentes a socavar la torre que se levanta a orillas del lago, ya que cree que el terreno de esta zona es más blando. Algunos de nuestros hombres, junto con los ingenieros griegos, avanzarán dentro de poco movidos por este propósito.

Esta noche me encuentro tan enfermo que me resulta imposible escribir. Esperaré a mañana para continuar, ya que para entonces espero encontrarme mejor.

10 de junio

He pasado por lo menos tres días en pleno delirio. La fiebre continúa debilitándome y, aunque de cuando en cuando me siento más reanimado y vuelvo a ser el de antes, no tardo en recaer de nuevo. Me ha salido un sarpullido en el cuerpo y los dolores de estómago me atenazan hasta el punto de resultarme insoportables[64].

El médico de Raimundo, mi señor, me sangró el estómago; la sangre que me sacó era espesa y negra como bilis. Aquello me alivió bastante e incluso traté de levantarme, pero me desplomé al momento y me golpeé en la cabeza. Quedé inconsciente durante un tiempo que me sería imposible precisar. Cuando desperté tenía a mi lado al obispo Adhémar, inclinado sobre mí, pero yo veía las cosas borrosas y tuve la impresión de contemplarlo a través de un velo. Me acercó un cirio a la cara y me examinó atentamente.

—Roger, estás muerto —me dijo.

Yo intenté sentarme, pero no lo conseguí.

—He visto al médico y me ha dicho que no pasas de esta noche. He venido a darte la extremaunción[65].

Dio un beso a la estola púrpura y se la colgó del cuello. Me lamí los labios para poder hablar, pero él empezó la fórmula del sacramento mientras con los dedos me tocaba los labios, los ojos, las orejas y la frente. Yo porfiaba para que no me tocara, pero me sentía demasiado débil. Por fin volvió a sentarse junto a mí y declaró:

—Ahora vas a confesarte y te daré la absolución.

Inclinó la cabeza sobre mí, pero me era imposible hablar, ni siquiera en voz baja.

—Muy bien —dijo Adhémar—, entiendo qué quieres decirme. Sé que has pecado con mujeres en el campamento normando. Sé que te has entregado a menudo al pecado solitario y que, mientras gozabas de él, sentías apetito carnal por tu mujer. Sé que has hablado contra mí, que soy el legado de Su Santidad. Sé que has manifestado dudas sobre esta peregrinación y que has dicho que no sabías si obedecía a una orden de Dios o al orgullo de los hombres. Y sé que has pecado gravemente con la hija del judío de Brindisi, Ruth, que te cortó el cabello y entró en tu pabellón con un ramo de flores silvestres. También tendré en cuenta otros pecados que has cometido. Pero este trato nefando con un judío, un asesino de Cristo, basta por sí solo para condenarte al infierno.

Aquellas palabras me sacaron de quicio y me obligué a hablar.

—¡Mientes! —dije. Adhémar me miró con ceño.

—Muy bien —prosiguió, inclinándose un poco más—. Quiero decirte que sé que mataste a Eustaquio, el marido de tu mujer. Tal vez no lo mataras con tus manos, pero tu adulterio empujó al pobre desgraciado al suicidio, lo que te convierte en su asesino.

Hizo una pausa y me miró, ya que yo lo estaba observando fijamente, presa del horror.

—Sí —dijo, pasándome la mano por la frente, que tenía empapada en sudor—. Ya ves, hijo mío, estos últimos días y estas últimas noches te he estado observando y, víctima del delirio, te confesaste conmigo. Ahora yo te entiendo y tú me entiendes a mí.

—¿Qué deseas? —me las arreglé para balbucir.

—Lo sabes y sabes mis condiciones. Roger de Lunel, vas a morir esta noche. Esta misma noche comparecerás a juicio y lo harás con tantos y tan graves pecados que sin duda irás directamente al infierno. A menos que…

Levantó la mano para bendecirme y se detuvo.

—A menos que te absuelva con esta mano. Esto, junto con la indulgencia que se concede a esta peregrinación, te ganará el paraíso. Esta misma noche te encontrarás con tu Padre Celestial o en los brazos de Satanás. Esta noche verás a Dios o tu alma emprenderá el interminable viaje a través del fuego.

Tendió su mano hacia mí.

—Dame tu mano en señal de perdón —dijo.

Yo seguía tumbado y jadeante. Vio el odio que había en mi mirada.

—No —respondí.

—Eres testarudo —dijo Adhémar—. La verdad es que eres digno hijo de tu padre.

Pareció que un pensamiento lo turbaba y sonrió:

—Cuando murió tu padre —dijo lentamente, como si saborease las palabras—, mi hermano, Gaspar, obispo de Macón, escuchó su confesión. Consiguió la absolución de sus pecados, que eran numerosos, pero…

Hizo una pausa y levantó una ceja.

—Pero no disfrutó del beneficio de la indulgencia que disfrutas tú. Roger, tu padre está en el purgatorio, donde sufre todos los tormentos del infierno. Según lo que me dijo mi hermano en relación con sus pecados, calculo que la penitencia que está pagando debe de ascender a varias decenas de millares de años.

Volvió a sentarse y se alisó las vestiduras.

—Yo tengo el poder de librarlo de estos tormentos. Dame lo que quiero y no sólo te absolveré a ti sino que, además, libraré a tu padre del purgatorio y esta misma noche podréis estar los dos juntos en presencia de Dios.

Me miró fijamente y se quedó esperando mi respuesta. No pude decirle nada. Al final preguntó:

—¿Cómo quieres que ocurra, Roger? ¿Prefieres unas horas más de venganza contra mí o la felicidad eterna para ti y para tu padre? Decide de una vez, hombre, no me voy a pasar aquí sentado toda la noche.

No podía seguirlo mirando, por lo que bajé los ojos. Sabía que él había ganado. Y él también lo sabía.

—Tráeme agua —dije.

Lo hizo, y me sostuvo la cabeza mientras bebía. Después volví a tumbarme.

—Adhémar de Le Puy… —comencé, pero él me hizo callar.

—Tu mano —ordenó.

La levanté y él la cogió.

—Te perdono por todos los pecados que cometiste contra mi padre —dije.

Adhémar aspiró una profunda bocanada, como si quisiera limpiarse los pulmones.

—¡Oh! —murmuró—, estoy oyendo que se abren las puertas del paraíso.

Después hizo apresuradamente la señal de la cruz y pronunció las palabras de la absolución. Al terminar, se inclinó sobre mí y, con la estola morada rozándome la cara, me dio un beso en la frente.

—Adiós, Roger —dijo—, encomiéndame a Dios, Nuestro Señor.

Y salió llevándose el cirio.

Yo cerré los ojos y, solo en medio de la oscuridad, rompí a llorar.

Aquella noche la fiebre cesó, me quedé dormido y por la mañana ya me encontraba suficientemente bien para comer un poco. Tomás dijo que aquello era un milagro, ya que el obispo Adhémar había pronunciado mi nombre entre los de los difuntos en la misa de la mañana.

Con ayuda de Tomás y Bartolomé, salí caminando del pabellón por primera vez desde hacía una semana. Los hombres se me acercaron, todos reían y me estrechaban la mano. Llamaron a Raimundo, mi señor, y también él me ofreció la mano. Después pregunté por el obispo Adhémar.

—Está preparando el responso —dijo Raimundo, mi señor—. Tengo entendido que es conmovedor.

Después añadió con una sonrisa:

—Bueno, ahora tendrá que modificar el texto.

Mientras estaba tumbado se me ocurrió un poema, del que escribiré lo que recuerde:

La noche se levanta,

bajo sus sayas veo

la sombría tierra,

tierra que dormitas,

donde sueñan las simientes

y conspiran las raíces,

donde fluyen los insectos igual que el agua

y descansan gusanos desnudos

que sueñan pájaros.

Allí he de descansar yo

cuando termine la fiebre,

más allá del corazón palpitante…

La noche es lo que me ata,

estoy atado por la noche…

Mi único deseo es la noche.

Decía más cosas, hablaba también del fuego y del alma, pero no lo recuerdo. Sin embargo, los sueños bullían dentro de mí como gusanos e insectos, por lo que no es extraño que el poema hiciera referencia a ellos. Ahora estoy mejor y ya puedo valerme, aunque en mi interior sigue el delirio igual que el regusto que deja la comida que se ha echado a perder o igual que el pecado que sigue apestando años después de confesado.

14 de junio

Esta mañana hemos tenido una batalla con los turcos, la primera de nuestra peregrinación. El sultán ha enviado una columna de refresco que ha arremetido contra nuestras fuerzas en la muralla sur. Estábamos preparados para recibirla y no ha sido difícil librarnos de ella. Nuestros hombres han lanzado vítores al ver que se retiraban dejando tras de sí veintenas de muertos y heridos.

A través de los prisioneros hubimos de enterarnos de que Kilich Arselon no se alertó del movimiento de nuestro ejército hasta que abandonamos Pelecanum. Como no tenía mucho miedo de nosotros, tan sólo envió una pequeña expedición para romper nuestro asedio. La victoria ha animado a nuestros hombres y nos ha dado una idea de la táctica turca, tan diferente de la nuestra.

Los turcos, que llevan armaduras ligeras y montan jacos pequeños, no se congregan en masa como hacemos nosotros, sino que sitúan al frente escuadrones de arqueros montados. Éstos se encargan de disparar flechas y se retiran después, siendo sustituidos por otros escuadrones. Más que atacar, hostigan, y lo que se plantean como objetivo es retirar a los enemigos de sus filas. Cuando dejamos bien sentado que no queríamos abandonar nuestras posiciones, formaron una línea de batalla y cargaron. Pero esto fue su fracaso.

Entonces enviamos a nuestros arqueros al frente y lanzaron una lluvia de flechas sobre los turcos, con lo que rompieron sus apretadas filas. Después atacaron nuestros jinetes. Yo cabalgaba junto a Raimundo, mi señor, y apenas llegamos a sus filas cuando las rompieron y huyeron a la desbandada. Los perseguimos durante unas dos leguas antes de darnos el gustazo de haberlos derrotado. No tuvimos pérdidas importantes y damos gracias a Dios por la victoria conseguida. Con todo, no debemos estar demasiado confiados, ya que este encuentro servirá de advertencia al sultán, quien la próxima vez nos atacará en mayor número.

Hemos tenido ocasión de inspeccionar a los prisioneros turcos. Son hombres de piel oscura y de baja estatura, son nervudos y van bien equipados. No es verdad que tengan cuernos. Los pequeños caballos en los que cabalgan son excelentes, aunque los crían por su agilidad, no por su fuerza. Farfullan una lengua que es un verdadero galimatías, pero unos pocos hablan griego y gracias a ellos podemos comunicarnos. Hablan con gran respeto de su sultán, como si de un dios se tratara. Nuestros hombres los tratan muy mal, pero los griegos, que han vivido con ellos muchos años, les tienen más compasión.

Desde que están cautivos, rezan sus oraciones puntualmente, se levantan al alba para postrarse en el suelo, se lavan con gran diligencia y se preocupan mucho por sus animales. Nosotros los alimentamos con las sobras del campamento, pero ellos las limpian y les quitan todo lo que puede ser ofensivo a su religión. Cocinan y limpian concienzudamente lo que queda. En este aspecto son como los judíos, que también son muy escrupulosos con la comida. Esta forma de proceder contrasta mucho con la que observamos nosotros, los cristianos, que nos lo comemos todo prescindiendo del efecto que pueda tener sobre nuestro cuerpo o nuestra alma.

Esto me ha dado que pensar. ¿Será posible que lo que comemos pueda tener algún efecto sobre nuestra alma? ¿Vendrán de aquí los escrúpulos que sienten los turcos y los judíos en relación con la comida? ¿Y lo que dicen acerca de nosotros, hijos de Dios, cuando aseguran que nos comemos todos los animales, cocidos o crudos, limpios o sucios? Tal vez la fiebre que he padecido provenga de esto. A lo mejor es que debería de tener más cuidado con lo que como e imitar a estos infieles.

Hace tiempo que no veo al obispo Adhémar, ya que se ha hecho cargo del ala derecha de nuestro ejército. Me han dicho que ha cambiado mucho, que ya no es altanero ni intrigante, sino sociable, franco y valiente. Mientras que antes insistía en quedarse en su pabellón cuando se avecinaba alguna batalla, ahora se empeña en dirigir personalmente a sus soldados y lo hace con gran tesón. Los que antes lo temían o lo despreciaban, ahora se ven obligados a admirarlo.

Suponiendo que esto sea verdad, yo soy el único que conoce la verdadera causa de esta transformación. Al perdonarlo, lo he convertido en un hombre honrado. Ya no vive a la sombra de un pecado terrible y secreto, sino en la esperanza del paraíso, que yo le he comprado al precio de mi orgullo. Tal vez ahora incluso desea su propia muerte, puesto que ya merece el cielo a causa de sus maquinaciones. Ésta es la fe en que vivimos: compras y ventas, cambalaches y recompensas, la bancarrota o el cielo.

16 de junio

Nuestro asedio ha llegado casi a las murallas de Nicea. Los turcos, desde dentro, no cesan de arrojarnos piedras y flechas y de causar muchos heridos entre nosotros. A Uc, de la ciudad de Lunel, le alcanzó una piedra en el pie y ahora no puede andar. He avisado a un médico para que lo viera, pero pasarán días antes de que tenga ocasión de hacerlo.

Los griegos han encerrado sus máquinas de guerra dentro de una veintena de vástagos de los muros y los mandrones arrojan piedras enormes al interior. Cuando una de estas máquinas dispara un proyectil, el espectáculo es terrible. Las gruesas cuerdas se tensan y retuercen de tal manera que se corre peligro de desmoronar toda la estructura, pero cuando la palanca se dispara, la piedra sale proyectada con un ruido como de una tela al desgarrarse. Algunas van a dar en las torres y sueltan una lluvia de cascajo, otras salen volando hacia la ciudad y oímos el fragor del derrumbamiento cuando alcanzan las casas o los hombres. Por la noche la ciudad se llena de gemidos y lamentos de los heridos. Destacan sobre todo los ayes de las mujeres, aunque no sabríamos decir si son de dolor o de pesadumbre.

También utilizan enormes saetas, disparadas con ballestas gigantescas. Algunas tienen punta de acero y otras llevan una antorcha en un extremo. El daño que causan debe de ser terrible. Los griegos han hecho varias hogueras en la ciudad y, desde nuestra posición, vemos a los turcos que bajan cubos para sacar agua del lago. Cuando lo hacen, nuestros hombres se divierten disparándoles flechas. Llevan la cuenta de los muertos y se cruzan apuestas entre ellos. A veces se producen luchas cuando un turco no cae en el lago sino dentro de la ciudad. A fin de prevenir estas disputas, que pueden ser violentas, los hombres han acordado que un «turco de ciudad» vale la mitad que un «turco de lago».

Esta mañana ha llegado el primero de los barcos griegos transportado por carretas de bueyes. La labor del traslado ha sido enorme. Largas hileras de animales han llevado a rastras cada barco por espacio de más de doce leguas desde Civetot, población junto a la costa. Nos han dicho que han muerto más de cien animales al cruzar las montañas y que han tenido que abrirles paso a través de bosques de maleza y espino. De hecho, los hombres que han llegado, en su mayoría turcoples, son turcos que se han pasado al ejército del emperador, están exhaustos y van casi desnudos. En las espaldas de algunos se aprecian las marcas dejadas por los latigazos.

El pasado martes se dio por terminada la destrucción de la muralla. Los ingenieros griegos y nuestros provenzales han trabajado continuamente más de una semana en la torre situada más al sur, excavando una profunda zanja, eliminando las piedras de los cimientos y sustituyéndolas por fuertes tablones. Mi señor Raimundo ordenó que, para hacerlo, se encendieran hogueras. Los turcos no sospecharon nada hasta que las llamas consumieron la escrofa y comenzaron a lamer los muros de la torre.

Un minuto después, toda la estructura estaba envuelta en llamas que llegaban hasta los mismos torreones. Desde dentro oíamos los gritos de pavor de los turcos, que comenzaron a arrojar agua por las paredes. Sin embargo, no sirvió de nada. Se oía el rugido de las llamas que lamían los muros de la torre y en las alturas ondeaban olas de humo gris.

Estuvo quemando toda la tarde hasta el anochecer. Finalmente, cuando el sol ya se ponía, se oyó un espantoso estruendo y la torre se vino abajo con un súbito fragor. Nuestros hombres lanzaron vítores, pero mi señor Raimundo los frenó. Estaba demasiado oscuro para aventurarse a penetrar a través de los escombros. Los soldados se habrían dispersado y confundido, mientras los turcos, que estaban esperándonos dentro con antorchas, nos habrían hecho pedazos. Mañana por la mañana, con las primeras luces, iniciaremos el ataque.

18 de junio

Estoy dentro de los muros de Nicea. Voy a explicar cómo ha ocurrido el hecho procurando refrenar mi indignación.

Nadie esperaba que hoy caería la ciudad. Nadie. En lugar de cadáveres y de tanta carnicería, en lugar de casas incendiadas, de humo y de quejidos y lamentos de los prisioneros, reina el orden y la tranquilidad. Los gallardetes azul y oro de Alejo ondean tranquilamente sobre las murallas y yo estoy sentado en el comercio de un tonelero delante de una montaña de oro que me llega a las rodillas. Es evidente que es así como se costea la guerra en Oriente.

Por la mañana temprano, después de volar la torre, nos despertamos todos antes del amanecer. Dijimos nuestras oraciones en silencio, dirigidos por el padre Raimundo de Aguilléres. Después nos arrastramos silenciosamente, a fin de abrirnos paso a través de los escombros con las primeras luces del alba. El sol se levantaba a nuestras espaldas y ya estábamos a punto de proferir el grito de guerra: «Deus le volt!» y cargar contra la torre, cuando el sol iluminó la escena y pudimos ver lo que habían hecho los turcos.

Sin que pudiéramos explicarnos cómo lo habían hecho, durante la noche habían reconstruido la torre. Donde antes los boquetes eran lo bastante grandes para que por ellos pasaran dos o tres hombres de frente, ahora había una pared de ladrillo, ennegrecida pero sólida. Estábamos con las espadas en la mano, contemplando la escena boquiabiertos. No sabíamos cómo habían podido hacerlo, pero estaban tan decididos a no dejarnos entrar que se habían pasado toda la noche trabajando en silencio para reparar el daño que les habíamos causado.

Raimundo, mi señor, contempló la torre con aire de incredulidad.

—Son como demonios —dijo—, o quizá el demonio trabaja para ellos.

Detrás de nosotros los prisioneros turcos cayeron postrados —su postura favorita— y dieron gracias a Dios. Con grandes dificultades conseguimos que nuestros hombres se abstuvieran de atacarlos.

Todo el día lo pasamos de mal talante hasta que, por la tarde, tuvimos la noticia de que, siguiendo la orilla del lago, se nos acercaba un gran contingente de turcos. Supimos enseguida que se trataba del sultán Kilich Arselon, que acudía a socorrer la ciudad. Mi señor Raimundo envió mensajeros a Godofredo y a Bohemundo, quienes le replicaron que no se atrevían a abandonar sus posiciones en las murallas del norte y del este. Correspondió, pues, a los provenzales repeler el asalto.

Dejamos una fuerza mínima para enfrentarnos a las murallas y giramos en redondo. Nos habíamos dado cuenta de que se estaban congregando en lo alto de las colinas. Los había a millares, todos montados a caballo, con sus largos gallardetes ondeando sobre la tropa. Situamos a los arqueros en primera línea mientras nos vestíamos la cota de malla y nos colocábamos junto a los caballos.

El sol estaba bajo en el cielo, lo que dificultaba ver a los turcos. De pronto se oyó griterío procedente de las colinas y cargaron contra nosotros. Nuestros arqueros fueron los primeros en disparar y, como sus arcos eran más largos que los de los enemigos, abrieron varias brechas en sus filas. Pero los turcos continuaron a la carga.

Cuando conseguían ponerse a tiro, disparaban y sus flechas mataban a gran número de hombres y caballos. Sus asaltos proseguían mientras nosotros intercambiábamos ataques con ellos, sus flechas cortas se entrecruzaban con nuestras flechas largas y todas juntas con las piedras que escupían las máquinas. Los turcos eran valientes y luchaban por su sultán, que lo observaba todo desde lo alto de la colina. Sus alaridos y gritos eran horripilantes, pero nuestros hombres no se movían de su terreno ni de las fortificaciones donde hemos vivido por espacio de varias semanas.

Mi señor Raimundo dio finalmente la señal y montamos a caballo. Yo tenía que sujetar a Fatana porque se sentía ávida de lanzarse a la carga. Cuando los turcos estuvieron a unas cien varas, sonaron las trompetas. Yo bajé la lanza y azucé a Fatana, aunque la verdad es que no le hacía ninguna falta. Ella había ido a Oriente para eso y no había fuerza humana capaz de detenerla. Se lanzó como una flecha, atravesó la hilera de arqueros con las orejas dobladas hacia atrás, tensos los tendones del poderoso cuello a medida que avanzaba. Me resultaba imposible sujetarla.

Hicimos impacto en el mismo centro de las tropas turcas, igual que el choque de dos grandes olas. Nos arremolinamos entre ellos, moviéndonos de aquí para allá y dando porrazos a más y mejor. Era mi primer combate de verdad y de hecho parecía un sueño. Alrededor de mí había un gran número de hombres que vociferaban y soltaban juramentos, en tanto que los turcos aullaban y pegaban mandobles con sus sables cortos, disparaban flechas desde ambas direcciones y caían hombres por ambos lados.

Luché tal como me había enseñado mi padre, manteniendo abiertos los ojos, ahorrando fuerzas, atacando únicamente al blanco más cercano, vigilando constantemente a quién tenía en la espalda. Vi a un turco que arrebataba las riendas a Raimundo, mi señor, y le corté las manos de un tajo. Las vi caer, los dedos todavía asidos a las riendas y oí el alarido del hombre. Un momento después me abalancé sobre un hombre fornido que montaba un caballo pardo y la hoja le golpeó debajo mismo del brazo que tenía levantado. Después dos más se abalanzaron sobre mí y yo alcé la espada sobre mi cabeza y les di a los dos en las orejas.

Fue un combate salvaje y violento en el que rostros y caballos flotaban en una neblina de sangre. A veces no oía nada, otras un grito hendía el silencio. Vi rostros de hombre apuñalados, vi el casco de un hombre hundido en su cráneo de un hachazo. A uno y otro lado se oían relinchos de caballos que caían desplomados, hombres que salían despedidos, acuchillados, abatidos, pisoteados antes de tener tiempo de levantarse. Me sentía frenético y estaba empapado de sudor. No pensaba en otra cosa que en el primer hombre que se pondría al alcance de mi vista. La sangre me hervía de tal manera que oía su silbido en mis oídos y, mecánicamente, me balanceaba de un lado a otro y soltaba mandobles, sin sentir fatiga alguna y, para sorpresa mía, tampoco miedo.

En una ocasión, un turco se situó tan cerca de mí que le vi el interior de la boca al abrirla de forma desmesurada. Sin que pueda decir por qué, aquella visión me turbó de tal manera que me abalancé sobre él y lo derribé de su caballo. Volvió a ponerse en pie, de un modo torpe, como aturullado por el golpe, e insté a Fatana a que lo pisoteara. Pero ella se limitó a empujarlo y derribarlo de nuevo, después de lo cual un caballero hundió la lanza en el costado del turco. Vi la punta que se hundía, rasgaba la túnica y se deslizaba entre las costillas. Ya no volvería a salir de allí. Contemplé fascinado cómo el caballero intentaba librarla, retorciéndola y arrancándola violentamente hasta que las costillas se desgarraron de la carne y el turco profirió un grito, bajó la mano como intentando sujetarlas y finalmente mordió el polvo con los dientes.

Cuando la batalla alcanzó su apogeo intervino la infantería. Con un grito estremecedor embistió a la masa revuelta de jinetes, arremetiendo contra ellos con garrotes y lanzas. Turco que caía era apaleado y acuchillado. Pronto la infantería se vio empapada en la sangre que salpicaba de las monturas. Apuñalaban a los caballos turcos, les partían las patas y les agujereaban el cuello. Era una confusión en la que se utilizaban toda clase de armas, entre ellas los puños, los cinturones y los dientes. Finalmente, algunos turcos de las últimas filas comenzaron a volverse y a correr y, cuando sus camaradas los vieron, también perdieron empuje.

Ante esto se levantaron vítores de nuestros hombres y yo lancé la voz en grito y blandí la espada en el aire. De ella caían gotas de sangre en mis ojos y yo tenía que secarme para ver mejor. Cuando los turcos oyeron nuestros gritos huyeron en desbandada y yo sentí hasta lo más profundo de mis huesos que habíamos vencido.

Espolee a Fatana y arremetí con la espada contra todos los turcos que encontré a mi paso. Herí a algunos en la cara y a muchos en la espalda; de hecho me importaba poco, ya que huían y en mí había hecho presa la furia. Tenía la sobreveste tan manchada de sangre que se me pegaba a la cota de malla y tanto mi cara como mis brazos y manos estaban empapados. Todo era borroso alrededor, salvo el hombre al que estaba a punto de matar. Los males cometidos durante toda mi vida salían de mí al levantar el brazo.

Sus rápidas monturas hacían que no pudiera alcanzarlos. Cuando se puso el sol, desaparecieron entre las colinas que coronaban el lago. Algunos caballeros se lanzaban en su persecución y vi una cuadrilla de jinetes, sin duda los guardianes del sultán, que cargaban contra ellos y los atacaban. Desde la cumbre de las colinas donde habían ondeado los estandartes, toda una andanada de flechas certeras dejó interrumpida nuestra persecución. Pero no era preciso seguir adelante: habíamos derrotado al sultán en persona. Nicea quedaba abierta a nuestra misericordia.

Nuestras bajas eran impresionantes. La mitad de nuestras fuerzas habían resultado eliminadas, ya fuera por los muertos o por los heridos, aparte de que muchos de estos últimos no tenían remedio. Todo el campo estaba cubierto de hombres de Provenza, desde el frente de batalla hasta lo alto de las colinas. El peor sitio era aquel en que nuestra carga coincidía con la de ellos. Toda una maraña de cuerpos muertos de hombres y animales se entremezclaba hasta formar en algunos lugares un espesor enorme. Debajo de todos aquellos cadáveres se agitaban hombres vivos, cuyas heridas los debilitaban hasta tal punto que les era imposible liberarse. Vi a algunos soldados que se abrían paso a cuchilladas entre los cadáveres de los turcos al objeto de rescatarlos y que se hundían en el río de sangre que se había formado. En algunos sitios nuestros hombres caminaban con la sangre hasta los tobillos, lo que no les impedía ir en busca de heridos.

Me sentía agotado como nunca en mi vida. No sólo era mi cuerpo el agotado, sino también mi espíritu y también mi alma. Volví a caballo a la ciudad con la mente turbia. Junto a mi pabellón estaba Tomás, el rostro ennegrecido y la túnica empapada de sangre.

—¡Oh, señor! —exclamó—. Han matado a Dagoberto, le han cortado la cabeza. —Y al momento se desmoronó y rompió a llorar.

Di orden de que trajeran el cadáver del muchacho a nuestro campamento, pero lo habían degollado y no consiguieron encontrar la cabeza. Si lo pudimos identificar fue gracias a las tres estrellas que llevaba en el pecho en honor a mi persona.

Gerardo tiene una herida en las nalgas, pero Bernardo está bien y lo cuida. Resulta conmovedora la devoción de estos dos campesinos que se ocupan uno de otro como si fueran hermanos, es más, como marido y mujer. Uc sigue en el campamento con un pie ulcerado, Bartolomé no ha regresado todavía. Me han dicho que el padre Rene ha sucumbido en la batalla. Dicen que irrumpió en el peor momento y sin llevar arma alguna, como si buscase la muerte. Espero ardientemente que no fuera porque yo me había malquistado con él. La verdad es que todo hombre obedece sus propias decisiones y sigue el camino que le han trazado, ya sea hacia la vida o hacia la muerte.

El obispo Adhémar está celebrando en estos momentos una misa de acción de gracias en la plaza de la ciudad a la que todos estamos llamados a asistir. Mañana terminaré esto.

20 de junio

Hoy por la mañana no hay marcha ni batalla, por lo que puedo darme el gusto de permanecer en la cama que tengo en el comercio del tonelero. He encontrado en la casa algunos objetos curiosos de los que me sirvo, dando por sentado que sus propietarios ya no regresarán para reclamarlos. Mientras escribo estas líneas tengo delante de mí un pan plano como una torta, salpicado de semillas de sabor delicioso, y me lo voy comiendo. También dispongo de zumo de mandarina, dulce como lo más dulce que haya catado en mi vida.

Voy a escribir sobre el montón de oro que tengo delante y explicaré cómo se ha formado.

Después de nuestra batalla volvimos a la muralla sur y enviaron al duque de Normandía para que nos resarciera de nuestras pérdidas. A la mañana siguiente, él, Fulk Rechin y otros caballeros normandos hicieron una inspección de la posición que ocupábamos con mi señor Raimundo. El duque Roberto movió la cabeza apesadumbrado cuando mi señor Raimundo le dio cuenta de lo despiadada que había sido la lucha y le comunicó el número de muertos que habíamos tenido. Fulk Rechin reaccionó con furia creciente.

Fue entonces cuando los barcos del emperador hicieron por fin aparición en el lago. Nicea acabó por verse rodeada, pero seguía contando con poderosas defensas y, según las noticias que teníamos, estaba suficientemente aprovisionada para soportar un largo sitio.

—A lo mejor tenemos que quedarnos aquí todo el invierno —observó Raimundo, mi señor.

—O esto o arriesgarnos a sufrir un asalto —replicó el duque Roberto.

—Ya se ha dado la orden —comentó Raimundo— y va a costamos cara… más de lo que podemos permitirnos, puesto que necesitamos a todos los hombres para defender Jerusalén.

Fulk Rechin preguntó entonces si teníamos algún prisionero. Mi señor Raimundo lo condujo al campamento, donde teníamos bajo custodia a los turcos que habíamos hecho prisioneros en las dos batallas. Eran unos doscientos.

Fulk Rechin solicitó hablar aparte con el duque Roberto. Aunque no pudimos oír lo que decían, vimos que el duque fruncía el ceño y que después asentía con aire grave. Al final oímos que decía:

—Por supuesto, por supuesto…

Fulk Rechin volvió junto a nosotros y preguntó a Raimundo, mi señor, si podía hacerse cargo de los prisioneros a fin de llevar a cabo un plan que pudiera ahorrarnos un largo sitio y, al mismo tiempo, un mortal asalto. Raimundo, mi señor, asintió.

Formaba parte de la escolta del duque Roberto mi antiguo compañero Landry Gros, a quien pregunté qué se proponía Fulk Rechin.

—En nuestra lengua tenemos un dicho, Escrivel —replicó, diciendo por lo bajo algunas coplas, que tradujo así—: A veces vale más un aviso que una guerra.

Y dándose unos golpecitos en la cabeza, me hizo un guiño.

No tardé en darme cuenta de lo que quería decirme. Cuando los normandos habían relevado a nuestros guardas, habían traído consigo una docena de grandes cestas de mimbre, desenvainado las espadas y arremetido contra los turcos, que estaban postrados haciendo sus oraciones de la mañana. Mientras los turcos levantaban sus voces al cielo entregándose al canto rítmico con el que ya estábamos familiarizados, los normandos empezaron a cortar cabezas de forma sistemática. Una tras otra, cogieron las cabezas cercenadas por los cabellos y las echaron en las cestas hasta que hubieron degollado a los doscientos prisioneros que tenían. Las cestas que contenían las cabezas fueron trasladadas a la primera línea del asedio.

Aquella tarde hubo una descarga como nunca la había habido. Los normandos cargaron las catapultas con las cabezas cercenadas, todavía chorreando sangre, y las proyectaron por encima de las murallas. No tardamos en oír los gritos de horror que salían de dentro. Una vez disparadas las doscientas cabezas dentro de la ciudad, se produjo un silencio que se prolongó durante casi una hora. Después, en lo alto de los muros, se izó una bandera que anunciaba el deseo de parlamentar.

—Esto no falla nunca —observó Landry Gros.

Los nobles, capitaneados por Godofredo, Bohemundo, Roberto y Raimundo, mi señor, se congregaron para recibir a los emisarios turcos. Las puertas, que tanto tiempo nos habían estado cerradas, se nos abrieron de pronto. Para nuestra sorpresa, salió Butumites.

Parece que había estado negociando en secreto con los turcos por orden del emperador. Cuando los turcos se enteraron de que llegaba el sultán para liberar la ciudad, interrumpieron las conversaciones. Después de nuestra batalla se reanudaron las mismas, aunque sin nuestro conocimiento. Los turcos esperaban prolongarlas hasta que Kilich Arselon pudiera atacar de nuevo, pero el sultán les envió una misiva autorizándoles a decidir su propio destino. Después de la advertencia de los normandos decidieron rendirse inmediatamente, aunque no a nosotros, sino al emperador.

A este fin, Alejo se trasladó en secreto a Pelecanum, donde Butumites lo tenía informado continuamente de la situación. Después de enterarse de la decisión de rendirse por parte de los turcos, envió un mensaje diciendo que no se permitiría a ningún ejército franco entrar en la ciudad. Así fue como Butumites, sirviéndose de los barcos enviados por Alejo, acuarteló secretamente Nicea a pesar de que nosotros ya estábamos preparando el asalto.

Esta traición enfureció a nuestros hombres, que habían esperado vengarse de los turcos y saquear la ciudad. A fin de impedirlo, Alejo se nos anticipó. Parece que no tenía ningún deseo de conquistar una ciudad arruinada ni de dejar que nuestros capitanes se adueñasen de ella. Así es que nuestro sitio de Nicea no terminó en victoria sino en traición.

A fin de compensarnos, Alejo nos ha enviado, tanto a nosotros como a nuestros hombres, dones en alimentos y oro. Se han facilitado provisiones y un puñado de monedas de oro a cada soldado del ejército, cada caballero ha sido recompensado con alhajas y a cada noble se le ha concedido la tercera parte de su peso en oro. Por esto estoy sentado delante de este montón de oro.

Debo decir con absoluta franqueza que no tiene para mí ninguna utilidad y que tampoco lo deseo. Pienso repartirlo entre mis hombres, que tanto pueden optar por guardarlo como por despilfarrarlo a su antojo. Están acampados fuera de las puertas principales y yo voy cada mañana y cada tarde a visitarlos. Uc ya no puede caminar y el médico me ha dicho que tendrán que cortarle el pie. Todavía no se lo he dicho, aunque pienso comunicárselo esta noche, una vez haya disfrutado de la cena que ofrece el emperador. Dagoberto fue enterrado delante de la muralla sur de Nicea, en el cementerio inaugurado por los francos. Tomás se encuentra bien, aunque sigue melancólico.

Bartolomé ha tenido una experiencia de lo más singular. Quedó separado de nosotros en el curso de la batalla y recibió un fuerte golpe en la cabeza. Después de pasar dos días en el campo fue descubierto por una cuadrilla de enterradores, que lo arrojaron a la fosa común y lo cubrieron de tierra. Entonces volvió a la vida. Desde entonces, sin embargo, su carácter ha experimentado un gran cambio. Ya no tiene aquella jovialidad de otros tiempos, ahora está siempre taciturno y se pasa horas sentado sumido en una especie de hechizo.

La herida de Gerardo no es seria, pero me he enterado de que mantiene relaciones contra natura con Bernardo. Al preguntar a Bernardo acerca del particular, éste se desmoronó y rompió a llorar diciendo que nunca había estado con ninguna mujer y que no esperaba estarlo. Le ordené, y ordené también a Gerardo, que se confesase con el padre Raimundo de Aguilléres y que no volviese a mantener relación con ningún hombre. Pese a ello, sigo descubriendo a Bernardo mirando fascinado a Gerardo, y a éste moviéndose, abatido, a través del campamento, igual que una esposa repudiada. De buena gana los enviaría a casa, pero entonces me quedaría sin soldados propios.

Tomás está conmigo en el comercio donde vivo. Sigue melancólico y quejumbroso. No me resulta de mucha utilidad como escudero, pero no tengo valor para echarlo, pese a que últimamente hay un ser que se me ha ofrecido y que se empeña en ponerse a mi servicio.

Si he dicho «ser» es porque sería difícil decir quién o qué es. Físicamente es un hombre bajito, en extremo delgado y de poco más de cuarenta años. Tiene la piel tan oscura que podría decirse de él que es moro. Camina encorvado y los años pasados al sol han hecho que esté muy curtido, si bien sus piernas son fuertes y me ha jurado que es capaz de trabajar de firme y digno de toda confianza. Se llama Mansur, habla un francés bastante correcto y dice que es cristiano. Creo que debe de ser circasiano del norte, y que los hay en gran número en Nicea. Conserva pocos dientes en la boca y le faltan dos dedos de la mano izquierda que, según dice, le cortaron los turcos por haber robado. Parece rápido de entendederas y me parece que necesitaré su ayuda. Pienso ponerlo a prueba un tiempo, por lo menos mientras estamos aquí.

26 de junio

Nicea es una ciudad extraña. Sus habitantes son en su mayoría cristianos griegos, aunque abundan también los judíos, armenios y sirios. Los que figuran en menor número son los turcos, que actualmente viven bajo la protección del emperador. Esta mañana la esposa de Kilich Arselon ha sido escoltada con gran pompa desde la ciudad. Acaba de dar a luz y, junto con su hijo recién nacido y los otros dos que ya tenía, se ha trasladado de aquí a Constantinopla, donde será invitada de Alejo hasta que se hagan los preparativos necesarios para devolverla a su marido.

Cuando nos enteramos de este particular hubo gran revuelo en el ejército, ya que algunos de nuestros capitanes consideraban que había que utilizarla como rehén para conseguir que pudiésemos pasar libremente a Jerusalén. Alejo, sin embargo, no quiso oír hablar del asunto e insistió en que su honor exigía que fuera devuelta. O sea que la seguridad de una mujer turca vale más para él que las vidas de miles de soldados cristianos. ¡Ése es el honor de los griegos!

He aprovechado el tiempo para descansar y reflexionar. Han ocurrido muchas cosas desde que salí de Lunel hace casi un año. En este tiempo he participado en cuatro batallas, dos contra cristianos y dos contra turcos. Es evidente que los turcos pelean mejor. Son muy valientes y fieros, aunque incapaces de resistir una carga de nuestros jinetes. Ésa debe ser, pues, nuestra táctica: nada de luchar contra ellos de manera precipitada, sino esperar a que se congreguen y atacarlos después.

En lo que a mí respecta, he cambiado enormemente. Hasta yo me doy cuenta de ello. Recuerdo que, en casa, me dejaba llevar, me sentía empujado por mis deseos, sin un objetivo concreto a la vista. Esta peregrinación a Jerusalén, con toda su ferocidad y sus extraños encuentros, me ha servido para reflexionar. Todo hombre debe tener una meta, un objetivo por el que luchar y que le permita valorar sus progresos. Para mí este objetivo es Jerusalén y no ya sólo como objetivo, sino también como aspiración. Por esto este viaje no es sólo el de un soldado sino también el viaje de un alma. La meta a la que tiende mi alma es el Santo Sepulcro, sólo mi alma puede saber qué encontraré cuando llegue a él. Sólo ella lo reconocerá cuando alcance el fin que persigo.

Mi criado Mansur ha resultado tan bueno como decía. Es trabajador, diligente y muy solícito en todo lo que se refiere a mi bienestar. Pese a ser extranjero, entiende mucho mejor que Tomás la misión de un escudero. Bartolomé se ha convertido prácticamente en un ser inútil. Dice que ve visiones y que oye voces y a menudo se pasa el día contemplando, maravillado, los cielos. Algunos soldados ignorantes lo consideran un místico. Me parece que la frontera que separa la santidad de una lesión en la cabeza debe de ser casi imperceptible.

Ayer el médico cortó el pie infectado de Uc. Cuatro de nosotros lo sosteníamos mientras él se lo cortaba con el cuchillo. El pobre muchacho lloraba, gritaba y nos pedía por favor que lo soltásemos o lo matásemos de una vez. Creo que no podrá olvidar nunca el ruido de la sierra al cortar el hueso, tan parecido al que hacían los carniceros de Lunel provocándome estremecimientos. Esto me hace pensar en lo mucho que nos parecemos a los animales.

Cuando hubo terminado el trabajo, el médico cubrió el muñón con alquitrán hirviente, lo que arrancó nuevos gritos al muchacho. Después se lo envolvió con un trozo de lino y Uc se quedó tumbado en el santuario de los turcos, que ellos llaman mezquita y que utilizamos como alojamiento de nuestros heridos. Mi señor Raimundo dice que debemos abandonar Nicea dentro de dos días. Uc tendrá que quedarse aquí de momento y, si sobrevive, lo trasladarán a Lunel de alguna manera. De ser así, le daré cartas para mi esposa, mi madre y mi hermana y de ese modo podrán enterarse de que aún estoy vivo.

Tendría que decir algo sobre el obispo Adhémar. Después de la batalla se habló mucho de su comportamiento al mando de nuestras tropas. Se dice que demostró un extraordinario valor y que ahora sus hombres le dedican plena lealtad.

He pensado mucho acerca de nuestras relaciones. Cuando se figuró que se moría, me imploró que lo perdonase, y cuando pensó que me moría yo me arrancó el perdón. Es posible que un hombre cambie de la noche a la mañana, pero lo dudo. De ser así, entonces quizá estuvo bien que yo lo perdonase puesto que, aunque no soy cura, tal vez he salvado su alma. Pero si esto no es más que una de sus estratagemas, espero que alcance su objetivo de morir al servicio del Salvador. Me contento con dejarlo en manos de Dios.

Mañana iniciamos el largo camino hacia Antioquía.

28 de junio

Hemos caminado todo el día hasta llegar a un pueblo llamado Leuce. Es un lugar triste, apenas se ven más que chozas a todo lo largo del camino. Es un país abandonado de la mano de Dios, pobre y seco, pero por lo menos la gente no se agazapa, aterrada, cuando nos ve llegar. Evidentemente se han enterado de nuestro comportamiento en Nicea y ahora están en sus casas dispuestos a negociar con nosotros.

Esta tarde se han reunido nuestros capitanes para discutir el futuro de nuestra campaña. Se ha decidido que el ejército se dividiría en dos partes, la primera saldrá mañana y la segunda se quedará más atrás, a un día de marcha. El grupo delantero estará dirigido por el príncipe Bohemundo e incluirá a los normandos, los flamencos, los soldados del conde Esteban de Blois y los griegos enviados por Alejo. Estos últimos obedecen órdenes de un general llamado Tatikios, un hombre de nariz larga y ojos fieros de quien se dice que es de estirpe turca. Sustituye al traicionero Butumites, al que nos hemos negado a tener en nuestro ejército. Parece que Tatikios tiene gran fama como general de caballería, pero queda por ver si es más digno de confianza que su predecesor.

Nuestro grupo estará capitaneado por Raimundo, mi señor, y por el conde Godofredo y, aparte de los soldados de éstos, consta de soldados franceses a las órdenes de Hugo de Vermandois, hermano del rey. Pese a su título rimbombante, me inspira poco respeto. Es bajo, rechoncho y calvo, y pasa gran parte del tiempo disponible dando la lata con su ropa. No es soldado y, durante nuestra batalla con los turcos, se mantuvo aparte, haciendo ondear sus estandartes y gritando epítetos, aunque sin hacer daño a nadie. Sus soldados son los mejor vestidos de todo el ejército, aunque su valor combativo todavía está por demostrar. Los llevamos en el centro de la columna, entre los provenzales y los oriundos de Lorena al mando de Godofredo, ya que no se les puede confiar la vanguardia ni la retaguardia.

Después de las semanas que ha durado el sitio y de los días pasados en Nicea, vuelvo a estar en mi pabellón. Está húmedo y lleno de escarabajos de caparazón duro, muy abundantes en esta zona. Mansur procura que me resulte un lugar cómodo y agradable. Su negra figurilla no para un momento de moverse, siempre está arreglando cosas, limpiando, esponjando los cojines que ha traído de Nicea, ocupándose de mi comida y de la cama. Lo he recompensado con una cantidad de oro del que nos ha dado el emperador. Al principio no quería aceptarlo pero, al insistirle, apartó la mirada a un lado y los ojos se le llenaron de lágrimas. Aceptó humildemente el oro y se retiró a su alojamiento, situado fuera de mi pabellón pero junto a la puerta del mismo, de donde ha desalojado a Tomás que, pese a que refunfuñaba contra Mansur, lo teme demasiado.

30 de junio

Hemos acampado en un paso elevado situado entre montañas. El primer grupo del ejército ya ha llegado a la llanura. Delante de nosotros se extiende la ciudad de Dorilea, donde se bifurcan los caminos que se dirigen al este y al sur. Una vez allí deberemos decidir cuál tomamos para ir a Tierra Santa.

He comenzado a pensar por vez primera en esa tierra, un lugar que en otro tiempo me parecía tan distante, pero que ahora sé que está al final de ese camino que tengo ante mí. Doy gracias a Dios por haberme conservado la vida hasta este momento, ya que al mirar desde la altura donde nos encontramos, veo fuegos en la distancia e imagino que pueden ser los de Antioquía, la ciudad de san Pedro, primera capital de nuestra religión. Ahora empieza a cobrar realidad a mis ojos, comienza a cobrar vida.

El aire aquí es más frío que en las tierras bajas, con sus interminables bosques de maleza y espino. Por esos alrededores hay flores silvestres que no había visto en mi vida, brotes en forma de corazón con manchas de todos los tonos, flores de ascidio cargadas de néctar y minúsculos capullos morados con el centro dorado. Me siento en una roca, con una de esas flores en la mano y contemplando las estrellas, la espada sobre las rodillas, mi vieja sobreveste depositada en el suelo, la cruz bien visible en el hombro. Todo está tranquilo y en paz y me parece oír en la brisa voces de santos que me dan la bienvenida a su sacro reino.

Veo caer una estrella fugaz y formulo el deseo de vivir el tiempo suficiente para volver a mi casa. Sin embargo, si no ha de ser así, ¡qué felicidad dar la propia vida por un sueño de fe bajo estrellas como éstas y en presencia de la silente majestad, no ya de príncipes terrenales, sino de esa flor morada que Dios me ha puesto en las manos!

En este capullo veo

la eternidad desplegarse;

aquí está la voluntad de Dios,

en esas motas doradas.

¿Qué he hecho yo

para querer tanto?

¿Qué deuda he pagado

por un perdón tan grande?

Estoy aquí esta noche,

el fuego me da vida,

todo se llena de alas de ángeles.

No son mis pensamientos

los que me asaltan y conspiran,

sino mi alma la que canta.

Lo que adivinaba el pensamiento

ahora el alma lo sabe:

aunque las luces se apaguen,

la puerta no ha de cerrarse.

2 de julio

Ayer salimos por la mañana temprano. No habíamos recorrido un gran trecho cuando un mensajero se acercó al galope, jadeante y excitado. Venía a anunciarnos que nuestra columna principal había sufrido el ataque de un gran contingente de turcos y que estaba defendiéndose con denuedo mientras esperaba nuestra llegada.

No perdimos tiempo. Los jinetes se lanzaron al galope, dando órdenes a la infantería para que les siguiera todo lo rápido que la llevaran las piernas. El calor no nos permitía viajar con la cota de malla, por lo que los carros con todos los pertrechos nos siguieron de cerca hasta la cresta de las montañas. Allí, mientras nos armábamos, contemplamos la batalla que se desarrollaba abajo, en la llanura[66].

Las fuerzas turcas eran considerables, muchos millares de jinetes que hacían sus rápidas maniobras y efectuaban sus asaltos contra nuestra línea, oleada tras oleada. El aire se ensombrecía de flechas, disparadas por sus jinetes y por nuestros infantes, quienes habían formado un círculo y estaban peleando desde todos lados. Era evidente que los turcos se figuraban que tenían acorraladas todas nuestras fuerzas.

—¡Ahora los cazaremos! —gritó Raimundo, mi señor.

Godofredo opinó que debíamos dividir nuestras fuerzas y atacar desde dos flancos, pero Raimundo decidió en contra e instó a un ataque masivo. Mientras ocurría esto, apareció nuestra retaguardia y, para sorpresa nuestra, desapareció a través de las montañas en dirección sur. No tuvimos tiempo de preguntarnos qué hacían, pero montando en nuestras caballerías lo más rápidamente que nos fue posible, formamos nuestras líneas y cargamos montaña abajo.

La rapidez de nuestros caballos a través de aquellas laderas nos dio un ímpetu que los hacía imbatibles. Cuando llegamos a la llanura nos desplegamos en abanico siguiendo una línea de batalla de media legua de anchura, con quinientos jinetes al galope a plena carga. Un sector de las fuerzas turcas arremetió contra nosotros tratando de impedir que nuestras tropas se abrieran paso, pero las machacamos. Una vez nos hubimos unido, nuestros camaradas dieron orden de contraatacar y, con gran fragor de trompetas y aclamaciones a Dios, nos volvimos contra ellos, empujándolos por todos lados.

En aquel momento se oyó una enorme algarabía que provenía de lo alto de las colinas y se propagaba hacia poniente y toda una imponente oleada de caballería se lanzó sobre nosotros. Todos iban ataviados con ropajes de seda negra y oro y de sus cascos colgaban largos pañuelos. No eran soldados del sultán sino otro tipo de guerreros, gloriosos y fieros[67]. Se abalanzaron sobre nosotros como tigres, blandiendo largas y curvadas espadas y amparándose en sus escudos dorados. Nuestra infantería se abstuvo de cargar, pero Bohemundo reunió a sus normandos y se volvió para unirse a ellos.

El ruido que produjo el choque levantó ecos en toda la llanura; era metal contra metal, carne contra carne, gritos, alaridos, entrechocar de armas. Aunque nosotros también nos encontrábamos en pleno fragor de la batalla, estábamos fascinados con ella y hubo un momento en que todo quedó en suspenso, como a la espera de ver el resultado que se obtendría. Los normandos estaban en la gloria. Era un combate muy reñido con un enemigo bárbaro como el que había luchado con sus antepasados. Su fuerza era enorme y su destreza cortaba el aliento, pero los soldados tocados con pañuelos no cejaban en su empeño.

Ahora la batalla arreciaba en dos frentes, el nuestro contra los hombres del sultán y la sangrienta lucha de los normandos. En pocos minutos los dos frentes se convirtieron en uno solo y nos vimos empujados hacia el pie de las colinas. Sonó una trompeta y nos detuvimos lo suficiente para que nuestros arqueros soltaran una descarga. Aquello hizo titubear a los turcos, pero volvieron a la carga. Las líneas de batalla iban trenzándose y destrenzándose a través del valle y cada flujo y reflujo del combate dejaba muertos tras de sí. Ningún bando estaba dispuesto a ceder y parecía que ya íbamos a despedazarnos unos a otros cuando, desde las colinas y en dirección sur, se oyó el clamor de una trompeta.

Nuestra retaguardia, que se había apartado de nuestro contingente de forma tan inesperada, irrumpió atronando en la llanura. Era el obispo Adhémar que, tal vez guiado por Dios, había hecho aquel rodeo para aparecer en el flanco turco. La maniobra dio resultado. Los turcos, que no esperaban verse atacados desde aquel lado, se replegaron y huyeron. Nada de lo que hicieron sus generales consiguió estabilizarlos. Los hombres de Adhémar se abalanzaron sobre sus filas, abriendo brecha en ellas desde atrás pese a que nosotros contraatacábamos desde el frente. Ahora eran los turcos los que estaban atrapados y entre ellos cundió el pánico.

Lo que había sido hasta entonces una batalla campal se convirtió en una degollina. Los turcos encontraban cortada la retirada en cada revuelta. Era horrible verlos pugnando por dar con una salida y encontrando el camino cortado por detrás. Al final los jinetes de los pañuelos se detuvieron en el centro mismo de la llanura, un cuerpo de ejército formado por hombres valientes que se sacrificaban para que sus compañeros pudieran huir.

Había sido una dura batalla y se había prolongado seis horas. Cuando volvimos a reagruparnos fuera de la ciudad ya era media tarde. Las pérdidas a ambos lados habían sido cuantiosas, aunque las nuestras no eran ni de lejos tan importantes como las suyas. En nuestro botín se cuenta el pabellón del sultán Kilich Arselon, con todas sus sedas y alhajas. Nuestros hombres se las han repartido después de muchas peleas y cabezas rotas.

Yo tengo una herida en el brazo que no recuerdo haberme hecho y Fatana es tan valiente que, pese a tener dos agujeros en el pecho, no ha vacilado ni un momento. Creo que los turcos están decididamente derrotados. Permita Dios que esta victoria nos deje expedito el camino hacia Antioquía.

9 de julio

Camino de Antioquía

Hemos estado cinco días de marcha. Esta tierra es la más dejada de la mano de Dios que he visto en mi vida. Soy débil y aún estaré más débil, ahora tengo tan pocos ánimos que ni capaz me siento de levantarme para escribir.

Después de la batalla en la llanura nuestros capitanes se reunieron a deliberar para elegir el camino que tomaríamos. De Dorilea parten tres caminos y todos se dirigen a Oriente. El que está situado más al norte nos habría conducido a unas tierras que están en poder de los turcos. El del centro, que lleva directamente a Oriente y es el más corto de los que conducen a Antioquía, atraviesa un desierto de sal donde, según nos informó Tatikios, no hay agua ni tampoco ningún pueblo ni sitio alguno donde descansar. El camino final, el del sur, nos lleva a través de un largo rodeo hacia Antioquía, pero ofrece oportunidades para conseguir provisiones o, según nos dijo, la posibilidad de bordear ese inmenso desierto salado.

Así pues, no hacía falta devanarse mucho los sesos. Seguimos el camino del sur y debo decir que es un infierno. Es una tierra sin sombra y en ella no crecen otra cosa que hierbajos y espinos. La tierra parece yeso y se desmigaja en las manos y el sol arrecia con espantosa crueldad. Nuestro ejército ofrece una imagen digna de verse. Parecemos fantasmas, estamos cubiertos de polvo blanco y nos movemos con penosa lentitud. Los caballos se tambalean, jadean y los hombres caminan con el cuerpo doblado debido al calor y la sed. Antes que nosotros ya pasaron los turcos por estas tierras y destruyeron todo cuanto encontraron a su paso. Incendiaron alquerías y pueblos enteros, cegaron los pozos con piedras, arrasaron los campos y contaminaron los arroyos con animales muertos.

Aunque nos dirigimos al sur, todavía estamos demasiado lejos de la costa para ser aprovisionados por los barcos griegos que, además, han zarpado para apoderarse de las ciudades costeras. Así pues, Alejo aprovecha nuestro avance para mejorar su posición y recuperar los puertos perdidos. Nosotros somos ahora un ejército separado de nuestra base, que se mueve a través del país del enemigo sin esperanza de encontrar suministros ni liberación.

Para mí es un misterio cómo los hombres pueden aguantar tanto, pero es algo que me inspira admiración. Caminan en doble fila, siguiendo la espalda del que tienen delante, concentrándose únicamente en el camino que se extiende. Cuando nos paramos a descansar, se desploman allí donde se encuentran en ese momento. Algunos encienden hogueras para asar la escasa carne de que disponen. Otros caen dormidos y ya no despiertan hasta el primer toque de trompeta.

En estos momentos de descanso hay un silencio que yo no había conocido en mi vida en el ejército. Nadie dice nada, ni siquiera se escuchan murmullos de descontento, sólo el silbido del viento cálido que baja de las montañas y los ruidos apagados de los animales. A menudo me da por reflexionar en este asunto en que andamos metidos, en eso de matar a nuestros semejantes por razones de fe, y entonces pienso en que hay tanta bravura en nuestra peregrinación, tal nobleza en nuestro porte pese a los harapos que vestimos y tal fortaleza en nuestros hombres que si alguna vez ha habido soldados dispuestos a matar por un ideal, son los nuestros, y si ha habido hombres que merecieran perdón por tales muertes, también son los nuestros.

Estos campesinos sencillos que llevan la cruz en la espalda son capaces de sufrir cualquier adversidad por la fe. Pero ¿qué fe? ¿Quién lo sabe? Tan sólo cada hombre podría decir por sí solo por qué está aquí. En lo que a mí toca, sé que estoy aquí por mis pecados. Y si continúo aquí es porque estos hombres buenos siguen caminando trabajosamente delante de mí día tras día y duermen alrededor de mí noche tras noche, metidos en un ambiente que apesta, sin proferir una sola queja, aunque nadie se había aventurado nunca tan lejos de su casa como ellos.

El obispo Adhémar se ha convertido en el héroe del ejército. El ataque que protagonizó fue una brillante hazaña, de esto no cabe duda, y su valentía ya es leyenda entre los hombres. Este terrible pecador, merecedor de la muerte y del infierno, se ha transformado en un santo por el solo hecho de haberse arrepentido de sus culpas. Ahora camina muy erguido, su altanería se ha transformado en nobleza. En sus ojos hay una mirada celestial. Es indudable que este hombre ha sufrido un cambio. Su peregrinación ya es de por sí un éxito. Le deseo todo el bien de este mundo, puesto que sólo Dios conoce la naturaleza de sus méritos.

19 de julio

Estamos perdiendo fuerzas. Muchos hombres se han quedado en el camino, demasiado débiles o enfermos para proseguir el viaje. Los dejamos con algunos muchachos para que se encarguen de atenderlos, siempre con la esperanza de que no sufran ningún ataque de los turcos. Ya son tres los caballos que han muerto, los hombres despedazan cada caballo y cada mula que sucumbe. La sed que padecen los enloquece hasta tal punto que beben la sangre de los animales caídos y hasta la orina que encuentran en la vejiga.

Me cuesta Dios y ayuda mantener con vida a Fatana, pero me parte el corazón cuando veo que se ha quedado en los huesos. Tiene un velo en los ojos y los flancos hundidos, pese a lo cual sigue caminando penosamente a mi lado. La he liberado de la silla de montar, que he abandonado en el camino. Me la había regalado mi padrastro, y mientras íbamos alejándonos de ella me volvía continuamente a mirarla. ¡Pobre silla muda, allí caída en el polvo! También hemos abandonado nuestras pertenencias, ya que las mulas se veían incapaces de seguir el paso que llevamos pese a ser lento. Llevo puesta una túnica y he cubierto con otra el lomo de Fatana. Me he envuelto la cabeza con la sobreveste a manera de turbante. Temo, sin embargo, que acabaré desnudo antes de que termine la expedición. Estamos atravesando una tierra sin duda maldecida por Dios. Primero era un desierto de sal, ahora caminos a través de marismas. Estos aguazales son tan profundos y están tan llenos de polvo y de légamo que nos vemos obligados a vadearlos con el agua hasta la cintura, un agua que no se puede beber ni ofrece alivio alguno al bochorno.

La otra noche el conde Godofredo pilló una tremenda borrachera y se fue a las montañas a buscar un oso. Lo encontró, pero esta vez no tuvo la suerte que suele acompañarlo. El oso le dio un zarpazo en el pecho y ahora tenemos que transportarlo en una litera. Su hermano Balduino se encarga de capitanear a los soldados de Godofredo y los hombres sufren lo indecible debido a su crueldad. Los insulta y los obliga a avanzar a golpe de espada, como si ellos tuvieran la culpa de la desolación de estas tierras.

Mi señor Raimundo padece fiebres y tiene que ser transportado en una portaize[68]. Lo atiende su médico y el padre Raimundo de Aguilléres; todos tememos por su vida. Si las oraciones sirven de alguna cosa, no hay duda de que conseguirá recuperarse, ya que cuenta con las incesantes oraciones de todos los provenzales.

Sin embargo, no confío del todo en la oración. ¿Será verdad que Dios oye realmente mi voz? ¿Qué entiende la lengua que hablo? ¿Qué puede valorar mis deseos, deslindar lo que me es necesario de lo que no necesito? ¿Será posible que se preocupe verdaderamente de mí, Roger de Lunel, treinta años, hijo de Ricardo y Helena, que lleva una túnica manchada y hace sus necesidades a la vera del camino[69]? No hay duda de que el Rey del Universo tiene muchas otras preocupaciones antes que pensar en mí.

He visto morir hombres buenos mientras estaban en plena oración, precisamente cuando lo que pedían era poder ver a sus familiares una sola vez. Y he visto a hombres de espíritu mezquino que eran recompensados cuando lo único que pedían eran riquezas o la destrucción de sus enemigos. ¿No rezan acaso los turcos? La verdad es que yo los he visto rezar: cuatro, cinco y hasta seis veces al día. Y a veces también he visto que, mientras estaban rezando, les cortaban la cabeza, que salía despedida y se estrellaba contra la pared. ¿Qué va a pasar si ellos rezan para conseguir la victoria sobre nosotros mientras nosotros rezamos con igual fervor y vehemencia para obtenerla sobre ellos? ¿Qué oración atenderá Dios? ¿Qué bando puede esperar una respuesta de Dios?

Todavía me obsesiona la imagen del brazo que corté en la batalla de Nicea. En el desierto de sal, mientras caminábamos acribillados bajo el sol, lo veía flotando ante mis ojos. El muñón estaba lívido y los dedos retorcidos como garfios que quisieran clavarse en mi rostro. De noche sueño con el brazo. Me hace señas para incitarme a atravesar la marisma salada, me indica el camino hacia Antioquía. ¿He de seguir a un brazo amputado hasta las puertas de san Pedro, aquel que reposó su cabeza sobre el Santo Pecho durante la cena y después lo negó tres veces? ¿Tomaré esta mano desencarnada en la mía y me acercaré, cogido de ella, al Sepulcro de Nuestro Señor?

Anoche, en el curso de una pesadilla, la devoré. Me comí aquel brazo igual que un salvaje, rebañando la carne hasta que los labios me chorrearon sangre. Mastiqué los dedos y lamí los espacios interdigitales y, cuando lo hube devorado todo, desperté rebosante de pasión y descubrí que en la palma de mi mano se había derramado mi propia semilla. ¿Qué querrá decir esto? ¿Qué puede significar encontrándome en el estado en que me encuentro?

28 de julio

Hemos dejado atrás las marismas, pero el desierto de sal continúa. Ante nuestros ojos se perfila a lo lejos una cordillera de montañas, no puedo imaginarme cómo conseguiremos atravesarla. Más de la mitad de nuestros animales están muertos; sus huesos son el testimonio de nuestro avance a través de estas tierras dejadas de la mano de Dios. Ahora porfío por mantener con vida a Fatana, tarea que sería imposible sin la ayuda de Mansur.

No sé cómo se las arregla, ni tampoco me interesa saberlo, pero cada día al atardecer desaparece y cuando vuelve, poco antes del alba, dispongo de agua y forraje para Fatana y de comida para mí. Es un hombre sumamente listo y muy eficiente en el trabajo. Cuando abandona nuestro campamento sólo se lleva un saco doblado entre las ropas y, cuando vuelve, antes de que despierte el ejército, regresa con el saco lleno. No exagero si digo que debo la vida a este ser tan curioso y que el misterio que lo rodea sólo puede compararse a su fidelidad. No hay duda de que es Dios quien me lo ha enviado.

Ayer vi morir a un muchacho. Era francés de París, uno de los hombres del príncipe Hugo. Se había rezagado, incapaz de seguir, y cuando me volví y vi aquel rostro tan joven y digno de compasión no pude por menos que detenerme. Lo recogimos y lo pusimos en el carro donde transporto mis pertenencias, ya que me sentía incapaz de abandonarlo.

A la puesta del sol, cuando acampamos, me lo llevé a mi pabellón. Entró entonces Mansur, como hace siempre, para sacudirme el polvo de la túnica y lavarme los pies y las manos. Al ver al joven se quedó en suspenso y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Demasiado hermoso para morir, effendi —me dijo, ya que siempre se dirige a mí con la palabra que significa «señor» en turco.

La verdad es que el muchacho era angelical, especialmente a causa de la palidez de su rostro y de sus demacrados miembros. Estaba cubierto de pies a cabeza con el blanco polvillo que deja la sal, por lo que Mansur se dedicó a limpiarlo. ¡Con qué gentileza lo hizo! Movía su endeble cuerpo con el mismo amor que habría puesto una madre y hacía tan feliz al muchacho que el pobre desgraciado no hacía más que sonreír. Finalmente levantó la mano hacia la tostada cara de Mansur, hizo una profunda aspiración y dijo:

—¡Qué Dios te bendiga, quienquiera que seas!

Y acto seguido se derrumbó y expiró.

Mansur cerró los azules ojos del muchacho y puso sus brazos en cruz sobre su pecho desnudo y exiguo. Después reclinó su cabeza en la que tenía arrollado un turbante y pronunció las oraciones que le dictaba su religión. Yo me sentía profundamente conmovido. Jamás un muchacho había tenido una muerte más tranquila, ni tampoco, lejos de su casa, un funeral más reverente.

Esta espantosa marcha ha reducido extraordinariamente el ejército. Día tras día, bajo el implacable sol de la inmensa y blanca llanura, ha ido mermando cada vez más. No sé de dónde habríamos sacado las fuerzas para combatir contra los turcos si hubieran aparecido entonces. Difícilmente cabría imaginar un lugar como éste: un mar de polvo blanco, una nube de polvo que parece un fantasma burlón que levantaran nuestras pisadas. Los hombres sumergen sus ropas en el agua salobre que encontramos en el camino y se cubren la boca y la nariz porque el polvo es sofocante. Lo inhalan, se ahogan, tosen y hasta llegan a echar sangre. Tienen los párpados cubiertos de polvo, se les pega al cabello y a la barba y acaban pareciendo un ejército de viejos que avanzaran tambaleándose a través de un sueño.

El ruido del sol casi se oye. El calor produce una especie de zumbido, nos quema el rostro por la mañana y la espalda por la tarde. De no ser por este polvo blanco estaríamos todos más negros que Mansur. Se me parte el corazón cuando veo a todos estos hombres que han venido hasta aquí sólo para caer desmoronados en este desierto y no levantarse nunca más. Los vamos viendo a lo largo de leguas y más leguas, inmóviles montones de carne a través de la blanca llanura. Hace mucho tiempo que hemos dejado de enterrarlos. Las cruces que lucen en la espalda darán testimonio de su persona.

Aquellos jinetes a los que se les ha muerto el caballo se ven obligados a hacer el camino andando o, si su dignidad se lo permite, a ir montados en mulas o incluso en bueyes. Vi a Gastón de Béarn, noble famoso por su dignidad, a horcajadas sobre un buey, las manos agarradas a una cuerda en torno al cuello del animal y con una expresión de indiferencia pintada en el rostro. Normalmente esta escena nos habría arrancado una carcajada, pero la ignoramos y seguimos nuestro camino.

Marchamos casi desnudos. He ido abandonándolo todo salvo la túnica y la espada. La sobreveste, la malla y la corona se encuentran en el carro donde viajan mis pertenencias. He dado órdenes para que todo lo demás se abandonara, a fin de transportar en los carros al mayor número de heridos. Así pues, nuestro camino ha quedado sembrado de restos del ejército y las divisas de más de un noble franco están abandonadas en el camino.

Escribo todo esto a la luz de la luna, fuera de mi pabellón, que parece un ventisquero, tan cubierto está de polvo. No se distingue una pulgada siquiera de sus franjas azules y doradas. Mansur está a mis pies, aprovechando unas pocas horas de descanso antes de salir a buscar forraje. Todo el ejército está en silencio. El desierto casi es bello bajo el resplandor de la luna, blanco sobre blanco, pero es una imagen que no tiene fin, salvo el marcado por las montañas. Y a lo mejor las montañas son la muerte.

3 de agosto

Hace una semana que no escribo nada, la peor semana de mi vida. Cuando se terminó el desierto de sal vino una tierra cubierta de espinos. Los arbustos espinosos se extendían hasta allí donde alcanzaba la vista, nos desgarraban la ropa y la carne a nuestro paso, era tal la cantidad de sangre que se habría dicho que allí había habido una batalla. Algunos de los griegos roían aquellos arbustos no sólo por la humedad que encerraban sino también por su carne. Pronto todos los hombres del ejército hicieron lo mismo, a pesar de que los pinchos les hacían sangrar la boca. Era escasa el agua de los tallos, pero la necesidad que sentíamos era tan desesperada que los succionamos con avidez.

Me pareció que sabían a pergamino, un sabor amargo y seco, aunque no incomestible. No tardamos en aprender a arrancar los pinchos con los dientes para poder extraer el precioso líquido. Después quitamos la corteza oscura y nos comimos las ramas. Un poco más lejos llegamos a los campos de caña silvestre, lo que supuso para nosotros un don divino. Pese a que la caña era dura y estaba tan prieta como un rollo de pergamino, nos la comimos con avidez. Los tallos eran muy húmedos y su dulzura cristalina suponía un gran refresco. Fatana los saboreó de manera especial y casi lloré de alegría al ver con qué fruición devoraba los puñados que yo le llevaba. Esto, junto con la carne de los animales muertos, nos mantuvo con vida.

Hace tres días que hemos llegado a la cordillera y porfiamos por superar la primera alineación. Tal como me figuraba, es más de lo que muchos son capaces de superar. Sin embargo, cuando llegamos a las alturas, encontramos un pequeño manantial, y nobles, caballeros y campesinos se lanzaron sobre él dando gracias a Dios por haberlo puesto en su camino. La imagen era cómica, ya que eran centenares los hombres medio muertos de sed que lamían con la lengua lo que era poco más que un exiguo reguero que serpenteaba por las rocas. Llorábamos y reíamos, nos salpicábamos con el agua y, finalmente, nos quitamos las túnicas y nos revolcamos en aquel raquítico arroyo. Después nos quedamos jadeantes y exhaustos. Finalmente llegaron las lluvias.

Se precipitaron sobre nosotros con el estruendo del trueno y violentos fulgores en el cielo. Eran, además, muy frías, tan frías como las lluvias de invierno en Francia, nos calaban hasta los huesos. No había ni media hora de sosiego entre el calor agobiante y aquella lluvia que nos empapaba y nos dejaba ateridos. Hace tres días que llueve sin parar. Pese a ello seguimos caminando, seguimos rezando, seguimos durmiendo, siempre bajo la lluvia. No nos ha vivificado, más bien nos ha hundido. Los hombres no se recatan de llorar, maldicen el cielo y hasta maldicen a Dios. Aunque parezca increíble, algunos han dado media vuelta, se quedan detrás de la columna formando pequeños grupos y vuelven sobre sus pasos camino del desierto.

6 de agosto

Hoy, al caer la tarde, el padre Raimundo ha dado la extremaunción a mi señor. No esperan que viva. Me ha llamado a su pabellón para darme instrucciones y, cuando lo he visto, me he quedado aterrado. Estaba tan demacrado que le sobresalían las paletillas y su rostro parecía el de una calavera. Se le había caído todo el cabello y tenía la piel del cráneo llena de manchas y de hoyos. Apenas lo reconocí hasta que sonrió. Sí, aquéllos eran sus dientes, tan fuertes y poderosos como siempre.

—¡Roger! —me llamó.

Me acerqué más a él porque estaba diluviando y me costaba distinguir sus palabras.

—Los curas me han administrado los sacramentos, pero no voy a darles este gusto.

Le respondí que me gustaba oírselo decir.

—Se figuran que esta expedición es cosa suya —prosiguió de manera casi frenética—, pero se equivocan. Esto es una búsqueda espiritual y ellos saben de religión, pero no saben nada del espíritu.

De pronto me agarró del brazo con tal fuerza que me produjo un agudo dolor.

—Tú y yo lo sabemos —dijo—, lo hemos notado dentro de nosotros como la madre nota el niño que lleva en el vientre…

Cerró los ojos y se dejó caer de espaldas, exhausto. Observé la expresión de su rostro, preguntándome qué habría querido decir con esas extrañas palabras. Por fin volvió a abrir los ojos. Había una melancólica calma en ellos, una especie de decisión mezclada con desaliento. Jamás le había visto aquella mirada. Movió la cabeza, que reposaba en el cojín empapado de sudor.

—Nosotros dejamos que nos penetre la polla de Dios y queremos retenerla dentro —dijo—, pero Él se remueve y se agita y al final deposita la semilla en nuestras almas. Y nosotros crecemos con ella, tenemos los dolores de parto y nos redimimos… como ocurre con esta… esta peregrinación. Las mujeres… las mujeres no saben una palabra de todo esto. No saben nada de la violación de Dios… —Su voz se arrastró un momento, pero de pronto comenzó a gritar—: ¡Las mujeres son las putas de los hombres, pero los hombres son las putas de Dios!

Pensé que estaba delirando y fui a buscar al médico, pero mi señor Raimundo me agarró de nuevo:

—Lo llevan entre las piernas —dijo— y dejan entrar a nuestros pobres y lamentables miembros en su interior y se figuran que han conseguido algo extraordinario. Un gran amor. Pero nosotros… —Me agarró la manga con ambas manos—, todo el cuerpo de un hombre es el útero de Dios. Él nos echa dentro la semilla y nosotros tenemos que aguantarnos. Aguantarnos o morir. Por eso hemos venido aquí… para parir el fruto de Dios. Para convertirnos en árboles, en arbustos, en campos de trigo.

Le rogué que se quedara quieto, tumbado boca arriba, pero se negó. Estaba poseído por una idea y quería expresarla.

—Nosotros… tú y yo, Roger, somos las yeguas de cría para uso de Dios. Debemos quedar preñados. Preñados con… nada. Estos sufrimientos, estas batallas, sirven para vaciarnos, ¿lo comprendes, amigo? Tienes que quedar preñado con Nada para dar nacimiento a Dios.

Inquieto, desesperado, escrutó con los ojos el oscuro pabellón.

—Los curas no lo entienden. Ellos hacen fórmulas, convenios, tratos… compran y venden a Dios. Pero son estériles. Tan estériles como ese desierto que hemos atravesado y tan fugitivos como las laderas de esas colinas de fango.

Me atrajo del brazo hasta que su rostro quedó junto al mío. Le hedía el aliento y hablaba con voz jadeante.

—Tienes que salvar esta peregrinación frente a los curas —dijo—. Si un alma, una sola, llega al Sepulcro, si un alma capta el misterio que hay dentro, entonces nuestra expedición será un éxito. En caso contrario…

Finalmente se dejó caer hacia atrás, con el horror pintado en los ojos.

—En caso contrario, las almas de todos aquellos que hemos matado y de aquellos a los que hemos conducido a la muerte nos acosarán durante toda la eternidad.

Le dije que lo entendía perfectamente, aunque sabía que no era así. Él también lo sabía y me dio unos golpecitos en el brazo.

—Confío en ti, Roger. Si muero antes de llegar a la Ciudad Santa, confío en ti para que esta peregrinación no haya sido en vano, para garantizar que no se convertirá en la mentira que los curas querrán hacer de ella. En tu corazón… por lo menos en tu corazón, tiene que ser verdad.

Le prometí que le sería fiel. Me apretó la mano con fuerza.

—Ahora ya conoces mi legado —dijo—. Si muero, tú deberás transmitirlo en mi nombre.

Salí de su pabellón con los ojos arrasados en lágrimas y fui al encuentro de la lluvia. El obispo Adhémar, al que no veía desde hacía semanas, estaba delante de mí.

—¿Ha muerto? —preguntó.

No había malevolencia en su voz, lo que me sorprendió.

—No —dije—, aunque dudo que sobreviva.

—Me odia —dijo el obispo—, y por eso no dejaría que yo le administrase el sacramento.

—No; te compadece —repliqué—, lo mismo que yo.

Me alejé, pero él me llamó.

—Roger, yo he cambiado —dijo.

Me volví hacia él. La lluvia nos salpicaba la cara pero ni él ni yo estábamos dispuestos a parpadear.

—Lo sé —dije—, el que tú eras antes no merecía nuestra piedad.

El mismo día, más tarde

He pasado toda la noche despierto escuchando la lluvia y reflexionando sobre lo que ha dicho mi señor. Resuena profundamente en mi alma, me suena muy familiar, pero estoy demasiado cansado o me encuentro excesivamente embotado para encontrarle sentido. El Sepulcro me llama como debe llamarlo a él. Pero ¿qué es el Sepulcro? Una tumba, un lugar donde durante tres breves días el Hijo de Dios esperó en el mundo para resucitar.

Mansur ha venido a bañarme. Me ha lavado los pies, la cara, las piernas. Lo hace con la suavidad con que lo haría una mujer. Cuando termina, siento sueño. Nunca me mira a los ojos, sólo atiende estrictamente a su trabajo. Me pregunto qué pensará de mí, de este noble franco que ha venido a su mundo persiguiendo un sueño de salvación. Ha rechazado tantas veces mis ofrecimientos de dinero que sé que no es esto lo que espera de mí. ¿Por qué lo hace entonces?, me pregunto. Sin embargo, me abstengo de preguntárselo. A lo mejor, como Tomás, le tengo miedo debido a sus movimientos rápidos y eficientes y a esa concentración intensa que demuestra en sus cosas. Pero ¿por qué he de tenerle miedo?

Quizá me tengo miedo a mí mismo y al cambio que se ha operado en mí. Se trata de un cambio que sólo entiendo en parte, pero que se refleja indudablemente en mis miembros, que se van encogido y adelgazado de tal manera que resultan patéticos, con la piel despegada de la carne como la de un pollo hervido. Esta noche, cuando Mansur me ha quitado las polainas y me ha dejado las piernas desnudas para lavármelas, ha faltado poco para que me echase a reír. ¿Éste es Roger de Lunel, señor de sus dominios, hijo de Ricardo de Borgoña?

No, éste es un viejo con piernas como patas de pollo, blancas como el yeso y delgadas como cañas. La muerte no viene de fuera, crece dentro de uno, haciéndonos cada vez más lo que somos hasta que ya ni nosotros mismos nos reconocemos debido a tanta endeblez. Estoy convirtiéndome en un extraño incluso para mí, en reflejo de la muerte. Estoy convirtiéndome en muerte, que no es negra ni amenazadora, sino blanca, conocida, frágil, recubierta de pellejo seco.

Pese a ello, Mansur me lava tan cuidadosamente como si yo fuera un príncipe de su país natal, pasa las manos por mis pingajos e introduce las yemas de los dedos en mis articulaciones como si fueran el mecanismo más precioso de este mundo. ¿Acaso no lo somos? ¿No somos el mecanismo más precioso que ha hecho Dios, destinado a cumplir sus mandamientos y avanzando hacia la muerte?

Espero que mi señor salga con bien de este trance. Si muriese, ¿con quién hablaría yo? ¿A quién tomaría como modelo? Te lo pido por favor, Dios mío, si existes y te ocupas de nuestros asuntos, devuélvele la salud. Si no lo haces por mí, hazlo por nuestra expedición que, después de todo, no es otra cosa que tu propia expedición puesta en nuestras manos.

Ya hemos atravesado las montañas y estamos acercándonos a una ciudad llamada Iconio, situada a la cabeza de un fértil valle en el que abundan arroyos, campos y árboles de sombra apacible. Quedamos tan estupefactos al coronar la última eminencia y encontrarnos con esta visión que ni pudimos articular palabra. De pronto un caballero cayó de rodillas y se puso a cantar un himno, otros no tardaron en unirse a él. Muchos hombres no podían retener el llanto y hasta hubo uno que dijo:

—¡Esto es el Paraíso!

Durante el período en que Raimundo y Godofredo han estado enfermos, el conde Balduino se ha encargado de capitanear las tropas. Cuando estábamos en aquella cima desde la cual se divisaba todo el valle, se me acercó y, frunciendo su cara enjuta, dijo que era evidente que los turcos nos tenderían una trampa. Dio orden, pues, de que nadie bajara al valle hasta que un grupo de soldados hubieran explorado el lugar y reconocido la ciudad. Como en la vanguardia hay tan pocos nobles con caballos capaces de cabalgar, me he brindado a hacer un viaje solo.

Balduino me ha mirado de reojo.

—Que te acompañe tu escudero —ha dicho—, o cuando menos el pagano. Así, si te capturan, puedes enviarlo para que nos diga qué rescate piden. —Y con sonrisa melancólica ha añadido—: Ya que ha de ser así, deberías decirme dónde guarda el oro el conde Raimundo.

Le he dado las gracias por sus desvelos y le he repetido que mañana pensaba hacer la exploración yo solo.

Antes de que se hiciera de día me he vestido con la ropa propia para batallar y he bajado desde las alturas. El valle era largo y ancho y en sus profundidades se apreciaba el frescor de las sombras. Me he abierto paso a través de los árboles que bordeaban un lado del camino y he observado a los turcos. He empleado una hora a caballo para llegar a la ciudad, que está rodeada por una muralla baja de piedra, coronada por unas almenas de madera. Las puertas estaban abiertas de par en par y por ellas transitaban los campesinos que iban a trabajar sus campos. Me he presentado ante un grupo de esos labradores, que se han parado al momento y se han quedado mirándome.

Finalmente se me ha acercado uno, un anciano con una azada de mango largo. Me ha dicho en voz baja unas palabras en griego y, al ver que no le contestaba, las ha repetido en latín:

—¿Sois los francos que vienen de Occidente?

Le repliqué que, efectivamente, yo era uno de ellos, y ya iba a preguntarle si había turcos en la ciudad cuando el hombre de pronto profirió un grito y cayó de rodillas en tierra. Fatana dio un respingo, pero el hombre tendió los brazos y, para mi sorpresa, me ha besado las espuelas. Al cabo de un momento me vi rodeado de campesinos que, empuñando las riendas de la montura, me condujeron a la ciudad. Ya allí, la gente me recibió con honores de héroe.

En su mayoría son armenios, proceden del norte y han sufrido muy malos tratos de los turcos. Nos han abierto las puertas de su ciudad y nos tratan como hermanos. Hemos hecho el campamento bajo las murallas y vamos a disfrutar de nuestra primera buena comida y del primer descanso desde que salimos de Nicea.

Mi señor Raimundo está mejorando a Dios gracias, en tanto que el conde Godofredo ha aparecido por vez primera en el campamento desde que sufrió las heridas del oso. Se ha presentado ante nosotros cohibido e indeciso, se ha quitado la túnica y la blusa y nos ha mostrado las cicatrices. Tiene cuatro heridas rojas en diagonal que le atraviesan el pecho y otras dos en el cuello y la espalda, verdaderamente un recuerdo inolvidable. Sus hombres han adoptado esas franjas de sangre como divisa y se las han pintado en su escudo. También han adoptado al oso como emblema.

Cada mañana y cada tarde acuden a nuestro campamento chicas armenias. No son especialmente atractivas, tienen la piel grasienta, la nariz ganchuda y mala dentadura, pero son muy risueñas, adoptan poses descaradas y muchos de nuestros hombres se prendan de ellas. Tomás las mira con aire avieso, supongo que porque sabe que, como se comporte de forma indebida, recibirá una buena tanda de palos. De todos modos, acostarse con una mujer es una gran tentación, sentir el calor palpitante de su cuerpo, extraviarse entre sus brazos hasta olvidarse de todo…

En lo que a mí respecta, voy a resistir. Hace tanto tiempo que no me acuesto con una mujer que ya he olvidado esa sensación. Incluso me parece extraño, imposible casi, que pueda acercarme a otra persona. Me siento torpe cuando miro a las chicas de la ciudad y bajo los ojos cuando me tropiezo con alguna. Parezco un colegial. Creo, sin embargo, que lo que temo son las enfermedades venéreas o tal vez perder esta sensación de bienestar y de paz interior que me ha reportado tan larga abstinencia.

¡Qué extraño es todo esto! En este tiempo he matado hombres, he cortado el brazo de uno y arrancado las costillas a otro, me he empapado de sangre extranjera, pero pienso que mientras consiga abstenerme de la sexualidad sigo siendo bueno. Sin embargo, la sexualidad es un sentimiento cálido, humano y, en cambio, matar es brutal y un acto de sangre fría. ¿De dónde ha salido este concepto? ¿De la religión? Supongo que sí, ya que matar es un acto que sirve a los propósitos de la Iglesia mientras que el placer no le aprovecha en nada.

Ahora, mientras estoy tumbado panza arriba en este hermoso valle, rodeado de rumores campestres y contemplando un cielo azul sin una sola nube, pienso en las palabras de Raimundo, mi señor, y en lo que me dijo de que los hombres eran las putas de Dios. Tal vez yo lo sea, ya que estoy al servicio de Dios y cumplo sus mandatos, incluso a costa de violarme a mí mismo. Pero ¿a qué se refería cuando hablaba de la simiente? ¿Qué quiso decir al afirmar que uno quedaba embarazado con «nada» para dar nacimiento a Dios? ¿Y qué quiso decir el judío de Brindisi cuando dijo que mi confesión no podía ser sincera hasta que yo comprendiera que la sexualidad y la duda eran una sola y misma cosa? ¿Y qué quise decir yo en mi momento más extremo, cuando escribí que rezaba a Dios suponiendo que existiera y se preocupase por mis cosas?

¡Extraña peregrinación si, en lugar de acercarme a Dios, me aparta de Él!

16 de agosto

Hace un año que me fui de mi casa. Han sucedido muchas cosas, pero la mayoría siguen en el aire. Pasamos tres días descansando en Iconio y hasta los caballeros normandos trataron a la gente con respeto y sólo violaron a unas cuantas chicas, pero no mataron a ninguna. Ahora hemos emprendido el camino hacia Heraclea, la última ciudad antes de Antioquía. Si conseguimos tomarla y tomamos después Antioquía, podremos decir que tenemos despejado el camino a Jerusalén. Es evidente, sin embargo, que los turcos lucharán para impedirlo.

Los habitantes de Iconio han sustituido nuestros carros y nuestros caballos, dándonos los suyos y los de los pueblos vecinos. Nos han proporcionado comida para la marcha y nos han enseñado a hacer botas para agua con las vejigas de las cabras. Las dejan secar al sol y después las restriegan con aceite para que sean flexibles y fuertes. Esas bolsas de agua pueden contener cantidad suficiente para varios días y ahora no hay hombre del ejército que no tenga una. También nos han proporcionado guías que nos muestran las fuentes de los pastores que los turcos no conocen y no están envenenadas. ¡Qué Dios bendiga a los armenios de esta tierra!

Tengo la satisfacción de hacer constar que Raimundo, mi señor, se ha restablecido. Esta mañana hemos salido de Iconio, él a caballo por primera vez desde hacía semanas. Estaba muy disgustado de que su caballo hubiera muerto durante la marcha y de que hubiera sido despedazado. Al enterarse de que, sin saberlo, también él había comido carne de su propio caballo, ha vomitado.

Ante nosotros se levantan las montañas que los armenios llaman Antitauro. Nuestros guías nos han dicho que son escarpadas y fragosas y que algunos de los pasos pueden llamarse apenas caminos de cabras y discurren sobre precipicios. Lo he hablado con mi señor, tratando de distraerlo de la melancolía que lo invade mientras cabalgamos juntos. Pero él me ha interrumpido con la pregunta:

—¿Te figuraste que me había vuelto loco?

Le he dicho que sabía lo que era el delirio, pero él ha movido negativamente la cabeza.

—No era delirio sino revelación. La fiebre ha quemado los coágulos de mis ojos y ahora veo con claridad. No debes decir a nadie las cosas que yo te dije, ya que de lo contrario, si llega a oídos de los curas, me tacharán de blasfemo. Pero tú recuérdalo, Roger.

Le he dicho que así lo haría y que había estado reflexionando profundamente sobre sus palabras.

—¿Y qué has decidido? —me ha preguntado él.

—Esperaré a llegar al Sepulcro.

Ha sonreído y me ha dado unas palmaditas en el brazo.

—No podemos hacer otra cosa —ha dicho.

21 de agosto

Heraclea

Nuestros exploradores nos han informado que la ciudad está llena de turcos, que es un fuerte bastión, bien pertrechado, y que los habitantes, que son armenios, han sufrido terribles persecuciones. Nos han traído informes de hombres decapitados y de mujeres colgadas por los pechos. Dicen que incluso a los niños les han cortado las manos y los pies por robar en la armería turca y mutilar a sus animales.

Después de la bienvenida de que fuimos objeto en Iconio, nuestros hombres se sentían ávidos de tomar por asalto la ciudad. Formamos nuestras líneas de batalla en la llanura que se extiende delante de la ciudad y al frente de las mismas se pusieron Raimundo, Godofredo, Bohemundo y Roberto. Veíamos a los turcos que nos atisbaban entre las almenas. Después, cuando avanzamos, con los caballeros en primera línea y los arqueros y la infantería en perfecta formación detrás, los turcos desaparecieron. Supusimos que habrían ido a preparar las catapultas y los proyectiles pero, en lugar de ello, cuando estábamos a unas doscientas yardas de la ciudad, abrieron de par en par sus puertas y todos los habitantes se precipitaron por ellas para darnos la bienvenida entre vítores, aclamaciones y gritos:

—¡Han huido! ¡Han huido!

Los armenios nos saludaban como a sus libertadores, abriéndonos sus casas y sus despensas. Fue la primera vez que tuvimos la impresión de que aquella expedición podía ser realmente un éxito. Pero entonces comenzaron las discusiones. Se trataba del camino que debíamos seguir hasta Antioquía y la discusión se centraba en las Puertas de Cilicia.

Los nobles de más alto rango se habían congregado en el pabellón del obispo Adhémar. Estaba también presente el griego Tatikios junto con los ancianos de la ciudad, un príncipe armenio y varios mercaderes. Desplegaron ante nosotros grandes mapas del país en los que aparecían trazados los caminos que conducían a Antioquía. El más directo lleva hacia el sur a través del alto paso de montaña conocido como las Puertas de Cilicia. Hay un segundo camino, que describe un gran arco en dirección nordeste y sigue el antiguo camino militar bizantino a través de Cesárea Mazacha, y el paso bajo conocido con el nombre de Puertas de Amanus a Marash y que de aquí va a Antioquía.

El conde Tancredo, sobrino de Bohemundo, fue el primero en tomar la palabra:

—Es evidente —dijo dando unos golpecitos en el mapa— que tenemos que tomar la ruta del sur.

Balduino, hermano de Godofredo, estaba de acuerdo con él.

—Yo lo conozco. El paso es peligroso, pero sería locura aventurarse demasiado al norte. Además, la ruta del sur nos lleva a través de Tarso, la ciudad de Pablo. ¿Acaso no supone un galardón más para los cristianos?

—El galardón lo será para ti —le espetó el conde Godofredo señalando el mapa—. Una vez atravesadas las Puertas de Cilicia vienen las Puertas de Siria, que se encuentran en manos de los turcos. Son escarpadas y angostas. Bastaría con que un puñado de hombres se situasen en lo alto y soltasen unas cuantas piedras por aquellos peñascales para impedir el paso a todo un ejército.

—Yo tomaré Tarso y expulsaré a los turcos —dijo Balduino.

—Tú tomarás Tarso y quédate la ciudad para ti —le replicó Godofredo.

—¿Qué tenemos que hacer, entonces? —respondió Balduino.

El obispo Adhémar pareció reprocharle sus palabras.

—Estamos aquí por Dios —dijo.

—Tú estarás aquí por Dios —replicó Balduino—, pero yo estoy aquí porque mi maldito hermano es el amo de todas las tierras de Lorena.

Al oír aquellas palabras, Godofredo se sulfuró.

—Lo que pasa es que tú eres un cerdo —masculló.

Balduino no le hizo caso y se volvió hacia Adhémar.

—Yo quiero un reino —exclamó con desfachatez—, y tú vas a necesitar un reino en Siria para proteger tus rutas de peregrinación. Tus intereses y los míos son los mismos.

—Nosotros tenemos interés en mantener el ejército unido —respondió Raimundo, mi señor.

Balduino cogió los guantes.

—Yo paso por las Puertas de Cilicia —exclamó—. ¿Quién viene conmigo?

Tancredo manifestó que él se apuntaba. Al oír sus palabras, Bohemundo se acercó a su sobrino, lo agarró por el cuello y le pegó un puñetazo en la boca.

—¡Cretino! —le soltó—. ¿Quieres dividir el ejército ante las mismas narices de los turcos?

Tancredo se enjugó la sangre de los labios.

—Tú ya eres rey —le respondió—. Y yo quiero tener la oportunidad de serlo.

—¿Rey tú? —exclamó Bohemundo soltando una carcajada—. Si tu madre era una asquerosa puta que te echó al mundo en un callejón de Mesina.

—Seguro que lo sabes —respondió Tancredo—, era tu hermana.

Bohemundo volvió a golpearlo, esta vez con tal violencia que tuvimos que separarlos. El obispo Adhémar acalló a voces toda aquella algarabía:

—El ejército se trasladará por el norte. No podemos correr el riesgo de hacerle atravesar los pasos de montaña. —Balduino iba a protestar pero Adhémar levantó la mano—. Sin embargo —prosiguió con vehemencia—, si estos dos jóvenes quieren ocupar Tarso, que lo hagan.

Ahora los que protestaron fueron los otros nobles, pero Adhémar también los hizo callar.

—Tienen mi permiso para seguir ese camino —declaró, pero volviéndose hacia Balduino y Tancredo prosiguió—: Recordad, no obstante… que todas las ciudades que ocupéis deben de servir a los fines que persigue la Iglesia.

—Y son propiedad del emperador —intervino Tatikios.

Balduino le dedicó una sonrisa burlona.

—Esto ya lo decidiremos cuando llegue el emperador —declaró.

En esto el príncipe armenio, que se llama Roupen, tomó la palabra. Es un hombre con los hombros en forma de campana, siempre vestido de negro y con una nariz larga, ojos ribeteados de negro y bigotes caídos.

—Las ciudades de las que habláis no pertenecen a la Iglesia ni al emperador —dijo con el marcado acento de su lengua—. Tampoco pertenecen a estos jóvenes nobles. Estas ciudades son armenias y pertenecen a nuestro pueblo.

—Tu pueblo es cristiano —aclaró Balduino—, tiene que aclamarnos por fuerza como sus reyes.

El príncipe Roupen lo miró durante un largo momento.

—¿Cuántas naturalezas tiene Cristo? —dijo al cabo.

Balduino lo observó de reojo.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Roupen se volvió hacia Tancredo.

—¿Cuántas? —repitió.

Tancredo se encogió de hombros.

—Tres —dijo—: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Adhémar hizo chasquear la lengua como hacen los maestros de escuela con los discípulos.

—No te he dicho cuántas personas, idiota —replicó—. La pregunta es cuántas naturalezas. —Se volvió hacia Roupen y asintió lentamente con la cabeza—. Tú eres monofisita, ¿verdad? O sea, hereje.

—Nuestro Señor Jesucristo tiene una sola naturaleza, medio humana y medio divina —replicó el príncipe.

—Dos —puntualizó Adhémar—, una totalmente humana y otra totalmente divina.

—Eso es una tontería —le espetó Roupen.

—Es la verdad —dijo Adhémar.

—Dos, tres, veinte —intervino el conde Balduino—, ¿qué importancia tiene?

El príncipe Roupen miró fijamente los ojillos bizcos de Balduino.

—La importancia es que si vosotros queréis imponer vuestra religión a nuestro pueblo os cortarán el pescuezo —explicó—. Seréis bienvenidos como libertadores, no como reyes. Os aconsejo que os mováis por el norte, entre vuestros amigos.

—Hacedlo —dijo Bohemundo.

Tancredo y Balduino saltaron.

—Nosotros allí no tenemos ningún amigo —dijo Tancredo, y los dos salieron del pabellón.

Han trasladado sus fuerzas al extremo más apartado de la ciudad, Tancredo con cien caballeros y trescientos infantes y Balduino con quinientos caballeros y más de dos mil soldados de a pie. Godofredo está resignado a la deserción de su hermano, pero Bohemundo está muy enfurecido. Ha prohibido que nadie de su ejército se asocie con su sobrino y los hombres que lo acompañan y ha dado instrucciones estrictas, reforzadas con amenazas, conminando a que la gente de la ciudad no los aprovisione. Por consiguiente, no esperamos que permanezca mucho más tiempo en Heraclea.

28 de agosto

Anoche encontré a mi escudero, Tomás, deshecho en llanto. Primero pensé que era mejor dejarlo tranquilo, pero lloraba tan amargamente que opté por acercarme al sitio donde se encontraba, debajo de un limonero a pocas varas de nuestro campamento. Intenté consolarlo pero, para mi sorpresa, se volvió hacia mí.

—¿Quién te figuras que eres? —dijo con el rostro contraído y hecho un mar de lágrimas.

Yo retrocedí, atónito.

—No sabes lo que dices —le dije.

—Así es —respondió—. He olvidado que fui hombre.

Tomó dos puñados de tierra y los arrojó lejos de sí.

—Tú has bebido —dije.

—¡No es verdad! —gruñó—. No he hecho nada capaz de complacer a un hombre.

Y se echó a llorar de nuevo de forma tan exagerada que comprendí que no podía dejarlo abandonado a su dolor.

—Eres peregrino —le dije sentándome a su lado—, y esta pena es indecorosa a ojos de Dios y de tu amo.

Entonces se volvió hacia mí con una expresión de tristeza que me obligó a guardar silencio.

—Tú me has destruido, tú y Dios —dijo. Y luego se levantó la túnica y se soltó las medias al tiempo que decía—: Anoche vino a mi encuentro una chica de la ciudad. Era una chica muy bonita, con el cabello lleno de nudos. Me dijo que le apetecía estar conmigo… ya sabes qué significa «estar» tratándose de chicas y hombres. —Al decir esto se había desabrochado la parte delantera y ya estaba bajándose las medias—. Entonces me metió mano aquí… —prosiguió con un tinte otra vez amargo— y se encontró con esto.

Cuando me lo mostró, quedé estupefacto. Tenía los testículos marchitos y negros como dos higos podridos. Soltó una risa cruel.

—«¡Fruta seca!», me dijo ella al verlo. «¡Es fruta seca!». Y fue a contárselo a las otras chicas. Ahora ya ninguna querrá estar conmigo, todas se burlarán de mí y me pedirán que les enseñe mi fruta seca. Hasta me ofrecen dinero para que se la enseñe. ¿Soy hombre o no soy hombre? —Cogió aquellas cosas marchitas con la palma de la mano—. Esto es por tu culpa, por tu culpa y por los castigos que me has impuesto. ¡Quiero morir! —dijo rompiendo a sollozar de nuevo—. Me voy a matar, ¿cómo voy a vivir de esta manera?

Entonces se echó sobre mis rodillas y comenzó a llorar desconsoladamente mientras su cuerpo jadeaba como si fuera a estallarle.

Le acaricié la cabeza un momento antes de que se levantara. La verdad es que lo que he hecho con él es terrible, él, que no me ha hecho ningún daño y no se ha separado nunca de mí pese a mis pecados y a esta peregrinación. ¿Qué puedo hacer para compensarlo? ¿Cómo puedo resarcirlo de esta pérdida que yo, con mi rectitud, le he causado?

Después regresé a mi pabellón, donde ya me estaba esperando Mansur con el baño a punto. Yo estaba meditabundo y él se dio cuenta, por lo que sacó fuerzas de flaqueza para preguntarme qué me pasaba.

—Dime una cosa —le pregunté—, ¿un hombre sin testículos puede pasarlo bien con una mujer?

Mansur bajó la vista a la bañera y me dijo que le repitiera la pregunta. Sin poder evitarlo, solté una carcajada.

—Hablo de otra persona —le dije. Asintió con la cabeza y continuó lavándome la espalda.

—Claro, effendi —contestó—. En el harén hay eunucos que complacen de mil amores a sus señoras, pese a estar castrados. Esta clase de hombres pueden disfrutar de muchos… muchísimos placeres.

—¿Tú sabes qué ocurre en los harenes? —le pregunté.

—Naturalmente, effendi. He trabajado en ellos y he sido la persona de confianza de muchos emires.

—¿La persona de confianza?

—Sí, el hombre en que puede confiar el emir para que sirva a sus mujeres sin hacer uso de ellas.

—Cuéntame, ¿cómo son los harenes?

Mansur hizo una pausa y casi habría podido asegurar que sonrió.

—No tienen nada que ver con el paraíso —explicó—. No todas las mujeres que hay en los harenes son hermosas. Para muchos emires, no es la calidad sino la cantidad lo que hace la grandeza del señor del harén, pero a pesar de todo…

Se interrumpió mientras me levantaba los brazos para lavármelos por debajo.

—Sigue, sigue… —lo animé. Sonrió apenas.

—Sin embargo en los harenes hay mujeres hermosas. El sudor de la mujer huele de noche igual que el campo después de la lluvia y sus miembros dormidos, fuertemente enlazados, son como raíces de arbolillos jóvenes que crecieran en las riberas de un lago.

—Eres un poeta, Mansur —le dije, a lo que él respondió con una inclinación de asentimiento—. ¿Y qué me dices de los deseos de las mujeres? —pregunté, notando que también yo me sentía más relajado tras sus lavoteos.

—¡Huy, son muy lascivas, esas mujeres son muy calientes, por eso las escogen! Y como casi nunca las satisface nadie, tienen sueños calenturientos y aprenden a amarse entre ellas.

Fruncí el entrecejo.

—O sea que se comportan de una forma no natural.

—Yo no veo que no sea natural que una mujer busque amor —replicó Mansur—. En realidad, como la cosa ocurre entre ellas, no hay daño alguno. Después de que sus amos pasen años sin hacerles caso, sus dedos y sus lenguas adquieren una gran destreza. Son mujeres amorosas y apasionadas y muchas prefieren entenderse con mujeres que con hombres.

Le pregunté si era algo que había podido comprobar con sus propios ojos.

—Muchas veces, effendi, muchas veces las he espiado junto con mi amo e incluso éste a veces ha invitado a amigos para hacerles presenciar estas escenas. Entre ellos supone un honor tener mujeres expertas en ese arte, es como una especie de honor y, además, mantiene la paz de la casa —añadió.

—¿Y qué me dices del dueño de la casa? —pregunté.

—La paz de la casa asegura la paz del amo de la casa. Sólo puede haber paz en la casa cuando todos los deseos están equilibrados. La paz del alma sólo se consigue con la paz del cuerpo y ésta se alcanza únicamente cuando todos los deseos están colmados. Me eché a reír.

—Eres un hedonista —le dije.

Inclinó la cabeza obsequiosamente.

—No entiendo la palabra, effendi

—Quiere decir que estás a favor de los placeres del cuerpo —expliqué.

—Quisiera decirte humildemente, effendi, que a lo que yo aspiro es a los placeres del alma, sin los cuales el cuerpo carece de sentido. Pero el alma está en el cuerpo y, si uno quiere llegar a ella, lo que tiene que hacer primero es poner el cuerpo a descansar.

—¿De qué modo? —le pregunté.

—Debe complacerlo, para el bien del alma. Si el cuerpo brama como una bestia, no hay posibilidad de escuchar al alma, pero si uno lo adormece con el placer, entonces el alma está en libertad de hablar. Por lo menos aquí en Oriente lo hacemos así.

—¡Muy curioso! —dije.

—En efecto, hay cosas más extrañas que las referentes a los lugares sagrados de la religión.

Le dije que, a mi modo de ver, todavía era más extraño que así fuera.

—Quizá sí —replicó él, volviendo a colocarme el brazo en el agua—, o quizá es normal. Yo no sólo he visto estas cosas en Nicea y Antioquía, sino también en Jerusalén.

Me volví a mirarlo y enseguida bajó los ojos.

—¿Has estado en Jerusalén? —le pregunté.

—En varias ocasiones —respondió.

—¿A qué se parece?

—Es la ciudad de la paz de Dios: Iheru-shalom. Al mismo tiempo, también es el lugar del máximo deseo… el más extraño y el más violento. Pero también el más satisfactorio.

—A lo que me refiero es a qué otro sitio se parece —dije, ya que no me gustaba que se hablara de aquella ciudad como de un lugar de deseo carnal.

Mansur asintió cortésmente.

—La ciudad es una maravilla. Las calles están resguardadas, las mezquitas son de oro, las sinagogas son tan frescas y fragantes como los valles cubiertos de pinares.

—¿Y las iglesias cristianas?

—Son vulgares —replicó él—. Edificios pesados como criptas, construidos por los griegos, que alojan a los vivos en tumbas y a los muertos en palacios y al propio Dios en grandes cajas de piedra.

Me eché a reír y él me imitó, era la primera vez que lo veía reír. En su risa había una afabilidad que me sonó familiar.

—Te preocupa Tomás, tu escudero —me dijo. Le respondí que así era.

—Entonces, con tu permiso, effendi, mañana por la noche me lo llevaré a la ciudad. ¿Qué te parece si lo entretengo un poco?

Volví a mirarlo pero, como siempre, vi que desviaba la mirada.

—¿Puedes hacer alguna cosa por él?

Asintió con un gesto de la cabeza.

—Te lo diré humildemente, effendi: siempre se puede hacer algo en este sentido.

Le di permiso para retirarse, ya que no creía que Dios pudiera poner objeción alguna a los placeres solitarios de un muchacho.

6 de septiembre

Todavía nos quedaremos aquí unos días antes de emprender el camino hacia Antioquía. El campamento de los condes Balduino y Tancredo ha pasado a convertirse en un refugio para los desleales. Reinaldo de Toul y Pedro de Stenay se han unido a ellos, así como Gastón de Béarn, vasallo de mi señor Raimundo. Todos esperan hacerse ricos con sus conquistas entre los armenios. Antes de marcharse, Gastón me propuso que me pasara a su bando. Le deseé buena suerte y le volví la espalda. Me ofendió que pudiera pensar que era capaz de abandonar a mi señor.

Tomás parece más animado últimamente. Casi cada noche va a la ciudad, supongo que para correrse alguna juerga. Al principio lo acompañaba Mansur, pero ahora va solo. No me atrevo a echárselo en cara, ya que no me gustaría que volviera a sus maneras vulgares de otros tiempos. De todos modos, mejor así que verlo merodeando por el campamento poniéndome mala cara.

Bartolomé, entretanto, se ha convertido en una criatura singular. Desde los sucesos de Nicea vive en su propio mundo. Habla con los animales y pasa horas enteras sumido en la oración. Me han dicho que, cuando reza, le aparece sangre en la frente, aunque yo nunca se la he visto. Y tiene el don de lenguas. A mí lo que dice me suena a galimatías, pero la gente de espíritu sencillo ve en él un santo. Dicen que es capaz de levitar y que los soldados se sirven de él para que recoja las frutas de las ramas más altas. En Provenza tenemos un dicho: «No hay don demasiado precioso para desperdiciarlo». En lo que a mí concierne, no le doy ningún crédito. Tengo la impresión de que a este muchacho le afectó tanto que lo enterraran vivo que ha perdido la razón.

Vivo prácticamente solo y me gusta vivir así. Tengo mi rutina establecida: levantarme para la oración a la hora prima, hacer prácticas de combate, desayunar, entrenar a los hombres (Raimundo, mi señor, me ha destinado diez reclutas de Marsella para compensar mi comitiva), ir a rezar a la hora tercia, hacer prácticas de combate con los caballeros, rezar a la hora sexta, desayunar en la ciudad, montar a caballo y explorar la región por la tarde, rezar a la hora nona, practicar la esgrima o hacer ejercicios físicos, rezar a vísperas, cenar con mi señor y demás nobles, pasar revista a los hombres por la noche y meterme finalmente en mi pabellón. A completas hay oración general, después de lo cual escribo en este libro y me acuesto.

Es una especie de rotación agradable que me satisface plenamente, pero estoy ansioso de reanudar la marcha. Con todo, quiero ser sincero: me encuentro solo. Es una soledad amarga que sigue los pasos de lo que en otro tiempo fue pasión, vida intensa. Hace un año que no toco a una mujer, que no toco un ser humano a no ser para matarlo. Claro que no cuento aquí a las muchachas del campamento normando, porque aquello no era más que un acto carnal, algo que tiene que ver más con la concupiscencia que con la pasión. No dejaba el dulce rastro que es propio del amor, salvo esa dulzura anónima que produce siempre la sexualidad aunque sea puro azar: el descubrimiento repentino de otro, el deleite que reporta encontrar un cuerpo nuevo, un perfume, un calor. El combate de la unión, la violencia que lo acompaña, el silencio en que se desarrolla, la seguridad de que al día siguiente por la mañana, cuando aparezca la luz, no será más que un recuerdo y nada más que un recuerdo.

Pero el amor… era más que sexualidad. ¡Decídselo a un joven! El amor es ser una sola persona, no es tan sólo vivir sino también ser, es salir de uno mismo, mientras que en la carnalidad hay sólo un remedo de todo esto. El amor es entrar realmente en el otro, en sus pensamientos, en sus ojos, en su amor. No hay ningún don que pueda compararse a ser amado, mientras que amar es el mayor sacrificio.

A menudo, casi cada noche, pienso en si Juana me llevará en sus pensamientos. Es una forma de vivir pese a sentirme muerto, ya que la verdad es que aquí en Siria estamos muertos para todo el mundo salvo para el nuestro. Pero otro tiene el poder en los pensamientos amorosos para mantener con vida a los muertos. De hecho, la vida no es más que amor carnal, por lo que el amor espiritual es el más puro y, cuando se da la ausencia, está en su nivel más refinado. Por esto me pregunto si mi mujer me mantendrá vivo en sus pensamientos.

Me temo que no. Temo incluso que ya esté pensando en otro, que otro hombre me haya sustituido en su corazón y sobre su cuerpo. Sí, libro mío, te confío que temo, que he estado meses temiendo que Juana se acueste con otro. Porque la conozco sé que es incapaz de estar sola, de dormir sola. Sé que es de naturaleza tan apasionada que necesita un hombre aunque sólo sea para recordarle que está viva. La ausencia no le aviva el recuerdo, sólo la asusta. Para ella, los pensamientos sin la carne no son nada. Sé que es una mujer infiel. Pese a todo, todavía abrigo la esperanza de que me ame.

Tendría que acostarme, no pensar en estas cosas, porque estas cosas sólo sirven para enfurecerme y, pasada la furia, lo único que me queda es llorar.

14 de septiembre

Tancredo partió ayer con sus hombres. Balduino sale hoy. Al partir Tancredo había mucho rencor en el aire. El príncipe Bohemundo cortó los tendones del caballo de su sobrino y, cuando cayó, pisoteó y dio puntapiés al joven conde. Profirió blasfemias, sacó espumarajos por la boca, maldijo a Dios y juró que lo repudiaría. Después recurrió a un hechicero siciliano, un hombre enjuto que llevaba la cara pintada de color azul, para que lanzara un encantamiento sobre el ejército de su sobrino. El viejo arrancó de un mordisco la cabeza de una gallina y salpicó con su sangre el rostro de Tancredo. Después Bohemundo orinó sobre su sobrino, que estaba inconsciente, se sacó el cuchillo y le cortó todo el cabello de la cabeza.

Como el conde Godofredo es franco, se limitó a ignorar a su hermano.

Mañana salimos.

19 de septiembre

Nos encontramos en la ciudad de Augustopolis, abandonada por la guarnición turca desde nuestra llegada. Es una ciudad mercado y en ella abundan las provisiones. Ahora viajamos bien y, como nuestros hombres están recuperados, avanzamos a buen ritmo. El ejército estará a punto para partir dentro de media hora, aviso que rara vez se da.

Hoy, durante el camino, ha ocurrido un curioso incidente.

Atravesamos muchas aldeas, donde la gente sale a las puertas de sus casas para saludarnos y ofrecernos comida y bebida. Ha ocurrido tantas veces que ya no nos afecta. La mayoría de las personas son cristianos armenios, pero también hay turcos. Éstos son apocados y nos vigilan desde detrás de las celosías o de los velos con que se cubren.

Cuando nos acercábamos a Augustopolis, se me ha acercado una mujer anciana, una turca con velo y ajorcas. Creía que iba a darme una hogaza de pan o una calabaza y le he tendido la mano. Pero ella me ha pegado un mordisco.

He quedado sorprendido, sin saber qué hacer. Landry Gros, que cabalgaba a mi lado, le ha propinado un golpe con la espada. Ella ha caído al suelo y al momento dos caballeros normandos se han precipitado sobre ella, y la habrían despanzurrado allí mismo si yo no lo hubiera impedido.

Me he apeado del caballo y me he acercado a la mujer, que estaba tendida en el suelo. Pese a que tenía una herida en la mejilla y los dos caballeros la retenían con la espada, no había miedo en sus ojos. Ha escupido algunos dientes y, en su lengua, ha dicho algo por lo bajo. Tenía la boca llena de sangre.

Mansur ya había bajado del carro donde transporta mi equipaje y se había acercado, solícito, para atenderme. Le he dicho que preguntara a la mujer qué había dicho.

—Dice que recojas sus dientes, que si ella te hubiera arrancado el dedo, se lo habría tragado, pero puesto que tú le has saltado los dientes, tuyos son —me explicó él.

—¿Por qué me ha mordido? —pregunté. Mansur volvió a hablar con ella y me tradujo su respuesta.

—Dice que porque tú has matado a su gente y eres enemigo de Dios y que porque ella no tiene armas.

Le dije que se quedase con sus dientes, pero ella se limitó a cubrirse de nuevo con el velo y a marcharse. Landry Gros se apeó del caballo.

—Escrivel, si tú no los quieres, me quedo yo con ellos. —Y guardándoselos en la bolsa, me dio la siguiente explicación—: Haré con ellos un anillo para mi hija.

Este incidente me ha perturbado profundamente, como también a toda la expedición. Soy soldado de mi Dios y enemigo del Dios de aquella mujer. Pero si fuera el mismo Dios, ¿quién de nosotros dos hace mejor servicio: yo que mato por Él o ella que me ha mordido porque mato?

25 de septiembre

Cesárea Mazacha

Esta ciudad es espantosa, a media legua de distancia ya la hemos olido. Es un centro comercial, una ciudad mercado, por lo que acude a ella gente de todas partes del mundo, que se queda un tiempo en la ciudad y después vuelve a marcharse. En consecuencia, tiene un ambiente de ciudad de paso, está llena de hospederías, de tiendas vacías y en ella se hablan cien lenguas diferentes.

Hoy he visto hombres negros como la brea y apestando como ella, con tocados fantásticos en sus cabezas afeitadas y apepinadas, dientes blancos que les sobresalen como colmillos de elefante. Venden hierbas y partes de animales que, según perjuran, son los afrodisíacos más poderosos del mundo. Nuestros hombres se los arrebataron de las manos e inmediatamente fueron en busca de las putas. Compran todo tipo de chucherías a estos buhoneros orientales, por lo que somos muy bien recibidos en todos estos mercados.

A un mercader de Catay, un hombre de piel apergaminada y de ojos tan estrechos que parecía estar perpetuamente bizqueando, le compré un objeto: un relieve grabado en una piedra que él llamó jade y que representaba la cabeza de una mujer con cabeza de gato. Parecerá una tontería, pero el objeto me impresionó tanto por lo grácil, femenino y delicado que, dejándome llevar por un impulso, le ofrecí por él un besante de oro. El hombre pareció satisfecho y, debo admitirlo, también yo. Ahora tengo delante de mí el objeto, sobre mi escritorio, iluminado por el fulgor de una vela. Es una muchacha de cuerpo esbelto y sinuoso, cubierto con un elegante vestido, las manos cruzadas sobre el pecho, va descalza y su rostro tiene todo el misterio y la altanería de un gato persa. No sabría decir con exactitud por qué compré esa figura, pero estoy contento de tenerla.

Me he hecho la reflexión de que hace un año que guardo celibato. Nunca había pasado tanto tiempo sin tener relaciones sexuales desde que toqué por primera vez una mujer. He comprobado que una abstinencia tan prolongada es una situación desagradable. Cuando se me acercan las mujeres de la ciudad, me aparto de ellas por instinto, casi me resulta horrible imaginar lo que me proponen.

A lo mejor es que me he vuelto bueno a pesar de mí mismo, a lo mejor incluso me he convertido en santo, ya que valoro más la cruz que llevo en la espalda y colgada del cuello que a las mujeres. Mi hermana ya se ha casado. Me resulta extraño pensar que ella, con la que jugué cuando era niño, pueda yacer ahora en el lecho con un hombre, sudorosa y gruñendo debajo de él, recibiendo su semilla. De hecho, vistas las cosas desde la distancia que he adquirido, resultan vulgares. Sin embargo, cuánto desearía poder hacer lo mismo con mi mujer y, como me digo a mí mismo, incluso en la capilla. ¡Qué deber tan sagrado me parece que cumpliríamos al hacerlo!

Creo que los poetas han dicho que el amor carnal es un deseo santo satisfecho, el estado más excelso y sublime que puede vivir el hombre, la expresión más pura del amor. ¡Y hasta la Iglesia! Sí, incluso las enseñanzas de la Iglesia me han demostrado que el amor entre un hombre y una mujer es como un reflejo del amor que siente Dios por el ser humano. ¡Qué tontería! No es la sublimación del amor carnal, sino la degradación del amor divino. El amor del alma, como el amor de Dios, está fuera del cuerpo. Son dos planos distintos. Sólo un cura, que no ha gemido nunca sobre una mujer ni ha escuchado su voz pidiéndole que le dé más ni se ha derramado sobre ella, ni tendido después a su lado y experimentado más tarde aquella espantosa sensación de pérdida y de vacío, podría hacer esta comparación.

Si amamos a Dios es porque no tenemos otra oportunidad, porque somos lo que Dios es. No es un acto sino un ser. El amor de Dios es tranquilo y silencioso, centrado en nosotros mismos, Dios está dentro de nosotros. Pero si amamos a una mujer es porque estamos solos y desarticulados. Nosotros estamos heridos por el pecado y por el propio yo, ansiamos sanar. El amor a la mujer en un acto de desesperación, refleja todos los males que sentimos, toda la violencia y la separación. El amor a Dios en un estado de calma, refleja lo que somos realmente, la pura sustancia de nosotros mismos, la unidad con lo que es nuestra esencia. No, la sexualidad y el espíritu se encuentran desvinculados, la verdad es que están en guerra entre sí. Mansur se equivoca: no se llega a Dios a través de la indulgencia, sino a través de la negativa.

Parece como si me hubiera convertido en filósofo; me encuentro bajo la influencia de un hechizo, el hechizo del celibato. Debe de ser esto lo que sienten los curas, así deben de estar hechos los santos. ¡Qué largo camino he recorrido desde que estaba en la cama con Juana hasta llegar a esta reflexión sobre mí mismo! Quizá fue siempre ésta mi vocación, quizá fue por esto que Dios me envió a esta peregrinación. Sea lo que fuere, sorprende lo clara que puede ser a veces la cabeza, la libertad con que puede flotar la mente cuando uno está lejos de las mujeres.

26 de septiembre

Tomás ha muerto. Dicen que anoche se cayó del último piso de una casa a la que había acudido en busca de placer. Pero yo no lo creo. Después de haber visto la casa en cuestión, estoy seguro de que lo empujaron. He presentado una denuncia a los ancianos de la ciudad y les he declarado formalmente que estoy convencido de que lo asesinaron. Por toda respuesta han incendiado la casa y encarcelado a sus ocupantes. Parece que todos los detenidos eran muchachos jóvenes.

Me trajeron de la ciudad a Tomás desnucado y lo primero que se me ocurrió pensar cuando lo vi me avergüenza ahora: el extraño ángulo que formaba su cabeza le daba un aspecto cómico y, movido por un instinto, me dispuse a castigarlo. Pero justo entonces me apercibí de quién tenía la culpa de aquello, puesto que yo sancionaba el hecho de que buscara placer y por esto tuve que apartarme de aquella palidez morada de su rostro y de la visión de su lengua, hinchada y acusadora.

Cuando Bartolomé lo vio, rompió en llanto. Mañana enterraremos al pobre desgraciado. Mansur está muy apesadumbrado, se echa las culpas, aunque yo lo he tranquilizado y le he dicho que él no tiene la culpa de nada. Me he preguntado qué mal puede haber en esto. ¡Qué daño puede haber en la complacencia! Los frutos del pecado son, deben ser, la muerte. La serenidad de mis reflexiones de ayer se ha convertido en polvo. ¡Yo que me creía un santo! No hay amo, en tanto amo, que pueda ser santo. Un azar del nacimiento nos hace nobles, pero la muerte nos recuerda que no somos nada.

El padre Raimundo cree que, pese a sus pecados, Tomás se beneficiará de la indulgencia. La ley de la Iglesia es algo maravilloso: Tomás habrá ido del burdel al cielo por la vía directa. He recogido sus escasas pertenencias y las he guardado para poder entregárselas a su familia. No lo sé con certeza, pero creo que Tomás tenía veintiún años. En nuestra ciudad no es frecuente que se registre la fecha de nacimiento de los campesinos.

Espero abandonar pronto este lugar.

2 de octubre

Han ocurrido muchas cosas y han de ocurrir muchas más, por lo que las describiré brevemente. Mañana, con las primeras luces del alba, saldré camino de Antioquía al frente de cuatrocientos jinetes. Seré, por tanto, de los primeros en llegar a la ciudad y en reivindicarla para nuestra expedición. Voy a relatar cómo ha sido que me correspondiera tal honor.

Después de abandonar la lamentable ciudad de Cesárea, hemos emprendido el antiguo camino bizantino que, en dirección hacia el sur, lleva a Comana. Cuando faltaba medio día de marcha para llegar, regresaron nuestros exploradores para anunciarnos que la ciudad estaba sujeta a sitio por parte de aquellos mismos turcos con sus magníficos chales dorados que habíamos dispersado en la llanura. El conde Bohemundo dio órdenes para que sus tropas apresurasen la marcha mientras el resto del ejército seguía, pero al acercarse Bohemundo los turcos abandonaron el sitio y se dieron a la fuga. Una vez más, los armenios nos acogieron como héroes.

Gracias a ellos supimos que los condes Tancredo y Balduino habían conquistado Tarso y otras ciudades a lo largo de la costa y que Balduino incluso avanzaba sobre Edesa. Este sitio de los turcos era, pues, un desesperado intento de distraer a Balduino de su marcha.

Así pues, inadvertidamente, habíamos contribuido a sus ambiciones de ser rey.

No nos entretuvimos en Comana sino que nos apresuramos a seguir hacia Coxon, la última ciudad antes de los montes Tauro. Bohemundo, entretanto, decidió perseguir a los turcos en su huida y se lanzó con celeridad tras ellos junto con doscientos jinetes esperando alcanzarlos en la llanura. Desde entonces no hemos vuelto a saber de él.

En estos momentos nos encontramos en Coxon, lugar del que ha huido la guarnición. Entretanto, los ancianos de la ciudad siguen insistiendo en que Antioquía ha sido abandonada por los turcos. El conde Raimundo me ordenó que tomara cuatro escuadrones de jinetes, casi todos los de Provenza, y me lanzara a marchas forzadas a la ocupación de la ciudad. El encargo me dejó anonadado.

—Roger —me dijo—, si esto es verdad, entonces Jerusalén es nuestra. Pero tienes que avanzar con rapidez. Ahora tenemos tres enemigos: los turcos, que pueden volver; Balduino, que a lo mejor reclama la ciudad para él; y los griegos, cuya flota puede intentar un desembarco. Tenemos que apoderarnos de Antioquía para la expedición. Mata a tus caballos y mata a tus hombres si es preciso, pero si Antioquía está libre, debemos apoderarnos de ella.

La llave de Jerusalén está al alcance de la mano. Quiera Dios que tenga fuerzas suficientes para hacerme con ella.

6 de octubre

Estamos en los montes Tauro, guiados por los griegos, y compadezco a los hombres que tengan que cruzarla detrás de nosotros. Es el lugar más abrupto e inhóspito que he visto en mi vida. Los peñascos son escarpados en extremo y los caminos angostos y se desmoronan. Ya hemos perdido unos diez jinetes y tres veces esa cantidad de animales. Los pobres hombres y los animales han caído muertos o se han visto arrastrados por los impetuosos ríos de montaña, ahora más peligrosos a causa de las lluvias que caen casi de continuo. Tan pronto son corrientes que discurren por hondonadas profundas como torrentes que arremeten contra sus orillas y se llevan por delante todo lo que encuentran.

Ahora ya no atamos en cadena a los animales destinados a la carga, ya que si uno da un paso en falso arrastra tras él a los demás. En una loma asomada a un río tan bravo que nos obligaba a gritar para poder hablarnos, cayeron cuatro mulas desde las alturas, empujadas todas hacia una muerte segura. Sus gritos eran impresionantes cuando porfiaban por salvarse y, de no haber cortado la cuerda con la espada, todavía habríamos perdido cuatro más.

El destino más terrible fue el de Pedro de Castillon, un muchacho de noble linaje cuyos padres se habían hospedado en mi casa. Al doblar un recodo que conducía a un impresionante abismo sobre el cual el camino se empinaba extraordinariamente, los griegos se negaron a seguir adelante. Pedro avanzó hacia la vanguardia manifestando que quería demostrarles que era empresa fácil. Todavía me parece ver los negros rizos de sus cabellos, sus ojos profundos y azules y su sonrisa confiada.

Se movió a un lado siguiendo el camino que recorría el peñasco, tentando con pies y manos el camino, hasta que llegó al extremo más apartado. Pidió entonces que le trajeran el caballo y les anunció que si el animal era capaz de seguir la ruta, también lo serían ellos. El caballo era asustadizo y no quería avanzar, pero Pedro le habló con dulzura, sonriente y haciendo chasquear la lengua, incitándolo a seguir. Le hablaba de manera tan apacible y sonreía con tal tranquilidad, que el caballo acabó por animarse a seguir adelante y el muchacho ya no tuvo que hacer otra cosa que coger la brida.

Pero justo en aquel momento, cuando ya todo parecía hecho, el caballo perdió pie y resbaló hacia atrás peñasco abajo. En lugar de mirar por su vida, Pedro se arrolló las riendas en el brazo y poco después se veía arrastrado montaña abajo junto con el caballo. Fue una imagen espantosa la del hombre y el caballo unidos despeñándose juntos al río que discurría a través de las profundidades. Aunque el animal lanzaba espumarajos por la boca y eran visibles las vaharadas de su aliento, no profirió ningún sonido audible.

Quedamos tan impresionados con la escena que retrocedimos en busca de otra ruta. Por fin, mucho más abajo, encontramos un camino más seguro y seguimos adelante. Ahora estamos acampados junto a aquel mismo río donde cayó mi compañero, pero estoy tan agotado que ni fuerzas he tenido para levantar un refugio y me he limitado a agazaparme debajo de un árbol y a taparme la cabeza con la sobreveste. Lamento que el muchacho no haya podido ser enterrado ni se haya celebrado ninguna ceremonia fúnebre, pero si tuviéramos que entretenernos con estas cosas cada vez que alguno de nosotros encuentra la muerte, estaríamos siempre de funeral.

9 de octubre

Ayer dejamos atrás las montañas y hemos pasado dos días cabalgando de firme. Pasamos por las inmediaciones de la ciudad de Marash y sólo nos paramos en las afueras de la misma el tiempo suficiente para aprovisionarnos de lo necesario. Hemos perdido treinta hombres en la ruta a través de la montaña y desde entonces todavía han caído muchos más, ya sea por agotamiento de los caballos o porque ellos se han quedado sin fuerzas.

Estar al frente de un contingente de hombres tan numeroso me resulta muy instructivo. El capitán debe mandar no sólo con el ejemplo sino con las palabras. Hablo a menudo con los hombres, los animo, los reprendo, los incito. Pero lo que más hago es mantenerme al frente, procurar no mostrar indecisión ni quejarme. He descubierto que los valientes me imitan por orgullo y los débiles por vergüenza. Los demás no merecen quedarse con nosotros. El resultado es que, de los cuatrocientos jinetes que mandaba al salir de Coxon, sólo me quedan trescientos.

En el camino de Marash a Ravendan, donde pasamos la noche, encontramos muchos caballos y mulas muertos. Por los colores que llevaban los caballos, supimos que pertenecían a las fuerzas de Balduino, de quien la gente de aquí dice que ya ha tomado Edesa y se ha nombrado rey[70]. Así pues, ha satisfecho sus ambiciones. Sin embargo, no se tienen noticias de Antioquía.

Si la ciudad está indefensa, me apoderaré de ella rápidamente, pero ¿y Jerusalén? Durante los dos últimos días me he hecho muchas veces esta pregunta. No tengo órdenes de Raimundo, mi señor, referentes a la Ciudad Santa. Pero, si tomo Antioquía, ¿qué haré después? ¿Me quedaré en la ciudad hasta que llegue el ejército o avanzaré hacia Jerusalén?

La decisión es difícil. Podría dejar que la mitad de mis soldados, o incluso menos, se encargaran de ocupar Antioquía y avanzar hacia Jerusalén con el resto. Si la ciudad carece de guarniciones, podría tomarla y mantenerme en ella hasta que llegara el ejército. Pero ¿y si los turcos se empeñan en defenderla? En ese caso me vería obligado a retirarme a Antioquía. Supongamos que en mi ausencia los turcos ponen sitio a Antioquía. La guarnición no sería lo bastante fuerte para resistir y mis fuerzas serían demasiado débiles para romper el sitio. Entonces se perdería todo y la misión que Raimundo, mi señor, ha puesto en mis manos resultaría un fracaso.

Pero si Antioquía cae en nuestras manos y Jerusalén está indefensa o sólo indebidamente ocupada y yo no me muevo con la osadía necesaria para apoderarme de ella, ¿no me convertiré en culpable de que se haya perdido Jerusalén o del resultado del posible sitio? ¿Qué tengo que hacer? Mi deber, en cualquier caso, es ahorrar vidas de cristianos y conseguir la victoria para nuestra causa. Pero ¿cuál es el método más seguro?

Nos enorgullecemos de las grandes responsabilidades que tenemos en nuestras manos pero no nos paramos a pensar que comportan grandes riesgos. Yo soy responsable de mi decisión no sólo delante de Raimundo, mi señor, sino también delante de Dios.

10 de octubre

Nos hemos detenido cerca de una fortaleza construida con troncos y barro. Es el castillo más extraño que he visto en mi vida. Da la impresión de encontrarse en fase de construcción y de que su edificación ha sido precipitada, ya que las paredes están levantadas de una manera azarosa, las torres se bambolean sobre unas estacas larguiruchas y carece de puertas y ventanas, salvo una estrecha entrada totalmente tapiada de mimbres. He enviado a dos jinetes para que se encargaran de averiguar qué clase de personas ocupan este fuerte.

Entretanto ya he tomado mi decisión con respecto a Jerusalén. Me he hecho el razonamiento que expongo a continuación.

Si Antioquía no está defendida, la ocuparé con doscientos jinetes, mientras que con el resto avanzaré hacia Jerusalén. Si nos enteramos entonces de que la ciudad también está indefensa, penetraré en ella. Si está abierta, la tomaré y enviaré refuerzos del ejército. Si está ocupada por otra fuerza, haré un cálculo del número de soldados. Si no es muy elevado o si salen a luchar fuera de las murallas, atacaré. Si la ciudad se encuentra fuertemente defendida, volveré a Antioquía y esperaré al ejército.

Me parece un plan sensato y creo que vale la pena correr los riesgos que plantea. Lo que me ha empujado a decidirme es la idea de que, si me quedara en Antioquía y me enterara después de que Jerusalén estaba indefensa, no me lo perdonaría nunca, mientras que si avanzo con un tercio de mis fuerzas compuesto por mis mejores hombres, lo único que arriesgo es la pérdida de nuestras vidas sin poner en peligro serio a Antioquía. Después de haber atravesado aquellas montañas y de haber hecho esta abominable marcha, estos doscientos jinetes tienen que ser capaces de conservar la ciudad hasta que llegue Raimundo, mi señor, acompañado de todos los demás.

Más tarde

Los exploradores que he enviado a inspeccionar el castillo han interrumpido mi escrito. Se muestran más bien confusos, lo que me parece bastante divertido, y me han pedido que vaya a hacer las comprobaciones oportunas por mí mismo. Así lo haré, aunque ya les he manifestado mi desagrado ante el tipo de informes que me traen.

11 de octubre

¿Qué diré de los dos últimos días? Pues que han sido los más extraños y decepcionantes de toda la expedición. Me encuentro en un refugio hecho de cueros debajo mismo de las Puertas Sirias, en el borde de la llanura de Antioquía. Hemos hecho la marcha más dura que han llevado a cabo los caballeros de Provenza. Estoy absolutamente seguro de esta afirmación. Mañana por la mañana nos dirigiremos a la ciudad, aunque todavía no tenemos ninguna idea de lo que podemos encontrar en ella.

Permítaseme que reflexione, ya que la cabeza me da vueltas. Estoy cansado y furioso, puesto que la semana pasada apenas tuve ocasión de descansar. Me echaría a llorar de puro agotamiento si me encontrara solo. Pero estoy rodeado de hombres, metidos todos en una estrecha hondonada en la que hemos levantado el campamento por miedo a los espías.

Ayer por la tarde acompañé a mis dos exploradores a la fortaleza construida a base de barro y estacas. Lo que vieron mis ojos desafía toda descripción. Era un puesto avanzado de un grupo de herejes que se dan el nombre de Discípulos de San Pablo. No entiendo sus razones, pero parece que rinden culto a san Pablo como si fuera el propio Cristo. O cuando menos eso dicen.

¿Qué significa esto? Casi no me atrevo a describirlo. Durante las horas del día se mueven de un lado a otro con los ojos vendados, imitando con ello la ceguera que sobrevino a san Pablo cuando cayó del caballo. A mi llegada, una parte importante de los sesenta ocupantes aproximadamente que viven en el fuerte llevaban los ojos tapados con trapos inmundos. No se los sacaron, por lo que los hombres que los mandan me palparon la cara para asegurarse de que no era turco. Hasta aquí lo que hace referencia al fuerte.

Pero diré más. Los ritos que observan son de lo más repulsivo que pueda imaginarse. Desprecian a las mujeres, apoyando sus afirmaciones en las epístolas del apóstol, que aconseja a los santos evitar la compañía de mujeres. No permiten, pues, que ninguna mujer viva en la fortaleza, como tampoco autorizan la entrada a ninguna cabra hembra, a ninguna perra, a ninguna ave capaz de empollar ni a vaca alguna. Averiguan el sexo incluso de los escarabajos y matan a las hembras. Sin embargo, para desahogarse se entregan… casi no me atrevo a decirlo, sí, se entregan a la masturbación ritual, acompañándola de cánticos mientras realizan el acto. Después, a manera de castigo, se azotan unos a otros. Es un espectáculo de lo más desagradable, que me vi forzado a presenciar debido a que llegué en el momento consagrado a la oración.

Terminada la devoción en grupo, me informé con ellos acerca de Antioquía. El hombre que los manda, de nombre Kalash, cristiano sirio de ascendencia mixta y que llevaba los ojos tapados con una venda en la que tenía perlas cosidas, me aseguró que Antioquía está bien defendida y que el emir, a quien designó con el nombre de Yagashan[71], se ha enterado de que nos estamos acercando y ha pedido refuerzos a todos los emires de los alrededores. Ha insistido, además, en que el dicho Yagashan tiene prisioneros a los principales funcionarios de la ciudad, persigue a los cristianos y ha profanado las iglesias, que utiliza como establos.

Era la peor noticia que podían darme, pero ya que venía de un hombre que se había masturbado y azotado en público y que llevaba los ojos vendados, opté por tomármela a la ligera. Después de habernos aprovisionado, nos dirigimos a toda velocidad a las Puertas Sirias, un paso situado a poca altura de las últimas estribaciones de la cordillera.

Estuvimos viajando todo el día, empezamos a cruzar las montañas al anochecer y terminamos de cruzarlas cuando ya era noche cerrada. La aventura fue tan misteriosa como arriesgada. Cada hombre empuñaba una antorcha hecha de ropa empapada en aceite y atada a una rama. La columna que formábamos serpenteó durante más de una legua a través del paso y, al llegar al risco más elevado y volver la vista atrás, la escena que contemplé fue impresionante. Hasta donde alcanzaba la vista, la oscuridad estaba tachonada de lenguas de fuego, oscilando y abriéndose camino en dirección a mí, moviéndose cautelosamente y sin hacer el menor ruido, guiadas por una mano invisible.

Estuve observando durante largo rato, impresionado por la fragilidad y la valentía de nuestra empresa. Entonces pensé algo que me afectó profundamente: ¿no es así como el mismo Dios ve nuestro mundo? Nuestras almas son minúsculas centellas diseminadas en la oscuridad eterna que van haciendo camino, lentas y silenciosas, hacia Dios, algunas tropiezan, otras caen, pero todas siguen el camino que les inspira su propia fe a través de un extraño y desapacible país pensando llegar un día a la anhelada ciudad de Dios.

Era una idea aterradora y humillante a la vez, por lo que les volví la espalda y me estremecí, puesto que no me atrevía a ponerme en el sitio de Dios ni siquiera con la imaginación.

Toda la noche fuimos objeto de observación. En las laderas más lejanas, sus figuras recortadas por la luz de la luna, de pronto aparecían grupos de dos o tres hombres montados, indudablemente turcos. No creo que estuvieran en condiciones de hacer un cálculo exacto de nuestras fuerzas pero, para evitar nuevas observaciones, hice acampar a los hombres en el último de los desfiladeros que dominaban la llanura. Mis hombres protestaron, ya que el terreno era abrupto y estaba cubierto de rocas. Algunos pastores que llevan a pastar sus rebaños en las colinas nos han ofrecido cobijo, por lo que esta noche dormiré envuelto en el fragante olor de piel de oveja.

Les he pedido noticias de Antioquía y, aunque no hablaban ninguna lengua inteligible para nosotros, a través de signos y dibujos nos han comunicado que el lugar está fortificado. Resulta interesante que el símbolo que utilizan para los turcos, tal como lo dibujan en el polvo, sea el lobo. Con sus garfios han dibujado muchos lobos. Rezo para que no sea así.

12 de octubre

Antioquía está fortificada. Lo he visto con mis propios ojos. Nos hemos puesto en marcha antes del amanecer y hemos cruzado la llanura lo más lejos que hemos osado. Después he seleccionado seis jinetes y he hecho una exploración de la ciudad. Apenas la habíamos avistado cuando nos han hecho fuego desde ella; el emir, advertido sin duda de que nos acercábamos, había establecido avanzadillas en los pueblos diseminados a lo largo del camino. Hemos hecho un rápido rodeo de los mismos y nos hemos dirigido con rapidez hacia las murallas. Son inexpugnables, macizas, coronadas por centenares de torres y fuertemente pertrechadas. De hecho, nos hemos acercado tanto que las máquinas situadas en lo alto de las murallas han abierto fuego sobre nosotros y nos han disparado piedras y saetas de hierro.

Después de recorrer un amplio circuito hemos regresado al campamento, donde yo me he apeado del caballo, he arrojado la espada al suelo y la he hincado en él. Me sentía furioso, todavía lo estoy. Los demás hombres han comprendido qué quería significar con mi actitud y también ellos han exteriorizado sus manifestaciones de indignación.

—¡Matemos a estos pajilleros! —ha gritado uno mientras varios de ellos se dirigían a sus caballos.

He tardado un momento en darme cuenta de que se referían a los herejes del fuerte de barro. Les he ordenado que volvieran y les he dicho que pensaba regresar junto al ejército e informar a Raimundo, mi señor.

He dejado las fuerzas bajo el mando de Pedro de Roaix, dándole órdenes de que hiciera incursiones para ocupar cuantas ciudades y pueblos encontrara en las proximidades. De este modo no habría impedimento alguno para que el ejército levantara el sitio, lo que ahora es ineludible.

Será como yo temía, no como esperaba. La ocupación de Antioquía no será rápida, sino que supondrá un largo y costoso sitio. No puedo acusarme de haber fracasado, ya que parece que Antioquía nunca ha estado indefensa. Sin embargo, mis planes para apoderarme de Jerusalén me parecen ahora la más estúpida de las aventuras. No estoy avergonzado del intento, sino de mi orgullo. Lamento también la pérdida de tantos valientes, de manera especial la del hijo de mis amigos, Pedro de Castillon. Había tenido la esperanza de decir un día a sus padres que su hijo había muerto por Antioquía. Lo único que les puedo decir ahora es que ha muerto por el sueño de Antioquía.

19 de octubre

Hacía una semana que no escribía nada. Hoy cumplo treinta y un años. Esta mañana he asistido a misa en la capilla que hemos construido en el pueblo más próximo a la ciudad. La ceremonia ha sido muy triste, puesto que cuando se construye una capilla es señal de que el sitio va a ser largo. El pueblo tenía un nombre pagano, por lo que he pedido permiso a Raimundo, mi señor, para llamarlo Castillon, en honor de nuestro compañero.

Voy a resumir los hechos de la semana pasada.

Después de abandonar el campamento que habíamos instalado en la hondonada, comencé a desandar el camino en dirección a las montañas para reunirme con nuestro ejército en Marash. Lo encontré en lamentables condiciones: los hombres estaban agotados y con el ánimo por los suelos. De los tres mil jinetes que atravesaron los montes Tauro, habían sucumbido cuatrocientos y, en cuanto a soldados de infantería, el número de bajas era casi el doble. Ni Nicea ni el desierto de sal ni la batalla librada en la llanura nos habían costado tan caro. Apenas me atreví a revelarles las noticias.

En su pabellón, Raimundo, mi señor, meneó la cabeza. Jamás en la vida lo había visto tan viejo.

—Has hecho lo que has podido —me dijo—, pero la verdad es que no se podía hacer nada.

Aquella noche regresó el conde Bohemundo de su expedición. Ni había encontrado turcos ni había habido batalla que librar pero, según declaró, esto no era nada comparado con su descubrimiento de que nos habíamos dirigido hacia Antioquía sin consultarlo. Se golpeó una mano con los guanteletes, los agarró después con firmeza y volvió a tirar de ellos.

—Pensáis apoderaros de la ciudad para quedaros con ella —refunfuñó.

Raimundo se irguió echando chispas por los ojos.

—Insultas mi honor —dijo.

—Pero tú has traicionado el mío —replicó Bohemundo.

—¿Hablas de tu honor? —le espetó Raimundo—. ¿Un hombre que jura sobre el lomo de una mula?

Godofredo se interpuso entre los dos.

—Raimundo iba en vanguardia —explicó—. Debía tomar una decisión. Tú, en su sitio, habrías hecho lo mismo.

—¡No lo habría hecho! —gritó Bohemundo—. Tanto él como ese obispo quieren sacar provecho de su ejército.

Raimundo, mi señor, ya iba a golpearlo cuando Godofredo lo sujetó por el brazo.

—Aquí somos todos cristianos —dijo.

—Mientras tú andabas persiguiendo turcos, nosotros estábamos combatiendo en las montañas —le espetó, indignado, Raimundo—. Es un milagro que tengamos todavía ejército.

Bohemundo rió despectivamente.

—Podías haberte ahorrado la molestia… yo había encontrado un rodeo más al norte. O sea que ese plan tuyo para dejarme a un lado te ha costado mil hombres a cambio de nada. Es Dios quien habla, porque El conoce tus intenciones.

—¿Y tú qué sabes de Dios? —se mofó Raimundo, mi señor—. Tú eres tan pagano como los turcos.

Bohemundo dio unos golpecitos a la cruz que llevaba en el hombro.

—¿Ves esto? —le preguntó—. ¡Pues yo daría mi vida por esta cruz!

—Siempre que consiguieras un reino a cambio —le respondió Raimundo.

—Supongo que tú estás aquí por los santos, la Virgen y esas dos condenadas naturalezas de Cristo, ¿verdad? —replicó Bohemundo.

Al oír aquellas palabras el conde Godofredo perdió la paciencia.

—Cada uno de nosotros tiene sus razones —declaró—, lo cual no quiere decir que tengamos derecho a pelearnos. Dios da razones a los hombres para que se acomoden a sus altos propósitos. Sea lo que fuere lo que nos haya traído hasta aquí, le sirve a Él, pero siempre que nos mantengamos unidos.

Todos quedamos estupefactos ante el razonamiento de Godofredo, ya que normalmente no era un hombre elocuente. Hasta me parece que el propio Godofredo quedó sorprendido, puesto que dijo:

—Esto me parece lógico, ¿no es verdad?

Acordamos que efectivamente era así.

—Muy bien —prosiguió Godofredo—. Así pues, vamos a dejarnos de peleas. Por la mañana saldremos para Antioquía y sitiaremos el lugar y, cuando lo hayamos conseguido, mataremos a todo bicho viviente, tal como Dios quiere.

Esto ocurrió hace cuatro días. En este tiempo hemos hecho avanzar el ejército hasta las murallas de Antioquía, ya que Pedro de Roaix había ocupado todos los pueblos de las inmediaciones casi hasta la ciudad de Alepo. Al cruzar el río Orontes se desarrolló una furiosa batalla en el curso de la cual las tropas del obispo Adhémar arrasaron a los turcos y capturaron muchas ovejas y ganado destinados a la ciudad. Por lo menos ahora tendremos provisiones para unos meses.

Debo decir que, durante la marcha, destruimos la fortaleza de barro y dispersamos a los paulinos. Los condes Bohemundo y Godofredo, tras visitar el sitio, decidieron que los habitantes del mismo estaban locos y temieron que pudieran suponer una amenaza para nuestra retaguardia. Se había autorizado a algunos a que acompañasen nuestro ejército en calidad de siervos, aunque a condición de que no fueran con los ojos vendados y de que reservaran sus devociones a los ratos que pasaran en sus tiendas.

1 de noviembre

Día de Todos los Santos

Esta mañana he asistido a misa y seguidamente a una reunión de nobles. La discusión ha sido encendida, como suelen serlo actualmente.

Sólo llegar aquí, Raimundo, mi señor, se mostró partidario de un asalto inmediato a la ciudad[72]. Chocó con la oposición de Godofredo y del obispo Adhémar y tuvo que sufrir las burlas del conde Bohemundo. Le recomendaban que fuera precavido y sólo estaban de acuerdo en que se procediera a atacar para poner a prueba las fortificaciones. Así pues, se había perdido toda oportunidad de sorpresa, por no mencionar además a unas tres o cuatro veintenas de hombres en dichos ataques. Sólo sirvieron para confirmar lo que ya sabíamos: que los turcos retienen Antioquía por la fuerza y que sus murallas son inexpugnables.

Constituye una formidable fortaleza. Respaldada por una escarpada montaña, una de sus macizas murallas recorre una marisma del río Orontes, mientras otras dos se levantan hasta lo alto de las laderas montañosas formando una ciudadela impresionante. En los otros lados las murallas son altas y gruesas, coronadas por cuatrocientas torres que dominan todo el terreno que se extiende debajo de ellas. Estas murallas fueron construidas por el emperador Justiniano en tiempos antiguos, con todas las artes marciales de Roma, y en la actualidad han sido mejoradas por ingenieros bizantinos.

Dentro de las murallas hay mercados, bazares, palacios e incluso terrenos para que los animales pasten. Antioquía podría resistir un sitio de dos años o más, ya que la ciudad posee gran número de pozos y está atravesada por un río impetuoso. De hecho, las murallas cubren dicho río con ligeros calados que permiten el libre paso hacia adentro y hacia fuera de la ciudad. Cómo conseguiremos apoderarnos del lugar dadas las condiciones castigadas en que nos encontramos y el bajo estado de ánimo que nos invade es algo que no podemos decir, pero es evidente que debemos ocuparlo, ya que se encuentra en el camino hacia Jerusalén.

No tenemos tropas suficientes para rodear toda la ciudad, haría falta para ello un ejército diez veces más numeroso que el nuestro. En lugar de ello, hemos colocado los soldados en puntos estratégicos: Bohemundo frente a la puerta de San Pablo dominando el camino principal y el puente; Raimundo, mi señor, a su derecha en la puerta del Perro; el conde Godofredo a nuestra derecha en la puerta del Duque; y hemos dejado en reserva las fuerzas restantes, compuestas en su mayoría por germanos y flamencos. Hay dos puertas, sin embargo, las del Puente y de San Jorge, que siguen libres, y los turcos controlan el camino que conduce al puerto de San Simeón.

Este último es de la mayor importancia. Si tuviéramos que tomar el puerto, los barcos del emperador podrían aprovisionarnos desde el mar. Los turcos lo saben y nuestros esfuerzos para dominar el puente a través del cual el camino atraviesa el río se han visto fuertemente contrarrestados. Hemos apelado a los cristianos de las inmediaciones para que nos proporcionen barcos con los que se pueda construir un puente provisional, lo cual nos permitirá sortear las guarniciones turcas sobre el río y ocuparlas desde atrás.

Entretanto se ha iniciado el sitio, los griegos se dedican a su labor de montar las máquinas, mientras los refugios vuelven a surgir sin que medie apenas una orden a los hombres. Se acerca el invierno y, a no ser que consigamos realizar un asalto repentino o se produzca alguna traición dentro de Antioquía, seguramente sufriremos fuera de las murallas, aunque los turcos y sus prisioneros están dentro.

Éste ha sido hoy el tema principal de la discusión. Bohemundo estaba empeñado en que había que contratar a espías y saboteadores dentro de Antioquía para que colaborasen con nosotros. Según sus argumentos, entre los armenios hay mucha gente que desea coadyuvar a nuestra causa y que, a la menor indicación por nuestra parte, los cristianos sirios de la ciudad se levantarían contra los turcos.

Le ha respondido el general griego Tatikios.

—Los sirios tienen muy poca simpatía a los turcos, la verdad sea dicha, pero menos aún a nosotros —ha dicho con su marcado acento extranjero.

—Entonces debemos dejar bien claro que la ciudad será tomada por un príncipe latino —ha replicado Bohemundo.

—Ellos no aceptan a vuestro Papa —ha dicho Tatikios.

—¡Maldita sea! Yo no hablo del Papa, he dicho un príncipe —ha replicado Bohemundo—, un príncipe que puedan ver como un protector.

El obispo Adhémar ha tomado la palabra:

—Tú no gobernarás en Antioquía. Pertenece a la expedición… a Cristo.

—Pertenece al emperador Alejo —ha remachado Tatikios.

—Pertenece al primero que ponga los pies en la ciudad —ha refunfuñado Bohemundo mirándonos de frente—, y si esa persona soy yo y hay alguien que pretende disputármela, que vaya con cuidado —ha dicho.

Y después de pronunciar estas palabras ha salido.

Me temo que tenemos bloqueo para largo.

12 de noviembre

Este sitio tiene todas las trazas de ser agresivo y peligroso. Todas las noches, a través del paso del río, pasan turcos desde la ciudad y atacan a nuestros hombres que merodean por las laderas de la montaña. Ya han matado a doce de los nuestros de esta manera. Por la mañana, cuando nuestros forrajeadores no regresan al campamento, nos los encontramos después con la cabeza cortada, arrastrados los cuerpos por el suelo y mutilados. Los turcos les abren en canal y les sacan las tripas, que las aves de rapiña se encargan de devorar. Es frecuente que castren a los cadáveres y les introduzcan los genitales en la boca. Estas escenas producen gran desazón en los hombres y, por vez primera desde que cruzamos el desierto de sal, se han producido deserciones.

Entretanto tenemos dominado el camino que lleva al puerto. Alrededor de cincuenta jinetes cruzaron el puente de barcas y atacaron por sorpresa las guarniciones turcas en la orilla norte del río. Han matado a todos los turcos que han encontrado a su paso, muchos en el momento en que estaban rezando por sus vidas. No puedo echárselo en cara. En este enfrentamiento de Antioquía hay puntos oscuros y una espantosa crueldad que no conoce precedentes.

Me las arreglo lo mejor que puedo en nuestro campamento. Gracias a una larga experiencia, he aprendido a llevar una vida relativamente cómoda. De momento abunda la comida y disponemos de alojamiento adecuado. Desde la muerte de Tomás y la enfermedad de Bartolomé, me he acostumbrado a confiar enteramente en Mansur. Su fidelidad me llega al alma y, en cuanto a su solicitud, jamás me la habría esperado de una persona a sueldo. A modo de recompensa, le he autorizado a llevar los colores de mi familia en sus ropas. Al principio se opuso de manera muy vehemente, insistiendo en que no lo merecía, pero cuando le dije que él formaba parte de mi familia al igual que todos los sirvientes de Lunel, se puso serio y me dio las gracias.

¡Qué persona tan extraña! Nunca le he visto bañarse ni lavarse las ropas, pero es más tiquismiquis que un ama de casa y más listo que el hambre. Se ha construido un cobertizo adyacente a mi pabellón, que he reforzado con ramaje y brezo para protegerlo de los rigores del invierno. Incluso hemos instalado una chimenea dentro, que respira a través de un tubo de barro. Vivo mucho mejor que en Nicea e infinitamente mejor que en Brindisi, lo que debo en gran parte a Mansur.

Hablando de Brindisi, no sé qué habrá sido de Ruth, que me inspiró un amor tan repentino como inesperado. Hace siete meses que la vi por última vez, fue aquel día que trajo flores silvestres a nuestro campamento. ¡Qué hermoso sería ver de nuevo su rostro! ¡Qué hermoso ver el rostro de cualquier muchacha!

Hace tanto tiempo que vivo solamente con hombres, acostumbrado a sus maneras rudas y a su brutalidad animal, que creo que la simple visión de un rostro de mujer me levantaría inconmensurablemente el ánimo.

Anoche tuve una polución, la primera desde hacía muchos meses. Ha sido porque he dejado incluso de entregarme al placer solitario. Recuerdo muchos sueños precipitados y fugaces, todos embarullados entre sí, entre ellos visiones de Juana, de las mujeres del campamento normando, de Ruth y de las muchachas armenias de Iconio e incluso de Mansur. Al despertarme y ver lo que me había pasado no he podido por menos de reírme para mis adentros. ¡Vaya, Roger! Vuelves a ser un muchacho, ahí tienes la pureza de un muchacho derramada sobre el vientre, he pensado.

Es un pensamiento que me infunde paz. Ahora ya no me castigo. Soy un hombre que va poniendo años, un hombre que ha conseguido liberarse por fin de ese tumulto que provocan las mujeres, que tiene los sueños carnales e inocentes de los niños. He retrocedido en el tiempo, pese a que nuestra expedición sigue su camino adelante. No sé por qué, pero esto me llena de paz, de calma.

Entretanto, mis confesiones son cada vez más cortas, me cuesta pensar en los pecados que he cometido, como no sea el de matar que, al fin y al cabo, es a lo que he venido.

18 de noviembre

Desde nuestra llegada los turcos han acosado nuestra retaguardia desde su fortaleza de Harenc, en las proximidades de Alepo. Sus incursiones contra el ejército de Bohemundo fueron muy destructivas hasta que, finalmente, los normandos no pudieron soportar las por más tiempo. Hace dos días que Bohemundo envió cien arqueros para que atacaran la fortaleza. Al ver lo que pasaba, los turcos salieron a asaltarlos, esperando obtener una victoria fácil. Era lo que Bohemundo quería. Inmediatamente cargó con doscientos caballeros que tenía escondidos en las montañas.

Cogió a los turcos por sorpresa y, al ver que no podían recuperar la fortaleza, depusieron las armas y se rindieron. Bohemundo dio orden entonces a los arqueros, que los turcos habían esperado aniquilar, de que dispararan contra ellos. Así lo hicieron, matándolos a todos salvo a un puñado que Bohemundo retuvo como rehenes.

Harenc protege ahora la retaguardia del ejército de Bohemundo y le sirve de puesto avanzado desde el cual vigila Alepo. Desde nuestra llegada hay allí un gran contingente de turcos que permanece inmóvil. Por lo que nos han contado los prisioneros, el emir de Alepo, un tal Ridwan, se ha negado a recurrir a la ayuda de Yagashan a causa de una antigua disputa entre ellos[73].

Así pues, hemos tomado todas las ciudades y pueblos situados en las inmediaciones de Antioquía y hemos rodeado el puerto de San Simeón. Nuestros hombres están ahora ojo avizor, atentos a la flota de Alejo o a los barcos del pirata Guynemer, de quien se dice que ha aprovisionado a los ejércitos de Balduino y Tancredo[74].

Tenemos algunas noticias de los dos últimos. Balduino ha instalado ahora su capital en Edesa, mientras que Tancredo ha tomado Adana y se ha trasladado a Mamistra, al norte de donde nos encontramos situados. Les hemos enviado mensajeros a los dos y les hemos solicitado refuerzos para nuestro sitio. Entretanto se ha rumoreado que Pedro el Ermitaño, que nos precedió a Oriente, ha formado un nuevo ejército y se dirige a Antioquía por mar. De ser esto cierto, se trataría de una buena noticia, ya que son muchos los que tienen a Pedro por un santo y su nombre ha pasado a convertirse en leyenda. Su presencia entre nosotros no podría tener más que un efecto beneficioso en la moral de nuestros hombres.

Desde que hemos iniciado el sitio, se nos ha incorporado un grupo de guerreros que viven en las montañas situadas sobre la ciudad. Los llaman los tafurs y da la impresión de que no hay nadie que sepa quién son ni al servicio de quién están. De todos modos, son soldados como no habíamos visto en nuestra vida.

Todos, sin excepción, van cubiertos de apestosos harapos y ninguno lleva las armas apropiadas. No se cuidan la barba ni se cortan el cabello y usan turbantes holgados para taparse la cabeza. Su vida es de la más absoluta pobreza, de estricta castidad y obediencia a su rey, un hombre llamado Vlast. Ejerce un dominio absoluto sobre sus hombres y es el ser de aspecto más salvaje que cabe imaginar. Es muy alto y nervudo y lleva un garrote con cuchillas hincadas.

Ningún tafur está autorizado a poseer dinero ni ninguna cosa de valor. Cuando se descubre a alguno con algo valioso encima, inmediatamente es desterrado a las montañas o enviado a nuestro ejército. Viven sólo para matar y cuanto más salvajes y brutos sean, mejor. Se han ofrecido para hacer de servidores en nuestra peregrinación pero todos los nobles, salvo Bohemundo, se han negado a admitirlos. En consecuencia, ahora están acampados cerca de los normandos de Sicilia, si bien se mantienen apartados de ellos y no admiten de ellos pago alguno ni provisiones de ningún tipo. Es imposible saber qué religión practican, aun cuando alardean delante de nuestros caballeros de que ellos son los únicos seguidores de Cristo. Yo los veo como asesinos o algo peor.

No he hablado de los almuecines. Son los sacerdotes de los turcos, encargados de entonar seis veces al día las oraciones desde los alminares de Antioquía. Se trata de un canto complicado, a veces agudo y enardecido y otras grave y plañidero. Me gustaría saber más cosas acerca de ese tipo de canto, entender las palabras y saber si figuran escritas en alguna parte. No es improvisado, ya que hace el tiempo suficiente que estamos aquí para identificar ciertas pautas que se van repitiendo. En principio debo decir que no me parece un canto hermoso como, por ejemplo, nuestros himnos latinos. Sin embargo, a medida que me voy familiarizando con él, he de admitir que lo espero con interés y que a veces incluso lo tarareo durante el día. Siempre ocurre así con religiones ajenas a la nuestra. Los consideramos bárbaros y rudos hasta que los escuchamos y nos damos cuenta de que cantan las mismas armonías que se esconden en nuestras almas aunque las palabras sean distintas.

29 de noviembre

Hace muchísimo frío y tengo pocas cosas de importancia que comentar.

Hace una semana que una flota de barcos procedentes de Genova llegó al puerto de San Simeón. Tan pronto como echaron anclas, los germanos, que estaban encargados de vigilar los puertos avanzados del río, atacaron la ciudad. Los ayudaron en la empresa los barcos genoveses con su armamento, que provocó grandes estragos. Los turcos se rindieron casi inmediatamente, ya que al parecer estaban medio muertos de hambre y esperaban a que se les presentase una excusa, pero los germanos no dejaron vivo uno solo.

Actualmente el puerto está en nuestras manos, al igual que las provisiones que traían los barcos, lo que nos ha ido de maravilla porque las nuestras ya estaban escaseando. Ahora disponemos de carne salada y harina, aunque carecemos de verduras y frutas. Parece que estos ítalos, a los que el papa Urbano había dado orden de facilitarnos provisiones hace casi dos años, han aprovechado este período de tiempo para enriquecerse con sus viajes a través del Mediterráneo.

En consecuencia, el único alimento que nos ha quedado ha sido el que no pudieron vender o no se ha estropeado. Cuando Emich, el jefe supremo germano, echó en cara al capitán genovés la situación en que nos encontrábamos, parece que respondió que se figuraba que estábamos muertos y soltó una carcajada. Emich, por toda respuesta, le cortó el brazo izquierdo a la altura del codo. Hay que reconocer que los germanos no tienen sentido del humor.

La llegada de la flota ha causado una considerable conmoción. El hecho obedece a varias circunstancias. En primer lugar, está aquí Pedro el Ermitaño, junto con unas tres veintenas de hombres entre caballeros y soldados reclutados en el norte. Observé su marcha a nuestro campamento y también la de una cuadrilla de los sinvergüenzas más depredadores y de peor ralea que espero volver a ver en mi vida. Da la impresión de que han sacado del cementerio los pertrechos que llevan, sus monturas son hediondas y están que no se tienen de pie y no parecen jinetes sino traperos.

La infantería no es más que chusma. Los soldados van armados con garrotes, látigos y puñales cubiertos de orín. No llevan bandera alguna, sólo esas telas multicolores que suelen ponerse los ladrones y mendigos y, encima, despiden un olor apestoso. No se afeitan y tienen una mirada aviesa, que emplean sobre todo para registrar el campamento en busca de objetos valiosos. He ordenado a Bartolomé y a Mansur que ocultasen mis posesiones y les he dicho que apaleasen al primero que se acercara a nuestro refugio.

En cuanto a ese santón llamado Pedro, he tenido el gran honor de conocerlo. Estaba borracho y olía fuertemente a ajo. De las comisuras de la boca le caía un fino hilo de saliva. Habla el dialecto picardo, lo que presta a su francés una calidad bárbara muy particular. Siempre había oído decir que iba descalzo y montaba un asno. La verdad es que él mismo parece un asno, su cara es alargada y tiene la piel oscura y una barba cerdosa. En lo que se refiere a sus pies… digamos que tienen olor de santidad.

Mi señor Raimundo le encargó que, con su militia Christi, se situara frente a la puerta del Puente, la más fácil de defender y la más alejada de nuestras líneas. No sé cómo estarán de armas, pero parece que no les falta vino.

Hubo otros dos acontecimientos que marcaron la llegada de la flota.

Aunque no se había enterado nadie, el conde Balduino, una vez establecido su reino en Oriente, envió a buscar a su esposa Godvere y a sus tres hijos pequeños. La señora emprendió el largo viaje con todo su equipaje y consiguió llegar a Bari antes de caer enferma de fiebres. Pese a ello, deseosa de obedecer las órdenes de su marido y de compartir su gloria recién ganada, prosiguió el viaje y tomó un barco egipcio, donde le robaron todo el equipaje y la dejaron después abandonada junto con sus hijos en Chipre. Allí la encontraron los genoveses, desamparada y enferma, y se comprometieron a trasladarla a cambio de la promesa de una recompensa de su cuñado, el conde Godofredo.

Con el viaje empeoró su estado. Seguidamente, el hijo pequeño también contrajo las fiebres y murió, mientras que los dos mayores, un niño de nueve o diez años y una niña que no tendría más allá de seis, cayeron igualmente enfermos. Así llegaron los tres desgraciados enfermos a nuestro campamento, esperando encontrar en él el amparo de su pariente. Godvere tuvo la contrariedad de saber que Godofredo también había enfermado de fiebres y que no podía ayudarles, ya que tampoco podía ayudarse a sí mismo.

Los acompañé desde el barco al campamento de Godofredo. El camino desde el puerto fue de lo más trabajoso y lamentable, ya que pasamos junto a cadáveres de turcos y junto al río tan contaminado por nuestros soldados que no era posible beber el agua ni usarla siquiera para bañarse.

Yo iba a caballo junto al carro en que Godvere viajaba sentada con toda la majestad que le era posible aparentar dado su estado. Llevaba a los dos niños sentados en el regazo y acariciaba sus cabezas con aire ausente mientras miraba fijamente nuestro campamento, con sus improvisados refugios, el humo impregnado de grasa que despedían los guisos y los interminables campos de barro. Me daba cuenta del horror que reflejaba su mirada a medida que se apercibía de nuestra situación y veía sus ojos hundidos por semanas de fiebre y por las angustias que le habían hecho sufrir sus desgraciados hijos. Era una mujer que llegaba para ser reina y que lo único que encontraba eran desgracias, enfermedades y miradas hoscas de los soldados.

Sin embargo no lloró, y hube de admirarla por esto. La verdad es que no podía apartar los ojos de ella. Es una mujer pequeña, sumamente frágil, con una tez blanca como el papel, labios muy finos y ojos grandes y oscuros. Me fijé en sus manos mientras acariciaba los cabellos de sus hijos. Eran unas manos exquisitamente pequeñas y finas. Pese a todas las adversidades que había pasado, no había descuidado las uñas, detalle que hubo de impresionarme por lo que significaba y que empujó a mi corazón a ponerse de su parte. La habría ayudado de haber podido, pero sus ojos hundidos y sus ojeras moradas me decían que era una mujer condenada. Mi única esperanza es que sobrevivan los hijos.

Al volver a leer las palabras que he consignado me doy cuenta de que me he ido enardeciendo. Cuando empecé todo esto yo era un hombre frío, y no me refiero a que sólo mi cuerpo era frío sino también mi espíritu. El hecho tiene una explicación que expondré.

El tercer acontecimiento relacionado con la flota y que despertó una gran excitación en el campamento fue la llegada de cartas de Provenza. Como no podía ser de otra manera, cuando el Papa ordenó que se formara la flota, muchos familiares de los peregrinos escribieron misivas a las personas queridas y confiaron las cartas al capitán. Pese a que tuvo la desgracia de perder la mitad del brazo, el hombre cumplió el encargo y nos las entregó. A muchos de los que las recibieron les acometió un acceso de delirio. Los que saben leer, no paran de hacerlo y agitan las cartas como quien agita un trofeo, y hasta hay quien se hace pagar para leérselas a sus compañeros.

¡Qué cosa tan maravillosa el efecto que puede producir sobre el espíritu de los soldados un simple trozo de papel cubierto por un frágil trazado de signos! Cada palabra es un tesoro, cada frase objeto de profunda reflexión en busca de un sentido oculto. He visto a más de uno deshecho en llanto ante una carta y también he visto a sus compañeros, hombres rudos y curtidos por inimaginables avatares, rogándole por favor que les dejara tocar aquel papel. Son reliquias de un mundo lejano, el eslabón vivo que los une a la familia, papeles que han estado en manos que enlazaron las nuestras en tiempos de paz. Ni uno solo vendería su carta por mil alhajas. Ni uno solo dejaría de darlas, si las poseyera, por tener una de esas cartas para él. No hubo carta para mí.

1 de diciembre

El hijo pequeño de Balduino ha muerto. Yo no lo vi morir, pero los que presenciaron su muerte dicen que fue apacible y tranquila. La muerte de un niño es algo tan extraño como la sombra que proyecta la nube en un valle que hasta ese momento había estado inundado de sol. Hace que nos preguntemos de dónde viene aquella sombra, qué significa, por qué ha quedado de pronto a oscuras un lugar hasta entonces radiante. Me parece que si yo tuviera un hijo y lo perdiera, me quitaría la vida. Después me digo que no, que no lo haría, porque sería un acto poco viril. Sé que no tengo idea de lo que significa ser padre.

Balduino no ha venido, aunque lo han ido a buscar repetidas veces. Sigue ausente en busca de conquistas, aunque su mayor conquista se muere aquí, en Antioquía. Nunca me gustó, pero ahora que veo a aquellos que lo aman, matizo mi opinión. Hasta la persona más horrible del mundo puede merecer el amor de alguien y basta con esto para salvar nuestra alma. En otro lugar de este diario me hago la reflexión de que no es tan terrible no amar como no ser amado. Me doy cuenta de que Balduino tiene a alguien que le ama.

El mismo día, más tarde

Me ha interrumpido un escudero enviado por mi señor, el cual deseaba verme. Raimundo me esperaba en su pabellón, donde me entregó un papel que había llegado dentro de un paquete que me estaba destinado. Al principio no lo comprendí.

—Es una carta —me dijo con una sonrisa—, una carta de tu casa.

En efecto, así era.

He vuelto como una exhalación a mi refugio apretando fuertemente aquella carta en mis manos como un mendigo su comida. He pasado junto a Bartolomé, que quería hablar conmigo, y me he apresurado a encender la vela. Las manos me temblaban al desdoblar la carta.

«Esposo mío, tus animales están bien», éstas eran las palabras con que empezaba.

La carta era de Juana y la fecha que llevaba correspondía a dos meses después de mi partida[75]. No voy a reproducir su contenido, aunque pienso incluirla en este libro[76]. Estaba escrita con la torpe caligrafía de Juana, sin falsilla que evitara las líneas torcidas y, aunque sólo hablaba de cuestiones relacionadas con la casa, no pude por menos de leerla muchas veces seguidas. Tenía la respiración entrecortada y apenas lograba enfocar la visión. Aquellas palabras las había escrito su mano, aquel papel lo había tocado ella. Me faltó poco para echarme a llorar.

Las noticias tenían que ver con la hacienda: la cosecha estaba en marcha, las ganancias eran buenas, el mayoral no se emborrachaba, los animales estaban bien de salud. ¡Cómo me gustó aquella frase! ¡Qué calidez puso en mi corazón, cómo me hizo sonreír! «Tus animales están bien». Se preocupaba por mí, puesto que sabía lo mucho que me preocupaban los animales. No decía una sola palabra sobre ella, pero se preocupaba en cambio de mis animales. De pronto vuelvo a amarla, aquel amor que sentí por ella en otro tiempo ha renacido en mí, vuelvo a notar en mis sentidos el olor y el sabor de ella. Esta carta, con esa peculiar familiaridad que refleja, me ha devuelto súbitamente a Juana. ¡Juana! ¡Juana! ¡Qué estéril me he vuelto, Juana! Todos tus dulces juegos, los que engrasaban mi carne, ya se han secado. ¡He olvidado qué significa ser hombre entre tus brazos!

Más tarde aún

He leído la nota que incluía mi madre en la carta. Cayó al suelo como por casualidad al desdoblarla. La miré y la dejé a un lado para dedicarme a la carta de Juana. Sólo mucho más tarde, al secar las lágrimas que ya asomaban a mis ojos, la recogí. Al momento reconocí la letra de mi madre, pequeña, apretada y con muchos bucles, igual que una blonda. La leí:

«Hijo mío: tu hermana ya no es doncella, sino esposa. Esta mañana se ha casado en Saint-Gilles con el duque de Séte. Ahora estoy sola, porque Juana está plenamente dedicada a la hacienda, que ha puesto bajo el cuidado de Abelardo, el hijo mayor del duque de Arles. Te encomiendo a Dios, Maman».

Nada más, aunque lo decía todo. Conocí hace años a Abelardo de Arles en casa de Eustaquio. Me había fijado en que rondaba mucho a Juana, lo que me hizo odiarlo enseguida. Ella no había vuelto a hablarme de él desde que nos casamos. ¡Pero ahora estaba al frente de mis propiedades!

De las lágrimas he pasado a la furia. Me he acordado de todas las noches que pasé despierto preguntándome si Juana dormiría sola, sabiendo que seguramente no era así. ¡Abelardo, aquel mequetrefe delgaducho y emperifollado de barba cuadrada y maneras remilgadas! ¡Qué risa horrible la suya, y aquellos ojos de mirada cargada de intención! ¡Aquel cobarde que se las arregló para no estar en casa cuando llegó el emisario del papa Urbano para reclutar a los expedicionarios! Aquel tipejo de calzones ceñidos, dientes blanqueados y bragueta abultada y siempre a punto de reventar.

He arrojado la carta al suelo y he salido del pabellón, y ha faltado poco para que derribara a Bartolomé al pasar.

—Señor, tengo un furúnculo en el pie, ¿puedo ir…? —me ha dicho.

Le he contestado que se fuera al infierno.

He cabalgado toda la noche, espoleando a Fatana hasta hacerla sangrar. Luego he rodeado la ciudad con la esperanza de tropezarme con algún turco. No he encontrado ninguno, aunque he sobresaltado a todos los centinelas del ejército y me han disparado desde las murallas. Seguro que tanto los cristianos como los turcos se han figurado que estoy loco. Muy bien, es posible que esté loco y cuanto más lo pienso, más loco me vuelvo.

No puedo estar quieto un momento. Iré a caballo hasta el puerto y pasaré allí la noche. Cualquier cosa con tal de apartarme de este maldito campamento y de su eterno hedor a muerte.

8 de diciembre

Fiesta de la Inmaculada Concepción

Estoy borracho. ¡Estoy borracho! Todas las noches de esta semana me he emborrachado y, si Dios lo permite, pienso seguir haciéndolo todas las noches mientras pueda.

Estoy en San Simeón, invitado por mis amigos los germanos, los anglos, los escotos y los hombres de Galle. Aquí solemos pasar las noches en cabernas[77]. Anoche me quedé a dormir en una y me he despertado justo cuando abrían la puerta que da al río para limpiar los suelos.

No sé muy bien cómo ha sido, pero he perdido la daga germana. Tal vez ha sido jugando a cartas, ya que estos germanos son empedernidos jugadores de cartas. Tengo una herida mala sobre el ojo y se me ha llenado de pus.

Emich de Leisingen y yo nos hemos hecho muy amigos. Hemos hecho juramento de defendernos mutuamente en gracia y en pecado. A causa de las peleas, tiene unos terribles cortes en la cara. Un anglo esgrimió un cuchillo contra él y yo ataqué al hombre, le atravesé el cuerpo. Fue algo que me sentó muy mal, pero sus amigos me aseguraron que era un demonio y que se lo tenía bien merecido. Ahora Emich y yo somos inseparables ya que, según los germanos, cuando uno salva la vida de un hombre queda amigo suyo para toda la vida.

Desde que estoy aquí he yacido con seis mujeres. No escasean. Los marinos ítalos conocen todas las casas de citas, por lo que los emborrachamos y nos acompañan a ellas. Contando a Juana, he estado con doce mujeres en toda mi vida, por supuesto descontando a Josianne, la chica que se ahogó, ya que a ella no la tengo en cuenta porque no la habité nunca.

Era muy dulce, quizá un poco regordeta, como suelen ser las chicas que se ganan la vida en el puerto. Pese a todo, lo que admiro de ellas es que no tienen pretensión alguna, te acogen cordialmente, hacen su trabajo, cogen el dinero que les das y adiós muy buenas. Aquí no hay tierras de por medio, ni promesas, ni protestas de amor. Hacen contigo su asqueroso trabajo y después cada uno por su lado. Así es como funciona la cosa. Así debería funcionar siempre.

¿Qué es una esposa, en realidad? Pues una puta que uno compra y paga como a cualquier puta de San Simeón. A ella no le das fortuna, lo que le das es tu nombre, tu honor, tu felicidad. Está muy bien pagada. Le das la polla, pero en el trato pones hasta tu alma en sus manos. Hace que le digas que la amas y tú se lo dices con todo tu corazón… y después ella te estruja igual que un trapo. Y tu alma se derrama por los suelos como agua sucia. Prefiero a estas putas de marinero que a cualquier esposa. Abandono sus brazos con la bolsa vacía, pero con el alma todavía en el cuerpo. Les doy dinero, pero yo sigo siendo yo.

La primera rompió el voto de castidad que yo había hecho. Dio al traste con aquella santidad que sentía crecer en mí como la parra que se agarra al muro. Me tomó entre sus manos blancas y regordetas y sus uñas sucias y me fue hinchando, hinchando hasta que llegué al estallido final y el placer que sentí me supo a gloria. La degusté como el asado, pasé por ella como un meteoro, pasé por ella como el pensamiento. La bombeé y la machaqué hasta que, echándose a reír, me pidió que me lo tomara con más calma. Entonces clavé los ojos en su rostro, el rostro de una persona desconocida que me miraba con la boca abierta y me mostraba unos dientes cariados y, durante un instante, vi el rostro de Juana, me perdí en ella y me eché a llorar.

Entonces me acarició la cabeza como si yo fuera un niño, pero yo me levanté de ella, dejé caer las monedas de cobre sobre la cama y volví a mi soledad. Estuve paseando una hora por la orilla del mar, limitándome a pensar. Encontré una ostra en la playa, la recogí y la abrí trabajosamente con ayuda de las uñas. No tenía ninguna perla en su interior, sólo encontré la carne blanca y húmeda con hilos pegajosos entre las valvas y olor a sal. No sé por qué, pero me produjo horror y la arrojé al mar, lo más lejos que pude, y volví a la ciudad para acabar de emborracharme.

Me he propuesto acostarme con todas las putas del puerto y estar borracho todo el tiempo que me quede aquí.

18 de diciembre

He estado diez días sin escribir en el libro, que se me había extraviado, pero lo he vuelto a encontrar entre las sacas del taller del comerciante de velas en cuya casa he dormido a veces. Estaba desesperado, lo que no deja de parecerme extraño ya que no sabía que este libro significase tanto para mí. Tuve grandes dificultades para recuperarlo debido a que el de las velas, después de la pelea que había tenido con el escoto, me había prohibido que entrara en su casa.

Fue un lance de lo más estúpido. Yo estaba tan borracho como él y él era un hombre barbudo de una ciudad cuyo nombre sonaba igual que un carraspeo. Cuando cerraron la caberna nos fuimos a su taller junto con Emich y algunos germanos para continuar bebiendo. Era casi el alba, ya comenzaban a oírse los primeros pájaros. El escoto dijo que los pájaros de su país natal eran los mejores cantores del mundo. Emich, que habla su lengua, me tradujo sus palabras y yo respondí indignado que los pájaros de Provenza no tienen parigual.

Esto lo puso todo en marcha. Nos enzarzamos en una discusión sobre pájaros e imitamos sus cantos, y el escoto me dijo que mis cantos de pájaro eran como pedos de vieja. Yo le pegué un batacazo, él me lo devolvió y un momento después rodábamos los dos por el sucio suelo arañándonos y mordiéndonos. Yo le arranqué de un mordisco un trozo de oreja, que escupí, y él se puso a gritar como un loco. Los demás estaban entusiasmados y me instaban a seguir aporreándole. Yo estaba desquiciado. Él estaba allí tumbado, lamentándose, cubierto de virutas de madera y agarrándose la oreja con la mano mientras la sangre se escurría entre sus dedos. Tenía el faldellín levantado y mostraba unos muslos blancos y las bolas peludas de los testículos.

Me repugnó tanto que, cogiendo un mazo, comencé a golpearlo. Cuanto más ensangrentada tenía la cara, más enfurecido me sentía y al mismo tiempo más horrorizado de lo que estaba haciendo. Lo habría seguido golpeando hasta matarlo si el comerciante de velas no hubiera llamado a unos marineros, que me separaron de la víctima. Me sentí llevado a rastras, con el mazo todavía en la mano, el corazón desbocado y jadeando como una bestia. Me golpearon muchas veces en la cabeza hasta que me tambaleé, me arrastraron fuera y me arrojaron al mar desde el muelle.

Alguien debió de encontrarme, aunque no sé quién, ya que lo único que recuerdo es que yo estaba en una barca que iba acercándose a sacudidas al puerto. El sol me daba en los ojos y tardé bastante en distinguir bien las cosas. Sobre mí había un rostro, el rostro de una niña. Me observaba con aire indiferente, tenía los cabellos color miel y los ojos azules. Su tez era clara como la de los niños de Provenza. Llevaba en las manos un manojo de algas de las que, mientras yo la observaba, extrajo una ostra.

Levanté la cabeza y miré alrededor. El bote era tan pequeño que apenas bastaba para los dos. No me cabía en la cabeza que aquella niña estuviera sola en el puerto. Me levanté del fondo del bote, ya que estaba tumbado en el pantoque, y lo hice balancear furiosamente. De pronto sentí una fuerte necesidad de vomitar y me apoyé en un costado. Expulsé el vómito en largas bocanadas parduscas, mientras el estómago se me movía convulsivamente. Me puse a bizquear a causa de las arcadas hasta que los ojos se me llenaron de lágrimas.

Justo en aquel momento una mano agarró el costado del bote y en él se aupó un muchachito de catorce o quince años, que se apartó de los ojos los cabellos húmedos. Tenía el semblante pálido y el cabello color miel, como la niña. Me sonrió y echó un puñado de algas en el fondo del bote. Después se llenó los pulmones de aire y volvió a desaparecer.

Yo volví a tumbarme, me sentía abandonado y torpe y me puse a observar lo que hacía la niña. Abrió la ostra con la punta de un clavo oxidado, introdujo en ella sus minúsculos dedos, sacó una perla y tiró las valvas. La perla era grande y viscosa. La niña se la metió en la boca y la chupeteó un momento, volvió a sacársela y escupió. Con ojos de experta sostuvo la perla en la mano para examinarla a la luz del sol y después la metió en una bolsita que le colgaba del cuello. Pero en aquel momento dirigió la vista hacia mí, frunció el ceño y volvió a sacar la perla de la bolsa al tiempo que decía algo en una lengua que yo no había oído en mi vida.

Al ver que yo no respondía, agitó la perla ante mí, como instándome a cogerla. Me senté pese a que me sentía muy débil y se la cogí de las manos. No dijo nada más, pero me miró muy seria. Le di las gracias y ella volvió inmediatamente a la tarea de recoger montoncitos de algas.

Me quedé con ella en el bote hasta que su hermano —deduje que ése era el parentesco que los unía— dejó de chapuzarse. Jamás llegaré a entender cómo podía soportar la frialdad del agua teniendo en cuenta que estaba completamente desnudo, como también sigue siendo un misterio para mí cómo conseguía permanecer períodos de tiempo tan largos sumergido. Ya iba a hacerle sitio en el bote cuando me disuadió de hacerlo con un gesto de la mano e, izándose sin aparente esfuerzo en la barca, se mantuvo en perfecto equilibrio de pie sobre las traviesas detrás de su hermana.

Ésta le tendió una capa con la que se secó y se restregó vigorosamente la piel. Era uno de los chicos más hermosos que he visto en mi vida, tenía los ojos de un color negro azulado y una constitución atlética perfecta. El cuerpo le brillaba al sol e irradiaba vitalidad y juventud. Notaba que el cuerpo se me encogía sólo de mirarlo, ya que me sentía envilecido, viejo y avergonzado de las condiciones en que me encontraba. Cerré los ojos mientras él nos devolvía a la orilla remando suavemente y sentí en lo más profundo de mi ser el dolor de mi juventud perdida y el peso flácido de mis pecados.

No puedo hacer nada para aliviar mi condición. Estoy solo como nunca en mi vida y, mientras camino por la ciudad, me siento un extraño incluso para mí. Yo, Roger, duque de Lunel, soy ahora un pordiosero, un borracho, un viejo vestido con unos calzones gastados y una túnica harapienta que va dando tumbos en la oscuridad sin saber dónde tengo el alma.

Y todo porque amaba a mi esposa y odiaba a su marido, todo porque lo maté y la dejé sola con sus deseos. Todo es culpa mía, soy el causante de mi propia miseria. No puedo echar a nadie la culpa más que a mí.

24 de diciembre

Me he quedado otra semana más en la ciudad. Los germanos siguen aprovisionándome de bebida y proporcionándome jolgorio. Expulsado de todas las casas y comercios, duermo en el extremo del espigón. Por las noches hace un frío impresionante y tengo que cubrirme con sacos. A veces lloro, a veces me echo a dormir entre gritos y maldiciones. Se me ha cuarteado la piel, mi barba es una maraña de pelos y el cuerpo me tiembla aunque me ponga al sol.

Ayer me despertó una mano que me tocaba suavemente. Era Mansur.

Effendi —me dijo—, tu caballo precisa de tus cuidados.

Me ayudó a levantarme y lo seguí hasta donde estaba Fatana, amarrada en un corral junto a la casa del capitán del puerto. Monté en Fatana y Mansur me condujo a paso cansino hacia el campamento.

Vuelvo a estar instalado en mi pabellón. He dormido largo y tendido. Mansur me ha bañado y afeitado, me ha limpiado la herida que tengo sobre el ojo y la ha cosido con cuerda de tripa. Me he confesado y he ido a misa. He pasado una época oscura y de purificación, pero ahora he quedado limpio. Aunque me siento baldado y en carne viva, sé que con la ayuda de Dios conseguiré sanar.

28 de diciembre

Día de los Santos Inocentes

En un consejo celebrado el día después de Navidad se decidió que el conde Bohemundo, al mando de diez mil hombres, y el conde Roberto de Flandes, al frente de cinco mil, remontarían el río Orontes para ir en busca de provisiones para el ejército. Creo que se adjudicó un número tan grande de hombres a Bohemundo por dos razones.

La primera es que sus espías dentro de Antioquía han informado de que Yagashan ha pedido socorro al emir de Damasco y es posible que Bohemundo encuentre, por tanto, un ejército de turcos durante su marcha. La segunda, que no declaró pero que yo considero segura, es que no quiere que Raimundo, mi señor, disponga de soldados suficientes para apoderarse de Antioquía durante su ausencia. Las sospechas en relación con Raimundo ocupan sus pensamientos y nadie podría convencerlo de que se necesita el ejército aquí. Así pues, Bohemundo destacará más de la mitad del ejército para la expedición de aprovisionamiento, hecho hasta ahora sin precedentes.

El conde Godofredo estaba ausente de la reunión. Sigue con fiebre y no está en condiciones de abandonar el pabellón. Entretanto, su cuñada Godvere ha muerto. De la familia de Balduino ahora sólo queda la niña. La he visto rondar a veces por el campamento, donde se ha convertido en la niña mimada de los hombres. Se las arreglan para hacerle regalos y está prohibido decir palabrotas ni cometer groserías en su presencia. Basta que aparezca con sus rizos y su aspecto inmaculado para que los soldados se transformen, bajen la voz, sonrían, tiendan las manos para tocarla. Es la única nota de dulzura en este mundo rudo y triste. Dios no lo quiera, pero estoy seguro de que si los turcos la mataran o la hicieran prisionera en una de sus incursiones nocturnas, los hombres se lanzarían inmediatamente sobre Antioquía.

Me dicen ahora que también ella está enferma y que probablemente muera. Los hombres hacen pequeñas peregrinaciones a la tienda donde descansa y, sin decir palabra, le dejan flores o juguetes que hacen para ella. No tiene padres, qué duda cabe, pero tiene quince mil tíos.

Ayer un loco —uno de los soldados flamencos— declaró que después de visitar la tienda donde está la niña, él había sanado del flujo que padecía y a partir de este momento ha comenzado a circular por el campamento el rumor de que es una santa milagrera. Todos los hombres que padecen algún trastorno, desde un miembro amputado a gonorrea, acuden en tropel a verla. Los únicos capaces de pararles los pies son los guardas de Godofredo. Pese a ello, le envían objetos para que la niña los bendiga —espadas, cofias y otras prendas de ropa—, por lo que ahora la tienda está llena a rebosar. Pero la niña está tendida e inconsciente y los únicos que la atienden son los curas.

Ya han empezado las lluvias invernales, y las tierras bajas junto al río donde está acampada la infantería pronto estarán inhabitables. En consecuencia, Raimundo, mi señor, ha dado orden a los hombres de que se trasladen a los terrenos más altos delante de la puerta del Perro, lo que van haciendo aunque no sin protestas. Con todo, el lugar donde está mi pabellón es seguro.

Hasta ahora no he dicho nada acerca de mí. La última vez consigné en el diario que me había confesado y tomado la comunión. Me confesé con el padre Raimundo de Aguilléres, aunque es un clérigo al que cuesta encontrar debido a que pasa gran parte del tiempo vagando por el campo en una especie de estado de exaltación. Se dice de él que, inspirado por la proximidad de la ciudad de san Pedro, sólo come desechos y sólo bebe agua del río Orontes, ya que Pedro pisó este suelo y bebió esta agua.

Cuando me confesé con él se limitó a permanecer sentado en silencio sobre un rollo de cuerda con una sonrisa en el rostro y sin pronunciar palabra. Tuve que carraspear y toser para arrancarlo de aquella especie de estado de somnolencia en que se encuentra y conseguir que me diera la absolución. Me impuso como penitencia que me bañara en el río Orontes.

Quise poner objeciones porque está contaminado con los desechos del campamento, pero lo pensé mejor.

La verdad es que se trataba de una penitencia muy dura. A la mañana siguiente me desnudé por completo, me metí en aquella inmundicia de río y me ungí el cuerpo. Seguramente los soldados que estaban en las inmediaciones me creyeron loco, pero yo no dije nada y también esto me lo tomé como parte de la penitencia. Cuando salí tenía un aspecto tan lamentable que apenas podía vestirme, por lo que me envolví en una manta de caballo y fui derecho a mi pabellón, donde Mansur me libró con sus enjuagues de la penitencia cumplida.

Nada me ha comentado sobre las semanas que pasé en el puerto, razón por la cual le estoy muy agradecido. Nos hablamos con la prudente ceremonia de los que comparten una secreta vergüenza. Creo que así debe ser entre amos y criados, ya que aquellos que nos sirven nos ven inevitablemente como somos. Ésta es la función que entraña la fidelidad: ocupa el lugar del amor en aquellos con los que compartimos nuestras vidas por necesidad y no por afecto. Pese a todo, he decidido que procuraría que entendiera mi conducta, no ya para ganarme su perdón, sino sólo para que entienda por qué me libré a tales excesos.

Así pues, cuando Mansur estaba haciendo los preparativos para la noche, le invité a que se sentara un rato conmigo para charlar. Pareció sorprendido y hasta trató de buscar excusas, pero yo insistí. Hizo, por tanto, una inclinación y se agachó en un rincón, fuera del ámbito de luz que proyectaba la lámpara de aceite.

—En primer lugar —le dije—, quiero darte las gracias por tus servicios.

Entreví cómo inclinaba la cabeza y que, al hacerlo, sólo le quedaba iluminado el turbante.

—Cuando me encontraste en el espigón yo no estaba bien…

Effendi, te lo ruego… —dijo.

Pero yo levanté la mano para acallarlo.

—Yo había sufrido una terrible impresión —proseguí—. Sabrás que estoy casado y me enteré por una carta que… las cosas no andaban demasiado bien en mi casa.

Se quedó largo rato en silencio y finalmente habló, aunque en voz tan queda que apenas pude oír lo que decía.

—¿Está enferma tu mujer? —preguntó.

—No, no es que esté enferma —repuse—, pero me parece que no se ha comportado como debía.

—Comprendo, effendi —dijo Mansur.

—¿Estás casado? —le pregunté.

—Lo estuve.

—Entonces posiblemente comprendas que las noticias… esas noticias que recibí, teniendo en cuenta que venían de tan lejos… tuvieran un efecto tan terrible sobre mí.

Se quedó absorto y en silencio durante un largo momento y finalmente respondió:

—Peor sería que lo hubiera hecho en tu cara.

Ahora me tocaba a mí no entender sus palabras.

—¿Lo dices porque tú pasaste por eso? —pregunté.

—Si me permites, effendi, te diré que recibir estas noticias cuando uno está lejos puede inducir a un hombre a emborracharse. Lo entiendo perfectamente. Pero ya me perdonarás, effendi, si te digo que cuando uno lo sufre ante sus propios ojos, es posible que quiera hacer algo peor… como querer morir. Tú estuviste de suerte y eso me complace.

Comprendí la sabiduría que había en sus palabras y le di las gracias por ello.

Mansur se levantó dispuesto a salir.

—El rey de Sicilia se va mañana —dijo—. ¿No lo acompañarás?

Le dije que pensaba quedarme con mi señor Raimundo.

—Bien, entonces tendré el desayuno a punto a la hora de costumbre. Un mercader griego me ha proporcionado una harina de centeno de excelente calidad. Tendrás pan tierno.

No pude contenerme y exclamé:

—¡Ay, Mansur! ¡Eres un regalo del cielo!

Y haciendo una reverencia, replicó:

—Todos somos un regalo del cielo, ya sea para una cosa o para otra.

Y como siempre, se marchó sin decir palabra.

Me sentía mucho mejor, muchísimo mejor que después de haberme confesado con el cura. Supongo que era un estado que tenía que ver con la capacidad que tienen los hombres de hablarse, de compartir sus experiencias y de entenderse con pocas palabras. Que ocurriera así entre Mansur y yo, hombres pertenecientes a culturas y clases tan diferentes y a mundo tan distantes, no dejaba de ser todavía más tranquilizador para mí.

29 de diciembre

Hemos librado una batalla. Tan pronto el conde Bohemundo partió con sus hombres, los turcos atacaron nuestras fuerzas. El ataque se inició antes del alba, los puentes se vinieron abajo con gran estrépito y los turcos se precipitaron a centenares sobre nuestras posiciones. Nuestros hombres no estaban del todo despiertos, la mayoría iban desnudos y pocos estaban armados. Nos cogieron completamente por sorpresa.

Mansur acudió corriendo a atenderme, pero a mí ya me había despertado el ruido. Estaba ocupado poniéndome la cota de malla y sujetándome la espada al cinto cuando apareció un turco en la entrada de mi pabellón. Parecía tan sorprendido como yo y profirió un grito. También Mansur gritó. Yo desenvainé la espada y le asesté un golpe con el puño en la mandíbula. Se tambaleó y entonces di un paso hacia él y le abrí la garganta de un tajo. Mansur quedó salpicado de sangre y volvió a gritar.

Fuera reinaba una gran confusión. Los hombres luchaban en la más absoluta oscuridad, lanzando gritos y atacándose entre sí. Había docenas de heridos y se oían alaridos por todos lados. Busqué inmediatamente a mi señor y lo descubrí montado en su corcel y ocupado en reunir a sus hombres. Llamé a gritos a Bartolomé, pero no lo vi en parte alguna. Fatana estaba atada a un árbol, a unas pocas varas de distancia, y me acerqué presuroso a ella. Dos hombres que peleaban entre sí vinieron hacia mí. Uno se precipitó contra mí, me dio un golpe con el codo y recibió a cambio un golpe en la cabeza. Era tal la oscuridad que era imposible saber quién era turco y quién cristiano. El hombre herido cayó a mis pies y pude distinguir que llevaba el casco cubierto de esas pieles que usan los turcos. El otro hombre levantó el garrote para golpearme, pero yo lo agarré por el brazo y le grité en francés. Él me maldijo, partió por la mitad la cabeza del turco y desapareció en la oscuridad.

Ensillé a Fatana y monté en ella con toda la celeridad que me fue posible. En aquel momento todo el campamento era objeto de ataques. Cabalgué entre los guerreros intentando llegar al lugar donde se encontraba Raimundo, mi señor. Ya había congregado a su alrededor a unos treinta jinetes y estaba disponiéndose a cargar. Le grité y él me hizo una señal agitando el brazo. Cuando llegué junto a él dio la orden y avanzamos directamente hacia las puertas de la ciudad.

Los efectos que produce sobre la infantería una carga de jinetes es sumamente notable, pero ésta, por realizarse en la oscuridad, tenía algo de milagroso. Inmediatamente se despejó un camino y, en unos instantes, nos encontramos en el puente que atravesaba el foso, donde los turcos oponían resistencia. La batalla era enconada, ya que se concentraba en el estrecho espacio que conducía al puente. Las puertas seguían abiertas y pude ver claramente las luces de las casas e incluso a las mujeres corriendo a través de la plaza.

—¡Antioquía! —gritó mi señor Raimundo—. ¡Antioquía!

Espoleamos los caballos y forzamos la entrada a través del puente. Aparecieron más turcos que venían de la ciudad, algunos armados con lanzas que hincaban en el pecho de nuestras monturas. En un momento aparecieron refuerzos a nuestro lado. Sobre los cadáveres ondeó el estandarte del obispo Adhémar y un momento después desaparecía cuando el portaestandartes fue derribado de su caballo.

La lucha cuerpo a cuerpo se prolongó durante unos minutos. A mis piernas se agarraban hombres de los que yo me desembarazaba sin vacilar. Gradualmente fuimos abriéndonos paso hacia las puertas, pisoteando a los turcos que teníamos bajo nuestros pies o empujándolos al foso.

—¡Ya estamos dentro! —vociferó Raimundo, mi señor—. ¡Por Dios que ya estamos dentro!

De pronto se oyó un alarido detrás de nosotros y me volví para contemplar una escena que me sobrecogió.

Vi al padre Raimundo de Aguilléres en camisón de dormir, los brazos extendidos, acercándose a nosotros por encima de las cabezas de los hombres.

—¡Un milagro, un milagro! —gritaban nuestros soldados.

Daba la impresión, en efecto, de que flotaba en el aire como un espíritu desencarnado, moviéndose con plácida sonrisa hacia las puertas.

Aquella visión espoleó a nuestra infantería, que se lanzó en tropel al puente, amenazando con derrumbarlo junto con todos nosotros encima. Yo estaba acorralado, incapaz de avanzar ni de retirarme. Uno de los soldados, entonces, pugnando por tocar al padre Raimundo, que estaba suspendido sobre nosotros, pinchó a Fatana con su espada. El caballo hizo un movimiento brusco y comenzó a girar en círculo, siendo imitado por otros caballos, lo que provocó que al poco tiempo se produjera un enorme caos en el puente. Los hombres luchaban por liberarse, saltando al foso o golpeándose unos a otros con el fin de emprender la retirada.

Entretanto, Raimundo y unos cuantos jinetes habían conseguido llegar a las puertas y porfiaban por descubrir el mecanismo que las movía. Advirtiendo el peligro que los amenazaba, los turcos comenzaron a congregarse en el interior de la ciudad. Pude ver que se formaba una línea de arqueros y avisé con un grito a mi señor Raimundo para prevenirlo. Sin embargo, era demasiado tarde. Los arqueros se hincaron de rodillas y soltaron una andanada de flechas que cayeron sobre los hombres agrupados en el puente.

Esto desencadenó una espantosa confusión. Los hombres que estaban en las puertas comenzaron a porfiar locamente para retirarse, mientras los que estaban en el puente luchaban con igual denuedo contra ellos. Caían cuerpos en el foso, algunos hombres eran aplastados y por espacio de un momento tuve la impresión de que también Fatana caería desde lo alto del puente. La espoleé con fuerza y la conduje a través del montón de cadáveres en dirección al campamento. Aquello pareció sacarnos de aquel callejón sin salida y nuestros hombres comenzaron a retirarse rápidamente del puente.

Los turcos no tardaron en perseguirlos. Uno de sus líderes, un hombre muy valiente, se precipitó solo al punto, agitando el alfanje que empuñaba a fin de que lo siguieran. Inmediatamente descubrí a Raimundo, mi señor, galopando entre las tiendas y congregando a sus hombres y me dirigí a él, gritando a nuestros soldados que se detuviesen y diesen la vuelta. Unos pocos lo hicieron y al cabo de un momento disponíamos de una línea defensiva con la que hacer frente a los turcos. Dispararon otra andanada de flechas que pasaron sobre nuestras cabezas y seguidamente nos dispusimos a cargar. Bastó con esto. Los turcos, confundidos y desorganizados, atacaron y se dispusieron a ganar el puente.

Por espacio de un momento pensé que Raimundo, mi señor, volvería a tratar de conquistar la ciudad, pero en lugar de ello llamó a nuestros hombres. Nos formamos otra vez, dispuestos a un nuevo ataque, que no se produjo. Un momento después se cerraban ante nosotros las puertas de Antioquía.

—¿Dónde está Raimundo de Aguilléres? —gritó mi señor Raimundo, irritado y fuera de sí—. ¿Dónde está ese condenado loco?

A mí no me había dado tiempo de pensar en él y ya me estaba preguntando qué había ocurrido. De pronto lo vimos delante de nosotros, con su camisón, cubriéndose el rostro con las manos y deshecho en llanto.

—¿Se puede saber qué diablos estás haciendo? —le dijo Raimundo, mi señor.

—Ya estábamos en Antioquía —replicó con un quejido—. He visto la Ciudad Santa.

—Pero es que te has subido sobre mis hombres… ¡Has sembrado el pánico!

—¡He oído la llamada de san Pedro! —respondió el cura.

—Pues, como vuelvas a hacer una de las tuyas, no tardarás en hablar directamente con él —replicó Raimundo, mi señor y, tras espolear su caballo, desapareció al galope.

Visto a la luz del amanecer, el puente tenía un aspecto de lo más melancólico. Sobre él había cadáveres por docenas, sin contar las otras docenas que flotaban en las aguas del foso. Todo el campamento, desde las murallas de la ciudad hasta el puente de barcas, estaba sembrado de cadáveres. Los turcos heridos eran rematados por nuestros hombres allí donde los encontraban y aquella tarde se quemaron los cadáveres. El humo de las hogueras se levantaba a muchos metros de altura sobre el campamento y el viento lo arrastraba hasta la ciudad. Cuando cayó detrás de las murallas oímos las lamentaciones de las mujeres, que lloraban por sus muertos. Nuestros hombres serán enterrados en el cementerio que hemos improvisado en las laderas situadas al norte del río.

Después de la batalla fui a buscar a Bartolomé, con quien yo estaba sulfurado porque no me había preparado el caballo. Observé un débil resplandor en su tienda y pensé que se habría escondido en ella durante la batalla. Me dirigí a grandes zancadas y levanté el ala de la puerta, dispuesto a echarle en cara no sólo su cobardía sino también su inutilidad durante los últimos meses. Pero al verlo me quedé cortado.

Estaba arrodillado en medio de la tienda y tenía la mirada dirigida hacia lo alto. Al verme me miró fijamente con tal expresión de indescriptible felicidad como no había visto nunca en ojos humanos.

En aquel momento me di cuenta de que la lámpara de aceite estaba apagada y tirada en un rincón y de que el resplandor que yo veía parecía salir del rostro mismo del campesino.

31 de diciembre

Hemos vivido dos hechos perturbadores. El día después de la batalla del puente me despertó un ruido ensordecedor y noté después un violento sacudimiento de tierra. Me agarré a los bordes del bastidor de la cama y el pabellón siguió estremeciéndose por uno o dos minutos, después de lo cual todo se sumió en silencio. Quedé aterrado, el corazón se me disparó locamente. De pronto apareció Mansur en la entrada para preguntar si me encontraba bien. Me costó contestarle.

—Mejor que salgas —dijo.

Apenas me levanté se reanudaron las sacudidas. Los palos del pabellón se agitaban como ramas al viento y la tela restallaba con golpes secos como si fuera a desgarrarse de un momento a otro y hacerse trizas. Mansur me dio la mano para sostenerme. Todo el campamento estaba en pie. Los hombres tenían los ojos como platos, los pies separados como si estuvieran en un barco sacudido por una tormenta. Todas las tiendas caían derrumbadas y los caballos tiraban violentamente de las bridas que los tenían sujetos.

—Es un terremoto —me gritó Mansur.

No causó ningún muerto, pero docenas de hombres quedaron atrapados debajo de sus tiendas y se perdieron muchos animales. Durante el día hubo más sacudidas y todos los hombres salieron aterrados de las tiendas. Debo confesar que también yo me contaba entre ellos. Nunca en la vida me había sentido tan indefenso.

Aquella noche el cielo se iluminó con toda una cortina de lucecillas titilantes[78]. Fue la cosa más fantástica que había visto en mi vida, más dilatada y densa que un arco iris y tan extensa que llegaba hasta las estrellas. No sé qué vi en realidad, pero los hombres creen que el terremoto liberó las almas de los muertos, aquellas luces que iban ascendiendo hasta el cielo. Es posible. Es extraño pensar en nuestros pobres y simples campesinos vagando entre las estrellas. Me pregunto si estarán también entre aquellas luces las almas de los turcos.