2 de enero
Año 1097 de la Encarnación de Nuestro Salvador
Esta tarde ha ocurrido una tragedia inesperada y terrible. Todavía tiemblo mientras la cuento cuando escribo porque las escenas siguen impresas en mi memoria.
Pese a que el tiempo había sido desapacible y tormentoso a lo largo de varias semanas, de pronto ha sufrido un cambio. Los peregrinos lo han tenido por una señal divina y se han precipitado a la ciudad para exigir que les facilitaran el pasaje que habían contratado. Los ancianos, para sacárselos de encima, han puesto a su servicio dos viejos navíos. En el más pequeño se amontonaban doscientos peregrinos, mientras que en el más grande de los dos se han acomodado las cuatrocientas almas restantes. El segundo barco ha sido el primero en salir, remolcado por lanchas dentro del puerto.
Justo en aquel momento se levantó viento y a nosotros, que lo observábamos desde la colina, nos pareció que quizá Dios se había dignado por fin favorecernos. De pronto, mientras contemplábamos la escena, vimos con horror que el barco más grande se partía por la mitad, hendido sin previo aviso como un melocotón maduro y librando su carga humana al mar[47]. Mi señor Raimundo se puso a gritar:
—¡Oh, Dios mío! ¡Todos abajo!
Los ancianos, congregados en el puerto, habían reunido todas las embarcaciones disponibles, grandes y pequeñas, para proceder al rescate. Yo salté a una barca no más grande que una bañera, con dos remeros. Mientras nos íbamos adentrando en el puerto oíamos los gritos de los ahogados.
Unos minutos más tarde nos encontrábamos en medio del naufragio: maderos, mujeres con sus hijitos, equipajes, cadáveres… He visto a una muchacha cuyo rostro asomaba apenas en el agua y he dado orden a los dos remeros de que se acercasen. Cuando llegamos junto a ella, la cogí por un brazo. Tenía las ropas y las faldas tan empapadas y pesadas que a duras penas podía levantarla. Su cara estaba azulada y sus ojos, que tenía muy abiertos, miraban fijamente. Cuando la agarré por el cuello del vestido para subirla a la barca, fue como si despertara de un sueño y me contempló aterrada.
—¡Oh, señor! ¿Qué hace? —me preguntó.
—¡Venga, agárrese de mí! —le dije.
Pero ella, como presa de pánico, intentaba rechazarme.
—¡Oh, buen hombre, déjeme morir! —exclamó.
Uno de los remeros se acercó para echarme una mano, mientras el otro se ocupaba de mantener la barca más o menos quieta.
—¡Venga, agárrese de mí! —le grité.
Pero la mujer me apartaba, negándose a que yo la cogiera.
—He sido una gran pecadora —dijo—. Si ahora muero, iré al cielo. ¡Por favor, señor, no me niegue la salvación!
Pero se debatía y el peso de las ropas la arrastraba hacia abajo.
—Piense en su familia —le dije. Su mirada era tranquila.
—No tengo familia, estoy sola, aunque hoy estaré con Dios, mi Señor…
Y con estas palabras dio un fuerte empujón a la barca y se escabulló de mis manos. Contemplé un momento su rostro sobre el agua, reflejaba una calma que no parecía natural, estaba pálido como una flor privada de vida. Después desapareció bajo las olas.
Subimos a la barca a tres personas: dos niños y un viejo. Después nos acercamos remando a la orilla y luego volvimos. Pero al volver encontramos el mar cubierto de cadáveres azulados que se mecían sobre el agua. Hoy se han perdido más de trescientas almas. Hay quien se ha acercado a sus fosas con himnos y sonrisas en los labios; otros, sobre todo niños, con gritos y aullidos lastimeros.
Ha sido la cosa más horrible que he visto en mi vida. La barca, mientras se movía entre los cadáveres, producía un ruido sordo, húmedo, una especie de palmetazo que era el golpe del remo contra el agua, el mismo ruido que hace una piedra al caer en el barro. Me temo que este ruido seguirá repercutiendo mucho tiempo en mi cabeza.
18 de enero
Hace un mes que estábamos en Brindisi. Cada día desertan más soldados e incluso algunos caballeros vuelven a sus casas. Nuestra situación es difícil. Los hombres venden todo lo que tienen a cambio de comida y los griegos se aprovechan de la situación. En el campamento es imposible bañarse. Los pozos se han helado y el agua de los manantiales está fría como el hielo. Los hombres ni siquiera se afeitan y han perdido todo interés por su persona. Vivimos como mendigos, mientras los cristianos, por cuya causa estamos aquí, nos asaltan y nos despojan.
A mí me quedan cinco hombres: Uc y Dagoberto, dos hermanos de la ciudad de Lunel; Bartolomé, el hijo del sastre, un muchacho alegre y pletórico de vida que nos deleita con sus canciones; Gerardo, un hombre de mi edad, que antes se ocupaba de mis pozos y cisternas; y Bernardo, un muchacho joven y fuerte pero bastante simplote.
También tengo a Tomás, que sigue mostrándome fidelidad pese a que soy muy severo con él, costumbre que debo modificar. Últimamente, desde que se presentó en mi tienda y me mostró los testículos, lo he liberado de la penitencia de la piedra de afilar. La verdad es que los tenía en un estado lamentable, hinchados y rojos como ciruelas sin madurar. Le levanté la penitencia, pero con la condición de que evitase a las mujeres de la ciudad.
—No creo que vuelvan a atraparme —dijo.
Juraría que lo oí llorar al salir de la tienda.
He decidido tomar a Bartolomé como escudero, lo que ha puesto celoso a Tomás. Se figura que no lo sé, pero abusa terriblemente de Bartolomé e incluso le da puntapiés apenas me vuelvo. Pero Bartolomé no se inmuta y se toma estos castigos con talante estoico, los considera parte de su aprendizaje.
También está el padre Rene. Es un buen hombre, sufrido y piadoso, y supone para todos un gran consuelo. A veces lo observo, veo su rostro sencillo y decidido, sus pies calzados con sandalias atadas con cuerdas, negros y cubiertos de durezas como los de un vagabundo cualquiera, pero me digo que, si él puede soportarlo, también puedo soportarlo yo. Todos estos hombres son buenos. Esta peregrinación ha llegado hasta lo más profundo de nuestro ser, hasta el tuétano de nuestros huesos. Nada podía prepararnos mejor para las santas pruebas que nos aguardan. Dios haga que pronto podamos embarcar.
19 de enero
He pensado mucho en la mujer que se ahogó y hasta escribí un poema sobre ella.
¡Oh, igual que te he visto
perderte en un sueño,
así vi la noche
muy cerca de ti,
hálito en cristal!
Un momento estuviste
recogida en mis brazos,
como un huevo de otoño,
como agua en la hoja.
¿No fuiste mi amada,
al revolverte en mis brazos,
oponiendo a mi deseo
tu intención de dormir?
«Dejadme, dejad que me ahogue»,
me dijiste tú
dejándome sin habla.
¿Pero qué es la muerte
si no un deseo
de aprisionar silencio?
Así te dejé escapar
a la eternidad,
tu rostro entre las olas,
mudo de esperanza,
resplandeciente de amor,
mirando a los cielos,
donde desapareciste,
tranquila como la oración,
pálida cual valle bajo la luna.
Por supuesto que nunca he sabido cómo se llamaba ni nada sobre ella. Pero sí sentí la huella de sus manos en las mías y a veces de noche oigo su voz.
26 de enero
¡Qué tiempos terribles! Hace tres noches que la temperatura bajó hasta el nivel en que el agua se hiela, lo que nos empujó a los refugios y nos hizo arroparnos con todo lo que teníamos. Una hora después empezaba a nevar, la nieve caía en remolinos empujada por los fieros vientos del Adriático. Abajo veíamos los fuegos de la ciudad detrás de las persianas bien cerradas, pero nosotros, en la ladera de la colina, temblábamos y moríamos de frío.
La tormenta iba empeorando día tras día. Nadie podía salir de sus refugios y, al llegar la segunda noche, ya no nos quedaba nada para hacer fuego. Por fin, alrededor de la hora oncena de la tercera noche, Tomás se acercó a mi puerta y me pidió por favor que le permitiera pasar la noche a cubierto. Me apiadé de él, le vi los bigotes cubiertos de escarcha, todo el cuerpo agitándose con temblores y comprendí que no se lo podía negar. Le dejé entrar y le pregunté por los demás.
—¡Ay, buen Dios, no están mejor que yo, sino peor! —me informó.
Le dije que se tumbara en el suelo y lo cubrí con mi tabardo y más ropa que saqué del arcón, y luego fui a buscar a los demás. Lo que vi me dejó impresionado. Uc y Dagoberto estaban abrazados para darse calor, cubiertos apenas por ropas andrajosas y estremecidos de frío debajo de una montaña de ramaje y de tierra. El pobre Bartolomé padecía congelación y tenía los dedos de las manos y los pies blancos como el marfil. Gerardo y Bernardo habían sido más cautos y se habían refugiado debajo del saliente de una roca situado a sotavento.
Pero el padre Rene estaba en peores condiciones. Sin comida ni fuego por espacio de dos días, se había contentado con las oraciones. Cuando Gerardo y yo lo descubrimos, estaba casi helado hasta las rodillas, como si el frío le hubiera soldado las manos. Las lágrimas que le habían caído de los ojos se le habían convertido en cristales pegados a las mejillas.
Lo pusimos de pie y lo trasladamos a mi refugio transportándolo en brazos. Allí nos apelotonamos y el calor sumado de todos juntos nos reconfortó. Cuando me desperté por la mañana descubrí que estábamos todos acurrucados y apiñados como niños pequeños que duermen juntos en la misma cama. Desperté a los demás y comenzamos a restregarnos mutuamente los pies y luego distribuí toda la ropa que tenía guardada en el arcón.
No sabía que tuviéramos tan poca comida. La verdad es que son hombres muy valientes y sufridos. Como tenía algunas monedas, me acerqué hasta el pueblo y llamé a la puerta de la casa de un viejo judío, un tendero con quien había trabado amistad. Aquel hombre hablaba la langue d’oc y en ocasiones me había servido de intérprete con la gente de la localidad. Tenía el comercio cerrado y, justo al llamar a la puerta de su casa, me acordé de que era el sabbat para los judíos. Pero yo estaba tan resuelto a que me abriera la puerta que al final no supo resistirse.
Seguramente mi aspecto debía de ser lamentable en extremo porque el judío se apiadó de mí y, tras llamar a su hija, le pidió que me trajera sopa y vino. Yo temblaba como un azogado, allí sentado a su mesa, hasta el punto de que la sopa se me caía de la cuchara, por lo que su hija al final me la cogió de las manos y me dio cucharadas como a un niño pequeño.
Una vez hube entrado en calor, le expliqué en qué situación nos encontrábamos. Después le di unas cuantas monedas y le pedí comida a cambio. El hombre dirigió una mirada a su hija y, sin decir palabra, la muchacha entró en la tienda. Volvió con una cesta tapada con una tela impermeable, que yo acepté muy agradecido.
Al volver al refugio encontré que los hombres habían hecho una fogata y compartí con ellos la comida que el judío me había vendido: carne salada, pan y vino. Ellos prepararon el ágape. Descubrí después que, en el fondo de la cesta, estaban las monedas que yo le había dado.
Me sentí profundamente ultrajado. Sentir misericordia por un hombre está bien, pero yo no estaba dispuesto a que un judío me tratase como un mendigo. Calculé el valor de la comida, cogí las monedas y algunas de mis posesiones para completar la suma —una daga con incrustaciones de nácar, unas botas de piel de becerro que me había llevado para ponérmelas el día que celebrásemos misa en el Santo Sepulcro, un cinturón de cuero fino para colgar la espada y un librito con las devociones que debían tributarse a santo Tomás— y regresé con todo a la ciudad.
Me abrió la puerta la hija y le dije que quería ver a su padre. El viejo salió de sus aposentos y se sacó un pañuelo blanco y negro con el que se envolvió la luenga barba.
—Señor —le dije tratando de imprimir a mi voz la máxima dignidad, puesto que las ropas que llevaba estaban sucias e iba sin afeitar—, ha habido un malentendido. He encontrado esto dentro de la cesta.
Dejé las monedas sobre el mostrador.
El hombre las miró y asintió con la cabeza.
—Muy bien —dijo.
—Nada bien —le objeté—. La comida que me diste valía mucho más que esto. Ten, pues, la bondad de aceptar estas cosas en pago de la misma.
Miró los objetos que yo le había llevado y después me miró.
—No será necesario… —comenzó a decir, antes de que yo lo cortara.
—Yo soy Roger, duque de Lunel, hijo de Ricardo de Borgoña. Ten la bondad de no olvidarlo.
La hija estaba observando desde un rincón de la tienda. Vi sus grandes ojos negros que se trasladaban rápidamente de mí a él. El viejo judío se volvió hacia ella y le dijo:
—Calcula el valor del trueque que propone el caballero. Estúdialo con mucha atención y dale un recibo.
—No necesito recibo —le dije.
Di media vuelta dispuesto a salir, pero esta vez fue él quien me cortó.
—Yo tampoco necesito esto —me dijo, tendiéndome el librito de oraciones de santo Tomás.
Lo cogí.
—Sin embargo, tú necesitarás más provisiones —prosiguió—, es decir, comida para siete hombres.
—En efecto —le respondí—. ¿Cómo lo sabes?
—Yo vivo de mis clientes —replicó con una ligera sonrisa y un brillo de cordialidad en los ojos—. Quizá podríamos llegar a un acuerdo.
—¿Qué clase de acuerdo?
Sabía que los judíos de Provenza gozaban de fama de astutos y suponía que los ítalos no debían de andarles a la zaga. Suponía que sus condiciones serían leoninas.
El viejo judío abarcó con un gesto todas mis posesiones.
—Con esto, señor, te veo desnudo antes de la primavera —comentó.
No le encontré gracia a la observación y así se lo dije.
—Permite que te diga entonces que no tendrás armas para luchar contra los turcos, pero tus hombres tienen que comer y yo debo ganarme la vida. —Hizo una pausa, se acarició la barba y me miró atentamente—. Yo necesito un… ayudante —dijo por fin.
—¿Un trabajador? —le pregunté—. Puedo enviarte a mi escudero.
—¿Sabe leer y escribir? —me preguntó.
Le respondí que no.
—Entonces no hay nada que hacer. Necesito una persona que me lleve las cuentas y que me escriba la correspondencia, parte en francés y parte en latín.
Dudé un momento. Su hija tenía los ojos fijos en mí, al igual que el hombre. Por fin hablé:
—El único capaz de hacer todo eso soy yo —dije.
—Entonces éstas son mis condiciones —replicó el judío.
—¿Quieres que yo trabaje para ti?
—Mejor eso que morir de hambre, mon seigneur —dijo él—, y que hacer sufrir a tus soldados hasta que mueran de hambre.
Yo no podía estar de acuerdo con aquello, mi orgullo no me lo habría permitido. Estaba escandalizado. Le di las gracias y me fui.
Aquella noche permanecimos todos amontonados en mi refugio mientras la tormenta arreciaba con furia. El hijo del sastre no paraba de llorar porque le sangraban las manos y los pies y yo oí que los hermanos lloraban.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?
Aquélla fue la noche más larga de toda mi peregrinación.
Por la mañana, con las primeras luces, fui a Brindisi. Busqué al judío y me puse de acuerdo con él. Pareció complacido. Yo tengo el corazón destrozado.
4 de febrero
El tiempo ha empeorado muchísimo, pero viajamos mejor. Actualmente disponemos de comida y combustible. Ya no estamos tan amontonados en mi refugio, porque Gerardo y Bernardo han regresado a su cobertizo y lo han reforzado con materiales que compré en la ciudad.
Sigo ayudando al judío, cuyo nombre es Mordecai. No trabajo en su tienda, sino en una especie de alcoba separada del resto con una cortina divisoria. Llego allí con las primeras luces y me voy lo más sigilosamente que puedo. Una tarde el obispo Adhémar me vio y me preguntó por qué iba a aquella casa tan a menudo. Yo enrojecí como la grana y le dije que visitaba al judío y a su hija con la esperanza de conseguir su conversión. Me dijo que, una vez estuvieran en condiciones de recibir la instrucción adecuada, se los llevase. He mentido a un obispo, lo que es índice de la vergüenza que siento.
Paso la jornada ocupado con sus libros, haciendo los cálculos de su inventario, cuadrando cuentas, escribiendo la copiosa correspondencia que mantiene con los comerciantes que hay a todo lo largo de la costa. He podido apercibirme de que mantiene un activo comercio, no ya sólo con vituallas sino también con tejidos, joyas, pimienta, esmaltes, marfil e incluso medicamentos. También comercia con dinero, lo que ha sido para mí motivo de sorpresa, puesto que nunca había oído hablar de que se pudiera cambiar una moneda por otra ni de que fuera posible sacar provecho con el cambio. Debe de ser rico, aunque vive con sencillez y es muy morigerado en sus costumbres.
Su hija es guapa en el aspecto levantino. Tiene ojos de color avellana y rasgos muy marcados, pero conoce sus deberes e idolatra a su padre. Muchas veces la he visto cuando le coge la mano o le besa la parte superior de la cabeza. Se llama Ruth y no debe de tener más de quince años.
A veces he visto al judío rezando con la cabeza cubierta por un chal de lana y una baratija atada al brazo con una correa. Lleva unos largos tirabuzones a los lados de la cabeza y una especie de parche en la frente y, cuando canta, su cuerpo se balancea adelante y atrás. A mí estas cosas me parecen muy misteriosas y procuro mirar siempre para otro lado porque temo que se trate de brujería. Hay que reconocer, sin embargo, que es amable y generoso y, como le llevo las cuentas, sé que es honrado y nunca se muestra exigente con aquellos que no le pueden pagar. Antes de venir aquí sabía poca cosa de los judíos, pero ahora todavía los entiendo menos.
Esta noche mi señor Raimundo nos ha llamado a su pabellón y nos ha dado la descorazonadora noticia de que no podremos partir por lo menos hasta Pascua. Ha dicho que, si entre nosotros había alguno que quisiera volver a su casa, podía hacerlo, aunque no sin antes haber jurado que volvería a reincorporarse al ejército. Hugo de Béziers y Josseran de Carcasona ya se han marchado, pero los demás nos hemos quedado. Después, mi señor Raimundo me ha llevado aparte, a un sitio donde tenía un arca escondida y, haciéndome jurar que guardaría el secreto, la ha abierto. Tenía escondida en ella una fortuna en oro. La visión me ha dejado estupefacto. ¡O sea que aquello era el tesoro de que había hablado el griego cuando lo derrotamos!
—Lo tenía reservado para el viaje —me explicó—. Primero había pensado utilizarlo para rescates y sobornos, así como para aprovisionar a nuestros soldados cuando estuviésemos en tierras paganas, pero sé que tus hombres sufren y que tú te has mantenido fiel.
Me ha dado seis besantes de oro y me ha dicho que comprara en la ciudad todo lo que me hiciera falta.
Aunque le he dado las gracias, he rechazado las monedas, si bien no he dicho nada del judío. Mi señor, en su sabiduría, ha tomado precauciones para nuestra estancia en Oriente, pero yo doy gracias a Dios de poderme ganar el sustento de mis hombres sin tener que servirme del oro que un día podría comprar su libertad o sus vidas.
12 de febrero
Escribo esto en la tienda del judío. Ya es tarde, pero le he dicho que lo esperaría hasta que regresase de una reunión con los ancianos. Parece que la ciudad va a organizar una liga para protegerse contra la pérdida de sus barcos[48], y que han pedido al judío que los aconsejase, ya que es un hombre sabio en cuestión de dinero.
Esta mañana, como no había nadie más en la tienda, nos hemos enzarzado en conversación y me ha hecho muchas preguntas sobre mi religión y sobre el propósito de nuestra expedición con ánimo de sondearme. Al principio me mostré reacio a contestar, pero él no tardó en ganarse mi confianza y hablamos libremente. Es un hombre educado, un rabino según dice, que en mi opinión es una especie de sacerdote entre los de su clase. Aunque habla francés, no sabe escribirlo, pero también habla italiano, macedonio y griego. Parece que en cierta época tuvo un banco en el puerto de Marsella y que lo conservó hasta que los judíos fueron expulsados de dicha ciudad[49].
—Los cristianos no me gustan mucho —me dijo—. No son ni más ni menos hipócritas que otras personas, pero sí más inclinados a la violencia. La razón de que sea así la desconozco.
Le repliqué que lo hacíamos para defender nuestra fe.
—Sí, pretenden defenderla, pero también atacan —respondió—. He visto a los cristianos, incluso sacerdotes y obispos, que invaden los guetos y asesinan a inocentes. Y lo hacen en nombre del rey de la Paz.
Le dije que no lo creía.
—Puedes creerlo —repuso—. Yo lo he visto con mis propios ojos.
—Pero no será a mujeres y niños —repliqué. Asintió con gravedad.
—Sí, te aseguro que también matan a mujeres y niños.
Después se acercó a un armario y sacó un manto de mujer y una chambrita de lino de un niño y los dejó sobre la mesa al tiempo que los acariciaba con la mano.
—Mi esposa y mi hijo pequeño —dijo sin rencor en la voz, pero sí con mucha pena.
Tendría, pues, razones sobradas para despreciarme, puesto que soy un soldado al servicio de Cristo. Yo no he dicho nada. Después de un largo intervalo, ha levantado los ojos hacia mí.
—Cuando vayas a Tierra Santa, recuerda que mi gente no es enemiga vuestra —dijo.
Le prometí que así lo haría.
25 de febrero
He averiguado la fecha de la Pascua y he sabido que cae el 5 de abril. Todavía nos quedaremos un mes más. Si no fuera por Ruth, la hija del judío, iría vestido de andrajos, pero ella me remienda la ropa y me la zurce sin aceptar de mí otra cosa que las gracias.
—Para mí es un honor servir de ayuda al duque de Lunel —me dice.
La verdad es que es una chica encantadora.
El martes pasado me cortó el cabello. Lo llevaba muy largo y a menudo me caía sobre la cara mientras escribía. Cuando ella me veía de esa guisa, no podía contenerse y se echaba a reír y, cuando yo levantaba la vista, se llevaba rápidamente la mano a la boca. Aunque yo me enfadaba, al cabo de un momento se me pasaba y una vez que la vi arrebolada la increpé.
—Por favor, señor —dijo ella con una risita nerviosa—, llevas un cabello casi tan largo como yo, aunque debo decirte que el tuyo es muy hermoso.
De su costurero sacó unas tijeras y me habló en un susurro, lo que hizo que no me sintiera nada cohibido, a pesar de que nadie, salvo mi madre o mi hermana, me había cortado nunca el cabello. Para mí fue una satisfacción que me atendiese una mujer y así se lo dije. Volvió a sonrojarse y suspendió la labor.
—¿Me consideras una mujer? —me preguntó.
—Naturalmente —repliqué.
Sus ojos oscuros centellearon.
—Mi padre todavía me trata como una niña.
—Pues eres una mujer dulce y hermosa como una noble dama de Provenza —le dije.
Me sonrió y después siguió cortándome el cabello. Mientras lo hacía me dijo que había sido gracias a ella que su padre había sabido de mí, y que me había seleccionado por mi noble porte y mi aspecto de seriedad.
Entonces me tocó a mí sonrojarme, ya que me sentí poseído de un deseo tan vergonzoso como repentino. Las putas del campamento normando son una cosa, pero Ruth es doncella y judía, otra cosa muy distinta.
Le agradecí cortésmente sus atenciones y volví a mi trabajo. Temo haberla ofendido con mi tono, aunque la verdad es que no era ésta mi intención. Parece como si no pudiésemos tratar con las mujeres sin causarles daño.
4 de marzo
El tiempo pasa más aprisa. Hablo más a menudo con Mordecai durante las largas y heladas mañanas, cuando no hay clientes en la tienda. Suele prepararme té en un puchero chapado de plata que tiene el tamaño de una tetera y lo sazona con rodajas de limón y clavo, que tiene guardado con tanto amor como una duquesa sus perlas. En la tienda hace mucho calor y huele a especias, las vigas del techo son gruesas y bajas y el suelo está cubierto de alfombras orientales. En Lunel jamás había pasado una mañana de invierno tan helada como ésta ni con más comodidad que aquí.
Nuestra conversación versa sobre todos los temas y debo decir que aprendo más de él que él de mí. Ha viajado mucho por los mares, desde Siria a Macedonia, y ha estado en Francia, España y Tierra Santa. Suelo hacerle preguntas sobre Jerusalén. ¿Es verdad que las calles son de oro y las iglesias tienen piedras preciosas engastadas? Él se limita a sonreír y dice que es un lugar encantador y que en él abundan las palmeras, las huertas y las viejas murallas.
Esta mañana me ha dicho una cosa tan curiosa que no puedo sacármela de la cabeza y que voy a escribir a fin de poder reflexionar sobre ella en el futuro.
Hablábamos de religión, como tenemos por costumbre, y yo he pensado mucho en la suya. Debo decir que ahora me avergüenzo de haberla considerado arte de brujería. Se trata de una creencia sana y profunda, que practicó incluso Nuestro Señor cuando fue bautizado por san Juan en el río. Soy del parecer de que todo cristiano debería estudiar la religión de los judíos, ya que de lo contrario se perderá una buena parte de sus propias creencias.
Pero vayamos al grano.
Mordecai me dijo:
—Tú observas en tu religión una práctica que llamas confesión, ¿no es así? Asentí.
—Pues bien, cuando te confiesas, no lo digo para hacerte hablar de lo que dices porque ya sé que entre vosotros se trata de un gran secreto, pero cuando tú, Roger, duque de Lunel, te confiesas, ¿qué le cuentas al sacerdote?
—Mis pecados —contesté.
Me miró de reojo.
—¿Qué clase de pecados?
Bajé la voz.
—¿No está tu hija en casa? —le pregunté—. Entonces te lo diré: pecados de la carne.
—¿Pecados de la sexualidad? —me preguntó—. ¿Y no le confiesas tus pecados religiosos?
—¿Pecados religiosos?
—Sí, pecados que cometes al dudar, ¿o es que no dudas?
—Claro que dudo.
—¿Pero no lo confiesas?
—No —dije—. Hablo de mis dudas con el sacerdote, pero no las confieso como pecados.
—¿Acaso tu confesión no tiene que ser sincera? —quiso saber.
—¡Naturalmente! —repliqué.
Se recostó en su diván mientras iba pasando sus largas uñas entre los pelos de la barba y parecía reflexionar sobre mis palabras.
—Me parece —dijo finalmente— que, a menos que consideres que tus dudas tienen su raíz en los pecados de la carne, tu confesión no puede ser sincera.
Ha sido una idea tan extraña a mi manera de pensar que de momento me la he sacado de la cabeza, pero después no he dejado de pensar un momento en ella. He hablado de esa cuestión con el padre Rene, pero también él se ha quedado confundido y me ha aconsejado que no me devane más los sesos con el asunto, teniendo en cuenta que había sido un judío quien me lo había metido en la cabeza. Pero es algo que no consigo desterrar de mis pensamientos.
15 de marzo
Gracias a Dios, ya han pasado los rigores del frío y los hombres empiezan a dar señales de vida en el campamento. Hemos conseguido sobrevivir y nos hemos convertido en hermanos después de haber vivido tan cerca durante tanto tiempo y de todo lo que hemos sufrido durante estas últimas semanas. Vuelvo a estar solo en mi refugio y debo confesar que echo de menos la compañía de mis hombres, ya que en las noches de este invierno nos hemos contado muchas cosas y hemos reído juntos muchas veces.
Una noche, mientras fuera caía una copiosa nevada y estábamos todos acurrucados alrededor del fuego, la conversación giró en torno a las razones que nos habían empujado a unirnos a la peregrinación. Aunque parezca extraño, yo nunca había hablado del tema con los hombres y sentía curiosidad por lo que pensaban.
Como no podía ser de otra manera, el primero que habló fue Tomás:
—Yo he venido por usted, señor —me dijo—. ¿Qué iba a hacer en casa, sin un amo a quien obedecer?
—¿Y la religión? —pregunté.
Se encogió de hombros y replicó:
—El servicio es mi religión.
Los demás se echaron a reír, lo que hizo que él se enfurruñara.
—¿Acaso no predican los curas que la religión lo es todo en la vida? Pues bien, yo he nacido para servir y, para mí, la religión es mi servicio.
Rene hizo chasquear la lengua y dijo:
—La religión es el deber que tenemos para con Dios. Si para ti la religión es un servicio, entonces quiere decir que el duque Roger es tu dios.
—Lo es —replicó Tomás.
Yo lo hice callar, pero él continuó.
—Tú eres mi amo, tienes poder de vida y muerte sobre mí. Tú me dices cuándo puedo casarme y con quién, dónde tengo que vivir, qué trabajo debo hacer. Puedes despedirme o hacerme rico, según sea tu voluntad. ¿Qué otra cosa puedo esperar de Dios?
—Sí, que condene tu alma al infierno —le respondió, tajante, el padre Rene.
Tomás agitó un dedo ante sus narices.
—No, no puede —declaró—. Puesto que he venido a esta peregrinación, quiere decir que ganaré la indulgencia.
Todos nos echamos a reír ante aquella salida. Acto seguido pregunté a Gerardo por qué había venido él a la peregrinación.
—Por el pecado —respondió.
Su respuesta me impresionó y le dije que se explicase con más detalle.
—No soy malo, ésa es la verdad —comenzó pronunciando lentamente las palabras—, pero sé de lo que soy capaz. Tengo mujer e hijos y esto basta para sentar cabeza, aunque no para cambiar la naturaleza con la que uno ha nacido. —Hizo una pausa como midiendo sus palabras—. Supongo que puede llegar un día en que caiga, me refiero a caer de verdad, y entonces me hará falta esta indulgencia. O sea que no he venido por lo que he hecho sino por lo que puedo hacer.
Todos nos quedamos en silencio reflexionando sobre sus palabras. Me impresionó la profundidad de sus convicciones y la franqueza con que las expresó.
—¿No has pensado que quizá la indulgencia haga más probable que caigas? —le pregunté.
—Sí —admitió Gerardo—, pero que sea la voluntad de Dios.
El padre Rene no se abstuvo de hacer una reconvención.
—¿Quieres decir que Dios te conducirá al pecado?
Gerardo fijó fríamente sus ojos en él.
—Dios nos ha conducido aquí para matar. ¿No es pecado matar?
—Si Dios lo quiere, no lo es —replicó Rene.
—Entonces, lo que yo pueda hacer tampoco será pecado —dijo Gerardo—. Tengo la impresión de que la indulgencia funciona de esta manera: no hace mejores a los hombres, lo único que consigue es borrar el pecado que hemos cometido durante nuestra vida.
—Tiene razón —admitió el joven Bernardo—. Aquí somos todos pecadores. Yo diría que somos el ejército más pecador de cuantos ejércitos han existido.
Nuevamente nos reímos por lo bajo.
—Es la pura verdad —prosiguió—. Dios nos ha llamado porque somos unos pecadores terribles y hay que matar y destruir, lo cual no es cosa que hagan los santos. Ésta es la razón de que los obispos nos hayan ofrecido la indulgencia. Los que son buenos cristianos no la necesitan pero, si nosotros no disponemos de ella, ¿qué esperanza nos queda?
—O sea que tú también has venido por la indulgencia —le dije.
—Bueno, yo he venido para conseguir la indulgencia para mí y para mis amigos —respondió con su joven sonrisa.
Nos volvimos hacia Bartolomé, que estaba sentado escuchando con ojos soñadores, la barbilla apoyada en las rodillas y enlazándose el cuerpo con los brazos.
—Yo he venido porque esto me parece maravilloso —dijo con toda simplicidad—. Piensa en mi situación, señor, piensa en la situación de un chico como yo. ¿Tiene oportunidad de ver alguna vez el ancho mundo? Jamás en la vida había salido del pueblo de Lunel, como tampoco habían salido de él mis padres ni los padres de mis padres. ¡Y mira lo que llevamos ya visto: el mar inmenso, Genova, Roma! ¡Y el Papa, además! ¡Dios mío!
—¡Al Papa no lo has visto en tu vida! —se burló Tomás.
—A él no, pero sí el lugar donde él estuvo. ¡Y lo he tocado con las manos, además! ¿Cuántos hijos de sastre pueden decir lo mismo? Y he visto al obispo Adhémar prácticamente todos los días, así como a todos los caballeros y nobles.
De pronto bajó la voz, y sus ojos, que iban haciéndose más grandes por momentos, se clavaron en el fuego.
—Y si Dios quiere, también veré Jerusalén: pasearé por los mismos sitios donde paseó Jesucristo, me arrodillaré ante su tumba, rezaré y sé que Él escuchará mi oración. ¡Nada menos que el mismo Dios! Y toda la ignorancia, maldiciones y bandazos con que me ha obsequiado la vida dejarán de contar para siempre.
Volvimos a sumirnos en silencio. Entonces el padre Rene dijo:
—¿Ninguno de vosotros ha venido por Dios?
—¡Oh! —replicó Bartolomé ávidamente—. Estoy seguro de que Su Excelencia ha venido por Dios.
El padre Rene, entonces, me preguntó si yo podía compartir con ellos las razones que me habían empujado a unirme a la peregrinación. Me sentía demasiado emocionado por sus respuestas para responder por mí, pero acabé por decir:
—Yo he venido para conduciros y estoy orgulloso de haberlo hecho.
Hubo varias muestras de agradecimiento y satisfacción en torno al fuego y así terminó aquel cambio de impresiones.
Para mí, sin embargo, no había terminado.
En estos momentos estoy en mi refugio escribiendo a la luz de una vela. Se agitan sombras en las paredes de mimbre y, mientras me preparo para exponer las verdaderas razones que me llevaron a emprender la peregrinación, me tiemblan las manos. Quizá sea porque me siento solo después del cautiverio tan largo que he pasado con mis amigos o tal vez sea porque hoy he visto las primeras señales que anuncian la primavera —el azafrán y el jacinto— y me han llenado de una vida tan nueva que quisiera romper este silencio glacial. Pero ni siquiera bajo secreto de confesión he osado bisbisear las palabras que ahora voy a decir. Sólo te las diré a ti, libro mío, mi discreto amigo.
He hablado de las relaciones que mantuve con mi mujer antes de que fuera mi mujer, todavía en vida de su marido Eustaquio. Y he dicho también que, cuando él nos descubrió en la posada, inmersos en la total y descarada vergüenza del adulterio, exclamó: «¡Me lo has quitado!». Juana se echó a reír, pero yo me quedé confundido. Hasta después de casados no me atreví a preguntarle qué había querido decir con sus palabras.
—Pues quería decir que él era pederasta —me respondió Juana con la mayor tranquilidad de este mundo, como si hablara de la colada o me hiciera un comentario sobre su caballo.
Yo me quedé callado ante ella, que me esperaba desnuda en la cama. Sus ojos se empequeñecieron y, a la luz de la lámpara de aceite, me miró fijamente.
—¿No sabes qué quiere decir? —preguntó por fin—. ¿No entiendes a qué me refiero?
Negué con la cabeza y me sentí avergonzado como un niño mientras ella me tendía los brazos.
—Acércate, cariño —me dijo sonriendo de manera enigmática—, tengo muchas cosas que enseñarte.
Me encajé en ella, aspirando todo el aroma de su cuerpo, mareado por aquel olor a sudor y la fragancia de sus ondulantes caderas. Y mientras me acogía y, agarrándome con fuerza, me transportaba a sus alturas, iba desgranando en mis oídos palabras ardientes que se sumaban al fuego de su aliento.
—Le gustaban los hombres —me reveló—. Le daban gusto. Los acariciaba, les dispensaba mimos como si fueran muchachas, lo enardecían y lo hacían suspirar, le despertaban el deseo.
Yo la escuchaba sin decir palabra y con tanta atención que parecía como si me hubiera quedado sordo o mis orejas fueran las de un perro, atentas sólo al silbido del cazador.
—Le gustaba que yo lo presenciara todo —me explicó—. Quería que yo estuviera mirándolo escondida detrás de la cortina. Igual podía estar con un criado que con un mozo de cuadra o un campesino. No le importaba. Metía la lengua en la boca del chico y le quitaba la ropa, mientras sus manos buscaban los secretos oscuros y prohibidos del muchacho y se los acariciaba sabiendo que yo los estaba observando.
—¿Y tú qué hacías? —le pregunté con voz ronca y la garganta tan seca que apenas podía hablar.
Pero ella se reía, se reía tranquilamente al ver que yo le prestaba tanta atención.
—Pues yo me tocaba, naturalmente. Yo me tocaba mientras él tocaba al chico.
Sentía ansiedad de saber más cosas y por eso me moví más lentamente dentro de ella mientras trataba de sacarle más palabras.
—Sigue —murmuré en voz baja.
—Después hacía que el chico se tumbara en la cama y lo amaba con toda su persona, con sus manos, con su lengua, con el miembro. Lo poseía de la misma manera que se hace con una mujer, después hacía que él se lo hiciera a él, sudaba con él, gemía con él, pero yo me mordía los labios para no gemir. Allí, a plena luz, veía a dos hombres tumbados sobre la colcha, presas de la pasión, amantes unidos por la carne y fundidos en una sola persona. Entretanto, detrás de la cortina, me agitaba como una perra en celo.
Ya no pude refrenarme por más tiempo. Me precipité en su interior, la devoré, me perdí en las profundidades de su cuerpo, llegué tan adentro que pensé que a lo mejor ya no acertaría a salir nunca más.
Aquí estaba todo, aquí estaba toda la vergüenza. No quería decir que yo no lo supiese, ni que él no me desease, sino que me regodeé en todo aquello, me regodeé escuchándolo e hice que volviera a repetirme una vez y otra aquellas descripciones de la malévola concupiscencia de su marido y del goce que ella había experimentado ante aquella perversión extraña. Durante varios meses no estuvimos juntos, pero yo me deshacía en deseos de poseerla, la anhelaba desesperadamente. Después, arrastrado por la curiosidad y la insistencia de sus manos, me inició en aquel mismo placer prohibido que ella obtenía de los hombres que, al parecer, ella tanto idolatraba, siguiendo el ejemplo de su difunto cónyuge, que había muerto ahogado y condenado a los infiernos.
Así pues, desde el infierno y desde el fondo del río, salió él reclamando mi alma. Fue la venganza que se tomó desde la tumba, perpetrada en mi cama, precisamente allí donde yo habría debido estar más seguro y sentirme más puro. Así, a pesar de que la confiné al extremo más alejado de la casa, siempre volvía a mí mientras yo yacía en la cama cubierto de sudor. Eso ha sido lo que me ha traído aquí, lo que me ha empujado a pasar el invierno en esta colina, a pactar con un judío y a orar para librarme del pecado, ya sea por medio de la espada ya sea llevando esta cruz santa en la espalda.
¡Oh, Dios mío, guárdame de mí mismo, porque yo soy la encarnación del pecado! ¡Porque estoy perdido si permanezco dentro de mí! Apártame de mí y acógeme en tu plácido seno a fin de que pueda reposar en ti cuando termine esta vida tormentosa, para que sus férvidos ojos y tus manos purísimas acojan mi alma dolorida.
19 de marzo
Hoy es el día de la festividad de San José, padre de Nuestro Señor. Esta mañana he oído misa, la primera a la que asistimos todos juntos en la iglesia desde antes del invierno, y he comulgado. Pero la hostia no me ha reportado consuelo alguno y tanto mis oraciones como mis demostraciones de agradecimiento estaban muy alejadas de mis pensamientos. Pensaba en mi libro y en lo que llevo escrito de él.
A mi regreso lo he cogido y, al leer sus páginas, me ha sobrevenido un acceso de asco, asco de mí, de él, de ella. He retenido largo tiempo el libro en mis manos, los ojos clavados en el fuego y he estado a punto de arrojarlo en la hoguera. Pero no, porque aunque quemara las palabras que he escrito en él, no conseguiría restablecer la paz de mi alma.
¿Será verdad que esta peregrinación lavará mis pecados? ¿Puede haber remisión en la espada? ¿Se puede comprar la eternidad con la guerra? No lo sé, pero me queda esta esperanza y debo creer en ella, ya que de otro modo esta expedición se convertiría en un pecado, el pecado más amargo que puede engendrar la esperanza y el anhelo.
23 de marzo
Ruth, la hija del judío, ha venido esta mañana temprano a nuestro campamento y ha traído flores de su jardín para alegrar a los hombres.
—Estas flores se llaman rosas de Sharon —nos dijo—. Las encontraréis en Tierra Santa.
Los hombres se han arremolinado alrededor. Primero he temido por ella, pensando que pudiese ser una manifestación de lascivia de aquellos hombres al ver de pronto a una doncella después de un confinamiento tan largo como el que han vivido. Pero no, era por las flores. Las miraban como niños e incluso algunos tenían lágrimas en los ojos. Aquellas flores de Ruth eran un milagro que infundía vida al espíritu de los soldados y hacía que volvieran a sentirse niños. Inclinaron la cabeza y le dieron las gracias. Bartolomé, ese chico tan vivaracho, incluso se sacó la cruz que llevaba colgada del cuello y se la dio como muestra de agradecimiento. Pero ella se sonrojó y le dijo que, como era judía, no se la podía poner.
—Tú eres peregrina honorario —le respondió él con una sonrisa—, o sea que puedes llevarla como soldado.
Ruth le dedicó una sonrisa y, dándole las gracias, se la puso. Los hombres aplaudieron el gesto.
Después vino a verme a mi refugio. Yo estaba muy nervioso, porque se quedaba mucho rato, lo que me hacía temer que produciría muy mala impresión y que las consecuencias podían ser nefastas. A ella, sin embargo, no parecía importarle y se quedó fascinada con las cosas pertenecientes a mis soldados. Incluso puso las manos en mi espada y no pudo evitar un suspiro cuando la desenvainó.
—¡Qué objeto tan hermoso! —exclamó—. ¿Por qué tendrá que hacer tanto daño?
Sostuvo la espada con las dos manos y a mí me pareció una imagen muy extraña la de sus dedos, delicados y finos, asiendo la empuñadura. La levantó y faltó poco para que le cayera de las manos.
—¡A mí me sobra la mitad! —exclamó con una carcajada.
Le mostré mi cota de malla, la cofa y el plaquín y, con expresión enfurruñada, recorrió con los dedos la áspera superficie de esas prendas.
—¿Morirás? —me preguntó.
—Eso depende de la voluntad de Dios —conteste—, pero morir será una liberación y, además, podré ver a mi padre que está en los cielos.
—¿Te refieres a Dios o a tu padre? —inquirió ella.
Me serenó oírselo decir.
—Supongo que los veré a los dos —respondí.
De pronto se animó y me pidió que le enseñase la corona.
—Dicen que los francos llevan coronas muy hermosas, coronas de oro y pedrería. Tú eres un hombre tan grande que tu corona debe de ser magnífica.
La saqué del arcón. No pensaba sacarla hasta llegar a Jerusalén, pero Ruth era tan niña, algo así como una hija mía, que sus palabras me llegaron al corazón. Raras veces me he puesto la corona de mis posesiones, sólo en días santos y para recibir a visitantes de elevado rango, ya que debo confesar que no me siento a gusto con ella puesta. Detesto la ostentación y sólo la uso para cumplir un deber con que honrar mi nombre. En realidad, la corona es muy sencilla, ya que es de plata y sólo lleva las tres estrellas de oro que son la enseña de mi familia. Se la mostré.
—Sí, es muy hermosa —dijo, observándola con mirada solemne—. Si quieres que te diga la verdad, ya me esperaba que no fuera un objeto fantasioso, quería que se pareciera a ti, que fuera sencilla y fuerte. —Me miró con ojos implorantes y pidió—: ¡Póntela, por favor!
Pero no la obedecí y se la puse a ella. Se estremeció, como si un escalofrío hubiera recorrido su cuerpo, y después bajó los ojos.
—No la merezco —comentó sin atreverse a tocarla—. ¡Quítamela, por favor!
Retrocedí un paso y observé a Ruth a la distancia de mis brazos.
—Serías una duquesa admirable —le dije, fingiéndome serio ya que, para mi sorpresa, me sentía muy feliz—. A buen seguro que cualquier noble se sentiría orgulloso de ti.
Ruth levantó los ojos y sonrió. Era una sonrisa que revelaba una inocencia tan pura, tal bondad y sencillez, que no pude por menos que fruncir el entrecejo.
—¿Te has enfadado? —me preguntó repentinamente.
Justo en ese mismo instante oí una voz dentro de mi cabeza que me decía: «No, lo que pasa es que estás enamorado». Me quedé sorprendido.
—Por supuesto que no, Ruth —le dije al tiempo que le retiraba la corona de la cabeza.
—Es la primera vez que pronuncias mi nombre —dijo ella mientras se alisaba el cabello con las manos.
—Así es —contesté—. Hazme el favor de decir a tu padre que tengo que hablar con él. Estamos preparándonos para partir.
Al mirarla a los ojos sentí una desazón terrible. No pude evitar un suspiro, que no le pasó inadvertido.
—¿No estás contento de tener que marchar? —me preguntó.
En su voz advertí un matiz de esperanza.
—Siempre resulta triste tener que abandonar un sitio que conoces.
—Y también a la gente que has conocido —añadió ella—. ¿Cuándo te vas?
—Cuando llegue la Pascua, fiesta de la resurrección de Nuestro Señor. —Y librándome a una baladronada que en realidad no era sincera, añadí—: Dejamos nuestra miserable tumba para acercarnos a la suya, a su Santo Sepulcro.
—¿Vuestra miserable tumba? —repitió ella.
Vi por su mirada que se sentía ofendida y, un momento después, se marchó. Quería llamarla, disculparme, decirle… ¿Decirle qué?
Roger de Lunel, eres un viejo loco, que son los peores locos.
2 de abril
Jueves Santo
Estamos ocupados con los preparativos de la marcha. He desmontado mi refugio de mimbre y he metido todas mis pertenencias en arcones que Tomás y Bartolomé se encargarán de llevar al muelle. Tal como anunciara mi señor Raimundo, nos marcharemos el día de Pascua.
Esta mañana he ido a la ciudad para despedirme del judío Mordecai y de su hija Ruth. Después de todas las conversaciones que hemos sostenido y de tantas deferencias que ha tenido conmigo, aunque bien sabe Dios que he procurado trabajar eficientemente para él, me sentí completamente desconcertado. Le di las gracias y él me las dio a mí. Ruth nos observaba desde un rincón de la estancia. Cuando me volví hacia ella para decirle adiós, me di cuenta de que la chica hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas.
Mordecai me acompañó un trecho del camino de vuelta al campamento.
—Mi hija me ha pedido permiso para llevar la cruz que le regaló tu escudero —me dijo con una sonrisa mal disimulada—. Le he dicho que podía llevarla en la bolsa del cinto a manera de recuerdo. Hay que enseñar a ceder a los hijos, aunque no a la religión.
—Es una hija muy dócil.
—Está enamorada de ti. Las muchachas son propensas a enamorarse de los extranjeros.
Ya iba a protestar cuando levantó la mano para hacerme callar.
—Como todas las jovencitas, sueña con ser princesa, una muchacha noble de Provenza. Por desgracia, no será ésta su suerte. Es judía y se casará con un mercader de Genova o un banquero de Pisa, tendrá hijos y se hará vieja, pero pienso que no te olvidará nunca, lo que no me parece mal.
Me estrechó la mano y me dijo adiós.
—Si Dios quiere, volveremos a vernos en el viaje de regreso —le dije.
—Rezaré para que así sea —me respondió con una sonrisa—. De ese modo estarás doblemente protegido, ya que te guardará el Dios de nuestra alianza y el Dios de la vuestra.
Esta noche será una de las últimas que paso en el campamento. Los hombres parecen más alegres, están ansiosos de reemprender el viaje. Pese a ello, todavía han tenido arrestos para decorar el campamento con flores silvestres, según han dicho, en honor de la doncella judía. Y ahora, todo el campamento, tan desolado y castigado por los rigores del invierno, se ha alegrado con las flores. Y allí donde miro, pienso en ella y en mi amor súbito y repentino.
Sonrío. Ahora aquí ya no reina la tristeza, como ha ocurrido tantas veces. Mi amor está hecho de flores, rara vez un hombre de mi edad siente algo parecido. Me siento agradecido a esa muchacha porque ella ha despertado en mí el recuerdo de desear y amar y, pese a todo, guardar silencio. A veces me parece que el único lenguaje que existe para el amor es el silencio.
3 de abril
Viernes Santo
De todas las fiestas religiosas del año, ésta es la que prefiero. El drama que encierra, su triste santidad, no tiene parangón. No puedo oír la oración del «pecador» sin quedarme lívido. Cuando era niño, las palabras de esta oración me llegaban hasta un lugar tan recóndito del alma que me hacían romper en llanto. Pero aun ahora me siguen conmoviendo: «¡Oh, pueblo!, ¿qué te he hecho, en qué te he ofendido?». Es una daga que se hunde en mi corazón, recriminándome, pidiéndome explicaciones. «Te di el fruto de todos los árboles, pero tú me colgaste de un árbol». Su amargura al volver la mirada a través de los tiempos, su decepción… Quiero seguir su mismo camino. ¡Ojalá sea digno de hacerlo!
El sábado asistimos a la misa de medianoche. El domingo partimos al despuntar el alba. A todos nos esperaba una nueva vida, a muchos la muerte.
7 de abril
A bordo del barco
Procuraré escribir todo lo que pueda, aunque sé que es difícil. Me rodean hombres por todos lados, en este barco vamos hacinados como paja en un carro.
El domingo salimos aprovechando la corriente y zarpamos acompañándonos de himnos y maldiciendo a los griegos que trataban de burlarse una vez más cuando salíamos. Se mofaban de nosotros y lanzaban silbidos mientras el agua nos devolvía al puerto. ¡Qué feliz me sentía de ver Brindisi por última vez y de abandonar la ladera de aquella colina donde había sufrido los rigores del invierno! Por fin estábamos en camino y la brisa soplaba a nuestras espaldas para llevarnos a la Tierra Santa que nos esperaba. Poco después, apenas dejamos de avistar tierra, nos sentimos tranquilos.
Hemos pasado tumbados en el barco cuatro días con sus noches, achicharrándonos al sol y helándonos durante la noche. Somos quinientos hombres a bordo entre infantes y jinetes, los caballos van en la bodega y nuestras pertenencias resbalan por la cubierta igual que ataúdes. Casi no podemos movernos; el hedor que despiden animales y personas es sofocante, es un aire sin vida. Los marineros pasan horas enteras llamando al viento con un silbato, una especie de lamento de tono grave que al principio irrita y acaba por alucinarte.
Hasta los griegos llegó la noticia y se nos acercaron remando con sus botes para vendernos alimentos y bebidas. Furiosos, los hombres los ahuyentaron a gritos y hasta llegaron a volcar dos de los botes. En lo que a mí concierne, debo decir que me tiene sin cuidado si hubo algún ahogado. ¡Cuánto añoro mi Provenza, querría volver a pisar los suelos de mi casa, comer una manzana de mi huerta!
8 de abril
Sigue sin soplar viento. Hay quien dice que esta expedición está maldita, pero el obispo Adhémar, que viaja con nosotros, ha prohibido que se pronuncie tal blasfemia. Tengo los labios tan apergaminados que me sangran continuamente y apenas puedo hablar. En cuanto a mi piel, parece una nuez por lo oscura y arrugada. Sufro por mi caballo.
Anoche, pasando por encima de los cuerpos de los hombres dormidos, me las arreglé para abrirme paso hasta la bodega. La fetidez hacía irrespirable el aire, las ratas corrían con todo descaro por las cubiertas inferiores, en los rincones más sofocantes de la bodega han muerto dos caballos. Ya se ha iniciado la putrefacción de su carne, pasto de ratas y gusanos.
He encontrado a Fatana tumbada en el suelo y con los ojos velados. Parecían de plomo. Le he dado dos higos secos que me había traído el judío y ha parecido animarse un poco y hasta se me ha arrimado. Le he cantado un poco en voz baja. Después he vuelto al lugar que tengo asignado en el puente. Como esto dure mucho tiempo, creo que el pobre animal perderá todos sus arrestos.
Hoy a mediodía, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo, me he entregado a mis sueños y he pensado en Ruth. Mis pensamientos han volado hacia ella como nubes errantes, la han abrazado y retenido con sus brazos etéreos. La he visto en el recuerdo: su cabeza con la corona, su larga cabellera desparramada sobre su espalda, sus finos dedos remendándome el jubón, la sonrisa de su padre como aprobando nuestro amor. He tendido mi mano hacia ella para tocarle la mejilla… pero mi mano ha tocado a Tomás, que me ha premiado con un gruñido parecido al de un cerdo.
Tengo un aliento fétido, siento asco de mí mismo, los hombres orinan allí donde se encuentran y yo los imito. Esta tarde uno ha enloquecido de repente y se ha arrojado por la borda. Unos pocos se han asomado a contemplarlo mientras se ahogaba. Yo no me he molestado en hacerlo.
9 de abril
Dios ha acudido esta mañana en nuestra ayuda. Con el alba se ha levantado el viento y las velas no han tardado en hincharse. Los hombres se han puesto de pie y han ofrecido el pecho al viento; reían a carcajadas, gritaban. Era como ver la resurrección de los muertos.
14 de abril
Hace mucho tiempo que no escribo nada a pesar de que han ocurrido muchas cosas. Desembarcamos en Vloré donde nos recibió Juan, hermano del emperador de Bizancio[50]. Sabiendo que vendría a recibirnos, el obispo Adhémar nos pidió que procurásemos presentarnos con el mejor aspecto posible. Cuando transmitimos la orden a nuestros caballeros y soldados, se levantó una oleada de protestas como no había oído en mi vida, ni siquiera en los días más rigurosos del invierno. Los hombres blasfemaban y escupían y anunciaron que no pensaban lavarse ni ponerse ropa limpia si no comían ni bebían como era debido.
El obispo Adhémar quiso engatusarlos, invocó el nombre de Dios y finalmente los amenazó con la condenación eterna.
—¡Venga ya! —gritó una voz—. El cielo ya nos lo tenemos ganado.
De las cubiertas llegó una carcajada burlona.
El resultado fue que nosotros, los hombres de más alto rango, nos preparamos lo mejor que pudimos mientras los demás se quedaban sentados y enfurruñados sin moverse del sitio. Finalmente desembarcamos, sacamos los caballos y desfilamos por la ciudad, seguidos por la caterva de hombres más sucios que se han visto nunca.
¡Vaya ejército el acogido por el príncipe Juan Comneno! Peor que pordioseros, todos sucios, apestosos y farfullando palabrotas por lo bajo. Abandonaron los muelles para dirigirse al campamento, levantaron los refugios donde debían instalarse y se pusieron a asar la carne que tenían preparada. Nosotros, entretanto, seguimos al príncipe y su cortejo.
—¡Excelente! —exclamó, entusiasmado—. ¡Qué espléndida hueste! Exactamente lo que espera el emperador.
Me sentí mortificado, pero mi señor Raimundo se sentó en su caballo, más tieso que si capitaneara la guardia papal. Aceptó la invitación a cenar que le formuló el príncipe y, juntos, nos dirigimos a un magnífico pabellón situado en una colina detrás de la ciudad. Yo seguí de cerca al príncipe con la intención de observarlo. Éste es el primer contacto que hemos tenido con Bizancio.
Yo me esperaba un hombre oriental, moreno y con el cuerpo cubierto de pieles pero, en cambio, me encontré con un caballero en toda la extensión de la palabra, un hombre joven, vigoroso y esbelto. Montaba un semental blanco de excelentes proporciones, no tan grande como nuestros caballos de guerra, pero criado especialmente por su rapidez y su prestancia. Iba vestido de seda blanca y púrpura y tenía la mano puesta en la cintura, no sujeta a las riendas cuando cabalga.
Habla con voz aguda y cadenciosa y se ríe a menudo. Lleva el cuerpo cubierto de alhajas: sortijas, collares, cadenas que adornan su jubón e incluso el caballo. Viste unos pantalones como nunca he visto en hombre alguno, ceñidos a la cintura y apretados a la pierna. Usa botas de piel de la más suave y más fina, puntiagudas e incluso ligeramente vueltas hacia arriba en la parte que cubre los dedos, según la nueva usanza. Hace unos gestos muy gráciles con las manos, que son muy blancas y no parece que hayan visto nunca el sol, contrariamente a lo que yo esperaba. Para resumirlo, es un príncipe y no lo oculta en ningún momento.
Su pabellón era espléndido, olía a incienso y el suelo estaba cubierto de alfombras de la más exquisita calidad. Abundaban en él los cojines y las mesillas bajas, bien provistas de vino y frutas, pescado maravillosamente aderezado, viandas de todo tipo y cuencos con agua en la que flotaban rodajas de lima para lavarse los dedos. Debo admitir que, después del campamento de Brindisi, aquello era para quedar boquiabierto. ¿Así se aprovisiona un ejército en Oriente? ¿Hemos venido aquí para liberar a esta gente de los turcos o para liberarlos del lujo?
La conversación que sostuvimos fue afable. El príncipe Juan nos prometió que contábamos con el amor filial del emperador y, con muchas frases floridas, nos aseguró que podíamos disfrutar de su protección y generosidad. De hecho, teníamos la prueba ante nuestros ojos. Suponía una gran tentación el opíparo banquete que nos ofrecieron, o al menos lo fue para mí, pero el obispo Adhémar, cuyo anillo el príncipe había tenido la precaución de no besar, nos lo prohibió con oportunas reconvenciones. Preguntó por los demás soldados.
—Hay más, por supuesto —replicó el príncipe— y provienen de todas partes. El duque Roberto de Normandía, que nos ha precedido, está con el emperador. Godofredo de Bouillon, Roberto de Flandes y el muy noble Hugo de Vermandois, hermano, según me han dicho, del rey Felipe de Francia, ya están cerca de Constantinopla. Apresuraos, pues, amigos, apresuraos cuanto podáis para reuniros con ellos.
—¿Con qué escolta podemos contar para llegar a Constantinopla? —quiso saber el obispo.
—Una escolta constante —replicó el príncipe Juan—. Contad con la caballería del serenísimo Alejo que os acompañará a lo largo de todo el camino. Os garantizo que se mantendrá a distancia, ya que actuarán como exploradores. Pero podéis confiar en sus hombres, porque ellos os defenderán contra los bandidos.
—¿Qué clase de bandidos? —preguntó Raimundo, mi señor.
El príncipe Juan hizo chasquear los dedos como si quisiera librarse de unas moscas importunas.
—Son canalla insignificante, rufianes, kumanos, uzos, pechenegos. Luchan con arcusas[51] y garrotes de púas. Usan espadas muy toscas, desprovistas incluso de empuñadura.
—No se matan hombres con la empuñadura —dijo mi señor—. ¿Y qué me dices del conde Bohemundo?
El príncipe Juan se dio aire con un pañuelo rojo.
—¿El rey de Sicilia? —preguntó—. Dios nos proteja porque ya ha desembarcado. Ha desembarcado en Grecia y prosigue su ruta hacia el norte.
Raimundo, mi señor, manifestó su descontento con un gruñido. No pude dejar de observar que el príncipe Juan parecía incómodo.
Aquella noche Raimundo me visitó en mi pabellón. Lo encontré nervioso y agitado.
—¿Qué te ha parecido este petimetre de Constantinopla? —me preguntó.
Le dije que me había parecido un caballero.
—¡Sí, sí, vaya caballero! —dijo en tono de chanza—. Pues a mí me parece un papagayo. Canta al son que toca su hermano. Pero una cosa te digo, Roger: tenemos que vigilarlo como a un halcón que volara sobre nuestro gallinero.
Miré sus ojos experimentados y sabios y me di cuenta de que rebosaban energía y ansiedad. ¡Qué honor servir a tan alto señor! Me dio unas palmadas en los brazos, me besó en las mejillas y se despidió.
El ejército permaneció tres días con sus noches en Vloré y seguidamente se puso en marcha. Más allá de la ciudad, el paisaje se transformó en campo erizado de acantilados y profundas depresiones. Era la tierra de los macedonios, los súbditos de Alejandro, un lugar inhóspito y agreste. Si había bandidos, no cabía duda de que tenían que estar allí ya que, en cualquier recodo del camino, abalanzándose desde las alturas o trepando desde las profundidades de los lechos de los ríos, podían caer sobre nuestras huestes y atacar a nuestros hombres. Juan Comneno nos había facilitado guías, pero no vimos rastro alguno de su escolta.
18 de abril
Anoche, mientras me encontraba escribiendo, me vi interrumpido por Tomás, que venía a informarme de que se había declarado una epidemia general de diarrea entre nuestros soldados. No fue para mí ninguna sorpresa, puesto que sabía que era costumbre de los soldados atiborrarse de comida cuando se les presentaba oportunidad. Convenía, pues, trasladar el campamento a otros terrenos, lo que nos llevó la mitad de la noche. En consecuencia, esta mañana hemos salido tarde, por lo que será preciso caminar hasta después de la puesta del sol.
22 de abril
Aunque es tarde, quiero terminar la descripción de nuestra llegada y de nuestra marcha temprana.
En el cuarto día de viaje a través de la tierra de los macedonios escalamos un alto puerto de montaña y después bajamos a un lago. Cuando entramos en el valle, que era rocoso y de laderas escarpadas, tuvimos que abrirnos paso a través de una niebla tan espesa que nos obligó a ir tanteando con las manos delante. El aire era tan denso que parecía que llevásemos la cara tapada con una alfombra y que la niebla nos taponase los oídos. Por eso no los oímos hasta que los tuvimos encima: eran hombres e iban armados, cabalgaban raudos en caballos enanos y rasgaban la niebla como si fuera papel. Surgían de todos lados, blandían espadines cortos y nos lanzaban una lluvia de flechas.
No había tiempo de organizar un frente de batalla, ni siquiera de montar a caballo. Peleamos lo mejor que pudimos, cuerpo a cuerpo siempre que era posible, pero las más de las veces a cierta distancia a causa de la niebla. Fue un combate encarnizado y terrible, a ciegas por culpa de la niebla y húmedo debido al aire de la zona.
Ninguno de mis hombres sufrió herida alguna, pero varios de la columna padecieron lesiones diversas e incluso algunos murieron. En cuanto a mí, no veía más que sombras, oía gritos, silbidos proferidos por los bandidos y gemidos de los heridos. Después, nada más que silencio. Los hombres estaban profundamente impresionados. Habían venido para luchar contra los turcos, no para ser presa de los lobos. Por esto maldecían al príncipe Juan y al emperador.
—¿Dónde están nuestros exploradores? —preguntaban.
También yo me lo preguntaba.
Al subir del lago, volvimos a ser atacados, pero esta vez capturamos a uno de los agresores. El obispo Adhémar, enfurecido, hizo comparecer al hombre ante su presencia. Cuando se lo llevaron, el obispo le golpeó la cara con el báculo y el hombre cayó desplomado de rodillas. Su Excelencia le propinó entonces un puntapié en la ingle y, poniéndole el pie en el cuello, le preguntó quiénes eran sus agentes. Pero el hombre, que era barbudo, tenía el rostro negro y llevaba monedas de plata incrustadas en el cinto, no pronunció palabra.
—No habla nuestra lengua —dijo alguien.
El obispo entonces lo interpeló en latín, pero el hombre siguió sin responder.
—Prueba con el griego —le aconsejó Raimundo.
Adhémar frunció el ceño, pero le hizo caso.
—Soy soldado del príncipe Juan —repuso el hombre.
Aunque nosotros quedamos sorprendidos, mi señor Raimundo se limitó a sonreír y dijo:
—No esperaba otra cosa.
—¿Y por qué nos habéis atacado? —le preguntó Adhémar.
—Yo obedezco órdenes de mi señor —fue su respuesta.
El obispo ordenó que le cortaran la cabeza, la hincaran en una picota y la dejaran expuesta en el camino. Raimundo, mi señor, tenía razón: los bizantinos son halcones que vuelan sobre nuestro gallinero.
25 de abril
En estas tierras nos hemos ganado la salvación: es un lugar desolado como los sueños e igual de aterrador. Los árboles son negros y extienden sus ramas para agarrarse a nuestros jubones como largas uñas. Hay criaturas que parecen chacales, aunque mucho más arteros, negros osos y lobos que atacan nuestras mulas, ríos de aguas tan impetuosas que son imposibles de vadear… y bandidos que acechan desde los acantilados.
Hemos hablado largamente de la confesión del griego. ¿Por qué el emperador nos envió a su hermano para que nos diera la bienvenida en su nombre y nos prometiera amparo si después tenía que ordenar a sus hombres que nos atacaran? ¿A qué venía tanta hipocresía? ¿Por qué tanta mentira? Fue él quien pidió socorro al Papa, fue Alejo quien solicitó ayuda de los francos. Acaba de llegar una carta de él, que mi señor Raimundo nos ha leído en su pabellón. Nos promete amistad y nos ofrece una alianza, asegurándonos que compartirá con nosotros el botín de nuestra expedición.
—¡Y aún habla de compartir! —se mofó Raimundo—. Nosotros lucharemos y él compartirá. ¡Así son los griegos! No es de extrañar que perdieran Tierra Santa. Probablemente también se ofrecieron a «compartirla» con los turcos.
Desde que dejamos la cabeza del griego en el camino, no hemos vuelto a tener más problemas con su gente. A veces, sin embargo, los descubrimos espiándonos desde lo alto de los peñascos, haciendo corvetas con sus caballos mientras nos vigilan. El camino por el que transitamos es muy angosto, bordea muchos contrafuertes y a menudo se encuentra desprotegido frente a posibles ataques. Se conoce por Vía Egnatia, antiguo camino romano que todavía muestra pavimento de pedernal en aquellos lugares que no han sido erosionados por las aguas. En efecto, nuestros hombres han encontrado muchos objetos romanos, cascos y piezas de armadura que conservan y que, pese a estar cubiertos de orín, se han convertido en elementos valiosos y en moneda de trueque.
Hay cosas que inducen a reflexión. Hace mil cien años que los romanos se dirigieron hacia el norte por este mismo camino, eran paganos que penetraban en Francia. Nosotros ahora, cristianos francos, hemos emprendido la ruta hacia el sur para ir al encuentro de los paganos.
26 de abril
Esta mañana hemos encontrado en nuestro camino un río llamado el Demonio, nombre que le cae que ni pintado. Jamás había visto torrente que pueda comparársele. Se precipitaba, fragoroso, a través de su lecho como un animal desatado desafiándonos a atravesarlo. Hemos explorado varias leguas en ambas direcciones en busca de un vado, en vano. Finalmente mi señor Raimundo ha ordenado que se hiciera una cabalgata[52], para la cual yo y otros nos presentamos voluntarios. He instado a Fatana a bajar hasta la orilla, pero ella daba respingos al ver las aguas del torrente, pese a lo cual yo seguía haciendo chasquear la lengua y azuzándole los flancos. De pronto perdió pie y se hubiera desplomado de no haber proyectado yo el peso de mi cuerpo hacia el lado opuesto para restablecer el equilibrio.
Siete de los nuestros se apostaron en plena corriente. Para poder oírnos unos a otros y dominar el rugido del agua teníamos que hablarnos a gritos. Tan pronto estuvimos preparados, con el agua coronada de espuma por encima de las rodillas, hicimos una seña a mi señor. Él cogió la cuerda y comenzó a atravesar el río mientras los hombres, desde la orilla, la sujetaban. Estaba magnífico, espoleando a su montura a seguir avanzando, con la cabeza agachada sobre el cuello del animal y la cuerda sujeta con los dientes. En más de una ocasión, tanto él como su caballo desaparecían debajo del oleaje y había que estar atento por si había que rescatarlos, pero un momento después ya habían llegado al otro lado, los blancos cabellos cubriéndole casi el rostro pero apostrofando con su potente voz el torrente y llamando a su caballo.
Al llegar a la orilla opuesta, las gargantas no han podido reprimir un clamoroso grito. Entonces él ha afianzado la cuerda, se ha apartado de laxara la empapada melena y ha gritado a los demás hombres que cruzaran el río. La empresa era difícil y peligrosa y doce hombres se han visto arrastrados por las aguas y con grandes trabajos hemos conseguido salvarlos. Uno, apenas un muchacho, se me ha venido encima resollando y dando trompicones. Yo le he tendido el brazo mientras él se apoyaba en el flanco de Fatana y he conseguido sacarlo del agua, jadeante y con los ojos desorbitados, medio ahogado y entre toses que casi lo sofocaban. Hemos podido salvarlos a todos excepto a dos, que el agua del río ha arrastrado, supongo que a través del camino que conduce a la muerte.
Tardamos seis horas o más en conseguir que todo el ejército atravesara el río. Yo tenía las piernas heladas y maltrechas a causa de la embestida del agua, mi espalda estaba hecha polvo y, en cuanto a los brazos, parecía que ya no me obedecían las articulaciones. Cuando pasó el último de los hombres y conseguí ganar la orilla, me derrumbé del caballo y tardé un buen rato en recuperar las fuerzas.
El obispo Adhémar estaba delante de mí y me miraba con ceño.
—Hoy has hecho de Cristóbal —me dijo[53].
Le tendí la mano esperando que la cogiera y me ayudara a ponerme en pie, pero dio media vuelta y se marchó. No sé si fue un acto deliberado, pero yo lo maldecía para mis adentros, aunque seguidamente me persigné y pedí perdón a Dios. Después de todo, es el legado del Papa, aunque ahora comprendo la inquina que le tiene mi señor Raimundo. Es un hombre distante y despótico.
Esta noche me siento agotado y extrañamente deprimido. Estoy muy lejos de casa tanto en el tiempo como en el espacio. ¿Qué habrá sido de mis propiedades? Cuando se convocó la peregrinación apenas si tuve tiempo de poner un poco de orden en mis cosas. Temo que todo haya caído en el más completo abandono. Antes solía hablar de esta preocupación mía con el judío de Brindisi, Mordecai.
—¿Te figuras que los demás se quedarán de brazos cruzados mientras tú acudes a salvar Tierra Santa? —me decía.
Me preguntó qué medidas había tomado para asegurar mis propiedades, y cuando le dije que las había dejado al cuidado del mayoral y de mi esposa soltó un suspiro y movió la cabeza con gesto dubitativo.
—La finca debe cuidarse como quien cuida a los hijos —me dijo—, ya que de lo contrario, como los hijos, se malogra.
No sé qué encontraré en Lunel cuando vuelva. Si es que vuelvo.
30 de abril
¡Cómo detesto esta tierra! Una tierra oscura y estéril, igual que los que la habitan, que son estúpidos y están cargados de supersticiones. Parece que nuestra llegada es precedida por el rumor de que hacemos prisioneras a las personas y las asamos vivas. Por eso la gente huye de los pueblos antes de que nosotros entremos en ellos. Hace dos días que, mientras capitaneaba a los hombres e iba al frente de ellos, descubrí en el bosque a una mujer que llevaba una cesta de tubérculos, sobre la cabeza. La llamé y ella, al verme, me miró con ojos aterrados, arrojó la cesta y desapareció corriendo en el bosque. Su actitud me enfureció.
Pero esto no es todo, ya que esa gente se figura que comemos carne humana y, cuando abandonan los pueblos, matan a los viejos y enfermos porque saben que no pueden correr. En muchas ocasiones, al entrar en uno de sus miserables antros, hemos encontrado cadáveres con el cuello sajado de oreja a oreja. Los guías nos dicen que se trata de una obra de misericordia, ya que así les ahorran la tortura que sufrirían de caer en nuestras manos. En su mayoría se trata de búlgaros y de una raza más atrasada y odiosa que en mi vida había imaginado.
Sólo hay que ver cómo viven. Sus cabañas están hechas de ramas afianzadas con barro. Se cubren el cuerpo con cortezas de árbol y pieles de animales toscamente curtidas. Los cueros que emplean son duros como madera y las armas que utilizan no pasan de ser piedras y garrotes. En los escasos lugares donde nos hemos encontrado para comerciar he tenido ocasión de oír la lengua que utilizan para entenderse y debo decir que parece el lenguaje de los retrasados mentales.
Cuando se acercan a nuestro campamento acuden agachados, como si creyesen que vamos a pegarles, y nos ofrecen cosas despreciables con sus manos cubiertas de mugre, negras como si llevaran guantes. Tienen los cabellos sucios y enmarañados y en cuanto a las barbas, no saben lo que es un peine. Algunos llevan cintos hechos con zarcillos de viña de los que todavía cuelgan las hojas. No tienen cuadrantes ni mapas, por lo que no se hacen ni la menor idea del lugar donde viven, se figuran que sus pueblos son el centro del mundo y que nosotros somos viajeros que procedemos de un mundo diferente.
Acampamos cerca de un lugar conocido como Rasic y yo mostré gran interés en visitarlo acompañado de un guía a fin de conocer a esta gente. Los únicos habitáculos eran unas cuantas barracas de barro dispuestas a uno y otro lado de una allée[54]. La gente se asomaba a las ventanas a mi paso, desatendiendo el fuego, y tenían sus raquíticos animales domésticos atados a una estaca hincada en una esquina. En toda la calle no había una sola alma, salvo un hombre tendido junto a una hoguera al final de la última cabaña. Me acerqué a él con el guía, que hablaba su idioma.
—Dile que le doy las buenas tardes —dije al guía, que tradujo mis palabras.
El viejo no respondió palabra.
—Dile que soy Roger, duque de Lunel y soldado de Cristo.
El viejo profirió un sonido de una sola sílaba.
—Ha dicho que felicidades —explicó el guía con una sonrisa insolente.
Yo lo miré fijamente, porque me pareció ofensiva aquella reacción suya.
—Pregúntale quién es.
La respuesta que dio fue como un sonsonete:
—El hijo de mi padre y el padre de mi hijo.
—¿Quién proporcionará comida a mis soldados? —le pregunté.
—Tu Dios —me respondió.
—¿No sabes que vamos a luchar por Dios? —le respondí notando que ya estaba empezando a ponerme nervioso.
—Tiene que ser un Dios muy débil si no puede luchar él solo.
Sentí el impulso repentino de pegarle un puntapié pero, en lugar de ello, le pregunté qué hacía allí tumbado.
—Espero —replicó.
—¿Qué esperas?
—La muerte.
De la cabaña que tenía detrás salió un niño que no debía de tener más de trece años y cuya apariencia era de una memez tal como yo no había visto en mi vida. Tenía la boca abierta y una mirada absolutamente inexpresiva, iba desnudo de la cintura para abajo y se rascaba las piernas, cubiertas de llagas purulentas. Supuse que sería el hijo del viejo y supuse también que un día ocuparía el mismo lugar de su padre junto al fuego. Di media vuelta dispuesto a dejarlos a su suerte, pero el chico me gritó:
—¿De veras que vas a Jerusalén?
Me volví a mirarlo.
—Sí —contesté. Se rascó la cadera.
—Pues hacéis un camino muy largo para ir a matar a extranjeros —dijo—. ¿Por qué será que vosotros, los cristianos, siempre robáis y matáis? Hace cien años que hacéis lo mismo con vuestras dichosas peregrinaciones. ¿Por qué no os quedáis en vuestra tierra y os matáis entre vosotros?
Ya iba a responderle cuando se dio la vuelta y orinó contra el poste que tenían hincado junto a la puerta de su casa. Decidí que era mejor no entrar en discusiones con aquel rapaz.
Más tarde reflexioné sobre sus palabras y llegué a la conclusión de que, si lo que el chico decía era verdad, a lo mejor nosotros teníamos la culpa de la situación en que se encontraban estas gentes. Pero ¿cómo podía ser así? En ese caso habrían podido apartarse de la ruta de la peregrinación y buscarse la vida en otra parte.
Después me pregunté también por qué la gente estaba aterrada a causa de los peregrinos y se veía obligada a salir de sus casas y a vivir entre extraños. A lo mejor, aunque no comamos carne humana, tenemos una parte de culpa en la situación de atraso y miedo en que vive esa gente.
3 de mayo
Había mucho que decir. Como es tarde y estoy extremadamente cansado, dudo de poder terminar esta noche. Sin embargo, en estos últimos dos días han ocurrido tantas cosas importantes que algunas me han llegado al alma. Escribo con el jubón calado sobre la cabeza y la vela entre las piernas, ya que esta noche debemos pasarla al raso y nos encontramos en un país lleno de bandidos. Contaré todo lo que pueda y terminaré mañana.
Hace tres días que atravesamos una montaña llamada Bulgatus y, en el extremo opuesto, encontramos un país montañoso que, según dijeron los guías que nos acompañaban, era la tierra de los pechenegos, pueblo salvaje y sin ley. Al caer la noche nos paramos a acampar como de costumbre, mientras el obispo Adhémar, harto ya de la suciedad del campamento y deseoso de encontrar un sitio más cómodo donde instalar su pabellón, se trasladó a la cima de un altozano situado a un cuarto de legua de distancia. Mientras su escolta preparaba la tienda, una banda de facinerosos atacó la montaña y se apoderó de él.
Los agresores se deshicieron rápidamente de los guardianes que lo custodiaban cortándoles el cuello con sus espadines, aunque al ver que el obispo era un hombre de rango, se limitaron a golpearle en la cabeza y colocar su cuerpo sobre un caballo. Reuní algunos caballeros y los seguí. El campamento de los pechenegos estaba situado al otro lado de un arroyo y era una confusión de tiendas y refugios. Di orden a mis hombres de que se detuvieran porque nosotros sólo éramos media docena y ellos unos cincuenta, y me quedé observándolos. Tiraron del cuerpo del obispo, que estaba tumbado sobre el caballo, y lo arrojaron al suelo. Algunos le dieron puntapiés en la cabeza y las costillas pero uno, evidentemente el que los mandaba, les ordenó que no le hicieran nada. Era obvio que se había dado cuenta del valor de su prisionero y no quería que lo mataran. Se produjo una violenta discusión.
Vi que era una oportunidad que se me ofrecía. Formé a mis hombres en línea de batalla y les di orden de cargar. Nos metimos en el arroyo, entre silbidos y alaridos, y llegamos a la orilla opuesta. Los pechenegos fueron cogidos por sorpresa. Algunos corrieron a sus tiendas en busca de armas, pero otros fueron eliminados en el mismo sitio donde se encontraban. Yo me ensañé con un hombre que parecía helado de pavor y golpeé a otro en la espalda sirviéndome de la espada. Viendo que Adhémar estaba inconsciente, bajé rápidamente de mi montura, cargué su cuerpo en mi caballo y ordené la retirada. Un minuto después ya habíamos vuelto a atravesar el río.
Justo en aquel momento apareció mi señor Raimundo, acompañado de una docena de caballeros, y atacó el campamento, matándolos a todos salvo a los que consiguieron escapar en sus monturas. También mataron a los caballos y quemaron las tiendas.
Llevamos a Adhémar a mi pabellón y le preparamos un lecho de ramaje. Tenía la cabeza abierta y en los labios de la herida se le coagulaba la sangre, aparte de que sus costillas estaban terriblemente magulladas. Le vendamos el tronco con lino empapado en vinagre y le aplicamos un hierro al rojo vivo para cauterizarle la herida. Estuvo inconsciente toda la noche y parte de la mañana siguiente.
4 de mayo
Voy a proseguir mi narración.
Como el obispo Adhémar estaba demasiado maltrecho para moverse, nos quedamos en el campamento y nos pusimos a vigilar atentamente por si aparecían bandidos. No se vio ninguno. La noche siguiente me quedé de guardia y lo vigilé hasta que se despertó. Pidió vino y envié a Bartolomé por él. Tenía la cabeza muy hinchada y de un tono azulado y no podía fijar la vista. Le pedí por favor que se quedara tendido y muy quieto, pero él insistió en que le dijera qué había ocurrido. Cuando terminé de facilitarle todos los pormenores, se tumbó y se quedó inmóvil, aunque respirando profundamente.
—Roger de Lunel —me dijo—, debo decirte que nunca has sido santo de mi devoción.
Sus palabras me sorprendieron y ya iba a decírselo cuando continuó:
—Te creía un hombre bueno y orgulloso, pero estoy al corriente de todos tus pecados, ya que el monje Rene me ha revelado tu confesión.
Me quedé estupefacto. Sabía que era pecado grave que un sacerdote revelase lo que se le había confiado en confesión y así hube de decírselo.
Pero Adhémar sonrió y dijo:
—Nosotros los obispos somos capaces de hacer cosas que te escandalizarían —dijo—, sobre todo teniendo en cuenta que somos los vicarios del Papa.
Se echó a reír, pero el dolor cortó súbitamente su risa, lo que a mí no dejó de complacerme.
—Debes descansar —le aconsejé pero, al ponerme en pie, me agarró por la manga.
—Quédate —me dijo—, debo decirte una cosa.
Volví a sentarme y lo miré fijamente.
—Aquel día en el río pude apreciar tu valor y tu fortaleza, pude darme cuenta de que eras hijo de tu padre.
—¿Lo conociste? —pregunté.
—Sí —cerró los ojos—. Durante estos meses te he estado observando, te he vigilado y tenía intención de hablar contigo. Sin embargo, no me fue posible. Por miedo y por orgullo. Ahora, ya que me has salvado la vida, comprendo que Dios quiere que te hable.
Se pasó la lengua por los labios y pidió más vino. Se lo serví de buen grado, porque ansiaba, además, soltarle la lengua.
—Yo fui el causante de que tu padre perdiera sus propiedades —dijo finalmente.
Lo miré sin comprender sus palabras.
—El causante fue su enemigo, el obispo de Macón —lo corregí.
—Sí, su enemigo —replicó el obispo Adhémar—, y también mi hermano.
Yo seguía sin comprender y así hube de decírselo. Él se sonrió y dijo:
—Cuando yo era joven hice la corte a tu madre, pero no pude conseguirla. Quien se la llevó fue Ricardo de Borgoña. Aunque me consagré sacerdote, jamás pude olvidar aquel hecho. Cuando murió tu padre, incité a mi hermano a que lo privara de derechos civiles. Lo hice para castigarla a ella, para obligarla a acudir a mí en busca de ayuda. Pero no lo hizo. En lugar de ello, huyó a Provenza, aunque actuó por orgullo, un orgullo que veo reproducido en ti. Ahora tú me has salvado la vida. ¡Ya ves que los caminos de Dios son insondables!
Me levanté con intención de salir, pero me agarró por el brazo.
—Roger de Lunel —dijo—, yo, Adhémar, obispo de Le Puy, legado de Su Santidad el Papa, me confieso a ti.
—Te enviaré a mi capellán —le dije—. Tal vez él sabrá guardar mejor tus secretos que tú los míos.
—No me has entendido —exclamó el obispo con un matiz de desesperación en la voz—. Cuando me ordené sacerdote, me confesé con mi señor, el obispo de Dijon. Me impuso como penitencia que fuera a ver a tu familia y le pidiera perdón, pero esto era algo que yo no podía hacer. Desde entonces, todas las misas que he celebrado, todos los sacramentos que he recibido, han sido otros tantos pecados mortales que he cometido. Dios me pone ahora ante tu presencia. No puedo morir en pecado. Te ruego, pues, que me perdones. ¡No me lo puedes negar!
Bajé los ojos, lo miré y le cogí la mano. Estaba temblando.
Puedes morir —le dije—, debes acudir al mismo Dios para que te conceda el perdón. Y a continuación salí.
Mañana iré a ver a mi señor Raimundo y le pediré que saque al obispo de mi pabellón. Aunque no le diré el motivo.
6 de mayo
He pasado los dos últimos días en un estado de trance. El obispo Adhémar es transportado en una litera en el centro mismo de la columna de soldados y yo cabalgo delante de la misma al lado de mi señor Raimundo. Me observa como si quisiera preguntarme por qué estoy tan abstraído, pero que Dios le bendiga por ser un hombre demasiado prudente y un compañero demasiado afable para importunarme preguntándome qué me pasa.
Todas las calamidades de mi familia, los sufrimientos de mi madre y de mi hermana, el exilio que hemos sufrido todos nosotros lo debemos al prelado en cuyo ejército milito. Aunque no es exactamente así, puesto que yo milito en el ejército de Cristo, que sin duda juzgará a este hombre por los pecados que ha cometido en perjuicio de mi familia. Esto debería bastarme, pero lo cierto es que me gustaría machacarle los sesos con el filo de mi espada.
Esta mañana se me ha ocurrido una cosa tan desconcertante que por poco me derriba del caballo: si mi madre hubiera elegido a Adhémar, ahora él sería mi padre. ¡Vaya padre! Un hombre que viola el sagrado secreto de la confesión y que castiga a la mujer que ama privándola de sus tierras. ¡Cómo me gustaría abandonar esta expedición! Pero quizá él muera en ella y todavía pueda acabar todo bien. Sin embargo, si vive, ¿cómo voy a continuar? Cuando volvamos a acampar hablaré con mi señor y él, con su sabiduría, me guiará. Y añado lo siguiente:
Anoche envié recado al padre Rene para que acudiera a mi pabellón. Vino enseguida, todavía secándose las manos gordezuelas en los bordes del escapulario, ya que hacía muy poco que había acabado de comer. Me preguntó qué quería. Yo le crucé la cara con el guante y él, cogido por sorpresa, cayó hacia atrás.
—Esto es por lo del secreto de confesión —le dije—, y a partir de ahora ya no estás a mi servicio.
Me preguntó que adonde podía ir, lo que me sacó de mis casillas, y le espeté a bocajarro:
—¡Ve con Adhémar, ya que no eres más que su perro fiel! ¡Sirve al hombre que ya es dueño de tu alma!
El padre Rene hizo esfuerzos para ponerse en pie, tema el rostro contraído por la vergüenza y lágrimas en los ojos y, por un momento, sentí lástima de él. Pero después me acordé de que aquél era el hombre que yo había encontrado medio helado en Brindisi, cuyos pies y manos había restregado y con quien había compartido tienda y alimento. Y a pesar de ello había roto el juramento que tenía con Dios y había hecho de espía del obispo.
Imploró perdón y rogó que lo conservara a su servicio, pero yo le dije que se marchara y le volví la espalda. Lo oí llorar al salir del pabellón, lo que me rompió el corazón, pero aquel hombre me había traicionado igual que había traicionado su juramento a Dios. No quería arrepentirme de mi decisión, pensaba endurecer todavía más mi corazón.
En este momento no dispongo de capellán. Pienso confesarme con el padre Raimundo de Aguilléres, que se ha incorporado al servicio de mi señor en calidad de capellán. Sin embargo, cuando me confiese, procuraré vigilar la lengua, ya que no sé en qué sacerdote de este ejército de Cristo puedo confiar.
8 de mayo
Nos encontramos cerca de una población llamada Roussa. Anoche hablé con Raimundo, mi señor, y voy a relatar a continuación lo que me dijo.
Después de completas fui a verlo a su pabellón.
—No creo que yo pueda servir al obispo Adhémar —fueron mis primeras palabras.
Enarcó una ceja plateada y me rogó que prosiguiera.
—No puedo explicar mi actitud —dije—, pero entre nosotros ha ocurrido algo que lo impide.
—¿Lo impide? —repitió él—. Pero está tu juramento de por medio.
Era verdad, y yo esperaba que me lo recordaría, pero quería confiar en él. Luché para encontrar las palabras, pero Raimundo levantó la mano.
—Adhémar de Le Puy es un cerdo —dijo—. Es un hombre vulgar, conspirador y falso. Por eso ha escalado un puesto tan alto en la Iglesia. No es preciso que me cuentes qué hizo a tu familia porque no me cuesta mucho imaginarlo. —Y acercándose a mí, me puso una mano en el hombro—. Acuérdate de quién es Aquel a quien servimos realmente —me dijo mirándome a los ojos—. Roger, yo no puedo prescindir de ti. Las pruebas que hemos sufrido hasta aquí son como el temple del metal, pero la verdadera batalla todavía está ante nosotros. Tendremos a los turcos delante de nosotros y a los griegos a nuestras espaldas. Los obispos se quedarán en medio. No puedo prescindir de ti.
Le prometí que no le fallaría. Y él, dándome las gracias, me deseó buenas noches.
¡Qué complicada está tornándose esta expedición! Antes me figuraba que sabía muy claramente por qué luchaba y contra quién pero, cuanto más avanzamos, más oscuro lo veo todo.
12 de mayo
En Roussa libramos una batalla. Sus habitantes, vasallos del emperador, nos negaron la entrada y también las provisiones, aparte de que nos hicieron llegar unas misivas tan faltas de respeto que acabamos exigiendo la rendición de la ciudad. Pero sus habitantes, en lugar de ceder a nuestra orden, nos recibieron con una lluvia de flechas y piedras. Nuestros hombres estaban tan irritados con su comportamiento que no costó mucho convencerlos de que atacasen.
Formamos un frente de batalla, en primera línea la infantería con sus ballestas y, como respaldo de la misma, jinetes y nobles. Detrás de una lluvia de flechas, atacamos las puertas, forzando la empalizada y abriéndonos paso. La gente huía presa del pánico, pero nosotros estábamos tan encallecidos que no nos detuvimos hasta que atravesamos toda la plaza. Como una estela, detrás de nosotros quedó toda una ristra de cadáveres.
Después irrumpimos en la ciudad, destruimos las puertas y dejamos los ciudadanos a merced de los pechenegos, que seguramente no tardarán en deshacerse de ellos. También estamos seguros de que el emperador, de quien ya sabemos lo traicionero que es, se enterará pronto de la situación. Tal vez ahora se lo pensará dos veces antes de enviar a sus mercenarios a que nos sigan los pasos.
15 de mayo
Parece que hoy los hombres caminan más alegres. Llevan encima el botín arrebatado a los habitantes de Roussa, sombreros y chales e incluso vestidos de mujer. Se han llenado la barriga y han bebido a más y mejor, pero no se lo reprocho porque esta marcha ha sido un trayecto salvaje a través de un país bárbaro. Por pequeña que sea la felicidad que hayan podido conseguir, siempre será muy inferior a la que merecen por su destreza.
Esta mañana he cabalgado junto a mi señor Raimundo en vanguardia, puesto que no tenía ningún deseo de ver al obispo Adhémar, cuyo estado ha mejorado de forma tan notable que incluso está en condiciones de montar a caballo. Tenía razón cuando me dijo que Dios tiene formas insondables de actuar. Acabábamos de llegar a una llanura cuando descubrimos a unos jinetes que se nos acercaban desde el norte. Ya íbamos a prepararnos para recibir a los bandidos como les correspondía cuando de pronto vimos sus estandartes y nos dimos cuenta de que en ellos lucía la cruz.
Observé a mi señor Raimundo otear el horizonte. De pronto lanzó un grito y salió a galope tendido. Yo le seguí de cerca. Del grupo de jinetes se separó otro hombre, corpulento y cuya barba rubia ondeaba al viento. Él y Raimundo se precipitaron, presurosos, uno al encuentro del otro. Involuntariamente desenvainé la espada, dispuesto a defender a mi señor si la ocasión se terciaba, pero un momento después los dos se lanzaban a la carrera en círculo, tendiendo los brazos y dando voces. Yo me acerqué a ellos a tiempo de oír gritar a mi señor:
—¡Ay, Godofredo, viejo cabrón!
Se trataba del conde Godofredo de Bouillon, que acababa de llegar de Brabante. Sus exploradores habían avistado nuestro ejército y le habían llevado la noticia pero, deseando sorprender a su viejo amigo, el conde Godofredo había acudido galopando a nuestro encuentro.
—¡Roger! —me gritó Raimundo, mi señor—, ¡aquí tienes a un hombre a tu medida!
Me acerqué a él para saludarlo y el conde Godofredo me tendió la mano.
—Roger… ¿qué más? —inquirió.
—Roger de Lunel —contesté.
—Es hijo de Ricardo de Borgoña —le aclaró Raimundo.
Godofredo me miró de reojo.
—Lo llevas escrito en la cara —afirmó—. Conocí a tu padre, un hombre de Dios, un valiente. Y un bebedor como pocos —añadió con sonrisa generosa y viril—. Espero que estés a su altura.
El conde Godofredo me ha gustado enseguida, y más al ver la estima en que lo tenía Raimundo, mi señor. Es un hombre alto y fornido y lleva una cabellera que ondea al viento y una luenga barba, tiene ojos de un azul intenso y voz de trueno. Se ha acomodado a nuestro paso, alineando a los nuestros su caballo, un magnífico semental de una tonalidad gris tirando a morado, que mantenía la cabeza erguida y orgullosa.
—Háblanos de tus viajes —le pidió Raimundo.
Godofredo frunció el ceño.
—¡Algo espantoso, abominable! —replicó—. Es un país miserable habitado por gente aún más miserable. A lo largo de nuestra marcha nos cargamos a doscientos o trescientos.
Raimundo lo puso al corriente de las pruebas que habíamos tenido que sufrir, le contó la traición del emperador y la reciente batalla que habíamos librado en Roussa.
—¡Demasiado habéis esperado! —afirmó el conde Godofredo—. El primer sitio en tierras de Alejo que pisamos era un lugar llamado Selymbria, donde obtuvimos un buen botín. ¡Armamos la gorda! Destruimos las murallas, quemamos los almacenes, destripamos a los hombres y arruinamos a las mujeres. ¡Menudo trabajo hicimos! Una vez hubimos arrasado el lugar, enviamos las cabezas de los ancianos a Su Serenidad. Hicimos con ellas un hato y se lo enviamos como tributo, incluido un pergamino con nuestros saludos. —Y soltó una sonora carcajada.
Raimundo, mi señor, quiso enterarse del resultado.
—Pues bien, cuando Alejo impuso aquel tributo nuestra fortuna estaba asegurada —respondió el conde Godofredo—. Envió una escolta, no al bribón de su hermano, el maricón de Juan, sino a un puñado de caballeros a los que desarmamos al momento y atamos a sus monturas. A partir de aquel momento tuvimos provisiones y ya no hubo que preocuparse más de los bandidos. Los griegos no merecen otro trato.
Raimundo, mi señor, lo escuchaba con atención y asentía con la cabeza. Le dijo que muy probablemente él habría hecho lo mismo, a no ser por la presencia del legado papal en nuestro ejército.
—¿No será Adhémar el Buen Ladrón? Me extraña que lo hayas aguantado. Yo le habría metido el báculo en el trasero y lo habría transportado entre dos mulas. Y si tus hombres tenían hambre, que se lo comieran.
Tuve la osadía de preguntar al conde Godofredo si conocía al obispo Adhémar.
—¿Qué si lo conozco? Una vez por poco lo mato. Pero se escondió debajo del mantel. Quiso birlarme a mi mujer. El tipejo en cuestión es un calentorro de cuidado, aunque supongo que ahora le basta con las monjas para estar satisfecho. ¿Por qué lo preguntas? ¿Sabes algo de él?
Era un hombre tan abierto y tan cordial que me resultó imposible ocultarle la verdad. A él y a mi señor Raimundo les conté todo lo referente a Adhémar y a mi padre. Los dos fruncieron el entrecejo.
—O sea que hay cizaña entre tú y él —observó Raimundo.
Asentí con un gesto de la cabeza.
—Pues si quieres seguir mi consejo —me dijo el conde Godofredo—, cuando asistas a la primera batalla en Tierra Santa, le metes una lanza en la espalda y después dices que han sido los turcos.
—¿Cómo? —repuso Raimundo, mi señor—. Si Roger ya le ha salvado la vida…
El conde Godofredo me miró un momento con los ojos muy abiertos y después estalló en una carcajada.
—Como dice el evangelio, nunca es tarde para lavar un pecado —repuso—. ¿Lo dice el evangelio o no?
Raimundo, mi señor, me dio un empujón y soltó una risotada y yo, sin querer, también di rienda suelta a la hilaridad.
16 de mayo
Esta noche nuestros ejércitos se han reunido en el campamento. Los hombres del conde Godofredo, incluidos doscientos caballeros y tres mil infantes, forman el grupo de Lorena, que se caracteriza por su jovialidad y su generosidad. Tienen acento germánico y sus maneras son toscas, pero son hombres de buen corazón y siempre están de buen humor. Beben enormes cantidades de vino alsaciano y, cuando hemos llegado al pabellón de Godofredo, ya estábamos todos aprés lo vin, cantábamos sus canciones y nos reíamos de cualquier tontería.
Godofredo ha preguntado a Raimundo, mi señor, si conocía el paradero de su amigo mutuo, Bohemundo. He sabido muchas cosas de ese caballero, hijo de Roberto Guiscardo y príncipe de Tarento, Sicilia. Tanto Raimundo como Godofredo lo ponen por las nubes y yo me muero de ganas de conocerlo. Godofredo ha dicho que Alejo lo teme más que a nadie, ya que él y su famoso padre invadieron Bizancio desde Sicilia hará unos quince años.
—Alejo debe de estar cagándose de miedo en sus pantalones de satén —ha asegurado el conde Godofredo con la barba chorreando vino—. Por algo Bohemundo sigue la misma ruta que hicieron él y su padre cuando la invasión. Con un poco de suerte, nos encontraremos con él en este lado de Constantinopla.
Raimundo, mi señor, ha relatado después la historia de Godofredo y el oso. Parece que cierta vez que el conde Godofredo tomó parte en una exploración de caza, se encontró con un oso. Como no tenía arma alguna a mano, sostuvo una lucha cuerpo a cuerpo con el animal y acabó por romperle el cuello y matarlo. Godofredo ha dicho después que, desde entonces, lo ha hecho otras veces, «para no perder la práctica». Le hemos dicho que no lo creíamos y Godofredo, furioso, se ha puesto en pie.
—¡Maldita sea! ¡Os lo demostraré! —ha dicho—. Por estos andurriales abundan los osos. ¡Buscaré uno!
Un momento después salía como una tromba del pabellón y se internaba en el bosque. Nosotros lo seguimos con antorchas, entre retozones y borrachos. Godofredo se pasó la mitad de la noche buscando mientras nosotros seguíamos burlándonos de él y tratábamos de convencerlo de que volviera. Por fin dio con un oso que estaba durmiendo y lo despertó golpeando con unas piedras en el borde de un barranco. Al salir de su madriguera, se lanzó sobre su lomo y nos llamó a gritos mientras se enzarzaba en lucha con él.
—Mirad, primero hay que montarse sobre él a horcajadas, para que no pueda atacarte.
En efecto, el oso, un animal negro y de respetables dimensiones, estaba furioso porque lo había arrancado del sueño y no paraba de dar inútiles zarpazos mientras Godofredo seguía montado sobre él y todos estábamos preparados con las espadas en ristre.
—Ahora hay que deslizar el brazo debajo de su gaznate de esta manera, así… —seguía explicando el conde Godofredo—. Y después hay que tirar de él hacia atrás con toda la fuerza posible…
Oímos un crujido justo en el momento en que le doblaba con fuerza la cabeza hacia atrás. El oso se estremeció un momento, todo su cuerpo convulso, y después se derrumbó de lado. Godofredo se libró del golpe del cuerpo, ya cadáver aunque seguía retorciéndose, y volvió junto a nosotros mientras se alisaba la túnica.
—De haber sido de día habrías podido apreciarlo mejor —dijo. Después, con la mirada propia del orgullo felizmente recuperado, añadió—: De todos modos, sólo puede hacerse de esta manera, a menos que yo esté en un error.
Ha sido un espectáculo formidable, que sólo recuerdo de una manera imperfecta a causa del vino que había ingerido. Esta mañana me he despertado con un dolor de cabeza espantoso y he pasado el día entero a caballo reprimiendo el vómito. Debo tener mucho cuidado con el vino alsaciano, es tan dulce que parece agua de rosas, pero traidor como una de esas mujeres busconas que sólo van tras el dinero.
21 de mayo
En el curso de esta expedición sólo hemos librado tres batallas, pero de momento no hemos matado un solo turco. La primera batalla fue la del Vaticano, después vino la de Roussa y la última fue la de la ciudad de Rodosto. Voy a explicar cómo se ha desarrollado esta última.
Llegamos a la costa al otro lado de Roussa, donde ya estaba esperándonos la flota ítala con objeto de procurarnos provisiones. Nos proporcionaron grano, fruta y carne salada. Acampamos inmediatamente a fin de recoger las provisiones y distribuirlas. Parecía que la última fase de nuestro viaje iba a ser la más feliz.
Seguidamente llegaron los mensajeros que el conde Godofredo había enviado a Constantinopla, que ahora se encuentra sólo a una veintena de leguas de distancia. Sus rostros eran adustos y suspendimos el festín que nos estábamos dando para enterarnos de las noticias que nos traían. Pero las noticias eran tan malas como sus semblantes.
El príncipe Hugo de Vermandois, hermano del rey de Francia, junto con otros nobles, se encontraba en la cárcel de la capital griega. Aquella noticia sulfuró hasta tal punto a Godofredo y a Raimundo, mi señor, que inmediatamente dieron orden de levantar el campamento y emprender el camino de Rodosto. Cuando la vanguardia de nuestras tropas llegó a dicha ciudad, la encontró fortificada y con las murallas fuertemente guarnecidas.
El conde Godofredo envió un heraldo para pedir la rendición de la ciudad. En lugar de ello, se abrieron las puertas y tres veintenas de jinetes, mercenarios del emperador, cargaron contra nosotros. Irrumpieron contra la primera línea, pero los alsacianos de retaguardia se formaron y los rechazaron. Godofredo entonces atacó desde el frente y nosotros desde atrás y, juntos, no tardamos en derrotarlos.
Al ver esto, algunos defensores de la ciudad ordenaron cerrar las puertas, pero el hermano de Godofredo, Balduino de Boulogne, se lanzó junto con un puñado de caballeros y los hizo desistir de sus propósitos. Godofredo gritó a mi señor Raimundo que tomase la ciudad mientras él acababa con los mercenarios. Un momento después galopábamos hacia la plaza, cabalgando y matando a todo aquel que no conseguía escapar. Desde las murallas nos lanzaban piedras y flechas, pero nuestros soldados se apresuraron a trepar por las escalas. Los provenzales ocuparon la plaza en menos tiempo del que se tarda en contarlo.
No nos mostramos clementes con los mercenarios de Alejo, sino que los congregamos a todos en el granero comunitario y le pegamos fuego. Sus gritos eran horribles, pero nosotros estábamos furiosos. Había sido la traición final de un rey traicionero y nosotros estábamos decididos a ver libres a nuestros compañeros.
Se dio licencia a los hombres para saquear la ciudad a su antojo mientras nosotros nos alejábamos al galope, ya que el hedor de los graneros incendiados era insoportable. Nos paramos junto a la orilla del río, más allá de la ciudad. El conde Godofredo bajó del caballo y por un momento pensé que tal vez estaba herido. Pero Raimundo, mi señor, me puso la mano en el brazo.
—Es su manera de ser —me dijo.
Godofredo se dejó caer en el suelo a gatas y comenzó a darse de cabezazos en tierra. De su boca salían a chorro las palabras, fervientes oraciones en latín con las que imploraba perdón.
—¡Mea culpa, mea culpa! —no paraba de repetir, golpeándose el pecho y llorando desesperadamente.
Después lanzó un lamento, un grito prolongado y conmovedor, gruñó como un animal, recogió dos puñados de barro y los arrojó al río.
Volvió a ponerse de pie mientras yo lo observaba boquiabierto, le recomponía la sobreveste, que tenía toda ensangrentada, me cercioraba de que tenía en su sitio la cruz escarlata que llevamos todos en el hombro y lo ayudaba a volver a montar a caballo.
—Muy bien, entonces —me dijo mientras nos acompañaba de vuelta a la ciudad.
Aquella noche volvimos a enviar mensajeros al emperador para informarlo de lo ocurrido y pedirle que dejara en libertad a los prisioneros. A la mañana siguiente volvieron en compañía del sobrino de Alejo, un muchacho de dieciséis años de rostro granujiento. Provocó cierta agitación entre los soldados, porque llevaba una túnica rosa con bordes de oro, un gorro adornado con plumas y zapatillas de color morado. Manifestó que todo había sido un malentendido, que el príncipe Hugo no era otra cosa que un invitado más a palacio y que el emperador nos pedía que refrenásemos las posibles depredaciones que teníamos previstas.
Raimundo, mi señor, soltó un bufido y dijo que el malentendido del emperador había costado muy caro a Rodosto. En efecto, el sobrino de Alejo parecía sorprendido ante las condiciones de la ciudad. Apenas había quedado nada en pie. Por las plazas y dentro de las casas yacían, diseminados, cadáveres de hombres y animales, algunos colgados de las ventanas. Las mujeres y niños que no habían sucumbido al ataque se habían visto obligados a huir a las montañas. Mientras hablábamos había soldados con antorchas que ya se preparaban para incendiar la ciudad.
El sobrino de Alejo suplicó al conde Godofredo que los refrenara.
—Naturalmente que los refrenaremos —dijo Godofredo, haciendo un ademán a sus hombres para que se sirviesen de las antorchas, como resultado de lo cual comenzaron a arder las viviendas—. Jamás se nos habría ocurrido causar daño alguno a vuestra ciudad, de la misma manera que a vuestro emperador jamás le habría pasado por la cabeza causar ningún daño a los soldados de Cristo.
Agarró al sobrino por el cuello.
—¿Y qué otras noticias traes, saco de pus? —le dijo.
Entre jadeos que casi lo ahogaban, el sobrino transmitió el deseo de su tío de que Raimundo, mi señor, lo acompañase a Constantinopla, jurándole que el hecho no le reportaría daño alguno. Al ver que mi señor se negaba, el sobrino le comunicó que el príncipe Hugo de Vermandois y el conde Roberto de Flandes se habían sumado a los deseos del emperador de solicitar su presencia.
—Id vosotros —dijo el conde Godofredo—. Si Roberto está, no debéis temer nada, pero —añadió al tiempo que agarraba al sobrino y lo sostenía casi separado del suelo— tú te quedarás como invitado mío. Si mañana por la mañana no tengo noticias de que el conde Raimundo se encuentra en perfectas condiciones y de que los nuestros están en libertad, te abriré en canal y me haré un tabardo con tu pellejo.
Esta tarde Raimundo, mi señor, ha iniciado los preparativos para su viaje a Constantinopla. Únicamente lo acompañarán cuatro escuderos, su capellán y unos cuantos servidores. Nadie irá armado salvo él.
—Voy a meterme en la madriguera del lobo —me anunció en mi pabellón hace menos de una hora.
Tenía el ceño fruncido, por lo que le rogué que me permitiera acompañarlo.
—Te necesito aquí —me respondió y, con una sonrisa, añadió—: Con Godofredo a un lado y Bohemundo al otro, no creo que pueda sufrir ningún daño.
Su expresión, de pronto, se ensombreció.
—De todos modos, Roger, si el caso lo requiere, salva el ejército provenzal y rescata el Santo Sepulcro.
Sacó la llave del arcón de sus tesoros, que llevaba colgada del cuello, y me la colgó del mío.
—Los griegos entienden de dinero —continuó—. Si no os autorizan a cruzar el Bósforo, sobórnalos y dales todo cuanto tengo y si, pese a ello se niegan, regresa a Brindisi y emplea el dinero para comprar el pasaje a Siria. —Movió la cabeza apesadumbrado—. ¡Ojalá lo hubiera hecho antes de emprender esta marcha tan espantosa! Si accedí a ello fue porque el obispo Adhémar insistió.
—¿Por qué? —me atreví a preguntar.
Raimundo, mi señor, me miró como un padre que clava sus ojos en su hijo tonto.
—Eres ingenuo, Roger —dijo—, y eso me causa admiración. La vida es como una casa helada. Quiera Dios que la vida no te corrompa como me ha corrompido a mí.
Soltó un suspiro y prosiguió:
—Esta expedición tiene muchos propósitos. Uno, como no puede ser de otro modo, consiste en tomar de manos de los turcos los lugares sagrados. Pero piensa en la oportunidad que esto supone para el Papa. ¿Un ejército de caballeros y soldados latinos en pleno corazón del cisma griego? A Urbano no puede haberle pasado inadvertido este detalle, ya que abriga la esperanza de hacer volver a Alejo al redil con un alarde de fuerza. Y Alejo lo sabe. Por eso nos recibió de esta manera, medio amigo y medio bandido. Lo comprenderás mejor cuando llegues a la capital. Entonces el teatro estará abierto y todos tendremos que bailar. Pero ¿qué música seguiremos, Roger? ¿La nuestra o la del emperador?
Me besó en ambas mejillas.
—Son hombres de buen corazón que hasta ahora han peleado con nosotros —finalizó—. Si te los llevas contigo, ellos te llevarán al Santo Sepulcro, pero recuerda que son como niños y que, cuanto más exijamos de ellos, más rigurosos debemos ser.
Mi corazón se quedó con él.
—Que Dios te acompañe —le dije.
Raimundo dio media vuelta al llegar a la entrada, las hogueras desde el otro lado arrancaban fulgores a su barba plateada y a sus ojos oscuros y profundos.
—Ponte las zapatillas de baile, hijo mío —me dijo con una sonrisa—. Nos veremos entre el león y el toro[55].
Pero yo temo por él; a decir verdad, el miedo que siento es grande. Esta tierra de los cristianos griegos es tan hostil como la que yo esperaba encontrar en manos de los turcos. Raimundo, mi señor, a quien yo seguiría hasta las mismísimas puertas del infierno, está atravesando las puertas de Constantinopla. Me pregunto qué umbral es más amenazador.
22 de mayo
Esta mañana hemos avistado Constantinopla. La primera cosa que me ha sorprendido ha sido el color de sus paredes: son de una tonalidad dorada que, con el sol de la mañana, se transforma en rojo fúlgido. Nos hemos detenido junto a la orilla, al pie de la colina que abre paso a la ciudad, y el conde Godofredo ha bajado de su caballo. Se ha arrodillado en el suelo y se ha entregado a una larguísima oración, lo que constituye una de sus costumbres según me he enterado después. Reza en exceso, de manera especial cuando ha cometido algún ultraje o se propone cometerlo en breve.
Hemos esperado a que se levantara. Yo iba montado junto al conde Balduino, hermano pequeño de Godofredo. Se trata de un hombre curioso, alto, peludo y de pocos años. Sus negros cabellos, largos y enmarañados, le dan toda la apariencia de un depredador, así como su nariz afilada y sus ojos, de mirada más afilada aún que su nariz. Siempre parece a punto de abalanzarse sobre algo y morderlo. Según aseguran los rumores que se oyen, es un libertino de mucho cuidado, y se podría seguir el camino que ha recorrido a través de Europa por el reguero de sangre de las vírgenes y bandidos que han sido sus víctimas.
Estaba sentado en la silla de montar, medio agazapado, exhibiendo la impaciencia que despertaba en él su piadoso hermano.
—¡Adelante! —ha dicho finalmente con voz tranquila pero tajante.
Godofredo se ha persignado y se ha puesto en pie.
—Traed al rehén —ha ordenado.
Ha acudido un centinela con el sobrino de Alejo, y Godofredo ha ordenado que trajesen también una carreta.
—¡Muy bien, pajillero! —ha gritado con voz tonante—, no hemos tenido noticias de nuestros amigos y quiero ser hombre de palabra. He dicho que me haría un tabardo con tu pellejo y me lo haré.
Después se ha dirigido a sus soldados para ordenarles que sujetaran al muchacho, que enseguida se ha puesto a gritar y a implorar misericordia. Los hombres de Godofredo han ido a buscar un carro de largas limoneras y lo han conducido a la playa, allí lo han volcado y se han puesto a desnudar al chico. Era evidente que no era la primera vez que lo hacían. Una vez desnudo lo han atado al carro de pies y manos para mantenerlo prácticamente erguido. Los soldados no podían contener la risa porque el chico tenía un miembro diminuto pero erecto a causa del terror, su miedo era tan grande como su vergüenza.
Se le ha acercado el conde Godofredo y, tras persignarse, ha desenvainado la espada. Yo lo observaba lleno de horror, me he fijado en Balduino y he visto que le brillaban los ojos.
Godofredo ha levantado la espada por encima de la cabeza, ha separado las piernas al tiempo que se ponía de puntillas y ya se disponía a partir el cuerpo de su sobrino en dos. El muchacho ha soltado una especie de alarido, ha cerrado los ojos y ha apartado la cabeza a un lado. Justo en aquel momento ha sonado una trompeta y Godofredo ha dejado el movimiento en suspenso.
—¡Son heraldos, mi señor! —han gritado unas voces.
Era verdad. A través de la playa se acercaban tres mensajeros al galope portando estandartes y banderas. Llegaban para parlamentar. Venían de parte de Alejo y traían cartas de Raimundo.
Godofredo ha dejado escapar un suspiro y ha soltado la espada.
—Aún vivirás lo bastante para que vuelva a intentarlo —ha dicho tirándole del miembro con la mano cubierta por el mitón de cota de malla.
El sobrino ha abierto los ojos, ha vomitado y, tras desmayarse, se ha quedado como muerto.
El conde Godofredo me ha pedido que leyera las cartas no sin añadir, para mi sorpresa, que ni él ni su hermano entendían el latín. Raimundo, mi señor, nos comunicaba que todo iba muy bien y que el príncipe Hugo y demás nobles habían sido liberados. Nos decía que nos habían preparado un sitio en un lugar elevado de la ciudad, sobre las aguas del Cuerno de Oro. Los ejércitos de Roberto de Normandía, Esteban de Blois, Roberto de Flandes y otros nobles ya se encuentran acampados. Nosotros no debíamos entrar en la ciudad, sino reunimos con él en el monasterio de San Cosme y San Damián, situado fuera de las murallas.
26 de mayo
Constantinopla
Han sucedido muchas cosas. En estos momentos nos encontramos acampados en el Cuerno y el ejército tiene un aspecto magnífico. Hay más de quinientos nobles, cinco mil jinetes y más de treinta mil hombres. Cubrimos una extensión que forma una gran media luna que va desde un brazo de mar hasta las mismas murallas de la ciudad. La mayoría de los hombres guardan orden y están sumamente animados, puesto que recibimos provisiones tanto del emperador como de los ítalos. Disponemos de cordero, fruta, pescado y tesoros orientales como canela y té. El agua de aquí, además, es pura y, según dicen, está filtrada por cien telas de seda.
El lunes pasado nos reunimos con Raimundo, mi señor, quien nos acogió con un abrazo y nos colmó de advertencias para impedir que sacásemos conclusiones precipitadas con respecto a todo lo que vemos y oímos.
—Los griegos nos tienen preparado un espectáculo y tienen el propósito de corrompernos —dijo—. Combaten nuestra fuerza con su astucia. Ya que no pueden vencernos con las armas, esperan derrotarnos con su ingenio. —Luego, bajando la voz, añadió—: No os comprometáis en nada.
Le pregunté qué quería decir, pero se limitó a fruncir el rostro, que se le llenó de arrugas al decir en voz baja:
—Hay espías. —Y se llevó un dedo a los labios.
Descansamos por la noche y nos propusimos ver al emperador por la mañana. Abrimos nuestros arcones por vez primera desde la audiencia del Papa, nos vestimos con nuestros colores y coronas correspondientes y enjaezamos los caballos. Después, formando una majestuosa comitiva, nos dirigimos a visitar a Raimundo, mi señor, y al conde Godofredo, por lo que dirigimos grupas hacia la ciudad.
El camino estaba custodiado por guardianes ataviados con ropas exóticas, que llevaban alfanjes y lanzas curvadas adornadas con pieles de animales. Me fijé en que algunos de los guardianes eran negros como el alquitrán y, aunque no quería manifestar sorpresa, la verdad es que no podía apartar de ellos los ojos. La piel les brillaba como la obsidiana y hasta el blanco de los ojos lo tenían de color oscuro y la expresión de su rostro era de espantosa ferocidad. Más tarde hube de enterarme de que eran eunucos al servicio del emperador, que no anhelaban otra cosa que dar la vida por él y que su número era superior a diez mil.
Atravesamos el puente que conducía a la ciudad, que tiene gruesas murallas coronadas por trescientas torres, todas armadas para el combate. En realidad, Constantinopla es inexpugnable, tiene un trazado en forma de triángulo, con dos murallas sobre el mar y la tercera situada delante de un foso, una doble zanja y una amplia llanura. De nada serviría atacarla, cualquiera que fuese el lado desde el que se hiciese.
Aunque no sabía por qué, esperaba que cuando entrásemos en la ciudad nos recibirían con aclamaciones, pero nos acogieron con miradas de curiosidad e indiferencia. Constantinopla ya ha recibido muchos visitantes, la mayoría más extranjeros que nosotros. Es una ciudad políglota en la que proliferan seres humanos de todos los colores y personas ataviadas como en un azar, con olores en los que se mezclan elementos sagrados con profanos. Junto al incienso y el jazmín se nota el olor de los pucheros, el aroma de los perfumes y del cuero, así como el de cien fraguas. La ciudad es un hervidero de vida y está demasiado atareada para fijarse en los caballeros francos. ¡Demasiados ha visto en los últimos meses!
Es una ciudad con mil iglesias, todas con sus cúpulas de cobre, sus minaretes y sus bóvedas embaldosadas, sus humos perfumados y los sones de campanas que saludan a doce dioses diferentes. Jamás había visto calles tan limpias como éstas, por lo que no pude por menos de preguntarme dónde iban a parar los desechos. Según me han dicho, en días alternos se distribuyen por la ciudad baldes destinados a recogerlos, que se retiran después para quemar su contenido. Además, la ley prohíbe las heces en la calle. Esos griegos tienen mucho que enseñarnos.
Hemos pasado junto a fuentes que manan agua perfumada con lima y junto a comercios con escaparates de vidrio, hemos visto hombres con delantal que barrían las calles públicas con largas escobas. Por las calles no se ven animales y cuando nuestros caballos soltaban sus deyecciones, eran retiradas inmediatamente. Recordé que Raimundo, mi señor, había dicho que no se trataba más que de una exhibición cuya finalidad era impresionarnos. A mí, de todos modos, me costaba creerlo, ya que parecía tratarse de costumbres perfectamente arraigadas en los ciudadanos. Sin embargo, ¿cómo podía mantenerse de forma permanente una vida como aquélla?
Recorrimos un amplio paseo hasta el extremo de la península, lugar hacia el que convergían todas las calles y pasajes. No tardamos en averiguar el motivo. Entramos en una inmensa plaza abierta que llamaban el Augusteum. A un lado se levantaba una magnífica basílica: Hagia Sofia o Divina Sabiduría. Sus cúpulas se elevaban hacia el cielo y estaban más cerca de él que las de ninguna iglesia de cuantas habíamos visto. No eran de cobre, sino de oro, y en los muros rielaban mosaicos de plata y aguamarina. Representaban vidas de santos y había una efigie de la Virgen que resplandecía de alhajas, incrustadas en sus ropajes y en su corona. Debajo de ella flotaban nubes de una ligereza tal que se habría dicho que eran de algodón pero, al pasar junto a ellas, me di cuenta de que eran de alabastro y nácar.
Al otro lado se levantaba el palacio del emperador, conocido con el nombre de Gran Palacio. Sus muros se alzaban a centenares de palmos del suelo. Más allá se veía un hipódromo de imponentes proporciones desde donde, según dicen, cien mil almas pueden contemplar el espectáculo. Los muros del palacio estaban decorados con mosaicos de ejecución sumamente complicada. Representaban figuras de hombres barbudos y de aire severo, nada menos que los fundadores de Bizancio, así como sus victorias sobre toda suerte de enemigos y las muchas y diferentes clases de comercio que dan vida a la ciudad. Los barcos eran de turquesa, las gavillas de trigo estaban hechas con labor de filigrana y en los carros se veían toda clase de mercancías, todas confeccionadas con teselas refulgentes que captaban el sol matutino y parecían palpitar de vida.
Bajamos del caballo ante las puertas del palacio, donde unos lacayos ataviados con turbante y pantalones holgados se hicieron cargo de nuestros caballos. Godofredo abría la marcha, seguido de su hermano Balduino, de Raimundo, de este servidor y de otros nobles caballeros. No pude dejar de dirigir una mirada hacia lo alto cuando atravesamos las puertas, que se levantaban sobre nosotros como las puertas del paraíso. Eran de caoba bruñida, taraceadas con fragmentos de bronce y adornadas con tachuelas de plata.
Una escolta armada nos acompañó hasta el patio interior. Allí los guardianes, fornidos negros con turbantes de color verde esmeralda y túnicas ribeteadas de oro, se postraron de inmediato al vernos. Se oyeron los golpes de un tambor que me hicieron estremecer hasta las entrañas, mientras delante de nosotros, movidas por un mecanismo invisible, se abrían lentamente dos grandes puertas, sin producir ruido alguno a pesar de su enorme peso. El interior exhalaba un intenso aroma de gardenias, tan penetrante que la cabeza me daba vueltas, tal era su embriagadora dulzura. En la sala se impuso de pronto un silencio tan repentino que parecía obedecer a una señal. Por un momento nos sentimos presa de aquel invasor efluvio, quizá porque la cálida brisa que soplaba del mar nos envolvía en él como si de un manto se tratara. Miré a mis compañeros. Raimundo, mi señor, afectaba indiferencia, pero el conde Godofredo estaba visiblemente turbado. Recompuse el gesto, fruncí el entrecejo y esperé.
Un anciano de baja estatura, vestido con una indumentaria parecida a la de un mago, se acercó a nosotros desde la cámara interior. Llevaba una vara en una mano e iba cubierto con telas de hebras de oro entretejidas. Hizo una pausa en lo alto de las escaleras, nos observó intensamente e hizo una profunda reverencia. Hablaba en latín.
—Mi soberano, Alejo Comneno, autócrata de Cristo, me ha ordenado que os haga pasar —anunció.
El conde Godofredo soltó un sonoro regüeldo, se corrió la espada a un lado y subió las escaleras de dos en dos. Nosotros le seguimos.
Atravesamos un pasillo cuya anchura era equivalente a la de un pequeño granero, coronado por bóvedas que se entrecruzaban formando impresionantes ángulos y cuyos arcos tenían incrustaciones a base de teselas de ónice y jade. El lugar no estaba iluminado y los pilares formaban un bosque tan denso y confuso que, de no haber sido porque nos conducía un guía, nos habríamos perdido. En el extremo opuesto brillaba un cuadro de luz y, al acercarnos a él, atisbando en medio de la oscuridad reinante, nos apercibimos de que procedía de la pequeña abertura de una puerta. Al llegar a ella, nuestro guía se detuvo, nos hizo una reverencia como implorando indulgencia, se volvió nuevamente hacia la puerta y habló en un murmullo.
Seguidamente una mano invisible abrió del todo la puerta y el pasadizo en el que nos encontrábamos se llenó de una luz ambarina proyectada por mil velas. Nuestro guía se hizo a un lado, volvió a inclinarse y con un gesto nos indicó que pasásemos.
Entró el conde Godofredo y casi estuvo a punto de derribar al hombre al hacerlo. Fue como entrar en un tabernáculo. La sala tenía un techo bajo y las paredes estaban totalmente cubiertas de cirios, sostenidos por lámparas de oro. El pavimento estaba formado por una enorme losa de turquesa y el salón impregnado de un aroma de madera de sándalo que nos sofocaba. En el extremo opuesto de la sala se veía la figura aislada de un ser humano.
Era el emperador Alejo y estaba sentado en un sencillo trono de madera. Llevaba una túnica de cuello alto y ceñido y le caía hasta el más bajo de los peldaños que descendían a sus pies. La túnica era también muy simple, de seda azul y verde. Sin embargo, llevaba en la cabeza una corona como no había visto otra en mi vida. Era más alta por la parte delantera, dos veces más alta que su cabeza, y estaba coronada por una cruz de oro de la que pendían sartas de perlas que le caían sobre los hombros. Su rostro era enjuto y bastante anodino. Estimé que debía de frisar los cuarenta años. Tenía una expresión de profunda tristeza, que se transformó en cortesía cuando nos acercamos.
Alejo extendió las manos hacia nosotros. Eran pequeñas y muy blancas. Cuando hablaba dejaba arrastrar las palabras, era una manera de hablar que parecía el burbujeo de una fuente oriental.
—Amigos —nos saludó, sin levantarse.
Observé que tenía los dientes muy amarillos.
El primero en hablar fue el conde Godofredo.
—Habrás recibido mi misiva —dijo.
El emperador sonrió levemente.
—¿Cuál? —preguntó—. ¿La de Selymbria, la de Rodosto o la de mi amado sobrino cuyo pellejo querías utilizar como vestidura?
El conde Godofredo lanzó un bufido.
—Saludamos a su graciosa Majestad —intervino Raimundo, mi señor.
Alejo le dedicó una mirada de reojo.
—¿Eres Raimundo de Saint-Gilles? —inquirió.
—Por la gracia de Dios —replicó mi señor.
Por vez primera Alejo pareció satisfecho.
—He oído hablar mucho de ti —dijo—, y me complace que hayas venido.
Yo esperaba que Raimundo le echaría en cara las molestias que nos habían causado los bandidos, pero se limitó a hacer una inclinación de la cabeza. Después se volvió para presentarnos al emperador, si bien Alejo levantó un dedo en el que lucía un solo diamante para impedírselo.
—Sé quiénes son —dijo Alejo.
El conde Godofredo dio de mala gana las gracias al emperador por haber aprovisionado al ejército y seguidamente fue al grano.
—¿Cuándo podemos cruzar el mar? —preguntó.
Alejo le dedicó una sonrisa amable y respondió.
—Tan pronto firméis los papeles.
—¿Qué papeles? —preguntó Godofredo.
—No es más que una formalidad —respondió Alejo—. Tenéis que convertiros en mis vasallos y hacer un juramento para devolverme todas las tierras que obtengáis y que antes formaban parte de mis dominios. A cambio, yo os proporcionaré transporte, equipo y suministros y reconoceré todos los principados que queráis establecer en Tierra Santa.
Parecía que el conde Godofredo ya se esperaba aquello. Dejó la espada a un lado, puso un pie en el escalón más bajo e hincó una rodilla en tierra.
—Mira —dijo—, yo soy el primero para todo lo que sean sutilezas, pero nosotros tenemos entre manos la obra de Nuestro Salvador, así que guárdate tus palabras. Mi hermano y yo somos vasallos de Su Majestad Enrique de los germanos y mi amigo Raimundo, aquí presente, así como sus hombres, son vasallos del rey de Francia, a cuyo hermano tuviste la amabilidad de meter en la cárcel. Y lo que es más, todos hemos hecho un juramento a Su Santidad el papa Urbano, por lo que será mejor que no hables de papeles.
Volvió a ponerse en pie, cruzó los brazos y guardó silencio.
Alejo paseó una mirada lenta sobre todos nosotros. Finalmente se levantó, se arregló las sartas de perlas que le caían sobre los hombros y se alisó la parte delantera de la túnica. Clavó en nosotros su mirada y después exclamó:
—¡O firmáis u os quedáis aquí!
Su voz despertó ecos en la habitación que hicieron temblar la llama de las velas. Para mí fue algo tan repentino y estridente que me dejó absolutamente desconcertado. El conde Godofredo se mantuvo en su terreno.
—No voy a tomar juramento de los griegos —dijo—. Y pienso llegar a Siria con vuestra ayuda o sin ella.
—¡Vosotros no os moveréis de aquí! —rugió Alejo—. No habrá ningún barco que os lleve ni ningún hombre que os tienda una mano. Volveréis a vuestras casas cubiertos de ignominia. Y entonces explicaréis a vuestros obispos y a vuestras familias por qué dejasteis que Nuestro Salvador languideciera en una prisión turca.
—¡Cómo te atreves a decirme tal cosa! —dijo Godofredo antes de que Raimundo le pusiera una mano en el brazo y lo hiciera callar.
Alejo se volvió hacia él, ignorando visiblemente a Godofredo.
—¿Y tú qué dices, Raimundo de Saint-Gilles?
—El conde Godofredo dice la verdad —replicó Raimundo, mi señor—. Nosotros nos sentimos comprometidos por nuestra fidelidad y nuestros juramentos. Sin embargo, como provenzal puedo decirte esto: hicimos en nuestras tierras un juramento secundario mediante el cual nos comprometemos a respetar la vida y posesiones de un señor extranjero y a no hacer nada para perjudicarlas.
Alejo se quedó un momento reflexionando y seguidamente volvió a sentarse en su trono.
—Volveremos a hablar del asunto —dijo, entrelazando las manos y bajando la cabeza en actitud de oración para demostrar que daba por finalizada la audiencia.
Cuando salimos de palacio, Godofredo echaba chispas.
—Tú puedes respetar tu juramento provenzal —dijo a Raimundo, mi señor—, pero yo soy del norte, un sitio donde hace demasiado frío para hacer el amor con extranjeros.
Mi señor Raimundo le aconsejó que tuviera paciencia y que aguardara la llegada del conde Bohemundo.
—¿Bohemundo? Es normando —refunfuñó el conde Godofredo, asiendo las riendas de su caballo—. ¡Si ni siquiera sabe leer!
Se encaramó al semental y, con el talón del zapato, de un puntapié apartó a un lado al lacayo.
—Voy a apoderarme de esta mierda de ciudad antes que aceptar el juramento de este cerdo griego.
Y tras pronunciar estas palabras galopó hacia las puertas de la ciudad, aplastando prácticamente a los ciudadanos en su huida.
Esta noche, el obispo Adhémar, que se niega a ver a Alejo, ha conferenciado con los nobles más eminentes para discutir el juramento. Al final ha hecho una disquisición solemne, levantando las manos a Dios y cantando igual que un niño del coro, y ha dicho que, en bien de la expedición, quienquiera que hiciera el juramento quedaría liberado inmediatamente de él. Cuando Raimundo ha querido conocer las razones del caso, Adhémar ha recurrido a toda su teología para replicar:
—Ya estáis vinculados a Su Santidad a través de un juramento. Dicho juramento compromete vuestro cuerpo, vuestra mente y vuestra alma. De aquí se sigue que todo juramento nuevo carece de valor, puesto que el hombre no es más que cuerpo, mente y alma. El juramento de Alejo tan sólo se reduce a palabras y las palabras no son otra cosa que aire y es sabido que el aire no sirve para atar a ningún hombre. Por consiguiente, su juramento no puede atarte, ya que no hay nada que sirva para atar ni nada que deba ser atado. Será nulo y hueco.
Justo en este momento ha hablado el duque Roberto de Normandía. Como hube de enterarme después, es un hombre de negocios taimado, muy atento a sus intereses.
—Con todos los respetos a Su Excelencia —ha dicho—, ¿podría preguntar qué ocurriría en caso de que te equivocases y este segundo juramento entrase en conflicto con el primero? Tu postura original sería entonces pecado mortal y todos seríamos candidatos al infierno.
Adhémar ha fruncido el ceño como si aquel hombre fuera un seminarista que le plantease un problema desagradable.
—No temas por tu alma —le ha dicho—, puesto que la expedición en sí comporta ya la indulgencia plenaria. Me puedes confesar tu pecado y el perdón se producirá automáticamente. Duque Roberto, tu alma será salva, tan salva como las posesiones que has ido adquiriendo a lo largo de este viaje.
El resultado de esta discusión es que todos los nobles firmarán el juramento salvo Raimundo y Godofredo. El primero no se deja camelar por la retórica de Adhémar y el segundo por la de Alejo. En lo que a mí respecta, seguiré a mi señor y a mi conciencia y no pienso firmar nada.
28 de mayo
Dicen que Bohemundo de Tarento se acerca a la ciudad. El efecto de la noticia sobre los ciudadanos es inequívoco. Son ya muchos los que han arrendado sus comercios y bastantes los que han enviado a sus hijos, esposas e hijas lejos de sus casas, y el ejército de Alejo ha sustituido el traje de ceremonia por el uniforme de soldado. Las murallas están guarnecidas de hombres, erizadas de lanzas y flechas, y las puertas de la ciudad están cerradas salvo una hora o dos cada mañana y cada noche. Es como si se esperase una marejada.
Entretanto prosigue la controversia sobre los juramentos. Hasta ahora han firmado el duque Roberto de Normandía, el conde Roberto de Flandes, Hugo de Vermandois, Esteban de Blois y el germano, Emich de Leisingen, juntamente con los vasallos de todos ellos. El resto sigue indeciso.
Debo decir una palabra acerca de los nobles y caballeros germanos, con los que he tenido muy poco contacto. Aunque procuran mantenerse apartados y nos observan con aire de recelo, cuando están borrachos, cosa que ocurre con bastante frecuencia, nos tratan como si fuéramos allegados suyos a los que no ven desde hace mucho tiempo. Constituyen un grupo extraño y bastante extremo. No contentándose como el resto de nosotros en llevar una cruz de tela en las sobrevestes, se han hecho marcar cruces a fuego en los hombros. Les falta tiempo para mostrárnoslas e incluso para parar a gente desconocida que merodea por las inmediaciones del campamento y, bajándose las túnicas, exhibir la marca. En tales circunstancias es indispensable mostrar admiración, ya que de lo contrario se lo toman muy a mal y desenvainan las espadas.
Llevan las cabezas afeitadas hasta las sienes, pero lucen en cambio largas barbas, que trenzan con telas de colores en las que figuran los nombres de los hombres que, según ellos, han matado. Así pues, cuanto más larga y adornada lleva la barba, más miedo impone el guerrero. Hablan una lengua que me recuerda el sonido de un palo al ser arrastrado por el empedrado. Parece plagada de escupitajos y gruñidos y hasta cuando rezan, lo que no dejan de hacer con marcial regularidad, parecen mascullar amenazas.
Fanfarronean mucho y siempre a propósito de los crímenes más nefandos. Parece como si aprovechasen la peregrinación para liberar de judíos a los pueblos y ciudades que encuentran a su paso. Es evidente que la degollina ha escandalizado a los obispos germanos, que trataron de impedirla brindando su protección personal a los judíos. Sin embargo, no sirvió de nada. Emich y sus caballeros no sólo exterminaron a los judíos sino también a los obispos, y ahora sus nombres, al igual que las estrellas de muchos judíos anónimos, están trenzados en sus barbas.
Su armadura es de la más alta calidad, la malla está estrechamente entretejida, de doble cadena, y sus espadas son de excelente acero. Llevan el nuevo tipo de casco con barra nasal, que está haciéndose muy popular en el ejército. En efecto, si vuelvo a la ciudad, procuraré hacerme modificar el mío. Hay quien utiliza el aventad[56], cuya adopción también estoy considerando.
En términos generales, a mí no me gustan los germanos y, dadas las relaciones que he mantenido con el judío de Brindisi y su hija, lamento en gran manera todo lo que cuentan acerca de sus persecuciones. De todos modos, el hecho es que no paran de ejercitarse, constituyen una fuerza de choque formidable y que, en los tiempos venideros, quizá me sentiré contento de ellos.
En nuestro campamento también hay soldados de otras tierras. En realidad, es como una pequeña ciudad, una Constantinopla en miniatura, un hervidero de lenguas y costumbres. En él hay daneses, suecos, muchos españoles y unos cuantos bótanos. Éstos constituyen un grupo de lo más curioso. Están muy mal equipados y peor entrenados. Se pelean constantemente y, según me han dicho, parece que entre ellos incluso ha habido un asesinato por un par de botas de cuero griegas, las primeras que habían visto en su vida. Según se dice, ataron al asesino entre dos árboles y los arqueros lo utilizaron como blanco. El hombre sigue en el mismo sitio, aunque ahora con una pierna menos.
Entre ellos están también los escotos, una raza bárbara. Llevan faldas hechas de piel y grandes polainas de lana atadas con tendones. Sólo comen carne muy cocida, casi carbonizada, y no tocan siquiera las frutas y especias que nos traen los mercaderes todas las mañanas. Son muy sucios y se niegan de plano a bañarse porque están convencidos de que la suciedad protege el alma y la libra de todo daño.
Aunque disponen de material de construcción en abundancia, incluida piedra, madera y seda, los escotos prefieren dormir en agujeros excavados en tierra, cuya salida taponan con hojas de vid. Creen que esto los hace invisibles a los demonios que pueblan los cielos por la noche y que, de no obrar de esa manera, esos demonios se abalanzarían sobre ellos y les arrancarían los órganos internos mientras duermen. No hay forma de hacerlos entrar en razón y siempre te responden, indignados, que «si quieres despertarte sin un riñón de menos, allá tú».
Los hombres más curiosos son, sin embargo, los de Galle[57]. Tienen corta estatura y la piel morena y peluda y hablan una lengua al lado de la cual la que hablan los germanos parece un lenguaje de ángeles. Llevan unos tatuajes horribles en la cara en los que abundan los símbolos bélicos. Supongo que deben de utilizarlos para asustar a animales u otros enemigos tan primitivos como ellos. Se alimentan únicamente de carne cruda y, según dicen, beben la orina de los perros que los acompañan constantemente. Utilizan materias vegetales, una especie de puerro, para hacerse gorros, y hay quien dice que incluso rinden culto a esta planta. La verdad es que son unos cristianos de lo más extraño.
Aunque yo me alojo con mi señor Raimundo en el monasterio, a menudo visito el campamento, ya que me gusta oír los muchos dialectos que en él se hablan y ponerme al corriente de las costumbres extranjeras. Últimamente he cambalacheado y mercadeado a menudo, lo que me ha permitido procurarme una estupenda daga germana y un ingenioso escritorio de diseño español que se dobla sobre las rodillas y lleva incorporados dos candelabros, a la luz de uno de los cuales escribo en estos momentos.
El monasterio es una delicia comparado con la vida en el pabellón. Aquí puedo dormir en una cama, aunque sea el duro catre de un monje, y por las noches disfruto el lujo de tener un techo sobre mi cabeza, por no hablar además de que dispongo de aguamanil y jofaina, armario y, lo más valioso para mí, incluso de retrete. Éste tiene la forma de una tina de cobre, sobre la que se apoya una plancha de madera. Los excrementos van a parar a un depósito subterráneo después de atravesar varias tuberías. Los monjes se encargan de vaciar a diario el mencionado depósito. Además, se ocupan también de lavar el retrete por la noche y por la mañana con agua de lima.
También hay baños de lluvia de agua, acerca de los cuales había leído pero nunca había visto y en los que uno se tiene de pie bajo un chorro de agua regulado por una palanca. No tardamos mucho en vencer el pudor que nos producía y ahora los nobles solemos bañarnos juntos y salpicarnos de agua igual que colegiales. Los griegos utilizan una materia llamada sapon[58], parada con la grasa que se extrae de los animales y de la que puede decirse que es mágica en lo que se refiere a eliminar la suciedad de la piel. Ni que decir tiene que pienso llevarme esta materia a Lunel, así como la idea de la lluvia de agua… siempre que Dios quiera que vuelva a casa.
Aquí sentado, mientras escribo, me perturban los recuerdos de mi casa, aunque no de forma tan intensa como antes. Ahora adoptan el cariz de un dolor sordo, no ya aquella aguda nostalgia que sentí en otros tiempos. El deseo que ahora siento de Juana ya no es la punzante urgencia de otros tiempos, sino algo como la dulce pátina del recuerdo. No me importa que así sea, puesto que no me gustaría llegar a Tierra Santa con la carne torturada por la lascivia. Ahora me doy cuenta de lo que es, en realidad, una peregrinación: su finalidad no es apartarnos del pecado sino enterrarlo dentro de nosotros.
Siempre irá conmigo el deseo de Juana pero, si Dios quiere, quizá pueda elevarme sobre él y flotar libremente, ya sea para morir en Oriente o para resucitar a la vida cuando vuelva a casa.