2 de agosto[4]

No he tenido hijos. Para mí esto ha sido motivo de un gran fracaso, porque un hombre vive a través de sus hijos cuando se hace viejo y después de muerto. Tengo ahora veintinueve años y, a no ser por la gracia de Dios, no es probable que tenga descendencia, ya que mi mujer es yerma por haber sufrido una hemorragia con ocasión del nacimiento de su cuarto hijo, que fue una hija de su anterior marido.

Comienzo, pues, este diario por si algún miembro de mi estirpe, ya sean los hijos de mi hermana Gauburge, ya los descendientes de mi llorado hermanastro Miguel, quisieran saber de mí.

Lo empiezo hoy, ya que hace muy poco tiempo que me he hecho cruzado y no tardaré mucho en partir en la gran peregrinación a Jerusalén al servicio de mi señor Raimundo, conde de Tolosa[5]. Como depende de la voluntad de Dios que vuelva o no, procuraré llevar este libro lo más fielmente que pueda, sin ocultar nada, como si estuviera hablando con el más querido de mis amigos, ya que Nuestro Señor y Salvador dijo: «Conocerás la verdad y la verdad te hará libre».

Voy a decir algo de mí.

Yo soy Roger, duque de Lunel, hijo de Ricardo de Borgoña, vasallo de Raimundo de Tolosa. Nací el año de la victoria de Guillermo el Normando sobre los ingleses[6]. A mi padre se lo llevó el flujo el año vigésimo primero de su vida[7]. Yo tenía entonces tres años, por lo que apenas lo conocí, aunque conservo de él un recuerdo sagrado. A su muerte, Gaspar, obispo de Macón, se apoderó de sus tierras, fechoría que llevó a cabo burlando las leyes y declarando que, dado que mis padres eran primos segundos, sus nupcias eran nulas. Fueron tales las infamias lanzadas por Gaspar que mi madre se vio obligada a escapar con mi hermana y conmigo y refugiarse en casa de mis primos de Provenza. Allí mi madre se casó con mi padrastro, Gilíes, duque de Lunel.

Gilles ya tenía dos hijos, Reynaldo y Miguel.

Cuando los moros amenazaron Santiago, la ciudad santa de las peregrinaciones, Gilíes, llevándose con él a Reynaldo, su hijo mayor, se alistó en las tropas de Roberto Guiscardo[8], con intención de expulsar a los moros. Reynaldo se ahogó en el río Arga junto con todos sus pertrechos, lo que hizo que Gilíes, hombre de tez oscura y talante adusto, se sumiera en la desesperación y se quitara la vida.

Miguel no tenía más que doce años en aquella época, pero su tía Drucille, que no quería que la propiedad pasara a manos de mi madre, se conchabó con su primo Benito, obispo de Montpellier, para anular el matrimonio y conseguir que la finca pasara exclusivamente a Miguel. Así pues, mi madre, mi hermana y yo volvimos a quedar privados del derecho de propiedad y nos vimos reducidos a la condición de huéspedes en nuestra propia casa.

Cuando Miguel cumplió dieciséis años se casó con Elisabeth, hija de Guy Saint-Roe, que en el cuarto mes de casada dio a luz una niña a la que pusieron por nombre Magdalena. Elisabeth, que era pelirroja y de temperamento nervioso, no tardó en verse apartada y ser recluida en el convento de Montelimar. El matrimonio fue anulado y Miguel, considerando que la locura de su esposa era un castigo que Dios le enviaba a causa de su concupiscencia, renunció a la herencia y tomó órdenes sagradas en Cluny.

Después de esto, Lunel pasó a manos de nuestra familia. Si entre nosotros y la familia de Gilíes había existido mala sangre hasta entonces, la sangre ahora era negra. Drucille no se detenía ante nada con tal de perjudicar a mi madre e incluso llegó al extremo de contratar mercenarios para que incendiaran las casas de los campesinos y saquearan los campos y graneros. Como yo era demasiado joven para defender la finca, mi madre solicitó la protección de la Iglesia y de mi señor Raimundo.

Como todos saben, en estos tiempos no está segura la mujer que vive sola ni siquiera cuando recorre los caminos de su propiedad. Así pues, aunque mi madre contaba treinta y tres años y ya había tenido dos maridos, mi señor Raimundo hizo los trámites oportunos para que pudiera volverse a casar. Guy Dru, el hombre con quien se desposó mi madre[9], ya había cumplido los cuarenta y siete años y, dada su avanzada edad, era un hombre casi inválido. Había conseguido ciertas distinciones en las guerras de España contra los moros y de él aprendí, siendo niño, las artes de la guerra. Me enseñó el uso de la espada y la lanza y también a luchar a caballo.

Bajo la mirada de mi padrastro, comencé a organizar a los campesinos de Lunel para formar un ejército, armándolos y ejercitándolos con el fin de proteger la finca. Mi madre, entretanto, consiguió convencer al obispo para que impusiera la Paz de Dios a nuestras relaciones con la familia de Pilles. En consecuencia, pasamos algunos períodos sin sufrir percance alguno[10].

Durante estos intervalos me dediqué a restaurar las tierras de Lunel. Muchos de los campesinos las habían abandonado y los que quedaban pasaban grandes apuros para ganarse el sustento. No soy campesino ni ganadero por carácter, carezco de la paciencia necesaria y no tengo de ellos el amor a la tierra que nace de la sangre campesina. Aun así, para ayudar a mi madre, que había peleado con tanto empeño y constancia para consolidar la propiedad, me dediqué a la labor, soliviantado por el atraso de los campesinos y el escaso amor a la tierra que los movía. En el curso de estas actividades comencé a frecuentar el trato con los nobles de las inmediaciones. De ellos adquirí mi educación de terrateniente y uno me reportó mis mayores alegrías y mis más grandes tristezas.

Ocho de agosto

Falta una semana para el día señalado por Nuestro Santo Padre Urbano para el comienzo de la peregrinación armada[11]. Ya he empezado a equipar a los campesinos que deben acompañarme como infantes, unos catorce en total. En cuanto a mí, me estoy preparando tanto en el aspecto marcial como espiritual. Mi esposa se pasa las noches llorando.

He leído lo que he contado hasta aquí y, pese a ser parco en detalles, me pregunto si tendré valor suficiente para continuar el relato con total sinceridad ya que, a menos de decir la verdad, mejor me valiera no haberlo empezado. Así pues, continuaré la narración en el punto donde la había dejado.

He dicho que trabé conocimiento con los nobles de la vecindad y de manera especial con uno de ellos, Eustaquio de Valdevert, que se desvivía por ayudarme. Ya fuera por mi condición de borgoñón y porque él quisiera mostrarse tolerante con los extranjeros, ya fuera porque esperaba conseguir de mí algún beneficio, el hecho es que yo no habría sabido explicar por qué lo hacía. En cualquier caso, con frecuencia venía a verme en compañía de su esposa y me rogaba que lo visitase siempre que quisiera.

Eustaquio era un buen hombre, rechoncho y de maneras elegantes, con barba recortada y sonrisa siempre a flor de labio. Preciso es decir que era algo falto de comedimiento en sus conversaciones, sobre todo cuando se encontraba bajo la influencia del vino[12]. Yo no podía por menos de pensar que, pese a tener mujer y cuatro hijos, era un hombre solitario e insatisfecho. No era inhabitual que recorriese a caballo las diez leguas que separaban su casa de la mía por el mero placer de gozar de mi compañía.

Juana, la esposa de Eustaquio, era una mujer hermosa y de oscura cabellera. Tenía la nariz larga, la verdad sea dicha, pero su tez era muy blanca y sus ojos, negros como el pecado. A menudo me fijaba en ellos, observándome de soslayo. Entretanto Eustaquio solía charlar de centeno, carros o de alguna cuestión cotidiana al tiempo que me guiñaba el ojo, apuraba de un trago la copa de vino y procuraba arrancar alguna carcajada a mi madre y mi hermana. Juana y yo, en cambio, sosteníamos una conversación silenciosa, en la que el fuego de sus ojos, negros como el carbón, me llenaban de fuego y pavor.

Yo tenía entonces veintidós años y estaba pletórico de vida, vulnerable como carne viva. Y ella lo sabía. Tenía más años que yo y había engendrado hijos, se había empapado de sudor en los lechos donde había yacido y yo notaba el olor de su carne, que me turbaba profundamente.

Yo iba a visitar a Eustaquio, haciendo el camino a caballo, lo más a menudo que podía. Al principio me acompañaba Tomás, el mozo de cuadra, que siempre iba a mi lado, pero acabé yendo solo. El día de la víspera de San Miguel, Juana puso las manos sobre mí por vez primera. Eustaquio había preparado una fiesta porque era el día de la onomástica de su hijo mayor. La noche era fría y, aunque hubo quien se quedó bailando al aire libre, otros se retiraron a sus casas. Eustaquio había bebido en exceso y no notó la ausencia de su esposa. Yo sí la noté, y salí en su busca.

Juana estaba en la cocina, junto a la despensa donde se ponía la comida a secar[13] y, apenas me vio, dejó lo que tenía entre manos, se volvió y se deslizó detrás de la puerta. Yo me quedé confundido, sin saber qué hacer. Me acerqué a la puerta y esperé, sintiéndome torpe y teniendo la plena seguridad de que no tardaría en ser descubierto. Después se abrió la puerta y, agarrándome con fuerza, me obligó a entrar.

Juana cerró la puerta detrás de mí. Estaba oscuro allí dentro, olía a manzanas y ajos. Antes de que tuviera ocasión de pronunciar palabra, me metió en la boca una rodaja de limón.

—Es limón de mi jardín —dijo.

Después se llevó las manos a las caderas, me atrajo hacia ella y, en medio de aquella fragante oscuridad, me lamió el cuello con la lengua. Nada más. Seguidamente desapareció. Yo permanecí en la oscuridad una vez cerrada la puerta mientras un reguero de zumo de limón me chorreaba por la barbilla.

Después de esto, el simple olor a limón bastaba para enloquecerme. Me sentía enfebrecido, no hacía más que pensar en ella. Que Dios se apiade de mí, pero no hacía otra cosa que concebir planes para asesinar a su marido y, en la capilla, rezaba fervorosamente para que no tardara en morirse. De noche me retorcía en la cama, gemía incluso, o eso me decía Gauburge, que me oía desde su habitación. El nombre de Juana estaba constantemente en mis labios, lloraba y padecía por ella, percibía de continuo su olor. Cuando caía la noche, ¡oh, Jesús!, me recogía y con su nombre y mis pecados hacía una oración.

Cuando volví a verla, la mañana de la fiesta de San Martín en la catedral de Montpellier, no levantó los ojos para mirarme. Pese a ello yo no aparté un momento la mirada de ella desde el otro lado de la nave y estoy seguro de que hasta Su Eminencia, el obispo, tuvo que notarlo. Jamás había yacido con mujer y ella, para mí, era todas las mujeres en una. Perdóname, mi Salvador, pero su cuerpo era el único templo donde me demoré para rendirle culto.

A tales extremos lleva la pasión a un hombre. Sin embargo, no lo podía confesar a nadie, ni siquiera a mi director espiritual, el bueno del monje Rene. En confesión, pese a todo, le hablé de lascivia, pecado por el que me impuso como penitencia la flagelación. Cada noche, pues, me sacaba la blusa, cogía una rama de abedul, me azotaba, lloraba y pensaba en ella. El dolor era testimonio de la devoción que sentía por ella, los latigazos eran prueba de mi amor, la sangre era la semilla que, en lugar de depositar en sus entrañas, dejaba en mi espalda.

Era tiempo de impiedad. No volví a verla hasta la primavera, época en la que fui a caballo a casa de Eustaquio, acompañado del mayoral, para ver cómo había ido la siembra. Después de su peregrinación a Antioquía sabía cosas de aquellas tierras que quería comunicarme, así como hacerme partícipe de los secretos de Oriente. Eustaquio era hombre piadoso y vecino generoso, por lo que estreché su pequeña mano consciente de que había traicionado su generosa buena fe.

Juana estaba en el jardín, con la falda recogida, ocupada en el semillero. La tierra húmeda pegada a sus tobillos fue la imagen más lasciva que había contemplado en mi vida. Nada, ni los obscenos dibujos de los escolares de la ciudad, ni el libro prohibido que cierta vez había retenido durante toda una semana cuando me tocó el turno en la ronda de los jóvenes de la localidad, era tan lúbrico como sus pies desnudos y sucios de tierra. Se volvió cuando pasé por su lado junto a su marido, el pañuelo atado en lo alto de la cabeza sujetándole el pelo y dejando al descubierto la curva de sus mejillas, después hizo una pausa, me miró y se inclinó para seguir con su labor.

Me bastó con esto. Habría matado a Eustaquio allí mismo y habría huido con ella, pero justo en ese momento él se volvió hacia mí y dijo:

—¿Has visto mi yegua? ¡Vuelve a estar estupenda!

Mi yegua. ¡Mi yegua! Era una incitación a mis sentidos. La verdad es que ella era su yegua, la yegua que él cabalgaba a voluntad, la que había soportado cien veces su cuerpo rechoncho, algo realmente magnífico para él. Lo miré incapaz de pronunciar palabra hasta que él se paró, me cogió de la mano y me preguntó si estaba enfermo. Me hizo sentar y me pasó la mano por la frente, dándose cuenta entonces del ardor de mi cuerpo. Me preguntó si quería echarme en la cama y me ofreció su propio lecho, pero yo le di las gracias apresuradamente y me marché.

Aquella noche volví malhumorado a mi casa, maldiciendo mi suerte mientras recorría a caballo los setos en la oscuridad. El caballo trastabillaba y de cuando en cuando se volvía para mirarme y seguir después su camino cuando yo le azuzaba furiosamente los flancos con los talones.

Fue en otoño cuando ocurrió. La cosecha había sido generosa y el obispo convocó una fiesta de Acción de Gracias. Hacía tantos años que no se celebraba ninguna que todo el mundo estaba esperando, ávido de dar las gracias a Dios y de abandonarse. Si asistí a ella fue sólo porque mi hermana estaba prometida entonces a un noble de Séte y no podía quedarse sola en su compañía.

Eustaquio llegó el segundo día de la fiesta. Vi a Juana antes que a él, llevaba un vestido de color verde esmeralda atado con un cordón debajo del pecho y el rostro cubierto oblicuamente con un velo. Yo estaba hablando con Tomás, pero me callé al mirarla y sentí que mi alma se disolvía dentro de mí. Aunque iba apoyada en el brazo de su marido, me devolvió la mirada, una mirada fría e incisiva de desafío. Casi habría llorado.

Me pasé el día entero tratando de sorprender sus ojos. Había competiciones y tomé parte en todas con el fin de llamar su atención. Rivalicé con los chicos de la ciudad levantando sacos, luchando con espadas de madera y sosteniéndome en una pierna balanceando una pica. La mirada de ella me impulsaba a ser cada vez más osado.

Aquella noche Eustaquio bebió hasta que se sumió en un estado de sopor. Esperé a que se lo llevaran a una taberna y después la busqué a ella. No fue preciso hablar. Estábamos en el cementerio situado detrás de la iglesia. Apenas si se veían las demás parejas, medio ocultas en la sombra. La empujé en tierra y se tendió en una sepultura recién excavada, introdujo las manos en mis ropas y me acogió en la parte más profunda y húmeda de su cuerpo. Yo prodigué mis pecados en ella.

La poseí cinco veces en aquella orgía, cada vez de manera más ferviente y osada que la anterior. La poseí como un animal, levantándole las faldas en el establo de los caballos del obispo, mientras ella jadeaba y se restregaba contra mí y, entre suspiros, pronunciaba mi nombre.

¡Oh, Dios mío, dónde estaba tu severidad, de la que yo había oído hablar siendo niño y que habría debido temer como la de mi propio padre! ¿Dónde tu miedo? Me sentía vencido por la concupiscencia, anulado por un deseo que me arrastraba como los demonios que bajan en tropel hacia el infierno[14].

La noche final de la fiesta vino a mi habitación, en el último piso de la hospedería. Yo me había asegurado de que Tomás estuviera borracho y, viendo que ni siquiera entonces abandonaba mi puerta[15], o azoté con el cinto hasta que se alejó enfurruñado. ¡Pobre muchacho!

Como hacía cuatro días y cuatro noches que no tomaba ningún baño, me perfumé en abundancia. Las únicas luces eran las antorchas de los parranderos y hasta mí, como si se burlasen de los latidos de mi corazón, subían sus canciones. Estaba tan hundido en el pecado que éste era como un puntal para mi alma exiliada. Jamás me había sentido tan complacido conmigo mismo, jamás había corrido mayor peligro. Así ocurre siempre con la pasión.

Se abrió la puerta y volvió a cerrarse con presteza. Sin decir palabra, se entregó, desnuda, a mis brazos. Su cuerpo estaba en todas partes a un tiempo, su boca se me abría como un diluvio de carne. De mis ijares brotaba vida. La tenía sobre mí. No me avergonzaba que fuera la esposa de otro hombre, un amigo, un vecino. Me regodeaba en la idea, en el dominio que ejercía sobre ella. Me mordió los labios, sus uñas se clavaron en mis costados, el ondear de su cuerpo sobre mí era como el mar, un mar donde yo me ahogaba en lujuria.

De pronto lo vi en la puerta: era Eustaquio y llevaba la blusa abierta, iba descalzo y nos contemplaba con ojos aterrados. Lo vi por encima del hombro de ella y Juana tardó bastante rato en parar, mirarme y, finalmente, volverse.

—¡Puta! —le dijo él—. Me lo has quitado.

Después dio media vuelta y se marchó. Como no comprendí sus palabras, busqué en los ojos de ella su significado. Pero ella se echó a reír, ¡no paraba de reír!

12 de agosto

¡Qué doloroso ha sido para mí tener que escribir estas cosas! He decidido encerrar este libro en un arcón para que nadie pueda encontrarlo. No podría decir de quién tengo miedo, puesto que ni las mujeres de la casa ni los criados podrían leerlo, ya que no saben leer. Tal vez me temo a mí mismo. Que Dios me perdone, pero todavía me excita leer los hechos pecaminosos que narra.

Abandoné las fiestas con graves presentimientos en el corazón. Había cometido un pecado, sí, pero es que además tenía miedo, miedo de que Eustaquio viniera a mi encuentro y me exigiera una satisfacción. No es que temiera pelearme con él, puesto que sabía que, en caso de desafiarme[16], me costaría muy poco vencerlo y hasta matarlo. Con todo, el solo hecho de pensar que un vecino que se había mostrado tan generoso conmigo tuviera que pagar con su vida por mi pecado me quitaba el sueño. ¡Así puede repercutir el mal que cometemos sobre nosotros mismos! ¡Y cómo gozamos con tales acciones pese a hacernos culpables de ellas!

Cada vez que oía llamar a la puerta tenía miedo, no ya de morir, sino de poder matar. Mi concupiscencia podía hacer de mí un asesino. Eustaquio moriría pero con él moriría mi alma. Los dos iríamos al infierno. ¿Por qué? ¡Pues por ella! Una meretriz, una vulgar adúltera.

Quien me trajo la noticia fue mi hermana Gauburge. Es preciso admitir que es una muchacha sencilla. Tiene la cara larga y una expresión de mujer un tanto lerda, tiene muy juntos los ojos, la piel cubierta de manchas, un cabello que no se parece en nada a la cabellera suave y abundante de Juana. Sin embargo, cuando entró en mi habitación, su rostro reflejaba tal expresión de dolor y de pena que durante un breve instante hasta la juzgué hermosa.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Eustaquio de Valdevert —me respondió en un susurro—. Se ha ahogado.

No pude evitar un gesto de sobresalto, ya que era algo que no me esperaba. Cientos de veces me lo había imaginado compareciendo, furioso, ante mí e incluso revestido de una calma calculada con ánimo de venganza. Pero que se quitase la vida…

Más tarde el monje Rene me dio más detalles. Después de la fiesta, Juana volvió sola a Valdevert, ya que su marido se negó a acompañarla. Cuando por fin éste regresó a su casa, se encerró en una habitación que se negó a abrir a nadie. Tras siete días de encierro, se dieron cuenta de que la habitación ya no estaba cerrada con llave, si bien no había en la estancia ni rastro de Eustaquio. Aquella noche su escudero encontró su túnica flotando en el río. No lejos de la orilla estaba su limosnera[17] y sus botas. Llevó a Juana una nota que decía: «Ésta es mi peregrinación final».

Aunque nunca se encontró su cuerpo, el obispo lo declaró suicida. Transcurrido el intervalo más corto autorizado, me casé con Juana.

Es de noche y Tomás acaba de interrumpir mi labor de escribir mi diario para decirme que todavía no está a punto mi cota de malla[18]. Me contraría grandemente, ya que tengo que marchar dentro de tres días. He vendido diez hectáreas de tierra al obispo para hacerme con el dinero necesario para comprar mis pertrechos y los de mis campesinos y he dado instrucciones precisas al herrero para que tenga lista mi cota de malla en el momento oportuno. Ahora me pide más dinero para terminarla, alegando que ha dejado de herrar caballos para poder acabarla y ha tenido que alquilar al hijo del capataz para que trabajara en la hélice[19]. Últimamente los artesanos se han vuelto unos descarados.

Quería escribir sobre Juana de Valdevert, con la que me casé cuando yo tenía veinticuatro años. Adopté a sus cuatro hijos según ordena la ley, si bien no los incluí en mi testamento. Que Dios me perdone, pero lo hice porque los despreciaba. Son unos muchachos arrogantes, desobedientes, huraños y brutos y, encima, procuran hacerme patente su desdén. Parece como si supieran que yo soy el responsable de la muerte de su padre y no cesan de desautorizarme con sus miradas y su falta de respeto. Yo los encuentro sucios y malhumorados, no se hacen querer, por lo que no quiero que se beneficien de las tierras que a mi madre le costó tanto conseguir.

He hablado poco de mi madre. Es una santa mujer, muy austera de costumbres y sensata en su hablar. Está llena de buen sentido y lo prodiga a manos llenas. Juana la rehúye, dice que es entrometida y dictadora e incluso se niega a comer con ella. La mía, ¡ay de mí!, no es una familia feliz.

Estoy cansado y me voy a acostar. Sé que Juana vendrá a visitarme durante la noche y que yo pecaré con ella, porque esto es un pecado, cometido a la sombra del cadáver de su marido, que encontró la muerte en el agua.

15 de agosto

Fiesta de la Asunción de la Virgen

Salgo hoy para unirme a las fuerzas de Raimundo, mi señor, en su gran peregrinación armada a Jerusalén. ¡Jerusalén! ¡La palabra ya resuena como una trompeta! ¡Cómo llama a las puertas de mi alma para que acuda a liberarla! Jerusalén, la ciudad santa, la ciudad de Dios.

Anoche me acosté con Juana, como ya había supuesto anteriormente. ¡Qué bien la conozco! Vino a verme con el cabello recogido, el camisón notándole alrededor del cuerpo como humo que lo envolviera. Antes de despertar, sus brazos y piernas seguían abrazados a mi cuerpo y me arrojaba su aliento en la cara. Lloró.

Me rogó que la poseyera de la manera prohibida al tiempo que me decía:

—Bien sabe Dios que quizá no vuelvas nunca más. ¿Con quién me consolaré entonces?

Así pues, la satisfice como un sodomita, aunque llorando al hacerlo, ya que pese a ello, sobre el manto, estaba mi jubón con la cruz escarlata en el hombro. No aparté los ojos de la cruz mientras yací sobre ella, escuché sus lastimeros quejidos y pensé en la remisión de los pecados[20], recompensa que obtendrán todos los que caigan en la batalla.

Por la mañana se presentaron los hombres, con su aire desalentado e inexperto, sus túnicas no tan impecables como yo había imaginado y con más expresión de melancolía que de fervor. ¡Oh, Jerusalén! ¿Seremos dignos de ti? ¿Bastará nuestra fe para salvarte?

Estamos en Montpellier, en el castillo de mi señor. Ya se están congregando en él muchos nobles y caballeros con su séquito dispuestos para la gran peregrinación. Por la mañana nuestro señor Raimundo nos informará de la ruta que vamos a emprender, y también nos instruirá acerca de las órdenes dadas por el Santo Padre, que ha recibido a través de Adhémar, obispo de Le Puy y legado del Papa. Ahora debo ir al salón, donde comeré con Raimundo y demás nobles que han ido llegando.

El mismo día, más tarde

Ya se ha hecho de noche y, después de haber viajado durante gran parte del día y bebido copiosamente durante la cena, ahora tengo sueño aunque, antes de acostarme, quiero consignar por escrito cómo ha sido mi partida de Lunel.

Mi madre se despidió de mí en sus habitaciones, puesto que no quería hacerlo en compañía de mi esposa. Hasta que la besé no me di cuenta de lo mucho que ha envejecido. Tiene el rostro enjuto y reseco y en sus arrugas se puede leer la historia de sus congojas. La verdad es que no ha tenido una vida fácil y que se ha visto acosada por la calumnia y por querellas de todo tipo. También yo, que Dios se apiade de mi alma, le he causado disgustos con mi comportamiento incontinente.

—Debes marcharte —me dijo—, tienes que luchar por Dios para salvar tu alma.

Por supuesto que tenía razón. Tengo muchas faltas que purgar a través de esta prueba, a la que voy con la esperanza de que Dios reciba mi sacrificio a manera de reparación. Le dije que no era probable que pudiera escribirle, aunque haría lo posible por hacerlo. Me miró largo tiempo y asintió, hasta que finalmente dijo:

—Roger, hijo mío, ya no te veré nunca más.

Aunque traté de tranquilizarla, no quiso escucharme. Me retuvo un momento entre sus brazos y después me hizo hincar de rodillas mientras pedía a Dios que me bendijera. Fuera ya me estaban esperando Gauburge y Juana. Gauburge se mostró muy entera. He hablado muy poco de ella hasta aquí. Me había preparado unos bollos, que había envuelto en un pañuelo bordado con las iniciales de su nombre. También me regaló el crucifijo que había llevado colgado del cuello desde el día de su primera comunión.

Juana parecía víctima de un ataque de histeria. Gemía, se lamentaba y, arrancándose de la cabeza el velo con que se cubría los cabellos, lo arrojó debajo de las ruedas del carro de provisiones. Juró que se ahogaría en el río pero después, dándose cuenta de que esto guardaba relación con su primer marido, se dejó caer en el suelo de rodillas y lo golpeó con los puños.

Yo la levanté del suelo y traté de calmarla, porque su proceder encabritaba a los caballos y era motivo de risa para los campesinos. Nunca la había visto tan desfavorecida. Tenía el rostro contraído, atormentado, sucio de lágrimas y tierra. Me habría desgarrado la túnica si no le hubiera sujetado los brazos como quien sujeta las patas de un carnero arisco. Recomendé a Gauburge que cuidara de ella, pero Juana me escupió y dijo:

—No me quiere, querría verme muerta. Todos vosotros querríais verme muerta.

Tuve dificultades para montar a caballo, porque ella tiraba de mí, agarrándome del cinto y las piernas. Al final me incliné sobre ella, le eché la cabeza hacia atrás tirándole de los cabellos y la besé en la boca. Esto la tranquilizó y entonces ya sólo me besó las rodillas y los tobillos, aunque lloriqueando como un niño perdido. Antes de partir, volvió a perder la serenidad.

Durante toda la larga marcha a caballo hasta Montpellier no he dejado de pensar un solo momento en la casa que dejaba atrás. Quizá porque no tengo padre, no sé llevar bien una casa. He estado demasiado tiempo sometido a los dictados de las mujeres y de mis pecados. Nunca he actuado por propia voluntad. ¿Qué es la voluntad? A lo mejor lo aprendo con esta peregrinación.

19 de agosto

Hace cuatro días que no me confío a mi diario. En este tiempo han ocurrido muchas cosas. Durante toda la noche del día de mi partida, mi esposa Juana recorrió a caballo el camino que la separaba del castillo donde paramos. Para mí fue una humillación y los demás hombres no disimularon sus burlas. Yo me mostré duro con ella, ignoré sus lágrimas y le ordené que volviera a casa. Debido a su insistencia y a que incluso quiso dormir en el pasillo junto a la puerta de mi cuarto, tuve que mandar que la ataran de pies y manos y la enviaran a casa en un carro. En todo el día siguiente no me dejé ver. Finalmente, el bueno del padre Rene, que nos acompaña para cumplir con sus deberes de capellán, me aseguró que la situación era normal.

En efecto, pude complacerme en la compañía de los hombres. Tenemos nuestras bromas y nuestros juegos y nos deleitamos con la mutua compañía sin tener que someternos a la corrosiva influencia de la sexualidad[21]. Al observar a estos soldados rudos, sinceros y de buen corazón me doy cuenta de que sólo las mujeres y las relaciones que he mantenido con ellas tienen la culpa de los sufrimientos que he padecido en la vida. Es una maravilla haberme liberado finalmente de ellas. Por esto me hago la reflexión de que, cuando Dios se encarnó, por algo escogería el cuerpo de un hombre.

Esta mañana he asistido a misa en la catedral. El celebrante era nada menos que el obispo Adhémar en persona y en su sermón ha predicado la peregrinación con palabras de fuego: el turco ha arrebatado Tierra Santa a los cristianos, que han solicitado la ayuda de sus hermanos de Occidente. Su Excelencia Adhémar ha estado magnífico con su casulla dorada, su mitra recamada de pedrería y el báculo en la mano como una lanza divina mientras hablaba. Estaban presentes los nobles, todos luciendo sus banderas. También yo, de oro y azul y con las tres estrellas de mi familia en el pecho. Me llenaba de orgullo saberme igual a cualquiera de los presentes y daba gracias a Dios por haberme permitido llevar la cruz que luzco en el hombro.

Más tarde nos hemos congregado todos en torno al obispo para oír su invocación. Nos ha mirado uno por uno a los ojos y ha dicho:

—El sepulcro donde yació Nuestro Salvador está en manos de impíos. Dad vuestra fortuna, dad vuestra sangre, dad vuestra vida si es preciso, pero salvad vuestra alma. ¡Salvad a la Cristiandad!

Al momento todos gritamos con una sola voz:

—¡Dios lo quiere[22]!

Lebaud de Balbec, un normando tosco y barbudo que lleva un collar hecho de uñas colgado del cuello, se ha desgarrado la capa y ha jurado que prefería morir allí mismo antes que no poder rezar ante el Santo Sepulcro.

El obispo Adhémar es un noble que frisa la cincuentena, un hombre de metro ochenta de estatura, de nariz aguileña y ojos oscuros que traspasan el alma. Al oír su voz atronadora me ha parecido un santo prelado, un hombre de Dios al que uno seguiría hasta las mismísimas puertas del infierno. Por algo el Santo Padre lo ha nombrado guía de nuestra peregrinación. En determinado momento, mientras hablaba Adhémar, he mirado a mi señor Raimundo y me ha sorprendido ver que observaba fijamente al obispo como si reprimiera la cólera. He resuelto que después hablaría de esto con él, ya que tuve la impresión de que no lo guiaba el fervor sino la envidia.

Nos hemos entrenado para el combate en el patio del castillo. Estamos a las órdenes de Raimundo, que nos enseña a actuar al unísono y no de manera aislada. Practicamos la rueda y el redoble, la carga y el cembel[23]. Hay caballeros que se enfurecen con estos ejercicios, pero Raimundo, con su barba blanca y la fama que se ha ganado con su lucha contra los infieles, impone respeto.

Voy a hablar un poco de él.

Raimundo de Saint-Gilles es un hombre de cincuenta y cinco años, provecto, la verdad sea dicha, pero todavía joven y fuerte de espíritu como un aprendiz de caballero. Ha pasado gran parte de su vida en Oriente y mantiene lozano el cuerpo gracias a ungüentos y friegas, como también a todo tipo de ejercicios y prácticas espirituales. Nadie puede rivalizar con él en lo que a vigor y presteza de mente se refiere. Hasta su dentadura es fuerte y, sin ir más lejos, anoche lo vi desgarrar el espinazo de un lechal asado aferrándolo y machacándolo con sus dientes poderosos y amarillentos. Lo sostenía, alto, en la boca, mientras el jugo de la carne le emporcaba toda la cara y él se sonreía ante nuestros aplausos. Estoy seguro de que, con esos dientes que tiene, podría matar a un hombre.

Es famoso por su piedad. Ya peregrinó a Jerusalén antes de que la tomaran los turcos y luchó contra los infieles en tierras de Hispania, Sicilia y Malta. Yo daba por sentado que el Santo Padre lo nombraría jefe de la expedición, quizá esto explique su desdén por el obispo Adhémar.

20 de agosto

Esta mañana, de manera totalmente imprevista, he sido testigo de una escena terrible. Iba a salir del castillo para atender a mi caballo cuando oí un clamor de voces airadas. Pese a saber que no debía hacerlo, me he entretenido en el zaguán, ya que tenía por seguro que una de las voces era la de mi señor Raimundo.

—¡Me cago en el Santo Padre! —gritaba—. ¡Mejor me valiera servir al antipapa[24]!

—Mucho cuidado con lo que dices —le replicó el otro—, porque te pueden excomulgar como a un campesino cualquiera.

El que hablaba era Adhémar.

Oí la carcajada de Raimundo.

—No me amenaces con el infierno, hipócrita —le dijo—. Sé de sobra cómo te enriqueces con esta expedición. La mitad de los que están aquí han tenido que venderte las tierras para pagar las armas que llevan.

—Es dinero de Dios —refunfuñó Adhémar.

—Sí, pero quien se lo gastará serás tú —le replicó Raimundo—, tú y el Santo Padre. Quieres sacar de Francia a los caballeros para que no sigan esquilmando tus iglesias. Y por eso has tramado este plan tan inteligente, así te cobras el privilegio. ¡Indulgencia plenaria! Pagarán cara la remisión de sus pecados antes de que acaben sus días.

He quedado escandalizado al oír aquello. Jamás me habría esperado que mi señor pudiera pronunciar unas palabras tan cargadas de odio hablando con Su Eminencia. He tratado de hacer oídos sordos a lo que oía y ya iba a seguir mi camino cuando me ha sorprendido el ruido de pasos que se acercaban a la puerta. Como sabía que no tardaría en ser descubierto, opté por esconderme.

El que entró en el zaguán era Raimundo.

—Tú no eres militar —refunfuñó hablando por encima del hombro—. Puedes dirigir esta expedición con oraciones si ése es tu gusto, pero no luchando.

Yo podía ver a Adhémar a través de la puerta abierta.

—Nuestras batallas serán oraciones —dijo—, o sea que si dirijo las oraciones, también dirijo las batallas.

—Tienes una lengua muy presta, un manjar que haría las delicias de un turco —le replicó Raimundo—. Y como te atravieses en mi camino, procuraré que así ocurra.

Y con estas palabras mi señor se dirigió al patio. Yo salí de mi escondrijo y eché una ojeada a la estancia. Adhémar estaba arrodillado y llevaba la cabeza descubierta. Supongo que rezaba. Pero un momento después vi que se llevaba la mano al pecho y abría mucho la boca, como si le faltara aire.

¡Ay, Jerusalén, me parece que estás más lejos de lo que pensamos!

31 de agosto

Ha transcurrido mucho tiempo sin que escribiera nada. Hemos cruzado los reinos de los francos para entrar en los de los ítalos[25]. Hasta ahora la marcha ha sido agradable, ya que en la mayoría de lugares de la costa, al pasar por pueblos y ciudades, nos han aclamado como soldados de Cristo. A pesar de la cordial recepción que hemos tenido, algunos de los caballeros no se abstienen de saquear y atacar incluso a aquellos que les abren sus puertas y nos aprovisionan de buen grado. Esto ha supuesto un gran escándalo para mi señor Raimundo, que pasa grandes trabajos para impedirlo.

Los caballeros normandos, de manera especial, desconocen el código del honor. Son vikingos, lo que se hace patente tanto en su rostro como en su indumentaria. A pesar de que el clima es cálido y húmedo, se cubren con pieles de animales y llevan tatuajes muy elaborados en la piel, aunque todos vulgares. En cuanto a adornos, sus joyas son de lo más asqueroso, como huesos, dientes y otras cosas de este género. El que capitanea a esos caballeros, Fulk Rechin de Anjou, lleva adornadas las pieles con pares de testículos lacados y cosidos que, según se enorgullece en proclamar, han sido extirpados a curas. Son unas cosas horribles, negras y resecas como vainas de Jacaranda. Su capitán es el duque Roberto de Normandía, hijo del rey Guillermo de Bretaña, aunque se le suele ver poco porque, según se dice, siempre anda en busca de haciendas, que paga con gran liberalidad.

La lengua que hablan los normandos también es primitiva, un cruce espantoso entre la langue d’oil[26] y los gruñidos guturales de sus antepasados vikingos. Suelen ser hombres altos y rubios, muy sucios, con barbas retorcidas y dientes afilados, y no acatan órdenes de nadie. Por la noche se reúnen en torno a hogueras y cantan canciones obscenas que, aun habiéndolas oído cien veces, todavía les provocan carcajadas sofocantes. Cabe pensar que Guillermo, el conquistador de Bretaña, debía de ser como esta gente, mitad hombres, mitad animales.

Ayer atravesamos San Remo, la primera de las ciudades ítalas, donde los normandos se mostraron despiadados. Los niños salieron a recibirnos con redoble de tambores y flores silvestres, pero los normandos los empujaban a un lado cubriéndolos de insultos. Por la noche, apenas hubimos acampado fuera de la ciudad, se dirigieron a las casas de la ciudad, de donde sacaron a los hombres con juramentos y blandiendo espadas y se lanzaron sobre sus mujeres. Esa noche campeó en aquel pueblo confiado la violación de mujeres.

Cuando por la mañana algunos hemos vuelto al pueblo a sacar agua de los pozos el espectáculo era espantoso. Algunos de los habitantes habían sido pasados por las armas y yacían degollados en plena calle, pero lo peor de todo era el estado de las mujeres: vagaban errabundas con la palidez del horror pintada en el rostro o llorando en plena calle. Me ha conmovido de manera especial una niña que no debía de tener más de trece años. Llevaba las faldas manchadas de sangre y estaba sentada en la puerta de su casa como paralizada. Al acercarme a ella y ver la cruz que yo lucía en el hombro, se puso a gritar y se arrastró hacia el interior de su casa, incapaz de tenerse en pie.

Por la noche fui a ver a mi señor Raimundo junto con los demás hombres y le informamos de lo que habíamos visto. Al escuchar nuestras palabras, su rostro se ensombreció.

—¡Nosotros no somos paganos! —rugió—. Nosotros vamos a luchar contra los paganos. ¿Dónde está Adhémar? ¿Dónde está el mariscal de Nuestro Señor?

Pedimos audiencia al obispo Adhémar y le repetimos nuestra historia.

—¡Es tu ejército de Cristo! —le gritó Raimundo—. ¿Te parece que vamos a corregirlos con oraciones?

Adhémar regresó a su pabellón[27] con gesto de desagrado.

—Cumple con tu deber —dijo.

—Ahora se ablanda —se mofó Raimundo—. Después de dejar una ciudad llena de mujeres desgraciadas…

Por la mañana reunió a los caballeros normandos. Los culpables de los saqueos fueron despojados del botín y enviados a sus casas cubiertos de oprobio, y se dejó bien claro a los demás que cualquier asalto a personas inocentes sería castigado con la muerte. A todo esto Adhémar añadió su propia amonestación: la sentencia llevaría implícita la excomunión. El destino de aquellos hombres no sería la Ciudad Santa sino el infierno.

Pese a todo, esta noche, mientras escribo esto, los caballeros normandos se han emborrachado y hacen alarde de sus conquistas cantando canciones, una de las cuales se llama Dulce San Remo y habla en términos maliciosos de las italianas.

2 de septiembre

Tengo que decir unas cuantas palabras sobre la higiene. Yo nunca había vivido cerca de los campesinos y por eso no me había percatado de que pertenecen a una casta de puercos. No se bañan nunca, no se acuerdan de que tienen dientes, ni tampoco se preocupan de sus ropas y ni siquiera de sus defecaciones. Orinan donde les viene, sin siquiera tomarse la molestia de soltarse las medias. Cuando defecan, lo hacen sin salir de la hilera de la marcha y sin la menor consideración hacia sus compañeros ni preocupación por limpiarse después. El resultado es una fetidez que aumenta con el calor y que se huele a media legua de distancia. Me avergüenza que vayan conmigo a las ciudades.

Esta mañana me han asqueado hasta tal punto que los he llamado aparte para no avergonzarlos delante de los demás y, como si fueran niños, los he instruido en voz baja acerca de la necesidad de observar ciertas normas de higiene. También les ordené que hicieran sus necesidades en el campo y que utilizaran hojas para limpiarse cuando hubieran terminado. Además, les ordené, so pena de destitución, que cada hombre se lavara como mínimo una vez al mes y siempre que acampásemos junto a un río había que lavarse a conciencia el cuerpo y la ropa.

Esto provocó muchas protestas entre ellos, pero estoy contento porque sé que, a la larga, se sentirán más contentos y estarán más sanos.

7 de septiembre

Atravesamos ahora la Liguria, hermosísimo país situado a orillas del mar. Está cubierto de montañas de poca altitud que me recuerdan mis Cévennes, así como de viñedos y huertas con todo tipo de frutas. Los hombres arrancan algunas al pasar y se forran el interior del sombrero con hojas de viña entretejidas. Con sus rostros morenos y sus coronas de hojas, se parecen a Baco.

Hay tiempo de sobra para pensar durante la marcha y cada vez me entrego más a esta actividad. La brisa fresca que viene del mar, el aire cálido y perfumado, el rumor y el balanceo mismo de la marcha tienen un efecto sedante sobre los pensamientos. Pienso en mi casa, a la que echo mucho de menos. No habría imaginado que pudiesen acometerme estos accesos de añoranza. Landry Gros, un caballero normando que de cuando en cuando cabalga a mi lado, hombre educado a diferencia de sus paisanos, me dijo un día que la palabra «nostalgia» significa, en dialecto vikingo, «dolor de casa». Eso es lo que yo siento, en efecto… la ausencia, el deseo de la familia.

Así es que, mientras cabalgaba al paso delante de mis soldados, sin siquiera apercibirme de ello compuse un poema para mi Juana. Ella ocupaba mis pensamientos y a ella dediqué mucho tiempo y muchas reflexiones. Nunca había compuesto ningún poema, pero me resultó un pasatiempo tan grato como absorbente. Cuando nos paramos decidí ponerlo por escrito, no porque pensara que pueda tener algún mérito, sino simplemente para no olvidarlo.

Como Jonás soy cautivo,

sin que de ti nada sepa,

tres semanas que no veo,

de tu rostro la hermosura,

y mi voz sólo es silencio.

Del mendigo el dolor siento,

cuando duermo en campo raso,

me acurruco, lloro y tiemblo,

busco el calor de tu mano,

bajo el cobertor desierto.

Ahora sé qué es la muerte,

no es pérdida sino deseo,

no es ausencia, es añoranza,

de cosas que se tuvieron.

No es dormir, la muerte es sueño[28].

Es curioso que me diera por la poesía en edad tan avanzada, pero ya que me había embarcado en aquella aventura, era lógico esperar nuevas cosas. El hombre es un loco que emprende un viaje sólo para ver su propio rostro. También era extraño que añorase tanto a mi esposa, ya que ella había sido la razón de que emprendiese aquella aventura. Esto merece una explicación, no es demasiado pronto para afrontarla.

Yo no me habría lanzado a esta peregrinación de no haber sido por Eustaquio. Deseaba a su mujer, lo que era una violación directa de un mandamiento, y fue lo que causó su muerte. Más tarde, cometido el pecado, la tomé como mujer en una unión que sólo podía subsistir en la sombra. Es estéril, por supuesto, pero no cabía esperar otra cosa.

La causa no fue la hemorragia, como dije anteriormente, aunque es verdad que la tuvo. La causa fue el pecado, mi pecado con ella. Está, además, el pecado de la muerte de Eustaquio. Que Dios me perdone, pero continúo sintiendo deseo carnal de esa mujer después de cinco años de matrimonio, cuando ya la sangre habría debido aquietarse, cuando yo habría debido dirigir mis pensamientos a Dios y la muerte, atender mi alma y no mis deseos. Pero incluso ahora, cuando escribo estas líneas, me parece oler su cuerpo, notar su calor, siento anhelo de ella. El dolor está dentro de mí y temo que ya nunca podré extirparlo. Mi sangre debe de estar maldita ya que sigue tan ardorosa a pesar de la frialdad del pecado.

Pero unirme a ella, que tendría que ser algo como la corona del matrimonio, en nuestro caso no es más que lascivia. En nuestra cama hay un cadáver, un cadáver de carne lívida y abotagada y, ¡oh, Señor!, saberlo no hace sino incitarme más, hacerme más ávido, más ardiente cuando ella yace conmigo. El fruto prohibido sabe mejor aunque su zumo esté envenenado. Mi carne arderá en el infierno, aunque menos que si siguiese entre sus brazos de marfil.

Por eso me alisté a esta peregrinación santa, por la remisión de los pecados prometida a todos los que luchan en nombre de Cristo. Es mi única esperanza, puesto que ya soy demasiado viejo para ponerme freno y no tengo coraje bastante, o tal vez crueldad, para echar a mi mujer de casa.

No duermo con ella. Ella tiene sus estancias en el ala extrema de la casa solariega[29]. Sin embargo, cada noche viene a visitarme. Y confieso que yo la espero en la cama mientras oigo el latir de mi corazón en los oídos. Jugamos a un extraño juego de amor a distancia[30]. Me escondo donde sé que me encontrará. Sigue su camino a oscuras, hace cada noche una peregrinación para adorar al único Dios que conoce. ¡Ay de los dos!

No quiero demorarme en estos pensamientos. Tengo que consagrarme a las cosas de Dios para lavar mis pecados y conseguir que mi alma pueda tender otra vez al cielo. Eso es lo que debo hacer: lavar mi alma con sangre, ya sea con la de los infieles, ya sea con la mía.

8 de septiembre

Anoche me dejé llevar. Esta mañana he leído, horrorizado, el pasaje que escribí. ¡Y también el poema!

¿Qué puede ser esto que me posee? He ido a ver al padre Rene y le he pedido que me imponga una penitencia para mortificar mi carne. Me ha impuesto caminar detrás de mi caballo, sin evitar sus deyecciones, sino al contrario, pisándolas con alegría, y que a cada paso que diera fuera diciendo:

—¡Este soy yo! ¡Éste es Roger, el altanero duque de Lunel!

Así lo he hecho y ahora me siento más tranquilo. De todos modos, he tenido que comprar un par de zapatos a un comerciante de Savona.

23 de septiembre

Hemos llegado a Genova. ¡Qué espléndida ciudad! El puerto es profundo y sus aguas son límpidas, está todo festoneado de miles de velas y en todas partes nos abren las puertas de las casas y tiendas. Raimundo no aparta los ojos de los normandos, ya que las mujeres de aquí son muy hermosas y en la ciudad abundan las mercancías. Hasta ahora han sabido comportarse, lo único que han hecho es desnudarse y echarse, todos juntos, al mar. ¡Bueno, por lo menos así estarán limpios!

Esta mañana he sido recibido en el consejo de ancianos junto con el conde Raimundo, el obispo Adhémar y otros personajes de alto rango. Nos hemos reunido en un espléndido palacio que asoma al puerto. Ya se había previsto con antelación que los mercaderes de Genova nos aprovisionarían durante nuestra campaña a Oriente y nos habían prometido que nuestra expedición no carecería de nada.

El consejo quiso saber el número exacto de personas que componían nuestro ejército y me sorprendió que mi señor, Raimundo, dijera que estaba formado por cuarenta nobles, ochocientos jinetes y cuatro mil infantes. Junto con ellos hay unos mil doscientos peregrinos, entre hombres, mujeres y niños, que nos acompañan sin arma alguna. Los ancianos de Genova se han ofrecido a proveer generosamente las necesidades de éstos.

Muchas veces, estando acampados, he tenido ocasión de ver a estos peregrinos. Van cubiertos de andrajos y creo que muchos son criminales. Los hay que hacen de vendedores ambulantes y se ocupan de suministrar comida y otras cosas necesarias a los hombres. Según me han dicho, las mercancías que venden son robadas. Vi colgados a dos en Liguria y de ellos me dijeron que habían matado a un campesino y a toda su familia. Aunque no sé con seguridad si es cierto, creo que puede serlo.

Nuestra intención era bajar a lo largo de la costa hasta Pisa y, de allí, dirigirnos a Roma, pero el obispo Adhémar ha recibido una carta de nuestro Santo Padre, que suele vivir en Lucca, ciudad situada más al sudeste, y en ella le dice que vayamos a verlo. Así pues, después de descansar en Genova, nos internamos tierra adentro hacia Lucca.

Paso mucho tiempo en compañía de Landry Gros, que ha adquirido la costumbre de llamarme l’Escrivel[31] porque me ve a menudo escribir en este libro. Es un buen hombre, más refinado que sus compañeros normandos, aunque por alguna extraña razón conserva algunas de sus costumbres tribales. Su lenguaje está salpicado de palabras vikingas, la mayoría groseras. Llama, por ejemplo, a un jubón «un cubo de mierda»; a su espada, «un arrancatripas»; y las mujeres son «pendejos» o «perchas» o «traficantes de purgaciones». Sin embargo, he comprobado que Landry es un buen compañero y que no para un momento de contar chascarrillos, lo que me mantiene entretenido durante la marcha y las largas noches en el campamento.

Su caballo, una fuerte yegua alazana, tiene por nombre Gundestrak, por cierto muy sonoro. A mí me parecía que significaba «trueno» o «relámpago», pero Landry me dijo que, en lengua vikinga, quiere decir «vómito». Cuando le manifesté mi sorpresa, me replicó que los normandos ponen esa clase de nombres a sus destriers[32]. Los hay que se llaman «tripas» u «orinal» o «¡a la mierda!». Es una más de sus costumbres.

Los normandos están muy orgullosos de sus caballos y Landry me ha hecho el honor de decir que varios caballeros normandos se habían fijado en mi caballo. Es una yegua joven, gris como la pizarra y moteada de gris más claro. Es fuerte y rápida, tiene ojos claros e instinto para el combate, en el que me he esforzado en entrenarla. Es valiente y resuelta, pero muy suave conmigo. No la vendería por nada del mundo y ella parece saberlo. Cuando pasamos por delante de otros nobles, incluso los de más elevada alcurnia, yergue la cabeza como diciendo: «Soy la esclava de mi dueño, pero mejor que cualquiera de vosotros». Yo la llamo Fatana[33].

Landry me ha invitado a visitarlo en el campamento normando y a pasar la noche con los suyos. Yo al principio me resistí, temeroso de dejarme arrastrar a alguna fechoría estando en su compañía, con lo que habría manchado mi buena fama con el obispo Adhémar. Pero como hemos prometido por nuestro honor que no entraríamos en la ciudad cuando cayera la noche, es tan aburrido quedarse de noche en el campamento que me siento tentado a visitarlo, aunque sólo sea para ver cómo viven los normandos.

30 de septiembre

Mañana atravesaremos las colinas que nos separan de Lucca para ver al Santo Padre. La marcha ha sido una terrible prueba a causa del calor y algunos ya han desertado; supongo que han vuelto a Provenza. Mi señor, Raimundo, se ha puesto furioso pero yo le he dicho que no importaba, que a mí no me gustaría llevar indecisos a mi espalda a la hora de batallar.

Debo decir algo acerca de la noche que pasé en el campamento normando. Fue la última antes de abandonar Genova y fui como invitado de Landry Gros, al que parecen tener en gran estima sus camaradas. Los normandos viven con más sencillez que nosotros, incluso durante la marcha. Llevan tiendas muy pequeñas, fáciles de plantar y de desmontar, y viajan con escasos pertrechos. Con todo, sus animales son hermosos y los cuidan mucho.

Allí conocí a Fulk Rechin, a quien había visto hasta entonces sólo a distancia. Es un hombre bajo y fornido, de piernas gruesas y combadas y ojos azules y centelleantes. Tiene una voz muy potente y, cuando ríe, parece que ladra. Me dio la bienvenida al campamento y, antes de poder darle las gracias, ya tenía en las manos un tazón de vino caliente. Le dije que en los otros campamentos se hablaba mucho de su jubón y me dijo que aquellos colgajos eran testículos de campesino, no de cura.

—Después de todo, no soy tan bárbaro como creen —dijo.

Es un sitio muy movido, el suyo no tenía nada que ver con nuestro campamento provenzal[34]. Observé que había muchas mujeres, peregrinas del grupo que nos iba a la zaga. Se encargaban de cocinar y servir, así como de otros trabajos a cambio de comida, que tomaban ocasionalmente en nuestro campamento. Pero, a diferencia de lo que ocurría en el nuestro, no se iban al anochecer, según había ordenado el obispo.

Me dijeron que teníamos para cenar carne de cerdo y carnero, dada «en préstamo» por las alquerías locales. Landry dijo:

—Mañana tendremos que devolvérsela dejando los residuos en sus campos. Así, cuando llegue la próxima primavera, la cosecha será mejor.

La verdad es que son muy bromistas, lo que sirve para recordarme lo hosco que he sido hasta ahora. Después de cenar cantaron una canción y cada hombre se encargó de inventar un verso. Por supuesto que la canción hablaba de mujeres. Aunque no entendí todas las palabras, el coro decía lo siguiente:

No puede compararse

el zumo de la uva

con el zumo del albaricoque.

Y no puede compararse

el zumo del albaricoque

con el zumo de la puta normanda.

Si la puerta está abierta,

apura el vaso en el zaguán,

es dulce como el vino.

Pero si cerrada está,

o encuentras cortado el paso,

cuélate mejor por detrás.

Al caer la noche jugábamos a un juego que se llamaba sersten slaek o slaeg[35], que significa «seis pelotas» y que habían heredado de sus antepasados vikingos. Consiste en un curioso enfrentamiento y requiere seis pelotas de cuero duro de un tamaño más o menos como la cabeza de un hombre. Los jugadores se dividen en dos equipos y forman alternativamente un círculo, lo que hace que cada hombre tenga un contrincante en el lado opuesto. Se lanzan las pelotas al azar en el interior del círculo y el objetivo es atrapar una pelota con las manos y otra entre las piernas. El que lo consigue primero, hace que su equipo sea el vencedor.

Las pelotas se dirigen con gran fuerza a la cabeza y la ingle y, como hube de aprender rápidamente, pueden causar lesiones. Aun así, uno no puede quejarse, ya que si lo hace queda eliminado del círculo. Esto hace que el círculo quede reducido únicamente a tres o cuatro hombres. A partir de este momento el enfrentamiento se vuelve extremadamente rápido y emocionante: cabezas ensangrentadas y costillas rotas, rara es la ingle que sale intacta. Pese a todo, supone un gran honor entre los normandos la habilidad en este juego.

Después de la cena siguieron los cantos y los juegos de azar. Esos juegos se hacen con varias chucherías, entre ellas huesos, naipes, dados y praesteren[36]. Me abstuve de intervenir, ya que tenía poco que apostar y ningún deseo de perder lo que tenía, ya que los normandos son muy hábiles en este tipo de juegos y se entregan a ellos con gran ímpetu y pasión. Landry me dice que, bajo la influencia del vino, sus juegos pueden ser peligrosos e incluso mortales.

Todos los normandos se peleaban para que pasara la noche en sus tiendas pero, como yo era un invitado de Landry, me retiré a la suya. Fue mi momento más feliz desde que emprendí la peregrinación. Tenía la panza llena, había cantado, jugado, hablado y reído. Pese a todo, algo me corroía por dentro y, cuando yacía en mi cama cubierta de hierbas aromáticas, supe lo que me faltaba. Aunque recé para conseguir el consuelo que anhelaba, no lo obtuve y me costó mucho conciliar el sueño. Después, cuando ya empezaba a dormitar, se levantó la lona de la tienda y entraron dos mujeres.

Landry y sus amigos lo tenían preparado y yo fui demasiado débil para resistirme. No sé su nombre, ni siquiera le vi la cara, tampoco sé si la reconocería en caso de encontrármela esta mañana, pero tenía un cuerpo terso y joven, una boca llena. Fue como un baño después de mucha sed, como llorar después de mucho aturdimiento.

Antes de la misa iré a ver al padre Rene y aceptaré la penitencia que me imponga. También quiero preguntarle algo que me ronda por la cabeza desde que he pecado tan gravemente: si la indulgencia concedida por el Santo Padre es válida en vida o después de la muerte y, en caso de que sea en vida, si lo es antes de llegar a Jerusalén o después.

3 de octubre

Nos acercamos a Lucca y al encuentro con el Santo Padre. He hablado con Rene con respecto a la indulgencia pero, después de todo, he de admitir que no es más que un cura de pueblo y que sus conocimientos son muy escasos. Me empuja a hablar con Adhémar y lo haré tan pronto como lleguemos a la ciudad.

Anoche tuve un sueño que me turbó profundamente y por eso quiero relatarlo. Dicen que los sueños son cosas que Dios nos cuenta en voz baja y que, aunque la mente no llegue a entenderlos, el espíritu acaba por desentrañarlos.

Soñé que estaba pescando en un arroyo de Provenza. La cuerda de la caña era un cabello, un largo cabello humano. Yo estaba con los ojos fijos en el agua cuando de pronto apareció una faz en ella. Era Eustaquio, que regresaba de su ignota tumba. Se irguió en el agua, se acercó a la orilla y se arrodilló a mi lado. Después cogió el morral que yo llevaba y sacó el puño de una espada, esculpido en marfil. Frunció el ceño al verlo y se echó a llorar, después se refrenó y volvió a deslizarse en el agua.

Me desperté lleno de miedo, ya que el sueño me había conturbado hasta tal punto que ya no me fue posible seguir durmiendo. Todavía sigue asediándome. Eustaquio aún me visita en el camino hacia la ciudad santa de nuestro Salvador. Quería decírselo a Rene, pero esto habría supuesto desnudar mi corazón, lo que no me era posible. Tengo que llevar este secreto como una joroba en la espalda, lo que me afea y me desfigura ante mi alma, me impide mantenerme erguido a la vista de Dios.

9 de octubre

Lucca

¡Cuántas cosas han ocurrido! ¡Qué cantidad de maravillas! Hace dos días que hemos llegado a Lucca. No es una ciudad tan hermosa como Genova, pero las casas están muy bien distribuidas y las calles limpias y barridas. No sabría decir si el hecho obedece a que en la ciudad vive el papa Urbano.

Acampamos en las afueras de la ciudad como tenemos por costumbre puesto que, aunque seamos el ejército de Cristo, los ancianos no nos dejarían el paso franco a no ser yendo en grupos de dos o tres. El obispo Adhémar vino a instruirnos sobre la manera de presentarnos ante el Santo Padre. Debemos llevar el atuendo de batalla y enjaezar los caballos tal como se presentarán para el combate. Esto ha supuesto tener que descargar los carromatos, ya que desde que dejamos la Provenza ninguno de nosotros se había preocupado de ponerse la cota de malla ni de emparamentar los corceles.

Solicité audiencia al obispo y éste consintió en hablar conmigo después de vísperas. Hacia la hora séptima de la tarde me presenté en su pabellón, que es más grande y mejor guardado que el de mi señor Raimundo. Los guardas se mostraron insolentes conmigo y, como eran unos jovencitos, les propiné unos zurriagazos con la lengua. Por algo soy duque de Provenza. No estoy dispuesto a ser maltratado por mercenarios del obispo, demasiado jóvenes para llevar barba.

Adhémar me recibió ataviado con blusa de lana y pantalones de montar. Iba descalzo y tanto sus manos como su cara estaban sucios del polvo del camino. Era la primera vez que lo veía sin mitra ni cofa[37] y me sorprendió que llevara el cabello corto como un joven.

—Tengo poco tiempo para la teología —me dijo.

—Lo único que querría saber es cuál es la naturaleza y extensión de la indulgencia que se ofrece como recompensa de nuestra peregrinación —pregunté.

Me miró con ceño antes de hablar.

—¿Has venido por el botín o por el Señor? —repuso.

—Por el Señor —repliqué sin vacilar.

—Entonces, allí donde esté tu corazón estará tu botín —dijo.

Y acercándose a una jofaina, se puso a hacer abluciones con intención de lavarse la cara.

No pude sacarle otra cosa que aquella respuesta, pero estaba muy claro que no quería decir nada más. En consecuencia, di media vuelta. Pero su voz me frenó los pasos.

—Roger de Lunel —me dijo sin levantar la vista—, si quieres salvar tu alma, huye de la compañía de los caballeros normandos. En su campamento no hay más que muerte.

Ha pasado la medianoche y sigo despierto dándole vueltas al asunto. Dicen que Adhémar tiene espías en todos los campamentos y ahora no me cabe duda de que es verdad. Debo tener buen cuidado de no incurrir en desgracia ante él, puesto que él es los ojos y los oídos del Papa. En cuanto a la indulgencia, tengo mis dudas. Hay un sacerdote llamado Raimundo de Aguilléres que cabalga a veces junto a Adhémar. Dicen de él que es un hombre cultivado, poeta y erudito. La próxima vez que forme parte de nuestra comitiva buscaré su compañía.

Lo que he dicho antes acerca de las razones que me empujaron a unirme a esta expedición no es del todo verdad. También estoy en ella porque soy cristiano e hijo de la Santa Madre Iglesia, por lo cual no puedo permanecer indiferente mientras el infiel ocupa los Santos Lugares y maltrata y mata a los peregrinos que abrigan mi fe. Participaría aunque no me reportara la remisión de los pecados. Iría porque Jerusalén es el hogar de todo cristiano y, como tal, lucho por mi casa, ni más ni menos que si los turcos amenazaran Lunel.

Dentro de diez días alcanzaré la edad de Cristo al principio de su ministerio. Que Dios me permita seguir sus pasos y luchar en su santo nombre.

10 de octubre

Esta mañana he tenido varios percances. La cota, que me he puesto por primera vez para asistir a la audiencia del Santo Padre, se me ha abierto por debajo de los brazos y por la costura del faldón. He reñido a Tomás, aunque debo reconocer que él no tiene ninguna culpa. Esperaba, de todos modos, que supervisaría el trabajo mientras lo hacían. Pero no lo hizo y ahora tendré que mandarla reparar en Lucca, lo que me costará tres veces el precio que habría pagado de reparármela en casa. También se ha soltado la envoltura del puño de la espada, lo que no me sorprende, ya que se trata de la espada de mi llorado padrastro, Guy. También ha habido que llevarla a un artesano local para que la arreglara y estoy más que seguro de que la reparación me costará un ojo de la cara.

El domingo pasado asistimos a una misa en la catedral. Esperaba que el celebrante sería el Santo Padre, pero fue concelebrada por Adhémar y el arzobispo de Lucca. Este último es un hombre de tez oscura y nariz afilada que sorbía el contenido del cáliz como quien bebe de una alberca y gruñía el latín como un cerdo en celo. Pero Adhémar parecía ignorarlo.

Lo más notable fueron los cánticos; aún no he hablado de lo mucho que me gusta la música. El coro de monjes y acólitos era excelente. En honor nuestro cantaron en el nuevo estilo de Limoges, según el cual las voces improvisan por encima del canto llano[38]. Nuestros monjes de Provenza cantan polifonía, pero yo nunca había oído nada parecido.

Las voces ascienden por encima del canto, entretejiendo oro y plata en sílabas sostenidas con medida tras medida. Se elevan y entrelazan, se lanzan una tras otra como arrendajos azules, se precipitan en picado, planean y suben en espiral hasta el cielo. Me emocionó tanto que me llevó al borde del éxtasis, a punto de llorar ante tanta belleza. Si es posible despertar el alma dormida tiene que ser así, con la música, que es el alimento y el pulso de Dios.

Después de la misa Su Santidad recibió a nuestra delegación en la capilla. Entre nosotros se contaba mi señor Raimundo, el conde Esteban de Blois, caballero muy noble y de rubia cabellera, y Roberto de Normandía, a quien yo veía por vez primera en mi vida. No tiene nada que ver con sus caballeros normandos, más bien parece un cortesano de París. Tiene cabello largo y suave, barba rizada, rasgos refinados y vestía con tal elegancia que no había cabeza que no se volviera a su paso. Se ve a la legua que es hijo de rey, aunque sea el rey de los bretones, puesto que tiene esa desenvoltura y autoridad que sólo confiere la riqueza. Aun así, cuando levantó la mano para quitarse la cofa al entrar en la capilla, descubrí una cicatriz ovalada en su antebrazo, del que se había borrado un tatuaje. Reconocí la forma por el trato que he tenido con los caballeros normandos, ya que es un tatuaje muy corriente entre ellos: una doncella montada por una cabra.

Había esperado con ansiedad aquella audiencia con el Santo Padre. Es un franco de la Auvernia y, según los asistentes de Clermont, sus palabras fueron tan inspiradas que los caballeros y nobles lloraron y cayeron de rodillas, dispuestos a renovar el juramento.

En efecto, el papa Urbano es un hombre imponente, aunque no alto, de porte real, resplandeciente con sus ropajes blanco y oro, su báculo recamado de pedrería, asido con firmeza por la mano enguantada de satén y perlas, su mitra más alta que la de los obispos y más pesada también por la abundancia de oro y alhajas. Observé que llevaba unos escarpines escarlata atados con hilos de oro y, a medida que avanzábamos hacia su trono, vi que seis novicios le sostenían la cola y los pies pequeños le asomaban por debajo de la casulla, como gotas de la sangre de Nuestro Salvador. Pensé que seguramente debía de seguir los pasos de Cristo y que nos corresponde a nosotros liberar los caminos que conducen a Jerusalén.

Urbano ocupó su trono en lo alto de los escalones que llevan al altar mientras los sacerdotes jóvenes se acomodaban junto a sus ropajes. Inclinó el báculo hacia nosotros y nos arrodillamos. Todos los nobles contenían el aliento. Aquél era el hombre que nos había empujado a nuestro destino, un destino terrenal y a la vez eterno. Allí teníamos el alma que sojuzgaba las nuestras. Yo esperaba sus palabras conteniendo el aliento, al igual que todos los demás, en la esperanza de escuchar aquella voz tonante que había enardecido a mil hombres en Clermont.

—¡Soldados de Cristo! —empezó, aunque lo que dijo en realidad fue—: ¡Soldados de Cr… Cr… Cr…!

Se había quedado atrancado en la palabra Cristo porque era tartamudo. Le costó una eternidad terminar la frase. Finalmente, con un violento movimiento de la cabeza, consiguió soltar la palabra. Yo me contuve, pero observé que muchos no podían evitar mirarse de manera significativa.

Al cabo de una hora acabé por acostumbrarme y, pasadas dos, encontré que su manera de hablar tenía un ritmo y una fuerza que me seducía. Su Santidad nos recordó nuestro deber de ayuda a los cristianos de Oriente, tan maltratados por los turcos. Nos habló de los horrores que habían cometido: mujeres violadas, niños convertidos en eunucos, hombres forzados a trabajar en las minas. Y habló también de los peregrinos que habían sido capturados y sometidos a la esclavitud, peregrinos a los que les habían cortado la lengua, cegado, lisiado e incluso matado sólo porque se habían negado a renunciar a su fe. Aquello espoleó nuestra decisión y, una vez más, juramos no volver a nuestras casas sin antes haber orado ante el Santo Sepulcro.

—Y ahora que Di-Di… Dios os gu-gu… guarde y haga li-li… ligero vuestro ca-ca… camino —dijo el papa Urbano y, levantándose, nos bendijo a todos.

Yo quedé profundamente impresionado pero, al salir de la catedral, oí que los caballeros normandos se burlaban de su manera de hablar y comprendí que el obispo Adhémar tenía razón: yo no podía sacar nada bueno confraternizando con aquella clase de gente.

Aquella noche mi señor Raimundo me honró haciendo una visita a mi pabellón. Yo me sentía indispuesto, sufría de fiebres y había empezado a notar una irritación en el miembro que se parecía mucho a la necesidad de orinar. Procuré aguantar, pero Raimundo me dijo que el Papa quería que hiciésemos una parada en Roma con un propósito especial que le había confiado a él y otros señores. Parece que unos mercenarios del antipapa Guiberto han ocupado el Vaticano y se oponen a todos los esfuerzos que se hacen para desalojarlos. El Santo Padre dijo que, mientras tengamos el ejército en Italia, debemos procurar enderezar este entuerto.

El escozor que sentía en los ijares me impulsaba a poner término a la conversación, si bien Raimundo estaba de talante meditabundo. Habló larga y solemnemente acerca de la expedición y manifestó sus dudas acerca de si seríamos títeres y víctimas de la Iglesia. Noté en su voz el deje de la melancolía.

Al final suspiró, se levantó y me dio las buenas noches. Una vez se hubo marchado, salí del pabellón y fui al bosque, pero no pude orinar y lo único que conseguí expulsar fue un líquido amarillento y espeso como el requesón. Me sentí muy preocupado, llegué a temer por mi vida y no pude por menos que maldecir a los normandos.

Así transcurrió el día de la audiencia con el Santo Padre.

17 de octubre

Vamos a hacer la marcha de Roma. Jamás había pensado que vería esta santa ciudad en la que reinó san Pedro y donde fue decapitado el apóstol san Pablo. En efecto, se trata de una aventura que todo hombre anhelaría vivir, una visión del mundo que me gustaría recordar y contar si consigo sobrevivir.

He estado pensando mucho en esta posibilidad, ya que la indisposición que siento ha redoblado el temor a la muerte que tanto me afecta. He tomado una poción de zumo de fresas y corteza que prepara el bueno del padre Rene y tengo que dar gracias a Dios porque la supuración ha remitido bastante. Debo admitir que es un santo varón y ahora me doy cuenta de que no había valorado sus verdaderos méritos cuando estábamos en nuestra tierra.

¿Sé que moriré? Sin duda alguna. ¿Quiero morir? No, pero acepto la muerte si es voluntad de Dios, porque sé que moriré por mis pecados y que mis pecados me serán perdonados y que, pese a la vida infame que he llevado, me reuniré con mi Padre[39], que está en los cielos.

¿Cómo lo sé? Anoche, sin ir más lejos, hablé con el santo cura de Aguilléres, un hombre notable bajo todo concepto, amable y buen conversador, erudito, templado y piadoso. Lucharía a su lado o rezaría bajo sus santas manos sin pensármelo dos veces.

La materia de que hablamos fue la que expondré a continuación.

Le pregunté, igual que había preguntado a Adhémar, qué clase de indulgencia podíamos esperar y, sonriéndome con dulzura, me dijo:

—Dios bendecirá tu alma.

Le pregunté qué quería decir con aquellas palabras.

—Será la liberación —contestó—, porque de la misma manera que nosotros liberaremos Jerusalén, nuestras almas se liberarán del infierno.

Sus ojos eran azules como zafiros, tan profundos que no podía verles el fondo. ¡Cuánta misericordia en aquellos ojos!

—Y esta liberación —le dije, animado por su hombría—, ¿nos está reservada en vida o sólo después de la muerte?

—¿Hay alguna diferencia? —dijo él.

Aquella pregunta me dejó mudo. Jamás en la vida se me habría ocurrido formularla. Traté de encontrar una respuesta, pero el padre Raimundo me puso un dedo en los labios.

—Piensa un momento, hermano —me dijo—. ¿Estás despierto o dormido? Si ahora estás despierto, entonces es que la muerte es sueño, y si estás dormido, ¿cómo tendrás tu recompensa? Pero si ahora duermes, en una especie de sueño de vida, entonces cuando mueras despertarás a tu recompensa. Tu alma no sólo se liberará del infierno, sino también de la vida.

»Y piensa más, amigo. Si tu vida es el cielo, ¿qué disfrutarás más allá de la tumba? Pero si tu vida es el infierno, ¡qué felicidad será despertar a la vida eterna! Agradece, pues, cualquier demora, disfruta de la tristeza, acoge la desesperación, ya que todas estas cosas son espejos del cielo, en los que todo parece como si retrocediera. Apártate de ellos, mira dentro de ti y observa tu verdadero rostro. Tal como tendría que ser, tal como lo ve Dios.

Yo estaba a punto de romper en lágrimas. Jamás en mi vida había mirado dentro de mí, las falsedades del mundo me habían mantenido distraído. Había venido a esta expedición para encontrarme a mí mismo y Raimundo había tocado el pulso de mis deseos. Tal vez allí, en el Santo Sepulcro, delante de la tumba de Cristo, abandonaría mi cuerpo y volvería a ascender a la vida.

23 de octubre

En el campamento hablamos largamente de los turcos. Ninguno de mis compañeros había visto ninguno y se cuentan muchas cosas de ellos a las que no presto crédito alguno. No creo, por ejemplo, que tengan cuernos debajo del casco, ni creo que se acoplen con las lobeznas en el bosque. Me parece que todo eso son supersticiones.

Muchos dicen que comen carne humana y es posible que sea verdad. Son aguerridos y salvajes y no tienen la menor idea de Dios. Los hay que aseguran que rinden culto al diablo y, de manera especial, a su mujer. Yo no sabía siquiera que el diablo tuviera mujer, pero debe de tenerla. Gran parte de los males de este mundo vienen de las mujeres, por lo que no tiene nada de extraño que el diablo tenga mujer ni tampoco que ella sea la patrona de las diablas. Si los turcos le rinden culto, será porque se inclinan por la maldad.

En cuanto al mal de ojo, que según se dice pueden echar sobre todo un ejército, no lo veo tan claro. He oído hablar mucho del mal de ojo, pero lo veo cosa de las viejas de Lunel. También dicen que los turcos viven en cuevas y que no orinan de la misma manera que nosotros, sino que esta excreción les sale por los poros, lo que explicaría el color aceitunado de su piel. Sin embargo, todo el mundo está de acuerdo en que son muy valientes y aguerridos.

Son paganos que no conocen ni a Cristo ni los sacramentos, razón por la cual están irremediablemente condenados al infierno. Quizá por eso se burlan de nuestra religión. Los sacerdotes dicen que en Jerusalén han convertido los lugares santos en burdeles y que hacen mofa del Santísimo Sacramento echando las hostias en el suelo y danzando sobre ellas. Parece que, cuando hacen esto, las hostias sangran.

El obispo Adhémar, en su sermón de la misa del domingo, nos recordó lo que decía san Ambrosio:

—Soy soldado de Cristo, no me está permitido luchar.

Según dijo, san Ambrosio quería dar a entender con estas palabras que los soldados cristianos tienen vetado derramar la sangre de Cristo, es decir, la sangre de otros cristianos. Pero la sangre de los turcos no es cristiana. Tienen sangre de Satanás, por lo que derramarla no es pecado, sino que libera al mundo del pecado. El argumento es poderoso.

Pero ¿cómo puede ser? Los turcos fueron creados por Dios, Dios es Cristo. Por consiguiente, deben participar de la sangre de Cristo tanto si lo reconocen como si no. Si, Dios no lo quiera, la muchacha que yació conmigo en el campamento de los normandos tuviera un hijo, este niño llevaría mi sangre tanto si llegaba a conocerme como si no era el caso. Y aunque la muchacha fuera judía o incluso turca, el niño tendría sangre cristiana en sus venas. Sí, si Dios hizo a los turcos y Cristo es Dios, entonces los turcos tienen la sangre de Cristo y por tanto los soldados de Cristo no han de derramarla. Así pues, ¿puedo matar a un turco en nombre de Cristo?

25 de octubre

Por espacio de dos días y dos noches he estado ensimismado en los pensamientos que he puesto por escrito últimamente. He luchado con ellos, los he vuelto de un lado y del otro, pero no he podido beneficiarme de ellos. Me he mostrado irritable y desconcertado, he maldecido a Tomás y esta misma mañana he blasfemado cuando se me han soltado las cinchas de la silla de montar y ha faltado poco para que diera de bruces en tierra.

No debo olvidar quién soy, sobre todo delante de mis hombres. A medida que vamos acercándonos a Tierra Santa, nuestros pensamientos deben volverse más piadosos, no menos. Con todo, el problema que me he planteado me conturba extraordinariamente. Tengo que hablar con Raimundo de Aguilléres tan pronto se reincorpore a nuestra columna.

29 de octubre

Estamos acampados a las afueras de Roma. Mañana un contingente de caballeros y soldados muy seleccionados entrará en la ciudad y asistirá a la misa que se celebrará en la basílica de San Pedro. No sé cómo será posible, ya que mi señor Raimundo dice que las tropas de Guiberto continúan ocupando el Vaticano. Nos levantaremos muy de mañana para asistir a misa, pero a lo mejor nos espera una batalla.

Esta tarde, después de la cena, he pedido al padre Raimundo de Aguilléres que me escuchase en confesión. En el curso de la misma, he hablado de mis dudas acerca de la licitud de matar turcos. El padre Raimundo me ha dado la absolución y la penitencia y me ha pedido, además, que fuese a verlo a su tienda, lo que me ha complacido en gran manera.

Hemos estado hablando muchas horas, discutiendo el tema de un modo y otro, ya que él me ha pedido que sea franco y que haga de abogado del diablo. Al final, cogiéndome las manos y frunciendo el ceño, me escudriñó los ojos:

—Hermano —me dijo—, si Cristo estuviera en su tumba y pidiera que alguien volviera a hacer rodar la piedra de la puerta de entrada, ¿tú no lo harías?

La discusión me calentó la sangre y le repliqué:

—El evangelio dice bien claro que Él no necesitaba de nadie para hacer rodar la piedra.

—Sí, pero si optase por no hacerlo y te llamase desde las profundidades y ésta fuera la única manera que tuvieras de mirarle a la cara, ¿qué harías?

—Pues la haría rodar de nuevo —respondí.

El padre Raimundo ha vuelto a recostarse en la silla de montar que utiliza como escritorio.

—Eso es, estoy seguro de que lo harías. Recuerda lo que te digo: si Nuestro Salvador quisiera, expulsaría a todos los turcos de Tierra Santa sirviéndose del viento, del fuego o de la peste. Pero no ha escogido ninguno de estos medios. Nos ha llamado a nosotros, humildes soldados de Dios, para que apartemos la piedra de la puerta del Santo Sepulcro. Y en eso estamos. No queremos matar, sino abrir; no queremos destruir, sino descubrir la entrada. Tenemos que ir allí para retirar la piedra. Y mira qué te digo, Roger —concluyó con el rostro inundado de paz—, creo que cuando lo hagamos brillará una luz más restallante que el sol, una luz que iluminará a todo el mundo.

En sus ojos azules había tal expresión de contento que ya no me fue posible discutir. No vamos a matar, sino a abrir una puerta. Somos soldados de Cristo que van a una batalla que Él nos ha pedido. Los turcos están en sus manos de la misma manera que lo estamos nosotros. Él dispondrá de nosotros según su voluntad. Es lo que dijo el Santo Padre: Dios lo quiere.

He compuesto un poema en honor de Raimundo de Aguilléres:

Alma gentil

de santos ojos,

mira con ellos

mi gran miseria

y delante de Dios

reza por mí.

Que a mí el tiempo

me consume todo,

que en el espacio se extiende

como mancha de sangre

en el pecho del matarife.

Porque yo he visto

de mi pecho apartado

el amor del amor,

mis ideas analizadas,

después expuestas,

y hasta mis pensamientos

confundidos,

sangrando hasta quedar vacíos.

Alma gentil,

¿no velarás conmigo

una noche sola?

Noches sin párpados.

Cuando he sentido

hambre del alba

sobre mí caer,

como gusanos en la tumba.

Cuando probaba

el sabor del mar

y me he hinchado, hasta ahogarme,

de mis propios sueños.

Ayuné y lloré,

recé y lloré,

soy todo tuyo.

No restañaré

de mi corazón la herida.

No ocultaré

de mi alma el fuego,

ahogado de miedo,

acosado por las llamas.

Alma dulce y gentil,

reza por mí,

huérfano soy,

carroña, carga, hueso.

Mis huesos ves,

aquí esparcidos;

no chirrían los huesos,

sólo se cazan en el aire;

el aire no está quieto

de mí se burla.

Seco está el aire

y además es polvo.

Así te ruego,

reza por mí,

de lo hondo sácame

hasta allí mi cabeza

supo arrastrarme,

líbrame a mí,

de mí mismo y de mis pensamientos.

Ruego que ruegues

mi alma querida,

yo soy una pieza

que en paz está;

que en tu oración flotar yo pueda

hasta los rayos de luz,

y unir con esto,

cielo con tierra,

que reposo encuentre

en la fragante ojiva

de su dulce sonrisa.

Esta noche he decidido que al escudo del estandarte de mi familia añadiría el mote: «Haz rodar la piedra.»[40] Lo colocaré delante de mí como guía hasta que llegue al Santo Sepulcro y hasta dar con la verdad que allí espero encontrar.

31 de octubre

Es víspera de Todos los Santos, cuando, según cree la gente común, se abren los cementerios y los muertos vuelven a la tierra. Yo también lo creo, ya que me parece que incluso he visto a algunos.

Anoche se puso a llover y todavía no ha parado. Nos armamos antes del alba y, aunque el sol no llegó a aparecer, emprendimos el camino hacia Roma. Esperaba que en la Ciudad Eterna nos harían un gran recibimiento, pero lo único que encontramos fue una lobreguez acorde con la llovizna que caía del cielo.

Roma no es una ciudad espléndida. Hay demasiada gente y entre ella demasiados pobres. También hay demasiados carros, demasiadas persianas rotas en las fachadas de las casas, demasiado yeso desprendido de ellas, demasiadas estatuas desnudas, vestidas sólo de mugre, demasiadas lámparas nocturnas que cuelgan de cadenas igual que cadáveres.

Nos abrimos camino a través de callejones secundarios y la gente nos espiaba desde las ventanas igual que presos desde sus celdas. Me hice la reflexión de que no sabía dónde estaba la gloria de Pedro, ni tampoco la valentía de Pablo. ¿Acaso tenían miedo de la lluvia? ¿O temían lo que podía reportarles nuestra presencia? Roma es una ciudad antigua y está agazapada.

La plaza del Vaticano estaba vacía y toda la suciedad que la emporcaba iba empapándose con la lluvia que, cuando nos apeamos de los caballos, arreció con más fuerza. Estábamos empapados y el agua nos resbalaba por las mallas de la cota igual que por los tejados de las casas. Me moría de ganas de entrar en la iglesia, pero me quedé en mi sitio junto a Fatana, mientras el obispo Adhémar pronunciaba una oración ante nosotros y nos daba la bienvenida a Roma en nombre de su amo y señor, el Papa.

Según es costumbre, quisimos dejar a nuestros escuderos custodios de las armas, pero Adhémar nos instó a entrar con ellas en la iglesia. ¡Armas en la iglesia! ¡Y nada menos en la basílica de San Pedro! Ya me lo había temido.

Cuando entramos todo el coro, formado por doce monjes con las negras capuchas echadas sobre la cara, entonaba sus cánticos. No tardé en saber por qué.

Desde lo alto, entre las vigas del techo, cayó sobre nosotros una lluvia de basura. Eran los mercenarios del antipapa, germanos por la manera como me sonó la lengua que hablaban. Nos escarnecían y maldecían e incluso se orinaron sobre nuestras cabezas cuando pasamos por debajo de ellos. Otros se acercaron como un enjambre al altar y lo despojaron de candelabros y ropa de lino. Levantándolos, se burlaron de nosotros, llamándonos perros de Urbano[41].

El obispo nos pidió que nos postráramos en el suelo, que estaba cubierto de suciedad, mientras nos hacía rezar. Por el rabillo del ojo observé a Raimundo de Aguilléres, cuya expresión no mostraba ningún rencor, pero que daba respuestas con voz a la vez firme y profunda. Al otro lado tenía yo a mi señor, Raimundo, que mantenía los labios cerrados y los puños apretados, golpeando con ellos la piedra como si llevase el compás de la música.

Los soldados del altar comenzaron a dar palmadas y a maldecirnos al unísono. Después el cántico se remontó hasta las vigas y la basílica no tardó en llenarse de blasfemias. Aquello era demasiado para mi señor Raimundo. Se levantó, pues, se acercó a la barandilla del altar, se arrodilló un momento y se santiguó. Cuando volvió a ponerse en pie, todos los hombres quedaron en silencio. Nosotros, desde la nave, observábamos expectantes.

Raimundo agarró por la túnica al soldado que tenía más próximo, tiró de él suavemente para aproximárselo a la cara y se inclinó murmurándole algo al oído. Un instante después, sus poderosos dientes se habían hundido en el cuello del hombre y, al tiempo que lanzaba un rugido, Raimundo le desgarró la garganta.

Era nuestra señal. Lanzando un grito, nos levantamos y nos precipitamos al altar. Desenvainé la espada y salté la barandilla, agarré a un hombre que llevaba un casco plano de acero y cuya boca sin dientes se abría dedicándome una sonrisa estúpida y le hundí la espada en plena cara. Se derrumbó en los escalones del altar, cubierto de sangre. En aquel momento nuestros hombres estaban frenéticos.

—¡Nada de matar! ¡Nada de matar! —vociferaba Adhémar—. ¡Y menos ante el altar!

Pero la amonestación no servía de nada.

Los monjes se dispersaron como gorriones asustados. Los hombres se soltaban de las vigas para sumarse a la lucha. Aunque nos superaban en número, los insultos nos habían enloquecido. Yo no paraba de pegar mandobles a diestro y siniestro y cada golpe ponía más mercenarios en fuga. Parecían carecer del valor suficiente para morir por el dinero de Guiberto. Mi señor, Raimundo, acorraló a un hombre contra la pila bautismal y lo ensartó convirtiéndolo en un pincho de carne. Cayó en el agua de la pila, que al momento se volvió roja. Yo no maté a nadie, me contenté con abrir cabezas y desjarretar a los que huían como gansos asustados. Eran cobardes y no merecían siquiera morir ante un altar.

A los pocos minutos la iglesia había quedado desalojada. Instintivamente me volví para buscar al padre Raimundo, al que vi de pie en medio de la nave, vestido con su simple túnica de monje, los brazos abiertos en cruz y los ojos vueltos al cielo. Más tarde me dijeron que, mientras peleábamos, él se había quedado todo el tiempo rezando de pie ante el altar. Según dijeron, fue gracias a sus oraciones que se consiguió la victoria.

Ahora es de noche, estoy sentado en la tienda y está lloviendo a más y mejor. No puedo comer ni dormir. Entre los mercenarios ha habido cuatro muertos y muchos heridos. En nuestro bando no hay un solo herido. Ha sido una extraña victoria, no sobre los turcos sino sobre los cristianos, no en el este sino en el mismo corazón sacro de Roma. He descubierto que estoy furioso y que me siento incapaz de concentrarme. ¿Será posible que hayamos sido tan estúpidos? ¿Qué hayamos abandonado nuestras casas para luchar contra el anticristo o el antipapa? ¿No será que se han servido de nosotros simplemente para que Urbano pueda volver sano y salvo a su casa? Estoy resignado a perder la vida por el Salvador, pero no por ese tartamudo.

Quería confesarme con el padre Raimundo, pero parece que hoy ha tenido una visión mientras estaba en la iglesia y ha sufrido un desvanecimiento. También yo he tenido una visión: me he visto golpeando la calavera de un hombre que llevaba un casco plano y no tenía dientes, y he visto a otro bautizado en su propia sangre. Sí, he decidido dentro de mi alma que mataré turcos. Pero ¿y qué? Querría sufrir un desvanecimiento. Lo sufriré. Que Dios se apiade de mí, pero pienso emborracharme. O peor aún.

17 de noviembre

Hace dos semanas que no escribo. He vivido en plena orgía, he pasado muchas noches en el campamento normando, con todo lo que presupone el hecho. Esta mañana el obispo Adhémar me ha amenazado con expulsarme de la expedición. Ya me sacrificaré después.

Voy a relatar algunas de las cosas que han ocurrido desde la batalla del Vaticano.

Los caballeros normandos no estaban autorizados a entrar en Roma, por lo que me han acribillado a preguntas acerca de los detalles de la lucha que allí se libró. Yo se lo he explicado todo con pelos y señales y con toda la amargura que sentía, y me he regodeado con ellos contándoselo una y otra vez. La verdad es que odio este asunto y que por eso la emprendí con una cabra hembra, a la que traté de romper el espinazo[42]. Pese a todo, los normandos lo pasaron muy bien escuchándola. Fulk Rechin me indicó algo en lo que yo no había reparado, esto es, que su señor, Roberto de Normandía, que nos había acompañado a Roma, no había entrado en la basílica. Parece que se escabulló y aprovechó la ocasión para comprarse una mansión a orillas del Tíber. Esta expedición está resultando de lo más provechosa para él.

Cuando salimos de Roma, emprendimos la dirección sudeste hacia Bari y de allí nos dirigimos a Brindisi. Ya en Bari, nuestro ejército se dividió y Roberto de Normandía, junto con sus caballeros, se quedó para embarcar. Ahora nos encontramos cerca del pueblo de Ostuni, a un día de marcha de Brindisi, donde nos embarcaremos hacia Floreo[43], en el reino de los búlgaros. De allí nos dirigiremos a Constantinopla pasando por Macedonia y Grecia.

En Bari tuvimos la primera noticia de la expedición de los peregrinos[44]. La noticia no era buena, ya que parece que los peregrinos habían sufrido grandes penalidades durante la marcha, debido a la escasez de provisiones y a tener que atravesar terreno montañoso, plagado de bandidos. Les advirtieron que nos esperasen. Quizá, cuando lleguen a Constantinopla, nos esperarán.

Ahora hará tres meses que me fui de Provenza. Me siento agotado y a menudo he pensado en volver a casa, pero no me atrevo a violar el juramento que hice a Dios. Los hay, sin embargo, que no tienen tantos escrúpulos como yo. De los catorce soldados que me traje de Provenza, sólo han quedado nueve, aunque dos murieron de enfermedad durante la marcha y otros dos desaparecieron, supongo que para volver a sus casas.

Lo único que me satisface de su proceder es que por lo menos podrán llevar noticias mías a mi familia. A menudo pienso en los míos. Ojalá mi madre se encuentre todavía bien de salud. En cuanto a Gauburge, seguramente ya se habrá casado. Me cuesta imaginármela con un marido, pero ahora ya es una mujer, no aquella muchacha cariacontecida con la que yo jugaba cuando era niño.

En lo tocante a Juana, pienso en ella sobre todo por las noches. A medida que va aumentando la distancia entre nosotros, voy echándola más de menos. Debo decir que, cuando estuve en el campamento de los normandos, no pasé ni una noche solo. Tampoco hubiera deseado lo contrario, ya que trataba de purgar la ira de mi alma con la bebida y la lujuria. Sin embargo, por mucho que me aferré a las mujeres o abomine de ellas, no pueden descargarme de Juana si no consigo sacármela de la cabeza. Siempre procuro concentrarme en el cuerpo que tengo debajo pero, cuando aparece el suyo en mis pensamientos, veo su rostro y pronuncio su nombre, me siento prisionero de ella. Debería ser esclavo de Cristo, pero soy esclavo de ella.

He visto el Adriático por primera vez en mi vida, no tiene nada que ver con nuestro mar. El Adriático es verde, tan verde como si tuviera en sus profundidades un barco cargado de esmeraldas. La tierra es yerma y rocosa, se resiste al arado. Hay muchos olivos y arbustos secos con muchos pinchos. Es una tierra áspera, las personas que viven en ella son duras y secas. Nos acogen como hospederos que son, pensando sólo en el negocio que podemos reportarles. Entre ellos hay muchos griegos.

Ya estoy pensando en que si este sitio, todavía Europa, es tan inhóspito, ¿cómo será Siria?

22 de noviembre

Seguimos en Brindisi, aguardando a que nos transporten. No es una ciudad placentera. Los griegos nos roban a la descarada ya en sus comercios, donde nos cobran precios exorbitantes por sus mercancías, ya en nuestros campamentos, donde de noche se cuelan en las tiendas y nos esquilman. Sorprendimos a uno y lo flagelamos y, mientras duró el castigo, no paró de gritar medio en francés medio en italiano:

—En nombre del Señor, tened piedad de mí. Dicen que transportáis grandes tesoros. ¿Quién va a resistirse?

Debido a tanta insolencia, lo único que consiguió fue que lo azotásemos con más saña. Nosotros somos soldados de Cristo, pobres peregrinos cuya única riqueza no es otra que las armas que llevamos y nuestra fe.

Tengo la impresión de que todas las mujeres de Brindisi son prostitutas. Aparecen en nuestros campamentos con la cabellera suelta y se levantan las faldas hasta la rodilla. Incluso las aparentemente más recatadas se venden y sus maridos las azotan si se guardan las monedas que ganan con sus cuerpos.

Tengo que decir algo acerca del dinero.

Aquí en Brindisi, al igual que en Bari, sólo se utilizan monedas. El tipo de moneda importa poco —denarios, besantes, perperos—, lo que cuenta es su peso. Hemos tenido que aprender el uso de estas monedas pero, entretanto, nos han engañado con descaro. Por un sola oveja, que vale apenas para alimentar a seis hombres, nos piden siete denarios, pese a que contienen doscientos gramos de plata. Por otra parte, una mujer pide tres.

Raras veces voy a Brindisi aunque, para mayor mortificación, he tenido que enterarme de que Tomás, mi escudero, se escapa todas las noches a la ciudad mientras duermo. Lo descubrí una mañana al comprobar que no había regresado y tuve que prepararme el desayuno. Pensé que había desertado, pero de pronto lo vi caminando con paso titubeante por delante de mi tienda, más borracho que una cuba y con el jubón desabrochado. Tras sonsacarlo, me enteré de que había ido de putas por los muelles y que había estado bailando y cantando como un poseso. Lo envié a ver al padre Rene que, siguiendo mis instrucciones, le impuso una severa penitencia: tendrá que llevar una piedra de afilar atada a los testículos debajo de los calzones.

8 de diciembre

Fiesta de la Inmaculada Concepción

El clima aquí es suave, por lo que el invierno nos afecta muy poco. Los viejos de Brindisi nos dicen que, dadas las dimensiones de nuestro ejército —cuatrocientos caballeros y dos mil infantes—, es muy posible que se tarde cierto tiempo en preparar una flota capaz de transportarnos. Los peregrinos, entretanto, que ascienden a seiscientos en número, han contratado dos barcos para hacer la travesía. Esperan reunirse con las fuerzas normandas del duque Roberto que, según dicen, acaban de salir de Bari. Por lo menos yo me sentiré feliz de verlos partir, ya que han complicado por demás la labor de trasladar y aprovisionar el ejército y sus mujeres han tenido una influencia muy perniciosa sobre nosotros, como he tenido que experimentar en mis propias carnes.

Esta mañana he oído misa en la iglesia de Brindisi. Se trata de una modesta construcción junto al puerto, muy adornada con metales y mamparas decoradas. Me ha sorprendido ver estatuas desnudas en el altar. Parece que a los italianos les interesa mucho el cuerpo humano desnudo, lo que puede explicar las costumbres disolutas de sus mujeres.

Recuerdo que, siendo joven, sentía una gran curiosidad por el cuerpo femenino. En cierta ocasión sorprendí por un momento a mi hermana tomando un baño y me quedé boquiabierto, por lo que ella lanzó un grito y me arrojó el boisec[45]. Sentí una gran confusión en la cabeza —protuberancia y tersura— y decidí que quería enterarme de más cosas. Tenía trece años cuando hice un trato con una campesina rellenita a la que ofrecí unos bollos a cambio de que me enseñara los pechos y, cuando los contemplé maravillado, ella se limitó a sonreír, aunque no burlándose de mí sino más bien orgullosa de tener aquellos pechos. Incluso me invitó a que se los tocara. Yo le puse la mano encima y pasé las yemas de los dedos por los pezones. Recuerdo que en aquel momento pensé que nunca en la vida había tocado una fruta tan delicada como aquélla, tan en sazón y tan llena de vida. Cuando se bajó la blusa, debí de mirarla con ojos llenos de deseo.

—Si me traes un pastel te daré más —me dijo.

Aquella noche rogué a mi madre que hiciera un pastel. Tardó varios días en complacerme, pero al final me hizo una tarta de manzana. Al día siguiente, por la mañana temprano, robé la tarta de la fresquera y se la llevé a la chica. Estaba ordeñando, pero un momento después tenía toda la cara embadurnada de bizcocho y almíbar.

—¿Qué más me vas a dar? —le pregunté.

La chica se sonrió, se recogió las faldas y se apoyó en el abrevadero. Yo estaba maravillado, pero tan curioso como un colegial. Vi una raja guarnecida por una suave pelusilla que parecía musgo, algo semejante al nitro que rezuman las piedras de las bodegas. Observé aquella cosa maravillado y ella se la abrió con los dedos y se repantigó. Vi unos pliegues profundos, una humedad oscura y, por vez primera, sentí la excitación que provoca la mujer.

Se llamaba Josianne e imagino que debía de tener unos dieciséis años, yo estaba al principio de la pubertad. Le pregunté si me dejaba tocárselo y me propinó un golpe en la mano.

—Eso te costará mantequilla —dijo.

Sabía que se refería a aquellos mazacotes de mantequilla que hacíamos en ciertas festividades. Me marché tan precipitadamente que, con las prisas, volqué el cubo y se derramó la leche, que me empapó toda la parte delantera de las medias.

—¡Vaya! —exclamó riendo a carcajadas—. ¡Ya veo que es la primera vez que lo haces con una chica!

Era el mes de mayo y hasta agosto no habría ninguna fiesta. Pero yo no podía esperar. ¡Cuántas veces había maldecido aquellas espantosas fiestas que celebrábamos en la iglesia!

Ahora, en cambio, me moría de ganas por que hubiera alguna fiesta. Entretanto pensaba en Josianne, soñaba con Josianne, hacía una religión de su cuerpo desnudo, al que rendía culto con mi memoria y mis manos… tres veces, seis, diez veces al día. Me consumía la fiebre, pero evitaba a la chica, ya que sabía que si la veía me tocaría sufrir.

El día de la Asunción pedí mantequilla. En casa la prepararon y yo, en secreto, me metí un puñado de pastillas debajo de la blusa. Al día siguiente fui a la cabaña, donde Josianne vivía con sus padres, con la intención de obsequiarla. Su hermano estaba cavando con la azada en el jardín. Era un chico gordo y estúpido con el que apenas había cruzado una palabra en mi vida. Al preguntar por ella, fingí indiferencia.

—¿Qué dices? —me respondió su hermano—. Hace tres semanas que se murió.

Quedé tan estupefacto que no pude articular palabra. Parece que se había dado un golpe en la cabeza al resbalar cuando se bañaba en el río y que se había ahogado. Le pregunté en qué sitio. Yo conocía el lugar porque solíamos nadar en verano. Fui allí y me quedé largo tiempo mirándolo y, acordándome de pronto de las pastillas de mantequilla; me las saqué de debajo de la blusa, donde las llevaba escondidas, y las arrojé en el agua.

No sé por qué cuento todo esto, quizá porque una estatua que he visto esta mañana en la iglesia me ha traído el recuerdo de Josianne, aquella muchacha regordeta y risueña. Y mientras rezaba, el reflejo del agua del puerto jugaba con ella.

9 de diciembre

Aquí todo es confusión. Esta mañana, mi señor Raimundo ha reunido a los nobles para decirles que probablemente no cruzaremos el mar antes de Navidad. El tiempo de pronto se ha puesto muy malo y los marineros se muestran reacios a llevarnos y, por mucho dinero que mi señor les ofrezca, difícilmente conseguirá convencerlos. Mi señor Raimundo ha dado orden de que nuestro campamento sea trasladado más tierra adentro, donde es más fácil disponer de refugios para cobijarnos. Todo esto me indica que seguramente partiremos bastante más tarde de Navidad.

22 de diciembre

Nos hemos trasladado a las colinas que dominan el puerto. Los hombres me han dispuesto una cabaña de mimbres y también se han preparado cobijos para ellos ya que, tal como me temía, ahora se ha podido comprobar que no saldremos antes de Año Nuevo. Nuestro campamento es de lo más triste. Los hombres no tienen nada que hacer y muchos han desertado. De los catorce que salieron de Lunel conmigo sólo quedan siete y anoche se escaparon dos hermanos que eran vecinos del pueblo. La verdad es que no los culpo y pido a Dios que el camino a casa les sea breve.

Esta mañana hemos tenido visita: un peregrino del grupo de Pedro el Ermitaño. Era un hombre físicamente bastante insignificante y que, a juzgar por su aspecto, había sufrido mucho. Nos ha traído la noticia de que Walter de Amiens[46] ha muerto y de que la mayoría de los peregrinos, incluidos su propia esposa y sus hijos, sufrieron el sacrificio de la muerte cerca de Nicea. Nos ha hablado en términos espantosos de los turcos, a los que ha calificado de demonios y animales. Uno de los nuestros le ha preguntado si era verdad que tenían cuernos, a lo que él ha replicado:

—Es posible que tengan cuernos, pero lo que no tienen es alma. Cuando matéis alguno, pensad en lo que os he dicho.

Nos pidió comida y después siguió su camino. Era de Caen y tuve dificultades para entender su lengua dado su acento.

25 de diciembre

Nacimiento de Nuestro Salvador

Hoy pienso mucho en mi casa. La distancia alivia el sufrimiento y el tiempo sirve para restañar las heridas. Hoy me parece que poder oír misa en Lunel, asistir a los cultos con mi familia, sentarme delante del fuego en mi casa eran placeres sencillos que ahora me parecen muy grandes. Lejos de aquellas colinas inhóspitas y de este mar alborotado y poco acogedor, creo que hasta mis hijastros me aportarían consuelo.

Esta mañana me he confesado con Rene y he comulgado. El obispo Adhémar, que ha encontrado una casa en Brindisi, donde es atendido por criados, nos ha ofrecido un sermón sobre la paciencia en el servicio de Nuestro Señor. En realidad, la paciencia es una virtud a la que es fácil entregarse cuando uno duerme sobre colchón de plumas y desayuna servido por muchachas ítalas.

No quiero ser envidioso. Estoy seguro de que cada uno de los días que pasamos en este mundo sufriendo los rigores del frío, de la humedad y el aburrimiento es un día de indulgencia en la otra vida. Como yo ya disfruto de la remisión de mis pecados, he decidido que ofrecería mis sufrimientos por mi padre, ya que me temo que no tuvo ocasión de hacer penitencia antes de su muerte y, por consiguiente, debe de estar en el purgatorio. Así que sufro esto por ti, querido padre mío: esta lluvia que cae sobre mi cabeza, estos estremecimientos de frío, esta carne podrida que tengo que comer… ¡Qué mis desventuras te reporten la felicidad eterna!