25

TACTICA INESPERADA

Bostar apenas pudo contener la emoción cuando el centinela le comunicó que el enemigo estaba cruzando el río. Safo y él se encaramaron al margen elevado del río para tumbarse junto al exaltado Mago. Con los nervios a flor de piel, los tres vieron pasar a la caballería romana seguida de los velites, la infantería aliada y las legiones regulares y, de pronto, comprendieron la importancia de lo que acababan de ver.

—El comandante romano no solo ha mordido el anzuelo, ¡sino que se lo ha tragado entero! ¡Ha sacado todo el ejército!

Los tres sonrieron nerviosos.

—El combate empezará pronto —comentó Safo impaciente.

—Pero no debemos movernos todavía —añadió Bostar.

—Así es. Tenemos que esperar el momento oportuno para abalanzarnos sobre la retaguardia romana —advirtió Mago—. Si actuamos demasiado rápido, podemos perder la batalla.

Conscientes de que Mago tenía razón, los hermanos no se movieron. Fue la espera más larga de la vida de Bostar, pero los continuos movimientos nerviosos de Mago y la manera salvaje en que Safo se mordía las uñas le revelaron que también sentían lo mismo. En realidad no fueron más de tres o cuatro horas de espera, pero les pareció una eternidad. Evidentemente, la noticia de que los romanos estaban en marcha no tardó en extenderse por las tropas y pronto resultó difícil mantenerlos en silencio, pero era comprensible, pensó Bostar. Aunque disfrutaban de la sensación de no estar en peligro todavía, eran conscientes de que sus compañeros estaban a punto de enfrentarse a una lucha a vida o muerte.

Mago ni siquiera se movió cuando llegó hasta ellos el fragor de la lucha y Bostar se obligó a permanecer tranquilo. Los escaramuzadores rivales serían los primeros en recibir y retirarse. Y así fue. Los gritos y gemidos remitieron para ser sustituidos por el eco inconfundible de miles de pies que marchaban al unísono.

—La infantería romana está avanzando —murmuró Mago—. Melcart, protege a nuestros hombres.

Bostar sintió un nudo en el estómago. Enfrentarse a un enemigo tan numeroso era aterrador.

Junto a él, Safo se movía inquieto.

—Que los dioses protejan a Hanno y nuestro padre —susurró.

Olvidando su enemistad durante un instante, Bostar repitió la misma plegaria.

Al cabo de un momento llegó hasta sus oídos el ruido ensordecedor de un trueno, pero no había nubes ni relámpagos en el cielo. El ruido era algo mucho más mortífero y aterrador. Bostar tembló al oírlo. Había sido testigo de cosas terribles desde que comenzó la guerra: el inmenso bloque de piedra que casi mató a Aníbal; las escenas de la caída de Saguntum y los aullidos de los hombres al ser arrastrados por avalanchas de nieve en los Alpes. Sin embargo, jamás había oído a miles de soldados luchando entre sí por primera vez. La promesa de muerte era inefable y aterradora, y Hanno y su padre se encontraban atrapados en medio de ello. Pese a todo, Bostar consiguió no moverse del sitio. Intentó impedir que llegaran a su mente los gritos que ahora eran tan discernibles en medio de todo el estrépito, pero la estrategia no funcionó. Miró a Mago, que inclinó la cabeza en señal de ánimo.

—¿Ha llegado el momento, señor? —inquirió Bostar.

Los ojos de Mago brillaron impacientes.

—Pronto. Prepara a tus hombres para salir y comunica la orden al oficial de los númidas. Cuando dé la señal, tráelos aquí.

—¡Sí, señor! —Bostar y Safo se sonrieron como no lo habían hecho en siglos y se apresuraron a obedecer la orden.

A partir de ese momento, el tiempo se volvió borroso y se convirtió en una masa informe de imágenes que Bostar solo recordaría después de forma fragmentada: el escalofrío de exultación que recorrió a sus tropas cuando Mago hizo la señal de avance con el brazo; el ascenso al margen del río y cuando se quedó pasmado ante el colosal combate que tenía lugar a su izquierda: ¿quién estaba ganando? ¿Hanno seguía vivo?; Mago agarrándole del brazo y diciéndole que se centrara; ordenando a sus hombres que soltaran el escudo de la espalda y prepararan las armas; organizando las falanges en configuración abierta; viendo al millar de númidas dividirse en dos grupos, uno a cada lado de la infantería, y el grito de Mago señalando al enemigo con la espada.

—¡Por Aníbal y por Cartago!

Y la carrera. Bostar jamás olvidaría la carrera.

No se lanzaron a correr a toda velocidad porque el campo de batalla se encontraba a casi un kilómetro de distancia y, si llegaban exhaustos, perderían la ventaja que habían ganado. Por lo tanto, avanzaron a un trote rápido dejando estelas de vaho a su paso. El aire frío retumbaba con el galope de los caballos y con las pisadas de las botas y las sandalias sobre el gélido frío. Nadie habló. Nadie quería hablar. Todos tenían la vista fija en la escena que se desplegaba ante sus ojos. Entre toda la confusión, había una cosa muy clara: no había señal de la caballería enemiga, lo que significaba que los jinetes galos e íberos la habían dispersado. En los flancos romanos, la infantería aliada luchaba contra los elefantes, los escaramuzadores y los númidas. Esto ya era un hito de por sí. Bostar deseaba gritar de alegría, pero no dijo nada. La batalla todavía no había acabado. Cuando se aproximaron al centro se dieron cuenta de que la lucha era encarnizada. Los legionarios en esa zona estaban por delante de sus flancos, lo que significaba que habían empujado hacia atrás a los galos que formaban el centro de las líneas de Aníbal.

Habían llegado justo a tiempo, pensó Bostar.

Mago tuvo el mismo pensamiento.

—¡Al ataque! —gritó—. ¡Al ataque!

Bostar, Safo y sus soldados obedecieron con un rugido, sin mediar palabra, y empezaron a correr a velocidad peligrosa: si alguien tropezaba, corría el riesgo de romperse un tobillo o una pierna, pero a nadie le importaba. Lo único que todos querían era verter sangre romana y clavar las armas en la carne del enemigo.

Los últimos momentos de la carrera fueron surrealistas y excitantes. Gracias al estruendo ensordecedor de la batalla, no había necesidad de preocuparse por ser sigilosos. Los triarii, su objetivo, estaban en la tercera fila y ni siquiera miraron a sus espaldas, mientras que los veteranos estaban absortos en la lucha que tenía lugar ante ellos y se iban preparando para participar. No tenían ni idea de que dos mil soldados cartagineses estaban a punto de asestar un golpe feroz a su retaguardia. Bostar siempre recordaría las caras de los primeros soldados que, por algún motivo, se giraron en su dirección. La incredulidad y el terror torcieron su rostro al descubrir a un grupo enemigo a menos de treinta pasos de distancia. Tampoco olvidaría los gritos roncos de los triarii que se habían percatado de su presencia e intentaron advertir a sus compañeros del terrible peligro que les acechaba. Ni la satisfacción al adentrarse en las filas romanas y clavar las armas en la espalda de unos hombres que no sabían que estaban a punto de morir.

Por primera vez en su vida Bostar sintió que se apoderaba de él el furor de la batalla. En la roja neblina que le rodeaba era fácil perder la cuenta del número de soldados que había matado. Era como pescar peces con la lanza en una laguna de Cartago: aproximarse, atacar, clavar y extraer. Seleccionar próximo objetivo. Cuando finalmente su lanza desafilada se atascó en la clavícula de un triarius, Bostar la descartó y desenvainó la espada. Era más o menos consciente de que tenía el brazo ensangrentado hasta el codo, pero no le importó. «Ya voy, hermanito. Padre, no te mueras.»

Al final los legionarios veteranos consiguieron dar media vuelta y enfrentarse a sus atacantes. La lucha se encarnizó, pero los hombres de Mago seguían teniendo ventaja, sobre todo cuando se rompieron los flancos enemigos. Bostar estaba exultante. El ataque combinado de las tropas y la caballería cartaginesas había sido demasiado para ese lado indefenso de la infantería aliada, que había sido hecha pedazos al no haber podido dar media vuelta para enfrentarse a la nueva amenaza.

Los supervivientes dejaron caer las armas y corrieron al Trebia. Bostar echó la cabeza hacia atrás y soltó un triunfante aullido animal. En la retaguardia vio a miles de jinetes que les esperaban. Las tropas aliadas no llegarían lejos. De repente se abalanzó sobre él un veterano con una espada dentada y Bostar recordó que todavía no habían acabado el trabajo. A pesar de que los triarii habían sufrido bajas considerables, el resto de los legionarios seguía golpeando y atravesando las líneas galas como un ariete cuyo embiste no podrían resistir mucho más. El entusiasmo de Bostar se esfumó al darse cuenta de que algunas falanges libias también habían cedido posiciones ante el asalto incesante de los legionarios. Bostar llamó la atención de Safo y señaló en esa dirección. El rostro de su hermano se contrajo enfurecido y, con energía renovada, ambos hermanos se abalanzaron de nuevo sobre los triarii.

—¡Hanno! ¡Padre! —gritó Bostar—. ¡Ya vamos!

El corazón le respondió demasiado tarde.

Cuando Aurelia entró en el dormitorio, su madre apenas se movió. Elira, que estaba sentada junto a su cama, se giró.

—¿Cómo está? —susurró Aurelia.

—Mejor —respondió la iliria—. Le ha bajado la fiebre.

Aurelia sintió que se relajaba un poco la tensión que se le había acumulado en los hombros.

—Gracias a los dioses. Y gracias a ti.

—No ha sido nada —murmuró Elira con tono tranquilizador—. No estaba tan enferma. Tan solo ha sido un fuerte resfriado de invierno. Estará recuperada para la fiesta de Saturnalia.

Aurelia asintió agradecida.

—No sé lo que haría sin ti. No solo porque te has ocupado de mi madre, sino por lo mucho que has ayudado a Suni… —Aurelia miró asustada por encima del hombro, pero por fortuna no había nadie en el atrium—, quería decir Lysander, a recuperarse.

Elira hizo un gesto con la mano restando importancia al asunto.

—Es joven y fuerte. Lo único que necesitaba era un poco de calor y comida.

—Igualmente, te lo agradezco —dijo Aurelia—. Y él también te lo agradece.

Cohibida, Elira inclinó la cabeza.

Habían pasado muchas cosas desde que, dos semanas antes, había regresado a la finca con Suniaton medio inconsciente, pensó Aurelia mientras contemplaba a su madre dormida. Por suerte Atia no cuestionó su historia sobre el modo en que le había encontrado en el bosque. Además, tuvo la gran fortuna de que cayó después una enorme tormenta de nieve que borró sus huellas hasta la cabaña. Todo el mundo pensó que Suniaton era un esclavo huido, pero según lo acordado con Aurelia, fingió ser mudo e incluso algo simplón. Como cabía esperar, Agesandros lo miró con suspicacia, pero no pareció reconocerle en ningún momento.

Aurelia no brindó al siciliano ninguna oportunidad de estar a solas con Suniaton.

—Si su amo quiere recuperarle, puede venir a buscarle —comunicó Aurelia a su madre—, pero hasta ese momento me lo quedaré. Parece griego, así que le llamaré Lysander.

Atia aceptó con una sonrisa.

—Muy bien, aunque no sobreviva —bromeó.

Pero había sobrevivido, pensó Aurelia triunfante. La pierna de Suni había mejorado lo suficiente como para permitirle cojear por la cocina y seguir las instrucciones de Julius. Por el momento estaba a salvo.

Lo que Aurelia encontraba más desesperante era el hecho de que apenas podía hablar con él. Como máximo podían intercambiar unas palabras por la noche cuando el resto de los esclavos de la cocina ya se habían ido a dormir. Aurelia aprovechaba estos momentos para preguntarle sobre Hanno. Ahora sabía mucho más acerca de su infancia y familia, sus intereses y el lugar donde vivía. El motivo por el que preguntaba tanto por Hanno era muy sencillo: así no tenía que pensar en su compromiso. Aunque era posible que Flaccus hubiera muerto junto con su padre, su madre pronto le encontraría otro marido. Y, si Flaccus había sobrevivido, se casarían en el plazo de un año. Fuera como fuese, tendría un matrimonio de conveniencia.

—Aurelia.

La voz de su madre la sacó de su estupor.

—¡Estás despierta! ¿Cómo te encuentras?

—Más débil que un bebé —susurró Atia—, pero mejor que ayer.

—¡Demos gracias a los dioses! —agradeció Aurelia con lágrimas en los ojos.

Las cosas empezaban a tener mejor aspecto.

La mejoría de su madre animó a Aurelia en gran medida y, por primera vez en días, salió a dar un paseo. Como hacía frío, la nieve que había caído en los últimos días no se había derretido. Aurelia no quería alejarse mucho de su madre o de Suni, pero le gustaba el mero hecho de poder caminar un poco por el camino. Disfrutaba con el crujido de la nieve bajo las sandalias y le gustaba sentir el frío en las mejillas después de haber pasado tanto tiempo encerrada en casa. Sintiéndose mucho más animada que en mucho tiempo, Aurelia se imaginó una situación en la que su padre no había muerto y la alegría que sentiría al verle entrar por la puerta.

Aurelia regresó a casa con este pensamiento optimista en la mente.

En el patio vio a Suniaton. Estaba de espaldas y llevaba una cesta de hortalizas a la cocina. Aurelia todavía se sintió mejor. Si podía hacer eso, debía de tener la pierna mucho mejor. Aurelia fue tras de él y, al llegar a la puerta, vio que dejaba la carga sobre la encimera. El resto de los esclavos estaban entretenidos con otras tareas, así que lo llamó.

—¡Suni! —susurró.

No reaccionó.

—¡Eh! ¡Suni! —Aurelia entró en la cocina.

Seguía sin responder. Entonces Aurelia se dio cuenta de que tenía la espalda rígida y el miedo le encogió el estómago.

—Su nido… su nido… ¡Los pájaros han empezado a hacer su nido!

—Juraría que has dicho S-u-n-i —comentó Agesandros con tono meloso surgiendo de las sombras junto a la puerta de la cocina.

Aurelia palideció.

—No, he dicho que había un nido. ¿No lo ves? Ha cambiado el tiempo. —Hizo un gesto hacia el patio y el cielo azul.

Era como si hablara con una estatua.

—Suni, Suniaton, es un nombre gugga —declaró el siciliano con frialdad.

—¿Y qué más da eso? —replicó Aurelia desesperada mirando a Julius y al resto de los esclavos, pero todos fingieron no darse cuenta de lo que sucedía. Estaba desesperada. No era la única que tenía miedo del vilicus. Y su madre seguía enferma en cama.

—¿Este miserable es cartaginés?

—No, ya te lo he dicho. Es griego. Se llama Lysander.

De repente Agesandros sacó un puñal y lo colocó en el cuello de Suniaton.

—¿Eres gugga? —No hubo respuesta y el vilicus desplazó el puñal a su entrepierna—. ¿Quieres que te corte las pelotas?

Petrificado, Suniaton sacudió la cabeza con vehemencia.

—¡Entonces habla! —gritó Agesandros retornando el puñal al cuello de Suni—. ¿Eres de Cartago?

—Sí —respondió, y dejó caer los hombros.

—¡Puedes hablar! —exclamó triunfante el siciliano, y se dirigió a Aurelia en tono acusador—: ¡Me has mentido!

—¿Y qué? —replicó ella furiosa—. ¡Tengo muy claro lo que piensas de los cartagineses!

—Ya me extrañaba a mí cuando apareciste aquí con este pedazo de escoria medio muerto con una herida de espada reciente. Seguro que es el gladiador huido. —Agesandros percibió la reacción instintiva de Suniaton—. ¡Lo sabía! —saltó.

«¡Piensa en una buena respuesta!», se dijo Aurelia antes de encararse de nuevo a Agesandros.

—¿Qué dices? ¿No crees que hubiera huido hace tiempo? —preguntó con altivez.

—Quizás a ti te haya engañado, pero a mí no —declaró Agesandros apoyándose en el puñal—. No eres ningún simplón, ¿verdad?

—No —murmuró Suniaton cansado.

—¿Dónde está tu amigo? —preguntó el siciliano.

«No digas nada —suplicó Aurelia por dentro—. Todavía no está seguro.»

Para su gran horror, Suniaton mostró su coraje una vez más.

—¿Hanno? Hace mucho tiempo que se fue. Con suerte, estará con el ejército de Aníbal.

—Qué lástima —murmuró Agesandros—. Entonces ya no nos sirves.

Suavemente, deslizó el puñal entre las costillas de Suniaton y se lo clavó en el corazón.

A Suniaton se le hincharon los ojos y soltó un grito ahogado de dolor. Las extremidades se le pusieron rígidas antes de relajarse lentamente. Agesandros le dejó caer con una extraña delicadeza y un reguero de sangre empapó la parte de delante de la túnica de Suni y se extendió por el suelo de mosaico. No se volvió a mover.

—¡No! ¡Eres un monstruo! —chilló Aurelia.

Agesandros se incorporó y estudió la hoja de su puñal con cuidado.

Presa del pánico, Aurelia dio un paso atrás hacia la cocina.

—¡No! —gritó—. ¡Julius! ¡Ayúdame!

Finalmente el corpulento esclavo acudió a su lado.

—¿Qué has hecho, Agesandros? —murmuró horrorizado.

El siciliano no se movió.

—Le he hecho un favor al señor y la señora.

—¿Qu-qué? —Aurelia no daba crédito a sus ojos.

—¿Qué crees que pensaría si descubriera que un fugitivo peligroso, un gladiador, ha logrado introducirse en su casa y poner en peligro las vidas de su mujer y su única hija? —preguntó Agesandros con aires de superioridad. Dio una patada a Suniaton—. La muerte es demasiado buena para semejante escoria.

Aurelia pensó que se iba a desmayar. Suniaton estaba muerto por su culpa. Y no podía hacer nada. Se sintió como una asesina y, a los ojos de su madre, las acciones del siciliano estarían totalmente justificadas. Aurelia dejó escapar un sollozo.

—¿Por qué no ayudáis a la señorita? —dijo Agesandros en un tono solícito que ocultaba una tremenda dureza.

Aurelia recobró la compostura.

—Tendrá un funeral decente —ordenó.

El siciliano frunció los labios.

—Muy bien.

Aurelia salió de la cocina. Necesitaba intimidad para llorar. ¡Le daba igual estar muerta como Suniaton y su padre! Ahora lo único que le quedaba era su matrimonio con Flaccus.

De pronto le vino una imagen extravagante a la mente: se vio a sí misma en la cubierta de un barco que partía de la costa italiana hacía Cartago.

«Podría escaparme —pensó—. Encontrar a Hanno. Él… ¿Cómo dejar tu vida atrás para buscar a un enemigo? —gritó su corazón—. Eso es una locura.»

No era más que una idea, pero se sintió mucho mejor al pensarlo.

Le daría fuerzas para seguir viviendo.

Quintus no se percató de la presencia de Fabricius a su lado. Simplemente notó que le arrancaban las riendas de la mano y giraban la cabeza de su caballo a un lado. Fabricius controló su propia montura con las rodillas y se dirigió al este. El caballo de Quintus estuvo encantado de seguirle. A pesar de haber sido entrenado para la caballería militar, el campo de batalla no era su entorno natural. La alegría inicial de Quintus de ver a su padre vivo superó por un momento su deseo de luchar, pero de pronto cambió de opinión.

—¿Qué haces?

—¡Salvarte la vida! —replicó su padre—. ¿No te alegras?

Quintus miró por encima del hombro: no había ni un romano a la vista, solo una masa ingente de caballos sin jinete y soldados enemigos. Por suerte, los galos que iban a atacarle habían cambiado de idea y habían decidido desmontar en busca de trofeos con sus compañeros. Quintus sintió un tremendo alivio. A pesar de su decisión de luchar y plantar cara, estaba muy contento de estar vivo, a diferencia de Calatinus, Cincius y el resto de sus compañeros, que seguramente estaban muertos. De pronto se sintió avergonzado por su pensamiento. Agarró las riendas del caballo y se concentró en el camino. A ambos lados pudo ver a otros compañeros que huían para salvarse.

Su destino común parecía ser el Trebia.

En uno de los flancos, ambas infanterías libraban una batalla feroz, cuyo resultado todavía estaba por ver. Vio a los elefantes del enemigo machacando a los soldados aliados de a pie. Las enormes bestias estaban rodeadas de jinetes, que Quintus supuso que serían númidas. Solo era una cuestión de tiempo hasta que los flancos romanos se replegaran. Si eso ocurría, los soldados de Aníbal podrían dar media vuelta y atacar a la retaguardia, y eso antes de que la caballería cartaginesa regresara al conflicto. Quintus parpadeó con fuerza para cortar las lágrimas de rabia y frustración. ¿Cómo podía haber sucedido esto? Hacía apenas dos horas que habían perseguido a un enemigo desorganizado hasta el otro lado del río.

Unos gritos roncos obligaron a Quintus a regresar a la realidad. Para su gran horror, los galos que tenían detrás habían reanudado la persecución. En cuanto hubieron hecho acopio de los trofeos, regresó su sed de sangre. Se le hizo un nudo en el estómago. Los soldados que cabalgaban junto a él no estaban en situación de luchar, ni tampoco lo estaba él, reconoció avergonzado. Quintus se preguntó si las cosas estarían igual en el otro flanco donde se hallaba la caballería aliada. ¿También habría roto filas y huido?

Fabricius vio a sus nuevos perseguidores.

—Vayamos en esa dirección.

Para gran sorpresa de Quintus, Fabricius señaló al norte. Al ver la mirada inquisitiva de su hijo, Fabricius comentó:

—Habrá demasiados soldados tratando de vadear el río por el mismo punto que lo cruzamos antes. Será una carnicería.

Quintus recordó el paso estrecho que conducía al vado y sintió un escalofrío.

—¿Adónde deberíamos ir?

—Placentia —respondió su padre en tono inquietante—. No tiene sentido regresar al campamento. Aníbal podrá hacerse con él sin problemas. Necesitamos la protección de unas murallas de piedra.

Abatido, Quintus asintió.

Reunieron al máximo número de hombres posible y tomaron rumbo a Placentia, donde quizás encontrarían refugio.

Resultaba irónico que Hanno debiera su vida a la eficiencia romana y no al hecho de que él y sus hombres se hubieran alzado victoriosos. Ni mucho menos. La posición de lo libios junto a los galos significó que muchos compartieron el destino de los aliados locales. Cuando los galos finalmente sucumbieron ante la masa de legionarios muy bien armados, algunas de las falanges fueron arrastradas por la lucha y todos los lanceros acabaron aniquilados. Fue una cuestión de pura suerte que las unidades de Malchus y Hanno no se vieran afectadas. Exhaustos y ensangrentados, continuaron luchando pese a ser empujados a un lado por la gran mole de soldados romanos.

De algún modo, Hanno logró aprovechar las pausas naturales de la lucha para recobrar el control de su falange. Ordenó a los lanceros de la retaguardia que pasaran los escudos y las lanzas hacia delante de modo que la unidad tuviera un aspecto más normal, al menos al frente. Malchus emuló a Hanno. Una vez restaurada la pantalla defensiva de las falanges, estas fueron más difíciles de batir. Sin sus pila, los romanos no tenían más remedio que usar los gladii, que eran más cortos que las lanzas libias, tal y como pronto descubrieron los legionarios que se enfrentaron a la unidad de Hanno. Por lo tanto, al ver que los hastati y principes a su derecha avanzaban sin dificultad a través de los remanentes de las filas galas, decidieron marcharse y seguir a sus compañeros.

Exhaustos, los hombres de Hanno les contemplaron entre sorprendidos y aliviados.

Los romanos habían desaparecido y, curiosamente, no se giraron para atacar la retaguardia de los cartagineses. Hanno no se lo podía creer. Todavía quedaban algunos pequeños grupos de legionarios aislados que seguían luchando, pero la mayor parte de la infantería enemiga había cruzado las filas de Aníbal por el centro y solo parecía interesada en dirigirse al norte. Por la cuenta que le traía a Hanno, podían largarse tranquilamente. Sus hombres no estaban en situación de iniciar una persecución. Y la falange de su padre tampoco. Además, los músicos apostados junto a Aníbal no hicieron sonar la orden de persecución, lo que significaba que su general compartía su opinión. Después de haber dispuesto a los soldados de a pie en una única fila, ya no le quedaban reservas para perseguir a los legionarios que se batían en retirada.

Con el corazón palpitante, Hanno analizó la situación. No había señal alguna de la infantería enemiga. La combinación de elefantes, númidas y escaramuzadores había hecho huir a los romanos. A su derecha, donde había estado el frente de la falange hasta que los romanos la desplazaron a un lado, no se veía ni un alma en el campo de batalla. De pronto a Hanno le asaltó una combinación de exultación y temor. Habían ganado, ¿pero a qué precio? Alzó la mirada al cielo y ofreció una sentida plegaria a los dioses: «Gracias, gran Melcart, Tanit omnipresente y Baal Safón todopoderoso por vuestra ayuda en esta victoria. Gracias por vuestra misericordia y por perdonarnos la vida a mi padre y a mí. También os imploro humildemente que salvéis la vida de mis hermanos —Hanno suspiró hondo—, y si no puede ser, que todas sus heridas sean en el frente.»

Al poco rato tuvo un encuentro conmovedor con su padre. Cubierto de sangre y con mirada dura, Malchus no dijo nada, pero atrajo hacia a sí a su hijo y le dio un abrazo que hablaba por sí solo. Cuando se separaron, Hanno se emocionó al ver que también los ojos de su padre estaban bañados en lágrimas. Malchus había dado más muestras de emoción en las últimas semanas que desde que había muerto su madre.

—Ha sido una batalla dura, pero has sabido mantener tu falange en posición —murmuró Malchus—. Aníbal será informado de ello.

Hanno pensó que iba a estallar de orgullo. La aprobación de su padre era diez veces más importante para él que la del general.

Malchus retomó enseguida su habitual tono formal.

—Todavía queda mucho trabajo por hacer. Despliega a tus hombres y diles que maten a todo romano que encuentren con vida.

—Sí, padre.

—Y haz lo mismo con nuestros hombres que estén malheridos —añadió Malchus.

Hanno parpadeó.

La expresión de Malchus se suavizó un momento.

—De lo contrario, morirán en peores circunstancias: de frío, congelación o pasto de los lobos. Un final rápido en manos de un compañero es mucho mejor que eso, ¿no crees?

Hanno asintió con un suspiro.

—¿Y tú?

—Los heridos leves pueden sobrevivir si les sacamos de aquí, pero pronto oscurecerá, así que debo actuar rápido —respondió dando un empujón a Hanno—. Vamos. Y de paso busca a Safo y Bostar.

«¿Vivos o muertos? ¿Qué habría querido decir su padre?», se preguntó Hanno nervioso mientras se ponía en marcha.

Sus hombres respondieron entusiasmados a la idea de matar a más romanos, pero no les hizo ninguna gracia la idea de matar a sus compañeros, aunque pocos se opusieron después de explicarles las alternativas. ¿Quién deseaba esperar hasta la noche para encontrarse con una muerte segura?

Empezaron a avanzar por el campo de batalla en una fila larga. Tras un combate en el que habían participado tantos hombres, el suelo se había transformado en una masa de barro rojo que a Hanno se le pegaba a las sandalias. Solo unas pequeñas zonas de nieve permanecían intactas, parcelas de brillante nieve blanca que resaltaban entre la costra marrón y escarlata que cubría el resto del suelo. A Hanno le impactó la magnitud del horror. Esta era tan solo una pequeña parte del campo de batalla, pero contenía miles de soldados muertos, heridos y agonizantes.

Ahora eran tristes figuras solitarias que yacían apiladas en montones irregulares: galos entremezclados con hastati y libios bajo principes, su enemistad olvidada en el frío abrazo de la muerte. Algunos seguían aferrados a las armas, pero otros las habían descartado para agarrarse las heridas antes de morir. Muchos romanos tenían lanzas clavadas en el cuerpo, mientras que innumerables pila estaban incrustadas en los cuerpos cartagineses. Hanno pronto sintió náuseas al ver tantas extremidades cortadas. Se secó la boca y se obligó a continuar buscando. En varias ocasiones vislumbró los rostros de Safo y Bostar entre los muertos para después descubrir que se había equivocado.

Al final Hanno perdió toda esperanza de encontrar a sus hermanos vivos.

Le resultaba especialmente duro contemplar a los soldados que habían perdido las extremidades. Los más afortunados ya habían muerto, pero el resto llamaba a sus madres mientras que la poca sangre que les quedaba en el cuerpo se esparcía por el suelo semicongelado. Matarlos era un acto de piedad y por muy atroz que fuera un caso, siempre había otro que lo superaba. El sufrimiento de sus compañeros le partía el corazón. Además, era responsabilidad suya examinarles y decidir al momento si debían vivir o morir en función de la gravedad de sus heridas, y por regla general era lo segundo.

Apretando los dientes, Hanno mató a hombres que, temblorosos, estaban a punto de perder el conocimiento agarrándose los intestinos y con el olor de su propia mierda llenándoles la nariz. Los que gemían y escupían un líquido rosado y espumoso significaba que habían sufrido una herida en el pulmón y que también debían morir. Los más afortunados eran los que gritaban y se movían agarrándose el brazo con una herida abierta que mostraba el hueso o con un tendón roto en la pierna. Su reacción al ver a Hanno y sus hombres —los únicos ilesos a su alrededor— era siempre la misma, ya fueran libios, galos o romanos: estiraban sus manos ensangrentados pidiendo ayuda. Hanno tranquilizaba a los cartagineses, pero solo ofrecía silencio y una puñalada rápida al enemigo. La tarea que le había sido encomendada era peor que el combate cuerpo a cuerpo. Hanno ya no podía más. Lo único que deseaba era encontrar los cuerpos de sus hermanos y regresar al campamento.

Cuando primero oyó la voz familiar de Safo y después la de Bostar llamándole, Hanno no reaccionó. Cuando sus gritos se volvieron más insistentes, no podía creérselo. Allí estaban sus hermanos, a tan solo cincuenta pasos de él en medio de los hombres de Mago. «Es un milagro», pensó Hanno aturdido. Tenía que ser un milagro que los cuatro hubiesen sobrevivido a semejante carnicería.

—¿Hanno? ¿Eres tú? —preguntó Safo incapaz de ocultar la incredulidad y alegría de su voz.

Hanno parpadeó para contener las lágrimas.

—Sí, soy yo.

—¿Y padre? —inquirió Bostar con voz ahogada.

—Está bien —gritó Hanno, sin saber si reír o llorar.

Al final, acabó riendo y llorando a la vez, al igual que Bostar. Y, un instante más tarde, hasta Safo tenía lágrimas en los ojos cuando se fundieron en un fuerte abrazo. Los tres apestaban a sudor, sangre, barro y otros olores demasiado terribles de imaginar, pero a ninguno le importaba.

En ese momento olvidaron todas sus rencillas, pues lo único que importaba era que seguían vivos.

Al final, sonriendo como tontos, se separaron. Seguían sin dar crédito a sus ojos y continuaron agarrándose de los brazos y los hombros durante un buen rato. Finalmente, posaron la vista sobre la devastación que les rodeaba. A sus oídos ya no llegaba el estruendo de la batalla, sino las voces de los innumerables heridos y mutilados, hombres que estaban desesperados por ser encontrados antes de que cayera la noche y sucumbieran a una muerte segura.

—Hemos ganado —declaró Hanno asombrado—. Aunque los legionarios hayan escapado, el resto ha roto filas y huido.

—O han muerto en combate —gruñó Safo, cuyo tono había recobrado su dureza habitual—. Después de todo lo que nos han hecho esos hijos de puta, se lo tenían merecido.

Bostar se estremeció cuando Safo señaló las pilas de muertos, pero asintió.

—No creáis que hemos ganado la guerra —advirtió—, esto es solo el principio.

Hanno pensó en Quintus y su obstinada determinación.

—Lo sé —respondió apesadumbrado.

—Roma tiene que pagar todavía más por todos los agravios infligidos a Cartago —declaró Bostar levantando el puño ensangrentado.

—Con su sangre —añadió Safo, y agarró el puño de Bostar.

Ambos miraron a Hanno expectantes.

De pronto a Hanno le vino a la mente el rostro sonriente de Aurelia. A pesar de su confusión, solo necesitó un instante para enterrarlo en un profundo rincón de su cerebro. ¿En qué estaría pensando? Aurelia era del bando enemigo, al igual que su hermano y su padre. Aunque no les deseaba ningún mal, no podían ser amigos. ¿Cómo era eso posible después de lo que había sucedido aquí hoy? En ese momento Hanno decidió que jamás volvería a pensar en ellos. Era la única manera de zanjar el problema.

—¡Con sangre! —rugió levantando la mano para agarrar las de sus hermanos.

Los tres intercambiaron una mirada feroz.

«Esto es lo que somos —pensó Hanno orgulloso—, lobos cartagineses que hemos venido a zamparnos las ovejas romanas en sus propios prados. Que los granjeros de Italia tiemblen en la cama porque no dejaremos ni un rincón de su tierra sin remover.»

Lo que más recordaba Quintus de su trayecto a Placentia era el frío extremo. El viento había seguido soplando del norte con ráfagas potentes que amenazaban con hacerles caer del caballo y, a pesar de que no lo consiguió, el aire frío le penetró hasta los huesos. Al principio, el esfuerzo y la emoción de la persecución le habían mantenido caliente, al igual que el posterior miedo que había hecho que el corazón le latiera con fuerza. Sin embargo, ahora, con la ropa empapada de sudor, pensaba que se iba a congelar. Sus compañeros se hallaban en la misma situación que él, así que apretó los dientes que tanto le castañeaban y siguió cabalgando. Después de lo que habían pasado, el silencio era la mejor opción.

Perdidos en su propio abatimiento, los veinte jinetes que había logrado reunir Fabricius solo se centraron en seguir a su líder. Encorvados sobre sus monturas, sin casco y con la capa empapada rodeándoles el cuerpo, eran la viva imagen de la desolación. Era como si adivinasen que el ejército de Aníbal había vencido sin saberlo realmente, pensó Quintus. Cuando huyeron, la batalla seguía en pleno desarrollo, pero era difícil imaginar que las legiones de Longo hubieran podido vencer con los flancos tan expuestos.

Quintus se sentía como un cobarde, pero su miedo había remitido lo suficiente como para plantearse luchar de nuevo, y por ello había cabalgado varias veces hasta la cabeza de su pequeña columna para comentarlo con su padre.

Fabricius no estaba de humor para hablar.

—¡Cállate! —gruñó cuando Quintus le sugirió que dieran media vuelta—. ¿Qué sabes tú de estrategias de batalla? —Y, cuando al poco rato su hijo lo intentó de nuevo, Fabricius estalló—: ¡Cuando la caballería rompe filas no se reúne después para luchar de nuevo! ¡Tú estabas allí! ¡Ya viste cómo corrían y lo que me costó arrancar a este grupo del campo de batalla! ¿Realmente crees que con este tiempo y a punto de oscurecer van a dar media vuelta y enfrentarse a los galos e íberos de nuevo? —preguntó mirando a Quintus, que sacudió la cabeza—. Entonces, ¿qué pretendes que hagamos? ¿Qué nos suicidemos atacando solos al enemigo? ¿Y qué sentido tiene eso? Y no me vayas a hablar ahora de «la muerte con honor». ¡No es nada honorable morir como un tonto!

Afectado por la ira de su padre, Quintus agachó la cabeza. Ahora, además de sentirse como un cobarde, se sentía como un fracasado.

Después estuvieron cabalgando largo rato sin hablar.

Por fin la diosa Fortuna echó una mano a los soldados y los guio hasta un vado del río. Cuando llegaron a la orilla este, ya casi era de noche. Quintus se volvió hacia las aguas oscuras. Jamás se había sentido tan abatido en su vida. La nieve seguía cayendo y millones de pequeñas motas blancas le nublaron la visión. Reinaba una profunda tranquilidad. Era como si el campo de batalla jamás hubiera existido.

—Quintus —dijo Fabricius en un tono más suave que antes—. Vamos, todavía queda mucho para llegar a Placentia.

Quintus dio la espalda al río Trebia y, en cierto modo, a Hanno y su amistad. Sintiéndose vacío por dentro, siguió a su padre.

Llegaron a Placentia al cabo de una hora. Quintus jamás había estado tan contento de ver una ciudad o de que un centinela le pidiera el santo y seña. No obstante, los rostros asustados de los soldados en las murallas alejaron de su mente la idea de sentarse junto a un fuego reconfortante. Seguramente habían recibido noticias de la batalla. A pesar de su temor, los centinelas abrieron las puertas enseguida al ver a Fabricius, que pronto fue informado por el oficial de los guardias de que un puñado de jinetes había llegado antes que ellos y habían dicho que todo el ejército había sido aniquilado. Dado que no había señales de Longo ni de la infantería, el temor de los soldados en la plaza fuerte no había hecho más que aumentar. Fabricius, furioso ante el daño causado por estos informes injustificados, exigió ver al oficial del fuerte.

Poco después padre e hijo estaban envueltos en mantas y bebiendo un caldo caliente en compañía del mismísimo Praxus, el comandante del fuerte. El resto del grupo había sido llevado a sus alojamientos. Praxus era un individuo robusto de cara rubicunda que apenas cabía en su sucia coraza, que había visto días mejores. Praxus caminaba nervioso de un lado a otro de la habitación mientras padre e hijo entraban en calor junto a un brasero de hierro colado. Al final Praxus hizo la pregunta que tanto le inquietaba:

—¿Debemos esperar la llegada de Aníbal mañana?

Fabricius suspiró.

—Lo dudo mucho. Sus soldados necesitarán descansar tanto como los nuestros. Tampoco debemos perder la esperanza de que llegue Longo. La última vez que vi a las legiones, seguían resistiendo.

Praxus se estremeció. La nuez se le movía de arriba abajo.

—¿Dónde está, entonces?

—No lo sé —respondió Fabricius en tono seco—. Pero Longo es un hombre muy preparado y no se rendirá fácilmente.

Praxus reanudó su paseo ante la mirada impasible de Fabricius.

—Preocuparnos no nos servirá de nada. Y este idiota es incapaz de detener los rumores. Hasta es probable que él haya iniciado alguno —murmuró a Quintus antes de cerrar los ojos—. Despiértame si hay alguna noticia.

Quintus intentó mantenerse alerta con todas sus fuerzas, pero pronto le asaltó el sueño. Si Praxus quería recuperar sus sillas junto al fuego, les tendría que despertar, pensó antes de caer dormido.

Al cabo de un rato un centinela les despertó para avisarles de la llegada del cónsul. Parecía un milagro, pero le acompañaban casi diez mil legionarios. Quintus sonrió a su padre y Fabricius le guiñó un ojo.

—Te lo dije —comentó Fabricius.

La actitud abatida de Praxus se tornó en saltitos de alegría y de pronto se sintió muy importante.

—Debo ceder mis aposentos a Longo —comentó altivo—. Será mejor que os marchéis. Uno de mis oficiales os buscará alojamiento —dijo sin mencionar el nombre del oficial en cuestión.

Fabricius hizo una mueca ante el valor renovado de Praxus y su mala educación, pero se levantó de la silla sin protestar y Quintus hizo lo mismo. Praxus apenas se molestó en despedirlos. Por suerte, el oficial que les había conducido ante él seguía en la puerta y, al oír su historia, se ofreció a compartir su alojamiento con ellos.

Apenas se habían movido de su sitio cuando oyeron el sonido de pasos que avanzaban en su dirección por un estrecho pasillo. La luz de las antorchas bailaba sobre las paredes oscuras de los edificios. Quintus sintió correr la adrenalina por sus cansadas venas. Miró a su padre, que también parecía muy interesado en el grupo, y le preguntó moviendo los labios: «¿Longo?» Su padre asintió.

—Alto —ordenó Fabricius.

El oficial que les acompañaba cumplió la orden de inmediato, pues sentía tanta curiosidad como ellos por saber quiénes eran los que se acercaban. No tardaron en ver a un gran grupo de triarii. Los soldados situados en el extremo de cada fila portaban una antorcha que iluminaba bastante bien al resto.

—¡Dejad paso al cónsul! —grito un oficial a la cabeza del grupo.

Al oírlo, Quintus suspiró aliviado. Sempronio Longo había sobrevivido y Roma no había perdido su orgullo.

Los triarii apenas ralentizaron el paso al pasar por su lado, pues uno de los dos hombres más importantes de la República no iba a esperar mientras un par de mugrientos soldados le contemplaban boquiabiertos, sobre todo en una noche como esta.

Quintus no pudo contenerse.

—¿Qué ha pasado? —inquirió, pero su pregunta se la llevó el viento.

Padre e hijo intercambiaron una mirada grave y reanudaron su camino. Poco después se encontraron con un grupo de príncipes. Impaciente por saber cómo había acabado la batalla, Quintus llamó la atención de un hombre bajo y rechoncho que llevaba un escudo decorado con dos lobos que gruñían.

—¿Habéis ganado? —preguntó.

El princeps hizo una mueca.

—Depende de lo que entiendas por ganar —murmuró—, pero Aníbal no olvidará rápido a los legionarios que han luchado en Trebia.

Quintus y Fabricius se miraron sorprendidos y complacidos a la vez.

—¿Disteis media vuelta y atacasteis la retaguardia cartaginesa? —preguntó Fabricius exaltado—. ¿La infantería aliada consiguió batir a los elefantes y escaramuzadores?

El soldado miró al suelo.

—No exactamente, señor.

Ambos le miraron sin comprender nada.

—¿Entonces qué? —preguntó Fabricius.

El princeps se aclaró la garganta.

—Después de romper la línea enemiga, Longo nos ordenó que abandonáramos el campo de batalla —respondió, y una sombra cruzó su rostro—. Los flancos se quebraron, señor. Me imagino que el cónsul no estaba seguro de que fueran a cambiar las tornas.

—¿Y las tropas aliadas? —susurró Quintus.

Su silencio posterior valía por mil palabras.

—¡Por Júpiter santo! —maldijo Fabricius—. ¿Están muertos?

—Quizás algunos hayan huido al campamento —admitió el princeps—. Solo el tiempo lo dirá.

A Quintus le daba vueltas la cabeza. Habían perdido a decenas de miles de soldados.

Su padre estaba más centrado.

—En ese caso, creo que seremos nosotros quienes recordemos a Aníbal y no al revés —observó con acritud—. ¿No crees?

—Sí, señor —farfulló el princeps, y miró anhelante a sus compañeros, que estaban a punto de doblar la próxima esquina y desaparecer.

—Vete —ordenó Fabricius con un movimiento de cabeza.

Aturdido, Quintus contempló cómo el soldado se alejaba corriendo.

—Quizá Praxus tenga razón y Aníbal se presente aquí al amanecer —murmuró.

—¡No quiero oírte hablar así! —interrumpió su padre con una mueca feroz—. Roma no se rinde tras una sola derrota, ¡y menos ante unos invasores extranjeros!

Quintus hizo acopio de valor antes de plantear su siguiente pregunta.

—¿Y qué pasará ahora con Aníbal?

—Por ahora nos dejará en paz —declaró Fabricius—. Se contentará con obtener el apoyo de más tribus galas durante el invierno.

A Quintus le tranquilizó el tono seguro de su padre.

—¿Y nosotros?

—Aprovecharemos el tiempo para reagruparnos y para formar nuevas legiones y unidades de caballería. Si hay algo que no le falta a Roma es hombres. En primavera ya habremos sustituido a los soldados que hemos perdido hoy. —«Y yo me habré ganado un ascenso que me permitirá mantener a los prestamistas a raya», sonrió Fabricius convencido—. ¡Ya verás!

Los ánimos de Quintus por fin mejoraron y asintió con vehemencia. Pronto volverían a enfrentarse a los cartagineses, ya fuera en las mismas condiciones o en condiciones de superioridad, y tendrían la oportunidad de recuperar el honor que, para él, habían dejado en el campo de batalla.

Roma resurgiría y arrancaría la victoria de las manos de Aníbal.

Fin