DE CERCA
Los númidas habían desaparecido y Fabricius reagrupó a sus hombres junto a la orilla. Cruzaron juntos el río y pasaron por el lugar en que su patrulla había sido aniquilada por Hanno y sus soldados. Quintus trató de no pensar en lo sucedido. Miró al cielo. Había dejado de nevar e intentó sentirse agradecido.
—¿Qué hora es? Debe ser al menos la hora quinta.
—¿Qué más da? —gruñó Calatinus—. Lo único que sé es que tengo la boca seca y un agujero en el estómago.
—Toma. —Quintus le ofreció su odre de agua.
Agradecido, Calatinus tomó varios sorbos.
—¡Qué fría! —se quejó.
—Da las gracias por no ser un legionario —dijo Quintus señalando el río, donde miles de soldados se estaban preparando para vadearlo en pos de la caballería.
Calatinus hizo una mueca.
—Cruzarlo a caballo ya ha sido lo bastante desagradable. Pobres, el agua les debe de llegar al pecho.
—Con la lluvia del invierno, hasta los afluentes van repletos de agua. Los pobres tendrán que sumergirse varias veces. Me entran escalofríos solo de pensarlo —dijo Quintus.
—El combate les hará entrar en calor —comentó Cincius.
Quintus y sus dos compañeros fueron de los primeros en surgir de la arboleda y se detuvieron en el acto. Soltaron una maldición. La persecución había llegado a su fin.
A unos quinientos metros distinguieron a las tropas cartaginesas. Miles de hombres se extendían de derecha a izquierda.
—¡Alto! —ordenó Fabricius—. Es una pantalla de protección. No tiene sentido que nos acerquemos. Sería un suicidio.
Sus hombres increparon a los jinetes enemigos, de los cuales ya no podrían vengarse.
Fabricius encontró a Quintus y sonrió al ver que estaba ileso.
—Menuda mañana, ¿eh?
Quintus sonrió.
—Sí, padre, pero hemos conseguido asustarles, ¿eh?
—Umm. —Fabricius observó las nubes del cielo y frunció el ceño—. Va a volver a nevar y habrá que esperar un buen rato hasta que comience el combate. Las legiones y los socii tardarán horas en estar en posición. Para entonces, los hombres estarán medio muertos de frío.
Quintus miró a su alrededor.
—Algunos ni siquiera llevan capas.
—Están demasiado entusiasmados por batir al enemigo —respondió Fabricius gravemente—. ¿Qué te juegas a que ni siquiera dieron de comer o beber a sus caballos?
Quintus se sonrojó. Había olvidado la norma más básica.
—¿Qué deberíamos hacer?
—¿Ves esos árboles?
Quintus vio el denso hayedo a su izquierda.
—Sí.
—Refugiémonos allí. Quizás a Longo no le haga gracia, pero no está aquí. De todos modos podremos responder rápidamente si hay alguna amenaza para los legionarios, aunque no creo que sea probable. Aníbal ha montado esta pantalla de protección a propósito porque quiere entrar en batalla —declaró Fabricius—. Hasta que empiece la lucha o recibamos órdenes de lo contrario, deberíamos intentar mantenernos calientes.
Quintus asintió agradecido. Era consciente de que la guerra no solo consistía en derrotar al enemigo en combate: tener iniciativa también era importante.
Por lo tanto, mientras que el resto de la caballería y los velites esperaban a que los legionarios vadearan el Trebia, Fabricius llevó a sus jinetes a buen recaudo.
Al cabo de dos horas, Hanno no podía dejar de temblar, y sus soldados se encontraban en la misma situación. Era una verdadera tortura estar de pie en una llanura abierta en un clima tan inclemente. La nieve había cesado, pero había sido sustituida por aguanieve y el viento volvía a soplar con fuerza, azotando
a los cartagineses y romanos con una furia implacable. La única oportunidad que tuvieron sus hombres de calentarse fue cuando recibieron instrucciones de retirarse al campamento.
—¡Menudos hijos de puta! —gritó Malchus, que había venido a verle—. ¿Cuándo dejarán de venir?
Hanno contempló el terreno rebosante de soldados que se extendía frente a ellos.
—Debe de ser todo el ejército romano.
—Me imagino que sí —respondió su padre con aire sombrío antes de soltar una carcajada—: piensa que por mucho frío que tengan tus hombres, ellos están mucho peor. Lo más probable es que no hayan comido y, además, están empapados.
Hanno tembló. Se imaginó el frío que debía de causar el viento sobre la ropa y la cota de malla mojadas. Debía de ser desmoralizador y consumir muchas energías.
—Mientras tanto, nosotros estamos preparados y a la espera.
Hanno miró a ambos lados. En cuanto los númidas se habían retirado para guarecerse, él y sus hombres habían vuelto a formar la línea de batalla que había ordenado Aníbal, que consistía en una única línea de infantería con los hombres muy juntos entre sí. Los honderos y los escaramuzadores númidas estaban colocados a unos trescientos pasos frente a la principal línea de batalla. El general no dispuso en el centro a las tropas de infantería más fuertes, los libios y los íberos, sino que ese espacio lo ocupaban unos ocho mil galos.
—¿No crees que deberíamos estar nosotros allí en vez de los nuevos reclutas? —preguntó enfadado.
Malchus le dirigió una mirada calculadora.
—Piensa en ello. Escúchales.
Hanno escuchó con atención y oyó los gritos de guerra y los toques ensordecedores de sus cuernos.
—Están encantados con el honor que les ha concedido Aníbal y ello aumentará su lealtad.
—Así es. Para ellos, el orgullo lo es todo —respondió Malchus—. ¿Y qué mejor que estar en el centro? Pero hay otro motivo. El combate más intenso y las peores bajas se producirán allí también y Aníbal desea evitar que ese sea nuestro destino o el de los íberos.
Hanno miró a su padre sorprendido.
—¿Crees que es esa su intención?
—Desde luego —respondió Malchus—. Los galos son fáciles de sustituir, pero los scutarii y caetrati no. Por eso nos ha colocado en los extremos.
Hanno sintió que aumentaba su respeto por Aníbal al tiempo que contemplaba a los diecisiete elefantes situados delante de ellos. El resto estaba en el otro lado, delante de los íberos. Se dio cuenta de que los animales también actuaban de protección para la infantería pesada. En los flancos se encontraban cinco mil númidas y la caballería íbera y gala. La superioridad de los cartagineses en esta área le permitiría a Aníbal ganar la batalla de caballería. Mientras tanto, los galos deberían resistir el martilleo de las legiones romanas en el centro de la línea cartaginesa.
—¿Los galos resistirán? —preguntó ansioso.
—Es probable que no —respondió Malchus con la mandíbula apretada—. Son valientes, pero no disciplinados.
Hanno les echó un vistazo. Pocos llevaban armadura. A pesar del clima, la mayoría iba a pecho descubierto. Estaba claro que las cotas de malla y los escudos de los legionarios serían una dura prueba para ellos.
—Sin embargo, si resisten y la caballería tiene éxito…
Malchus sonrió ante la perspectiva.
—Nuestras tropas en los extremos tendrán una buena oportunidad de atacar los flancos de la formación romana.
—Y entonces aparecerán las fuerzas de Mago.
—Así espero, porque nuestro destino estará en sus manos —respondió su padre.
Hanno apenas podía resistirlo.
—¡Tienen que cuadrar tantas cosas para que podamos ganar!
—Así es. Y los galos se enfrentan a la más ardua de las tareas.
Hanno cerró los ojos y suplicó que todo se desarrollara según el plan previsto.
«Gran Melcart —suplicó—, has ayudado a Aníbal hasta ahora, por favor, vuelve a hacer lo mismo por él hoy.»
Mientras Quintus y sus compañeros intentaban entrar en calor, Fabricius vio a uno de los mensajeros del cónsul y fue a hablar con él. En cuanto hubieron hablado, volvió al hayedo a toda velocidad.
—Longo quiere a todos los équites en el flanco derecho y a los jinetes aliados en el izquierdo. Tenemos que cabalgar hacia el norte, hacia el otro extremo de la línea de batalla.
—¿Cuándo? —preguntó Quintus irritado, cuya exultación anterior había sucumbido ante la crudeza del frío.
—¡Ahora! —Fabricius llamó a los decuriones—. ¡Formad a los hombres! ¡Partimos de inmediato!
Cuando abandonaron la protección de los árboles, Quintus tuvo la impresión de que el viento soplaba con más ímpetu y les robaba el poco calor que habían acumulado durante ese rato. Fue la gota que colmó el vaso. «Cuanto antes empiece el combate, mejor —pensó—. Cualquier cosa será mejor que la tortura del frío.»
Fabricius les condujo al frente del ejército a través del pasillo que había entre las tres líneas de soldados apostados y Quintus pudo hacerse una idea bastante exacta de los efectivos romanos. Longo había ordenado a las legiones que se desplegaran siguiendo el patrón tradicional en el que se dejaba una distancia de cien pasos entre cada fila. Los veteranos triarii ocupaban la retaguardia, en el centro estaban los principes —hombres que se encontraban en la veintena y la treintena— y, a continuación, los hastati, los miembros más jóvenes de las fuerzas de infantería. En primera línea se hallaban los exhaustos velites que, tras haber estado luchando toda la noche, serían los primeros en combatir al enemigo.
Las tres líneas están formadas por manípulos. Los de los hastati y los principes constaban de dos centurias de entre sesenta y setenta soldados. En el caso de los triarii, como eran menos, los manípulos solo contenían dos centurias de treinta hombres cada una. Las unidades de cada línea no formaban todavía un frente continuo. Las centurias estaban colocadas una frente a la otra dejando un pasillo entre cada unidad cuyo ancho era equivalente al frontal del manípulo. Las unidades de la segunda y tercera fila se posicionaban detrás de los espacios frontales formando un quincunx a semejanza del número «5» del dado. Esta configuración permitía recomponer de forma rápida la formación de combate, de manera que la última centuria de cada manípulo corría para colocarse junto a la primera. Además, permitía a los soldados que estaban cansados retirarse del combate sin peligro y permitir que los compañeros más frescos accedieran al enemigo.
Dado que el flanco derecho se hallaba lejos, Quintus también tuvo la posibilidad de analizar las fuerzas cartaginesas, que se hallaban a unos quinientos metros, lo bastante cerca como para mostrar su superioridad en caballería y las filas amenazantes de al menos dos docenas de elefantes. El sonido de los cuernos y los carnyxes era constante y muy distinto de las trompetas romanas. Estaba claro que Aníbal tenía menos tropas que Longo, pero sus huestes tenían un aspecto temible, además de inusual.
A medida que pasaba el tiempo, Quintus se sentía cada vez más expuesto, pero por suerte no tuvo que esperar mucho. En cuanto hubieron pasado las cuatro legiones regulares, vieron a Longo y sus tribunos en la intersección entre estas y las tropas aliadas del ala derecha. Por fin la unidad de Fabricius llegó hasta la caballería romana que, con su incorporación, no superaba el millar de jinetes. Los soldados que ya estaban en posición les preguntaron socarrones por qué habían tardado tanto.
—¡Follándome a tu madre! —gritó con descaro uno de los hombres de Fabricius—. ¡Y a tus hermanas también!
La broma fue acogida con gritos airados e insultos. Para gran sorpresa de Quintus, Fabricius sonrió ante la escena.
—Muchos morirán pronto y estas cosas les ayudan a no pensar en ello.
A Quintus le angustió pensar en las bajas. ¿Sobreviviría hasta el próximo amanecer? ¿Y su padre, Calatinus o Cincius? Contempló los rostros familiares de los hombres que había conocido en las últimas semanas. No todos le caían bien, pero eran sus compañeros de armas. ¿Quién acabaría el día tumbado ensangrentado en el frío barro? ¿Quién acabaría ciego o tullido? Quintus sintió que las garras del pánico se le aferraban al estómago.
Su padre le tocó el brazo.
—Respira hondo —le aconsejó.
Quintus lo miró preocupado.
—¿Por qué?
—Haz lo que te digo.
Quintus obedeció, aliviado de que Calatinus y Cincius estuvieran entretenidos hablando.
—Contén la respiración —ordenó Fabricius—. Escucha tu corazón.
No sería difícil, pensó Quintus, ya que el corazón le golpeaba las costillas como un pájaro que desea escapar de una jaula.
Su padre aguardó unos minutos.
—Ahora deja escapar el aire por la boca. Lentamente. Cuando hayas acabado, hazlo otra vez.
Nervioso, Quintus miró a su alrededor, pero nadie parecía prestarle ninguna atención. Volvió a repetir el ejercicio como le había dicho su padre. Después de tres o cuatro respiraciones, notó que el pulso le iba más despacio y que ya no sentía tanto miedo.
—Todo el mundo tiene miedo antes de entrar en combate —dijo su padre—. Incluso yo. La idea de tener que atacar a un grupo de hombres cuyo trabajo es matarte aterra a cualquiera. El truco consiste en pensar solo en los compañeros a tu derecha e izquierda, ellos son los únicos que importan a partir de ahora.
—De acuerdo —murmuró Quintus.
—Todo irá bien. Ya verás —aseguró Fabricius dándole una palmada en la espalda.
Quintus, que se sentía más tranquilo, asintió.
—Gracias, padre.
En cuanto tuvo al ejército en posición, sonaron las trompetas y ordenó a la infantería que avanzara. Los soldados obedecieron y comenzaron a caminar sobre el suelo helado. Resonaron con fuerza las plegarias a los dioses y los portaestandartes levantaron los brazos para que todo el mundo viera el animal dorado que sería su talismán. Cada legión poseía cinco estandartes: un águila, el Minotauro, un caballo, un lobo y un jabalí, todos ellos figuras muy veneradas. Quintus deseó que su unidad también los tuviera, incluso la infantería aliada llevaba estandartes similares, pero por razones que desconocía, la caballería no tenía ninguno.
A pesar de ello, se harían con la victoria, pensó Quintus antes de apretar las rodillas contra el lomo del caballo para instarle a avanzar.
Como era imprescindible que los romanos pasaran el escondrijo de Mago, los cartagineses debían permanecer en posición mientras el enemigo avanzaba hacia ellos. Mientras tanto, a los soldados solo les quedaba rezar o realizar unas últimas comprobaciones del equipo. Siguiendo el ejemplo de su padre, Hanno dio una breve arenga a sus hombres. Les dijo que se encontraban allí para demostrar a Roma que no podía meterse con Cartago y para resarcirse de las injusticias que los romanos habían cometido contra el pueblo cartaginés. A pesar de que a los lanceros les gustaron las palabras de Hanno, reservaron sus vítores más fuertes para el momento en que les recordó que su cometido era seguir las órdenes de Aníbal y, ante todo, vengar a los compañeros que habían muerto como héroes en Sagunto hacía más de seis meses.
En cualquier caso, su clamor no podía compararse al de los galos que, con sus armas, cantos de guerra e instrumentos de cuerda produjeron un gran estruendo. Hanno jamás había oído nada igual. Los músicos galos tocaros los cuernos de arcilla y carnyxes a todo volumen, mientras que los soldados cantaban al unísono y seguían el ritmo de la música golpeando los escudos con las lanzas y las espadas. Algunos de ellos, tremendamente afectados, rompieron filas, se desnudaron y blandieron las espadas por encima de sus cabezas gritando como posesos.
—¡Dicen que en Telamón la tierra tembló con su ruido! —gritó Malchus a Hanno.
«Pero aun así perdieron», pensó Hanno.
La tensión fue aumentando a medida que la línea de batalla romana se acercaba, una línea inmensamente larga que se extendía por ambos lados hasta perderse de vista. La formación cartaginesa era considerablemente más estrecha, lo que implicaba que podían ser atacados de inmediato por los flancos, pero la preocupación de Hanno al respecto desapareció en el momento en que Aníbal ordenó avanzar a sus escaramuzadores.
Los honderos baleáricos y los tiradores de jabalinas númidas se apresuraron a intervenir, deseosos de que se iniciara el combate de una vez. Se produjo un intercambio duro y prolongado de proyectiles del que los cartagineses salieron claramente victoriosos. A diferencia de los velites romanos, que estaban cansados y mojados después de varias horas de lucha y que ya habían lanzado la mayoría de sus jabalinas, los hombres de Aníbal estaban frescos y animados. Cientos de piedras y lanzas cruzaron el cielo silbando y segaron a los velites como la guadaña al trigo. Incapaces de responder de forma similar, las tropas ligeras de los romanos se batieron en retirada a través de los huecos en la primera línea. Aníbal replegó de inmediato a los escaramuzadores que, al carecer de armadura, serían un blanco fácil para los hastati. Los escaramuzadores fueron vitoreados a su paso por los pasillos que había entre las unidades cartaginesas.
—¡Hemos empezado bien! —gritó Hanno a sus hombres—. ¡Hemos causado las primeras bajas!
Al cabo de un momento, los romanos emprendieron el ataque.
—¡Escudos arriba! —gritó Hanno, que por el rabillo del ojo vio a la caballería íbera y gala, así como a los elefantes, cargando contra los jinetes enemigos. Hanno solo tuvo un instante, literalmente, para rezar por su éxito.
Acto seguido empezaron a llegar las pila o jabalinas romanas. Cada hastatus llevaba dos jabalinas, lo que dotaba de una temible fuerza a la primera línea enemiga. La lluvia de proyectiles era tan densa que el cielo entre los dos ejércitos se oscureció.
—¡Protegeos! —chilló Hanno, aunque solo podían hacerlo los que se encontraban en primera fila. En la falange los hombres estaban tan juntos que les resultaba imposible levantar los grandes escudos. Cuando las jabalinas empezaron a caer, apretaron los dientes con la esperanza de no resultar heridos.
El extremo triangular de las pila era capaz de atravesar escudos, clavarse en el cuerpo de los soldados y matarlos o herirles con facilidad. Hanno no tardó en oír los gritos ahogados de los soldados que ya no podían hablar porque una punta de hierro les había atravesado la garganta y los aullidos de los que habían resultado heridos en otras partes del cuerpo. También oyó los gemidos de miedo de los que habían sobrevivido y habían visto caer a sus compañeros ante sus ojos. Hanno se arriesgó a echar un vistazo al frente y soltó una maldición: después de lanzar su primera descarga, los hastati seguían avanzando. Tan solo se encontraban a cuarenta pasos de los cartagineses y se estaban preparando para una segunda lluvia de lanzas. Hanno no pudo evitar admirar la disciplina de los legionarios, que frenaban e incluso se paraban para lanzar las pila. Hanno sabía que el esfuerzo valía la pena para conseguir un tiro certero. Un enemigo menos valeroso hubiera roto filas y huido ante la terrorífica lluvia de puntas de hierro. Hanno agradeció el hecho de que sus hombres fueran veteranos que, a pesar de las numerosas bajas, se mantuvieron en posición, al igual que la falange de su padre.
A su izquierda, los galos también habían sufrido enormes bajas y algunos hombres parecían flaquear ya, algo que preocupó a Hanno, pero los jefes galos eran fuertes y exhortaron a los soldados a incorporarse con rapidez. Para gran alivio de Hanno, la táctica funcionó y, cuando llegó la segunda lluvia de jabalinas, los galos levantaron los escudos, lo que redujo el número de heridos y muertos, pero dejó a muchos guerreros sin su protección principal: pocas cosas había tan inútiles como un escudo con una jabalina protuberante. Sin embargo, a los galos pareció gustarles el invento y, con gritos feroces, se dispusieron a atacar a los hastati.
Muchos de los soldados de la primera fila de la falange de Hanno también se habían quedado sin escudos. Hanno soltó una maldición. Los huecos brindaban a los legionarios una buena oportunidad, pero no podía hacer nada por evitarlo.
—¡Cerrad filas! —gritó. Su orden fue repetida a lo largo de toda la línea y los escudos formaron una sólida barrera—. Las dos primeras filas, ¡preparad las lanzas! —Los palos de madera chocaron entre sí cuando los soldados de la segunda fila colocaron las armas sobre los hombros de los soldados de primera fila. Hanno apretó los dientes—. ¡Ha llegado el momento de la verdad! —bramó—. ¡Manteneos en posición!
Hanno ya podía distinguir los rostros de sus atacantes: un hombre robusto con la cara picada de viruela y un joven con coraza de apenas dieciocho años, la edad de Hanno. Se parecía un poco a Gaius, el hijo de Martialis. Inquieto, Hanno parpadeó. Evidentemente, se había confundido: Gaius era noble y serviría en la caballería. «¿Qué más da? —pensó con dureza—. Son todos enemigos y hay que matarlos.»
—¡Manteneos en posición! —rugió Hanno a sus hombres—. ¡Esperad la orden!
Los hastati se acercaron gritando y blandiendo el gladius en la mano derecha y con un pesado escudo ovalado con realces de metal en la izquierda. Al igual que los escudos de los hombres de Hanno, muchos escudos romanos tenían dibujos pintados en la capa exterior de piel. Curiosamente, Hanno se encontró a sí mismo admirando las imágenes de los jabalíes en posición de ataque y los lobos saltando y los diseños de espirales y círculos, que contrastaban con las estampas más ornamentadas de los libios.
Nervioso, el soldado que estaba a su lado movió la lanza demasiado pronto y Hanno salió de golpe de su estupor.
—¡No os mováis! —ordenó—. El primer ataque debe matar a un enemigo.
Un latido. Dos latidos.
—¡Ahora! —gritó Hanno con todas sus fuerzas, y clavó el arma en el rostro del hastatus más próximo.
A su lado, cientos de libios hicieron lo mismo. La rapidez de Hanno pilló al legionario por sorpresa. La punta de la lanza le atravesó el escudo y se le clavó en el ojo izquierdo, cuyo líquido acuoso salió a borbotones mientras el hastatus agonizaba de dolor. El instinto de Hanno era clavar la lanza con más fuerza para que el golpe fuera mortal, pero se paró. Era probable que el hombre muriera a causa de la herida y lo más importante era que no podría seguir luchando. Hanno recuperó la lanza con un potente giro de muñeca y el hastatus se desplomó en el suelo cuando le arrancó el hierro del cuerpo.
Hanno apenas tuvo tiempo de respirar cuando otro legionario le atacó caminando por encima del cuerpo de su primer oponente. Si el escudo de Hanno no hubiera estado enganchado a los de sus compañeros a ambos lados, hubiera caído al suelo, pero solo se tambaleó, tal y como el hastatus pretendía. El romano dobló el codo derecho y atacó a Hanno con el gladius por encima del escudo. Desesperado, Hanno movió la cabeza a un lado y la espada escarbó una profunda muesca en la pieza del casco de bronce que le protegía el pómulo derecho y le acarició el pelo en la sien. Furioso, el hastatus se dispuso a atacar de nuevo. Hanno intentó usar la lanza, pero el legionario estaba demasiado cerca. Sintió que el pánico se apoderaba de él. La batalla no había hecho más que comenzar y ya era hombre muerto.
De repente, una lanza atravesó la garganta del hastatus que, con ojos estupefactos, soltó un grito ahogado y cayó al suelo cuando le arrancaron el arma del cuerpo. Los borbotones de sangre salpicaron el escudo y las pantorrillas de Hanno.
—¡Muchas gracias! —gritó al soldado a sus espaldas, pero no pudo girarse para expresar su gratitud porque debía defenderse de un nuevo hastatus que pretendía matarle.
Esta vez consiguió mantener a raya a su atacante con la lanza. Ambos gritaron contrariados mientras intercambiaban golpes y no conseguían golpear al otro. La situación se resolvió cuando cayó muerto el soldado que estaba junto a Hanno tras haber soltado el escudo con una lanza clavada. Dos hastati aprovecharon el hueco para adentrarse en las filas enemigas y gritaron a sus compañeros que les siguieran. El adversario de Hanno no quiso desaprovechar la ocasión y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció en pos de sus compañeros, lo que proporcionó un pequeño respiro a Hanno.
Jadeando, miró a ambos lados y le invadió una gran preocupación, pues las falanges estaban teniendo problemas para contener el ataque, al igual que los galos a su derecha. Hanno se preocupó al ver que los principes ya se habían unido a los hastati. Era difícil que los galos pudieran resistir esta nueva oleada de legionarios, pensó Hanno con amargura. Casi todos los principes llevaban cota de malla, por lo que eran más difíciles de matar. En cualquier caso, los galos no se habían batido en retirada. A pesar de su falta de armadura, estaban dispuestos a luchar hasta la muerte. El suelo a sus pies estaba cubierto de una maraña de cuerpos, armas descartadas, barro y sangre.
Desesperado, Hanno volvió la vista hacia el flanco izquierdo del enemigo y se alegró sobremanera al ver que los íberos y los galos habían conseguido dispersar a la caballería romana, pero no había señal alguna de los jinetes de Aníbal, lo cual significaba que estaban persiguiendo a los équites romanos. Hanno sintió una gran preocupación. Si no habían ganado esa batalla, ya podían rendirse. De pronto vislumbró a un enjambre de cientos de hombres que lanzaban jabalinas y piedras al flanco izquierdo del enemigo. ¡Eran escaramuzadores cartagineses!
Los gritos de un hastatus que se abalanzó sobre él impidieron que Hanno siguiera mirando. Resistió el ataque con todas sus fuerzas y clavó la lanza en la cara de su adversario. La batalla no había acabado. Todavía quedaba esperanza.
Cuando empezaron a cabalgar hacia los cartagineses, Quintus olvidó las palabras tranquilizadoras de su padre. Sentía náuseas. ¿Cómo podían mil hombres batir a una caballería que les quintuplicaba en número? Simplemente no era posible.
Calatinus tampoco parecía contento.
—Longo debería haber dividido a los caballos de forma equitativa —refunfuñó—. Hay casi tres mil jinetes aliados en el otro lado.
—No es justo —protestó Cincius.
—Sea como sea, los números no cuadran —añadió Quintus preocupado.
—Supongo que no. Además, ni siquiera nos tienen miedo porque ya nos han vencido antes —Calatinus maldijo al cónsul con toda su alma.
—¡Venga! ¡Seguro que podemos paralizar el ataque enemigo! —dijo Quintus dando ánimos—. Mantened la línea y evitad que el enemigo cabalgue a sus anchas por el campo de batalla.
Calatinus soltó un bufido que denotaba una total falta de confianza en sus palabras. Cincius tampoco parecía convencido.
—¡Escuchad a la infantería! —gritó Quintus—. El ruido de sus pasos es ensordecedor. Hay más de treinta y cinco mil hombres. ¿Cómo puede Aníbal hacer frente a su poderío con un pequeño ejército compuesto de un batiburrillo de diferentes nacionalidades? ¡Es imposible!
Sus compañeros lo miraron un poco más convencidos.
Quintus, que deseaba sentirse tan seguro como sonaban sus palabras, fijó la vista al frente.
Los primeros jinetes enemigos estaban ya muy cerca. Quintus reconoció a los galos por las cotas de malla, escudos circulares y largas lanzas. Se fijó en los pequeños objetos que colgaban de los arreos de los caballos y, para su gran horror, se dio cuenta de que eran cabezas, que podían pertenecer a algunos de sus supuestos aliados e incluso a antiguos compañeros, como Licinius.
Calatinus también les había visto.
—¡Perros asquerosos! —gritó.
—¡Hijos de puta! —aulló Cincius.
Quintus estaba furioso. No iba a huir de cobardes como estos que mataban a sus víctimas mientras dormían. «Prefiero morir», pensó. Levantó la lanza y eligió a un objetivo, un guerrero que cabalgaba sobre un robusto caballo gris. El magnífico collar visible sobre la cota de malla revelaba que se trataba de un individuo importante, al igual que las tres cabezas que rebotaban sobre el pecho del caballo. «Será un buen comienzo», pensó Quintus.
Sin embargo, en el fragor de la batalla Quintus fue apartado del galo que había elegido y, a posteriori fue mejor así, dado que resultó ser un experto guerrero. Quintus contempló horrorizado cómo ensartaba con la lanza a un jinete romano que se encontraba a menos de veinte pasos. La fuerza del impacto tiró el cuerpo inerte al suelo y el caballo que le seguía tropezó con él y desequilibró a su jinete, lo que le convirtió en presa fácil para el galo, que ahora blandía una larga espada con la que arrancó de cuajo la cabeza del romano. Quintus nunca había imaginado que las salpicaduras de sangre pudieran volar tan alto. Había gotas de sangre por todas partes. Asustado, el caballo del romano huyó al galope con el jinete sin cabeza, que no cayó hasta una docena de pasos después.
Acto seguido, el galo saltó del caballo y la admiración de Quintus se tornó en revulsión. El guerrero iba en busca de otra cabeza. Quintus hubiera dado cualquier cosa por poder alcanzarle, pero no era posible. De hecho, casi perdió su propia cabeza bajo una espada que logró esquivar en el último momento porque el jinete enemigo lanzó un aullido de guerra antes de asestar el golpe. Quintus estuvo a punto de caerse del caballo, pero con una velocidad fruto de la más terrible desesperación, consiguió sentarse a tiempo para parar el siguiente golpe potente.
La diosa Fortuna le sonrió, ya que el guerrero enemigo era más joven que él y, tal y como se dio cuenta Quintus, menos habilidoso. Un hombre mayor con experiencia ya le habría despachado. En cualquier caso, el galo era valiente y lucharon unos instantes antes de que Quintus tuviera la oportunidad de golpearle. El galo blandía la espada con amplios movimientos bruscos que dejaban expuesta su axila derecha. Quintus pensó que podía reaccionar más rápido que su enemigo y decidió no defenderse del siguiente golpe, sino agacharse sobre el cuello del caballo. Quintus oyó que la espada silbaba por encima de su cabeza y, mientras el galo finalizaba el movimiento, se incorporó como una serpiente y hundió la lanza en la axila del enemigo desprotegida por la cota de malla y cubierta únicamente por una fina túnica. La lanza cortó fácilmente la tela y le atravesó las costillas hasta alcanzar un pulmón y clavarse finalmente en el corazón. Fue el golpe más limpio que Quintus jamás había asestado y causó la muerte instantánea de su adversario. Quintus siempre lo recordaría, pero no por eso, sino por el breve instante de sorpresa y dolor que vio en los ojos del galo antes de que se oscurecieran para siempre. Cuando Quintus levantó la vista, se le encogió el corazón. Casi todos los jinetes romanos habían caído o huían. No vio a Calatinus, ni a Cincius ni a su padre. Solo veía a galos a su alrededor y, detrás de ellos, a cientos de íberos. Pero estaría muerto antes de que llegaran, pues tres guerreros galos galopaban en su dirección. Desesperado, Quintus apuntó al guerrero que pensó que le alcanzaría antes, aunque tampoco fuera a marcar una gran diferencia. En cualquier caso, ya no importaba. Su padre estaba muerto y la caballería romana estaba a punto de perder la batalla. ¿Qué más daba si él también caía? Quintus levantó la lanza con un último grito desafiante.
—¡Venid aquí, cabrones!
El trío de galos soltó un rugido por toda respuesta.
De pronto a Quintus le vino a la mente una horripilante imagen de su propia cabeza como trofeo, pero la eliminó al instante. «Que sea rápido», rogó Quintus a los dioses.