COMIENZA LA BATALLA
Bostar esperó a que hubieran regresado al campamento y dejado a sus hombres para lanzar su diatriba contra Hanno.
—¿Qué demonios has hecho? —gritó—. ¿No recuerdas cuáles eran las órdenes? ¡Se suponía que teníamos que matarlos a todos!
—Ya lo sé —murmuró Hanno. En su mente todavía estaba vívida la triste imagen de Quintus y su padre cabalgando hacia el río Trebia—. ¿Pero cómo puedo matar a alguien que me ha salvado la vida no una sino dos veces?
—¿Tu sentido del honor es más importante que una orden directa del mismísimo Aníbal? —replicó Safo con desdén.
—Sí. No. No lo sé —respondió Hanno—. ¡Dejadme en paz!
—¡Safo! —exclamó Bostar.
Safo alzó las manos y dio un paso atrás.
—Ya veremos lo que dice el general cuando le informemos —dijo con una mueca—. Supongo que se lo vas a explicar todo, ¿no?
Hanno sintió que la ira se apoderaba de él.
—¡Claro que sí! —gritó—. No tengo nada que ocultar. ¿Qué pasa? ¿Acaso se lo ibas a contar tú si yo no lo hacía?
Safo se sonrojó y Hanno lo miró boquiabierto.
—¡Por Tanit! ¡Eso es precisamente lo que ibas a hacer! ¿Desde cuándo te has vuelto tan odioso? ¡No me extraña que Bostar ya no te aguante!
Hanno vio la expresión de horror que cruzó el rostro de Safo al oír sus palabras y se avergonzó de inmediato de lo que acababa de decir.
—Perdona, no debería haber dicho eso.
—Demasiado tarde —espetó Safo—. ¿Por qué iba a sorprenderme que hayáis estado hablando de mí a mis espaldas? ¡Sois como la escoria!
Hanno se sonrojó y bajó la cabeza.
—Nos vemos en la tienda del general —declaró Safo con amargura—. Ya veremos lo que piensa Aníbal de tus acciones.
Safo se envolvió en la capa y se marchó.
—¡Safo! ¡Vuelve! —gritó Hanno.
—Deja que se vaya —le recomendó Bostar.
—¿Por qué se comporta así?
—No lo sé —contestó Bostar rehuyendo su mirada.
Estaba claro que Bostar mentía, pero Hanno no tenía ánimos para interrogarle. Pronto debería explicar sus acciones ante Aníbal.
—Vamos —dijo angustiado—. Será mejor que acabemos con esto lo antes posible.
A Hanno le alivió ver que Safo no había entrado en la tienda todavía y que les esperaba fuera. Zamar, el oficial númida, también estaba allí. Informaron de su presencia a los guardias y fueron conducidos al interior.
Hanno se acercó a Safo.
—Gracias.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido.
—Por no intentar explicar tu versión de los hechos antes que yo.
—Aunque no esté de acuerdo con lo que has hecho, no soy un chivato —susurró Safo enfadado.
—Lo sé —dijo Hanno—. Veamos lo que tiene que decirnos Aníbal, ¿de acuerdo? Y después podemos olvidarnos de este asunto.
—No quiero que volváis a hablar de mí a mis espaldas —le advirtió Safo.
—Bostar tampoco habló mucho. Simplemente me comentó que, tras el episodio de los piratas, habías cambiado.
—¿Cambiado?
—Te habías vuelto más duro.
—¿No te dijo nada más? —inquirió Safo.
—Nada más.
Hanno se preguntó qué habría pasado entre sus hermanos, pero no estaba seguro de querer saberlo.
Safo guardó silencio durante un instante.
—Muy bien. Olvidaremos el asunto una vez que hayamos informado a Aníbal, pero quiero que tengas una cosa bien clara: si pregunta mi opinión sobre la liberación de los dos romanos, no pienso mentir.
—Me parece muy bien —dijo Hanno con vehemencia—. Tampoco querría que lo hicieras.
Su conversación finalizó de golpe al entrar en la estancia principal de la tienda de Aníbal.
El general les recibió con una amplia sonrisa.
—Ya me han llegado noticias del éxito de vuestra misión —declaró alzando una copa—. Venid, probad este vino. No está mal si se tiene en cuenta que es de cosecha romana.
Cuando todos tuvieron una copa en la mano, Aníbal los miró.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Quién me lo va a contar todo?
Hanno dio un paso adelante.
—Yo lo haré, señor —dijo tragando saliva.
Aníbal arqueó las cejas sorprendido, pero indicó a Hanno que continuara.
Hanno controló su nerviosismo y explicó su marcha hasta el río y la larga espera en la hondonada. Cuando llegó al punto en que la patrulla romana cruzó el río, se volvió hacia Zamar, que relató cómo sus mensajeros le comunicaron la llegada del enemigo y la manera en que uno de los jefes de sección se había precipitado y había lanzado la emboscada antes de tiempo.
—Ya le he degradado a soldado raso, señor —dijo—. Por su culpa la misión podría haber sido un fracaso.
—Pero afortunadamente no lo ha sido —dijo Aníbal—. ¿Llegó algún jinete al río?
—Sí, señor —respondió Zamar—. Ocho.
—¡No es demasiado trabajo para novecientos lanceros! —exclamó Aníbal guiñando el ojo.
Todos rieron.
—¿El comandante romano llevaba algún documento encima?
Hanno no supo qué contestar.
—No, señor —murmuró, y vio con el rabillo del ojo que Safo se enfurecía.
Aníbal no se percató de la reticencia de Hanno.
—¡Qué lástima! En fin, no pasa nada. No es demasiado probable que lleven documentos importantes cuando salen en una misión de este tipo.
Hanno carraspeó incómodo.
—Lo cierto es que no pude registrarle, señor.
—¿Por qué? —preguntó Aníbal con el ceño fruncido.
—Porque le dejé marchar, señor, junto con otro romano.
El general lo miró incrédulo.
—Será mejor que te expliques, hijo de Malchus. ¡Ahora mismo!
La intensa mirada de Aníbal resultaba perturbadora.
—Sí, señor —dijo Hanno, y comenzó a explicar su historia rápidamente. En cuanto hubo acabado su relato, se produjo un silencio incómodo y Hanno tuvo la sensación de que iba a vomitar.
Aníbal lanzó una mirada a Safo y Bostar.
—Me imagino que consultó su decisión con vosotros —espetó.
—Sí, señor —murmuraron.
—¿Cuál fue tu respuesta, Bostar?
—Aunque iba en contra de sus órdenes, señor, respeté sus motivos.
A continuación, Aníbal miró a Safo.
—Yo estuve totalmente en desacuerdo, pero estaba en minoría.
Aníbal miró después a Zamar.
—¿Y tú?
—No tuve nada que ver con esa decisión —respondió el númida en tono neutro—. Yo me encontraba a unos cien pasos del lugar con mis hombres.
—Interesante —comentó Aníbal a Hanno—. Un hermano te apoyó y el otro no.
—Así es, señor.
—¿Es esto lo que debo esperar en el futuro cuando os emita una orden? —preguntó Aníbal furioso.
—No, señor —protestaron Bostar y Hanno.
—Por supuesto que no —insistió Hanno.
Aníbal no dijo nada.
—Deduzco que hubo un alto grado de desacuerdo.
Hanno se sonrojó.
—Así fue, señor.
—¿Por qué?
—¡Porque teníamos órdenes de no dejar a nadie con vida, señor! —gritó Safo.
—Por fin hemos llegado al meollo de la cuestión —dijo Aníbal. Safo sonrió triunfante—. En circunstancias normales, si hubierais desobedecido mis órdenes como lo habéis hecho, os habría mandado crucificar.
Sus palabras resonaron con fuerza y Safo torció el gesto temeroso.
—Señor, yo… —empezó a decir.
—¿Te he dado permiso para hablar? —inquirió Aníbal.
—No, señor.
—¡Pues cierra el pico!
Humillado, Safo obedeció.
Hanno se secó la frente perlada de sudor. «Pase lo que pase, tomé la decisión correcta —pensó—, Quintus me salvó la vida.» Hanno sabía que recibiría un duro castigo y se resignó a ello. A su lado, Bostar apretaba la mandíbula.
—Sin embargo, lo que sucedió esta vez es algo que solo pasa una vez cada cien vidas —comentó Aníbal.
Pasmado, Hanno esperó a ver qué más decía su general.
—Un hombre no puede matar a quien le ha ayudado, aunque sea romano. No se me ocurre una mejor manera de enfurecer a los dioses —declaró Aníbal. Inclinó la cabeza en dirección a Hanno—. Hiciste lo correcto.
—Gracias, señor —susurró Hanno. Jamás se había sentido tan aliviado en su vida.
—Bostar, dada la naturaleza especial de estas circunstancias, tampoco recibirás castigo alguno.
—¡Gracias, señor! —saludó Bostar con voz firme.
Hanno miró a Safo. El miedo en su rostro había sido reemplazado por una expresión de resentimiento que a duras penas podía disimular. «¿Realmente quería que nos castigaran?», se preguntó Hanno inquieto.
—Además de actuar con honor, tu gesto clemente ha cumplido otro propósito —continuó Aníbal—. Esos dos hombres hablarán de la excelencia de nuestras tropas, lo cual desmoralizará a su ejército y servirá a nuestra causa. A pesar de tu acto de desobediencia, se ha cumplido el objetivo de la misión.
—Sí, señor.
—Eso no eso todo —comentó Aníbal.
—¿Señor? —Hanno volvió a sentir que le invadía el miedo.
—Tu conducta no puede repetirse de nuevo —dijo Aníbal en tono duro—. Ya has saldado tu deuda con el tal Quintus. Si vuelves a encontrarte con él o con su padre, solo puedes actuar de un modo.
Tenía razón, pensó Hanno. Era una cuestión de sentido común. «¿Cómo puedo ser amigo de un romano?», se preguntó, pero su corazón le decía algo muy distinto.
—Sí, señor.
—Créeme, esos hombres no dudarán en clavarte una espada en el vientre la próxima vez que te vean. Son el enemigo —gruñó Aníbal—. Y si tú vuelves a verles, tendrás que matarles.
—Sí, señor —accedió Hanno. «Pero espero que no suceda jamás.»
—También debes entender que, si vuelves a desobedecer mis órdenes, no tendré piedad y acabarás tu vida miserable aullando en la cruz. ¿Lo comprendes?
—Sí, señor —respondió Hanno tembloroso.
—Ya podéis marcharos —dijo Aníbal en tono seco—. Todos vosotros.
Zamar y los tres hermanos le dieron las gracias y se retiraron.
Cuando salieron, Safo se acercó a Hanno.
—¿Sigues pensando que hiciste lo correcto? —susurró enfadado.
—¿Eh? —Hanno miró a su hermano incrédulo.
—Podríamos estar todos muertos por tu culpa.
—¡Pero no lo estamos! Además, no es probable que vuelva a suceder algo así, ¿verdad? —preguntó Hanno.
—Supongo que no —reconoció Safo sorprendido por la respuesta airada de Hanno.
—Yo soy tan leal a este ejército como tú o cualquiera de los demás soldados —gruñó Hanno—. ¡Ponme una fila de romanos aquí delante y les cortaré a todos la puta cabeza!
—Muy bien, muy bien —murmuró Safo—. Me ha quedado muy clara tu posición.
—¡La tuya también a mí! —espetó Hanno furioso—. Querías que nos castigaran allí dentro, ¿verdad?
Safo hizo un gesto de disculpa.
—No tenía ni idea de que os pudiera crucificar.
—Y si lo hubieras sabido, ¿le habrías dicho algo a Aníbal? —le preguntó Bostar.
—No —dijo Safo con expresión culpable.
—¡Eres un maldito mentiroso! —le acusó Bostar, y sin decir palabra, se fue.
Hanno miró a Safo furioso.
—¿Qué tienes que decir al respecto?
—¿Realmente crees que deseo vuestra muerte? ¡Vamos! —Safo protestó—. ¡Confía un poco en mí!
—Sí, tienes razón. Lo siento —suspiró Hanno.
—Yo también lo siento —dijo Safo, y le dio una palmada en el hombro—. Olvidemos todo este asunto y centrémonos en luchar contra los romanos.
—Sí. —Hanno miró a Bostar, pero vio que estaba rabioso por el gesto amable de Safo.
«Por todos los dioses —pensó con frustración—, ¿no puedo llevarme bien con los dos?» Al parecer no era posible.
Saturnalia estaba a la vuelta de la esquina. A pesar de la melancolía de Atia y Aurelia, habían iniciado los preparativos para el festival de invierno. Aurelia se dio cuenta de que les ayudaba a enfrentarse al vacío que ambas sentían en su interior ante la muerte probable de su padre y la falta de noticias de Quintus. La vida seguía y dedicarse a las tareas domésticas era un método efectivo de mantener la normalidad. Los días de invierno eran muy cortos y había mucho que hacer. La lista de tareas que había confeccionado Atia era interminable. Cada noche, Aurelia se iba a dormir agotada, agradecida de que el cansancio la liberara de las pesadillas.
No obstante, hubo una noche en que a Aurelia le costó conciliar el sueño. Su madre y ella tenían previsto ir a Capua al cabo de dos días para hacer las últimas compras. Todavía les faltaban docenas de velas para entregar como obsequio a sus amigos, familiares e invitados. No habían encargado todavía toda la comida. Había habido un problema con el panadero y el carnicero exigía demasiado dinero por la carne. Atia también quería comprar unas figuras de arcilla para intercambiar el último día de la celebración.
A pesar de todo el trabajo, Aurelia no pudo evitar pensar en Suniaton. Tras su encuentro con Agesandros, ella y Elira habían acudido a la cabaña del pastor sin problemas. La pierna de Suni parecía haber cicatrizado lo suficiente como para poder marcharse. «Ahora ya debe de estar lejos», pensó Aurelia con tristeza. Suniaton había sido su último vínculo con Hanno y, curiosamente, también con Quintus y su padre. Era muy probable que nunca volviera a verlos de nuevo. Aurelia decidió en ese momento volver a visitar la cabaña abandonada, no sabía por qué, pero necesitaba hacerlo. Quizá los dioses le ofrecerían algún tipo de señal, algo que le permitiera sobrellevar mejor su dolor. Pensó en ello y por fin se quedó dormida.
A la mañana siguiente se levantó temprano y se puso su ropa más cálida. Para su gran alivio, solo un dedo de nieve cubría las estatuas y el suelo de mosaico del patio. Se detuvo un momento a explicarle a Elira adónde iba y que diera la voz de alarma si no había regresado antes de caer la noche. Aurelia fue a los establos y preparó el caballo gris de su padre.
Jamás había montado tan lejos de la finca en invierno y le sorprendió la belleza del silencioso paisaje, muy diferente al de primavera y verano, cuando todo estaba rebosante de vida. Casi todos los árboles habían perdido sus hojas, que formaban gruesas alfombras heladas en la tierra bajo la capa de nieve. El único movimiento que se veía era el de algún animal ocasional: una pareja de cuervos persiguiendo a un halcón o un ciervo a lo lejos. A Aurelia incluso le pareció ver un chacal entre los arbustos. Por suerte no oyó el aullido de ningún lobo ni observó ninguna huella. No era habitual que estos depredadores atacaran a los humanos, pero podía suceder. Aurelia era consciente de que las posibilidades de ver a lobos aumentaban a medida que ascendía, por lo que agradeció haberse llevado consigo el arco y la honda.
Su impaciencia fue en aumento a medida que se acercaba a la cabaña. Su ambiente tranquilo le ayudaría a calmar su preocupación por sus seres queridos. Impaciente, Aurelia ató al caballo y esparció unos granos de avena en el suelo para que estuviera contento. Cuando estaba a punto de entrar, se paró en seco al oír un ruido dentro. El terror la paralizó y recordó a los bandidos contra los que habían luchado Quintus y Hanno. ¿Cómo se le podía haber ocurrido viajar sola hasta allí?
Aurelia dio media vuelta y se alejó de la cabaña de puntillas. Si conseguía llegar hasta el caballo, tendría muchas posibilidades de escapar. Pocos hombres tenían la habilidad de apuntar y dar con el arco a un jinete al galope. Casi había llegado hasta su caballo, que levantó la cabeza del suelo y relinchó al verla. Aurelia lo acarició para silenciarlo. Era muy consciente de los fuertes latidos de su corazón, que se asemejaba a un animal salvaje que deseaba escapar. Se agarró con fuerza a la crin del caballo y se preparó para montar.
—¿Hola?
A Aurelia casi se le paró el corazón del susto.
Pasaron unos minutos y la puerta no se abrió.
Aurelia consiguió tranquilizarse. La voz que había oído era débil y temblorosa, no era la voz de un hombre sano y fuerte. Poco a poco, empezó a sentir tanta curiosidad como miedo.
—¿Quién anda ahí? No estoy sola.
No hubo respuesta.
Aurelia se preguntó si no sería una trampa, pero vaciló. Por un lado, deseaba ponerse a salvo y, por el otro, quería asegurarse de que la persona que estaba en la cabaña no necesitaba su ayuda. Al final, decidió no huir. Si era una emboscada, era la peor que había visto en su vida. Agarró el puñal para sentirse más segura y se aproximó lentamente a la cabaña. No había ninguna manija ni tirador para abrir la puerta, simplemente un agujero en la madera. Con dedos temblorosos, Aurelia abrió la puerta hacia sí y la mantuvo abierta con el pie. Escudriñó el oscuro interior con cautela. No había fuego en la hoguera, solo cenizas. Aurelia sintió náuseas al percibir el olor acre de orina y heces.
Finalmente, vislumbró el cuerpo de una persona tendida en el suelo, que en un principio confundió por unos harapos. Al volverse, Aurelia gritó.
—¿Su-Suni?
—¿Eres tú, Aurelia? —dijo abriendo los ojos.
—Sí, soy yo. —Aurelia corrió a arrodillarse a su lado—. ¡Oh, Suniaton! —gimió tratando de no llorar.
—¿Tienes agua?
—¡Mejor que eso! ¡Tengo vino!
Aurelia salió corriendo y regresó con las provisiones. Con cuidado, ayudó a Suniaton a sentarse y a beber unos sorbos.
—Mucho mejor —declaró Suniaton.
Sus mejillas empezaron a tomar color y miró la bolsa de Aurelia con avidez.
Entusiasmada con su recuperación, le ofreció pan y queso.
—Come poco a poco —le advirtió—. Tu estómago no podrá aceptar más.
Aurelia se sentó y observó a Suniaton mientras devoraba la comida.
—¿Por qué no te marcharse después de mi última visita?
Suniaton habló mientras comía.
—Me fui al día siguiente, pero a un kilómetro de aquí tropecé con la raíz de un árbol y me caí. La caída me rasgó los músculos de la pierna mala y no podía caminar tres pasos sin gritar, y mucho menos llegar hasta Capua o la costa. Lo único que pude hacer fue arrastrarme de nuevo hasta aquí, pero hace más de una semana que se me acabó la comida y, el agua, dos días después —explicó, y señaló el agujero en el tejado—. Si no llega a ser por la nieve que entró por ahí, me habría muerto de sed —sonrió—. Los dioses se han tomado su tiempo, pero al final han contestado a mis plegarias.
Aurelia le apretó la mano.
—Así es, de pronto sentí la necesidad de venir aquí, y ahora sé por qué.
—Pero no puedo quedarme aquí —manifestó Suniaton ansioso—. Si cae una tormenta de nieve, cederá el tejado.
—No te preocupes —dijo Aurelia—. Mi caballo puede llevarnos a los dos.
Suniaton la miró preocupado.
—¿Pero adónde puedo ir? La lesión de la pierna tardará meses en curarse, eso si alguna vez consigo recuperarme del todo.
—Iremos a la finca —contestó Aurelia—. Le diré a mi madre y a Agesandros que te encontré perdido en el bosque y que no podía dejarte morir.
—Agesandros quizá me recuerde —protestó Suniaton.
Aurelia lo tomó de la mano.
—No te reconocerá. Ahora tienes un aspecto terrible, muy distinto al de aquel día en Capua.
Suniaton hizo una mueca.
—Es evidente que soy un esclavo fugado.
—Pero no habrá nadie que pueda demostrar quién eres. ¡Puedes fingir ser mudo! —exclamó Aurelia triunfante.
—¿Funcionará? —inquirió Suniaton con el ceño fruncido.
—Desde luego —declaró Aurelia convencida—. Y cuando estés mejor, podrás marcharte.
Un destello de esperanza iluminó los ojos cansados de Suniaton.
—Si estás segura… —susurró.
—Lo estoy —contestó Aurelia tomándole la mano. Lo cierto es que por dentro estaba aterrorizada, pero ¿qué otra opción tenía?
Dos semanas más tarde, Quintus paseaba por el campamento en compañía de Calatinus y Cincius. La moral había mejorado considerablemente con la llegada siete días antes de Tiberio Sempronio Longo, el segundo cónsul. Su ejército, formado por dos legiones y más de diez mil socii y soldados de infantería y caballería había incrementado los efectivos de las tropas romanas hasta casi cuarenta mil hombres.
El trío se encaminó hacia el cuartel general. Por ahora no había noticias sobre los planes que tenía Longo, que había asumido el control de las fuerzas de la República, para Aníbal.
—Seguro que estará contento con lo sucedido ayer —declaró Calatinus—. La caballería y los velites dieron a los guggas una paliza que no olvidarán en mucho tiempo.
—¡Malditos cabrones! ¡Se lo tienen bien merecido! —añadió Cincius—. Se supone que los galos son sus aliados, pero si asaltan los asentamientos locales, es normal que al final las tribus vengan a nosotros en busca de ayuda.
—Es cierto que hubo muchas bajas enemigas —admitió Quintus—, pero no estoy seguro de que fuera una victoria aplastante como intenta vender Longo.
Sus dos amigos lo miraron escandalizados.
—Pensad en ello —les instó Quintus, tal y como hizo su padre con él cuando celebraba entusiasta la victoria—. Dominamos la situación al principio, pero las cosas cambiaron de inmediato cuando Aníbal entró en escena. Y los cartagineses no se replegaron, ¿verdad?
—¿Y qué más da? —respondió Cincius—. Perdieron el triple de hombres que nosotros.
—¿No te complace que al final hayamos conseguido vencerles? —preguntó Calatinus.
—Claro que sí —respondió Quintus—. Lo único que digo es que no deberíamos subestimar a Aníbal.
Cincius resopló con desdén.
—Longo es un general experimentado. Además, cualquier hombre capaz de recorrer con su ejército más de mil quinientos kilómetros en menos de seis semanas tiene habilidades considerables.
—Tú has visto a Longo varias veces desde su llegada y el hombre destila energía —añadió Calatinus—. Y no se amilana ante un combate.
—Tienes razón —convino Quintus al final—. Nuestras tropas están mejor alimentadas y armadas que las de Aníbal y les superamos en número.
—Simplemente tenemos que encontrar la oportunidad adecuada —declaró Cincius.
—Ya llegará —predijo Calatinus—. Los últimos presagios han sido buenos.
Quintus sonrió. Era imposible no contagiarse del entusiasmo de sus amigos y de su cambio de fortuna reciente. Como siempre, cuando pensaba en el enemigo le venía una imagen de Hanno a la cabeza, pero la eliminó de su mente.
Estaban en guerra.
Ya no había sitio en su corazón para la amistad con un cartaginés.
Transcurrieron varios días y las condiciones meteorológicas empeoraron de forma considerable. El viento gélido del norte traía consigo tormentas de nieve y aguanieve que, combinadas con las pocas horas de luz del día, amargaban su existencia. Hanno veía a su padre o sus hermanos. Los soldados cartagineses se acurrucaban en sus tiendas temblando e intentando mantenerse calientes. Incluso salir afuera para hacer sus necesidades implicaba quedar empapado o calado hasta los huesos. Por ello le sorprendieron tanto las noticias que le comunicó Safo una tarde.
—¡Aníbal ha decidido que nos vamos esta noche!
—¿Con este tiempo? —preguntó Hanno—. ¿Estás loco?
—Quizá —sonrió Safo—. Pero si yo lo estoy, también lo está Aníbal. Ha ordenado al propio Mago que nos lidere.
—¿A ti y a Bostar?
Safo asintió con gesto grave.
—Más quinientos escaramuzadores y mil jinetes númidas.
Hanno sonrió para no mostrar su decepción por no haber sido elegido.
—¿Adónde vais?
—Mientras nosotros nos escondíamos en las tiendas, Aníbal ha estado explorando toda la zona y ha descubierto un estrecho río que cruza la llanura con una espesa vegetación en ambas orillas —reveló Safo—. Debemos esperar allí hasta que surja la oportunidad, si surge, de atacar a los romanos por la retaguardia.
—¿Y qué le hace pensar que cruzarán el río?
El rostro de Safo se tornó serio.
—Quiere incordiarles de modo que lo crucen.
—Eso implica usar a los númidas —supuso Hanno.
—Así es. Atacarán el campamento enemigo al amanecer. Les provocarán y después se retirarán, así una y otra vez. Ya sabes cómo lo hacen.
—¿Pero conseguirán sacar a todo el ejército romano del campamento?
—Ya veremos.
—Ojalá me hubiera elegido a mí también —deseó Hanno fervientemente.
Safo se rio.
—Ahórrate tus lamentos. Quizá sea una pérdida de tiempo. Mientras a Bostar y a mí se nos congelan las pelotas en una hondonada, el resto del ejército permaneceréis muy calientes bajo las mantas. Y si al final entramos en combate, ¡no te lo vas a perder! ¡Todos tendremos que luchar!
Poco a poco, Hanno esbozó una lenta sonrisa.
—Es cierto.
—¡Nos veremos en medio de las filas romanas! —declaró Safo—. Piensa en ese momento.
Hanno asintió. Era una perspectiva atractiva.
—Que los dioses os protejan.
«Debo ir a ver a Bostar y despedirme de él», pensó.
—Y a ti también, hermanito —dijo Safo, y le despeinó el pelo, un gesto que no hacía desde hacía años.
Quintus estaba soñando con Elira cuando alguien le sacudió para que se despertara. Intentó seguir durmiendo, pero las continuas sacudidas se lo impidieron. Irritado, abrió los ojos y, en lugar de ver a Elira, vio a Calatinus. Antes de poder reprenderle, oyó las trompetas de alarma y se incorporó de inmediato.
—¿Qué sucede?
—Están atacando los puestos de guardia fuera del perímetro del campamento. ¡Levántate!
Quintus se despejó de repente.
—¿Eh? ¿Qué hora es?
—Acaba de amanecer. Los guardias empezaron a dar la voz de alarma mientras estaba en las letrinas —protestó Calatinus—. El susto no le ha sentado muy bien a mi diarrea.
Quintus sonrió ante la imagen, se levantó del lecho y empezó a vestirse.
—¿Hemos recibido alguna orden?
Longo quiere que todos estemos preparados hace un cuarto de hora —contestó Calatinus, que ya estaba vestido—. Hace rato que intento despertarte. El resto ya está preparando los caballos.
—Bueno, ahora ya estoy listo —murmuró Quintus agachándose para abrocharse las sandalias.
No tardaron en reunirse con el resto de sus compañeros junto a los caballos.
Hacía mucho frío y el viento del norte estaba cubriendo de nieve los tejados de las tiendas. El campamento estaba en plena ebullición. No solo la caballería había recibido órdenes de prepararse para la batalla. Grandes grupos de velites recibían órdenes de sus oficiales, mientras que los hastati y principes —los hombres que ocupaban las dos primeras filas de cada legión— tuvieron que abandonar sus desayunos en las hogueras e ir corriendo a buscar los equipos. Los mensajeros corrían de un lado para otro transmitiendo información entre las unidades y las trompetas no dejaban de sonar la alarma en las almenas. Quintus tragó saliva nervioso. ¿Era este el momento que tanto había estado esperando? Así lo parecía. Al poco tiempo distinguió a su padre caminando hacia ellos desde el cuartel general. Los soldados de caballería murmuraban excitados, pero se pusieron firmes al verle.
—Descansen —dijo Fabricius con un gesto de la mano—. Tenemos que salir de inmediato. Longo ha decidido desplegar a toda la caballería y a seis mil velites. Quiere repeler este ataque ahora mismo y obligar a los cartagineses a retirarse al otro lado del río. ¡No va a tolerar más tonterías de Aníbal!
—¿Y qué va a hacer el resto del ejército, señor? —preguntó una voz.
Fabricius hizo una mueca.
—Pronto estarán listos para seguirnos.
Sus palabras fueron aclamadas con vítores de alegría. Quintus estaba exultante. Quería la victoria tanto como el resto. El hecho de que su padre no hubiera mencionado a Publio significaba que el cónsul estaba de acuerdo con la decisión de su colega o que no había tenido más remedio que aceptarla. Sea como fuere, lo importante es que iban a entrar en acción.
Fabricius esperó a que acallaran los gritos.
—Recordad todo lo que os he enseñado. Comprobad que tenéis la silla bien ajustada. No olvidéis mear antes de montar. No hay nada peor que estar orinándose en medio de una batalla. —Sus comentarios fueron recibidos con carcajadas nerviosas y Fabricius sonrió—. Comprobad que la punta de la lanza está afilada. Ataos bien los cascos y cubríos las espaldas mutuamente. —Fabricius escudriñó sus rostros con la mirada seria—. Que los dioses os acompañen.
—¡Y a usted, señor! —gritó Calatinus.
Fabricius asintió en señal de reconocimiento, lanzó una mirada tranquilizadora a Quintus y se dirigió a su caballo.
Por tercera vez desde el amanecer, Bostar volvió a ascender por la pendiente que conducía hasta el puesto de guardia. Ante todo deseaba poder calentarse el cuerpo, pero el ascenso no era lo bastante largo para contrarrestar el frío de sus músculos. Miró la pendiente que descendía hasta la orilla y que estaba repleta de los hombres de Mago: mil númidas con sus caballos y mil hombres de infantería que eran una mezcla de lanceros y escaramuzadores libios. Los soldados, que vestían ropa abrigada y estaban tan juntos como las manzanas en un barril, parecían llevar una eternidad allí, pero apenas eran cinco horas. Los hombres no deberían pasar una noche de invierno a la intemperie en esta tierra olvidada de la mano de los dioses, pensó Bostar con amargura. Sus huesos añoraban la calidez del sol de Cartago.
Bostar alcanzó la parte superior de la orilla y se agazapó detrás de un arbusto. Aguzó la vista, pero no vio nada. No había habido ningún movimiento desde que la caballería númida pasó sigilosamente por allí en dirección al lado romano del río. Bostar suspiró. Pasarían horas antes de que sucediera algo importante, pero no podía bajar la guardia. Aníbal les había encomendado la tarea más importante del ejército. Por enésima vez, Bostar escudriñó el horizonte con ojos de halcón.
Se habían escondido junto a un pequeño afluente del río Trebia que recorría de norte a sur la llanura que se extendía ante el campamento cartaginés. Siguiendo las instrucciones de Aníbal, se habían ocultado a un kilómetro al sur de la zona donde deseaba entrar en batalla. El general había elegido ese lugar por un sencillo motivo: detrás de ellos el terreno ascendía hacia unas pequeñas colinas y, si los romanos mordían el anzuelo, no tomarían esa dirección, por lo que era un buen escondrijo. Bostar esperaba que el plan de Aníbal funcionara y que no se encontraran demasiado lejos del campo de batalla cuando llegara el momento de entrar en acción.
Mago estaba tumbado junto a un puesto de guardia en una pequeña hondonada sin que el frío pareciera molestarle. A Bostar le caía bien el joven hermano de Aníbal. Al igual que el general, era valiente y carismático. Además, siempre estaba alegre, por lo que era un buen contrapunto al carácter más serio de Aníbal. Más bajo que su hermano, Mago parecía un perro de caza: delgado y musculoso y siempre dispuesto a salir en pos de la presa.
—¿Ha visto algo, señor? —susurró Bostar.
Mago se volvió hacia él.
—Estás nervioso, ¿eh?
Bostar se encogió de hombros.
—Como todos, señor. Es difícil estar esperando allá abajo sin saber lo que pasa.
Mago sonrió.
—Paciencia —dijo—. Los romanos vendrán.
—¿Cómo puede estar tan seguro, señor?
—Porque Aníbal cree que vendrán, y yo confío en él.
Bostar asintió. Era la buena respuesta.
—Estaremos listos, señor.
—Sé que lo estaréis. Por eso Aníbal os ha elegido a ti y a tu hermano —respondió Mago.
—Estamos muy agradecidos por esta oportunidad, señor —dijo Bostar pensando con amargura en su hermano, con el que no había hablado desde la reprimenda de Aníbal. A Bostar le supo mal no haber hablado más con Hanno antes de marcharse. Le molestaba que su hermano pequeño se hubiera congraciado con Safo, pero no era asunto suyo.
Mago se levantó.
—¿Los hombres han comido?
—No, señor.
—Pues yo estoy muerto de hambre, así que ellos también lo deben de estar —manifestó Mago—. Repartamos las provisiones. No podrán tomar un desayuno caliente como los cabrones afortunados que siguen en el campamento, pero será mejor que nada. Todo parece mejor con el estómago lleno, ¿verdad? —Mago miró al centinela—: No te preocupes, no te quedarás sin comer. Enviaré al relevo enseguida.
El hombre sonrió.
—Gracias, señor.
—¡Tú primero! —dijo Mago a Bostar.
Bostar obedeció y empezó a bajar. La mención del campamento le hizo pensar en su padre y Hanno. Si entraban en combate, estarían en primera línea. Aunque no estarían en el centro —Aníbal había reservado ese honor para sus nuevos reclutas galos—, se encontrarían en una posición peligrosa. De todos modos, la lucha sería feroz en todos los puntos. Bostar suspiró. «Que los dioses nos protejan y, llegada nuestra hora, que muramos bien», suplicó.
Entre sus jinetes y los escasos efectivos de Publio, Sempronio contaba con unos cuatro mil soldados de caballería que abandonaron el campamento por detrás. Fabricius y sus hombres fueron de los primeros en salir.
Una vez fuera, a Quintus le sorprendió ver que el territorio normalmente vacío que se extendía por detrás de los puestos de guardia hacia el río había sido invadido por miles de númidas que galopaban en círculos concéntricos lanzando sus jabalinas. No había tregua para los pobres centinelas, unos cuatro o cinco por puesto de guardia. En el momento en que se alejaba uno de los grupos de jinetes, se acercaba otro dando grandes aullidos.
—¡En formación! —gritó Fabricius, así como el resto de los oficiales que salían del campamento.
Quintus obedeció con el corazón en un puño, al igual que Calatinus, Cincius y sus compañeros. Cada turma se desplegó en seis filas de cinco jinetes.
Una vez preparados, Fabricius dio la orden.
—¡A la carga!
Sus hombres pasaron del trote al galope para causar el máximo daño a los númidas. «Eso será si se quedan a luchar», pensó Quintus suspicaz basándose en su experiencia previa con estos feroces jinetes. En cualquier caso, Longo estaba haciendo lo correcto. No podía dejar que sus centinelas fueran masacrados por los númidas tan cerca del campamento. Tenía que alejar de allí a los hombres de Aníbal, para lo cual contaba con la ayuda de los seis mil velites que seguían a la caballería.
El ruido de centenares de caballos al galope ahogaba cualquier otro sonido, excepto las órdenes ocasionales de Fabricius.
—¡Adelante! —gritó.
Cuando sus hombres se acercaron al enemigo soltaron las riendas de los caballos y pasaron la lanza de la mano izquierda, que también aguantaba el escudo, a la derecha. A partir de ese momento solo guiaban a los caballos con las rodillas. Había llegado el momento de poner en práctica lo aprendido después de varios meses de instrucción. Pese a la gran habilidad de sus compañeros, Quintus sentía un gran temor de los númidas, que aprendían a montar a caballo casi antes de aprender a andar, pero le consoló saber que contaban con el apoyo de los velites.
Ellos marcarían la diferencia.
—¡Mira! ¡Nos han visto! —gritó Calatinus señalando a los aterrorizados centinelas, que sintieron un enorme alivio al verles—. ¡Aguantad!
—¡Pobres diablos! ¡Deben de haberse asustado mucho al ver aparecer a los númidas de la nada! —comentó Quintus.
—Llegamos justo a tiempo —añadió Calatinus—. Muchos de los puestos de guardia se han quedado vacíos.
Los équites se encontraban a cincuenta pasos del enemigo.
—¡Ha llegado el momento de la venganza! —gritó Quintus tras elegir como primer objetivo a un delgado númida con el cabello trenzado.
Cincius frunció los labios.
—Seguro que dan media vuelta en cualquier momento, como siempre.
Sin embargo, para gran sorpresa suya, los jinetes enemigos comenzaron a cabalgar directamente hacia los romanos.
—No van a huir, van a luchar —dijo Quintus un tanto ansioso, pero sin quitar ojo al númida que cabalgaba directamente hacia él como si también le hubiera elegido como objetivo.
—¡Elegid vuestros objetivos! —gritó Fabricius con la esperanza de que el resultado de esta refriega fuera muy distinto al que sufrieron en el Ticinus—. ¡Cada lanza cuenta!
Quintus se asustó al ver que el númida lanzaba una jabalina en su dirección, que por fortuna pasó entre él y Calatinus sin alcanzarle. Quintus soltó una maldición. Al númida todavía le quedaban dos jabalinas. Quintus se agachó y la primera de ellas le sobrevoló la cabeza. Estaba desesperado. ¿Hasta cuándo podría aguantar sin resultar herido? Estaba a menos de veinte pasos del enemigo que, a esa distancia, era imposible que fallara.
El númida esperó a lanzar la última jabalina cuando tuvo a Quintus casi encima, por lo que consiguió frenarla con el escudo y clavarle la lanza en el estómago del númida al pasar. Cabalgando juntos, Quintus y Calatinus atacaron a la formación enemiga. De pronto, el mundo pareció quedar reducido al espacio que les rodeaba. La cacofonía ensordecedora del sonido de las armas y los gritos de los hombres aumentaba la confusión. El hecho de que hubiera jinetes empujando desde todos los lados significaba que solo intercambiaba un par de golpes con cada oponente. Su primer contrincante fue un joven númida que casi le arrancó un ojo con la jabalina. Quintus le atacó con la lanza, pero falló y, al ser arrastrado hacia el otro lado por la avalancha de soldados, no lo volvió a ver.
Quintus luchó contra dos númidas seguidos. Hirió al primero en el brazo y le clavó el arma en el pecho al segundo. Acto seguido, fue a ayudar a un compañero que estaba siendo atacado por tres jinetes enemigos. Lucharon a la desesperada durante lo que les pareció una eternidad, apenas capaces de defenderse de las veloces jabalinas númidas. Sin embargo, de pronto se desvanecieron como fantasmas. Tanto ellos como sus compañeros se batieron en retirada como un banco de peces que, de golpe, cambia de dirección. No obstante, volvieron a frenar a un centenar de pasos de donde se encontraban y empezaron a insultar a gritos a los romanos, que no tardaron en responder.
—¡Bastardos sarnosos! —gritó Cincius.
—¡Volved, folladores de ovejas! —bramó Calatinus.
Quintus sonrió.
—Hemos logrado alejarles bastante del campamento.
—Sí —convino Calatinus con el rostro empapado de sudor—. Nos merecemos un descanso. Estoy agotado.
—Y yo —dijo Cincius.
Fabricius y sus oficiales dieron unos minutos de descanso a sus jinetes, sobre cuyas cabezas flotaban nubes de condensación que se disiparon al instante con el aguanieve.
—¡Moveos o nos congelaremos! —gritó Fabricius.
Quintus miró a Calatinus y Cincius.
—¿Preparados para una nueva ronda?
—Desde luego —respondieron al unísono.
Fabricius lanzó una nueva orden.
—¡En formación! ¡Avanzad!
La orden se repitió por toda la primera fila y los jinetes volvieron a la carga. El suelo volvió a retumbar bajo los cascos de miles de caballos. Esta vez los númidas se retiraron mucho antes, pero acto seguido volvieron al ataque. Los romanos siguieron a sus oponentes sin parar.
Se animaron al ver que, a su espalda, seis mil velites acudían en su ayuda. El hecho de que fueran a pie no les restaba valor, puesto que su principal tarea era consolidar su posición en el terreno arrebatado a los númidas. Si el enemigo oponía resistencia, los velites podían inclinar la balanza a favor de la caballería romana. Si, por el contrario, los númidas obligaban a los romanos a replegarse, los velites actuarían de escudo protector. Pasara lo que pasara, los romanos tenían todas las de ganar, pensó Quintus exultante.
Al romper el alba, los cuernos que normalmente despertaban a las tropas cartaginesas guardaron silencio. Sin embargo, acostumbrados a la disciplina militar, casi todos los hombres estaban despiertos. Hanno sonrió al oír los rumores que circulaban por las tiendas. Los hombres no sabían por qué no se les había ordenado levantarse todavía y, aunque la mayoría no tenía ningún interés por saberlo, algunos curiosos asomaron la cabeza al exterior. Sus oficiales les aseguraron que no había ningún problema, así que la mayoría aprovechó la oportunidad para regresar a la comodidad de su lecho. Durante media hora, una calma inusual se cernió sobre el campamento. Para los cartagineses fue como una pequeña dosis de paraíso, puesto que a pesar del clima inclemente, estaban secos, calientes y a salvo.
Finalmente sonaron los cuernos. No era una señal de alarma, sino las notas normales que marcaban la hora de despertarse. Hanno fue por las tiendas instando a sus hombres a ponerse en marcha.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó un lancero de baja estatura y poblada barba negra.
Hanno sonrió.
—¿Queréis saberlo?
—Sí, señor —respondieron curiosos.
Hanno era muy consciente de que todos los soldados que había a su alrededor estaban pendientes de sus palabras.
—Los númidas están atacando el campamento romano en estos momentos.
Los hombres gritaron entusiasmados y Hanno levantó las manos.
—Si esos cabrones muerden el anzuelo y siguen a nuestra caballería, necesitarán mucho tiempo para cruzar el Trebia, así podéis prepararos tranquilamente.
Los soldados murmuraron complacidos.
—Quiero que os preparéis bien. Estirad los músculos y masajeadlos con aceite. Comprobad vuestro equipo. Cuando estéis listos, dejad las armas y disfrutad de un desayuno caliente. ¿Está claro?
—Sí, señor —gritaron sus hombres.
Hanno regresó a su tienda en busca de comida. En cuanto tuvo la barriga llena, se tumbó en la cama y se durmió al instante. Por primera vez desde que salió de Cartago, Hanno soñó con su madre, Arishat, que no parecía preocupada por el hecho de que Malchus y sus tres hijos estuvieran en el ejército de Aníbal. El sueño le resultó muy reconfortante. Tuvo la sensación de que el espíritu de su madre les protegía.
Poco después, le despertó el sonido de los cuernos que le alertaba de que el enemigo estaba a la vista.
Hanno se incorporó de golpe. El corazón le latía con fuerza. ¡Los romanos habían seguido a los númidas! Él y todos los hombres del ejército iban a tener su primera oportunidad de castigar a Roma por lo que le había hecho a su gente.
¡No dejarían escapar semejante oportunidad!
Una hora después, ocho mil lanceros y escaramuzadores de Aníbal, entre los que se encontraba Hanno, habían sido desplegados a unos dos kilómetros al este del campamento, mientras que el resto del ejército se posicionaba lentamente para la batalla detrás de su escudo protector. El general cartaginés respondió por fin con todas sus fuerzas al saber que la totalidad de las huestes enemigas estaban cruzando el Trebia. A Hanno le maravillaba el ingenio de Aníbal. A diferencia de los soldados romanos, que ni siquiera habían comido y ahora cruzaban las gélidas aguas del río, los soldados de Aníbal tenían el estómago lleno y el cuerpo todavía caliente gracias al fuego de la hoguera. Incluso a esta distancia oía sus irreverentes canciones de marcha, así como las protestas de los elefantes que debían ocupar los flancos.
Hanno fue apostado al este del semicírculo defensivo más cercano al río Trebia, donde se produciría el primer contacto con los romanos. A fin de facilitar la retirada de los númidas, se había dejado un espacio entre cada unidad que podía cerrarse fácilmente en caso necesario. Delante de los lanceros libios cientos de honderos baleáricos esperaban pacientemente con las correas de cuero de sus armas colgando de los puños. Aunque no parecían peligrosos, Hanno sabía que las piedras del tamaño de huevos que lanzaban con la honda eran capaces de recorrer largas distancias y romperle el cráneo a un hombre. Por otro lado, las descargas de los escaramuzadores podían sembrar el terror entre el enemigo.
El viento amainó, lo que permitió a las nubes grisáceas soltar una lluvia de nieve sobre las tropas que aguardaban. Tendrían que aguantarse, pensó Hanno. Durante un tiempo no pasó nada. Los númidas seguían cruzando el Trebia y, cuando llegara la caballería romana, seguramente no atacarían de inmediato. Hanno no se equivocó.
Durante la media hora siguiente, los escuadrones de númidas fueron escapando de las falanges y al poco rato Hanno reconoció a Zamar, al que saludó con la mano.
—¿Qué noticias hay?
Zamar puso a su caballo al paso.
—Todo bien. Al principio no estaba seguro de que lo romanos fueran a luchar, pero después empezaron a salir del campamento como hormigas.
—¿Solo la caballería?
—No, también miles de escaramuzadores —sonrió Zamar—. Y después salió la infantería.
«Gracias, gran Melcart», pensó Hanno.
—Estuvimos atacando y retirándonos repetidas veces y, poco a poco, les condujimos al río. Allí es donde sufrimos la mayoría de nuestras bajas, puesto que teníamos que fingir que estábamos asustados —comentó Zamar con una mueca, pero pronto volvió a sonreír—: la cuestión es que funcionó y los soldados a pie siguieron a la caballería hasta el río y empezaron a vadearlo justo cuando comenzó a nevar. ¡Tendrías que haberles visto la cara azul del frío!
—¿Dieron media vuelta?
—No —respondió Zamar complacido—. Quizá necesiten todo el día para llegar, pero todo el ejército está en camino.
—Ha llegado el momento de la verdad —murmuró Hanno con un nudo en el estómago.
Zamar asintió con solemnidad.
—Que Baal Safón os proteja a ti y a tus hombres.
—Igualmente.
Hanno contempló con tristeza al númida mientras conducía a sus jinetes a la retaguardia. ¿Volverían a verse alguna vez? Seguramente no. Hanno no se recreó en la idea. Era demasiado tarde para dar marcha atrás. Estaban todos implicados en la misma situación. Su padre y él. Safo y Bostar. Zamar y todos los soldados del ejército. El baño de sangre era inevitable, así como las muertes de miles de hombres.
Incluso al vislumbrar las primeras filas de legionarios romanos, Hanno estaba convencido de que Aníbal no les decepcionaría.