CARA A CARA
Quintus había albergado la vana esperanza de que su inquietud se disiparía en cuanto dejaran el Trebia a sus espaldas, pero no fue así, sino todo lo contrario. A cada paso que daba su caballo y más se internaba en ese paisaje vacío, más cerca se sentía de las profundidades del Hades tras cruzar la laguna Estigia. La emoción que había sentido en la tienda de su padre con la barriga llena de vino había desaparecido por completo. Quintus no dijo nada, pero cuando miró a su alrededor se dio cuenta de que no era el único que se sentía así. Los rostros del resto de los jinetes hablaban por sí solos, y muchos lanzaban miradas airadas a Flaccus, puesto que todos sabían que él era el responsable de su infortunio.
Fabricius cabalgaba en cabeza sin saber lo que sucedía, o seguramente había decidido ignorarlo, pensó Quintus. Le acompañaban muchos veteranos, pero todos estaban descontentos. ¿Por qué demonios había aceptado su padre la misión? La respuesta era muy sencilla: ¿cómo habría quedado Publio si Fabricius la hubiera rechazado? Muy mal. Quintus miró a Flaccus con acritud. Si ese idiota no le hubiera metido la idea en la cabeza al cónsul, seguirían sanos y salvos en el lado romano del río. El sentimiento de culpabilidad pronto reemplazó su ira. Su excesivo entusiasmo seguramente había empujado a su padre a aceptar esta misión suicida, porque así es como la percibía Quintus, pese a que no había ninguna señal del enemigo a la vista.
Al poco rato Quintus cabalgó hasta donde estaba su padre. Flaccus iba a su lado y le guiñó un ojo de forma poco convincente.
«También está asustado», pensó Quintus. Eso le ayudó a decidirse.
Fabricius tenía la vista puesta en el paisaje, pero su espalda rígida le delataba.
Quintus tragó saliva.
—Quizás esta patrulla sea mala idea, padre —dijo Quintus, haciendo caso omiso de la reacción estupefacta de Flaccus—. Se nos ve a la legua.
Fabricius se volvió lentamente hacia Quintus.
—Lo sé. ¿Por qué crees que no aparto la mirada del terreno?
—¡Pero si no hay nadie! —protestó Flaccus—. ¡Ni un mísero pájaro!
—¡Por el amor de Júpiter! ¡Eso no importa! —saltó Fabricius—. Lo único que necesitan los cartagineses es a un centinela alerta que dé la voz de alarma y, si hay alguna tropa númida a ocho kilómetros a la redonda, caerán sobre nosotros en menos de lo que canta un gallo.
Flaccus se encogió al oír sus palabras.
—¡Pero no podemos volver con las manos vacías!
—No sin parecer idiotas o cobardes —reconoció Fabricius con amargura.
Cabalgaron en silencio durante unos minutos.
—Quizás haya una vía de escape —murmuró Flaccus.
A Quintus le avergonzó sentir un rayo de esperanza.
Fabricius se rio con amargura.
—Ahora ya no te hace tanta gracia esta misión, ¿eh?
—¿Dudas de mi valor? —preguntó Flaccus enfadado.
—De tu valor, no —gruñó Fabricius—, sino de tu buen juicio. ¿No te has dado cuenta de que la caballería de Aníbal es mortífera? Si nos topamos con ellos, estamos acabados.
—¿No exageras? —protestó Flaccus.
—Debería haber rechazado esta misión, aunque hubiera hecho quedar mal a Publio. Debería haber dejado que la dirigieras tú solo, eso si llegas a encontrar a alguien que te siguiera.
Flaccus calló enfurruñado.
Quintus se sorprendió del arrebato de su padre, que dejaba patente la ira que sentía.
Fabricius se tranquilizó un poco y se volvió de nuevo hacia Flaccus.
—Dime, ¿cuál era esa idea tan brillante que tenías?
—Podemos decir que la caballería enemiga era tan numerosa que no pudimos alejarnos demasiado del Trebia —dijo Flaccus de mala gana—. No es de cobardes evitar la aniquilación. ¿Quién nos va a contradecir? Tus hombres seguro que no dirán nada y nadie va a ser tan tonto como para cruzar el río.
—Tu astucia jamás deja de asombrarme —le gruñó Fabricius.
—Yo… —balbució Flaccus.
—Pero tienes razón. Es mejor salvar las vidas de treinta hombres del modo que sugieres que tirarlas por la borda por una cuestión de orgullo estúpido. Regresemos ahora mismo.
Fabricius frenó a su caballo y dio media vuelta para ordenar a sus hombres que se detuvieran.
Quintus suspiró aliviado, pero su alegría duró poco. A lo lejos distinguió el sonido inconfundible de caballos al galope.
Todos los hombres miraron al oeste.
Una oleada de jinetes surgió de entre los árboles a unos trescientos metros.
—¡Númidas! —gritó Fabricius—. ¡Media vuelta! ¡Cabalgad a toda velocidad!
No tuvo que repetirlo dos veces.
Quintus intentó mantener la calma. Aunque no habían caído en la emboscada, no sabía si podrían llegar al río antes de que el enemigo les alcanzara.
Pronto quedó claro que no llegarían al río a tiempo. Los númidas eran físicamente más pequeños que los romanos y sus caballos eran más rápidos. Además, estaban siguiendo un plan: mientras algunos jinetes les continuaban persiguiendo desde el sur, otros les cerraban el paso y les obligaban a ir al oeste, hacia el Trebia. Los romanos se vieron obligados a huir hacia el norte en busca de su vado del río. No tenían otra opción, ya que era el único que había a kilómetros de distancia.
—¡Poneos en cabeza! —gritó Fabricius a Quintus y Flaccus—. ¡Quedaos allí y no os detengáis ante nada!
Flaccus obedeció a la primera, pero Quintus se quedó atrás.
—¿Y tú qué?
—Me quedaré atrás para evitar que esto se convierta en una derrota aplastante —dijo Fabricius—. ¡Y ahora vete! —Su mirada de acero no admitía discusión alguna.
Tratando de controlar las lágrimas, Quintus espoleó a su caballo con fuerza, que pronto se puso en cabeza. Jamás había estado tan contento de que su padre le insistiera en que se llevara al mejor caballo disponible, ni tan avergonzado de su alivio. Quintus no quería morir como un conejo perseguido por una jauría de perros, por lo que se inclinó hacia delante y se concentró en una sola cosa: sobrevivir. Si tenían suerte, algunos lo conseguirían.
Habían avanzado casi kilómetro y medio antes de que los primeros númidas los tuvieran a distancia de tiro. Cabalgando a pelo y semidesnudos, los ágiles guerreros de piel oscura no parecían tan peligrosos, pero la precisión de sus jabalinas decía lo contrario. Cada vez que miraba atrás, veía a algún hombre que caía herido o cuya montura había sido alcanzada. Nadie fue testigo de su rápido e inefable destino, pero sus gritos aterradores llegaron hasta los oídos de los supervivientes. Los romanos ni siquiera podían responder al ataque porque sus jabalinas no estaban diseñadas para ser lanzadas.
Lograron recorrer otro kilómetro y medio, pero los númidas ya les estaban atacando por tres lados y las jabalinas sobrevolaban sus cabezas sin cesar. Quintus solo distinguió a diez jinetes más, aparte de su padre, Flaccus y él mismo. Al alcanzar la siguiente curva del camino que conducía al vado, ya solo quedaban seis. Desesperado, Quintus espoleó a su caballo con más ahínco. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que sus perseguidores no estaban tan cerca. ¿Quizá todavía podían salvarse? Alcanzaron a toda velocidad el último trecho del camino y se hallaban a tan solo doscientos pasos del río.
Pero las esperanzas de Quintus se esfumaron al momento.
Los númidas se habían mantenido a distancia para cerrar la trampa. Delante de ellos se encontraba una enorme formación de lanceros cuyos escudos superpuestos formaban los tres lados de un cuadrado y solo dejaba su lado abierto. Quintus miró a su alrededor asustado. A la derecha del camino se extendía un denso entramado de árboles. Por allí era imposible escapar. A la izquierda había una ciénaga, pero solo un idiota podía pretender cruzarla.
A pesar de ello, esa fue la opción que eligió uno de sus hombres, pero cuando a duras penas había avanzado veinte pasos, el vientre de su caballo se hundió en el barro y, cuando el jinete intentó desmontar, lo mismo le sucedió a él. Aterrorizado, pronto se hundió hasta las axilas. Al final dejó de moverse, pero era demasiado tarde. Su mejor opción era sucumbir al tiro certero de una jabalina enemiga, pensó Quintus, o moriría ahogado en el barro.
La voz de Fabricius le devolvió a la realidad.
—¡Deteneos! ¡Formad una fila! —vociferó—. Vamos a enfrentarnos a la muerte como hombres.
Uno de los cinco jinetes que quedaban empezó a gimotear.
De pronto a Quintus le embargó un miedo sobrecogedor.
—¡Cierra esa maldita boca! —gritó Fabricius— ¡No somos unos cobardes!
Para gran sorpresa de Quintus, el soldado dejó de lloriquear.
—¡Formad una fila! —ordenó Fabricius de nuevo.
Los ocho soldados se acercaron hasta que sus rodillas casi se tocaron entre sí y siguieron cabalgado hacia delante. Quintus se preguntaba por qué no tenía clavada ya una jabalina en la espalda. Dio media vuelta y vio que los númidas avanzaban al paso. «Nos están llevando al matadero como si fuéramos simples corderos», pensó indignado.
—Mantened los ojos al frente —murmuró Fabricius—. Demostrad a esos hijos de puta que no tenemos miedo, que somos capaces de mirar a nuestro destino a los ojos.
Unos ciento cincuenta pasos separaban a los romanos de las falanges. A Quintus se le estaba haciendo interminable. Por un lado deseaba poner fin ya a esa farsa, por el otro deseaba fervientemente sobrevivir. La distancia se fue estrechando de forma inexorable. Se encontraban a cien pasos, ochenta. Aterrado, Quintus miró a su padre, que le respondió con una breve inclinación de cabeza. Quintus respiró hondo y se obligó a tranquilizarse.
«Ya no soy un niño. El modo en que afronte la muerte es decisión mía. Trataré de ser valiente hasta al final.»
—Preparad las lanzas —ordenó Fabricius.
Quintus miró de soslayo a Flaccus y le complació ver que avanzaba con la barbilla firme. A pesar de su arrogancia, no era un cobarde.
Sesenta pasos. Se acercaban a la distancia a partir de la cual se lanzaban las jabalinas. Cuando cruzaron esta línea invisible los ocho soldados no pudieron evitar estremecerse, pero no pasó nada. Fabricius sintió una nueva oleada de determinación. En sus manos estaba poner fin a ese calvario.
—¡Llevémonos con nosotros a algunos de estos cabrones! ¡Al trote! ¡Elegid vuestros objetivos! —gritó apuntando la lanza a un libio con barba.
Aliviado de que el movimiento del caballo ocultara el temblor de su brazo, Quintus apuntó a un hombre con muescas en el casco. «Que sea rápido —rogó—, y que los dioses cuiden de mi madre y Aurelia.» En ese momento oyó las órdenes de los oficiales cartagineses que preparaban a sus soldados para el ataque final y vio a cientos de lanceros que giraban el torso al llevar el brazo derecho hacia atrás. Quintus cerró los ojos. La oscuridad le reconfortó. Notaba que el corazón le latía con fuerza y sentía a su caballo entre las piernas. Flanqueado por sus compañeros, su montura no se desbocaría. Lo único que debía hacer era sujetar las riendas con fuerza.
—¿Quintus? —exclamó una voz.
Quintus abrió los ojos de golpe. La voz provenía de las filas cartaginesas. Miró a su padre.
—¡Para! ¡Debes detenerte!
Algo en el tono de voz de Quintus penetró en la locura campal que se había apoderado de Fabricius y levantó la lanza con la expresión más tranquila.
—¡Alto!
Los romanos tiraron de las riendas de sus caballos y se detuvieron a tan solo diez pasos de las puntas de lanza. Inquietos, los caballos intentaron huir y más de un libio trató de alcanzarles con el arma. Quintus oyó una voz conocida gritar en cartaginés. Se le puso la piel de gallina y, haciendo caso omiso de la confusión de sus compañeros, escudriñó las filas enemigas. No podía dar crédito a sus ojos: allí estaba Hanno vestido de oficial cartaginés aproximándose a él. Quintus depuso la lanza.
—¡Hanno!
—Quintus —dijo Hanno en tono neutro hablando en latín—. ¿Qué haces aquí?
—Hemos salido de patrulla —contestó—, en misión de reconocimiento.
Hanno hizo un gesto con el brazo derecho que abarcaba a todo su alrededor.
—Las llanuras están bajo nuestro control, seguro que lo sabéis. ¿A qué idiota se le ocurre ordenar una misión así?
—A nuestro cónsul —murmuró Quintus, que no quiso revelar la implicación de Flaccus.
Hanno soltó un bufido de desdén.
—No me digas más.
Quintus tuvo la sensatez de no replicar. Miró a su padre y se dio cuenta de que él también había reconocido a Hanno, pero no dijo nada. Flaccus y el resto de los soldados estaban confusos y temerosos. Quintus se volvió de nuevo hacia Hanno intentando no fijarse en las miradas feroces de los soldados enemigos.
—¡Hanno! —gritaron las voces airadas de los oficiales al mando de las falanges laterales. Ambos le increparon impacientes en cartaginés. Uno de ellos era robusto y de baja estatura y, el otro, alto y atlético con el pelo largo y negro. Se parecían demasiado a Hanno como para que fuera mera casualidad. Debían de ser sus hermanos, pensó Quintus.
—¿Encontraste a tu familia?
—Sí. Y ahora quieren saber por qué seguís con vida.
Hanno dio media vuelta y comenzó a darles una larga explicación. Quintus tenía un nudo en el estómago. Sus vidas dependían de lo que se estaba diciendo en esos momentos. Hubo mucho gritos. Todos gritaron y gesticularon con vehemencia, pero al final Hanno parecía satisfecho. Sin embargo, el hermano más bajo parecía contrariado y siguió mascullando mientras el hermano más alto se aproximaba a los romanos. Tenía la expresión dura, pero sus facciones eran bondadosas, pensó Quintus receloso. Este debía de ser Bostar.
—Hanno dice que le salvaste la vida dos veces —dijo Bostar en latín con un fuerte acento.
Quintus asintió.
—Así es.
—Por ese motivo hemos decidido no mataros ni a ti ni a tu padre.
Al escuchar sus palabras, Safo lanzó una nueva diatriba, pero Bostar le ignoró.
—Dos vidas por dos deudas.
—¿Y el resto? —preguntó Quintus angustiado.
—Deben morir.
—No —murmuró—. Tomadlos prisioneros, por favor.
Bostar meneó la cabeza y se marchó.
Los jinetes gritaron asustados, pero Flaccus se mantuvo erguido en su caballo mirando a los libios con desdén.
Quintus buscó la mirada de Hanno, pero no había compasión en sus ojos.
—Tened piedad de ellos.
—Son las órdenes —respondió Hanno con dureza—, pero tú y tu padre podéis marcharos.
Acto seguido, ordenó a la falange que se encontraba a sus espaldas que se abriera y diera paso al vado.
A Quintus se le ocurrió una idea.
—Hay otro pariente en el grupo.
Hanno dio media vuelta.
—¿Quién? —inquirió suspicaz.
Quintus señaló a Flaccus.
—Es el prometido de Aurelia. Perdónale la vida también.
Hanno respiró hondo. No le había reconocido antes.
—Si no están casados, no forma parte de la familia todavía.
—No querrás privar a Aurelia de su futuro marido, ¿verdad? —suplicó Quintus.
A Hanno le sorprendió sentir celos.
—Pides mucho —masculló.
—Al menos vale la pena intentarlo —dijo mirándole a los ojos.
Hanno se acercó a Flaccus. No quería perder la amistad de Quintus, pero ese hombre era un enemigo.
En ese momento, Flaccus le escupió a los pies. Furioso, Hanno fue a desenvainar su espada, pero Safo se le adelantó. Llevaba una lanza en la mano y, sin mediar palabra, se la clavó en la ingle por debajo de la armadura y la arrancó de nuevo. Su víctima cayó al suelo aullando de dolor. Safo se giró y apuntó a Hanno con la punta sangrienta de la lanza.
—¡No estamos aquí para congraciarnos con estos malditos hijos de puta! —bramó—. Bostar y tú habéis decidido soltar a dos de ellos, pero no vais a liberar a ninguno más.
Hanno señaló el vado.
—Marchaos.
Quintus contempló impotente a Flaccus, que se sujetaba la herida mientras la sangre se escapaba a borbotones entre sus dedos. Un charco de sangre se extendía bajo su cuerpo. «No podemos dejar que muera así —pensó Quintus—, ¿pero qué otra alternativa nos queda?»
Fabricius tomó la iniciativa.
—Que los dioses os lleven a los Campos Elíseos —murmuró a sus soldados—. Tu familia sabrá que has muerto con honor —dijo a Flaccus.
Sin volver la mirada atrás, Fabricius cabalgó hacia el río.
—Vamos —susurró a Quintus.
Sin saber qué decir, Quintus miró a Hanno, pero el cartaginés mantuvo la vista al frente y no le devolvió la mirada. No habría ninguna despedida.
Quintus apretó los dientes y siguió a su padre. Acto seguido, llegaron hasta él los alaridos de los cinco desafortunados jinetes, que fueron rodeados y aniquilados por los libios al instante.
Padre e hijo alcanzaron el vado sin problemas y entraron en el río.
No fueron conscientes de que habían escapado hasta que llegaron a la otra orilla.
Quintus soltó un largo suspiro tembloroso. «Por favor, no dejéis que vuelva a encontrarme con Hanno», suplicó a los dioses. No le cabía la menor duda de que la próxima vez su antiguo amigo le mataría, y Quintus se dio cuenta de que él haría lo mismo. Una fría tristeza se apoderó de su corazón al volver la vista hacia la otra orilla. Los libios habían emprendido la retirada y dejado tras de sí los cuerpos de los romanos muertos. Quintus se sintió avergonzado. Todo el mundo merecía ser enterrado o incinerado en una pira.
—Quizá podamos recuperar los cadáveres mañana —murmuró.
—Deberemos intentarlo o jamás podré volver a mirar a Aurelia a los ojos. —«Y en cuanto los dichosos prestamistas se enteren de que Flaccus ha muerto, se me echarán encima»—. Todo esto es culpa mía. Flaccus y treinta soldados han muerto porque yo acepté el mando de esta maldita misión. Debería haberla rechazado.
—Tú no eres responsable de las decisiones tácticas, padre —protestó Quintus—. Si te hubieras negado, Publio te habría degradado a soldado raso, o peor.
Fabricius miró a su hijo agradecido.
—Si estoy vivo es gracias a ti. Ayudar al cartaginés a escapar y liberarlo resultaron ser buenas decisiones. Te lo agradezco.
Quintus asintió con tristeza. Su amistad con Hanno les había salvado la vida, pero no era así como le hubiera gustado que acabara. No obstante, no podía hacer nada por cambiar la situación. Quintus endureció su corazón. Ahora Hanno formaba parte del enemigo.
Fabricius se dirigió al campamento y, de allí, al cuartel general del cónsul. Saltó del caballo y entregó las riendas a uno de los centinelas que vigilaban el pabellón. Quintus le observó compungido desde su caballo. Publio no querría hablar con un équite de bajo rango como él.
Su padre se detuvo ante la entrada de la tienda.
—¿No vienes?
—¿Quieres que te acompañe?
Fabricius rio.
—Claro. Tú eres el único motivo por el cual todavía estoy respirando y Publio querrá saber por qué.
Emocionado, Quintus saltó del caballo y acompañó a su padre. Los centinelas de la entrada, cuatro fornidos triarii —o veteranos— que lucían unos cascos y cotas de malla brillantes, se pusieron firmes. Quintus hinchó el pecho orgulloso. ¡Estaba a punto de conocer al cónsul! Hasta la fecha solo había intercambiado algún saludo ocasional con Publio.
Un joven oficial les guio por las diversas secciones de la tienda hasta llegar a una cómoda zona forrada de alfombras e iluminada por grandes lámparas de bronce que contenía una mesa cubierta de papiros, tinteros y plumas, varios baúles y unos lujosos sofás. Publio estaba recostado en el sofá más grande apoyado sobre unos cojines. Su rostro seguía presentando una poco saludable tonalidad gris y las voluminosas vendas de la pierna resultaban claramente visibles. Su hijo, solícito, estaba detrás del sofá leyéndole un manuscrito.
Al acercarse, Publio abrió los ojos.
—Dichosos los ojos, Fabricius —murmuró—. ¿Es este tu hijo?
—Sí, señor.
—¿Cómo me dijiste que se llama?
—Quintus, señor.
—¡Ah, sí! Bien, habéis regresado de la patrulla. ¿Habéis tenido éxito?
—No, señor —respondió Fabricius bruscamente—. De hecho, todo lo contrario. Antes de poder acercarnos al campamento cartaginés, un ejército enemigo muy superior en número nos tendió una emboscada. Nos persiguieron hasta la orilla del río, donde esperaba una tropa de lanceros. Somos los únicos supervivientes —dijo, indicando a Quintus.
—Ya veo —tamborileó los dedos en el brazo del sofá—. ¿Cómo es posible que no os mataran también a vosotros?
Fabricius miró fijamente al cónsul a los ojos.
—Gracias a Quintus.
Publio enarcó las cejas.
—Explícate.
En respuesta al codazo de su padre, Quintus explicó cómo había sido reconocido por un antiguo esclavo de la familia con el que había entablado amistad. Titubeó antes de relatar el modo en que Hanno había sido liberado, pero Publio le instó a continuar con una inclinación de cabeza. Quintus lo explicó todo.
—Es una historia increíble —reconoció Publio—. Los dioses han mostrado gran compasión.
—Sí, señor —asintió Quintus con vehemencia.
El cónsul levantó la mirada hacia su hijo.
—No eres el único que ha rescatado a su padre —bromeó.
El joven Publio se sonrojó profundamente.
El rostro de Publio se tornó serio.
—En conclusión, después de haber perdido una turma completa, no sabemos más sobre el estado de las tropas de Aníbal que ayer.
—Así es, señor —reconoció Fabricius.
—Por lo tanto, no tiene sentido enviar a más patrullas al otro lado del Trebia, puesto que correrían la misma suerte, y nuestra caballería ya está lo bastante diezmada —declaró Publio. Pensativo, se presionó los labios con el dedo y, acto seguido, sacudió la cabeza—. Nuestra prioridad debe ser bloquear el paso al sur tal y como ya estamos haciendo. Los cartagineses no nos atacarán allí porque el terreno es irregular. Nada ha cambiado. Esperaremos a que llegue Longo.
—Sí, señor —asintió Fabricius.
—Muy bien. Ya os podéis ir —dijo Publio despachándolos con un gesto de la mano.
Padre e hijo salieron con discreción.
Quintus logró contener su frustración hasta que estuvieron fuera y nadie podía oírles.
—¿Por qué Publio no hace nada? —murmuró.
—Quieres venganza por lo que ha pasado en el vado, ¿verdad? —preguntó Fabricius con una sonrisa amarga—. Yo también —dijo acercándose al oído de Quintus—: estoy seguro de que Publio habría atacado a Aníbal de nuevo si no estuviera… incapacitado. Evidentemente, no es algo que vaya a reconocer ante nosotros. Por el momento tendremos que dejar las cosas tal y como están.
—¿Querrá Longo luchar contra Aníbal?
—Yo diría que sí —respondió su padre con una sonrisa—. Una victoria antes de finalizar el año demostraría a las tribus que Aníbal es vulnerable y reduciría el número de guerreros que tienen previsto unirse a él. Derrotarle pronto será mucho mejor que esperar hasta la primavera.
Quintus deseó fervientemente que su padre tuviera razón. Después de todos los contratiempos que habían sufrido, había llegado el momento de que cambiaran las tornas, y cuanto antes mejor.