EL PLAN DE ANIBAL
Una mañana poco después de que los cartagineses hubieran obligado a los romanos a replegarse al otro lado del Trebia, Malchus fue llamado a la tienda de Aníbal. Aunque era algo que sucedía con frecuencia, siempre se ponía nervioso cuando el general solicitaba su presencia. Después de tantos años esperando vengarse de Roma, Malchus seguía emocionándose ante el hombre que por fin había iniciado la guerra.
Encontró a Aníbal pensativo. El general apenas alzó la vista cuando llegó a su tienda. Como siempre, estaba inclinado sobre la mesa de campaña estudiando un mapa de la zona. Su jefe de caballería, Maharbal, estaba junto a él hablando en voz baja. El comandante, un hombre de sonrisa fácil y cabello largo, negro y rizado, era popular entre los oficiales y los soldados por igual.
Malchus se detuvo a varios pasos de la mesa y se puso firme.
—A sus órdenes, señor.
Aníbal se incorporó.
—Malchus, bienvenido.
—¿Habéis solicitado mi presencia, señor?
—Sí. —Todavía pensativo, Aníbal se frotó los labios con el dedo—. Tengo una pregunta para ti.
—Decidme, señor.
—Maharbal y yo hemos ideado un plan. Una emboscada, para ser exactos.
—Suena interesante, señor —dijo Malchus con avidez.
—Albergamos la esperanza de que los romanos envíen una patrulla al otro lado del río —continuó Aníbal—. Maharbal organizará a la caballería que caerá sobre el enemigo, pero también quiero algunos soldados de infantería para que esperen junto al vado del río y eviten que se escapen los rezagados.
Malchus desplegó una amplia sonrisa.
—Será un honor para mí participar, señor.
—No había pensado en ti —reconoció Aníbal, pero al ver la decepción en el rostro de Malchus, añadió: no quiero perder a uno de mis oficiales más experimentados en una escaramuza. Estaba pensando en tus hijos, Bostar y Safo.
Malchus se tragó su decepción.
—Ambos están capacitados para el trabajo, señor, y estoy seguro de que estarán encantados de ser elegidos.
—Me lo imaginaba. —Aníbal hizo una breve pausa—. Mi pregunta era la siguiente: ¿qué me dices de tu otro hijo?
Malchus parpadeó sorprendido.
—¿Hanno?
—¿Está preparado ya para entrar en batalla?
—Le puse a entrenar nada más regresar, señor. Al no haber estado en Cartago, fue todo un poco improvisado, pero respondió bien. —Malchus titubeó—. Yo diría que está preparado para actuar de oficial.
—Bien, bien. ¿Podría dirigir una falange?
Malchus lo miró boquiabierto.
—¿Estáis bromeando, señor?
—No acostumbro a bromear, Malchus. El paso por las montañas ha dejado a muchas unidades sin oficiales al mando.
—Claro, señor —dijo Malchus pensativo—. Antes de perderse en el mar, hubiera albergado grandes reservas acerca de Hanno.
—¿Por qué? —preguntó Aníbal sin quitarle ojo.
—Era un poco gandul, señor. Solo le interesaban la pesca y las mujeres.
—Tampoco es un crimen, ¿no? —Aníbal soltó una risita—. ¿No era demasiado joven para servir en el ejército por aquel entonces?
—Así es, señor —admitió Malchus—. Y para ser justos, era excelente en las clases de táctica militar y también era habilidoso cazando.
—Buenas cualidades. Entonces, ¿ha cambiado tu opinión desde su regreso?
—Sí, señor —respondió Malchus confiado—. Ha cambiado. Muchos jóvenes habrían sucumbido ante todo lo que le ha tocado vivir durante esta época, pero Hanno no. Ahora es un hombre.
—¿Estás seguro?
Malchus miró a su general fijamente a los ojos.
—Sí, señor.
—Muy bien. Quiero que tú y tus tres hijos volváis aquí dentro de una hora. Eso es todo.
Aníbal se volvió hacia Maharbal.
—Gracias, señor.
Malchus saludó al general con una gran sonrisa dibujada en el rostro y se retiró.
Hanno miró confuso a su padre cuando le explicó la noticia.
—¿Qué puede necesitar Aníbal de un joven oficial como yo?
—No lo sé —respondió Malchus en tono neutral.
A Hanno se le hizo un nudo en el estómago.
—¿Safo y Bostar también estarán presentes?
—Sí.
La respuesta no le tranquilizó. ¿Acaso había hecho algo mal?
—Debo irme —dijo Malchus—. Asegúrate de estar allí dentro de media hora.
—Sí, padre.
Emocionado, Hanno se puso a pulir su coraza y casco nuevos y no paró hasta que le dolieron los brazos. A continuación, abrillantó con grasa las sandalias de cuero. En cuanto acabó, corrió a la tienda de su padre donde había un gran espejo de bronce. Para su gran alivio, Malchus estaba ausente. Hanno hizo una mueca ante su reflejo. «Más no puedo hacer», murmuró.
Mientras caminaba hacia el cuartel general de Aníbal, Hanno agradeció que ninguno de los soldados que iban corriendo de un lado para otro se fijara en él, pero cuando llegó a los scutarii que montaban guardia ante el gran pabellón, se convirtió en el centro de atención.
—¡Diga su nombre, rango y misión! —bramó el oficial a cargo de los centinelas.
—Hanno, oficial de una falange libia, señor. He venido a ver al general. —Hanno parpadeó pensando que ahora le despacharía sin más.
En lugar de ello, el oficial asintió.
—Le están esperando. Sígame.
Al cabo de momento Hanno se hallaba en una amplia estancia con pocos muebles: aparte de una mesa y unas pocas sillas con respaldo de piel, solo contenía un bastidor para las armas. Aníbal estaba rodeado por algunos de sus comandantes, entre ellos el padre y los hermanos de Hanno.
—¡Señor! ¡Ha llegado Hanno, oficial de los lanceros libios! —anunció el guardia.
Hanno sintió que se le sonrojaban hasta las orejas.
Aníbal se volvió hacia él y le sonrió.
—Bienvenido.
—Gracias, señor.
—Me imagino que habréis oído la historia del hijo pródigo de Malchus, ¿no? —preguntó Aníbal—. Pues bien, aquí está.
Hanno sintió una enorme vergüenza al ser escudriñado por los veteranos oficiales. Bostar se reía e incluso su padre esbozaba una leve sonrisa. Safo, por el contrario, parecía haberse tragado una avispa. Hanno se enfadó. «¿Por qué es así?», se preguntó.
Aníbal miró a cada uno de los hermanos.
—Seguramente os preguntaréis por qué os he convocado aquí esta mañana.
—Sí, señor —respondieron.
—Os lo explicaré dentro de un momento. —Aníbal miró a Hanno—. Supongo que sabrás que sufrimos muchas bajas al cruzar los Alpes.
—Claro, señor.
—Desde entonces nos faltan soldados y también oficiales.
—Sí, señor —contestó Hanno. «¿Adónde querrá ir a parar?», se preguntó Hanno para sus adentros.
El general sonrió ante su confusión.
—He decidido ponerte al mando de una falange —declaró Aníbal.
—¿Señor? —apenas consiguió decir Hanno.
—Ya me has oído —respondió Aníbal—. Es un gran salto, lo sé, pero tu padre me ha asegurado que has regresado hecho un hombre.
—Yo… —Hanno miró de soslayo a Malchus antes de volver a posar la vista en Aníbal—. Gracias, señor.
—Como ya sabes, una falange debería constar de unos cuatrocientos hombres, pero la tuya apenas tiene doscientos. Es una de las unidades más débiles, pero son soldados veteranos y deberían servirte bien. Considerando todo lo que has pasado, tengo grandes esperanzas puestas en ti.
—Gracias, señor —respondió Hanno, muy consciente de la responsabilidad que le acababan de conceder—. Me siento muy honrado.
Bostar le guiñó el ojo, pero a Hanno le irritó comprobar que Safo tenía los labios fruncidos.
—¡Bien! —declaró Aníbal—. Ahora hablemos del motivo por el cual os he llamado a todos aquí hoy. Como ya sabréis, desde que obligamos a los romanos a replegarse al otro lado del Trebia, no hemos vuelto a entrar en acción, ni tampoco cabe prever que lo hagamos en un futuro próximo. Son conscientes de que nuestra caballería es muy superior a la suya, al igual que nuestra infantería, pero a nosotros no nos vale la pena atacar su campamento porque su terreno irregular no nos permitiría sacarle el máximo provecho a nuestros jinetes. Los romanos lo saben, por lo que esos malditos cabrones se conforman con bloquear la carretera al sur y esperar a que lleguen refuerzos. Quizá tengamos que esperar hasta entonces, pero no me agrada la idea de quedarme de brazos cruzados. —Acto seguido, Aníbal dio media vuelta—: ¿Maharbal?
—Gracias, señor —dijo el comandante de caballería—. A fin de animar a nuestro enemigo a enviar a algunos de sus hombres al otro lado del río, hemos tratado de dar la impresión de que nuestros jinetes se han vuelto bastante laxos. ¿Queréis saber cómo? —preguntó.
—Sí, señor —respondieron los tres hermanos con curiosidad.
—Nunca hacemos acto de presencia en nuestro lado del río hasta última hora de la mañana y siempre nos vamos antes de caer la tarde. ¿Lo entendéis?
—¿Quiere que se atrevan a hacer una incursión al amanecer, señor? —preguntó Bostar.
—Exactamente —sonrió Maharbal.
Hanno se estaba emocionando por momentos, pero no se atrevió a plantear la pregunta.
Safo lo hizo por él.
—¿Y entonces qué, señor?
Aníbal volvió a tomar la palabra.
—Maharbal tiene apostados en el bosque a quinientos númidas de forma permanente. Se encuentran a un kilómetro y medio del principal vado del río. Si los romanos muerden el anzuelo y envían a una patrulla, tendrán que pasar junto a ellos. Aunque es difícil que esos perros se zafen del ataque de los númidas, quizás alguno se escape. Y es ahí donde entráis en acción vosotros y vuestros libios.
Hanno miró a Bostar y Safo, que sonreían complacidos.
—Quiero que una fuerza de infantería permanezca oculta cerca del vado. Si los romanos cruzan el río, no deben detenerles, pero si intentan regresar… —Aníbal apretó el puño—, quiero que los aniquiléis. ¿Está claro?
Hanno miró a sus hermanos, que asentían con vehemencia.
—¡Sí, señor! —gritaron al unísono.
—Excelente —declaró Aníbal. Endureció la expresión—. No me falléis.
Al día siguiente, al caer la noche, Hanno y sus hermanos salieron del campamento con sus unidades. Además de llevar sus tiendas y esterillas, tenían provisiones suficientes para tres días con sus correspondientes noches. A Hanno le complació ver que el jefe de los númidas que les conducirían hasta su posición era Zamar, el oficial que le encontró cerca del Padus. Las falanges siguieron silenciosas a los jinetes en dirección al este a través de caminos de caza en desuso. De pronto llegó hasta sus oídos el sonido del río y Zamar les condujo hasta una hondonada oculta situada a unos doscientos pasos del vado principal del río Trebia. Era un escondrijo perfecto: lo bastante espacioso para contener a toda la infantería y próximo al vado.
—Dejaré a seis jinetes como mensajeros. Enviadlos en cuanto veáis algo —murmuró Zamar antes de marcharse—. Y recordad que, cuando lleguen los romanos, no debe quedar ninguno con vida.
—Déjalo en nuestras manos —gruñó Safo.
Bostar no dijo nada, pero Hanno vio su expresión de desagrado. Cuando Zamar estuvo fuera de la vista, Hanno confrontó a sus hermanos.
—¿Se puede saber lo que os pasa? —preguntó.
—¿A qué te refieres? —inquirió Safo a la defensiva.
—Os pasáis el día entero discutiendo como si fuerais dos gatos metidos en un saco. ¿Por qué?
Bostar y Safo se miraron con el ceño fruncido.
Hanno esperó a que hablaran, pero el silencio se prolongó.
—Realmente no es asunto tuyo —dijo Bostar al final.
Hanno se sonrojó y miró a Safo, pero su hermano mayor mantenía una expresión impertérrita en el rostro.
Hanno se rindió.
—Voy a ver cómo están mis hombres —murmuró. Se fue.
Esperaron en vano toda la noche. Al amanecer, los cartagineses tenían el frío metido en los huesos y se sentían desanimados. Para evitar ser detectados, no habían encendido ninguna hoguera. A pesar de que no había llovido, la humedad invernal era implacable. Siguiendo órdenes estrictas, los soldados permanecieron en la hondonada durante el día, con la única excepción de un puñado de centinelas que, con el rostro ennegrecido, se ocultaron entre los árboles que flanqueaban la orilla del río. El resto no pudo moverse del sitio, ni para hacer sus necesidades. Algunos todavía tenían energía suficiente para jugar a los dados o a la taba, pero la mayoría se quedó en sus tiendas dando buena cuenta de sus fríos víveres o recuperando el sueño perdido. Todavía molesto por la mezquindad de sus hermanos, Hanno dedicó su tiempo a conversar con sus lanceros y a intentar conocerles mejor. Era consciente por sus respuestas calladas de que sus esfuerzos de poco le servirían hasta que les condujera al combate, pero al menos era mejor que cruzarse de brazos y no hacer nada.
El día pasó lentamente sin novedad alguna.
Por fin cayó la noche y Hanno se ocupó de los centinelas apostados a lo largo de varios metros a ambos lados del vado. Pasó el tiempo caminando por la orilla tratando de vislumbrar algún movimiento enemigo. Había pocas nubes y las numerosas estrellas del cielo proporcionaban luz suficiente para ver relativamente bien, pero pasaron las horas sin que detectara ni el más mínimo movimiento en el otro lado. Cuando estaba a punto de romper el alba, Hanno se sentía aburrido y enfadado. «¿Dónde están estos cabrones?», murmuró para sí.
—Seguramente estén en la cama.
Hanno dio un salto, pero al girarse reconoció en la tenue luz las facciones de Bostar.
—¡Por Tanit! ¡Me has asustado! ¿Qué haces aquí?
—No podía dormir.
—Aun así tendrías que haberte quedado bajo las mantas.
¡Seguro que estarías más caliente que aquí fuera! —comentó Hanno.
Bostar se acuclilló junto a Hanno y suspiró.
—Lo cierto es que quería disculparme por lo que sucedió ayer con Safo. Nuestras rencillas no deberían afectar a nuestra relación contigo.
—No pasa nada. Yo no debería haber metido las narices donde no me llamaban.
Un silencio un poco menos incómodo siguió a sus palabras.
—Lo cierto es que llevamos más de un año peleándonos —confesó Bostar pasado un rato.
Hanno agradeció que la oscuridad ocultara su sorpresa.
—¿Es por lo de siempre? ¿Por su actitud tan pomposa y autoritaria?
Los dientes de Bostar brillaron tristemente a la luz de las estrellas.
—Ojalá solo fuera eso.
—No lo entiendo.
—Todo empezó cuando te perdiste en el mar.
—¿Eh?
—Safo me culpó por haber dejado que tú y Suniaton os marcharais.
—¡Pero si los dos estuvisteis de acuerdo!
—Él no lo ve así. No hicimos las paces antes de que me destinaran a Iberia y, cuando meses más tarde llegó desde Cartago con nuestro padre, las cosas fueron mal desde el primer momento.
—¿Por qué?
—Habían tenido noticias de lo que os había pasado a ti y a Suni. Safo estaba furioso y volvió a culparme de todo.
—¿Te refieres a los piratas? —Hanno recordó de repente el comentario de Safo el día de su regreso y la promesa de su padre de explicárselo todo—. Lo había olvidado.
—Había muchas cosas que contar —dijo Bostar—. Lo único que importaba es que habías vuelto.
—Ahora sí tenemos tiempo —comentó Hanno—. ¡Cuéntamelo todo!
—Fue unas semanas después de tu desaparición. Nuestro padre fue informado por uno de sus espías de que había unos piratas en el puerto. Capturaron a cuatro y les torturaron hasta que confesaron que os habían vendido a ti y a Suni en Italia como esclavos.
A Hanno le vinieron unas imágenes muy vívidas a la mente.
—¿Recuerdas sus nombres?
—No, lo siento —respondió Bostar—. Al parecer, el capitán era egipcio.
—¡Exacto! —exclamó Hanno, y sintió un escalofrío—. ¿Y qué pasó con ellos?
—Primero fueron castrados. Después les aplastaron las extremidades antes de ser crucificados —respondió Bostar en tono neutro.
Hanno pensó en la horrible escena durante unos instantes.
—No es una buena manera de morir —reconoció.
—No.
—Pero se lo merecían —declaró Hanno con dureza—. Por culpa de esos hijos de puta Suni y yo hubiéramos acabado muertos en el circo.
—Lo sé —concedió Bostar con un profundo suspiro—. Sin embargo, desde que vio lo que le pasó a los piratas, Safo ha cambiado. Se ha vuelto más duro, más cruel. Ya viste cómo reaccionó ante las palabras de Zamar. Ya sé que tenemos que matar a cualquier romano que cruce el río. Las órdenes son las órdenes, pero Safo parece que disfrute con ello.
—No es algo agradable, pero tampoco es el fin del mundo, ¿no? —dijo Hanno en un intento por sacarle hierro al asunto.
—Eso no es todo —murmuró—. Está convencido de que mi único objetivo es ganarme el favor de Aníbal. —Bostar explicó brevemente a Hanno cómo le salvó la vida a Aníbal en Saguntum—. Tendrías que haber visto la cara que puso cuando Aníbal me felicitó, como si lo hubiera hecho para fastidiarle.
—¡Qué locura! —susurró Hanno—. ¿Estás seguro de que eso es lo que piensa?
—Sí. Desde entonces me llama «el puto oficial perfecto».
Hanno no supo qué decir y guardó silencio un momento.
—Seguro que no todo es culpa suya. Toda discusión tiene dos versiones.
—Es verdad, yo también le he dicho algunas cosas desagradables —suspiró—. Pero cada vez que intento arreglar las cosas, lo estropea todavía más. La última vez que intenté… —Bostar dudó un instante antes de continuar y negó con la cabeza—. Es igual, he tirado la toalla.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —preguntó Hanno.
—No te lo puedo decir —contestó Bostar con la mirada perdida en las caudalosas aguas del río.
Intrigado por lo que le había contado su hermano, Hanno no quiso presionarle e intentó ser optimista: quizá podría actuar de mediador. Hanno se imaginó que en Cartago volvía a reinar la paz y que salía de caza con sus hermanos por las montañas al sur de la ciudad.
De repente, Bostar le dio un codazo en las costillas.
—¡Eh! ¿Has oído eso?
Hanno salió de su estupor de golpe y se inclinó hacia delante aguzando el oído. Al principio no oyó nada, pero de pronto llegaron hasta sus oídos el tintineo de unos arneses y sintió que todos sus sentidos se aguzaban.
—Viene del agua —murmuró.
—Sí —asintió Bostar excitado—. Aníbal tenía razón: los romanos quieren información.
Los hermanos fijaron la vista en la otra orilla como lobos esperando a su presa. Al cabo de un instante, su paciencia se vio recompensada y distinguieron el sonido de caballos y hombres que avanzaban con gran tiento.
Hanno sintió que le subía la adrenalina.
—¡Seguro que son romanos!
—¡O algunos de sus aliados galos! —exclamó Bostar.
No tardaron en ver una fila de soldados montados a caballo que avanzaban por el sendero que conducía al vado.
—¿Cuántos son? —susurró Bostar.
Hanno trató de contarlos en la oscuridad, pero era imposible determinarlo con precisión.
—No más de cincuenta, seguramente menos. Está claro que se trata de una patrulla de reconocimiento.
Los jinetes formaron un corro.
—Están recibiendo las últimas órdenes —dijo Hanno.
Al cabo de un momento el primer hombre cruzó las aguas heladas en silencio. El caballo protestó, pero su jinete le susurró unas palabras al oído y se tranquilizó. Acto seguido le siguieron los demás soldados.
Bostar se levantó y estiró las piernas.
—Debemos ponernos en marcha. Dile a Safo lo que hemos visto. Hay que alertar a los númidas de inmediato. ¿Lo tienes claro?
—Sí. ¿Qué vas a hacer tú?
—Voy a ir hasta el siguiente puesto de guardia. Les seguiré vigilando hasta que les pierda de vista. Debemos asegurarnos de que no habrá más cabrones cruzando el río.
—De acuerdo. Hasta luego.
Hanno volvió lentamente sobre sus pasos hasta quedar oculto por los árboles y se apresuró a volver a su campamento secreto. Safo estaba estirando las piernas delante de su tienda y le informó rápidamente de todo.
—Excelente —sonrió Safo complacido—. Pronto las jabalinas de tus hombres se mancharán de sangre, y quizá la tuya también. Es un momento especial.
Hanno sonrió nervioso. ¿Eran imaginaciones suyas o Safo había hablado con tono lascivo?
—¡Vamos! No hay tiempo que perder. Ordena a tus hombres que se pongan en marcha. Yo enviaré a los mensajeros númidas y prepararé mi falange. Cuando llegue Bostar tendrá que hacer lo mismo. Si llega… —dijo Safo.
Hanno frunció el ceño.
—Eso sobraba —replicó—. Bostar llegará en cualquier momento.
—¡Por supuesto que sí! —rio Safo—. Ahora, ponte en marcha. Debemos colocarnos en posición en el momento en que se vayan los romanos.
Hanno bajó la cabeza y obedeció. No entendía la rencilla que existía entre sus hermanos, pero había una cosa que estaba muy clara: a Safo todavía le gustaba decirle lo que tenía que hacer. Irritado, Hanno fue a levantar a sus hombres. Cuando oyó que uno protestaba, le fustigó desde arriba. La táctica pareció funcionar y pronto estuvieron todos reunidos junto a la falange de Safo.
Poco después la figura de Bostar surgió de la oscuridad de los árboles que flanqueaban la orilla.
—Ya se han ido —dijo, y silbó a los tres númidas que quedaban—. Salid de inmediato y seguid a esos perros de lejos. Regresad cuando caigan en la emboscada.
Con un breve saludo, los jinetes saltaron sobre el lomo de sus caballos y salieron al trote.
Bostar se acercó a sus hermanos.
—Al final no hemos perdido el tiempo aquí en vano —dijo sonriente.
—Por fin —protestó Safo—. Te estábamos esperando.
«¿Por qué se mete así con él?», pensó Hanno.
Bostar apretó la mandíbula, pero no dijo nada. Por suerte, sus soldados habían oído a sus camaradas ponerse en marcha y estaban haciendo lo mismo. En cuanto estuvieron listos, el trío se reunió delante de sus hombres.
—¿Cómo nos vamos a organizar? —preguntó Hanno.
—Está muy claro —replicó Safo prepotente—. Las falanges deben formar los tres lados de un cuadrado, mientras que el cuarto lado serán los númidas, que empujarán a los romanos hacia la trampa. No podrán escapar. Lo único que debemos decidir es la posición que deben ocupar las falanges.
Hubo una breve pausa. Los tres habían recorrido el terreno alrededor del vado varias veces. El flanco izquierdo estaba ocupado por un denso grupo de encinas, mientras que el derecho era una gran ciénaga. Si podían evitarlo, los caballos no elegirían ninguno de estos dos terrenos. El mejor lugar para las falanges era el sendero que conducía al vado. Allí es donde se produciría la acción.
Como el más joven e inexperto de los tres, a Hanno no le importaba el flanco que le tocara.
—Yo me situaré en el centro —declaró Bostar en tono seco.
—Típico —murmuró Safo—. Pues yo también quiero ese lado, y recuerda que ya no me superas en rango.
Los dos se miraron con odio.
—¡Esto es ridículo! —soltó Hanno enfadado—. ¿Qué más da quién se ponga allí?
Sus hermanos no respondieron.
—¿Por qué no lo hacéis a cara o cruz?
Bostar y Safo seguían sin abrir la boca.
—¡Por Melcart! ¡Ya me pondré yo! —exclamó Hanno.
—Ni hablar —espetó Safo—. No tienes experiencia de combate.
—Exacto —añadió Bostar.
—Pero en algún lugar tendré que empezar ¿no? ¿Por qué no aquí? Seguro que es mejor comenzar por aquí que en una gran batalla.
Bostar miró a Safo.
—No podemos pasarnos la mañana aquí discutiendo —dijo en tono conciliador.
Safo se encogió de hombros.
—Supongo que es difícil que Hanno lo haga mal.
Sintiéndose humillado, Hanno bajó la cabeza.
—Eso ha sido innecesario —espetó Bostar—. Nuestro padre le ha entrenado bien y el propio Aníbal le ha puesto al mando de una falange. Sus hombres son veteranos, así que sus posibilidades de meter la pata no son superiores a las que tendría yo si estuviera en el centro —Bostar hizo una pausa—, o si estuvieras tú.
—¿Qué has querido decir con eso? —preguntó Safo con los ojos entrecerrados.
—¡Parad! —gritó Hanno—. Deberíais sentiros avergonzados. Aníbal nos ha encomendado una misión, ¿la recordáis? Pues hagamos nuestro trabajo y punto.
Como dos niños pequeños a los que acababan de reñir, los hermanos se separaron. En silencio, tomaron posiciones delante de sus falanges. Hanno esperó un momento hasta que se dio cuenta de que era él quien debía liderar el camino.
—¡Formad! ¡Seis hombres por fila! —ordenó—. ¡Seguidme!
La rápida respuesta de sus soldados le complació. Además, muchos parecían satisfechos con lo ocurrido, lo que le animó todavía más.
Las tres falanges se desplegaron ante el vado del río. Una vez se cerraran, los lanceros se convertirían en una pared sólida de escudos superpuestos. Ningún caballo se acercaría a semejante obstáculo. Además, las lanzas que sobresalían de los escudos garantizaban la muerte a quienquiera que fuera lo bastante imprudente para aproximarse.
Hanno caminó de un lado a otro de su falange murmurando palabras de ánimo a sus hombres. Agradeció el consejo de su padre de dirigirse por su nombre al mayor número posible de soldados. Era un truco muy sencillo, pero no hubo nadie que no sonriera al oír su nombre de pila. No obstante, sus esfuerzos pronto llegaron a su fin y el tiempo se detuvo. Los músculos del cuerpo que se habían activado para ocupar sus puestos habían vuelto a enfriarse. La brisa húmeda del río había helado a sus lanceros hasta los huesos, pero no les podía permitir calentarse ni tampoco cantar, un método habitual para elevar la moral.
Lo único que podían hacer era esperar.
Por fin rompió el alba, pero las nubes bajas ocultaban el sol. La única señal de vida visible era algún pequeño pájaro ocasional que revoloteaba entre las ramas desnudas de los árboles, y el único sonido el murmullo de las aguas del río a sus espaldas. El estómago de Hanno comenzó a protestar y se preguntó si no debería ordenar que se repartieran algunos víveres, pero antes de que pudiera consultarlo con sus hermanos, el sonido de un caballo al galope atrajo su atención. Todos los ojos se volvieron al camino que llevaba al oeste.
Cuando vieron a dos númidas aproximándose por el camino a toda velocidad, toda la tropa respiró hondo.
—¡Ya vienen! —gritó uno de los númidas al acercarse.
—¡Y les persiguen quinientos de los nuestros! —exclamó eufórico el otro.
Hanno apenas les oyó.
—¡Cerrad los flancos! —chilló—. ¡Preparad las lanzas!