20

CONTRATIEMPOS

Al cabo de unos días, Quintus se calentaba al calor de una hoguera junto a algunos de sus nuevos camaradas. Era una tarde húmeda y oscura y el fuerte viento empujaba hacia el campamento unas nubes bajas que amenazaban nieve, lo que no ayudó a mejorar el estado de desánimo general.

—Todavía no me lo puedo creer —se quejó Licinius, un tarentino parlanchín que compartía tienda con Quintus—. Hemos perdido nuestra primera batalla contra los guggas. ¡Qué vergüenza!

—Solo ha sido una refriega —puntualizó Quintus malhumorado.

—Quizás —aceptó el robusto Calatinus, otro compañero de tienda con el que tenía muchos puntos en común pese a ser un año mayor que Quintus—, pero menuda refriega. Seguro que todos estáis encantados de poder estar aquí ahora. —Todos sus compañeros asintieron al oír sus palabras—. Son muchas las bajas que hemos sufrido. Hemos perdido a casi toda la caballería y a cientos de vélites. Seiscientos legionarios han sido capturados y Publio está gravemente herido. No se puede decir que hayamos empezado con buen pie.

—Mucha razón tienes —afirmó Cincius, también compañero de tienda de Quintus, un hombre grande de cara rubicunda rematada por una mata de pelo pelirroja—. Además, hemos retrocedido varias posiciones. ¿Qué pensará Aníbal de nosotros?

—En nombre del Hades, ¿por qué tuvimos que replegarnos? —se preguntó Licinius—. Una vez destruido el puente, los cartagineses no tenían manera de cruzar el Ticinus y alcanzarnos.

Calatinus se aseguró de que no hubiera nadie cerca que pudiera oírle antes de contestar.

—Yo creo que al cónsul le entró el pánico, cosa que no es de extrañar si se tiene en cuenta que ahora ha quedado fuera de combate.

—¿Cómo sabes tú lo que piensa Publio? —replicó Quintus irritado—. No es ningún idiota.

—Como si tú le conocieras, chico nuevo —saltó Cincius.

Quintus refunfuñó, pero tuvo el sentido común de no contestar. Cincius parecía tener ganas de pelea y le doblaba en tamaño.

—¿Por qué no le plantó cara a Aníbal cuando se presentó ante nuestro campamento? —continuó Cincius—. ¡Allí perdió una gran oportunidad!

El resto murmuró que estaba de acuerdo.

—Yo creo que fue un acto de cobardía —concluyó Cincius, cada vez más animado con el tema.

Quintus estalló airado.

—¡Es mucho mejor luchar en el terreno que uno elige en el momento que uno elige! —declaró, recordando lo que le había dicho su padre—. ¡Es de todos sabido! Pero en estos momentos no podemos hacer ni una cosa ni la otra y, con Publio herido, no creo que la situación cambie en un futuro próximo. Era mucho mejor mantenernos en una posición segura, aquí en el campamento. De lo contrario, pensad en lo que podría haber ocurrido.

Cincius lanzó una mirada feroz a Quintus, pero al ver que el resto se sumía en un silencio iracundo, decidió no decir nada más por el momento.

Quintus no estaba contento. No dudaba del valor de Publio, pero el de Flaccus era harina de otro costal. Siempre había pensado que su futuro cuñado era un héroe, pero no podía negar la realidad de lo sucedido en Ticinus. A petición suya, Flaccus había acompañado a la caballería en su funesta misión de reconocimiento. Quintus también había estado allí, todavía exultante por habérsele permitido incorporarse a la patrulla. Su padre y él vieron a Flaccus cuando comenzó el combate, pero no después. No reapareció hasta más tarde, cuando el castigado remanente de la patrulla se batió en retirada y cruzó el río Ticinus hasta el campamento romano. Al parecer, la marcha de la batalla mantuvo a Flaccus alejado del combate y, cuando se percató de la superioridad de los cartagineses, fue en busca de ayuda. Evidentemente, los tribunos se negaron a conducir a sus legiones de infantería por un puente provisional para enfrentarse a un enemigo compuesto enteramente por tropas de caballería. ¿Qué otra cosa podría haber hecho si no?, preguntaría después a todos Flaccus muy serio.

No había manera de corroborar la historia de Flaccus, sobre todo teniendo en cuenta el modo en que se habían precipitado los acontecimientos, así que no tenían más remedio que aceptar su versión.

Fabricius no había dicho nada a Quintus al respecto, pero era obvio que le preocupaba la posibilidad de que Flaccus fuera un cobarde, tribulación que también compartía su hijo. A pesar del miedo que había sentido durante el combate, Quintus se había mantenido firme en su posición y había luchado contra el enemigo. Por muchos contactos que tuviera, Aurelia no podía casarse con un hombre que abandonaba a sus compañeros en plena batalla. Quintus atizó el fuego con un palo e intentó no pensar más en ello, pero para su disgusto sus compañeros habían decidido reanudar la triste conversación.

—Mi mozo ha estado bebiendo con algunos de los legionarios que custodian la tienda de Publio y dicen que una gran flota cartaginesa ha atacado Lilybaeum en Sicilia —explicó Licinius.

—¡No! —exclamó Cincius.

Licinius asintió compungido.

—Ahora ya no podremos contar con la ayuda de Sempronio Longo.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Quintus.

—Los soldados juraron sobre las tumbas de sus madres que lo que decían era verdad.

Quintus le lanzó una mirada dubitativa.

—¿Y cómo es posible que no nos hayamos enterado por otras fuentes?

—Se supone que es máximo secreto —masculló Licinius.

—Pues yo he oído que toda la tribu de los boyos se dirige al norte para unirse a Aníbal —añadió Cincius—. Si eso es cierto, podrían atacarnos en pinza y quedaríamos atrapados entre ellos y los guggas.

Quintus recordó en ese momento que su padre le había contado que una vaca que no podía tener crías había dado a luz en una granja cercana a un ternero monstruoso que tenía todos los órganos por fuera ¡y además estaba vivo! Se lo había explicado un oficial que conocía y que lo había visto con sus propios ojos durante una patrulla. «¡Basta ya!», pensó Quintus con resolución.

—No nos pongamos nerviosos —aconsejó—. Estas historias son una exageración.

—¿Ah, sí? ¿Y si los dioses están enfadados con nosotros? —replicó Licinius—. Ayer fui al templo de Placentia para hacer una ofrenda y los sacerdotes me dijeron que las gallinas sagradas no quieren comer. ¿Qué más pruebas necesitas?

Quintus sintió que le invadía una rabia terrible.

—¿Y qué debemos hacer? ¿Rendirnos sin más ante Aníbal?

Licinius se sonrojó.

—¡Claro que no!

Quintus se volvió hacia Cincius, que negó con la cabeza.

—¡Pues cerrad la puñetera boca! Hablar así es terrible para la moral. Somos équites, no lo olvidéis. Debemos servir de ejemplo para los soldados, ¡no meterles el miedo del Hades en el cuerpo!

Avergonzados, sus compañeros sintieron un repentino interés por sus sandalias.

—¡Ya estoy harto de vuestras quejas! —gruñó Quintus antes de levantarse—. Hasta luego. —Se marchó sin esperar respuesta.

Seguro que su padre podría arrojar algo más de luz sobre la situación, porque lo cierto era que Quintus se sentía muy abatido. Aunque sabía disimularlo bien, la salvaje lucha contra la feroz caballería númida de Aníbal le había afectado profundamente. Tenían suerte de haber escapado con vida. No era de extrañar que sus compañeros fueran tan susceptibles a los rumores que corrían por el campamento. De hecho, Quintus estaba haciendo un tremendo esfuerzo por controlar sus miedos.

Su padre no estaba en su tienda. Uno de los centinelas le informó de que había acudido al cuartel general del cónsul. Quintus pensó que el paseo le sentaría bien y le ayudaría a despejarse. Pasó junto a las tiendas de los cenómanos, una tribu de galos local que luchaba del lado de Roma. Eran más de dos mil hombres, sobre todo soldados de infantería y algunos de caballería. Se comportaban como un clan, algo que favorecía la diferencia de idioma. A pesar de ello, era palpable la camaradería que existía entre ellos y los romanos, algo que a Quintus le agradaba sobremanera. Saludó al primer guerrero que vio, un hombre fornido que estaba sentado en un taburete delante de la tienda, pero para su sorpresa el hombre le giró la cara y siguió lubricando la espada. Quintus no le dio demasiada importancia, pero poco después le sucedió lo mismo: un puñado de soldados que se encontraba a unos diez pasos de donde estaba él le miró con frialdad antes de darle la espalda.

«No es nada», se dijo Quintus. El otro día también fallecieron muchos de sus hombres y seguro que la mitad de ellos había perdido a un padre o un hermano.

—¡Aurelia! ¡Aurelia!

La voz de Atia despertó a Aurelia de un dulce sueño en el que aparecían Quintus y Hanno y, lo que era más importante todavía, un sueño en el que seguían siendo amigos. Pese a la imposibilidad de la situación y la urgencia en la voz de su madre, Aurelia estaba de buen humor.

—¿Qué ocurre?

—Ven aquí.

Aurelia saltó de la cama y, al abrir la puerta, se sorprendió al ver en el atrio a Gaius con su madre, ambos con un semblante muy serio. Cohibida por su vestimenta, regresó a su dormitorio para ponerse una túnica sobre el camisón de lana y se apresuró a salir de nuevo.

—¡Gaius! —exclamó—. Qué alegría verte.

Gaius inclinó la cabeza incómodo.

—Lo mismo digo.

A Aurelia se le encogió el estómago al percibir su ademán serio y, al fijarse en los ojos llorosos de su madre, sintió miedo.

—¿Qué sucede? —tartamudeó.

—Nos han llegado noticias de la Galia Cisalpina —dijo Gaius—. Y no son buenas.

—¿Nuestro ejército ha sido derrotado? —preguntó Aurelia sorprendida.

—No exactamente —respondió Gaius—, pero hace unos días hubo una fuerte refriega cerca del río Ticinus. Los númidas de Aníbal causaron numerosas bajas entre la caballería y los vélites.

Aurelia sintió que le flaqueaban las piernas.

—¿Mi padre está bien?

—No lo sabemos —respondió su madre con los ojos sombríos por el dolor.

—La situación sigue siendo muy confusa —contestó Gaius—, pero seguramente está bien.

—Numerosas bajas… —repitió Aurelia lentamente—. ¿Cuán numerosas exactamente?

No obtuvo respuesta.

Aurelia lo miró incrédula.

—¿Gaius?

—Se dice que de los tres mil soldados de caballería que salieron del campamento, regresaron unos quinientos —respondió Gaius evitando su mirada.

—En nombre del Hades, ¿cómo puedes decir entonces que mi padre sigue vivo? —gritó Aurelia—. ¡Es más probable que esté muerto!

—¡Aurelia! —bramó Atia—. Gaius solo intentaba darnos un poco de esperanza.

Gaius se sonrojó.

—Lo siento.

Atia le tomó la mano.

—No tienes nada de lo que disculparte. Has venido cabalgando hasta aquí al romper el alba para traernos la información que hay. Estamos muy agradecidas.

—¡Yo no lo estoy! ¿Cómo puedo estar agradecida por tales noticias? —chilló Aurelia.

Aurelia se fue llorando desconsoladamente hasta la puerta e, ignorando al sorprendido guardián, la abrió y salió fuera haciendo caso omiso de los gritos a sus espaldas.

Inconscientemente se dirigió a los establos, donde siempre había ido a refugiarse cuando estaba disgustada. Fue directamente hasta el único caballo que su padre había dejado atrás. Era un animal robusto de color gris que cojeaba cuando su padre partió a la guerra. El caballo relinchó al verla y, de pronto, el congojo que sentía Aurelia se transformó en ríos de lágrimas. Lloró durante largo tiempo, con la mente llena de imágenes de su padre a quien jamás volvería a ver. Hasta que notó que el caballo le lamía la mano Aurelia no consiguió recuperar un poco el control.

—Quieres una manzana, ¿verdad? —susurró acariciándole el hocico—. ¡Qué tonta soy! He venido con las manos vacías. Espera un momento e iré a buscarla.

Agradecida por la interrupción, Aurelia fue a la despensa que había al otro extremo de los establos. Eligió la manzana más grande que había y regresó.

El caballo levantó las orejas. Sus alegres relinchos despertaron de nuevo sus lágrimas, que volvieran a sus ojos con fuerza redoblada. Aurelia se tranquilizó pensando en lo único que podía consolarla: «Al menos Quintus está sano y salvo en Iberia —susurró—. Que los dioses le protejan.»

Fabricius estaba reunido con Publio, por lo que Quintus no vio a su padre hasta más tarde. Cuando le habló del alarmismo de sus camaradas, su reacción contundente no se hizo esperar.

—A pesar de los rumores, Publio está bien y podrá volver a la acción en un par de meses. Tampoco es cierto el rumor de que la flota cartaginesa haya atacado a Sempronio Longo, porque Publio me lo hubiera dicho, al igual que me hubiera informado sobre cualquier rebelión boya. En cuanto a los malos presagios, ¿lo han visto con sus propios ojos? —Fabricius se rio mientras Quintus negaba con la cabeza—. Claro que no, aparte de ese ternero, que debe de ser un engendro de la naturaleza, nadie ha visto nada. Quizá sea cierto que las gallinas del templo de Júpiter no estén comiendo, pero eso es normal. Las aves de corral son criaturas débiles que enferman fácilmente, sobre todo en este clima. —Acto seguido, Fabricius se llevó la mano a la cabeza y, después, al corazón y la espada—. Confía en esto antes de preocuparte por lo que digan los demás.

La actitud de Fabricius animó a Quintus, que además se sentía agradecido por el hecho de que su padre no hubiera vuelto a mencionar su intención de enviarle de regreso a casa. No había dicho nada más al respecto desde la derrota de Ticinus. No sabía si era a causa del número de jinetes que habían perdido o porque Fabricius había aceptado la idea de que sirviera en la caballería. Quintus no lo sabía, ni le importaba. Sus ánimos también se debían al vino y el cocido que su padre le había servido, por lo que abandonó su tienda sintiéndose mucho mejor que cuando había llegado.

No obstante, el buen humor no le duró mucho. El aire contra el que tuvo que luchar para volver a su tienda era mucho más fuerte que antes. Las ráfagas de viento le atravesaron la capa y le helaron los huesos. Era fácil imaginar que los dioses hubieran enviado la tormenta como castigo. Al poco rato empezó a nevar. Las preocupaciones que Quintus había conseguido olvidar durante un rato, regresaron con fuerza.

Los pocos soldados que había en el exterior desaparecieron rápidamente de su vista. El propio Quintus estaba impaciente por meterse debajo de las mantas, donde podría intentar olvidar. Por eso le sorprendió tanto ver a los cenómanos fuera. Estaban en corros alrededor de las hogueras, cantando en voz baja y triste rodeándose los hombros con los brazos. Quintus pensó que estarían llorando a sus muertos y no les hizo mayor caso.

Licinius fue el primero en hablarle cuando entró en la tienda.

—Siento lo de antes —murmuró desde las profundidades de sus mantas—. Debería haber mantenido la boca cerrada.

—No te preocupes. Todos estábamos desanimados —contestó Quintus quitándose la capa húmeda y yendo a su esterilla, que estaba junto a la de Calatinus, quien también le miró con ojos arrepentidos—. Quizás os interese saber que Publio no sabe nada acerca del ataque de una flota cartaginesa en Sicilia.

Calatinus esbozó una sonrisa avergonzada.

—Pues si él no ha oído nada, no hay nada de qué preocuparse.

—¿Y los boyos? —preguntó Cincius con ferocidad.

Quintus sonrió.

—Nada. Son buenas noticias, ¿no?

El ceño fruncido de Cincius se despejó lentamente.

—Excelentes —reconoció Calatinus sentándose—. Ahora solo tenemos que esperar a que llegue Longo.

—Creo que deberíamos brindar por ese día —anunció Cincius. Inclinó la cabeza ante Quintus como para indicar que su discusión ya estaba olvidada—. ¿Alguien se apunta?

Todos respondieron a una y Quintus gimió.

—Ya noto la resaca.

—¿Qué más da? ¡Dudo que vayamos a entrar en acción muy pronto! —Cincius se levantó de un salto y se dirigió a la mesa donde guardaban la comida y la bebida.

—Es cierto —murmuró Quintus—. Entonces, ¿por qué no?

Los cuatro camaradas se fueron tarde a dormir, pero a pesar de su estado de embriaguez, a Quintus le asaltaron las pesadillas. La más terrible fue una en la que varios escuadrones de númidas le perseguían por un campo abierto. Al final, empapado de sudor, se incorporó. La tienda estaba oscura y helada, pero Quintus agradeció el aire frío que le golpeó la cara y los brazos y le hizo olvidar durante un momento el terrible dolor de cabeza que sentía. Miró el brasero, pero apenas quedaban unas brasas encendidas. Bostezó y apartó las mantas. Si alimentaba el fuego ahora, quizá durara hasta la mañana siguiente.

Quintus se levantó y oyó un leve sonido afuera. Sorprendido, aguzó el oído. Era el crujido inconfundible de unas pisadas en la nieve, pero no era el paso mesurado de un centinela, sino de alguien que se movía con sumo cuidado. Alguien que no deseaba ser oído.

Instintivamente, cogió la espada. Las siguientes tiendas se encontraban a unos seis pasos de distancia a ambos lados y por detrás. Por delante, un estrecho sendero aumentaba esa distancia a diez pasos, y de ahí procedía el sonido. Quintus avanzó descalzo. Estaba totalmente alerta. Oyó unos cuchicheos. Notó que le subía la adrenalina. Algo no iba bien. A tientas en la oscuridad, fue hacia Calatinus y le agarró el hombro.

—Despierta —susurró.

Quintus obtuvo un gruñido irritado por toda respuesta.

De pronto, el ruido del exterior se detuvo.

Quintus notó que le latía el corazón de miedo. Quizás había atraído la atención de los que se hallaban al otro lado de la tienda de piel. Soltó la túnica de Calatinus e intentó ponerse las sandalias. Le resbalaron los dedos sobre los complejos cordones y soltó una maldición, pero por fin estaba calzado.

Se incorporó y distinguió el leve sonido de una voz al ser sofocada. Y otra más. Hubo más murmullos y un grito ahogado. Esta vez Quintus corrió al lecho de Licinius. Quizá no estuviera tan borracho. Le tapó la boca al tarentino y lo sacudió con fuerza.

—¡Despierta! —susurró—. ¡Nos están atacando!

Quintus vislumbró el blanco de los ojos aterrados de Licinius al abrirse. Asintió en señal de comprensión y Quintus sacó la mano.

—Escucha —susurró.

Durante un momento no oyeron nada, pero pronto distinguieron un grito entrecortado seguido del sonido reconocible de una espada que se clava en la carne y sale de nuevo. Quintus y Licinius intercambiaron una mirada horrorizada y se levantaron de un salto.

—¡A las armas! ¡A las armas! —gritaron al unísono.

Calatinus por fin se despertó.

—¿Qué pasa? —farfulló.

—¡Maldita sea! ¡Levántate! ¡Coge la espada! —gritó Quintus—. ¡Tú también, Cincius! ¡Rápido! —Quintus se maldijo por no haber dado antes la voz de alarma.

En respuesta a sus gritos, alguien rajó de arriba abajo la parte delantera de la tienda, desgarró la piel y entró. Quintus no se lo pensó dos veces. Corrió hacia él y le clavó la espada en la barriga. El hombre se dobló gritando de dolor. Apareció un segundo intruso.

Quintus le clavó la espada en el cuello y la sangre comenzó a salir a borbotes. El intruso se desplomó gritando. Por desgracia, había un tercer hombre cerca, y un cuarto. Las fuertes voces guturales del exterior revelaron que contaban con numerosos refuerzos.

—¡Son puñeteros galos! —chilló Licinius.

Quintus no entendía nada. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Habían conseguido los cartagineses escalar las murallas? Esquivó una espada y contraatacó con el gladius, satisfecho por el aullido de dolor que produjo. Licinius se unió a él. Juntos, resistieron desesperados la oleada de guerreros que intentaba entrar en la tienda, pero estaba claro que iban a fracasar en el intento. Los nuevos enemigos llevaban escudos mientras que ellos vestían camisa de dormir.

Quintus percibió a su izquierda el sonido de una tela al rasgarse.

—¡Los hijos de puta están intentando cortar la tienda para entrar! ¡Calatinus! ¡Cincius! ¡Abrid un agujero en uno de los paneles de atrás! —gritó por encima del hombro—. ¡Tenemos que salir de aquí!

Quintus no obtuvo respuesta. Se le encogió el estómago. ¿Era posible que sus camaradas ya hubieran muerto?

—¡Vamos! —bramó Calatinus al cabo de un momento.

Quintus sintió un gran alivio.

—¿Listo? —preguntó gritando a Licinius.

—¡Sí!

—¡Pues vamos! —Quintus blandió la espada a diestro y siniestro contra su oponente más cercano antes de dar media vuelta y correr hacia la parte posterior de la tienda con Licinius pisándole los talones. Alcanzó la abertura en unas zancadas, forzó su cuerpo por él y aterrizó a los pies de sus compañeros, que le ayudaron a incorporarse. Quintus miró hacia dentro y vio horrorizado cómo Licinius tropezaba y caía de rodillas casi al alcance de su mano. Quintus no tuvo tiempo de reaccionar. Los galos se abalanzaron sobre su camarada como perros sobre un jabalí acorralado. Recibió una lluvia de espadas, puñales e incluso un hacha. La tenue luz no impidió que Quintus viera los borbotones de sangre que salieron de cada una de las terribles heridas mortales. Licinius se desplomó sobre el suelo de la tienda sin mediar palabra.

—¡Cabrones! —chilló Quintus que, ansioso por vengar a su amigo, saltó hacia delante.

Unos brazos fuertes le sujetaron.

—¡No seas idiota! ¡Está muerto! ¡Tenemos que ponernos a salvo! —gruñó Cincius.

Calatinus y él lo arrastraron rápidamente hacia la oscuridad.

Nadie les persiguió.

—¡Soltadme! —gritó Quintus.

—¿No intentarás volver? —insistió Calatinus.

—Lo juro —respondió Quintus furioso.

Le soltaron.

Quintus miró horrorizado el caos que reinaba a su alrededor. Algunas tiendas ardían y sus llamas iluminaban la escena. Varios grupos de guerreros galos corrían de un lado a otro atacando a los confusos équites y legionarios romanos que surgían de sus tiendas medio desnudos.

—No parece que sea un ataque a gran escala —comentó Quintus al poco rato—. No son suficientes.

—Algunos de los cabrones ya se han dado a la fuga —señaló Calatinus.

Quintus miró con los ojos entrecerrados.

—¿Qué llevan en las manos?

Cuando se dio cuenta, sintió arcadas y su estómago vomitó todo el vino agrio que tenía en el interior.

—¡Putos perros! —gritó Cincius—. ¡Son cabezas! ¡Han decapitado a los muertos!

Quintus levantó la vista con los ojos llorosos. Solo distinguía los regueros de sangre que los galos habían dejado tras de sí en la inmaculada nieve blanca.

Cincius y Calatinus comenzaron a gemir de miedo.

Con un gran esfuerzo, Quintus se tranquilizó.

—¡Silencio! —susurró.

Para su gran sorpresa, ambos le obedecieron. Pálidos, esperaron a que hablara.

Quintus no siguió su instinto natural de salir corriendo en busca de su padre. La vida de estos dos hombres estaba en sus manos y ellos debían ser su prioridad.

—Vayamos al intervallum —dijo—. Allí es donde irá todo el mundo. Ahí podremos luchar mejor contra estos cabrones.

—Pero vamos descalzos —protestó Cincius.

Quintus se molestó ante su protesta, pero si no dejaba que sus compañeros se pusieran las caligae de algún cadáver cercano, se les congelarían los pies.

—¿A qué esperáis? ¡Coged también un escudo!

Era imprescindible tener un escudo.

—¿Y la cota de malla? —preguntó Calatinus junto a un legionario muerto—. Es de mi talla más o menos.

—¡No seas idiota! ¡No podemos perder tiempo! Tendremos que conformarnos con los escudos y las espadas.

Impaciente, esperó a que estuvieran listos.

—Seguidme.

Quintus empezó a correr atento a la aparición de algún guerrero galo. Fue directamente al intervallum, una zona abierta situada en el centro del campamento donde solían reunirse las legiones antes de iniciar una marcha o ir al campo de batalla. Ahora era el lugar donde se habían reagrupado los ensangrentados supervivientes del ataque furtivo. Muchos habían tenido la misma idea que Quintus, por lo que la zona estaba repleta de cientos de legionarios y équites desorganizados. Había pocos que estuvieran completamente vestidos, pero la mayoría había sido lo bastante precavida como para coger un arma antes de huir de las tiendas.

Por fortuna, era en ocasiones como esta cuando salía a relucir la disciplina de los oficiales como los centuriones que, reconocibles incluso sin sus característicos cascos, daban órdenes con el semblante tranquilo y formaban a los soldados en filas regulares. Quintus y sus compañeros se unieron al grupo más cercano. En ese momento no importaba que no fueran soldados de infantería. Los centuriones no tardaron en agrupar sus fuerzas. Cada sexto soldado recibió una de las pocas antorchas disponibles. No era mucho, pero tendría que servir hasta que hubieran contenido el ataque.

Acto seguido, escudriñaron las avenidas y filas de tiendas en busca de los galos, pero se llevaron una gran decepción al ver el poco éxito de su misión que les impedía colmar su sed de venganza. Al parecer, la mayoría se había dado a la fuga cuando sonó la voz de alarma. A pesar de ello, no se detuvo la búsqueda hasta que se hubo peinado toda la zona.

Su peor hallazgo fueron los numerosos cuerpos decapitados. Quintus sabía que los galos coleccionaban este tipo de trofeos de guerra, pero nunca lo había visto con sus propios ojos, del mismo modo que jamás había visto tanta sangre. Los cuerpos estaban rodeados de enormes charcos de sangre, al igual que las huellas de los galos a su alrededor.

—¡Por Júpiter! Esto parecerá un matadero mañana cuando amanezca —masculló Calatinus.

—Pobres diablos —añadió Cincius—. La mayoría no tuvo ninguna oportunidad.

Quintus sintió una nueva arcada al pensar en su padre, que dormía en su tienda, pero ya solo le quedaba bilis en el estómago.

—¿Estás bien? —preguntó Calatinus preocupado.

—Estoy bien —gruñó Quintus. Intentó controlar sus náuseas mientras estudiaba todos y cada uno de los cuerpos que se iban encontrando y suplicó a los dioses que entre ellos no estuviera el de su padre. Para gran alivio suyo, no vio ninguno que se pareciera a Fabricius, pero eso no significa nada, ya que solo habían cubierto una pequeña parte del campamento. Solo podría estar seguro cuando amaneciera.

Los centuriones mantuvieron a los soldados alerta durante el resto de la noche y solo les permitieron ir a sus tiendas para recoger su ropa y armadura. Preparados para la batalla, los legionarios y los équites esperaron hasta el amanecer, cuando ya estuvo claro que no habría más ataques. Por fin los hombres pudieron descansar y regresar a sus respectivas unidades. La operación de limpieza llevaría todo el día. Quintus aprovechó el momento para ir en busca de su padre, al que milagrosamente encontró en su tienda. Los ojos se le llenaron de lágrimas al entrar.

—¡Estás vivo!

—Hete aquí —declaró Fabricius señalando la mesa que tenía delante de él servida para el desayuno—. ¿Quieres un poco de pan?

Quintus desplegó una amplia sonrisa. Su padre fingía despreocupación, pero había vislumbrado un destello de alivio en sus ojos al entrar.

—Sí, estoy famélico. Ha sido una noche larga —respondió.

—Desde luego —reconoció Fabricius—. Y más de cien buenos soldados han muerto a manos de esos cabrones cenómanos.

—¿Estás seguro de que han sido ellos?

—¿Quién si no? Las puertas no se han forzado y los centinelas de las murallas no vieron a nadie.

De pronto Quintus lo entendió todo.

—¡Por eso estaban tan hoscos ayer!

Su padre le miró confundido y Quintus se lo explicó todo.

—Eso lo aclara todo. Se habrán unido al campamento de los cartagineses y ofrecerán sus «trofeos» a Aníbal como prueba de que nos odian —concluyó Fabricius.

Quintus trató de no pensar en el cuerpo decapitado de Licinius que había encontrado en su tienda destruida.

—¿Qué tiene previsto hacer Publio?

—Adivínalo —dijo Fabricius haciendo una mueca.

—¿Vamos a replegarnos de nuevo?

Su padre asintió.

—¿Por qué? —exclamó Quintus.

—Publio cree que este lado del Trebia es demasiado peligroso y, en vista de lo sucedido anoche, es difícil no darle la razón —arguyó Fabricius percatándose de la mirada ansiosa de Quintus—. Y no solo es eso. Las tierras altas de la otra orilla son extremadamente irregulares, lo que impedirá los ataques de la caballería cartaginesa. Además, de este modo bloqueamos las vías que conducen al sur a través de Liguria hasta las tierras de los boyos.

Quintus dejó de protestar. Al menos estas razones tenían sentido.

—¿Cuándo?

—Esta tarde, cuando anochezca.

Quintus suspiró. Su retirada parecería cobarde, pero realmente era prudente.

—¿Y después? ¿Nos quedaremos quietos sin hacer nada conteniendo a los cartagineses? —adivinó.

—Exactamente. Sempronio Longo se dirige hacia aquí a toda velocidad. Sus fuerzas llegarán este mes —dijo Fabricius. Adoptó una expresión feroz—. Las fuerzas de Aníbal no podrán resistirse a dos ejércitos consulares.

Por segunda vez desde el ataque de los cenómanos, Quintus tuvo un motivo para sonreír.

—Hete aquí. Tu madre está preocupada, pensó que podrías estar aquí.

Aurelia se giró al oír a Elira, que se encontraba en la puerta del establo. De repente, Aurelia se sintió como una niña pequeña.

—¿Gaius sigue aquí?

—No, ya se ha ido. Al parecer, su unidad será movilizada pronto. Ha dicho que te llevaría en sus pensamientos y plegarias.

Aurelia se sintió peor todavía.

La iliria se le acercó.

—Ya me he enterado de la noticia —dijo dulcemente—. Todo el mundo lo ha oído y lo siente por ti.

—Gracias —dijo Aurelia con una mirada de gratitud.

—¿Quién sabe? Tu padre podría estar vivo…

—No digas eso —soltó Aurelia.

—Lo siento —se disculpó Elira rápidamente.

Aurelia esbozó una sonrisa forzada.

—Al menos Quintus sigue vivo.

—Y Hanno.

Aurelia intentó hacer caso omiso de los celos que sintió al oír las palabras de Elira, pero la mención de Hanno le hizo pensar irremediablemente en Suniaton. Hacía cuatro días que no le llevaba comida. Seguramente se estaba quedando sin provisiones. Aurelia tomó la decisión al instante. Ver a Suniaton la animaría. Miró fijamente a Elira.

—Hanno te gustaba, ¿verdad?

Dos hoyuelos se formaron en las mejillas de la iliria.

—Sí —murmuró.

—¿Volverías a ayudarle?

—Claro —respondió Elira con expresión confusa—. Pero se ha ido, con Quintus.

Aurelia sonrió.

—Ve a la cocina y llena una bolsa de comida: pan, queso y carne. Si Julius te pregunta, dile que vamos a salir al monte y que son provisiones para nosotras. Trae también una cesta.

—¿Y qué le digo a la señora si me pregunta dónde estás?

—Dile que nos vamos al bosque a buscar setas y frutos secos.

Elira no entendía nada.

—¿Y cómo va a ayudar eso a Hanno?

—Ya lo verás. —Aurelia dio una palmada—. ¡Vamos! ¡Ponte en marcha! Nos reuniremos en el sendero que conduce a las colinas.

Curiosa, Elira se marchó rápidamente.

Aurelia no tuvo que esperar mucho a Elira, que se acercó presurosa a través de los árboles. En una mano llevaba un pequeño paquete envuelto en piel y, en la otra, una capa del mismo color que la suya.

—¿Te ha preguntado alguien algo? —inquirió Aurelia nerviosa.

—Julius, pero se ha limitado a sonreír y me ha dicho que tuviéramos cuidado cuando le he explicado adónde íbamos.

—¡Es como una vieja! ¡Se preocupa por todo! —declaró Aurelia. Entonces bajó la vista y se dio cuenta de que había salido sin su puñal ni su honda. «No importa», se dijo, «no tardaremos mucho»—. Vamos —ordenó enérgica.

—¿Adónde vamos? —preguntó Elira.

—Allá arriba —respondió Aurelia señalando vagamente las colinas que rodeaban la finca, pero de pronto pensó que ya no era necesario andarse con más subterfugios.

—¿Sabías que Hanno tenía un amigo que fue capturado con él?

Elira asintió.

—Suniaton fue vendido para luchar de gladiador en Capua.

—¡Oh! —Elira no se atrevió a decir más, pero su tono apagado hablaba por sí solo.

—Quintus y Gaius le ayudaron a escapar.

—¿Por qué? —preguntó visiblemente escandalizada.

—Porque Hanno era amigo de Quintus.

—Ya veo —dijo con el ceño fruncido—. ¿Y Suniaton tiene algo que ver con el lugar al que nos dirigimos ahora?

—Sí. Estaba herido cuando lo rescataron, así que no podía viajar. De todos modos, ahora está mucho mejor, demos gracias a los dioses.

—¿Dónde está? —preguntó Elira intrigada.

—En la cabaña del pastor donde Quintus y Hanno lucharon contra los bandidos.

—¡Eres una caja de sorpresas! —soltó Elira riendo.

Aurelia se sintió un poco menos triste y sonrió.

Fueron charlando animadamente hasta los lindes de las tierras de Fabricius. Los campos a ambos lados estaban vacíos, esperando a ser cultivados en la primavera. Su única compañía eran las grajillas que revoloteaban en bandadas sobre sus cabezas lanzando los característicos graznidos agudos. Pronto se adentraron en el bosque y dejaron de oír el canto de los pájaros, y los árboles estaban tan juntos que a Aurelia le causaban una sensación de claustrofobia que no le gustaba nada.

Cuando de repente Agesandros apareció en el sendero, ella y Elira soltaron un grito.

—No pretendía asustaros —se disculpó.

Aurelia intentó calmarse, pero el corazón le latía con fuerza.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

Agesandros mostró el arco que tenía en las manos, donde ya tenía una flecha preparada.

—Cazando ciervos. ¿Y vosotras?

—Hemos venido a buscar setas y frutos secos —respondió Aurelia con la boca seca.

—Ya veo —dijo—. Yo de vosotras no me alejaría demasiado de la finca.

—¿Por qué no? —dijo Aurelia fingiendo un tono confiado.

—Nunca se sabe quién puede estar rondando por aquí. Bandidos, un oso o un esclavo que se ha dado a la fuga.

—No creo que eso sea muy probable —comentó Aurelia descarada.

—Quizá no, pero vas desarmada. Os puedo acompañar si queréis —se ofreció el siciliano.

—¡No! —Aurelia se arrepintió de su vehemencia al instante—. Gracias, pero estamos bien.

—Si estás segura… —El esclavo dio un paso atrás.

—Lo estoy. —Aurelia le hizo un gesto con la cabeza a Elira y continuaron caminando.

—¿No es un poco tarde para las setas?

Aurelia vaciló.

—Todavía quedan unas cuantas si sabes buscarlas —acertó a responder.

—Seguro que sí —convino Agesandros.

Aurelia sintió que se le ponía la piel de gallina.

—¿Crees que sabe algo? —susurró Elira.

—¿Cómo iba a saber algo? —Aurelia respondió.

Pero tenía la sensación de que sí.

Pasaron varios días y pronto quedó claro que no habría ninguna batalla. Tal y como decía Fabricius, ninguno de los comandantes deseaba luchar en un momento o un lugar que no fueran de su elección. La negativa de Publio a abandonar las tierras altas y la poca disposición de Aníbal a atacar los condujo a un punto muerto. Mientras los cartagineses campaban a sus anchas en las llanuras al oeste del Trebia, los romanos no se alejaban del campamento. La caballería de Aníbal superaba con creces a la romana y salir de patrulla era tan arriesgado que los romanos apenas enviaban ninguna. A Quintus le costaba aceptar este estado de inactividad forzada. Todavía tenía pesadillas sobre lo sucedido a Licinius y esperaba poder purgar esas imágenes perturbadoras en el campo de batalla.

—Me estoy volviendo loco —confesó a su padre una noche—. ¿Cuánto más tenemos que esperar?

—No haremos nada hasta que llegue Longo —repitió Fabricius con paciencia—. Si bajáramos a las llanuras hoy para presentar batalla, esos perros nos descuartizarían. El ejército de Aníbal nos supera en efectivos, no solo en caballería. Lo sabes perfectamente.

—Supongo que sí —concedió Quintus reticente.

Fabricius se recostó en su silla satisfecho de su explicación mientras Quintus tenía la mirada perdida en las profundidades del brasero.

«¿Qué debe de estar haciendo Hanno en estos momentos?», se preguntó. Le parecía imposible que ahora fueran enemigos. También pensó en Aurelia y en cuándo le llegaría la carta que le acababa de escribir. Si la diosa Fortuna les sonreía, recibiría una respuesta en los próximos meses. Era mucho tiempo, pero al menos él estaba luchando mientras tanto junto a su padre, aunque su hermana no tenía tanta suerte como él. A Quintus le sabía mal por ella.

—¡Estáis aquí!

Una resonante voz familiar rompió el silencio.

Fabricius fingió alegrarse.

—Flaccus. ¿Dónde quieres que estemos si no?

Quintus se levantó de un salto y saludó. «¿Qué querrá?», se preguntó. Desde la debacle de Ticinus apenas habían visto al futuro marido de Aurelia. Los tres sabían que ello se debía a su comportamiento en ese fatídico día. «No es fácil eliminar la sospecha en cuanto ha arraigado», pensó Quintus. Y, al parecer, lo mismo le sucedía a su padre.

—Claro, claro. Solo los centinelas y los locos están fuera esta noche. —Flaccus se rio de su propio chiste y sacó una pequeña ánfora.

—Muy amable por tu parte —murmuró Fabricius al aceptar el obsequio—. ¿Tomarás un poco?

—Solo si tú me acompañas —respondió Flaccus.

Fabricius abrió el ánfora con un experto movimiento de muñeca.

—¿Quintus?

—Sí, gracias, padre. —Quintus se apresuró a buscar tres vasos de cerámica vidriada.

Con las copas llenas, se miraron entre sí, preguntándose quién haría el brindis. Al final, Fabricius tomó la palabra.

—Por la rápida llegada de Sempronio Longo y su ejército.

—Y por la rápida victoria posterior sobre los cartagineses —añadió Flaccus.

Quintus pensó en Licinius.

—Y por la venganza de nuestros camaradas muertos.

Fabricius asintió y levantó su copa más alto.

Flaccus sonrió satisfecho.

—¡Así hablan los soldados! ¡Eso es justo lo que quería oír! —Flaccus les guiñó un ojo con ademán conspirador—. He hablado con Publio.

Fabricius lo miró con expresión dudosa.

—¿Sobre qué?

—Sobre la posibilidad de mandar una patrulla.

—¿Qué? —preguntó Fabricius sospechoso.

—Hace más de una semana que nadie ha cruzado el río.

—¡Porque es demasiado peligroso! —replicó Fabricius—. El enemigo controla por completo la otra orilla.

—Escucha lo que tengo que decir —dijo Flaccus en tono conciliador—. Cuando llegue Sempronio Longo, querrá saber lo que sucede al oeste del Trebia, sobre todo si se tiene en cuenta que la batalla tendrá lugar allí.

—¿Y por qué no podemos esperar hasta que llegue? —preguntó Fabricius—. Dejemos que sus jinetes hagan el trabajo sucio.

—Tiene que ser ahora —dijo Flaccus—. Tenemos que dar al cónsul toda la información que necesite para que pueda actuar con rapidez. ¡Imagina lo que subiría la moral de los hombres si volvemos sanos y salvos!

—¿Volvemos? —repitió Fabricius lentamente—. ¿Tú nos acompañarías?

—Claro.

Una vez más, Fabricius se preguntó si había sido una buena idea prometer a Aurelia con Flaccus. ¿Pero cómo podía ser un cobarde y ofrecerse a participar en semejante locura?

—No sé —murmuró—, es muy arriesgado.

—No necesariamente —protesto Flaccus—. He estado observando a los cartagineses desde nuestro lado del río y cada tarde, a la hora decima, desaparece la última patrulla y no regresa ninguna hasta la hora quarta del día siguiente. Si cruzamos el río de noche y cabalgamos hasta el amanecer, tendríamos unas dos horas para recorrer la zona y estaríamos de vuelta antes de que los númidas hubieran acabado de rascarse los piojos.

Quintus rio.

Fabricius hizo una mueca.

—No creo que sea muy buena idea.

—Publio ya ha dado su aprobación. No se me ocurre nadie mejor que tú para dirigir la patrulla y él está de acuerdo —dijo Flaccus—. Venga, ¿qué dices?

«Maldito seas», pensó Fabricius, que se sentía manipulado. Si rechazaba la oferta de Flaccus, su decisión se consideraría un desaire hacia Publio, lo cual no era prudente. Furioso, cambió de opinión.

—Tiene que ser una patrulla pequeña. Una turma como mucho bajo mi único mando. Tú puedes venir… como observador.

Flaccus no protestó y se volvió hacia Quintus.

—Tu padre es el vivo ejemplo del oficial romano: valiente, con recursos y siempre dispuesto a cumplir con su deber.

—Yo también quiero ir —dijo Quintus.

—No, es demasiado peligroso —saltó su padre.

—¡No es justo! ¡Tú hacías cosas así a mi edad! ¡Me lo has contado! —replicó Quintus furioso.

Flaccus intervino antes de que Fabricius tuviera tiempo de contestar.

—¿Cómo podemos negarle a Quintus la oportunidad de vivir una experiencia tan valiosa? ¡Piensa en la gloria que se ganarán los hombres que aporten a Longo la información que le ayudará a derrotar a Aníbal!

Fabricius contempló el rostro impaciente de su hijo y suspiró.

—De acuerdo.

—Gracias, padre —agradeció Quintus con una sonrisa.

Fabricius fingió que todo iría bien, pero le invadió el miedo. «Es como pasar junto a una manada de leones hambrientos y esperar que ninguno nos vea», pensó. Pero ya no había vuelta atrás.

Fabricius había dado su palabra y lideraría la misión.