EL REENCUENTRO
Hanno no se atrevió a cruzar el improvisado puente sobre el río Padus. Ya había tentado lo bastante a la suerte saliendo solo del campamento en su mula fingiendo ser un esclavo. Al menos había dos centurias de legionarios vigilando la carretera que llevaba al cruce y, por muy aburridos que estuvieran los guardias, Hanno dudaba que fueran tan estúpidos como para no interrogar a un hombre de tez oscura que hablaba latín con acento. Por consiguiente, decidió cabalgar hacia el oeste por la orilla sur del río en busca de un lugar seguro para cruzarlo.
El viento invernal había arrancado las hojas de los árboles y dejado el paisaje desnudo, por lo que era muy fácil detectar cualquier movimiento, lo cual era perfecto para Hanno, que llevaba un puñal como toda arma y no deseaba encontrarse con nadie hasta que pudiera cruzar el río y adentrarse en el territorio de los ínsubros, que solían ser hostiles a los romanos. De todos modos, incluso allí Hanno prefería evitar todo contacto humano. Solo podía confiar en su propia gente y en los que luchaban a su lado. A pesar de que todavía no estaba a salvo, no podía evitar sentirse exultante. Casi percibía la presencia cercana del ejército de Aníbal.
Hanno ni se atrevía a pensar si su padre y sus hermanos seguirían vivos o si estarían con las tropas cartaginesas. No tenía forma humana de saberlo. De hecho, podrían estar en Iberia o haber sido enviados de regreso a Cartago. ¿Qué haría entonces? ¿A quién se dirigiría? En ese momento no quería preocuparse al respecto. Había conseguido escapar y, con la ayuda de los dioses, pronto estaría bajo las órdenes de Aníbal y sería otro soldado de Cartago.
Hanno viajó hacia el oeste durante dos días y dos noches evitando las granjas y los asentamientos y acampando en hondonadas para no ser descubierto. Aunque hacía mucho frío, evitó encender un fuego. Las mantas que llevaba le protegían de la congelación, pero no le permitían dormir demasiado, aunque eso tampoco importaba. Era imprescindible que estuviera alerta y, pese al cansancio, Hanno se sentía mejor con cada día de libertad que pasaba.
La suerte siguió de su lado y, a primera hora del tercer día, encontró un buen punto desde el que vadear el río. Había varias chozas pequeñas cerca, pero no se veía a nadie. Los días eran cortos y la tierra no se trabajaría de nuevo hasta la primavera. Como la mayoría de los campesinos en esa época del año, los habitantes de las chozas se habían ido a dormir temprano y se levantarían tarde. A pesar de ello, Hanno se sintió muy vulnerable cuando se desnudó junto a la orilla. Enrolló la ropa bien en su fardo de piel y lo ató con unas correas. Acto seguido, en cueros, se metió en el río con la mula, que no dejaba de protestar. El agua estaba terriblemente fría y Hanno sabía que, si no cruzaba el río rápido, se le congelarían los músculos y se ahogaría. Sin embargo, la lluvia había aumentado el caudal y su mula tuvo algunos problemas para luchar contra la corriente. Hanno aguantaba las riendas y nadaba lo más rápido posible, pero empezó a sentir que le invadía el pánico. Por suerte, la mula fue lo bastante fuerte para llevar a los dos hasta una zona menos profunda en el otro lado y, de allí, a la orilla. El viento frío azotó a Hanno con fuerza y le empezaron a castañear los dientes. Por suerte, el agua apenas había entrado en el fardo y su ropa estaba prácticamente seca. Se vistió rápidamente y se envolvió con una manta para entrar en calor y se dispuso a proseguir su camino.
La emoción de Hanno iba en aumento a medida que pasaba el día. Estaba en territorio ínsubro y el ejército de Aníbal no podía estar muy lejos. Desde que le capturaran los piratas, le había parecido imposible estar donde estaba ahora, pero lo había conseguido gracias a Quintus. Hanno suplicó a los dioses que su amigo saliera ileso de la guerra y, a continuación, pensó en su familia y en reunirse con ellos. Por primera vez durante su viaje en solitario, Hanno no prestó atención a lo que sucedía a su alrededor, pero salió de su estupor de golpe.
Cuando descendía por una hondonada oyó el canto de alarma de un mirlo. Escudriñó los árboles y no vio nada, pero un pájaro no cantaba así sin motivo. Las garras del miedo se le clavaron en el estómago. Este era un lugar perfecto para una emboscada, un lugar ideal para que unos bandidos atacaran y asesinaran a alguien que viajaba solo.
Hanno sintió que el terror se apoderaba de él en el mismo instante en que un par de jabalinas pasaron silbando por encima de su cabeza. Hanno rogó que sus atacantes fueran a pie y clavó los talones en los flancos de la mula, que respondió a su miedo y salió corriendo del hoyo. Varias jabalinas más sobrevolaron sus cabezas. Hanno miró atrás y perdió toda esperanza de escapar. Un grupo de jinetes surgió de ambos lados del camino. Eran al menos seis e iban a caballo. Era imposible escapar montado sobre una mula. Hanno maldijo su suerte. Era lo peor que le podía suceder desde que fuera a la deriva en el mar: haber pasado por todo lo que había pasado y acabar asesinado por un puñado de bandidos a unos cuantos kilómetros de donde se encontraban las tropas de Aníbal.
No se sorprendió cuando aparecieran más caballos y jinetes por delante que bloquearon el camino por completo. Hanno agarró su puñal, dispuesto a entregar su vida por un alto precio. Sin embargo, cuando se acercaron los jinetes, el corazón le dio un vuelco de alegría. No había visto a ningún númida desde que salió de Cartago, pero eran inconfundibles. ¿Quién más si no podía cabalgar a pelo y llevar túnicas abiertas en pleno invierno?
Cuando abrió la boca para saludar a los númidas, otra oleada de jabalinas salió volando en su dirección y esta vez hubo dos que estuvieron a punto de alcanzarle. Desesperado, Hanno alzó los brazos con las palmas de las manos abiertas.
—¡Deteneos! ¡Soy cartaginés! —gritó en su lengua materna—. ¡Soy cartaginés!
Sus gritos no sirvieron de nada. Llovieron más jabalinas. Una de ellas alcanzó a la mula en las ancas y, reculando de dolor, lo tiró al suelo. Hanno se quedó sin respiración del golpe y apenas fue consciente de que la mula huía cojeando. En un abrir y cerrar de ojos, los númidas lo rodearon por completo. Tres de ellos saltaron de sus caballos jabalinas en mano.
«¡Qué manera de morir! —pensó Hanno—. Voy a morir a manos de los míos porque no hablan mi idioma.»
De pronto, Hanno tuvo un golpe de inspiración. Hacía tiempo había aprendido unas palabras en la sibilante lengua númida.
—¡Parad! —masculló—. Yo soy… amigo.
Extrañados, los tres númidas se detuvieron y comenzaron a hacerle preguntas en su idioma, pero Hanno apenas entendía una de cada diez palabras que decían.
—No soy romano, soy amigo —repitió una y otra vez.
Sus protestas no bastaron. Uno de los jinetes le propinó una patada en el estómago y vio las estrellas. Hanno estuvo a punto de desmayarse del dolor. Comenzaron a lloverle más golpes y pensó que pronto le atravesarían el cuerpo con una jabalina.
En lugar de ello, oyó una voz enfadada.
La paliza cesó de inmediato.
Receloso, Hanno levantó la mirada y vio a un jinete de cabello negro y rizado delante de él. Curiosamente, llevaba una espada, algo nada habitual en un númida. Hanno pensó que sería un oficial.
—¿Es posible que te haya oído hablar en cartaginés? —preguntó el hombre.
—Sí —respondió Hanno aliviado y sorprendido de que hubiera alguien allí que hablara su idioma. Hanno se sentó gimiendo de dolor—. Soy de Cartago.
El hombre enarcó las cejas.
—En nombre de Melcart, ¿y qué puñetas haces aquí solo en medio de esta tierra congelada y dejada de la mano de los dioses?
—Me vendieron como esclavo a los romanos hace algún tiempo —explicó Hanno—. Cuando oí que Aníbal iba a invadir Italia, me escapé para unirme a él.
El númida no parecía convencido.
—¿Quién eres?
—Me llamo Hanno —contestó orgulloso—. Soy hijo de Malchus, que sirve a Aníbal con nuestros lanceros libios. Si consigo llegar hasta el ejército de Aníbal, espero poder reunirme con él y mis hermanos.
Hubo un largo silencio y Hanno sintió que le invadía el miedo de nuevo. «No me abandones ahora, gran Tanit», suplicó.
—No es una historia muy creíble. ¿Cómo sé que no eres un espía? —pensó el oficial en voz alta.
Varios de sus hombres levantaron las jabalinas y a Hanno se le cayó el alma a los pies. Si le mataban ahora, nadie se enteraría.
—¡Alto! —ordenó el oficial—. Si es cierto que este hombre ha pasado mucho tiempo entre los romanos, podría ser útil para Aníbal. —Y sonriendo a Hanno le dijo—: Y si estás diciendo la verdad, estoy seguro de que tu padre preferirá verte vivo que muerto, esté o no con el ejército.
Hanno sintió una alegría inmensa.
—¡Gracias! —exclamó.
El oficial vociferó una orden y los númidas levantaron a Hanno del suelo y le ataron las muñecas con una cuerda, pero sin violencia. Después los guerreros montaron de nuevo, agarraron a Hanno y lo colocaron sin miramientos sobre el cuello de un caballo delante de su jinete. No protestó. Con la mula herida no tenía forma de llegar rápido al campamento cartaginés. Al menos no lo arrastraban detrás de un caballo.
Los númidas cabalgaron hacia el oeste y Hanno dio las gracias a todos los dioses que le vinieron a la mente, pero sobre todo a Tanit, de quien se había olvidado antes de salir de casa en Cartago.
Aunque todavía no había salido del bosque, Hanno sintió que la diosa le sonreía de nuevo.
Cuando llegaron al campamento de Aníbal, Hanno fue depositado en el suelo. Miró a su alrededor, maravillado de ver unas huestes cartaginesas tan cerca de la frontera italiana. El corazón le latía de alegría. ¡Había vuelto con su gente! Sin embargo, a Hanno le preocupó el tamaño del ejército, que era mucho más pequeño de lo que esperaba. También le alarmó el aspecto de los soldados: el sufrimiento estaba grabado en todas sus caras, y la mayoría llevaban barbas descuidadas y parecían medio muertos de hambre. Los animales, sobre todo los elefantes, tenían peor aspecto todavía. Hanno miró preocupado al oficial númida.
—El paso por los Alpes debe de haber sido terrible —dijo.
—No te lo puedes ni imaginar —contestó el númida con una mueca—. Tribus hostiles, deslizamientos de tierra, hielo, nieve y hambre. Entre las deserciones y las bajas, hemos perdido casi veinticinco mil hombres en un mes. Prácticamente la mitad de nuestro ejército.
Hanno le observó horrorizado. De inmediato pensó en su padre y sus hermanos, que tenían muchas posibilidades de estar muertos. De pronto se dio cuenta de que el númida le estaba mirando.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —tartamudeó.
—Puedo contarte lo que quiera, los romanos nunca lo sabrán —respondió el númida amablemente—. No creo que puedas escaparte de mis hombres a pie.
—No —dijo Hanno, y tragó saliva.
—Menos mal que lo que me has explicado es verdad, ¿no?
Hanno devolvió la mirada penetrante del númida y de pronto sintió que el terror se apoderaba de él. ¿Qué pasaría si nadie podía corroborar su identidad?
—Sí, así es —respondió Hanno, y rogó a los dioses que no le quitaran la miel de la boca cuando estaba a punto de lograr su objetivo—. Llévame a las tiendas de los libios.
Con una reverencia burlona, el númida se puso en camino y preguntó al primer lancero con el que se encontraron.
—Estamos buscando un oficial que se llama… —el númida lanzó una mirada inquisitiva a Hanno.
—Malchus.
Para gran alegría de Hanno, el hombre señaló a sus espaldas con el pulgar.
—Su tienda se encuentra tres filas más atrás. Es mayor que el resto.
—Por ahora va todo bien —dijo amablemente el oficial indicándole a Hanno que le siguiera.
Tres de sus guerreros les pisaban los talones con las jabalinas preparadas en la mano. Poco a poco, fueron abriéndose paso entre las tiendas dispuestas muy juntas entre sí.
—Debe de ser esta. —El oficial se detuvo ante un gran pabellón de piel que estaba sujeto por varias cuerdas atadas al suelo con estacas. Un par de lanceros vigilaban la entrada.
A Hanno le invadió una oleada de emociones. Le aterraba pensar que su padre no estuviera dentro, al tiempo que se imaginaba la inmensa alegría que sentiría al verle y el alivio que supondría reunirse con su familia después de su largo calvario.
—Quédate aquí —indicó Hanno al oficial.
—¿Qué? ¡Tú no estás al mando! —gruñó el númida—. Hasta que no se demuestre lo contrario, no eres más que un puñetero prisionero.
—¡Tengo las manos atadas! ¿Adónde voy a ir? —le increpó Hanno—. Clávame una maldita lanza en la espalda si intento huir, pero voy a entrar solo ahí dentro.
El oficial vio la determinación en los ojos de Hanno y, de pronto, se dio cuenta de que su prisionero podría tener un rango muy superior al suyo. El númida asintió con un gruñido.
—Esperaremos aquí fuera.
Hanno no respondió. Con la espalda rígida, caminó hacia la tienda.
Uno de los lanceros dio un paso adelante.
—¿Qué quieres? —preguntó con brusquedad.
—¿Es esta la tienda de Malchus? —preguntó Hanno amablemente.
—¿Quién lo pregunta? —respondió el guardia en tono hosco.
A Hanno se le agotó la paciencia.
—¡Maldito insolente! —gruñó—. ¿Padre? ¿Estás allí?
El lancero dio un paso adelante, pero se detuvo de inmediato.
—¿Padre? —repitió Hanno.
Alguien tosió en el interior de la tienda.
—¿Bostar? ¿Eres tú?
Hanno comenzó a sonreír de forma incontrolable. ¡Bostar también había sobrevivido!
Al cabo de un instante, Malchus salió de la tienda vestido de combate. Miró a los guardias frunciendo el ceño.
—¿Quién me ha llamado?
—He sido yo, padre —respondió Hanno alegre dando un paso adelante—. He vuelto.
Malchus palideció.
—¿Ha-Hanno? —tartamudeó.
Hanno asintió con lágrimas de alegría en los ojos.
—¡Por todos los dioses! ¡Es un milagro! —exclamó Malchus—. ¿Pero qué haces atado así?
Hanno señaló a los númidas con la cabeza, que parecían muy incómodos ante la situación.
—No estaban seguros de si creerse mi historia o no.
Malchus sacó su puñal para cortarle las cuerdas de las muñecas y, en cuanto cayeron al suelo, abrazó a su hijo con fuerza. La emoción le sacudió todo el cuerpo. Estuvo un buen rato agarrado a Hanno, quien le devolvió feliz su abrazo férreo. Finalmente, Malchus dio un paso atrás para observarle.
—En verdad eres tú —suspiró, y sonrió, cosa poco habitual en él—. ¡Has crecido mucho! ¡Ya eres todo un hombre!
Por el contrario, a Hanno le costaba asimilar lo mucho que había envejecido su padre. Unas arrugas profundas le surcaban la frente y las mejillas, tenía bolsas de cansancio en los ojos y el cabello era más gris que negro. Sin embargo, emanaba una alegría que no había visto en él desde que murió su madre y, emocionado, se dio cuenta de que era por su regreso.
—He oído antes que llamabas a Bostar. ¿Safo también está aquí?
—Sí, sí, están los dos aquí. Deberían volver en cualquier momento —respondió Malchus, y la alegría de Hanno aumentó.
Malchus se volvió hacia los númidas.
—¿A quién le debo mi agradecimiento?
El oficial númida se aprestó a saludarle.
—Zamar, jefe de sección a su disposición, señor.
—¿Dónde le habéis encontrado?
—A unos quince kilómetros de aquí, señor —respondió Zamar. Miró inquieto a Hanno—: Disculpe la brusquedad del trato, señor.
—No pasa nada —dijo Hanno—. Tus hombres no podían saber que era cartaginés. Al menos tú impediste que me mataran y escuchaste mi historia.
Zamar inclinó la cabeza agradecido.
—Espera aquí —ordenó Malchus.
Entró rápidamente en la tienda y salió al poco rato con una gran bolsa de piel.
—Esto es en muestra de mi agradecimiento —dijo Malchus. Entregó la bolsa al oficial.
Zamar abrió unos ojos como platos al aceptar el regalo tintineante. Sus hombres intercambiaron miradas exultantes. No importaba lo que había dentro, el peso evidente de la bolsa hablaba por sí solo.
—Gracias, señor. Ha sido un placer poder servirle. —Zamar hizo una reverencia y se retiró.
—Entremos —murmuró Malchus empujando a su hijo al interior de la tienda, donde le mimó como no lo había hecho desde hacía años—. ¿Tienes hambre? ¿Tiene sed?
Hanno aceptó gustoso una copa de vino y se sentó en un taburete de tres patas que le recordaba el de su casa en Cartago. Malchus se sentó enfrente. Ninguno de los dos podía apartar la vista del otro ni dejar de sonreír.
—Cuánto me alegro de verte —dijo Hanno.
—Lo mismo digo —asintió Malchus—. Pensaba que habías muerto. Sobrevivir a una tormenta en el mar… Melcart debe de haberos protegido con su mano a ti y Suniaton. —De pronto Malchus frunció el ceño y preguntó—: ¿Ha muerto Suniaton?
Hanno sonrió.
—¡No! No podía viajar porque está herido, pero le está cuidando una amiga. Pronto partirá hacia Cartago.
El ceño de Malchus se despejó.
—Demos gracias a los dioses. Explícame todo lo ocurrido.
Hanno se rio.
—Lo mismo podría pedirte yo a ti, padre, viéndote aquí en el lado equivocado de los Alpes.
—Es cierto, es una historia que vale la pena contar —reconoció Malchus—, pero primero quiero escuchar la tuya. —En ese momento inclinó la cabeza y sonrió al oír unas voces que se acercaban—. Creo que será mejor que esperemos, a no ser que quieras explicar tu historia dos veces.
A Hanno se le iluminó el semblante.
—¿Son Safo y Bostar?
—Sí. —Su padre le guiñó un ojo—. Quédate aquí sentado. No digas nada hasta que te vean.
Impaciente, Hanno observó a Malchus dirigiéndose hacia la entrada de la tienda.
Al cabo de un momento dos figuras conocidas entraron en la tienda. Hanno tuvo que agarrarse al taburete para no abalanzarse a saludarles.
—Traemos buenas noticias, padre. Al parecer, hay más de diez mil guerreros galos que se dirigen hacia aquí para unirse a nosotros —anunció Bostar.
—Excelente —respondió Malchus distraído.
—¿No te alegras? —preguntó Safo.
—Tenemos un visitante inesperado.
Safo soltó un bufido.
—¿Quién puede ser más interesante que esta información?
Sin decir nada, Malchus dio media vuelta y señaló a Hanno.
Safo palideció.
—¿Hanno?
—¡No! —exclamó Bostar—. ¡No puede ser!
Hanno no pudo aguantarse más y corrió a abrazar a sus hermanos. Bostar le dio un gran abrazo de oso mientras reía y lloraba al mismo tiempo.
—¡Te creíamos muerto!
Riendo, a Hanno le costó deshacerse de su abrazo.
—Debería estarlo, pero los dioses no me olvidaron.
Hanno se acercó a Safo, que le abrazó con torpeza.
«No puede ser que todavía esté enfadado conmigo por lo que sucedió en Cartago, ¿verdad?», se preguntó Hanno.
Safo se separó enseguida de él.
—¿Cómo demonios has llegado hasta aquí? —preguntó.
—¿Dónde esta Suniaton? —inquirió Bostar.
Ambos le lanzaron una retahíla de preguntas.
—Dejad que nos explique toda la historia —les interrumpió Malchus.
Hanno se aclaró la garganta. En esos momentos solo podía pensar en la manera en que se había ido de casa aquella fatídica mañana. Se sintió culpable y se disculpó ante Malchus.
—Lo siento, padre —dijo—. No debería haberme marchado como lo hice. Debería haberme quedado y cumplido con mis obligaciones.
—La reunión tampoco era tan importante, como la mayoría de ellas —reconoció Malchus con un suspiro—. Si hubiera sido un poco más comprensivo, quizá te hubieran aburrido menos estos temas. Olvídalo y explícanos cómo sobreviviste a la tormenta.
Hanno respiró hondo y empezó a relatar su aventura. Su padre y sus hermanos estuvieron pendientes de cada una de sus palabras. Cuando explicó el modo en que Suniaton y él habían sido capturados por los piratas, Safo soltó una risita.
—Al final recibieron su justo castigo.
—¿Eh? —Hanno miró a su hermano sin entender nada.
—Después te lo explico —dijo Malchus—. Continúa.
Hanno controló su curiosidad y obedeció. La ira de su familia en contra de los piratas no fue nada en comparación con su reacción cuando explicó cómo había sido comprado por Quintus.
—¡Romano bastardo! —espetó Safo—. ¡Cómo me gustaría tenerle aquí ahora!
A Hanno le sorprendió la fuerza de sus sentimientos en defensa de su amigo.
—¡No todos los romanos son malos! Si no fuera por él y su hermana, hoy no estaría aquí.
Safo se mofó y ni siquiera Bostar parecía convencido de sus palabras. Malchus fue el único que no reaccionó.
—Es cierto —protestó Hanno—. ¡Todavía no habéis oído el resto de la historia!
—Es verdad —reconoció Bostar.
Safo levantó una ceja.
—Sorpréndenos —dijo.
Pasmado ante la rapidez con la que había regresado su ira habitual contra su hermano mayor, Hanno continuó con su historia. Hizo especial hincapié en el modo en que Quintus planificó no solo su fuga, sino también la de Suniaton, así como en la manera en que el joven équite le había acompañado hasta la Galia Cisalpina en lugar de reunirse con su padre en Roma.
—Parece una persona muy honesta, al igual que su hermana, y eso que solo es una chiquilla, lo cual significa que su padre debe de ser un hombre honorable —concedió Malchus, no sin apretar la mandíbula antes de continuar—: Es una lástima que el Senado romano no comparta sus mismos valores morales. Habrás oído que los hijos de puta exigieron que Aníbal fuera entregado para someterse a la «justicia» romana, y además mintieron cuando dijeron que habíamos incumplido el tratado que nos confinaba a la zona sur del río Iberus. ¡Su arrogancia no tiene parangón! Y eso por no hablar de lo ocurrido en Sicilia, Cerdeña y Córcega.
Safo y Bostar emitieron sendos gruñidos de aprobación.
Hanno se entristeció por momentos, pero había llegado la hora de olvidar la amabilidad que había recibido. Las palabras de su padre habían despertado en él viejos resentimientos. Respiró hondo y soltó el aire poco a poco. «Al fin y al cabo, estoy donde anhelaba estar —pensó—. Con mi familia. Con el ejército de Aníbal. Soy soldado de Cartago. Los romanos son nuestros enemigos. Así son las cosas.»
—Tienes razón, padre. ¿Cuál es el plan de Aníbal?
Malchus sonrió maliciosamente.
—¡Atacar! Mañana continuaremos nuestra marcha hacia el este, en busca de sus legiones.
—Yo sé dónde están exactamente —respondió Hanno tratando en vano de no pensar en Quintus.
—Entonces será mejor que te llevemos ante Aníbal —dijo Malchus satisfecho.
—¿Seguro?
—Claro. Querrá que le expliques todo lo que sabes.
Hanno se volvió hacia sus hermanos.
—¡Voy a conocer a Aníbal! —exclamó emocionado.
Bostar sonrió, pero Hanno se percató de la mirada agria de Safo y sintió que resurgían en él viejos resentimientos.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿No te alegras por mí?
Safo parpadeó.
—Sí —murmuró.
—Pues no lo parece —replicó Hanno enfadado.
—Es que no se alegra —aclaró Bostar—. A nuestro hermano le carcomen los celos cuando alguien se gana el favor de nuestro general.
Safo lo miró furioso con las venas del cuello hinchadas.
—¡Que te den!
—¡Safo! —gritó Malchus—. ¡Controla tu lenguaje! Tú también, Bostar. ¿No podéis olvidar vuestras diferencias por un momento, sobre todo en un día tan feliz como hoy?
Avergonzados, Safo y Bostar asintieron.
Malchus tomó a Hanno de la mano.
—Vamos —ordenó por encima del hombro.
Safo y Bostar le siguieron, ignorándose mutuamente.
A Hanno le extrañó la gran animosidad que existía entre sus hermanos. ¿Qué les habría pasado? También le sorprendió la tremenda facilidad que tenía Safo para saltar a la mínima de cambio, pero cuando vio la tienda de Aníbal, Hanno se olvidó de todo ello. Estaba a punto de conocer al mejor general cartaginés de la historia, el hombre que se había atrevido a atacar a Roma en su propio territorio.
«Aunque sea con un ejército de pobres diablos medio famélicos», no pudo evitar pensar Hanno cínicamente. Mientras seguía a su padre, se preguntó cómo iban a hacer frente a los numerosos efectivos romanos.
Enseguida llegaron a la amplia zona abierta que se extendía ante el cuartel general. El lugar era un hervidero de gente. Hanno contempló la escena boquiabierto: alrededor del perímetro había cientos de soldados de todo el Mediterráneo, hombres de los que había oído hablar mucho, pero que jamás había visto. A la infantería númida e íbera se unía la lusitana, mientras que los galos con los pelos de punta y el torso descubierto se codeaban con los honderos baleáricos y los guerreros ligurios. La caballería también contaba con diferentes nacionalidades: íberos, galos y númidas. Delante de la tienda principal se había congregado un nutrido grupo de oficiales que llamaban la atención por sus corazas, pteryges y cascos relucientes. Le resultó fácil distinguir a Aníbal entre la multitud por su capa púrpura. Junto a él había un grupo de músicos listos para tocar sus instrumentos: los cuernos y los carnyxes, unas trompetas verticales de bronce adornadas con el grabado de un jabalí.
Hanno miró a su padre.
—¿Qué es todo esto?
Safo y Bostar también parecían confusos.
Para su gran frustración, Malchus no respondió y continuó andando hasta el grupo de oficiales, donde le bastó con murmurar unas palabras al oído de uno de los guardaespaldas de Aníbal para que lo condujeran directamente ante el general. Aníbal reconoció a Malchus y sonrió. Hanno tenía la sensación de estar viviendo un sueño que acababa de hacerse realidad.
Malchus saludó al general.
—¿Podríamos hablar un momento, señor?
—Claro, pero tendrá que ser rápido —respondió Aníbal.
—Sí, señor. Ya conocéis a dos de mis hijos, Safo y Bostar —dijo Malchus—. Pero hay un tercero, Hanno.
Aníbal miró a Hanno con curiosidad.
—Creo recordar que pereció en un trágico accidente en el mar.
—Tenéis buena memoria, señor. Después descubrí que, milagrosamente, no había muerto ahogado, sino que él y su amigo fueron capturados por unos piratas que les vendieron como esclavos en Italia.
Aníbal arqueó las cejas.
—¡No me digas que es él!
Malchus sonrió.
—Sí, señor.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Aníbal—. ¡Ven aquí!
Hanno, que se sentía cohibido por llevar la ropa sucia y raída, obedeció.
Aníbal le alabó efusivamente durante un buen rato.
—Te pareces mucho a Malchus.
Hanno no respondió. Sentía que el corazón le latía con fuerza, como un pájaro salvaje que deseaba liberarse de la jaula que formaban sus costillas.
—¿Cómo has logrado escapar?
—El hijo de mi dueño me dejó marchar, señor.
—¡Por la barba de Melcart! ¿Es esto cierto? ¿Por qué?
—Le salvé la vida en una ocasión, señor.
—Interesante —comentó Aníbal acariciándose la barbilla—. ¿Vienes de lejos?
—No, señor. Me liberó cerca de Placentia.
—Bienvenido a nuestro campamento. Tu padre y tus hermanos son unos oficiales valiosos. Espero que tú también lo seas.
Hanno se inclinó e hizo una torpe reverencia.
—Lo haré lo mejor que pueda, señor.
Seguidamente, Aníbal hizo ademán de despacharle.
—Esperad, señor —dijo Malchus impaciente—. Hanno está tan emocionado de haberos conocido que se ha olvidado de decir que Publio y su ejército están acampados en Placentia.
Aníbal lo miró con gran interés.
—¿Publio, dices? ¿Uno de los Escipiones?
—Sí, señor —respondió Hanno, consciente de que todos los oficiales a su alrededor le estaban escuchando—. Cuando no consiguió darle alcance en el Rhodanus, regresó rápidamente a Italia.
Se oyó un grito de consternación generalizado.
—¿Y ha traído consigo a todo su ejército? —preguntó Aníbal tranquilo.
—No, señor. Ha enviado a su ejército a Iberia bajo el mando de su hermano.
—Es un general astuto —dijo Aníbal, dejando escapar un lento suspiro—. A Asdrúbal y a Hanno les espera una cruda batalla. Supongo que era de imaginar.
Aníbal volvió a clavar sus ojos oscuros en Hanno.
—¿Cuál es el plan de Publio?
—Ha construido un puente sobre el Padus. El día que me fugué tenía previsto marchar hacia el oeste.
Aníbal se inclinó hacia delante.
—¿Y cuándo fue eso?
—Hace tres días, señor.
—Así que no puede estar muy lejos. ¡Excelentes noticias! —exclamó Aníbal chocando el puño contra la palma de su mano—. ¿Qué efectivos tiene?
Hanno procedió a explicar lo mejor posible todo lo que había visto y oído desde que partió de Roma.
—Buen trabajo, jovencito —sentenció Aníbal una vez hubo acabado, lo cual hizo sonrojar a Hanno hasta las orejas—. Pronto nos enfrentaremos a nuestra primera gran prueba, pero por ahora tenemos otro asunto de que ocuparnos. Si lo deseas, puedes quedarte a mirar aquí conmigo.
Hanno dio las gracias tartamudeando y contempló junto a Aníbal, Malchus y sus hermanos cómo docenas de prisioneros eran traídos ante ellos.
—¿Quiénes son? —preguntó Hanno.
—Alóbroges y voconcios que tomamos prisioneros en los Alpes —contestó su padre.
A Hanno se le encogió el estómago. Los hombres parecían aterrorizados.
El sonido de los cuernos y los carnyxes de los músicos impidió que siguieran conversando. Cuando acabó la música, Aníbal dio un paso hacia delante. Un silencio expectante cayó sobre las tropas mientras unos esclavos traían unas bandejas de bronce que contenían brillantes cotas de malla, cascos, brazaletes y collares de oro, capas decoradas con piel de lobo y espadas con empuñaduras brillantes.
Aníbal dejó que los prisioneros contemplaran un rato el tesoro antes de hablar.
—Habéis sido traídos aquí para tomar una sencilla decisión. —Aníbal hizo una pausa para que su mensaje fuera traducido—. Ofrezco a seis hombres la posibilidad de ganarse la libertad. Os dividiréis en parejas y tendréis que luchar entre vosotros hasta la muerte. Los tres que sobrevivan recibirán un buen caballo, podrán elegir lo que quieran de estas bandejas y tendrán la garantía de que podrán salir de aquí ilesos. Los que no deseen participar, serán vendidos como esclavos. —Aníbal hizo otra pausa para la traducción.
Al cabo de un momento, los guerreros empezaron a gritar alzando los puños cerrados.
El jefe de los intérpretes se volvió hacia Aníbal.
—Todos quieren tener ese honor, señor. Sin excepción.
Aníbal esbozó una amplia sonrisa.
—Anúncialo a las tropas —ordenó.
Se oyó el sonido de aprobación de los soldados al recibir la respuesta de los prisioneros.
—Los galos consideran más honorable combatir hasta la muerte que una vida de esclavitud —susurró Malchus al oído de Hanno.
Hanno seguía sin entender el objetivo de todo ello.
—No todos los hombres podrán participar —anunció Aníbal—. Divididlos en dos filas —ordenó Aníbal, y esperó mientras los prisioneros eran colocados en posición—. Elegid a cada cuarto hombre hasta que tengáis seis —gritó.
Su orden fue obedecida de inmediato y el resto de los prisioneros fueron apartados a un lado. Se entregó un escudo y una espada a la media docena de guerreros que habían sido elegidos y estos comenzaron a luchar en cuanto se dio la señal. De inmediato se abalanzaron sobre sus oponentes y la sangre enseguida salpicó el suelo.
—¿Qué sentido tiene esto? —masculló Safo—. Deberíamos matarlos a todos y ya está.
—Esta es tu solución para todo —replicó Bostar airado.
—¡Chitón! —susurró Malchus—. Aníbal no hace nada al azar.
Una vez más, a Hanno le sorprendió la animosidad existente entre sus hermanos, pero no tuvo tiempo de pensar demasiado en ello.
Los duelos fueron cortos y salvajes y no pasó mucho tiempo hasta que tres guerreros ensangrentados se pusieron de pie sobre los cuerpos de sus oponentes a la espera de que Aníbal cumpliera su promesa. Y así lo hizo. Cada uno de ellos pudo elegir cuantos artículos desearon de las bandejas y uno de los caballos que estaban atados allí cerca. A continuación se marcharon al son de los vítores de los soldados.
—¡Vosotros podéis conseguir mucho más que esto! —gritó Aníbal a sus hombres—. Para vosotros, el premio de la victoria no serán caballos ni capas, ¡sino ser los hombres más envidiados del planeta porque tendréis la riqueza de Roma!
Impresionado por la táctica de Aníbal, Hanno miró a Bostar.
—Nos conducirá hasta las mismísimas puertas del enemigo —dijo su hermano.
—Así es —declaró Malchus.
—Donde aniquilaremos hasta el último de estos hijos de puta —añadió Safo.
De pronto, Hanno se sintió exultante. Roma sí sería derrotada. Ahora estaba seguro de ello.