LA GALIA CISALPINA
Solo en dos ocasiones pudieron oír algo de lo que sucedía en el interior de la Curia. La primera vez fueron unos gritos de alarma y, la segunda, inmediatamente después, clamores de alegría. La noticia se extendió de inmediato entre la muchedumbre: el Senado ofrecía su pleno apoyo a Publio y el cónsul se dirigiría al norte a la mayor brevedad posible para enfrentarse a Aníbal.
Antes de que los amigos tuvieran tiempo de asimilar esta información, varias personas salieron de la Curia con paso apresurado. De pronto Quintus dio un salto y propinó un fuerte codazo a Hanno.
—¡Mira! —exclamó dando un paso adelante—. ¡Es mi padre!
—¡Es verdad! —dijo Hanno, más sorprendido incluso que Quintus.
¿Qué hacía Fabricius allí?, se preguntó Hanno. Y su siguiente pensamiento fue más preocupante: ¿cómo explicaría Quintus su presencia allí? Hanno sintió que le invadía el miedo. ¿Qué posibilidades había de que Fabricius aceptara la libertad que le había concedido Quintus? Muy pocas. Hanno sintió la tentación de mezclarse entre la muchedumbre y desaparecer. Entonces sería libre para ir al norte, pero no lo hizo. Su orgullo le impidió huir. «No soy ningún cobarde que se esconda», pensó.
Quintus percibió su inquietud. A pesar de la emoción de ver a su padre, mantuvo la calma.
—No pasa nada —le tranquilizó—. Yo no me voy a ninguna parte.
—¿Qué? ¿Por qué no? —preguntó Hanno extrañado—. Esta es una oportunidad perfecta para ti.
—Quizá lo sea para mí, pero no para ti.
Hanno se sonrojó sin saber qué decir. Quintus volvió a tomar la palabra.
—¿Qué posibilidades hay de que mi padre acepte tu libertad?
—No lo sé —murmuró Hanno—. No muchas, supongo.
—Exactamente —replicó Quintus—. Y por eso me quedaré aquí contigo.
—Pero ¿por qué vas a hacer eso por mí? —preguntó Hanno sorprendido.
—¿Acaso has olvidado lo que pasó anoche? —dijo Quintus dándole un toque en la cabeza—. Prometiste acompañarme a Iberia aunque para ti no fuera necesario. Además, ahora tampoco has huido, que es lo que hubiera hecho la mayoría de la gente. Tu honor merece ser correspondido. Lo que es justo es justo, y punto.
—Quizá no sea tan fácil —respondió Hanno señalando a Fabricius, que estaba a punto de desaparecer de su vista—. No sabemos si tu padre acompañará al cónsul.
—Yo diría que sí, pero tienes razón. Deberíamos asegurarnos —dijo Quintus poniéndose en marcha—. Vamos, ¡sigámosle!
Hanno se apresuró a seguir a su amigo.
—¿Y qué pasa si tu padre regresa a Iberia?
—Ya hablaremos de eso después —contestó Quintus—, pero supongo que en ese caso tendría más sentido que nos separáramos. Pero si no es así, viajaré contigo a la Galia Cisalpina.
—¡Estás loco! —rio Hanno.
—Quizás —admitió Quintus con una media sonrisa—, pero estoy haciendo lo correcto.
—¿Y qué ocurrirá cuando lleguemos allí? —preguntó Hanno preocupado.
—Nos separaremos. Yo iré en busca de mi padre y tú… —se produjo un silencio incómodo— podrás buscar al ejército de Aníbal.
—Gracias —dijo Hanno dando un apretón en el brazo a su amigo.
Quintus asintió.
—Es lo menos que puedo hacer por ti.
Las tropas que a duras penas avanzaban por los verdes prados que se extendían a los pies de los Alpes eran una sombra de lo que habían sido, y en nada se asemejaban a un ejército en marcha. Enjutos y demacrados, los hombres caminaban dando traspiés y sosteniéndose entre sí. Las costillas protuberantes de los caballos y las mulas que habían sobrevivido parecían la carcasa de un barco en construcción. Aunque habían muerto pocos elefantes, estos habían sufrido mucho durante la travesía y ahora parecían esqueletos gigantes de los que colgaban enormes pliegues de piel gris. Lo peor de todo era la gran cantidad de hombres y animales que habían perdido en su paso por las montañas. Las cifras eran difíciles de asimilar, pero imposibles de negar. Aníbal había insistido en que se realizara un recuento de las tropas en el momento en que llegaron al primer prado donde, exhaustos, montaron el primer campamento. A pesar de que los cálculos incluían cierto margen de error, el recuento revelaba que, en total, habían desertado, huido o perecido veinticuatro mil soldados y más de cinco mil animales con provisiones. Quedaban veintiséis mil hombres, una cuarta parte de los que habían partido de Cartago Nova que representaban poco más que un ejército consular romano.
Era una cifra preocupante, sobre todo si se tenía en cuenta que, aparte de enfrentarse a los romanos, tendrían que luchar contra otros pueblos enemigos, pensó Bostar mientras esperaba con un grupo de oficiales frente a las murallas de Taurasia, el principal fuerte de los taurinos, la tribu hostil en cuyas tierras se encontraban actualmente acampadas las tropas de Aníbal. A su izquierda tenía la falange de Safo y, a su derecha, la de su padre. Alete estaba detrás de Malchus con casi la mitad de los libios: seis mil de los mejores hombres de Aníbal.
—Caballeros.
Bostar se volvió al oír la voz de Aníbal, pero no reconoció al hombre que se acercó a ellos lentamente vestido con una vieja capa militar. Varios mechones de cabello castaño grasiento salían por debajo de un sencillo casco de bronce, que enmarcaba un rostro sucio y demacrado. El soldado también llevaba una coraza acolchada de lino que había visto días mejores, así como una lanza y un viejo escudo. Jamás había visto un lancero libio tan mal vestido y pestilente. Bostar miró al resto de los oficiales, que parecían tan extrañados como él.
—¿Sois vos, señor?
La risa profunda de Aníbal era inconfundible.
—Sí, soy yo. ¡No me mires como si estuviera loco!
Bostar se sonrojó.
—Disculpad, señor. ¿Puedo preguntaros por qué vais vestidos así?
—Por dos motivos: por un lado, si voy vestido como un soldado cualquiera, no seré un objetivo tan fácil para el enemigo. Por el otro, esto me permite mezclarme entre las tropas y evaluar su estado de ánimo. Llevo haciéndolo desde que bajamos de las montañas —reveló Aníbal volviéndose hacia el resto de los oficiales—. ¿Y sabéis de qué me he enterado?
En ese momento todos los oficiales, incluido Bostar, sintieron la repentina necesidad de observarse las uñas o ajustar alguna cincha de los arreos de los caballos. Hasta Malchus carraspeó incómodo.
—¡Venga ya! —exclamó Aníbal en tono burlón—. ¿Realmente creíais que no me iba a enterar de lo baja que está la moral de las tropas? La caballería es la única que mantiene la moral alta, pero es porque cuidé muy bien de ellos en las montañas y han muerto muchos menos, pero eso es algo fuera de lo normal. Muchos de vuestros hombres piensan que seremos aniquilados por los romanos en el primer enfrentamiento con ellos, ¿verdad?
—¡Pero lucharán de todos modos por vos, señor! —exclamó Malchus—. ¡Porque os quieren como a ningún otro!
Aníbal esbozó una cálida sonrisa.
—Estimado Malchus, sé que siempre podré contar contigo y con tus hijos. Y también sé que vuestros soldados me serán fieles hasta el final, al igual que el grueso del ejército, pero necesitamos una victoria inmediata para elevar la moral. Sobre todo, necesitamos llenar sus estómagos de comida. Por lo que he oído, los graneros que se encuentran detrás de estas murallas están repletos de grano —comentó señalando la fortaleza—. Mi primera intención era comprárselo a los taurinos, pero despreciaron mi oferta, y ahora deberán pagar el precio de su insensatez.
—¿Qué debemos hacer, señor? —preguntó Safo impaciente.
—Arrasar con todo.
—¿Prisioneros?
—No dejéis a nadie con vida, ni hombres ni mujeres ni niños.
A Safo se le iluminaron los ojos.
—¡Sí, señor!
Sus palabras fueron secundados por el resto de los oficiales, pero Aníbal miró a Bostar.
—¿Qué sucede? ¿No estás de acuerdo con la orden?
—¿Es necesario matar a todo el mundo? —preguntó Bostar mientras acudían a su mente algunas imágenes terribles de Saguntum.
Aníbal hizo una mueca.
—Por desgracia, sí, y por un motivo muy concreto. Nos encontramos en un momento de gran fragilidad. Si un ejército romano se presentara aquí mañana, tendríamos verdaderos problemas para salir victoriosos y, si corriera la voz de nuestra debilidad, los boyos e ínsubros se lo pensarían dos veces antes de ofrecernos su apoyo, tal y como nos prometieron el año pasado. Y, si eso sucede, habremos fracasado en nuestra misión antes de empezar. ¿Es eso lo que quieres?
—¡Por supuesto que no, señor! —replicó Bostar con indignación.
—Bien —dijo Aníbal satisfecho—. Si matamos a todos los habitantes de Taurasia, estaremos enviando un mensaje claro al resto de las tribus de la zona. Seguimos siendo un enemigo poderoso y deben decidir si están de nuestro lado o en contra de nosotros. No hay término medio.
—Perdón, señor. No lo había comprendido —se disculpó Bostar.
—Seguramente no seas el único —replicó Aníbal—, pero los demás no han tenido el valor de preguntar.
—Yo sí lo había entendido, señor —protestó Safo.
—Por ese motivo te encuentras hoy aquí —replicó Aníbal en tono serio—, al igual que Monomachus —añadió, saludando con una inclinación de cabeza a un hombre achaparrado y calvo que estaba a su lado—. El resto estáis aquí porque sois mis mejores oficiales y sé que haréis exactamente lo que os he ordenado. —Aníbal señaló la fortaleza con su lanza—. Quiero este lugar destruido antes de caer la noche. Después vuestros hombres podrán disfrutar del descanso que tanto se merecen.
Esta vez Bostar vitoreó al general con más entusiasmo. Fue consciente de que Safo intentaba captar su atención con un gesto burlón, pero le ignoró. Bostar obedecería las órdenes de Aníbal, pero por lealtad y no por sed de sangre como su hermano.
A pesar de que Quintus había sido muy generoso ofreciéndose a acompañarle hasta el norte, no fue un viaje fácil para Hanno, que debía seguir fingiendo que era un esclavo. Mientras Quintus montaba sobre un caballo, él debía sentarse a horcajadas sobre una mula cascarrabias. Tampoco podían comer juntos ni compartir la misma habitación, sino que Hanno debía comer con los esclavos y sirvientes de las tabernas en las que se hospedaban y dormir en el establo con los animales. Curiosamente, esta separación física comenzó a restaurar las diferencias invisibles que existían entre ellos. Y, lo que era más curioso todavía, es que ambos se sintieron aliviados por ello. Lo que habían visto y oído en Roma les había devuelto a la cruda realidad y había borrado la camaradería que habían forjado en la finca. En el lugar adonde se dirigían no podía existir amistad alguna entre un cartaginés y un romano, solo lucha y muerte. El hecho de no poder hablar entre sí significaba que no tenían que pensar en el futuro, pero pese a haber adoptado esta estrategia tácita, a ambos les entristecía su inminente separación, que probablemente sería para siempre.
Los casi quinientos kilómetros que separaban Roma de Placentia se les hicieron eternos, pero al final consiguieron llegar a su destino sin grandes problemas. Los campos que rodeaban la ciudad estaban ocupados por grandes campamentos temporales repletos de legionarios, socii y soldados de caballería. Por los caminos circulaban sin cesar unidades de soldados y carretas de víveres tiradas por bueyes. En los márgenes del camino había puestos de comida, vino y equipos diversos, así como adivinos, herreros, carniceros y prostitutas que ofrecían sus servicios. También había músicos que tocaban tambores y silbatos, acróbatas que saltaban y hacían volteretas, matasanos que prometían una cura para todos los males del mundo, y niños mocosos que correteaban de un lado para otro y jugaban con perros escuálidos.
Reinaba el caos, pensó Hanno, pero Aníbal se enfrentaba a una misión hercúlea si se tenía en cuenta que había decenas de miles de tropas romanas concentradas en aquel lugar.
Quintus decidió no perder el tiempo y preguntó directamente por Publio a un centurión que pasaba por ahí.
—¿Ya ha llegado el cónsul de Roma?
—¡No estás al día de las noticias! Hace cuatro días que llegó.
A Quintus no le sorprendió nada su respuesta. A diferencia de Hanno y él, seguro que Publio y su comitiva habían cambiado de montura cada día.
—¿Dónde está su cuartel general?
El centurión lo miró extrañado, pero no preguntó nada. A pesar de su juventud, estaba claro que Quintus era un équite.
—Por allí, a un kilómetro y medio más o menos —respondió el centurión señalando el camino.
Quintus inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
—¿Hay noticias de Aníbal?
Hanno se puso rígido, puesto que esa era la pregunta que más deseaba hacer. El rostro del centurión se ensombreció.
—Por increíble que parezca, ese hijo de puta ha conseguido cruzar los Alpes. ¿Quién lo hubiera dicho?
—Increíble —convino Quintus sin mirar a Hanno por si este demostraba demasiada satisfacción ante la noticia—. ¿Y qué ha hecho desde que llegó?
—Atacó la fortaleza taurina de Taurasia y masacró a todos sus habitantes. Al parecer, ahora se dirige hacia aquí, a Placentia, pero hemos bloqueado la ruta que lleva hasta esa escoria de los boyos y los ínsubros. Pronto habrá una gran batalla —predijo el centurión mientras desenfundaba y enfundaba su gladius.
—Que Marte y Júpiter nos protejan en las palmas de sus manos —rogó Quintus.
—Que así sea. Ahora será mejor que me marche o mi tribuno me colgará de las pelotas.
El centurión le saludó cordialmente con una inclinación de cabeza y se marchó.
Quintus y Hanno se miraron, pero ninguno de los dos habló.
—¡Estáis en medio del puto camino! ¡Apartaos de una puñetera vez! —les increpó un hombre que conducía una caravana de mulas.
Los amigos condujeron sus monturas a un espacio que había entre dos puestos.
—Aquí se acaba todo —murmuró Quintus entristecido.
—Sí —afirmó Hanno sintiéndose fatal.
—¿Qué vas a hacer?
Hanno se encogió de hombros.
—Iré hacia el oeste hasta que encuentre alguna de nuestras tropas.
«Tus tropas —pensó Quintus—, no las mías.»
—Que los dioses te protejan durante el camino.
—Gracias. Espero que encuentres a tu padre pronto.
—No creo que suponga ningún problema —dijo Quintus sonriendo.
—Sí, hasta para ti sería difícil perderte ahora —le bromeó Hanno.
Quintus se rio.
—Ojalá pudiéramos despedirnos en otras circunstancias —deseó Hanno.
—Ojalá —afirmó Quintus vehemente.
—Pero ambos tenemos que cumplir con nuestro deber para con nuestro pueblo.
—Sí.
—Quizá coincidamos de nuevo algún día, en tiempos de paz —dijo Hanno, cuyas palabras le sonaron tan falsas a sus propios oídos que se encogió por dentro al pronunciarlas.
Quintus no protestó.
—Me gustaría mucho, pero no ocurrirá jamás —añadió con dulzura—. Espero que te vaya bien. Ten cuidado. Que tus dioses te protejan.
—Igualmente. —A Hanno se le llenaron los ojos de lágrimas y abrazó con torpeza a Quintus—. Gracias por salvarnos la vida a Suniaton y a mí. Nunca lo olvidaré —le susurró.
Quintus sintió que se emocionaba. Incómodo, dio unas torpes palmaditas en la espalda de su amigo.
—Tú también me salvaste la vida, ¿recuerdas?
Hanno asintió tembloroso.
—Venga —dijo Quintus en tono más formal—. Debes alejarte lo máximo posible de aquí antes de que anochezca. No es muy recomendable que debas dar explicaciones a alguna de nuestras patrullas, ¿verdad?
—No —respondió Hanno dando un paso atrás.
—Ayúdame a subir —le pidió Quintus con el pie izquierdo levantado.
Hanno agradeció la distracción y juntó las manos para que Quintus pudiera subir al caballo. Una vez hubo montado su amigo, esbozó una sonrisa forzada.
—Adiós.
—Adiós.
Con un gesto rápido, Quintus tiró de las riendas del caballo y le obligó a regresar al camino. Hanno lo contempló mientras desaparecía entre la masa de gente que circulaba por la carretera embarrada.
Cuando lo perdió de vista, recordó que se había olvidado de pedirle que se despidiera de Aurelia de su parte. Entristecido, montó sobre la mula y tomó la dirección opuesta. A pesar de que siempre había sabido que su separación era inevitable, no podía evitar sentir un vacío en su interior. «Que no volvamos a encontrarnos jamás —rogó— salvo en tiempos de paz.»
A unos cien pasos de él, Quintus sentía lo mismo. Solo entonces se permitió llorar la pérdida de su amigo. Habían vivido muchas cosas juntos. Si Hanno fuera romano, se sentiría orgulloso de luchar a su lado en el campo de batalla. Por desgracia, solo podía ocurrir lo contrario. «Júpiter Todopoderoso, te suplico que no dejes que eso suceda», rogó.
Al poco rato Quintus encontró el cuartel general del cónsul, un gran pabellón rodeado por las tiendas de la caballería. El vexillum o bandera roja en un poste permitía dar a conocer a todos los soldados la posición de Publio. Después de preguntar por él varias veces, Quintus encontró a su padre en el exterior de su tienda hablando con unos decuriones. Para gran alivio suyo, Fabricius no se exaltó nada más verle, sino que primero despachó tranquilamente a los suboficiales.
En cuanto se quedaron solos, se volvió hacia Quintus.
—¡Mira a quién tenemos aquí! —exclamó sarcástico.
—Padre —saludó Quintus nervioso mientras desmontaba—. ¿Estás bien?
—Sí —respondió Fabricius enarcando las cejas—, pero sorprendido, enfadado y decepcionado también, porque no deberías estar aquí, sino en casa con tu madre y tu hermana.
Como toda respuesta, Quintus removió la arena con los pies.
—¿No tienes nada que decir? —Le espetó su padre—. ¿Y por qué estás aquí y no en un barco de camino a Iberia? Al fin y al cabo, allí es donde debería estar.
—Primero pasé por Roma —murmuró Quintus—. Me encontraba allí cuando Publio habló en la Curia y te vi salir.
Fabricius frunció el ceño.
—¿Y por qué, en nombre de Júpiter, no acudiste a mí entonces?
—No era tan fácil. No sabía dónde te alojabas ni si acompañarías al cónsul al norte —mintió Quintus—. No lo averigüé hasta más tarde. Después ya fue fácil seguirte hasta aquí.
—Ya veo. La diosa Fortuna debe de haber guiado tu camino. Las tribus de los alrededores no son especialmente hospitalarias —comentó Fabricius—. Es una lástima que no me abordaras en Roma, porque ahora ya estarías de vuelta en Capua, como que me llamo Gaius Fabricius —declaró mientras escudriñaba a Quintus con sus ojos oscuros—. ¿Así que has viajado solo hasta aquí?
Quintus soltó una maldición por dentro. La discusión iba a ser peor de lo que esperaba. Nunca había sabido mentir cuando le hacían una pregunta directa.
—No, padre.
—¿Y quién te ha acompañado? Supongo que Gaius, ¿no? Hace tan poco caso a Martialis como tú a mí.
—No —musitó Quintus.
—¿Quién, entonces?
Temeroso de la reacción de su padre, Quintus no respondió.
—¡Respóndeme! —exigió Fabricius furioso.
—Hanno.
—¿Quién?
—Uno de nuestros… tus… esclavos.
Fabricius tenía el rostro enrojecido.
—¡Dame más detalles! ¿O acaso esperas que recuerde el nombre de todos los esclavos?
—No, padre —respondió Quintus rápidamente—. Es el cartaginés que compré después de la caza del oso.
—¡Ah! Él. ¿Y dónde está esa escoria ahora? ¿Montando tu tienda?
—No está aquí —contestó Quintus tratando de ganar tiempo y evitar lo inevitable.
Incrédulo, Fabricius abrió unos ojos como platos.
—Repíteme eso.
—Se ha ido, padre —dijo Quintus en un susurro.
—¡Más fuerte! ¡No te oigo!
Un oficial que pasaba por su lado les miró y Quintus se sintió más humillado que nunca.
—¡Se ha ido, padre! —dijo en voz alta.
—¡Menuda sorpresa! —gritó Fabricius—. ¡Claro que ha huido! ¿Qué otra cosa cabía esperar de ese perro si sus compatriotas están tan cerca? Seguro que esperó hasta el último momento antes de desaparecer. ¡Felicidades! Aníbal acaba de ganar otro soldado.
A Quintus le dolió la verdad que escondían las palabras de su padre.
—No es eso lo que ha ocurrido —dijo en voz baja.
—¿Ah, no? —replicó Fabricius furioso.
—Hanno no ha huido.
—¿Ha muerto, entonces? —preguntó Fabricius en tono burlón.
—No, padre. Le he liberado —espetó Quintus.
—¿Cómo dices?
Sintiéndose cada vez más inseguro de sí mismo, Quintus volvió a repetir sus palabras.
Fabricius se debatía entre la sorpresa, la incredulidad y la rabia.
—¡Esto va de mal en peor! ¿Cómo te atreves? —Fabricius se acercó a su hijo y le propinó una bofetada.
Quintus dio un paso atrás ante la fuerza del golpe.
—Lo siento.
—Es un poco tarde para disculpas, ¿no crees?
—Sí, padre.
—¡No tienes derecho a actuar de esta manera! —despotricó Fabricius—. ¡Mis esclavos me pertenecen a mí, no a ti!
—Lo sé, padre —murmuró Quintus.
—Entonces, ¿por qué lo has hecho? ¿En qué puñetas estabas pensando?
—Le debía la vida.
Fabricius frunció el ceño.
—¿Te refieres a lo que pasó en la cabaña de Libo?
—Sí, padre. Cuando regresó, Hanno podría haberse puesto fácilmente en mi contra y haberse puesto del lado de los bandidos. En lugar de ello, me salvó la vida.
—Eso no es motivo suficiente para liberarle sin mi permiso —gruñó Fabricius.
—Eso no es todo.
—¡Eso espero! —Fabricius lo miró con expresión inquisidora—. ¡Habla!
Quintus agradeció que su padre no le abroncara durante unos segundos.
—Agesandros estuvo en su contra desde el momento en que lo compré. ¿No recuerdas lo que sucedió cuando el galo se hizo daño en la pierna?
—Una paliza demasiado fuerte no es motivo para liberar a un esclavo —interrumpió Fabricius—. Si así fuera, no quedarían esclavos en toda la puñetera República.
—Ya lo sé, padre —dijo Quintus con humildad—. Pero después de recibir tu carta en primavera, Agesandros colocó un monedero y un puñal entre las pertenencias de Hanno y le acusó de robarlas y de querer matarnos a todos antes de huir. Su intención era vender a Hanno al mismo hombre que había comprado a su amigo, que les obligaría a luchar entre sí como gladiadores en un munus. ¡Y todo era mentira!
Fabricius lo miró pensativo.
—¿Y qué dijo tu madre?
—Ella creyó a Agesandros —concedió Quintus reticente.
—¡Eso tendría que haberte bastado! —bramó Fabricius.
—¡Pero Agesandros mentía, padre!
Fabricius bajó las cejas.
—¿Por qué iba a mentir Agesandros?
—No lo sé, padre. ¡Pero estoy seguro de que Hanno no es ningún asesino!
—Eso es algo que nunca se puede saber a ciencia cierta —replicó Fabricius con sequedad. A Quintus le consoló que no sonara tan furioso como antes—. Nunca confíes plenamente en un esclavo.
Quintus hizo acopio de valor antes de volver a hablar.
—En ese caso, ¿cómo puedes confiar tanto en la palabra de Agesandros?
—Me ha servido bien durante más de veinte años —contestó su padre un poco a la defensiva.
—¿Y confías en el más que en mí?
—¡Vigila lo que dices! —le advirtió Fabricius. Hubo una breve pausa—. Empieza a contarme la historia desde el principio y no te dejes nada.
Quintus comprendió que su padre le concedía una prórroga antes de dictar sentencia. Respiró hondo y empezó a relatar su historia que, por increíble que parezca, su padre no interrumpió en ningún momento, ni siquiera cuando le explicó que Aurelia había prendido fuego al granero y que Gaius y él habían liberado a Suniaton. Una vez hubo acabado, Fabricius se incorporó y dio unos golpecitos en el suelo con el pie durante unos instantes.
—¿Por qué decidiste ayudar al otro cartaginés?
—Porque Hanno se negaba a marcharse sin él —respondió Quintus, a lo que añadió vehemente—: es mi amigo y no podía traicionarle.
—¡Alto ahí! —le interrumpió Fabricius en tono glacial—. No hablamos de Gaius, aquí. Liberar a un esclavo sin el permiso de su dueño es un delito. ¡Y tú lo has cometido dos veces! Se trata de un asunto muy serio.
Quintus se encogió ante la furia de su padre.
—Claro, padre. Lo siento.
—Ambos esclavos habrán desaparecido a estas horas, si saben lo que les conviene —murmuró Fabricius—. Gracias a tu impetuosidad, ahora tengo cien didracmas menos en el bolsillo, al igual que el hijo del oficial de Capua.
Quintus quiso decirle que Gaius había intentado comprar a Suniaton, pero la ira de su padre estaba a punto de explotar y Quintus decidió guardar silencio y asentir cabizbajo.
—Como soy tu padre, puedo imponerte el castigo que estime más conveniente, incluso la muerte —le advirtió Fabricius.
—Estoy a tu merced, padre —admitió Quintus cerrando los ojos. De todos modos, pasara lo que pasara, estaba contento de haber dejado marchar a Hanno.
—Aunque tú y tu hermana os habéis comportado de una forma indigna, he detectado la verdad en tu historia, o al menos lo que tú pensabas que era la verdad. En otras palabras, hiciste lo que creías que era correcto.
Sorprendido, Quintus abrió los ojos.
—Sí, padre. Y Aurelia también.
—Por ello no hablaremos más del asunto por ahora, pero las cosas no se quedarán así —sentenció Fabricius frunciendo los labios—. Y Agesandros tendrá que darme una explicación la próxima vez que nos veamos.
«Espero estar allí para presenciarlo», pensó Quintus mientras sentía resurgir su ira contra el siciliano.
—Todavía no me has explicado por qué has abandonado a tu madre y a tu hermana para venir aquí —preguntó Fabricius mirándole fijamente.
—Pensé que la guerra se habría acabado en unos pocos meses, tal y como dijo Flaccus, y no quería perdérmela —añadió Quintus.
—¿Y ese es motivo suficiente para desobedecer mis órdenes?
—No —respondió Quintus, que sintió que se sonrojaba todavía más.
—¡Pero eso es precisamente lo que has hecho! —le acusó su padre. Se quedó con la mirada fija en la distancia—. Como si no tuviera bastante con lo que ya tengo aquí.
—Me quitaré de en medio y regresaré a casa —murmuró Quintus.
—¡Ni soñarlo! ¡Es demasiado peligroso! —Fabricius vio la cara de sorpresa de su hijo—. Publio ha decidido cruzar el río Padus y conducir las tropas a territorio hostil. Ya se ha tendido un puente temporal hasta la otra orilla. Mañana por la mañana iremos al sur a enfrentarnos con el ejército de Aníbal. No quedará ningún soldado romano aquí, y los galos no son de fiar. Te cortarían el cuello en menos de siete kilómetros a la redonda.
—¿Qué quieres que haga, entonces? —preguntó Quintus desanimado.
—Tendrás que venir con nosotros —contestó su padre descontento—. Estarás a salvo en el campamento hasta que surja la oportunidad de enviarte de regreso a Capua.
Quintus se sintió más desgraciado que nunca. ¡Qué humillación! Había logrado encontrar al ejército de Publio, pero no se le permitiría luchar. Aunque tampoco le sorprendía si tenía en cuenta que sus actos habían colmado la paciencia de su padre. Al menos Hanno había logrado escapar. Quintus también se sintió afortunado de que Fabricius no le hubiera dado una buena paliza.
—¿Fabricius? ¿Dónde estás? —llamó una voz estridente.
—Por todos los dioses. ¡Lo que me faltaba! —murmuró Fabricius.
Extrañado por la reacción de su padre, Quintus se volvió y vio a Flaccus.
—¡Hete aquí! Publio quiere que nos volvamos a reunir para hablar de… —Flaccus se paró en seco al ver a Quintus—. ¿Quintus? ¡Qué agradable sorpresa!
Quintus esbozó una sonrisa culpable. Al menos alguien se alegraba de verle.
—¿Has hecho venir a Quintus? —Flaccus no esperó la respuesta de Fabricius—. ¡Una idea excelente! Ha llegado justo a tiempo —declaró Flaccus alzando el puño—. ¡Mañana les daremos una lección a esos guggas de mierda que jamás olvidarán!
—No le hecho venir —respondió Fabricius secamente—, sino que él ha considerado apropiado dejar a su madre y hermana solas y venir hasta aquí sin previo aviso.
—¡Ay, la impetuosidad de la juventud! —exclamó Flaccus con una sonrisa—. En cualquier caso, dejarás que venga con nosotros mañana, ¿no?
—No lo tenía previsto, no —replicó Fabricius con sequedad.
—¿Qué? —Flaccus lo miró incrédulo—. ¿Le negarás a tu hijo la oportunidad de mancharse las manos de sangre y de participar en una de las mayores victorias de la caballería de todos los tiempos? El hijo de Publio vendrá, y no es mucho mayor que Quintus.
—No es eso.
—¿Y qué es, entonces?
—No es asunto tuyo —respondió Fabricius enfadado.
Flaccus ni se inmutó ante su desaire.
—¡Venga! —insistió—. Salvo que el chiquillo haya cometido un asesinato, no le puedes negar esta oportunidad de oro. Esto podría ser un gran inicio para su carrera, una carrera que solo puede prosperar cuando tu familia se una a la de los Minucii.
Furioso, Fabricius pensó en las opciones que tenía. La insistencia de Flaccus le había puesto en una situación comprometida, y sería maleducado por su parte rechazar su propuesta. Además, podría perjudicar las oportunidades de Quintus de prosperar en el futuro. Aunque estuviera casado con Aurelia, Flaccus no tenía obligación alguna de ayudar a su cuñado, todo dependería de su buena voluntad.
—Muy bien. Le pediré permiso al cónsul para que Quintus se incorpore a mi unidad —dijo tratando de fingir alegría.
—¡Excelente! —exclamó Flaccus—. Seguro que Publio no rechazará a un jinete de la calidad de tu hijo.
Quintus no daba crédito a su suerte.
—Gracias —dijo con una amplia sonrisa—. No te decepcionaré, padre.
—Has tenido suerte —gruñó Fabricius mientras clavaba un dedo en el pecho de Quintus—. Y no te creas que te has librado del castigo que te mereces.
—Mañana se ganará la gloria y olvidarás todo lo que ha hecho —comentó Flaccus guiñando un ojo a Quintus—. Ahora será mejor que nos vayamos y no hagamos esperar más a Publio.
—Tienes razón —admitió Fabricius. Señaló una tienda cercana a Quintus—. En esa tienda hay sitio. Diles a los hombres que te he enviado yo. Buscaremos tu equipo más tarde.
—Sí, padre. Gracias.
Fabricius no respondió.
—Hasta mañana —se despidió Flaccus—. ¡Cubriremos el campo de batalla con los cuerpos de los guggas!
A Quintus le vino una imagen de Hanno a la mente, pero intentó forzar una sonrisa y eliminar la imagen de su cabeza. Lo único que importaba en esos momentos era vencer a los cartagineses, se dijo.