17

EL DEBATE

Tras encontrar un alojamiento barato para pasar la noche, los dos amigos se dirigieron a la taberna más cercana. Beber les hacía sentir más adultos, pero además había otra razón por la que deseaban ir a la taberna: los siniestros pensamientos sobre lo
que les depararía la guerra les hacía sentir muy incómodos, más incluso que cuando se pelearon tras la visita de Flaccus y, dado que Aurelia no estaba allí para actuar de mediadora, decidieron recurrir al vino. La táctica funcionó bastante bien al principio, puesto que estuvieron charlando amigablemente mientras ojeaban a las prostitutas que trabajaban en el local.

El vino no tardó en surtir efecto, ya que ninguno de los dos estaba acostumbrado a beber mucho. Por suerte, les dio por estar alegres en lugar de malhumorados, y la velada transcurrió de forma apacible. Animado por Hanno, Quintus se relajó lo suficiente como para sentar a una de las prostitutas sobre sus rodillas y acariciarle los pechos desnudos, y quizás hubiera llegado a más, pero en ese momento sucedió algo que desvió la atención de ambos del vino y las mujeres.

Las noticias importantes no tardaban en difundirse en los pueblos y ciudades: corrían de boca en boca, de las tiendas a las tabernas y de los mercados a las casas y, aunque uno no podía fiarse de la precisión de sus datos, siempre escondían parte de verdad.

—Aníbal está cruzando los Alpes con su ejército —gritó una voz en la puerta—. ¡Cuando lleguen a Italia, nos asesinarán a todos mientras dormimos!

La conversación cesó de repente y los dos amigos se miraron con cara de sorpresa.

—¿Tú lo sabías? —preguntó Quintus.

—No tenía ni idea —contestó Hanno con sinceridad—. ¿Por qué si no habría aceptado viajar contigo a Iberia?

Poco después entró en la taberna un hombre de mediana edad con la cara roja y una gran papada. Su túnica desaseada y manos encallecidas indicaban que era un tendero de alguna clase. El hombre sonrió prepotente ante la oleada de preguntas.

—No hace ni una hora que he visto al cónsul Publio con mis propios ojos —anunció—. Ha regresado de Massilia con esta terrible noticia.

—¿Qué más has oído? —preguntó una voz—. ¡Explícanoslo todo!

El resto de los clientes gritaron lo mismo.

El tendero se mojó los labios.

—Correr por las calles da mucha sed. Una copa de vino me iría muy bien para suavizar la garganta.

El tabernero llenó un vaso y se lo puso en la mano rápidamente.

El hombre dio un trago y se relamió.

—Es sabroso.

—¡Explícanos lo que sabes! —suplicó Quintus.

El tendero volvió a sonreír ante su poder temporal.

—Publio estaba en Massilia aprovisionando a las tropas cuando le informaron de que Aníbal podía estar en la zona, así que envió a una patrulla de reconocimiento que se dio de bruces con todo el ejército cartaginés. —Hizo una pausa mientras los gritos de horror de su público llenaban la taberna y aprovechó para apurar su copa, que el tabernero rellenó de nuevo—. Publio se dirigió al norte para forzar una batalla con el enemigo, pero cuando llegó Aníbal ya no estaba. Había desaparecido. Y el único objetivo que puede tener es cruzar las montañas hasta la Galia Cisalpina para invadir Italia.

Los gritos de pánico llenaron el local y reinó el caos. Incluso hubo muchos clientes que se fueron corriendo a su casa. Quintus escuchó sus palabras horrorizado, mientras que Hanno tuvo que esforzarse para controlar su alegría. Solo Aníbal podía ser tan audaz. Se preguntó si su padre había estado al tanto de este plan brillante y no le había dicho nada al respecto. De repente las prioridades de Hanno habían cambiado por completo.

Quintus pensó lo mismo.

—Supongo que ahora querrás marcharte —le dijo en tono acusador—. Querrás ir a la Galia Cisalpina en lugar de a Iberia, ¿no?

Hanno se sonrojó por haber albergado ese mismo pensamiento.

—Esto no cambia nada. Iremos a Iberia a buscar a tu padre.

Quintus lo miró a los ojos y supo que hablaba en serio.

—Siento haber dudado de tu honor —murmuró cabizbajo—. No se oyen noticias así todos los días.

Su conversación quedó interrumpida de nuevo.

—¿Queréis saber por qué ha regresado el cónsul? —vociferó el tendero, que ya iba por su cuarta copa de vino. Esperó a que todos callaran antes de continuar—: El Senado ha convocado a Publio porque decidió enviar a su ejército a Iberia en lugar de perseguir a Aníbal. Ahora se dice que los Minucii quieren poner en su lugar a uno de los suyos, y mañana tendré que presentarse ante la Curia para explicar sus actos.

Al oír la noticia, los amigos desecharon de inmediato su plan de marcharse de Roma al despuntar el alba. ¿Que más daba si demoraban su salida unas horas para ver cómo acababa esta historia?

Fuera cual fuese el recibimiento que le esperaba a Publio en el Senado, seguía siendo uno de los dos cónsules de la República. En la puerta amurallada que marcaba el final de la Vía Ostiensis —la carretera que procedía de Ostia—, les esperaba una elegante litera que acarreaban seis fornidos esclavos. Publio, Flaccus y Fabricius subieron a bordo. Una docena de lictores con sus fasces precedieron a la litera en su recorrido por la ciudad. Los treinta jinetes de Fabricius no pudieron entrar porque eran soldados armados, pero ello no demoró el avance de la comitiva. La mera presencia de los lictores con sus magníficas capas rojas de campaña en lugar de sus togas habituales y las hachas agregadas a sus fasces bastaba para abrirse camino por las calles. Todos los ciudadanos, excepto las vírgenes vestales y las mujeres casadas, debían apartarse o acarrear con las consecuencias. Únicamente los hombres más fuertes y altos eran elegidos para formar parte del cuerpo de lictores, a los que se había enseñado a usar las fasces a la menor oportunidad. Incluso podían actuar de verdugos si recibían la orden pertinente.

Fabricius había visitado Roma en varias ocasiones, y no por ello dejaba de disfrutar del espectáculo que le ofrecía la capital. Esta vez, la presencia de los lictores, que apartaban a la gente y la empujaban hacia las tiendas y los callejones, le garantizaba una vista inmejorable de la ciudad. A pesar de que Roma era muy diferente de Capua, y muy distinta de su finca, también le parecían muy similares. Fabricius desestimó el sentimiento de añoranza que le asaltó de repente, aunque el rápido avance hacia el Forum Romanum no le permitió pensar demasiado en ello.

Una vez en el Forum, Fabricius dirigió la vista a la Curia, la sede del Senado. El edificio, de aspecto ordinario si no fuera por sus grandes puertas de bronce, era el centro neurálgico de la República. Se fijó en el Graecostasis, la zona inmediatamente exterior donde las embajadas extranjeras debían esperar hasta ser llamadas dentro, pero hoy no tendría que esperar porque acompañaba a dos de los hombres más importantes del país. Los lictores se acercaron a la entrada y apartaron a un lado a los hijos de los senadores allí congregados para escuchar los debates que se celebraban en el interior de la sala. Publio descendió de la litera delante de los portales, y Flaccus y Fabricius siguieron su ejemplo. Los tres lucían sus mejores togas, aunque la de Publio era, obviamente, la más elegante: una prenda de algodón blanco brillante con una franja púrpura.

Esa mañana antes de salir Fabricius había escondido un puñal en los pliegues de su toga. Después de varios meses de campaña, se sentía desnudo sin un arma. Había cogido el puñal sin pensarlo, aunque sabía que era una decisión arriesgada, puesto que solo los lictores tenían permitido llevar armas a la Curia. Ahora Fabricius se maldecía a sí mismo por su decisión impulsiva, pero ya no tenía manera de desprenderse del puñal. Debería entrar con él y confiar en que no pasara nada. El corazón empezó a latirle con fuerza. Publio le había pedido que estuviera presente porque era el único oficial romano que había visto al ejército de Aníbal. Su testimonio era crucial para la defensa de Publio.

—Confío en ti —le había dicho el cónsul—. Sé que no me fallarás. Simplemente tienes que explicarles lo que viste en el campamento cartaginés.

Fabricius le prometió que así lo haría y miró de soslayo a Flaccus, que parecía muy satisfecho consigo mismo. Confuso, Fabricius se preguntó qué papel iba a desempeñar su futuro yerno en la historia que estaba a punto de empezar.

El lictor de mayor rango habló con los guardias y entró para anunciar la llegada de Publio. En el interior se hizo el silencio. A su regreso, los doce lictores se dividieron en seis columnas de dos y, con pasos coordinados, les condujeron al interior de la Curia. Fabricius siguió los pasos de Publio y Flaccus e hizo un esfuerzo por no mirar a su alrededor como un niño pequeño. Era la primera vez que estaba en la sede de la democracia de la República. La sala estaba iluminada por la luz que se filtraba por las ventanas largas y estrechas situadas en la parte superior de las paredes. A ambos lados de la sala rectangular había tres gradas de mármol, que en ese momento estaban repletas de senadores con togas que tenían la vista fija en Publio y sus acompañantes. Fabricius controló su asombro y evitó la mirada de los senadores. Al final de la sala estaba la tarima sobre la que se hallaban las dos sillas de madera de palisandro finamente talladas reservadas para los cónsules.

Los lictores llegaron al pie de la plataforma y se colocaron a ambos lados para que Publio pudiera tomar asiento. Flaccus y Fabricius se quedaron abajo. Publio se sentó y los lictores golpearon el suelo con las empuñaduras de sus fasces. El sonido resonó en toda la sala.

Se produjo una larga pausa.

Fabricius miró al cónsul con el rabillo del ojo y vio que sonreía brevemente. Era tarea de Publio iniciar la sesión, pero estaba claro que quería hacer esperar a quienes habían requerido su presencia en Roma para recordarles su rango y posición. El silencio se prolongó y comenzaron a oírse murmullos enfadados, pero nadie se atrevió a hablar.

Por fin Publio abrió la boca.

—Mientras hablo, se acerca a nosotros desde los Alpes la mayor amenaza que ha sufrido Roma desde el bárbaro Brennus —dicho lo cual, hizo una pausa para que los senadores asimilaran sus palabras—. Sin embargo, en lugar de dejar que cumpla con mi deber de defender a la República, me habéis pedido que regrese para dar cuenta de mis actos. Pues aquí estoy —declaró abriendo los brazos para indicar que estaba abierto a sus preguntas y, seguidamente, guardó silencio.

De inmediato se produjo una avalancha de preguntas. Casi la mitad de los senadores hablaba al mismo tiempo. Muchas de las preguntas se referían a Brennus, el jefe galo que saqueó Roma tras conducir a sus temibles guerreros hasta la mismísima colina Capitolina, lo cual había dejado una profunda huella de vergüenza en la psique romana. Fabricius no sabía si Aníbal era tan peligroso como Brennus, pero la mera mención del galo le había permitido a Publio anotarse los primeros tantos. Antes de que los Minucii hubieran podido lanzar siquiera una sola acusación, el cónsul había logrado desviar hábilmente la atención del Senado hacia cuestiones más primitivas.

Publio no había acabado todavía, por lo que levantó la mano y esperó a que los senadores guardaran silencio.

—Quiero saber por qué me habéis mandado llamar aquí hoy. Solo entonces os hablaré de Aníbal y de su enorme ejército cartaginés.

Los gritos de protesta resonaron por toda la sala, pero Publio se limitó a cruzarse de brazos y se recostó en el asiento.

«Segundo asalto para Publio», pensó Fabricius, cuyo respeto por el cónsul crecía por momentos.

A la mañana siguiente los jóvenes amigos se levantaron tarde. Una breve visita a los baños públicos les ayudó a aliviar el dolor de cabeza, aunque por fortuna ambos habían tenido el sentido común de beber mucha agua, y descargar sus vejigas no era ningún problema: solo tenían que acercarse a uno de los callejones donde se depositaban los excrementos.

Después de desayunar pan con queso, se dirigieron al Forum Romanum. Como es de imaginar, hablaron poco hasta que llegaron a su destino.

Quintus contempló boquiabierto el gran espacio rectangular.

—Esto era antes una marisma, pero ahora es el mayor espacio abierto que hay en la ciudad. Es el corazón de la República —manifestó orgulloso—, el centro de la vida religiosa, ceremonial y comercial. La gente viene aquí para hablar, asistir a juicios, presenciar las luchas de gladiadores o escuchar importantes anuncios públicos.

—Se parece mucho al Ágora —comentó Hanno educadamente. «Aunque no es ni la mitad de grande», pensó.

Cientos de tiendas rodeaban el perímetro del Forum, desde carnicerías, pescaderías y panaderías hasta grandes despachos de abogados, escribas y prestamistas. La zona estaba repleta de gente.

Quintus había aprendido la distribución del Forum.

—Allí están el santuario de Cástor y Pólux, y el de Saturno —explicó mientras pasaban por al lado—, y ese es el templo circular de las vírgenes vestales.

—¿Y eso qué es? —preguntó Hanno señalando un edificio mugriento en el lado norte del Forum.

—Creo que es el comitium —contestó Quintus—. Es un templo que se construyó durante la fundación de Roma hace más de quinientos años —dijo bajando la voz antes de proseguir—: Dentro se encuentra el lapis niger, un pequeño pilar de piedra negra que marca el lugar en que Rómulo, el fundador de Roma, ascendió a los cielos. A su lado se halla la rostra o tribuna de los oradores, que está decorada con proas de barcos capturados. —De pronto Quintus se sonrojó y guardó silencio, dado que las adiciones más recientes eran las proas de unos trirremes cartagineses que habían sido capturados en la última guerra.

Al darse cuenta, Hanno lanzó una mirada de ira a la rostra.

Los amigos se enteraron de que Publio justo acababa de entrar en la Curia, pero se consolaron pensando en que estarían cerca cuando saliera. Una gran muchedumbre se había congregado en la zona. Las noticias sobre Aníbal se habían difundido rápidamente y toda la ciudad deseaba saber lo que iba a suceder. Los rumores corrían de un extremo a otro del corro reunido delante de la Curia.

—Aníbal cuenta con un ejército de más de ciento cincuenta mil soldados —explicó un hombre con los ojos enrojecidos.

—Tiene cien elefantes y una caballería de veinticinco mil númidas —añadió otro.

—Dicen que Felipe de Macedonia ha movilizado su ejército y está a punto de atacarnos desde el noreste antes de unirse a los cartagineses —agregó el primer hombre.

—También se unirán a él todas las tribus de la Galia Cisalpina —comentó una tercera voz.

La rabia de Hanno al ver la rostra se tornó entonces en una inmensa alegría. Si la mitad de los cotilleos eran ciertos, Roma se enfrentaba a una catástrofe de grandes proporciones. Hanno miró a Quintus que, con la vista fija en la Curia, fingía no oír lo que se estaba diciendo.

Ambos se sumieron en un silencio incómodo.

Un hombre fornido de pelo negro y ondulado, nariz prominente y unas pobladas cejas que enmarcaban unos ojos azules de mirada calculadora se abrió paso para hablar. El Senado guardó silencio y los senadores se apartaron con enorme deferencia para dejarle pasar. Flaccus le saludó con una breve inclinación de cabeza y Fabricius comprendió al instante de quién se trataba: era Marco Minucio Rufo, ex cónsul y hermano de Flaccus, miembro preminente del clan de los Minucii y uno de los hombres más poderosos de Roma. Sin duda alguna, había sido él el responsable de la carta a Publio.

—Cónsul —dijo con una inclinación de cabeza—. Todos te agradecemos que hayas regresado a Roma. Es un honor verte de nuevo. —Tras los cumplidos de rigor, su expresión se volvió más dura—. Nos ha alarmado oír que tu hermano se dirige a Iberia al mando de tus legiones para que tú hayas podido regresar a Italia. Te hemos solicitado que acudieras hoy aquí para que nos expliques tu extraordinario regreso, que contraviene totalmente la decisión tomada por este Senado hace apenas seis meses. No cabe duda que tú y Longo, tu compañero cónsul, tenéis el mando supremo de las fuerzas militares de la República, pero ambos podéis ser cuestionados por este Senado si procede. —Marco, sonriente, se dio media vuelta al oír los murmullos de aprobación de varios senadores—. Está claro que son varios los que comparten mi opinión.

Publio arqueó una ceja.

—¿Y qué opinión es esa? —preguntó con dulzura.

—Hablo, por supuesto, del poder de la provocatio —respondió Marco en tono cortés.

Algunos senadores murmuraron su desaprobación al oír sus palabras, pero muchos las aclamaron. Fabricius torció el gesto nervioso. Jamás había oído que se acusara de un delito a un magistrado supremo de la República. Se volvió a mirar a Flaccus, pero su rostro no delataba nada.

«¿Por qué desean los Minucii deponer al cónsul? —se preguntó Fabricius—. ¿Cuál es su propósito?»

—¿No tienes nada que decir? —preguntó Marco mirando satisfecho a su alrededor, pues una ola de murmullos de aprobación se extendía por la sala.

Fabricius volvió a mirar a Flaccus. Esta vez vislumbró en su cara la misma expresión de satisfacción que irradiaba el rostro de su hermano. Entonces lo comprendió todo. Flaccus estaba convencido de que Aníbal era una amenaza, y así se lo había expresado a su hermano por carta. Y ahora Marco, que en el pasado había cosechado varios éxitos como general, quería convertirse en cónsul para poder reclamar para sí la gloria de derrotar a los cartagineses en lugar de que lo hiciera Publio. Esta posibilidad, no, probabilidad, costaba de creer, pensó Fabricius con ira. A pesar de que la única cuestión que importaba era conseguir derrotar a un enemigo que suponía una grave amenaza para la República, algunos de estos políticos solo pensaban en hacerse un nombre.

Curiosamente, Publio se rio ante semejante acusación.

—Es increíble que se me acuse de excederme en mis competencias cuando lo único que he hecho es hacer todo lo posible por cumplirlas. Mi ejército ha sido enviado a Iberia tal y como se ordenó y su comandante, mi hermano Cneo, tiene experiencia probada en el campo de batalla. Cuando fui consciente de las implicaciones de la marcha de Aníbal a través de los Alpes y, al darme cuenta de que era imposible que Longo reaccionara a tiempo, decidí regresar a Italia con la intención de enfrentarme a los cartagineses de inmediato. ¿Acaso no prueba eso mi lealtad a Roma? ¿Y qué cabría pensar, sin embargo, de aquellos que desean impedir que cumpla con mi deber?

Durante el alboroto posterior que causaron sus palabras, Publio y Marco se miraron fijamente a los ojos de una manera que no daba lugar a equívoco sobre su mutuo desagrado, pero Marco se aprestó a responder.

—Me imagino que habrás visto al «enorme» ejército de Aníbal con tus propios ojos y que habrás podido realizar un cálculo de sus efectivos.

—Pues no, ni una cosa ni la otra —respondió Publio en tono glacial.

—¿Entonces eres adivino? —preguntó Marco, lo cual provocó las carcajadas de los que le apoyaban.

—Todo lo contrario —respondió Publio con toda tranquilidad señalando a Fabricius—. He traído conmigo al veterano oficial de caballería que dirigió la patrulla de reconocimiento que entró en el perímetro del campamento cartaginés, y estará encantado de responder a todas vuestras preguntas.

Marco no se esforzó en disimular su desdén al mirar a Fabricius.

—¿Cómo te llamas?

Fabricius devolvió la mirada a Marco con resolución. Fuera cual fuese su rango, y por muy intimidante que fuera el ambiente, diría la verdad.

—Gaius Fabricius, señor. Équite y terrateniente cerca de Capua.

Marco hizo un gesto despectivo.

—¿Tienes mucha experiencia militar?

—Estuve casi diez años en Sicilia luchando contra los cartagineses, señor —contestó Fabricius orgulloso, y vio con satisfacción que muchos de los presentes asentían en señal de aprobación mientras otros murmuraban entre sí.

Marco frunció los labios.

—Explícanos lo que viste y dejemos que el Senado decida si realmente existe tal amenaza, como Publio quiere hacernos creer.

Fabricius respiró hondo y comenzó a relatar la historia de su patrulla de reconocimiento. Mientras hablaba no miró a Marco ni a nadie más, sino que mantuvo la vista fija en las puertas de bronce del extremo de la sala. La táctica funcionó, pues cada vez se sintió más cómodo en su papel. Fabricius ofreció todo lujo de detalles sobre el campamento cartaginés e hizo especial hincapié en el número de efectivos de la caballería enemiga. También describió la inmensa anchura del Rhodanus y el esfuerzo hercúleo que supuso trasladar a los elefantes al otro lado. Una vez hubo finalizado su historia, miró a Publio, que asintió en señal de aprobación. Flaccus, por su lado, parecía contrariado. ¿Acaso había pensado su futuro yerno que comparecer ante el Senado iba a ser demasiado para él? A juzgar por las expresiones alarmadas de numerosos senadores, no había sido así. De pronto Marco parecía encontrarse en desventaja.

Publio aprovechó el momento para tomar la iniciativa y dirigirse al frente de la tarima.

—Fabricius ha calculado que el tamaño de las tropas cartaginesas es superior al de dos ejércitos consulares. Estamos hablando de cincuenta mil hombres, de los cuales al menos una cuarta parte son jinetes númidas, ante los que sucumbimos en Sicilia en varias ocasiones. No nos olvidemos tampoco de los elefantes. Hasta ahora, nuestros combates contra ellos no se han saldado precisamente a nuestro favor. Y también tenemos que pensar en su general, Aníbal Barca, un hombre que acaba de conquistar la mitad de Iberia y de arrasar una ciudad impugnable como Saguntum; un general que no teme cruzar los Alpes con sus soldados a finales de otoño. —Publio asintió al ver que muchos senadores reculaban en sus asientos de miedo—. Muchos de vosotros conocéis al pretor Lucio Manlio Vulsón tan bien como yo. Es un líder honorable y competente, ¿pero puede vencer a un ejército que le dobla en tamaño y que posee un número superior de caballos y elefantes? —Publio miró a su alrededor—. ¿Puede?

Un breve silencio incrédulo se apoderó de la sala antes de estallar en un tremendo alboroto. Cientos de voces preocupadas hablaban al mismo tiempo, pero nadie escuchaba lo que decían los demás. Marco intentó tranquilizar en vano a los senadores de su alrededor. Fabricius no daba crédito a sus ojos. Los hombres que tenían en sus manos el dominio de la República chillaban y discutían en esos momentos como niños pequeños. Fabricius miró a Publio, que contemplaba el espectáculo a la espera de una oportunidad para intervenir. Impulsivamente, Fabricius sacó su puñal y se lo entregó al cónsul.

—Es suyo, señor, como las espadas de todos los ciudadanos de Italia.

La expresión inicial de sorpresa de Publio fue sustituida por una sonrisa astuta. El cónsul murmuró una orden a los lictores y aceptó el puñal. El martilleo de las fasces en el suelo atrajo la atención de todos.

Publio alzó el puñal.

—Fabricius me ha entregado esto. Ha quebrantado la ley por traerlo a la Curia, pero lo ha hecho no solo por lealtad a la República, sino para demostrar su deseo de verter su sangre y, si fuera necesario, entregar su vida en la lucha contra Aníbal. Con soldados tan determinados como él, ¡os prometo la victoria sobre los invasores cartagineses! ¡Victoria!

Como una bandada de aves que cambia repentinamente el rumbo, el humor de los senadores también cambió por completo. Su pánico se desvaneció y fue sustituido por un estado de gran excitación. Sonaron vítores espontáneos y el ambiente mejoró al momento. Publio había ganado, pensó Fabricius satisfecho. Había que ser idiota para intentar deponer ahora al cónsul.

Flaccus se le acercó furtivamente.

—¿Contento? —Le susurró.

Fabricius ya había aguantado bastante.

—¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Mentir sobre lo que vi? —Le increpó—. El ejército de Aníbal es enorme, está bien armado y lo lidera un hombre de gran determinación. Es un error subestimarle.

Flaccus suavizó el tono.

—Claro, tienes razón. Has hablado muy bien y con gran convencimiento —afirmó—. Debemos hacer frente al peligro de inmediato, y está claro que Publio es el hombre adecuado para ello. La resolución que ha demostrado aquí hoy es admirable.

No era fácil creer en las palabras de Flaccus cuando veía la consternación dibujada en el rostro de Marco, pero Fabricius apartó a un lado su preocupación. Eso ya no era importante, lo único que importaba ahora era vencer a Aníbal.

A Fabricius no le sorprendió que Publio le ordenara que regresara a las murallas de la ciudad para preparar a sus hombres. Debían partir hacia la Galia Cisalpina en tres horas. Flaccus también les acompañaría, le informó Publio entornando los ojos.

—Algunas cosas no se pueden cambiar —masculló.

Fabricius se sintió aliviado al recibir las órdenes. Había visto suficiente política para toda una vida. Por otro lado, no sabía qué pensar acerca de Flaccus y su hermano. ¿Quizás Atia tenía razón?, se preguntó. Mientras cruzaba las puertas de bronce y se dirigía al Forum, Fabricius pensó que, antes de marcharse, escribiría una carta rápida a su mujer para informarle sobre todo lo sucedido.