LOS VIAJES
Evidentemente, la Vía Apia, la carretera principal de Roma, salía directamente de Capua, pero como Quintus no deseaba entrar en la ciudad, rodeó la finca de su padre y tomó un camino que cruzaba campo a través varias aldeas e innumerables fincas y que desembocaba en la carretera a unos kilómetros hacia el norte.
Quintus iba a caballo y, como su supuesto esclavo, Hanno montaba una mula irritable que, además, llevaba las provisiones. Durante la primera hora viajaron en silencio; ambos tenían muchas cosas en las que pensar.
Quintus estaba convencido de que encontraría a su padre. Aunque le entristecía haber tenido que dejar a Aurelia, el mundo era así, y seguro que su madre cuidaría bien de ella, pero Quintus se sentía intranquilo por otro asunto. Una vez cumplido el objetivo del viaje —encontrar a su padre—, Hanno se alistaría en las fuerzas cartaginesas, por lo que ¿significaba eso que ya eran enemigos? Inquieto, Quintus trató de no pensar en ello.
Hanno, por su parte, esperaba que Suniaton estuviera bien y que encontraran a Fabricius rápidamente, ya que entonces sería libre. Esperaba poder rencontrarse con su padre y sus hermanos, si todavía seguían vivos. Intentó ser optimista y se imaginó a sí mismo marchando contra los romanos. Sin embargo, otra imagen perturbadora le vino a la mente: tanto Quintus como Fabricius estarían con la legión. Sin saberlo, Hanno había tenido el mismo pensamiento inquietante que Quintus y decidió enterrarlo en lo más profundo de su mente.
Al poco rato de incorporarse a la Vía Apia, Hanno y Quintus vieron a un grupo de infantería que marchaba hacia el sur.
—Son oscos —dijo Quintus, contento de tener algo de lo que hablar—. Se dirigen al puerto.
Hanno sabía que el río Volturno discurría hacia el suroeste, más allá de Capua, y que desembocaba en el mar.
—¿Para viajar a Iberia?
Quintus, de nuevo intranquilo, asintió.
Hanno le ignoró y se concentró en el grupo de oscos que se aproximaba. Aparte de la escolta de Fabricius, no había visto a muchos soldados en Italia. Los oscos eran socii, no eran legionarios regulares, pero la mitad del ejército que luchaba contra Aníbal era como ellos. Eran el enemigo.
Algunos oscos iban con la cabeza descubierta, pero la mayoría llevaba el casco ático decorado de forma llamativa con crines o plumas teñidas de rojo, negro, blanco o amarillo. Sus cortas túnicas de lana también atraían la atención por sus colores vivos, desde el rojo hasta el ocre, pasando por el gris. Pocos llevaban zapatos o sandalias, pero todos lucían un ancho cinturón de piel recubierto de bronce que se abrochaba con unos ganchos muy elaborados. Iban armados con jabalinas ligeras y lanzas de diferentes longitudes, y los pocos soldados que llevaban una espada usaban la kopis, una espada de hoja curvada de origen griego. Sus escudos, cóncavos y estriados, eran similares a los scuta, pero más pequeños.
—No hace muchas generaciones los oscos luchaban contra Roma —le reveló Quintus—. Capua lleva poco más de un siglo bajo dominio romano y muchos de sus habitantes creen que deberían reclamar su independencia.
—¿Ah, sí? —dijo Hanno sorprendido.
—Sí, esta es una de las discusiones predilectas entre Martialis y mi padre, sobre todo cuando han bebido —explicó Quintus frunciendo el ceño, pues de pronto se preguntó si su madre compartía la misma opinión. Nunca había dicho nada al respecto, pero sabía que se sentía muy orgullosa de sus orígenes.
Hanno estaba fascinado. Sus conocimientos sobre la estructura de la República y su relación con las ciudades y los pueblos romanos de Italia eran bastante deficientes, y le parecía curioso que los habitantes de una ciudad tan grande e importante como Capua no se sintieran felices formando parte del Imperio romano. ¿Habría otras ciudades que pensaran lo mismo?
En su calidad de tribuno de bajo rango, Flaccus debería haber acompañado a su unidad a Iberia y, tras su imprudente intervención ante Publio, hubiera sido recomendable que no llamara la atención del cónsul durante un tiempo. No obstante, tal y como descubrió Fabricius bastante pronto, no era esta la manera de actuar de Flaccus. Cuando este supo que el cónsul regresaba a Italia con la caballería de Fabricius y una cohorte, le suplicó que le incluyera en su escolta. Dado que era necesario un tribuno para dirigir a los legionarios, ¿por qué no podía ser él mismo?
Para gran sorpresa de Fabricius, Publio no solo no se enfureció ante su petición, pese a disgustarle visiblemente, sino que accedió a ella.
—Por Júpiter, mira que tienes valor —masculló entre dientes el cónsul—. Ahora, sal de mi tienda.
Fabricius tomó buena nota del incidente, puesto que revelada hasta qué punto eran poderosos los Minucii. Realmente no importaba quién sería el tribuno que acompañaría a Publio, pero la desfachatez de Flaccus hubiera sido castigada si en lugar de él lo hubiera solicitado cualquier otro. Sin embargo, en lugar de ser castigado por el cónsul, este le había concedido su deseo. Tal y como Flaccus reconoció ante Fabricius más tarde, los Minucii tenían muchos contactos.
—Cuando lleguemos a Italia, el clan ya estará informado de las intenciones de Aníbal —le reveló Flaccus.
Esto solo era posible si Flaccus había enviado un mensajero para avisarles de antemano, pensó Fabricius. No se lo podía creer. ¿Acaso Atia tenía razón sobre Flaccus? Fabricius hubiera deseado que su futuro yerno fuera menos fanfarrón, pero se consoló pensando en que su familia se beneficiaría enormemente de la influencia de los Minucii tras la boda de Aurelia.
Fabricius, por su parte, estaba encantado de regresar a Italia. Aunque si se hubiera quedado habría disfrutado de una buena dosis de acción, quería formar parte del ejército que se enfrentaría a la verdadera amenaza para Roma, Aníbal, y no al comandante que el general había dejado en Iberia.
La forma brutal con la que Safo había tratado a los prisioneros no funcionó como método de disuasión, más bien al contrario. Los voconcios reanudaron sus ataques con todavía mayor fuerza: más rocas cayeron por las laderas de las montañas y causaron bajas considerables entre los soldados y los animales de carga. A última hora de la tarde, la lucha se volvió tan cruenta que la cabeza del ejército, incluida la caballería y la caravana de las provisiones, quedó separada de Aníbal y del grueso de la infantería, incluso durante la noche. Por suerte, a la mañana siguiente los voconcios ya habían desaparecido. Seguramente los víveres robados no les compensaban las bajas sufridas. Sea como fuere, los ataques de los galos no solo habían causado graves daños físicos a las tropas de Aníbal, sino que minaron considerablemente la moral de las unidades menos motivadas. A consecuencia de ello, cada noche desertaban varios soldados al amparo de la oscuridad, pero Aníbal ordenó que no se les detuviera.
—Un soldado que es obligado a luchar, no es un buen compañero de batalla —explicó Aníbal a Malchus.
El ejército reanudó la marcha.
Durante ocho días, los agotados cartagineses continuaron el ascenso temblando de frío y con los pies doloridos. Sus enemigos ya no eran los voconcios ni los alóbroges, sino el clima y el terreno, que cada vez era más arduo y complicado. El viento frío, la congelación y la exposición a los elementos empezaron a causar estragos entre los soldados, que caían como moscas a lo largo del día y, por la noche, morían mientras dormían. Los hombres estaban debilitados por el hambre, el cansancio o la falta de ropa de abrigo, o las tres cosas.
Aníbal recompensó a Safo por su contundente defensa del ejército con un ascenso de rango, y le otorgó de nuevo el liderazgo de las tropas. A pesar de su alegría por haber conseguido el mismo rango que su hermano, su misión a la cabeza de las tropas era un arma de doble filo, ya que era responsabilidad suya y de sus hombres ir abriendo camino para el ejército, lo que a menudo implicaba mover rocas o reparar y reforzar el terreno. Las bajas en su falange eran constantes y, cuando llegaban las ocho de la tarde, Safo estaba al borde del agotamiento físico y mental. Todos sus temores sobre la montaña se habían hecho realidad. En su fuero interno, Safo estaba convencido de que estaban abocados al fracaso y que jamás encontrarían el paso prometido. Lo único que le mantenía en marcha era su orgullo: solicitarle a Aníbal que le relevara del mando sería peor que arrojarse por
un precipicio y, pese a todo, la vida seguía siendo mejor que la muerte. Envuelto en cinco mantas, Safo se inclinó en su tienda sobre un brasero templado y trató de sentirse agradecido: ninguno de sus hombres disfrutaba del lujo de un brasero.
Pasado un rato, pensó que había llegado el momento de hacer la ronda nocturna. Aunque no le apetecía nada, era bueno para la moral de sus hombres que le vieran en los puestos de guardia. Safo se desprendió de sus mantas, se puso una segunda capa y se envolvió la cabeza con una bufanda. Al desatar los cordones de piel que cerraban la tienda, sintió una ráfaga de viento gélido. Se estremeció, pero se obligó a salir. Dos centinelas libios vigilaban la entrada de la tienda, que apenas estaba iluminada por una antorcha de brea que sostenían sobre un pequeño montón de piedras.
Los libios se pusieron rígidos al verle.
—Señor —murmuraron a través de los labios azules por el frío.
—¿Alguna novedad?
—No, señor.
—Hoy hace más frío que nunca.
—Sí, señor —contestó el guardia que tenía más cerca, que de repente rompió a toser violentamente.
—Discúlpele, señor —dijo su compañero nervioso—. No puede evitarlo.
—No pasa nada —respondió Safo irritado. Miró al primer soldado, que se estaba limpiando la sangre que había escupido por la boca. «Es un muerto viviente», pensó Safo, y se compadeció—. Llévale dentro y que se siente junto al brasero. A ver si consigue calentarse un poco. Podéis quedaros en la tienda hasta que yo regrese de la ronda.
Pasmado, el segundo soldado le dio las gracias tartamudeando. Safo cogió la antorcha y se adentró en la oscuridad. Aunque no estaría fuera más de un cuarto de hora, quizás ese rato en la tienda le proporcionaría un poco de alivio al pobre hombre enfermo. Safo esbozó una amarga sonrisa. «Se me está ablandando el corazón, pronto seré como Bostar», pensó. Safo no había visto a su hermano desde que discutieron por los prisioneros voconcios. Y ya le iba bien así.
Safo caminó con precaución por el suelo helado hasta llegar a las tiendas de sus soldados. Echó un vistazo al par de elefantes que Aníbal había ordenado que debían ir a la cabeza de la columna. Los pobres animales intentaban mantenerse muy juntos para maximizar su calor. Le dieron pena.
No tardó en llegar al primer puesto de guardia, situado a unos doscientos pasos de su tienda. Era el peor puesto de guardia de todo el ejército porque se encontraba en medio del camino y estaba expuesto a los elementos por tres lados. Ninguna hoguera sobrevivía a las fuertes ráfagas de viento cargadas de nieve procedentes de las montañas. Para evitar que los centinelas murieran congelados, Safo había ordenado acortar las guardias en ese puesto a una hora. Aun así, cada noche perdía a varios hombres.
—¿Ha habido algún movimiento? —preguntó Safo al oficial al mando.
—¡No, señor! ¡Hasta los demonios se han quedado en casa esta noche!
—Muy bien. Descansa. —Satisfecho con la respuesta graciosa de su oficial, Safo desanduvo lo andado. Ya solo le quedaba el puesto situado en la retaguardia de la falange para acabar la ronda. De pronto, vio a un hombre que rodeaba la esquina más alejada de la hilera de tiendas. Safo frunció el ceño. A pesar de que el barranco se encontraba a una veintena de pasos de las tiendas, el viento era tan fuerte que podía arrastrar a un hombre hasta el filo. No sería la primera vez que ocurría. Por eso todos sus soldados caminaban entre las tiendas en lugar de bordearlas. El hombre llevaba una antorcha, así que no era un enemigo, pero aun así había elegido la ruta más peligrosa para circular por la falange. ¿Por qué? ¿Tenía algo que ocultar?
—¡Eh! —gritó Safo—. ¡Alto ahí!
La figura se detuvo y se sacó la capucha.
—¿Safo?
—¿Bostar? —preguntó Safo incrédulo.
—Sí —respondió su hermano—, ¿podemos hablar?
Justo en ese momento les sacudió un fuerte golpe de viento. Safo se tambaleó y vio cómo el incauto Bostar era empujado a un lado y caía sobre una rodilla. Cuando intentó incorporarse, una nueva ráfaga lo empujó hacia atrás, hacia la oscuridad.
Safo no daba crédito a sus ojos. Corrió hasta el filo del barranco y encontró a su hermano agarrado a la rama de un arbusto que crecía en el borde.
—¡Ayúdame! —Gritó Bostar.
Safo lo contempló en silencio. «¿Por qué debería ayudarle? —se preguntó—. ¿En qué me beneficiaría?»
—¿A qué esperas? —preguntó Bostar desesperado—. ¡Esta maldita rama no va a aguantar mucho más! —Al ver la mirada de Safo, palideció—. Quieres que me muera, ¿verdad? Te alegrarías mucho, como cuando Hanno desapareció.
A Safo se le pegó la lengua en el paladar de la culpabilidad. ¿Cómo era posible que Bostar lo supiera? Pero siguió sin hacer nada.
La rama se rompió.
—¡Que te jodan y te pudras en el infierno! —gritó Bostar.
Desesperado, soltó la rama rota que tenía en la mano izquierda y se lanzó hacia delante tratando de buscar un lugar donde agarrarse por el camino. El peso de su cuerpo pronto le arrastraría hacia el abismo. Consciente de ello, Bostar intentó encontrar en vano un punto de apoyo en la roca helada, pero no había dónde agarrarse. Impotente, empezó a gritar y a deslizarse hacia atrás.
Safo se dejó vencer por el instinto y se agachó para agarrar a su hermano por los hombros. Tiro de él con fuerza y, tras un segundo esfuerzo, consiguió alejarlos a ambos del precipicio. Permanecieron tumbados unos instantes respirando con dificultad. Bostar fue el primero en sentarse.
—¿Por qué me has salvado?
Safo no se atrevía a mirarle a los ojos.
—No soy un asesino.
—No —respondió Bostar secamente—, pero te alegraste cuando Hanno desapareció, ¿verdad? Con él fuera de circulación, tenías más posibilidades de convertirte en el favorito de nuestro padre.
Safo se sintió avergonzado.
—Yo…
—Curiosamente —le interrumpió Bostar—, si yo hubiera muerto ahora, hubieras tenido a nuestro padre para ti solo. ¿Por qué no me has dejado caer?
—Eres mi hermano —dijo Safo con un hilo de voz.
—Quizá sea por eso, ¡pero cuando me caí al principio te has quedado mirándome sin ayudarme! —replicó Bostar furioso antes de controlar su ira—. Debo darte las gracias por haberme salvado la vida. Te lo agradezco y te devolveré el favor en cuanto pueda —dijo antes de escupir en el suelo que los separaba—, pero después para mí será como si estuvieras muerto.
Safo lo contempló boquiabierto mientras se alejaba.
—¿Qué le vas a decir a nuestro padre? —preguntó a sus espaldas.
Bostar se volvió y lo miró con desdén.
—No te preocupes, no le contaré nada.
Y sin decir nada más, se marchó.
En ese instante una nueva ráfaga de viento helado golpeó a Safo y le caló hasta los huesos.
Jamás se había sentido tan solo.
Aurelia se sentía abandonada tras la marcha de Quintus y Hanno, y no era fácil encontrar excusas para visitar a Suniaton. No podía confiar en su madre por razones obvias, y tampoco confiaba en su viejo tutor de griego, que nunca le había caído bien. Aurelia se llevaba bien con Elira, pero últimamente estaba de mal humor y no era muy buena compañía. Julius era el único otro esclavo de la casa con el que se llevaba bien, pero después de sus emocionantes escapadas al bosque, hablar sobre el menú previsto para la semana siguiente carecía de interés, para ella. Aurelia pasaba la mayor parte del tiempo con su madre, que, desde que se habían quedado solas, se dedicaba a las tareas de la casa con fruición, seguramente fuera su manera de sobrellevar la desaparición de Quintus.
Su tarea principal consistía en hacer algo con la enorme cantidad de lana que había almacenada en un cobertizo del patio. Habían esquilado las ovejas en verano y, durante los meses siguientes, las esclavas habían limpiado toda la lana de polvo y paja y la habían teñido de varios colores: rojo, amarillo, azul y negro. Una vez teñida, la lana ya estaba lista para ser hilada y tejida. Aunque la mayor parte de este trabajo lo realizaban los esclavos, Atia participaba de forma activa e insistió en que Aurelia también tomara parte. Día tras día, se sentaban en el patio o iban caminando por él armadas con sus ruecas y husos, y solo se retiraban al atrio cuando llovía.
—Es responsabilidad de la mujer mantener la casa y trabajar la lana —explicó Atia a su hija mientras colocaba habilidosa las hebras de lana en la rueca y comenzaba a hilar, pero paró para mirar a Aurelia—: ¿Me estás escuchando, hija?
—Sí —respondió Aurelia, agradecida de que su madre no la hubiera pillado entornando los ojos—. Me lo has dicho miles de veces.
—Porque es cierto —replicó su madre—. Una buena esposa debe saber hilar. No lo olvides.
—Sí, madre —dijo Aurelia obediente, pero en su mente se imaginó a sí misma practicando con el gladius.
—Seguro que tu padre y Quintus agradecerán que les enviemos capas y túnicas. Creo que los inviernos en Iberia son muy duros.
Al oírlo, Aurelia se sintió culpable y se aplicó con más ganas a la labor. Esta era la única manera tangible que tenía de ayudar a su hermano y pensó que también le gustaría hacer lo mismo por Hanno. «Pero ahora es el enemigo», se recordó a sí misma.
—¿Ha habido más noticias?
—Ya sabes que no —respondió Atia con un tono visiblemente irritado—. Tu padre no tiene tiempo de escribir, pero con la ayuda de los dioses, ya habrá llegado a Iberia.
—Y con suerte Quintus le encontrará pronto —añadió Aurelia.
Atia perdió la compostura durante un segundo, pues sentía una enorme pena por dentro.
—¿Cómo se le ocurre marcharse solo?
Aurelia lo pasaba mal al ver a su madre sufrir tanto. Todavía no le había dicho que Hanno había acompañado a su hermano. Le había resultado más fácil no decir nada, pero ahora sintió que flaqueaba su resolución.
Una tos discreta impidió que dijera nada más. Para su gran disgusto, Agesandros estaba en la puerta del atrio.
Atia recuperó la compostura en un abrir y cerrar de ojos.
—Agesandros.
—Mi señora —respondió el esclavo con una reverencia—, Aurelia.
Aurelia le lanzó una mirada de odio. Desde que el esclavo había acusado a Hanno, le había evitado como la peste. Y ahora le había interrumpido cuando estaba a punto de ofrecer unas palabras de consuelo a su madre.
—¿Qué sucede? —preguntó Atia—. ¿Hay algún problema con la cosecha de aceitunas?
—No, señora —respondió titubeante—. He venido a disculparme ante Aurelia.
Atia enarcó las cejas.
—¿Qué has hecho?
—Nada que no debiera haber hecho, señora —contestó Agesandros tranquilizándola—, pero el asunto del esclavo cartaginés ha sido de lo más… desafortunado.
—¿Así es como lo llamas tú? —le interrumpió Aurelia mordaz. Atia alzó la mano para detener las protestas de su hija.
—Continúa.
Cuando llegaron a Pisae casi una semana más tarde, Publio se enfureció al recibir la visita de un mensajero del Senado. El cónsul tenía prisa por dirigirse al norte, a la Galia Cisalpina, para asumir el control de las legiones que estaban actualmente bajo el mando de Lucio Manlio Vulsón. En la nota se le sugería claramente que lo más sensato era que informara al Senado antes de actuar contra Aníbal. Esto era necesario porque había «excedido sus competencias consulares cuando decidió no ir a Iberia con su ejército», le espetó Publio a Flaccus.
Flaccus se miró las uñas con expresión inocente.
—Alguien debe de haberles enviado un mensajero antes de salir de Massilia —masculló enfurecido Publio mirando intencionadamente a Flaccus—, pero como veo que este mensaje irrespetuoso no incluye la palabra provocatio, podría ignorarlo. De hecho, creo que debería ignorarlo. Cada día que pasa, Aníbal y su ejército están más cerca de nuestra frontera en el norte, y es imposible que Sempronio llegue allí más rápido desde Sicilia que yo desde aquí. Sin embargo, si tengo que desviarme e ir a Roma primero, sufriré una demora de dos semanas o más y, si Aníbal aparece entonces, el resultado será catastrófico.
—Eso no será culpa mía… —declaró Flaccus.
—¿Ah, no? —preguntó Publio furioso.
Flaccus tuvo la sensatez de no contestar.
Publio leyó la misiva de nuevo antes de recobrar la compostura.
—Acudiré a Roma tal y como se me solicita, pero las terribles consecuencias que puede provocar esta demora serán responsabilidad de los Minuccii, sobre todo responsabilidad tuya, Flaccus. Si cuando lleguemos a la Galia Cisalpina Aníbal ya está allí, me aseguraré de ponerte en primera línea cada vez que nos enfrentemos a los cartagineses.
Flaccus lo miró alarmado y Publio sonrió malicioso.
—Así te cubrirás de toda la gloria que deseas, pero póstuma, seguramente. —Publio no hizo caso de su mirada horrorizada y se volvió hacia Fabricius—: Solo nos llevaremos una turma a Roma, y quiero dos caballos de repuesto para cada jinete. El resto de tus hombres pueden comprarse nuevas monturas y dirigirse al norte para unirse a la cohorte de infantería de Vulsón. Da las órdenes pertinentes. Partiremos dentro de una hora.
Flaccus siguió a Fabricius al muelle, donde supervisó la descarga de los caballos y las provisiones. El muelle de Pisae era un hervidero de gente. Los soldados recién desembarcados retiraron sus equipos de las pilas correspondientes y formaron una fila bajo la atenta mirada de los oficiales. Los hombres de Fabricius observaron cómo sus caballos eran extraídos de las tripas de los barcos y depositados en tierra firme mediante unas plataformas de madera especiales. Los mozos de cuadra se aprestaron a asegurar las sillas de los caballos antes de apartarlos a un lado y prepararlos para el viaje inminente.
En cuanto pudo, Fabricius interrogó a Flaccus:
—¿Qué puñetas está pasando aquí?
Flaccus fingió una expresión inocente.
—¿A qué te refieres?
—Todo el mundo sabe que es mejor que Publio no vaya a Roma, sino a la Galia Cisalpina, y a la mayor brevedad posible. Sin embargo, tú has iniciado una conspiración para asegurarte de que pase por Roma.
Flaccus parecía escandalizado.
—¿Quién dice que fui yo quien informó a Roma? Sea como fuere, yo no puedo responder de las acciones de los miembros mayores de mi clan. Son hombres mucho más importantes que tú y que yo, hombres a los que solo les interesa el bien de Roma, pero saben que Publio es un tipo arrogante cuyo principal objetivo es hacerse con toda la gloria, como muy bien demuestran sus recientes actos. Hay que meterle en vereda y recordarle cuál es su función antes de que sea demasiado tarde. Además, ya tenemos unas tropas en el norte —continuó Flaccus—, Lucio Manlio Vulsón se dirige hacia allí con todo un ejército consular. Vulsón es un comandante con experiencia y no tengo duda alguna de que está lo bastante capacitado para plantar cara, atacar y ahuyentar a Aníbal y a los suyos cuando surjan de las montañas. ¿No estás de acuerdo conmigo?
Fabricius se sintió en una encrucijada. La decisión de Publio de enviar a su ejército a Iberia mientras él regresaba a Italia había sido algo inusual. Fabricius creía que Publio había demostrado tener visión de futuro con su decisión, pero las palabras de Flaccus le habían hecho dudar. Le resultaba difícil creer que un grupo de hombres en Roma estuviera dispuesto a poner en peligro a la República para ganar posiciones frente a sus rivales políticos.
«Los Minucii tendrán sus razones para solicitar la presencia de Publio», pensó. En teoría, las legiones de la Galia Cisalpina estaban capacitadas para defender la frontera del norte.
Fabricius miró a Flaccus y en su rostro no vio más que una expresión de preocupación sincera.
—Supongo que sí —concedió.
—Bien, pues vayamos a la capital y dejemos de preocuparnos por Aníbal. Veamos lo que le dicen en el Senado. Ya nos encargaremos del gugga después, si Vulsón no le ha borrado ya de la faz de la tierra.
—¿Te parece bien? —preguntó, ofreciéndole el brazo derecho al estilo militar.
Fabricius no estaba convencido. Por un lado, Flaccus hablaba como si los propósitos del Senado fueran altruistas y, por el otro, dejaba entrever que la comparecencia de Publio en Roma formaba parte de una estrategia política que no tenía en cuenta el peligro real que representaba Aníbal. Para Fabricius lo único importante era Aníbal y cómo enfrentarse a él, y los que estaban en el Senado no eran conscientes del peligro. Por otro lado pensó que tampoco importaba tanto si pasaban primero por Roma antes de ir a la Galia Cisalpina. Si Aníbal conseguía cruzar los Alpes, su ejército necesitaría un largo período de descanso para recuperarse de la odisea. Vulsón estaría sobre aviso y Publio no tardaría en llegar allí desde la capital.
—De acuerdo —contestó Fabricius, y aceptó el brazo de Flaccus.
—Excelente. —A Flaccus le brillaron los ojos de satisfacción—. Por cierto, no te tomes demasiado en serio lo que pueda decirte mi hermano. Tiene muchas ganas de verte en privado.
Fabricius no supo qué contestar y se limitó a asentir.
Al día siguiente el ejército de Aníbal alcanzó la parte superior del paso de montaña. La tenue luz del sol revelaba unos hermosos prados en el valle.
«Para lo que nos sirven —pensó Bostar con amargura—, si fueran un espejismo nos daría igual.»
Las laderas que conducían a la Galia Cisalpina estaban cubiertas por una nieve helada que ocultaba buena parte del camino. A partir de ese momento, sería mucho más difícil avanzar y, si les fallaba el pie, pagarían el mismo precio mortal que se habían cobrado las montañas desde que se adentraron en ellas.
Para aliviar el sufrimiento de sus tropas, Aníbal las dejó descansar durante dos días al llegar a la cima. Su decisión también tenía por objetivo permitir que los rezagados, hombres que de lo contrario habrían muerto, alcanzaran a sus compañeros, que los recibían con alivio, pero con poca empatía. En el caso de que hubieran deseado hablar de su suplicio, pocos les habrían escuchado, ya que la desesperación se había instaurado en los corazones de los soldados y los volvía insensibles al sufrimiento de los demás.
Para su gran sorpresa, cientos de mulas que se habían extraviado durante el ascenso consiguieron encontrar el camino al campamento. Aunque la mayoría había perdido la carga, su aparición se recibió con alegría. En un esfuerzo por levantar la moral de las tropas, Aníbal permitió que se sacrificaran los animales más débiles, unos doscientos o más, en la última noche antes de iniciar el descenso. Para cocinar la cena se necesitaron casi todas las reservas de leña del ejército, pero por primera vez en semanas los hombres se fueron a la cama con la barriga llena de carne fresca.
Su esperanza inquebrantable en que Hanno siguiera vivo y la presencia de su padre fueron lo único que mantuvieron a Bostar en marcha durante el día y la noche siguientes, en los que trató de no pensar en Safo y concentrarse en ayudar a sus hombres. Si la subida había sido difícil, la bajada era doblemente compleja. Después de haber pasado más de una semana por encima de la cota de nieve, los hombres tenían el frío metido en los huesos. A pesar de que los cavares les habían regalado ropa y calzado, muchos no vestían un atuendo adecuado para un clima tan gélido. Ralentizados por el frío, los cartagineses tropezaban con cualquier obstáculo, por pequeño que fuera, y chocaban constantemente entre sí y con la nieve acumulada de las ventiscas. Además, la muerte siempre andaba al acecho: los hombres morían por las caídas o de congelación mientras dormían.
A veces el sendero se quebrantaba bajo el peso de la nieve y los soldados, que se despeñaban para siempre en el olvido, y los hombres que iban detrás tenían que arreglar el camino para poder continuar. Las pobres mulas se asustaban a las primeras de cambio y sus forcejeos podían provocar más bajas. Bostar descubrió que la única manera de no volverse loco ante tanta muerte y destrucción era actuar como si no pasara nada, avanzando paso a paso, un paso lúgubre tras otro.
Cuando pensaba que la situación no podía empeorar, empeoró. A última hora de la mañana siguiente, la cabeza del ejército se topó con un desprendimiento de tierras que había cubierto una superficie equivalente a la de un estadio y medio. Safo comunicó al resto del ejército que era imposible continuar sin arriesgar la vida de hombres y animales en el precipicio de más de quinientos pasos de altura. Impertérrito, Aníbal ordenó que los númidas construyeran un nuevo sendero que salvara el obstáculo. El resto de las tropas recibieron la orden de descansar lo mejor que pudieran. Las noticias quebraron los ánimos de muchos soldados, que comenzaron a sollozar.
—¿Cuándo se acabará este suplicio? —Gimió uno de los hombres de Bostar.
Bostar se apresuró a reprenderle. La moral estaba por los suelos y no podía permitir que los soldados se hundieran más con semejantes muestras de desesperación.
La información que recibían de la cabeza de la columna era contradictoria, y Bostar ya no sabía qué creer. Los caballos apartaban las piedras más grandes, pero casi todo el trabajo debía hacerse a mano. Aníbal ofreció cien piezas de oro al primer hombre que lograra pasar al otro lado. Diez hombres habían muerto ya al ceder el tramo de camino por el que pasaron, y se necesitaría al menos una semana más para que el sendero fuera lo bastante ancho para los elefantes.
Al caer la noche, los comentarios de un oficial númida que pasó por su falange de regreso a su tienda animaron a Bostar.
—Hoy hemos hecho grandes progresos —explicó—. Hemos creado un nuevo camino por encima de más de dos terceras partes del deslizamiento de tierras. Si mañana seguimos así, pronto podremos reanudar la marcha.
Bostar suspiró aliviado. Después de casi un mes en las montañas, la Galia Cisalpina pronto estaría a su alcance.
No obstante, su optimismo se desvaneció al día siguiente cuando, después de una hora de trabajo, la caballería descubrió una roca enorme que bloqueaba el paso por completo. Con un diámetro superior a la altura de dos hombres, la roca estaba situada de tal modo que solo unos pocos soldados podían acercarse cada vez. Los caballos no tenían fuerza para moverla y no había espacio suficiente para un elefante.
A medida que pasaba el tiempo, los últimos vestigios de esperanza desaparecieron de los ojos de sus hombres. Bostar se sentía igual y, aunque no se hablaba con su hermano, percibió el desánimo en su rostro. Aníbal no tardó en llegar para ver el problema de primera mano, pero Bostar no sintió la emoción habitual que le producía ver a su general. Nadie podía vencer este nuevo obstáculo, ni siquiera Aníbal. Por si fuera poco, empezó a nevar. Era como si los dioses se estuvieran burlando de ellos. Bostar se sentía más decaído que nunca.
Poco después vio que su padre se apresuraba a hablar con Aníbal y regresaba luego con una expresión confiada en el rostro. Al mismo tiempo, varios soldados pasaron corriendo por su lado.
Bostar agarró a su padre por el brazo.
—¿Qué sucede?
—No está todo perdido —respondió Malchus con una leve sonrisa—. Ya lo verás.
Poco después regresaron los soldados cargados con pesadas pilas de leña que colocaron, de una en una, al pie de la roca. Una vez se hubo apilado toda la leña, Malchus ordenó que se encendiera el fuego. Bostar seguía sin comprender nada, pero su padre no respondió a sus preguntas. Malchus dejó a sus hijos observando lo que sucedía con curiosidad creciente y regresó junto a Aníbal.
Los soldados estaban muy intrigados, pero cuando la hoguera llevaba más de una hora encendida, empezaron a aburrirse y se oyeron las primeras quejas por haber malgastado de ese modo las últimas reservas de leña. Por primera vez desde que partieran de Cartago Nova, Bostar no reprendió a sus hombres de inmediato. Su desilusión también había alcanzado niveles críticos y, fuera cual fuese la idea genial que había tenido su padre, no estaba funcionando. Ya podían tumbarse en el suelo y dejarse morir entonces, porque eso es lo que les sucedería de todos modos cuando cayera la noche.
Bostar no se había percatado de la estructura de madera que permitía a un hombre estar de pie sobre la roca. Solo miró hacia arriba cuando llegó la primera ánfora. La curiosidad le consumía por dentro. Los recipientes de arcilla contenían vino agrio, la bebida principal de las tropas. Bostar vio a su padre gesticular nervioso bajo la atenta mirada de Aníbal. Poco después, dos fornidos scutarii escalaron la plataforma con la ropa empapada de agua para resistir el calor extremo que irradiaba la roca. Al llegar arriba, lanzaron unas cuerdas al suelo a las que se ataron las ánforas. Los scutarii rompieron los lacres de los recipientes y vertieron su contenido por encima de la roca. El líquido se consumió y la roca emanó un fuerte olor a vino caliente. De pronto, Bostar entendió lo que intentaban hacer y se volvió para contárselo a Safo, pero se lo pensó dos veces y al final no le dijo nada.
Las ánforas vacías fueron descartadas y sustituidas por unas nuevas, y así sucesivamente. Las burbujas de vino hervían sobre la superficie de la roca caliente, pero seguía sin ocurrir nada. Dubitativos, los scutarii miraron a Malchus.
—¡Seguid así! ¡Id lo más rápido posible! —les instó.
Los scutarii le obedecieron y vertieron dos ánforas más, y después cuatro, pero la roca seguía inamovible, inmutable. Malchus pidió a los soldados que añadieran más leña al fuego, cuyas llamas amenazaban con quemar la plataforma en la que se encontraban los scutarii, a los que no se permitió bajar. Malchus se apostó al pie de la estructura y les exhortó a continuar. Los hombres vertieron dos ánforas más sin resultado alguno y Bostar comenzó a perder todo atisbo de esperanza.
De repente, se oyó una sucesión de explosiones y comenzaron a volar por el aire trozos de roca. Uno de los scutarii se desplomó al ser golpeado por una piedra del tamaño de un huevo que le aplastó el cráneo. Asustado, su compañero corrió a ponerse a salvo, al igual que los soldados que habían estado alimentando el fuego. Se produjeron varias explosiones más y la roca se rompió en varios fragmentos que podían moverse con facilidad o machacarse con martillos. Los vítores de alegría de los soldados llegaron hasta el cielo y, a medida que fue corriendo la noticia por la columna, el clamor aumentó hasta tal punto que parecía que las montañas gritaban de alegría.
Entusiasmados, Bostar y Safo corrieron, cada uno por su lado, a abrazar a su padre. Aníbal se unió a ellos y saludó a Malchus como a un hermano.
—Este calvario está a punto de finalizar. El camino a la Galia Cisalpina ya está abierto.
La primera visión de la capital que tuvieron los dos amigos fueron las inmensas murallas servianas, que rodeaban toda la ciudad y hacían parecer insignificantes las defensas de Capua.
—Estas murallas tienen casi doscientos años de antigüedad —explicó Quintus emocionado—. Fueron construidas después de que Roma fuera saqueada por los galos.
«Ojalá Aníbal sea el siguiente en saquearla», suplicó Hanno.
—¿Se parece a Cartago?
—¿Eh? —preguntó Hanno de vuelta a la realidad—. Casi todas sus defensas son más nuevas. —«Pero más espectaculares», pensó.
—¿Y el tamaño?
Hanno no iba a mentirle al respecto.
—Cartago es mucho mayor.
Quintus intentó no mostrar su decepción, pero no lo logró.
Una vez cruzaron las murallas, a Hanno le sorprendieron las similitudes entre Cartago y Roma. Casi todas las calles estaban sin adoquinar y muchas no tenían más de diez pasos de ancho. Después de varios meses de calor, su superficie era una serie interminable de rodaduras más duras que el hierro.
—Cuando llegue el invierno, esto será un cenagal —comentó Hanno apuntando al suelo—. Al menos eso es lo que sucede en Cartago cuando llueve mucho.
—Sí, en Capua también —afirmó Quintus, que arrugó la nariz al pasar por una callejuela que era usada como depósito de excrementos. El olor punzante de las heces y la orina cargaba el ambiente—. Menos mal que es otoño y no pleno verano —comentó—. Según he oído, el olor en verano es insoportable.
—¿Hay muchos edificios con alcantarillado?
—No.
—En Cartago pasa lo mismo en muchas partes de la ciudad —reveló Hanno, a quien, curiosamente, el olor a mierda le había despertado la añoranza.
El hecho de que los edificios tuvieran dos o tres, e incluso cuatro plantas, hacía que las calles estuvieran mal iluminadas y poco ventiladas, lo cual no ayudaba a despejar el ambiente. En comparación con los espacios abiertos y el aire fresco de la campiña italiana, Roma era como otro mundo. La mayoría de los edificios estaban formados por tiendas abiertas a pie de calle con escaleras a un lado que conducían a las plantas superiores. A Quintus le impresionó la suciedad que reinaba por doquier.
—Aquí es donde vive la mayoría de la población —explicó.
—En Cartago, casi todos los edificios se construyen con ladrillos de barro.
—Eso suena más seguro que la madera con la que se construyen las cenaculae que, además de ser un foco de enfermedades, son difíciles de calentar y fáciles de destruir.
—Entonces el fuego debe de ser un gran problema —señaló Hanno, que se imaginó lo fácil que sería quemar la ciudad si cayera en manos del ejército de Aníbal.
—Sí —dijo Quintus haciendo una mueca.
Además de obsequiarles con una amplia variedad de vistas y olores, la capital también les ofrecía una enorme gama de ruidos, desde los gritos de los tenderos que competían entre sí por vender sus mercancías hasta los chillidos de los niños jugando, pasando por la cháchara de los vecinos que cotilleaban en las esquinas, los gritos de los mendigos que pedían limosna, el ruido metálico del hierro que era golpeado sobre los yunques en las herrerías o el martilleo de los carpinteros que rebotaba como un eco contra las paredes de los altos edificios. También se distinguían a la distancia los bramidos del ganado en el Forum Boarium.
A pesar de que su destino era el puerto de Pisae, del cual había partido Publio con su ejército, los amigos no habían podido resistir la tentación de visitar Roma. Durante horas deambularon por sus calles maravillados ante lo que veían. Cuando les asaltó el hambre, compraron salchichas calientes y pan del día en unos puestos y, de postre, tomaron manzanas y ciruelas.
Obviamente, Quintus deseaba visitar el enorme templo de Júpiter, situado en lo alto de la colina Capitolina. Pasmado ante su tejado dorado y sus hileras de columnas gigantes, tan altas como diez hombres, y la fachada de terracota de colores brillantes, se detuvo ante la inmensa estatua del Júpiter barbudo, que estaba situada delante del templo y tenía vistas sobre casi toda Roma.
Hanno, resentido, se paró junto a él.
—Este templo debe de ser mucho mayor que los que tenéis en Cartago —dedujo Quintus con mirada inquisitiva.
—Hay uno tan grande como este en honor a Eshmún —respondió Hanno orgulloso.
—¿Qué dios es ese? —preguntó Quintus curioso.
—Es el dios de la fertilidad, la salud y el bienestar.
Quintus arqueó las cejas.
—¿Es la principal deidad de Cartago?
—No.
—¿Y por qué su templo es el más prominente?
Hanno, incómodo, se encogió de hombros.
—No lo sé —respondió, pero recordó que su padre le había dicho una vez que su pueblo se diferenciaba de los romanos ante todo por el hecho de que ellos eran comerciantes, y el templo de Júpiter era una prueba clara de que el pueblo de Quintus anteponía el poder y la guerra a todo lo demás.
«Debemos dar gracias a los dioses por contar con un guerrero de la talla de Aníbal Barca —pensó—. Si tuviéramos al mando a un idiota como Hostus, no tendríamos esperanza alguna.»
Quintus había llegado a su propia conclusión al respecto: ¿cómo podía una raza que daba prioridad al templo del dios de la fertilidad derrotar a Roma? Y cuando sucediera lo inevitable, ¿qué sería de Hanno?, le preguntó su conciencia a gritos, ¿dónde estaría? Quintus no deseaba responder a esas preguntas.
—Será mejor que busquemos un lugar donde pasar la noche antes de que oscurezca —sugirió.
—Buena idea —convino Hanno, agradecido por el cambio de tema.
Agesandros asintió en señal de agradecimiento y se volvió hacia Aurelia.
—Debería haber manejado mejor el asunto, y quería disculparme por ello y pedirle que hiciéramos borrón y cuenta nueva.
—¿Borrón y cuenta nueva? —le espetó—. ¡Pero si no eres más que un esclavo! ¿Acaso eso no significa nada? —A Aurelia le satisfizo ver que sus palabras le habían dolido.
—¡Basta! —exigió Atia—. Agesandros nos ha servido fielmente durante más de veinte años. Por lo menos escucha lo que tiene que decirte.
Aurelia se sonrojó. Se sentía humillada por haber sido reprendida delante de un esclavo, pero se negaba a ceder sin más a los deseos de su madre.
—¿Por qué te molestas en disculparte ahora? —masculló.
—Por una sencilla razón. Es posible que el señor y Quintus estén fuera durante mucho tiempo. ¿Quién sabe? Podrían estar fuera durante años, y quizás ustedes se impliquen más en la gestión de la finca. —Animado por Atia, que inclinó la cabeza en muestra de aprobación, Agesandros continuó—: Una buena relación de trabajo es esencial para el éxito de la finca.
—Tiene razón —afirmó Atia.
—Antes de que acepte tus disculpas, me debes primero una explicación —exigió Aurelia furiosa.
El siciliano suspiró.
—Es cierto que traté al gugga con dureza.
—¿Con dureza? ¿Cómo tienes el valor de decir eso? —gritó Aurelia—. ¡Ibas a venderle a alguien que le hubiera obligado a luchar contra su mejor amigo hasta la muerte!
—Tenía mis motivos —respondió Agesandros con expresión sombría—. Si le dijera que los cartagineses torturaron y asesinaron a toda mi familia en Sicilia, ¿cambiaría de opinión sobre mí?
Horrorizada, Aurelia lo contempló boquiabierta.
—¿Qué hicieron? —preguntó su madre.
—Yo estaba fuera, señora, luchando en el otro lado de la isla. Los cartagineses atacaron la ciudad por sorpresa y destruyeron todo lo que encontraron a su paso —explicó Agesandros antes de tragar saliva—. Mataron a todos, a hombres, mujeres y niños, y a los viejos y los enfermos, incluso a los perros.
Aurelia apenas podía respirar.
—¿Por qué?
—Como castigo —respondió el siciliano—. En el pasado habíamos sido aliados de Cartago, pero después nos convertimos en aliados de Roma, como muchos otros asentamientos. El nuestro fue el primero que atacaron, a modo de mensaje para el resto.
Aurelia sabía que en la guerra pasaban cosas terribles, que morían hombres y había heridos, a menudo a millares. ¿Pero masacrar a civiles?
—Continúa —le instó Atia con dulzura.
—Yo tenía mujer y dos hijos, una niña y un niño. —A Agesandros le flaqueó la voz por primera vez—. Eran muy pequeños, solo tenían tres y dos años.
A Aurelia le sorprendió ver lágrimas en sus ojos. Jamás hubiera pensado que el vilicus podía emocionarse tanto. Se compadeció de él.
—Les encontré unos días después. Estaban muertos. Fueron masacrados. —El rostro de Agesandros se torció de dolor—. ¿Han visto alguna vez lo que puede hacer una espada a un niño pequeño? ¿O el aspecto que tiene una mujer después de que la violen una docena de soldados?
—¡Basta! —gritó Atia disgustada—. Ya es suficiente.
Agesandros bajó la cabeza.
Aurelia estaba horrorizada. Tenía la mente llena de imágenes espantosas. No era de extrañar que el siciliano hubiera tratado a Hanno como lo hizo.
—Acaba tu historia —ordenó Atia—. Rápido.
Agesandros obedeció.
—Después de eso, yo ya no quería seguir viviendo, pero los dioses no me concedieron el deseo de morir en batalla. En lugar de ello, fui tomado prisionero y vendido como esclavo. Me trajeron a Italia, donde el señor me compró —dijo encogiéndose de hombros—. Y desde entonces estoy aquí. Ese par de guggas fueron los primeros que había visto en dos décadas.
—Hanno es inocente de cualquier crimen contra tu familia —murmuró Aurelia—. ¡Él no había nacido todavía en la guerra de Sicilia!
—Deja que me ocupe de esto —la interrumpió su madre—. ¿Buscabas venganza la primera vez que atacaste al cartaginés?
—Sí, señora.
—Lo comprendo. Ello no te disculpa, pero explica tu modo de actuar. —La expresión de Atia se endureció—. ¿Y mentiste cuando dijiste que habías encontrado un cuchillo y un monedero entre las pertenencias del esclavo?
—¡No, señora! ¡Pongo a los dioses por testigos de que dije la verdad! —contestó el siciliano con vehemencia.
«Mentiroso», pensó Aurelia furiosa, pero no se atrevió a decir nada. Su madre estaba asintiendo en señal de aprobación. Al cabo de un momento, sus temores se hicieron realidad.
—Agesandros tiene razón —declaró Atia—. Las cosas ya van a ser lo bastante duras los próximos meses. Hagamos borrón y cuenta nueva.
Atia miró a su hija expectante, al igual que Agesandros.
—Muy bien —murmuró Aurelia, sintiéndose más aislada que nunca.