LOS ALPES
Encogiéndose de hombros ante el frío matutino, Bostar salió de su tienda y contempló maravillado las enormes montañas que se erigían ante él. La cordillera se extendía de norte a sur sobre la fértil llanura y ocupaba todo el horizonte este. Una densa red de pinos cubría las laderas más bajas y ocultaba las potenciales rutas de ascenso. El cielo estaba despejado, pero los afilados picos permanecían ocultos bajo un manto de nubes grises. A pesar de ello, era una vista magnífica.
—Son hermosas, ¿verdad?
Bostar se sobresaltó. Casi todos los soldados dormían, pero era normal que su padre estuviera levantado a esas horas.
—Son increíbles, sí.
—Y tenemos que cruzarlas —dijo Malchus con una mueca—. Ahora el paso del Rhodanus no te parece nada comparado con esto, ¿verdad?
Bostar soltó una carcajada forzada. Si alguien le hubiera dicho esto hace unas semanas, no se lo hubiera creído, pero a la vista de las empinadas laderas, supo que su padre bien podía tener razón. Esperar que más de cincuenta mil hombres, millares de animales cargados y treinta y siete elefantes escalaran al reino de los dioses y los demonios era una genialidad, o una locura. Bostar se sintió desleal por este último pensamiento y miró a su alrededor. Se sorprendió al ver que Safo se acercaba. Después de la batalla del Rhodanus, habían resuelto más o menos sus diferencias, sobre todo de cara a su padre, pero los hermanos seguían evitándose al máximo.
—Safo. —Bostar forzó una sonrisa, pero no pudo evitar sentirse dolido cuando su hermano le dirigió un saludo militar.
—¿Era necesario? —preguntó Malchus secamente.
—Lo siento —respondió Safo con brusquedad—, estoy medio dormido.
—Ya. Esta no suele ser tu mejor hora, sino más bien al mediodía ¿verdad? —intervino Bostar mordaz.
—¡Basta ya! —ordenó Malchus antes de que Safo tuviera tiempo de replicar—. ¿Por qué no podéis comportaros de una manera civilizada? Aquí hay mucho más en juego que vuestra estúpida rencilla.
Como siempre, el exabrupto de su padre consiguió silenciar a los hermanos y, en contra de lo habitual, fue Safo quien reanudó la conversación.
—¿De qué estabais hablando? —preguntó.
Bostar se sintió obligado a contestar.
—De eso —dijo señalando hacia las montañas.
La expresión de Safo se tornó agria.
—La mala fortuna nos espera allá arriba. Perderemos a muchísimos hombres, lo sé —dijo haciendo la señal de protección contra el diablo.
—Pero hemos tenido mucha suerte desde el Rhodanus —protestó Bostar—. Los romanos no nos persiguieron y los cavares nos han agasajado con comida, calzado y ropa caliente y, desde que estamos en su territorio, sus guerreros han mantenido a los alóbroges a raya. ¿Quién dice que los dioses no seguirán sonriéndonos?
—El año está a punto de acabar y el invierno llegará pronto. Se trata de una misión sobrehumana. —«Imposible, de hecho», pensó Safo con amargura. «Será el infierno.»
A Safo nunca le habían gustado las alturas y la perspectiva de escalar los Alpes, especialmente a finales del otoño, le infundía pavor, pero no pensaba admitir su miedo, ni tampoco el resentimiento que sentía hacia Aníbal por haber elegido una ruta tan difícil y por favorecer a Bostar en lugar de a él. Dirigió la mirada hacia el sur.
—Deberíamos haber avanzado por la costa gala.
—Entonces tendríamos que haber luchado contra las tropas a las que se enfrentó nuestra caballería en el Rhodanus, y eso era algo que Aníbal deseaba evitar a toda costa.
A pesar del convencimiento que exhibía, Bostar estaba desanimado. Ahora que los hospitalarios cavares regresaban a su hogar y no les quedaba otra alternativa que la escalada, no se engañaba sobre la envergadura de la misión. Bostar agradeció que su padre interrumpiera la conversación.
—No os quiero oír hablar más así, no es bueno para la moral —gruñó Malchus que, pese a estar preocupado también, no lo reconocería jamás.
—Debemos confiar en Aníbal igual que él confía en nosotros. Ayer parecía estar muy animado, ¿no? —preguntó con la mirada fija en sus hijos.
—Sí, padre —admitió Safo.
—No tenía por qué pasearse por el campamento compartiendo la comida de los soldados y escuchando las historias de sus miserables vidas —insistió Malchus—. Ni tampoco tenía por qué dormir a su lado, tapado solo por su capa. Eso no es bueno para la salud. Aníbal hace estas cosas porque quiere a sus soldados como si fueran sus hijos. Lo mínimo que podemos hacer por él es devolverle su amor con la máxima lealtad.
—Lo sé —masculló Safo—. Ya sabes que mi lealtad está fuera de toda duda.
—Y la mía —añadió Bostar con fervor.
Malchus suavizó la expresión ceñuda.
—Me alegra oírlo. Ya sé que las próximas semanas van a ser muy duras, pero los oficiales como nosotros debemos dar ejemplo y ayudar a los hombres cuando flaqueen. No debemos mostrar debilidad alguna, sino una voluntad de hierro para llegar hasta la cima, sea cual sea el paso que elija Aníbal. No olvidéis que, desde allí, podremos abalanzarnos sobre la Galia Cisalpina y caer sobre Italia como lobos hambrientos.
Por fin los hermanos intercambiaron una mirada complacida, aunque solo duró unos segundos.
Malchus ya se había alejado varios pasos.
—Venid, Aníbal quiere que todo el mundo vea el sacrificio.
Los hermanos le siguieron.
El verde prado en el que habían acampado los cartagineses proporcionaba un merecido respiro a los hombres y a los animales antes de la dura aventura que les aguardaba. Además, era un buen lugar para que Aníbal se dirigiera a sus tropas, como hiciera en Cartago Nova antes de partir. A pesar de que sus efectivos actuales eran considerablemente inferiores a los de entonces, seguían siendo demasiados soldados como para que todos pudieran presenciar la ofrenda que iba a realizar su general a los dioses, por lo que se había ordenado a los comandantes de cada unidad que llevaran a la ceremonia a una veintena de sus hombres.
Pasaron junto a los apestosos honderos baleáricos, vestidos con pieles de animales; los númidas de tez oscura que lucían bucles grasientos en el cabello, y los fornidos scutarii y caetrati, que con sus tradicionales cascos con flecos y túnicas con franjas rojas, estaban de pie con los brazos cruzados. A su lado se encontraba Alete con veinte de sus lanceros libios, y varios grupos de galos con el torso descubierto y adornos de oro en el cuello y los brazos contemplaban a los asistentes con desdén.
Ante los soldados se erigía una robusta plataforma de madera sobre la que se había improvisado un altar de piedras, delante del cual había una cincuentena de guardaespaldas de Aníbal. Una rampa conducía al altar, junto al que había atado un gran toro negro que bramaba nervioso. Seis sacerdotes esperaban al lado del animal. Malchus se detuvo a una docena de pasos de los adivinos. Bostar sintió un escalofrío: estos hombres tenían en sus huesudas manos el poder de levantar o hundir la moral del ejército. Observó la misma preocupación que él sentía en las caras de los soldados. Apenas nadie hablaba y el ambiente era tenso. Bostar miró a Safo, cuya expresión era como leer un libro abierto. Su hermano se sentía igual, o peor. Bostar suspiró. A pesar de la alegría de los últimos días, la inmensidad de las montañas había mermado los ánimos. Solo una persona podía alentarles: Aníbal.
Poco después el general en persona subió la rampa corriendo como si fuera el último trecho de una carrera. Fue aclamado con vítores entusiastas. Su casco y coraza de bronce habían sido pulidos hasta que brillaron como una estrella rutilante. En la mano derecha llevaba su espada falcata, que resplandecía peligrosamente, y en la izquierda, un magnífico escudo con la imagen de un león rugiendo. Sin mediar palabra, Aníbal se acercó al extremo de la plataforma, alzó el brazo para que todos le vieran la espada y dejó que las tropas se centraran en ella antes de señalar a sus espaldas.
—Después de tanto tiempo, por fin están aquí: ¡los Alpes! —exclamó Aníbal—. Nos encontramos a las puertas del enemigo, listos para el ascenso. Sin embargo, veo preocupación en vuestros rostros, miedo e incluso cansancio. —Los ojos del general fueron de soldado en soldado, pero ninguno se atrevió a sostenerle la mirada—. Después de la brutal campaña de Iberia y de cruzar el Rhodanus, ¿qué son los Alpes? —inquirió—. ¿Acaso son algo más que unas montañas muy altas? —Aníbal hizo una pausa y miró inquisitivo a su alrededor mientras sus palabras eran traducidas—. ¿Qué me decís?
Bostar estaba preocupado. Por muy ciertas que fueran las palabras de Aníbal, pocos parecían estar convencidos.
—¡No, señor! —respondió Malchus en voz bien alta—. ¡No son más que un montón de roca y hielo!
Aníbal hizo una mueca de satisfacción.
—¡Así es! Pueden ser escaladas por aquellos que tengan la fuerza y la voluntad para ello. Además, no seremos los primeros en acometerlas. Los galos que conquistaron Roma las cruzaron por este mismo paso, ¿no es cierto?
Hubo otra pausa mientras los intérpretes hacían su trabajo. Finalmente, se oyó un murmullo de asentimiento.
—Y, sin embargo, ¿habéis perdido la esperanza de llegar a Roma? ¡Pues permitidme que os diga que los galos cruzaron estas montañas con mujeres y niños! ¿No podemos hacer lo mismo nosotros, que somos soldados y solo cargamos con nuestras armas? —Aníbal levantó de nuevo la espada, esta vez con un gesto amenazador—. ¡Confesad que sois menos valerosos que los romanos, a quienes hemos vencido en numerosas ocasiones en el pasado, o atreveos a marchar conmigo hasta las llanuras que se extienden entre el río Tíber y Roma! ¡Allí encontraréis mayores riquezas de las que podáis imaginar! ¡Habrá botín, esclavos y gloria para todos!
Malchus esperó a que las palabras del general fueran traducidas al galo, íbero y numidio y, cuando oyó el murmullo de aprobación que recorría las tropas, alzó el puño y gritó:
—¡Aníbal! ¡Aníbal!
Bostar le imitó rápidamente, pero se dio cuenta de que Safo tardaba en hacer lo propio.
Avergonzados por las palabras de su general, los soldados vociferaron su aprobación. Los galos corearon su adhesión con sus voces profundas, los libios cantaron y los númidas ulularon con sonidos agudos. La cacofonía de sus voces llenó el ambiente, rebotó contra las imponentes paredes de roca y ascendió hasta el cielo. El toro, espantado, tiró en vano de la cuerda que le sujetaba la cabeza, pero nadie le prestó atención, pues todas las miradas estaban puestas en Aníbal.
—¡Anoche tuve un sueño! —gritó.
El clamor acalló de inmediato y fue sustituido por un silencio expectante.
—Me encontraba en tierra extranjera, en un lugar lleno de granjas y grandes pueblos. Deambulé durante muchas horas, perdido y sin amigos, hasta que se me apareció un fantasma. —Aníbal asintió mientras se transmitían sus palabras y los supersticiosos soldados intercambiaban miradas nerviosas—. Era un hombre joven y apuesto que vestía una sencilla túnica griega y emanaba un aura etérea. Cuando le pregunté quién era, se rio y se ofreció a guiarme, con la condición de que no mirara atrás. Titubeé, pero acepté su propuesta.
Aníbal tenía a todos en vilo, incluso a los sacerdotes. Los soldados hacían señales de protección contra el diablo y frotaban sus amuletos de la suerte. A Bostar le latía el corazón con fuerza.
—Caminamos a lo largo de un kilómetro y medio y, de pronto, se oyó un ruido estruendoso detrás de nosotros —prosiguió Aníbal—. Intenté no girarme para ver qué era, pero el sonido era cada vez más fuerte y no pude evitarlo. Me di la vuelta y quedé aterrorizado ante lo que vieron mis ojos. Una serpiente enorme nos seguía e iba aplastando cada árbol y arbusto que encontraba a su paso. Unas nubes negras cubrían el cielo y caían relámpagos. Me quedé paralizado por el miedo —explicó Aníbal antes de hacer una pausa.
—¿Y qué pasó después, señor? —preguntó uno de los libios de Alete—. ¡Continuad!
La muchedumbre se hizo eco de sus palabras. También Bostar le instó a continuar. Visiones como esta —porque seguro que esto era lo que había tenido Aníbal— podían marcar el futuro de un hombre, para bien o para mal, y Bostar temía que el sueño de Aníbal fuera lo segundo.
Safo era incapaz de disipar la inquietud que sentía.
—Se lo está inventando para que le sigamos por esas malditas montañas —protestó.
Bostar lo miró incrédulo.
—Él jamás haría tal cosa.
Los celos de Safo hacia su hermano aumentaron.
—¿Ah, no? ¿Con todo lo que está en juego?
—¡Déjalo ya! ¡Enfurecerás a los dioses! —exclamó Bostar.
Asustado ante sus propias palabras, Safo miró hacia otro lado.
—Callad —susurró Malchus—, todavía hay más.
—El joven me tiró del brazo y me dijo que no tuviera miedo —prosiguió Aníbal—. Le pregunté por el significado de la serpiente y me lo dijo. ¿Queréis saber lo que me respondió?
Una breve pausa.
—¡SÍ! —gritaron los soldados con más fuerza que nunca.
—¡Es la devastación que sufrirá Roma en manos de mi ejército! —exclamó Aníbal triunfante—. ¡Los dioses están de nuestro lado!
—¡Hurra! —Bostar se emocionó tanto que tomó por los hombros a Safo y le dio un abrazo. Su hermano se puso tenso al principio, pero al final le devolvió el gesto con rigidez. El entusiasmo colectivo era contagioso. Incluso Malchus había cambiado su sempiterna expresión solemne por una amplia sonrisa.
—¡A-NÍ-BAL! ¡A-NÍ-BAL! ¡A-NÍ-BAL! —corearon los soldados exultantes.
Mientras las tropas chillaban extasiadas, Aníbal hizo un gesto a los sacerdotes. Con la ayuda de una docena de scutarii, arrastraron al toro, que no dejaba de bramar, por la rampa hasta delante del altar. Aníbal se puso a su lado. De pronto cesaron los aplausos y volvieron las miradas de preocupación. El éxito no estaba garantizado todavía. El sacrificio también debía dar buenos presagios. Bostar se dio cuenta de que apretaba los puños de los nervios.
—¡Oh, gran Melcart, acepta el sacrificio de este magnífico animal como muestra de nuestra fe! —entonó el alto sacerdote, un hombre mayor de barba gris y mejillas carnosas. Sus compañeros repitieron sus palabras. El sacerdote se cubrió la cabeza con la capucha y tomó una daga larga. El toro tenía la cabeza estirada hacia delante. Sin más dilación, el sacerdote extendió el brazo, echó la cabeza del toro hacia atrás y le cortó el cuello con gran fuerza. La sangre salió a borbotones de la herida y le mojó los pies. El animal se desplomó sobre la plataforma sacudiendo las patas y los scutarii fueron apartados. Rápidamente, el hombre mayor se arrodilló entre las patas delanteras y traseras del toro y, con trazos seguros, cortó la piel y los músculos abdominales hasta que los largos intestinos humeantes quedaron a la vista. El sacerdote apenas les echó un vistazo y, con la daga todavía en la mano, introdujo ambos brazos en la cavidad abdominal.
—Por ahora no ha visto nada malo; eso es bueno —susurró Bostar.
«Seguramente esté todo amañado», pensó Safo amargamente, pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
Al cabo de un momento, el hombre mayor se acercó a Aníbal. Tenía los brazos cubiertos de sangre hasta los hombros y la parte delantera de la túnica manchada de rojo. Sostenía un bulto brillante de color púrpura en las manos.
—El hígado del animal, señor —le dijo con seriedad.
—¿Y qué dice? —preguntó Aníbal con voz ligeramente temblorosa.
—Ahora lo veremos —respondió el sacerdote estudiando el órgano.
—¡Te lo dije! —Bostar dio un codazo a Safo—. Hasta Aníbal se siente inquieto.
Safo observó a Aníbal, que tenía la cara contraída por la preocupación. Si su general estaba fingiendo, era muy buen actor. De pronto, sintió un nudo en la garganta: ¿cómo había podido cuestionar el sueño de Aníbal? No había mejor manera de despertar la ira de los dioses que diciendo lo que había dicho. Sin embargo, Bostar era incapaz de meter la pata. Safo sintió que le invadía un gran rencor.
—Está muy claro —declaró el sacerdote en voz alta.
Todos los presentes estiraron el cuello para oír mejor.
—El paso por las montañas será difícil, pero no imposible. El ejército descenderá sobre la Galia Cisalpina en compañía de muchos aliados. Las legiones que vengan a nuestro encuentro serán sacudidas como los árboles en una tormenta de invierno. ¡Nos aguarda la victoria!
—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Victoria! —corearon los soldados.
Aníbal levantó las manos para pedir silencio y dio un paso adelante.
—Ya os he explicado mi sueño y habéis oído los augurios. Ahora, ¿me seguiréis por los Alpes?
Las tropas dieron un paso adelante vociferando su aceptación.
Entre ellos se encontraban Malchus y Bostar, ambos exultantes. Safo les siguió, tratando de convencerse a sí mismo de que todo iría bien, pero el miedo y malestar que sentía en su interior le indicaba todo lo contrario.
Al cabo de cuatro días, Safo comenzó a preguntarse si sus dudas no habían sido infundadas. Aunque los alóbroges habían opuesto cierta resistencia, Aníbal los había aplastado sin miramientos. La vida en las montañas seguía la misma rutina que habían tenido durante meses: se despertaban al alba, levantaban el campamento, tomaban un desayuno frío, reunían a los hombres, tomaban posiciones a la cabeza de la enorme columna y seguían la marcha hacia el este. Safo se sentía inmensamente orgulloso de que Aníbal hubiera elegido a su unidad para liderar al ejército. «Que se fastidie Bostar», pensó. La falange de su hermano marchaba detrás de la suya, mientras que Malchus y sus soldados estaban en la retaguardia, a más de dieciséis kilómetros de distancia por el pedregoso camino.
Safo tenía una gran responsabilidad, pues debía detectar cualquier peligro potencial para las tropas. Por enésima vez esa mañana, elevó la vista hacia las altas montañas que rodeaban el valle en el que se hallaban. Nada. Intimidados por el ataque a su campamento y la incautación de sus provisiones, los alóbroges se habían desvanecido entre las rocas.
—No me sorprende, malditos cobardes —dijo Safo. Escupió con desdén.
—¡Señor! —gritó uno de los guías, un guerrero de la tribu de los insubres—. ¡Mire!
Safo distinguió, para su gran sorpresa, la silueta de varios hombres a lo lejos. ¿De dónde demonios habían salido? Levantó el brazo.
—¡Alto!
La orden empezó a transmitirse de fila en fila. Safo apretó la mandíbula nervioso. Había detenido la marcha de todo el ejército, pero no podía hacer otra cosa. Cualquier persona que se encontraran en el camino era su enemigo hasta que se demostrara lo contrario.
—¿Cree que debemos acudir a su encuentro, señor? —preguntó un oficial.
—Ni en broma. Podría ser una trampa —respondió Safo—. Dejemos que se acerquen ellos.
—¿Y si no lo hacen, señor?
—Lo harán. ¿Por qué crees si no que estas ratas han salido de sus agujeros?
Safo estaba en lo cierto. Los desconocidos se aproximaron a la columna. Eran unos veinte soldados de aspecto típicamente galo: de complexión fuerte, con cabello largo y bigote. Algunos vestían túnicas, pero muchos iban con el torso descubierto bajo las capas de lana. Los pantalones anchos eran omnipresentes y algunos llevaban casco, pero solo un puñado cota de malla. Todos iban armados con unos grandes escudos ovalados y espadas o lanzas. Curiosamente, los hombres que iban al frente llevaban ramas de sauce.
—¿Vendrán estos perros en son de paz? —preguntó Safo.
—Sí, señor, creo que son voconcios —respondió el guía—. Enemigos de los alóbroges —añadió al ver la expresión perpleja de Safo.
—¡Qué sorpresa! —se burló Safo—. Los galos no os lleváis nada bien entre vosotros, ¿verdad?
El guía sonrió divertido.
—No demasiado, señor. Siempre tenemos algo por lo que pelearnos.
—Seguro que sí —dijo Safo irónico mirando a ambos lados—. Fila delantera, ¡alzad los escudos! Primera y segunda fila, ¡preparad las lanzas!
Se oyó el sonido de las lanzas de madera chocando entre sí mientras los lanceros obedecían la orden. Al cabo de un momento, la falange era una sólida pared de escudos superpuestos, por encima de cuyos bordes sobresalían los extremos de las lanzas como un bosque de erizos de mar.
Alarmados, los guerreros se detuvieron.
Safo esbozó una media sonrisa.
—Diles que si vienen en son de paz, no tienen nada que temer.
—Sí, señor. —El guía soltó unas palabras en galo.
Hubo una breve pausa y los voconcios continuaron caminando. Cuando estuvieron a unos veinte pasos, Safo levantó la mano.
—Ya están lo bastante cerca.
El líder tradujo sus palabras y los galos se detuvieron obedientemente.
—Pregúntales qué quieren —ordenó Safo con la atención puesta en el hombre que respondía a las preguntas del guía. Una fina cota de malla cubría el amplio torso de este guerrero de mediana edad, y tres collares de oro delataban su riqueza y posición, pero Safo desconfiaba de su mirada estrábica y lasciva.
—Han oído hablar de la envergadura de nuestro ejército y de nuestras victorias contra los alóbroges, señor, y desean ofrecernos su amistad —explicó el guía—. Desean guiarnos por su territorio, a través de un paso más fácil por los Alpes.
—¡Qué amables! —contestó Safo mordaz—. ¿Y por qué, en nombre de Melcart, deberíamos creerles?
El guerrero estrábico esbozó una leve sonrisa mientras el guía traducía sus palabras. Acto seguido, hizo un gesto con la mano y varias vaquillas bien alimentadas aparecieron a la vista.
—Al parecer, tienen cien vaquillas como estas para nosotros, señor.
Safo disimuló su alegría al ver tanta carne fresca, que sería más que bienvenida.
—No nos servirán de mucho si los voconcios nos las roban después. Aníbal necesita una garantía mejor que esta. ¿Cómo pueden asegurarnos estos rufianes que el paso por la montaña será seguro?
Acto seguido, la mitad de los galos dieron un paso adelante. Entre ellos destacaba un joven guerrero de cara ancha, coletas rubias y refinadas armas que parecía visiblemente contrariado. El jefe de la delegación ofreció la explicación pertinente.
—Al parecer, este joven es el hijo pequeño del jefe de la tribu, señor, y el resto son guerreros de alto rango —tradujo el guía—. Serán nuestros rehenes.
—Esto ya me gusta más —comentó Safo volviéndose hacia el oficial de su falange que tenía más próximo—. Ve a buscar al general y explícale lo sucedido. Creo que querrá oír en persona lo que tienen que ofrecernos.
El oficial se apresuró a cumplir la orden. Mientras tanto, Safo continuó escudriñando las alturas. El hecho de que los galos fueran desarmados no le consolaba. De hecho, su instinto le decía que los voconcios eran tan fiables como un nido de víboras.
Aníbal no tardó en aparecer. Si el general no marchaba cerca de la cabeza de las tropas, se encontraba en la retaguardia, pero hoy era el primer caso. A Safo le halagó que no le acompañara ninguno de sus oficiales superiores.
—¡Señor! —saludó Safo.
—Safo. —Aníbal se puso a su lado—. Así que esta es la delegación de los voconcios, ¿no?
—Sí, señor —respondió Safo—. Ese cabrón de expresión furtiva es el líder.
—Dime lo que te han contado —le ordenó Aníbal mientras observaba a los guerreros.
Safo le puso al día y Aníbal se frotó la barbilla.
—Cien vaquillas y diez rehenes, además de los guías que se quedarán con nosotros. No es una mala oferta, ¿no?
—No, señor.
—Sin embargo no pareces contento —comentó Aníbal astuto—. ¿Por qué?
—¿Qué les impide volver a robarnos el ganado después, señor? —respondió Safo—. ¿Y quién nos dice que los rehenes no son unos campesinos a los que el jefe de los voconcios ni siquiera echará de menos si son ejecutados?
—¿Crees que debo rechazar su oferta?
A Safo le dio un vuelco el corazón. Si daba una respuesta incorrecta, seguramente Aníbal no le pediría que volviera a liderar el ejército, pero si su respuesta era correcta, sería tenido en mejor estima por el general. Safo deseaba desesperadamente que aquello pasara.
—No tiene sentido, señor.
—¿Por qué no? —inquirió Aníbal.
Safo miró al general a los ojos.
—Porque si lo hiciera, tendríamos que abrirnos camino a la fuerza a través de su territorio, señor. Sin embargo, si les seguimos el juego, podremos anticipar cualquier posible ataque y continuar la marcha sin problemas. Si al final resulta que son de fiar, mucho mejor. Y, si no, al menos lo habremos intentado.
Aníbal no respondió en el acto y Safo empezó a temer haber dicho algo incorrecto. Cuando estaba a punto de retractarse, el general habló.
—Me gusta tu manera de pensar, Safo, hijo de Malchus. Es más fácil evitar pisar una serpiente a la que estás vigilando que encontrar una entre mil piedras. No obstante, sería insensato no tomar las medidas necesarias para evitar un desastre. Las provisiones y la caballería deben estar justo detrás de la cabeza del ejército, ya que son los que pueden quedar cortados más fácilmente.
«Y eso no puede suceder si están en las primeras filas», pensó Safo.
—Sí, señor —respondió, intentando disimular la decepción que sentía por el hecho de que Aníbal fuera a tomar el liderazgo. Por lo menos había podido liderar el ejército durante unos días.
Sin embargo, Aníbal le dio una grata sorpresa.
—Seguiremos necesitando a la infantería en cabeza. Por ahora has hecho un trabajo excelente, así que me gustaría que continuaras en tu puesto.
Safo sonrió.
—¡Gracias, señor!
—También quiero que te ocupes de los rehenes. A la menor señal de traición, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Los torturaré y crucificaré a la vista de todos sus compatriotas, señor.
—Perfecto. Haz lo que creas conveniente —dijo Aníbal dándole una palmada en el brazo—. Enviaré a la caballería contigo de inmediato. Reinicia la marcha en cuanto lleguen.
—¿Y qué hacemos con las mulas, señor?
—Será muy difícil traerlas hasta aquí en estos momentos. Mantendremos los dedos cruzados durante el día de hoy y lo haremos mañana.
—Sí, señor. Gracias, señor. —Encantado, Safo observó a su general mientras se alejaba. El paso por las montañas estaba resultando mucho más gratificante de lo que había imaginado.
Durante dos días, los voconcios guiaron a Safo por sus tierras. La caballería y la caravana de las provisiones les siguieron lentamente y, detrás de ellos, el resto del ejército. A pesar de que no habían sufrido ningún ataque, Safo seguía desconfiando de los galos. Y su desconfianza aumentó la mañana del tercer día, cuando tomaron un camino por un valle mucho más angosto que el anterior, donde apenas había espacio suficiente para los pinos que crecían por doquier en las laderas empinadas. Safo detuvo a los soldados y llamó al guerrero estrábico.
—¿Por qué no hemos seguido por el otro camino? —preguntó Safo señalando el sendero de la derecha que continuaba a lo lejos—. Es más ancho y el terreno es más llano.
El guía tradujo sus palabras.
El guerrero galo comenzó a dar una larga explicación mientras señalaba y gesticulaba sin cesar.
—Al parecer, ese camino acaba en un barranco a unos ocho kilómetros de aquí, señor. Si seguimos por allí, al final tendremos que dar media vuelta y tomar este camino. Sin embargo, este sendero estrecho va ascendiendo gradualmente hasta finalizar en el paso más bajo de la zona.
Safo lanzó una mirada de odio al guerrero, que simplemente se encogió de hombros mientras le miraba con uno de sus ojos y, con el otro, contemplaba el cielo. A Safo le ponía muy nervioso su mirada, que además no le permitía dilucidar si mentía. Al final, Safo tomó la decisión por sí solo, puesto que enviar a un mensajero para consultarlo con Aníbal, que estaba en la retaguardia, implicaría un retraso de unas tres horas o más.
—De acuerdo —aceptó a regañadientes—. Haremos lo que él propone, pero dile que si nos engaña, será el primero en morir. A Safo le complació ver que el galo tragaba nervioso mientras le traducían su amenaza, si bien es cierto que después les guio con aire confiado por el camino, lo cual alivió ligeramente las sospechas de Safo.
Sin embargo, pronto volvió a sentirse inquieto, y no por el terreno pedregoso e irregular, que tampoco difería tanto del de otros caminos que habían recorrido por los Alpes. Lo que le angustiaban eran las enormes paredes de roca que les constreñían a ambos lados, unas paredes interminables que jamás se ensanchaban y que le provocaban una profunda sensación de claustrofobia. Desconocía la altura de las montañas, pero eran lo bastante elevadas para reducir considerablemente la luz sobre el valle. Safo no era el único al que le desagradaba la situación: sus hombres susurraban inquietos y las mulas se mostraban nerviosas; además, muchos de los jinetes tuvieron que descabalgar para obligar a los caballos a seguir adelante.
Safo apretó la mandíbula. Había sido él quien había elegido este camino para el ejército y, con una columna de dieciséis kilómetros a sus espaldas, no podía dar marcha atrás. No tenían más remedio que continuar pero, por si acaso, preparó la espada para desenvainarla rápido y permaneció cerca del guerrero estrábico. Si sucedía cualquier cosa, cumpliría su amenaza.
Afortunadamente, fueron avanzando a lo largo de toda la mañana de forma lenta, pero segura. Los ánimos de los hombres mejoraron e incluso los animales parecieron acostumbrarse a las limitaciones del espacio. De todos modos, Safo permaneció alerta, siempre atento a las alturas en busca de movimiento, sin pensar en el dolor de nuca que le producía mirar hacia arriba constantemente.
Lo que le llamó la atención no fue ningún movimiento, sino un sonido, pues pasó de oír los sonidos de siempre que le rodeaban desde que partieron de Cartago Nova, tales como los soldados hablando entre sí, la ocasional risa o maldición, los oficiales vociferando órdenes, el crujido de la piel y el tintineo de los arneses, la tos profunda de quienes sufrían problemas respiratorios, el sonido de los hombres escupiendo, los rebuznos de las mulas y los relinchos de los caballos, a oír un sonido estridente que le hizo estremecerse de forma instintiva. Era el sonido de una roca rascando a otra roca. Safo se temió lo peor y miró hacia arriba.
Al principio no vio nada, pero pronto vislumbró el borde irregular de una roca en el barranco. Aterrado, Safo se llevó la mano a la boca y gritó:
—¡Nos están atacando! ¡Alzad los escudos! ¡Alzad los escudos! —gritó mientras buscaba desesperadamente al guerrero estrábico.
Mientras el aire se llenaba de gritos de pánico, Safo descubrió que el galo se había abierto paso hasta sus compañeros, a los que instaba a seguirle.
—¡Maldito traidor bastardo! —le increpó Safo desenvainando la espada, pero era demasiado tarde.
Enfurecido, vio desaparecer a los voconcios en el interior de la grieta de una roca que se encontraba a una veintena de pasos de donde estaba él. Safo los maldijo con todo su ser, pero debía quedarse donde estaba y hacer lo que pudiera por sus hombres; eso si no moría antes en el intento. Una cosa sí tenía clara: si alguno de los rehenes sobrevivía, moriría en cuanto lo viera.
De pronto se oyó un ruido espantoso y Safo volvió a dirigir la vista a lo alto del barranco. Era un ruido aterrador, amplificado miles de veces por las estrechas paredes del valle. Asustado, vio al enemigo empujar varias rocas del tamaño de un caballo ladera abajo. Las rocas retumbaban mientras rodaban a una velocidad vertiginosa por las empinadas paredes. Sintió una mezcla de alivio y horror al percatarse de que ninguna le caería encima. Los soldados que se encontraban en la trayectoria de las rocas comenzaron a chillar desesperados, pero no pudo hacer nada, sino contemplar cómo la muerte rodaba inexorable hacia ellos. Sus alaridos reflejaban su pavor e impotencia. Horrorizado, Safo era incapaz de apartar los ojos de las rocas que iban cayendo en picado. Cuando por fin alcanzaron a sus víctimas con un golpe ensordecedor y las acallaron para siempre, Safo notó la bilis en la boca.
El suplicio todavía no había llegado a su fin. En otro punto del barranco, justo encima de la caballería y la caravana de las provisiones, Safo vislumbró más rocas que eran empujadas ladera abajo y gimió. Tampoco podía hacer nada por esos hombres y animales. Respiró hondo. Lo mejor que podía hacer era ocuparse de los heridos, al menos a ellos todavía podía prestarles ayuda.
Los gritos de guerra del enemigo llegaron a sus oídos antes de que pudiera hacer nada. Para su gran ira, varias hileras de voconcios salieron de la grieta en la que se habían desvanecido sus guías, así como de una grieta contigua. Safo sintió que la rabia se apoderaba de él. Reconoció entre ellos al hombre estrábico y al resto de los guías. Levantó la lanza y gritó con furia:
—¡Ojos al frente! ¡Ataque enemigo!
Sus soldados respondieron con prontitud.
—¡Levantad los escudos! ¡Preparad las lanzas!
Por los gritos que oía a su espalda, dedujo que la columna también estaba siendo atacada en otros puntos.
—¡Cinco filas atrás! ¡Dad la vuelta! —chilló—. ¡Avanzad hacia el enemigo! ¡Atacadles a discreción!
A continuación, Safo se dio media vuelta para enfrentarse a los voconcios, que se acercaban rápidos con las armas alzadas. Safo apuntó con su lanza al guerrero estrábico.
—¡Eres hombre muerto, apestoso hijo de puta!
Recibió un gruñido por respuesta y, para su gran desesperación, no consiguió acercarse a él. La estructura rígida de la falange no le permitía moverse de su posición, y el guerrero se acercaba a sus filas desde otro lado. Safo tuvo que olvidarse de él en el momento en que la espada de un galo de poblada barba roja se le acercó de cara. En lugar de protegerse bajo el escudo y arriesgarse a perder de vista al enemigo, Safo movió la cabeza a un lado y la hoja de la espada le pasó junto a la oreja izquierda. Safo se inclinó hacia delante con la lanza y sintió que se deslizaba entre dos costillas y se hundía en el pecho desprotegido de su oponente. Dado que no tenía ninguna posibilidad de recuperar la lanza del cuerpo moribundo, Safo desenvainó la espada. El guerrero se desplomó al suelo con una expresión de incredulidad y fue sustituido por otro de inmediato.
Su segundo atacante era un hombre que parecía un toro, con el cuello grueso y unos brazos enormes y tremendamente musculados. Para su gran sorpresa, la punta triangular de su lanza le atravesó la superficie de bronce y piel del escudo y le golpeó la coraza. Safo se dobló ante la oleada de dolor que se apoderó de su vientre, retrocedió varios pasos y soltó la espada. Por suerte, el soldado que estaba detrás de él pudo inclinarse hacia delante y evitar que cayera. Atascada en el escudo de Safo, el arma del galo era inservible, pero en un abrir y cerrar de ojos sacó una daga y se le abalanzó al cuello. Desesperado, Safo echó la cabeza hacia atrás mientras el enemigo le atacaba sin cesar. Era muy consciente de que en cualquier momento la afilada hoja de la daga podía cortarle el cuello.
Sintió un gran alivio cuando una lanza entró por un lado del cuello del guerrero y salió por el otro con la punta teñida de color escarlata. De la boca del voconcio surgió un terrible sonido entrecortado y un borbotón de sangre roja le salpicó el escudo y los pies. La lanza fue retirada y el guerrero cayó sobre el primer oponente de Safo.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Safo.
Jamás había visto la muerte tan cerca. Safo se volvió hacia su salvador.
—¡Gracias!
—¡De nada! ¿Está usted bien, capitán? —Le sonrió el lancero, un joven con los dientes separados.
Safo tocó la gran abolladura en el borde inferior de la coraza y palpó la zona con un gesto de dolor. Cuando retiró la mano, se alegró de ver que no había sangre.
—Eso parece —respondió aliviado.
Safo se agachó para recoger la espada y, al volver la vista hacia la lucha, le satisfizo ver que la sólida pared de escudos de su falange había repelido el ataque de los voconcios. No le sorprendió. A pesar de la pérdida de algunos de sus hombres, se necesitaba mucho más que el ataque desorganizado de unos nativos para acabar con ellos. Había llegado el momento de lanzar un contrataque, pensó Safo, pero perdió la razón cuando divisó al guerrero estrábico a menos de veinte pasos de él que se agachaba para matar a un libio herido mientras se daba a la fuga. Safo soltó su escudo inservible y dio un salto adelante. Su deseo de matar al galo traidor le dio alas en los pies y cubrió una tercera parte de la distancia que les separaba antes de que el enemigo le descubriera. Cuando por fin lo vio, huyó corriendo, al igual que sus compañeros.
—¡Vuelve, cobarde de mierda! —le increpó Safo, sin percatarse de que le seguían las primeras filas de su falange.
Safo comenzó a correr muy rápido, consciente de que si el galo llegaba hasta la grieta en la roca ya no podría atraparle, pero el guerrero parecía volar. Era imposible alcanzarle. Sin embargo, en ese momento el destino intercedió a favor de Safo y el voconcio tropezó con una piedra, se tambaleó y cayó sobre una rodilla. Safo se abalanzó sobre él como un perro sobre una rata, pero en lugar de matarle, le golpeó la nuca con la empuñadura de la espada. Y, al incorporarse, tuvo tiempo de herir en el brazo a otro guerrero que pasó corriendo por su lado. Con un grito de dolor, el galo herido se internó en la grieta de la roca y desapareció de la vista.
—¡No entréis allí! —ordenó Safo a sus lanceros cuando se acercaron a la roca—. Es una trampa mortal.
Los soldados obedecieron a regañadientes.
—Quiero a veinte hombres apostados aquí para asegurarme de que no intentan contraatacar —les dijo Safo. Propinó una patada al guerrero estrábico, que gimió de dolor—. Que alguien se lleve a esta escoria. Buscad a sus compatriotas y atad a todos los que estén vivos.
—¿Qué vamos a hacer con ellos, señor? —preguntó un oficial.
—Ya veremos —respondió Safo con una sonrisa malévola—, pero antes tenemos que ver lo que pasa allí detrás.
Cuando llegaron a las últimas filas de la falange, el enemigo ya no estaba y en el suelo se encontraban los cuerpos de unos quince voconcios, pero de poco consuelo le sirvió a Safo, ya que al menos cincuenta cartagineses habían resultado heridos de gravedad o habían muerto aplastados en ese pequeño trecho y, justo detrás, se había perdido el mismo número de mulas y caballos. La tierra estaba cubierta de sangre y los cuerpos aplastados de hombres y animales yacían por doquier. Los gritos de los heridos, sobre todo los de quienes habían quedado atrapados por las rocas, eran desgarradores. Safo cerró los oídos a su dolor y se dedicó a enterarse de lo ocurrido. Los oficiales le informaron de la situación, entre ellos Bostar.
Un elefante asustado por las rocas había provocado la muerte de tres hombres tras golpearles con la trompa y causado innumerables estragos en la columna al tratar de huir hacia atrás. Por fortuna, los mahouts habían logrado mantener tranquilos al resto de sus compañeros. Lo peor fue descubrir que los voconcios habían robado decenas de mulas y que se las habían llevado montaña arriba por los mismos senderos por los que habían lanzado su ataque. También habían tomado algunos prisioneros, pero Safo sabía que no tenía sentido perseguir a los asaltantes. Continuar avanzando era mucho más importante que tratar de salvar a un puñado de soldados desafortunados. En cuanto hubieran apartado del camino a los muertos y las rocas, la columna debía reanudar la marcha, pero antes Safo tenía una tarea pendiente.
Se acercó al lugar donde estaban los prisioneros galos que, contando a los diez rehenes, sumaban veintidós en total. Los prisioneros estaban sentados juntos y rodeados por un círculo de lanceros. El único que no parecía tener miedo era el guerrero estrábico, que escupió a Safo cuando se le acercó.
—¿Los ejecutamos, señor? —preguntó un oficial con entusiasmo.
Los libios también expresaron su aprobación.
—No —respondió Safo haciendo caso omiso de la sorpresa de sus hombres—. Diles que, a pesar de la traición de sus compatriotas, no morirán —ordenó al intérprete. Safo observó con satisfacción el alivio que se dibujaba en el rostro de algunos de los guerreros mientras sus palabras eran traducidas, y disfrutó de su poder.
—¡Piénselo bien, señor! —le rogó un oficial—. No puede dejarles sin castigo. Recuerde las bajas que han causado.
Safo hizo una mueca.
—¿Acaso he dicho que no serían castigados?
—No, señor —respondió el oficial confuso.
—Haremos con ellos lo que han hecho con nosotros —declaró Safo—. No traduzcas eso —ordenó al intérprete—. Quiero que miren y se pregunten lo que va a pasar.
—¿Qué quiere que hagamos, señor?
—Atad a estos sacos de mierda en fila y, después, id a buscar a un elefante para que levante unas rocas grandes, tan grandes que sean imposibles de mover.
Una sonrisa lenta se dibujó en el rostro del oficial.
—¿Para aplastarles la cabeza, señor?
—No —le reprobó Safo—. No los vamos a matar, ¿recuerdas? Quiero que las rocas les caigan encima de las piernas.
—¿Y después, señor?
Safo se encogió de hombros con expresión cruel.
—Nos limitaremos a dejarlos a su suerte.
El oficial sonrió.
—Ya habrá oscurecido cuando regresen sus putos compatriotas. Para entonces estarán suplicando que les maten, señor.
—Exacto. Quizás así sus compañeros se lo piensen dos veces antes de atacarnos de nuevo. —Safo dio una palmada—. ¡Manos a la obra!
Safo observó cómo los prisioneros eran obligados a tumbarse sobre un saliente de la roca y se aseguró de que el guerrero estrábico fuera el último de la fila. Tuvieron que aguardar brevemente a que apareciera el elefante. Safo esperó con el intérprete junto al primero de los prisioneros, que le miraba con ojos aterrados.
Cuando llegó el elefante, Safo se dirigió a su mahout.
—¿Puedes mover esa roca de allí? —preguntó señalando la roca en cuestión.
—Sí, señor. ¿Dónde la quiere?
—Sobre las piernas de estos hombres, pero no deben morir.
El mahout lo miró sorprendido.
—Sí, creo que es posible, señor.
—Adelante, pues.
—Señor. —El mahout se inclinó hacia delante para hablar en la enorme oreja de su montura antes de darle unos golpes suaves con un bastón. El elefante agarró la roca que había indicado Safo. Hubo un momento de silencio hasta que empezó a moverla con la trompa. El mahout le susurró otra orden al oído y el elefante apoyó toda la cabeza sobre la roca para evitar tomar velocidad. Poco a poco, el animal se volvió hacia los prisioneros controlando su carga por la ligera pendiente. Cuando se dieron cuenta de lo que iba a suceder, los voconcios comenzaron a gritar de miedo.
Safo se rio y escudriñó las alturas. Tuvo la impresión de que había movimiento y gritó:
—¡Sí, cabrones! ¡Mirad! Vamos a pagar a vuestros amigos con la misma moneda.
El mahout detuvo al elefante a unos pasos de los prisioneros y dirigió una mirada inquisitiva a Safo.
—Hazlo.
El mahout murmuró unas palabras al oído del elefante y dejó caer la roca sobre las piernas de los tres primeros guerreros. Sus aullidos de dolor cortaron el aire y fueron recibidos con vítores de alegría por los centenares de soldados que contemplaban
la escena. Para ellos era la justa venganza por la muerte de sus compañeros. Mientras tanto, el resto de los prisioneros luchaba en vano por liberarse de las cuerdas, que estaban clavadas en el suelo.
—Diles que este es el castigo de Aníbal por habernos traicionado —espetó Safo furioso.
Con el rostro pálido, el intérprete hizo lo que se le pedía. Los prisioneros farfullaron sus respuestas aterrados.
—Algunos dicen que no sabían que íbamos a ser atacados —tradujo.
—¡Ja! Son unos mentirosos, o unos idiotas. ¡O ambas cosas!
—Le piden que los mate.
—De ninguna de las maneras. —Safo hizo un gesto al mahout—. Hazlo otra vez, no pares.
El elefante fue soltando roca tras roca y aplastando las piernas de todos los prisioneros hasta que solo le quedó uno. Cuando ya había soltado la última roca, Safo ordenó al mahout que esperara y chascó los dedos para que el intérprete le siguiera hasta el lugar donde yacía el guerrero estrábico. Con la cara roja de rabia, el galo empezó a soltar una retahíla de insultos.
—No te molestes —dijo Safo al intérprete cuando empezó a traducir—. Ya sé lo que está diciendo. Dile que este es el castigo por su engaño y que un cobarde como él nunca entrará en el paraíso de los guerreros, y que su alma vagará por el infierno toda la eternidad. —Safo se dirigió entonces al mahout—: Cuando haya acabado el intérprete, suelta la piedra.
El cuidador del elefante asintió.
—¡Por todos los dioses! ¡Qué está pasando aquí! —La voz de Bostar retumbó por encima de la cacofonía de gritos que resonaban en el estrecho paso de montaña.
El intérprete dejo de hablar y el mahout permaneció inmóvil. Furioso, Safo dio media vuelta y se encontró con su hermano, que lo contemplaba con expresión escandalizada y le respondió en tono burlón:
—¿Qué te parece que estoy haciendo? Estoy castigando a estos inútiles hijos de puta.
Bostar torció el gesto.
—¿No se te ha ocurrido otra manera más cruel de matarlos?
—Varias, de hecho —respondió Safo amablemente—, pero requerían demasiado tiempo. Este método es rudimentario, pero efectivo. Además, de esta manera mandamos un mensaje inequívoco al resto de los piojosos y sifilíticos voconcios. Así sabrán que meterse con nosotros acarrea graves consecuencias.
—¡Creo que ya ha quedado claro! —exclamó Bostar señalando la fila de hombres que gritaban—. ¿Por qué no les cortas el cuello y acabas de una vez?
—Porque este —dijo Safo dándole una patada en la cabeza al guerrero estrábico— es el líder y lo he reservado para el final, para que pueda ver sufrir a sus compañeros y contemplar el destino que le aguarda.
Bostar retrocedió un paso.
—Estás enfermo —le espetó—. ¡Te ordeno que detengas esta atrocidad!
—Quizá seas mi superior, hermano, pero Aníbal ha dejado en mis manos, no en las tuyas, la cabeza del ejército —replicó Safo en voz alta—. Y estoy seguro de que a nuestro general le encantará saber por qué contraviniste sus órdenes.
—¿Aníbal te ha ordenado que mates así a los prisioneros? —inquirió Bostar incrédulo.
—Me dijo que hiciera lo que creyera conveniente —gruñó Safo—. Y eso es justo lo que estoy haciendo. Y, ahora, ¡apártate!
Safo observó encantado cómo Bostar obedecía cabizbajo y echó un último vistazo al guerrero estrábico, que intentó escupirle de nuevo. De repente, Safo tuvo un golpe de inspiración y sacó el puñal. Acto seguido, se arrodilló, introdujo la punta del puñal en la cuenca del ojo derecho del guerrero y le arrancó el ojo. Su víctima emitió un alarido de dolor y su coraje desapareció al instante. Safo se limpió las manos en la túnica del guerrero y se incorporó.
—Dile que le dejo el otro ojo para que pueda ver pasar al ejército más poderoso del mundo. Díselo —ordenó al intérprete y, dirigiéndose a su hermano, le dijo—: Mira y aprende, hermanito, así es como hay que tratar a los enemigos de Cartago.
Sin esperar respuesta, Safo hizo un gesto al mahout con la cabeza:
—Acaba.
Impotente, Bostar se marchó. No quería seguir mirando, pero por desgracia no pudo evitar oír los gritos de los prisioneros. ¿Qué le había pasado a su hermano mayor? ¿En qué se había convertido?, se preguntó. ¿Por qué tuvo que ser Hanno quien desapareciera en el mar?
Por primera vez, Bostar se permitió albergar ese pensamiento sin sentirse culpable.