EL ENFRENTAMIENTO
Massilia, en la costa sur de la Galia
Fabricius contempló las columnas griegas de los templos que se alzaban al otro lado del muelle y sonrió.
—Son muy diferentes de las nuestras —dijo—. Es agradable sentir que por fin estamos en suelo extranjero.
La flota romana y su comandante, el cónsul Publio Cornelio Escipión, se habían hecho a la mar cinco días antes. Fabricius y Flaccus habían viajado a bordo de uno de los sesenta quinquerremes que habían partido de Pisa, en la costa oeste de Italia, y que habían bordeado la costa de Liguria hasta la ciudad griega de Massilia, una vieja aliada de Roma situada en el sur de la Galia, donde la flotilla había llegado apenas dos horas antes.
—Hemos perdido demasiados meses hablando —corroboró Flaccus—. Ahora ha llegado el momento de luchar contra los cartagineses y solventar este asunto con la mayor celeridad posible —añadió mientras Fabricius asentía con vehemencia—. Veo que no te gusta esperar sentado sin hacer nada, ¿eh?
—No. —La reciente estancia de Fabricius en Roma le había dejado claro que no tenía madera de político. Había permanecido en la capital por sus ansias de luchar. Sin embargo, su deseo de acción se vio sofocado por una oleada de debates en el Senado, cada uno de los cuales podía durar más de una semana—. Sé que los políticos tenían motivos para demorar la acción: con casi todo el ejército disgregado, era lógico que esperaran al nombramiento de los nuevos cónsules antes de tomar una decisión transcendental —admitió—, pero ¿era necesario esperar tanto después de su nombramiento?
—No olvides que también debían debatirse otros asuntos de política exterior —respondió Flaccus en tono recriminatorio—. Roma tiene muchas otras cosas de las que preocuparse, además de lo que suceda en Iberia.
—Claro. —Fabricius suspiró. Esa había sido una de las lecciones más duras que había tenido que aprender en Roma.
—Felipe V de Macedonia nunca ha sido un gran amigo de Roma —agregó Flaccus—, pero ofrecer refugio a Demetrio de Faro es una señal clara de que no nos desea ningún bien.
—Desde luego. —Demetrio, el depuesto rey de Iliria, había causado muchos problemas a la República—. Pero ¿realmente era necesario dedicarle todo un mes de debates?
Flaccus adoptó una expresión pomposa antes de decir:
—Así es como funciona el Senado y así lleva funcionando desde hace casi trescientos años. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionar este proceso sagrado?
Fabricius se mordió la lengua. Para él, el Senado sería mucho más eficiente si los debates estuvieran mejor controlados, pero sonrió con diplomacia.
—Para ser justo, debo decir que el Senado reaccionó con rapidez al oír la noticia de las revueltas galas.
Flaccus parecía satisfecho con su respuesta.
—Y en el momento en que estuvo claro que las nuevas colonias latinas que se habían propuesto de Placentia y Cremona serían insuficientes, el Senado requisó una de las legiones de las fuerzas expedicionarias. Y mientras yo estuve atrapado en Roma formando y entrenando a las nuevas unidades, ¡tú pudiste disfrutar de un poco de acción! —le reprochó Flaccus haciéndole un gesto admonitorio con el dedo—. ¡Durante tres meses!
Fabricius se había acostumbrado al tono condescendiente de Flaccus, pero le seguía irritando.
—Tú no estuviste allí. Los boyos e ínsubros no son un rival nada fácil —protestó—. ¿Acaso no recuerdas Telamón? Hicimos bien en zanjarlo tan rápido. Cientos de nuestros soldados perecieron y muchos resultaron heridos.
Flaccus se sonrojó.
—Disculpa. No pretendía menospreciar tus esfuerzos, ni los de los hombres que murieron.
—Disculpas aceptadas —dijo Fabricius apaciguado—. ¡Pero eso no significa que no debiéramos haber partido a Iberia hace tres meses!
Flaccus hizo un gesto conciliador.
—Por lo menos ahora estamos en Massilia. Los saguntinos pronto serán vengados.
—Un poco tarde, ¿no crees? —preguntó Fabricius con amargura. La negativa del Senado a actuar significaba que habían abandonado a los saguntinos a su suerte, un hecho que todavía le causaba dolor.
—¡Dejémoslo ya! —suplicó Flaccus—. Ya hemos hablado de esto otras veces.
—Lo sé —dijo Fabricius—. Pero un aliado de Roma jamás debería ser abandonado a su suerte como lo fue Saguntum.
Flaccus suavizó el tono.
—Ya sabes que estoy de acuerdo contigo. ¿Acaso no hablé en repetidas ocasiones en el Senado sobre el deshonor de abandonar la ciudad?
—Es cierto. —«Pero seguramente sabías que tus palabras no cambiarían las cosas», pensó Fabricius.
En cualquier caso, era un argumento que sonaba bien y le permitía mostrar su lado combativo a su futuro suegro.
—Demos gracias a los dioses por servir a Publio en lugar de a Tiberio Sempronio Longo —añadió Flaccus—. Entraremos en acción mucho antes que ellos. Según las últimas noticias, la flota de Longo tardará un mes en estar preparada.
—Es terrible.
—Sin embargo, nosotros podremos zarpar en cuanto finalice el avituallamiento de los barcos. —Flaccus tamborileó con los dedos la empuñadura de su ornamentada espada.
—No olvidemos solicitar la información de los agentes locales —recordó Fabricius—. Hace meses que no sabemos nada de Aníbal.
—Porque se ha aposentado en Iberia y está sentado sobre su salvaje y peludo culo de gugga bebiendo vino y esperando nuestra llegada —dijo Flaccus con desdén.
—Quizás estés en lo cierto —corroboró Fabricius con una sonrisa—, pero más vale prevenir que curar.
Poco podía imaginar Fabricius que sus palabras resultarían premonitorias de lo que iban a descubrir en unas pocas horas.
Aníbal ya no estaba en Iberia.
Según los mensajeros masiliotas, que llegaron tan agotados sobre sus exhaustas monturas que sacaban espuma por la boca, Aníbal se encontraba a menos de un día de marcha.
Flaccus y el resto de los oficiales fueron convocados a una reunión urgente en la tienda de Publio, situada en el centro de uno de los fuertes provisionales de las legiones. Fabricius se sintió complacido a la vez que sorprendido al recibir una convocatoria similar menos de una hora después. Al llegar a la tienda, vio a Flaccus en el exterior con otros oficiales de alto rango, entre los que se encontraba Cneo, el hermano mayor de Publio, un ex cónsul que ahora era el legatus, o mano derecha, del comandante. Fabricius le saludó e inclinó la cabeza ante Flaccus. Sin embargo, para gran sorpresa suya, su futuro yerno apenas respondió a su gesto. Flaccus parecía muy furioso y Fabricius se preguntó qué debía de haber sucedido instantes antes en la tienda. No tuvo tiempo de averiguarlo. Al ser reconocido por el jefe de los centinelas, Fabricius fue conducido de inmediato al interior de la tienda.
Publio estaba hablando animadamente con un joven soldado masiliota. Ambos estaban inclinados sobre una mesa en la que habían extendido un mapa de toscos trazos. Ambos hombres llevaban las típicas corazas de bronce helénicas con los pteryges o flecos que protegían las ingles y los muslos, y las grebas de bronce en las piernas. A pesar de vestir de un modo similar, era evidente quién estaba al mando. La armadura del masiliota era buena, pero el espléndido rostro de Hércules en la armadura de Publio emanaba calidad y riqueza, y lo mismo podía decirse del ornamentado casco ático con plumas que reposaba sobre el taburete. Además, a pesar de que el soldado era mucho más alto que el cónsul de cabello gris, Publio destilaba una seguridad en sí mismo que compensaba con creces la diferencia de altura. Fabricius había tenido oportunidad de conocer brevemente a su comandante y le caía bien. Su ademán franco y tranquilo le había convertido en un personaje popular entre los militares, desde los de más bajo rango hasta los máximos oficiales, al igual que sucedía con su hermano Cneo.
Publio levantó la cabeza.
—¡Fabricius! Gracias por venir.
Fabricius saludó a su superior.
—¿En qué puedo ayudarle, señor?
—Primero deja que te presente al comandante de la unidad que nos ha traído estas terribles noticias. Fabricius, este es Clearco. Clearco, te presento a Fabricius, de quien ya te he hablado.
Ambos hombres se saludaron cortésmente con una inclinación de cabeza.
—Me imagino que ya te habrás enterado del paradero actual de Aníbal —dijo Publio astutamente—. Habría que estar sordo para no enterarse.
Fabricius esbozó una amplia sonrisa. Era cierto que la noticia no había tardado nada en extenderse.
—Dicen que ha cruzado el Rhodanus con su ejército y que ha acampado en la orilla este del río.
—Así es. —Publio se dirigió al masiliota—: ¿Clearco?
—Desde que nos enteramos de que Aníbal había entrado en la Galia hemos estado patrullando la zona del interior con pequeñas unidades de caballería muy móviles, una de las cuales avistó los cartagineses hace dos semanas y los siguió hasta la orilla oeste del río, a un día de marcha desde aquí.
Fabricius sintió que el corazón le palpitaba con fuerza. El rumor era cierto.
—¿Cuántos son?
—Unos cincuenta mil hombres en total, y casi una cuarta parte son de caballería.
Fabricius enarcó las cejas. Era un ejército mucho mayor que cualquier otro que hubiera visto en Sicilia.
Publio se percató de su reacción.
—A mí también me ha sorprendido. Aníbal tiene intención de atacar Italia, pero la diosa Fortuna ha sido generosa al alertarnos de su propósito. Continúa, Clearco.
—Estuvieron acampados junto al río durante varios días construyendo balsas y barcos, y me imagino que planificando su estrategia contra los volcas, la hostil tribu que habita la orilla este. El resultado fue increíble, señor. Aníbal envió una unidad aguas arriba que cruzó el río sin ser detectada y que atacó a los volcas por la retaguardia. —Clearco formó un círculo con el pulgar y el índice—. Los aplastaron sin miramientos. Desde entonces, casi todo el ejército ha cruzado el río sano y salvo. Solo los elefantes continúan en la otra orilla.
—¿Os imagináis que hubiéramos llegado hace una semana y que hubiéramos podido evitar que cruzaran el río? ¡Quizá la guerra ya se habría acabado! —exclamó Publio frustrado. Al instante su rostro adoptó una expresión astuta—. Pero quizá nos quede una oportunidad todavía, ¿Clearco?
—Así es, señor. Van a necesitar al menos dos o tres días para transportar los elefantes al otro lado. Quizá más. Ya lo han intentado varias veces sin éxito.
—Excelente. Ahora necesito que alguien vaya a echar un vistazo al ejército cartaginés, un oficial romano —Publio miró a Clearco—, y no es que pretenda menospreciar a nuestros aliados masiliotas.
—No me ha ofendido, señor —le tranquilizó Clearco levantando las manos.
—Aunque son muchos los que desean llevar a cabo esta misión, yo he pensado que sería mejor encargársela a un veterano que sepa mantener la calma en todo momento, por eso había pensado en ti —dijo Publio mirando a Fabricius—. ¿Qué me dices?
Fabricius sintió que se le aceleraba el pulso. ¿Acaso Flaccus había solicitado que le encargaran la misión y Publio le había rechazado? Eso explicaría su cara tan agria.
—Cuente conmigo, señor.
Publio esbozó una leve sonrisa de aprobación.
—La rapidez es esencial. Si partes de inmediato, podrás estar de vuelta mañana por la noche o pasado mañana a más tardar. Necesito que cuentes los efectivos de Aníbal con gran exactitud y que los desgloses por tipos de tropas.
Fabricius no se iba a amilanar ante un reto semejante.
—Lo haré lo mejor que pueda, señor.
—¿Cuántos hombres tienes?
—Unos doscientos cincuenta, señor.
—Llévatelos a todos. Clearco te guiará. —Publio se dirigió al masiliota—. ¿De cuántos hombres dispones?
—De unos doscientos jinetes, señor, todos con experiencia.
—Debería bastar. —Publio se volvió hacia Fabricius—. Tú estarás al mando. Evita todo contacto con el enemigo salvo que sea inevitable. Tendré al ejército preparado para partir en cuanto regreses.
—Sí, señor —respondieron Fabricius y Clearco. Saludaron a Publio antes de marcharse.
El cónsul se quedó en la tienda estudiando el mapa.
Fabricius no perdió el tiempo. Menos de una hora después se dirigía a la puerta norte de Massilia con tres turmae o unidades de caballería. Era una lástima que no hubiera tenido tiempo de reemplazar las bajas de la última campaña, pero a pesar de ello estaba razonablemente satisfecho con los soldados que le quedaban. Todos habían luchado muy bien durante el verano. Como miembros de la orden équite, casi todos lucían un uniforme helénico similar al suyo, con el casco beociano, la túnica blanca con una franja púrpura desde el hombro hasta el dobladillo y unas botas de cuero totalmente cerradas. Todos llevaban lanzas y unos escudos circulares fabricados con piel de buey. Pocos tenían espada. La pesada capa de caballería, o coca, que todos se ponían cuando hacía mal tiempo, estaba enrollada y atada detrás de las sillas.
Fabricius y sus hombres se reunieron con Clearco y sus jinetes al otro lado de las murallas. El uniforme de la caballería masiliota era heterogéneo. No había dos soldados vestidos igual. A pesar de ello, con sus cascos, lanzas y pequeños escudos, tenían un aspecto similar al de la caballería romana. A Fabricius le tranquilizó el talante calmado de Clearco y el modo en que sus hombres respondían a sus órdenes. Llegado el momento, lucharían bien.
Cabalgaron hacia el norte con los masiliotas en cabeza y solo se detuvieron cuando se hizo demasiado oscuro para continuar. A pesar de que Clearco conocía bien la zona, temía que hubiera cartagineses patrullándola, por lo que le dijo a Fabricius que no tenía sentido exponerse a peligros innecesarios, como cabalgar de noche. Fabricius no discutió. Era una decisión sensata. Ordenó a sus hombres que encendieran las hogueras y montaran el campamento. En su perímetro apostó al doble de centinelas de lo habitual y, mucho tiempo después de que se hubieran retirado a dormir sus soldados, Fabricius recorrió cada uno de los puestos de guardia aguzando bien el oído. Esta era una misión de vital importancia y, si no tenía tiempo de dormir, no dormiría, pero nada podía fallar. Por suerte, el único ruido que oyó fue el chillido ocasional de un búho.
Al día siguiente, Fabricius y Clearco despertaron a sus hombres mucho antes del amanecer. Su nerviosismo resultaba palpable. Era muy probable que entraran en contacto con el enemigo antes de acabar el día. Tras discutirlo brevemente con Clearco, Fabricius decidió enviar a una avanzadilla de diez jinetes masiliotas acompañados de una turma con su mejor decurión para explorar el terreno. Todos tenían órdenes de regresar a la más leve señal de alarma.
La corazonada de Fabricius de enviar una patrulla de reconocimiento resultó ser una decisión muy acertada. Llevaban una hora cabalgando cuando uno de los jinetes de la avanzadilla regresó al galope y se detuvo junto a Fabricius y Clearco, que cabalgaban juntos.
—¿Qué noticias traes? —preguntó Fabricius con el corazón en vilo.
—Hemos avistado a un grupo de númidas, señor. A unos tres kilómetros de aquí.
Fabricius se quedó inmóvil. Guardaba muy mal recuerdo de sus batallas contra los jinetes africanos de armamento ligero.
—¿Os han visto?
El jinete esbozó una amplia sonrisa.
—No, señor. Pudimos ocultarnos detrás de una arboleda.
Fabricius suspiró aliviado. Su misión no había sido descubierta, por el momento.
—¿Cuántos son?
—Unos trescientos en total, señor.
—¿Alguna noticia más?
—El decurión me pidió que le dijera que hay un bosquecillo a un kilómetro y medio de aquí que es ideal para tender una emboscada. Si aligeran el paso, podrán llegar antes que los númidas.
A Fabricius se le secó la boca. Publio le había ordenado que evitara una confrontación a toda costa, pero ¿cómo podía hacerlo en esta situación? Dejar pasar a la caballería enemiga y continuar con la misión podría poner en peligro a su patrulla, que podría ser atacada por la retaguardia. Consciente de que todas las miradas estaban puestas en él, Fabricius cerró los ojos.
—¿Trescientos hombres, dices?
—Sí, señor.
Fabricius tomó una decisión. Ellos eran cuatrocientos cincuenta y fuertes. No sería demasiado difícil.
Abrió los ojos y se llevó la mano a la espada, contento de ver que Clearco asentía con fuerza.
—¡Rápido! ¡Llévanos al bosquecillo!
Al poco rato, Fabricius se encontraba en una posición inmejorable desde la que divisaba el estrecho sendero por el que habían venido. Gracias a una inteligente sugerencia de Clearco, toda la patrulla cabalgó colina arriba hasta desaparecer de la vista mucho antes de llegar al grupo de árboles. Así podían asaltar a los númidas mucho antes de que descubrieran las huellas que los delataban, o al menos eso esperaba.
A Fabricius le sabía mal no haber tenido tiempo de camuflarse mejor y diseñar algún plan para evitar que los númidas se replegaran, pero no había sido posible y habían dejado su suerte en manos de los dioses. Miró a su alrededor y vio en las caras de los jinetes la misma tensión que intuía en la suya.
La razón era muy simple: pronto avistarían las primeras tropas cartaginesas que perpetraban un acto de agresión contra Roma desde hacía más de veinte años, y el enemigo ni tan solo se encontraba en Sicilia, su coto de caza habitual. Lo impensable había sucedido y Fabricius todavía intentaba asimilarlo. Aníbal se encontraba en la Galia ¡y se dirigía a Italia! «Tranquilo», se dijo. Lo más importante en esos momentos era que, si él y sus hombres no tenían suerte, los númidas podían descubrirles y huir antes de iniciar la emboscada.
El siguiente cuarto de hora fue eterno. Con la mirada puesta en el punto en que el sendero se adentraba en el bosquecillo, trató de ignorar el tintineo de los arneses de los caballos y el canto de los pájaros en las ramas situadas sobre su cabeza, pero era imposible controlar todos los sonidos. Un caballo dio una coz en el suelo y un jinete tosió, lo que le valió una reprimenda mascullada del oficial más cercano y una mirada matadora de Fabricius que, al volver su atención al sendero, detectó movimiento. Fabricius parpadeó. Señaló con el dedo.
—¡Chitón! —Siseó a ambos lados. La impaciencia de sus hombres se palpaba en el ambiente.
Por sorprendente que pudiera parecer, la patrulla de reconocimiento de los númidas estaba formada por dos hombres que cabalgaban a corta distancia del cuerpo principal de soldados.
Su aspecto no difería del de los jinetes contra los que luchó en Sicilia: de tez oscura, ágiles y atléticos, los númidas cabalgaban a pelo sobre pequeños caballos. Sus túnicas de anchas sisas iban sujetas por el hombro y ceñidas con un cinturón. Llevaban jabalinas y escudos circulares sin tachones. Sin prestar atención a los posibles peligros del camino, los jinetes iban charlando, lo cual no era de extrañar si se tenía en cuenta que todo parecía desierto a su alrededor, pensó Fabricius encantado. Él había cometido errores similares en el pasado, pero había tenido la gran fortuna de salir indemne.
Los númidas continuaron cabalgando sin echar ni siquiera un vistazo a las colinas donde se ocultaban los romanos y los masiliotas. Fabricius contuvo la respiración contando la distancia: ochenta pasos y luego cincuenta… Las primeras filas de númidas se internaron en el bosque. A Fabricius le vinieron imágenes de la guerra en Sicilia. Aunque no parecieran gran cosa, los númidas eran unos de los mejores jinetes del mundo. Sublimes sobre el caballo, eran imbatibles en escaramuzas y en tácticas de provocación. Y sabía por experiencia que eran letales cuando perseguían al enemigo derrotado.
Todavía era demasiado pronto para dar la orden de ataque, ya que era necesario que el máximo número de jinetes se adentrara en el bosque, donde quedarían atrapados por los árboles, pero el riesgo de ser descubiertos aumentaba a cada momento que pasaba. Fabricius tenía un nudo en el estómago, pero permaneció inmóvil. Sin embargo, cuando dos tercios de la patrulla ya se encontraban en el bosque y sus hombres estaban a punto de romper filas y él apenas podía aguantar más la presión, decidió atacar.
—¡A la carga! —ordenó mientras cabalgaba ladera abajo—. ¡Por Roma!
Le siguieron doscientos cincuenta soldados exaltados. Acto seguido, Clearco y sus masiliotas aparecieron en el otro lado del sendero aullando a pleno pulmón.
Fabricius disfrutó con la mirada de incredulidad de los númidas, que estaban acostumbrados a ser quienes tendían emboscadas a los demás, y no viceversa. Tomados por sorpresa, inferiores en número y atacados desde arriba, decidieron huir de inmediato. Durante unos instantes reinó una confusión absoluta. Algunos de los jinetes de la retaguardia se batieron en retirada, pero la mayoría quedaron atrapados por los árboles. Los caballos recularon aterrorizados y los hombres se gritaban órdenes contradictorias. Solo algún jinete se preparó para luchar, pero el resto solo deseaba escapar. Fabricius estaba exultante, habían avanzado hasta llegar a treinta pasos del enemigo sin sufrir ni una baja y las cosas solo podían mejorar: por muy habilidosos que fueran sobre sus caballos, los númidas no eran buenos en el combate cuerpo a cuerpo.
—¡Preparad las lanzas! —ordenó Fabricius—. ¡Matad a tantos como podáis!
Con un rugido feroz, sus hombres se prestaron a obedecerle.
Los supervivientes númidas echaban miradas temerosas por encima del hombro mientras huían a toda velocidad. Fabricius echó un vistazo a los cuerpos que yacían en el suelo y calculó que un centenar de númidas había muerto o resultado herido en la emboscada inicial. Las bajas romanas y masiliotas debían de ascender a la mitad de las enemigas. Dadas las circunstancias, era un resultado más que satisfactorio. Fabricius divisó a Clearco y le instó a acercarse con urgencia.
—Debemos seguirles. No podemos perderles la pista o no podremos calcular los efectivos de Aníbal.
Clearco asintió.
—¿Qué hacemos con los heridos, señor?
—Pueden arreglárselas solos. Les recogeremos a la vuelta.
—Muy bien, señor. —El masiliota se dio media vuelta para transmitir la orden.
—Clearco.
—¿Señor?
—No quiero que haya más enfrentamientos con el enemigo. Continuar con la lucha podría ser catastrófico, sobre todo si nos topamos con más fuerzas cartaginesas. Nuestra misión es mucho más importante que matar a unos cuantos númidas más. ¿Lo has entendido?
Los dientes de Clearco relucieron a la luz del sol.
—Claro, señor. Publio nos espera.
De inmediato todos los soldados que no estaban heridos formaron filas y se dispusieron a partir. Sin mirar atrás, Fabricius y Clearco fueron en pos de los númidas, esta vez sin avanzadilla. Cabalgaron a toda velocidad, en filas de cuatro, con la certeza de que era muy poco probable que los asustados jinetes enemigos se volvieran a atacarles. No tardaron en avistar el último de los supervivientes africanos, que gritó asustado al verles. Fabricius ordenó a sus hombres que ralentizaran la marcha y suspiró aliviado cuando le obedecieron sin rechistar. Muchas derrotas se debían a la falta de disciplina.
Siguieron a los númidas por el sendero sinuoso durante unos cinco kilómetros. El terreno llano facilitó la persecución. Fabricius no tenía ni idea de a cuánta distancia se encontraba el Rhodanus, pero cuando se aproximaban a una colina baja y pedregosa desde la cual se dominaban los alrededores, Clearco se le acercó y le dijo:
—El río se encuentra al otro lado de esta colina, señor.
Al oír sus palabras, Fabricius levantó la mano.
—¡Alto!
Cuando sus hombres hubieron cumplido la orden, se dirigió al masiliota.
—Subamos a la colina, pero solo tú y yo.
Clearco le miró sorprendido.
—¿Está seguro, señor? Podría haber centinelas enemigos.
—¡Habrán salido corriendo detrás de los númidas! —respondió Fabricius convencido—. Y cuando regresemos, quiero que los hombres estén listos para salir, no agazapados junto a un camino estrecho.
Clearco parpadeó y, acto seguido, esbozó una sonrisa maliciosa.
—Supongo que tanto valen dos hombres que doscientos en contra de todo un ejército.
—¡Así me gusta! —exclamó Fabricius riendo y dándose una palmada en el muslo antes de volverse al decurión que tenía más cerca—. Diles a los hombres que descansen. Vamos a echar un vistazo al otro lado de la colina, pero quiero que estéis preparados para partir de inmediato cuando volvamos.
—¡Sí, señor!
Fabricius lideró el camino. Se sorprendió al descubrir que se sentía más nervioso de lo que había estado en muchos años. Jamás habría imaginado que él sería el primer romano en divisar al ejército de Aníbal, pero allí estaba.
De camino a la cima encontraron pruebas evidentes de un puesto de guardia abandonado: una hoguera de piedra con ceniza humeante y esterillas que todavía tenían la forma de los cuerpos que habían descansado sobre ellas. Desmontaron y ataron a los caballos antes de subir al pico. Fabricius se tumbó en el suelo de forma instintiva. Lo primero que le llamó la atención al asomarse por el borde de la colina fue el grupo de númidas que cabalgaba ladera abajo, detrás de los cuales corrían unos doce hombres: los centinelas del puesto de guardia abandonado. Fabricius empezó a sonreír satisfecho, pero cuando divisó la escena que se extendía más allá de los jinetes, se quedó boquiabierto.
A media distancia brillaba la ancha banda de agua del Rhodanus y, a unos cien pasos de la orilla, comenzaban las hileras de tiendas enemigas, que se extendían más allá de lo que alcanzaba la vista. Fabricius estaba acostumbrado a campamentos de legionarios de entre cinco mil y diez mil hombres, pero el que se desplegaba ante sus ojos era mucho mayor, aunque mucho menos organizado. Su tamaño era más del doble que el de un ejército consular, que estaba formado por unos veinte mil hombres.
—No exagerabas. ¡Es un ejército inmenso! —murmuró a Clearco—. Publio debería haber actuado al recibir tu información. Hubiéramos pillado a estos bastardos durmiendo.
El masiliota escuchó sus palabras complacido.
Fabricius escudriñó el campamento anotando mentalmente todo lo que veía. Aníbal contaba con más jinetes que una fuerza romana de tamaño comparable, lo cual le preocupaba. Había pocas cosas que fueran más importantes que la cantidad de caballos de los que uno disponía. También avistó los aliados incondicionales de los cartagineses: los lanceros y escaramuzadores libios, los honderos baleáricos y los jinetes íberos y númidas. Sobre todo abundaban los soldados de infantería, especialmente scutarii y caetrati. En último lugar, pero no por ello menos importante, estaban los elefantes: los arietes andantes que tanto habían aterrorizado a los romanos en el pasado. Unas veinte de esas bestias ya habían cruzado el río.
—¡Por todos los dioses! —susurró Fabricius maravillado—. En nombre de Júpiter, ¿cómo han logrado traerlos hasta aquí?
Clearco le tocó el brazo y señaló hacia la orilla:
—Con eso.
Fabricius contempló las dos enormes barcazas de madera que eran arrastradas por barcos de remos a la otra orilla, donde les esperaban unos doce o más elefantes para ser trasladados al otro lado. Ante ellos, un enorme embarcadero formado por una doble línea de plataformas cuadradas se adentraba unos sesenta pasos en las rápidas aguas. Decenas de cuerdas y cables sujetaban el artilugio a los árboles situados río arriba. Fabricius sacudió la cabeza ante tamaña obra de ingeniería.
—He oído decir que los elefantes son criaturas inteligentes. ¿Cómo puede ser que caminen sin más sobre un trozo de madera flotante?
Clearco aguzó la vista.
—Veo una capa de tierra encima de la plataforma. Me imagino que así consiguen que parezca tierra firme.
—¡Qué listos son estos cabrones! Guían a los elefantes por el embarcadero hasta las balsas y después cortan los amarres y reman hasta el otro lado del río.
Fascinado, Fabricius observó cómo un mahout guiaba lentamente a un elefante por la pasarela. Incluso a tanta distancia era fácil adivinar que el animal no estaba nada contento con la situación, como corroboraban sus constantes barritos de protesta. Cuando había recorrido un tercio de la plataforma, se paró en seco. Para animarle a seguir, un grupo de hombres comenzó a gritar y a tocar tambores y platillos detrás de él, pero en vez de continuar hacia la balsa amarrada en el extremo del embarcadero, el animal saltó al agua. Su desafortunado mahout soltó un grito y desapareció de la vista. Fabricius cerró los ojos. «Qué manera tan horrible de morir», pensó. Cuando volvió a mirar, el elefante estaba cruzando el río a nado. Fabricius lo observó absorto. Nunca había visto nada igual.
De repente, Clearco le tiró del brazo.
—Los númidas ya han dado la voz de alarma, señor.
Fabricius divisó a los africanos en el extremo del campamento. Algunos señalaban hacia la colina y más allá. El viento transportó sus gritos de rabia hasta sus oídos. Fabricius sonrió feliz.
—Es hora de marcharse. Publio querrá estar al tanto de las noticias, tanto de las buenas como de las malas.
A Fabricius le satisfizo la respuesta inmediata de Publio ante el dramatismo de las noticias. El cónsul no temía la confrontación. Ordenó poner a salvo la mercancía pesada en los quinquerremes y condujo a su ejército hacia el norte en cuanto le fue humanamente posible. A pesar de ello, las legiones y sus aliados necesitaron tres días enteros para llegar al lugar en que los cartagineses habían cruzado el río, y sufrieron una gran decepción al descubrir que el campamento había sido abandonado. Mientras los oficiales romanos se abrían paso por los restos de los miles de hogueras, los únicos seres vivos a la vista eran unos chacales en busca de despojos y numerosas aves rapaces que hacían lo propio desde el aire.
Aníbal se había ido al norte para evitar entrar en batalla.
Publio a duras penas fue capaz de ocultar su sorpresa.
—¿Quién lo habría dicho? —murmuró—. Se dirige a los Alpes y, de ahí, a la Galia Cisalpina.
Fabricius estaba atónito. A nadie se le había ocurrido que este pudiera ser el plan de Aníbal. Pasmado ante su simplicidad, les había tomado totalmente por sorpresa, y el hecho de que estuvieran allí hoy había sido un mero golpe de suerte. Ahora Publio se enfrentaba a una decisión difícil. ¿Cuál era su mejor alternativa?
El cónsul convocó una reunión urgente con sus oficiales en la orilla del río. Además de Cneo, su legatus, estaban presentes doce tribunos, seis por cada legión regular. Según marcaba la tradición, las legiones alternas tenían tres tribunos de alto rango —hombres que habían servido durante más de diez años en el ejército—, mientras que el resto tenía dos. Los tribunos de menor rango solo necesitaban cinco años de servicio, por lo que era un signo de los tiempos, y de la influencia de los Minucii, que Flaccus, que carecía de experiencia militar, hubiera sido nombrado tribuno de rango menor. Como jefe de la patrulla, Fabricius también estaba presente en la reunión, aunque se sentía muy nervioso ante la presencia de tantos oficiales de alto rango.
—Tenemos cuatro opciones, todas ellas difíciles —comenzó a decir Publio—. Perseguir a Aníbal y obligarle a luchar, o retirarnos a la costa y regresar con todo el ejército a la Galia Cisalpina. La tercera opción consiste en enviar a un emisario al Senado para informarle de las intenciones de Aníbal antes de proseguir hasta Iberia según las órdenes. O bien yo podría informar a Roma personalmente mientras Cneo lleva las legiones al oeste —dijo Publio mientras escrutaba la cara de sus oficiales en espera de una respuesta.
Fabricius pensaba que la segunda o cuarta opción eran las mejores, pero no podía decir nada hasta que se pronunciaran sus superiores. El silencio se prolongó y quedó claro que ninguno de ellos estaba dispuesto a hablar. Fabricius comenzó a sulfurarse. Este era uno de los momentos más importantes de la historia de Roma, y nadie quería meter la pata. Todos, menos uno, se percató Fabricius. Flaccus se balanceaba impaciente de un pie a otro como si estuviera poseído. Fabricius se esforzó por controlar su exasperación. Seguramente lo único que mantenía callado a Flaccus era su deseo de no incumplir el protocolo militar y hablar fuera de lugar antes que los cinco tribunos de mayor rango.
Publio acabó por impacientarse.
—Vamos, sed honestos. Podéis hablar sin miedo a represalia alguna. Quiero conocer vuestra opinión sincera.
Cneo se aclaró la garganta.
—En teoría, deberíamos enfrentarnos a Aníbal de inmediato, pero me pregunto si es lo más correcto.
—Sabemos que sus tropas nos superan en número, al menos en una proporción de dos a uno —añadió a continuación un tribuno de alto rango—, ¿qué pasa si sufrimos un contratiempo o una derrota? Las defensas de Massilia no pueden resistir un asedio. El resto de las legiones están ocupadas en otras misiones, ya sea en la Galia Cisalpina, en Sicilia o con el cónsul Longo. No disponemos de refuerzos.
«Palabras sensatas», pensó Fabricius, pero le sorprendió ver el rostro enrojecido de indignación de Flaccus.
Otro tribuno de mayor edad que el resto tomó la palabra.
—¿Tan importante es la fuerza del enemigo, señor? —preguntó irritado—. ¡Nuestros legionarios son los mejores soldados del mundo! Están acostumbrados a obtener victorias contra ejércitos muy superiores en número, tal y como hicieron en el pasado contra los cartagineses. ¿Por qué no van a poder hacer lo mismo ahora contra este… Aníbal? —pronunció la última palabra con gran desprecio—. Yo creo que debemos seguirle y aplastar a esta serpiente gugga antes de que entre en la Galia Cisalpina y se disponga a mordernos el talón.
Era difícil replicar a estas feroces palabras sin parecer poco patrióticos, y los primeros que habían tomado la palabra no volvieron a abrir la boca. Incluso Cneo parecía inseguro. Obviamente, Flaccus sonrió de oreja a oreja y asintió de forma vehemente mientras se volvía hacia los demás tribunos en busca de apoyo. Publio, con la barbilla apoyada en la mano, tenía la mirada perdida en el río. Todos aguardaban su respuesta.
«Si bien es cierto que los soldados romanos no tienen parangón —pensó Fabricius— las fuerzas cartagineses que ocupaban este campamento están lideradas por un hombre que, en menos de un año, ha conquistado grandes territorios en Iberia, cruzado las montañas hasta la Galia y, pese a fuertes dificultades, atravesado un río enorme, con elefantes incluidos. Perseguir a Aníbal podría tener resultados catastróficos.»
Publio tardó una eternidad en responder. Finalmente, levantó la mirada.
—Creo que perseguir a un enemigo más fuerte en territorio desconocido es muy desaconsejable. Como ya habéis señalado algunos de vosotros, aquí estamos solos, únicamente contamos con el apoyo de nuestros aliados masiliotas, que son solo unos millares de hombres. Por lo tanto, debemos aceptar el hecho de que los cartagineses llegarán a la Galia Cisalpina en los próximos dos meses.
Publio ignoró los gritos ahogados que provocaron sus palabras y prosiguió:
—No olvidemos dónde tiene Aníbal su base principal. Si se le corta el acceso, sus posibilidades de obtener suministros y refuerzos se verán enormemente reducidas. Por ello, propongo ceder el mando del ejército consular a mi hermano para que lo conduzca hasta Iberia —Cneo aceptó con una inclinación de cabeza y Publio le devolvió el gesto—, mientras yo regreso a Italia con la máxima celeridad para esperar a Aníbal cuando inicie su descenso de los Alpes. De esta manera resolvemos ambos problemas, con la ayuda de los dioses, claro está.
El tono decidido de Publio fue suficiente para la mayoría de los tribunos, que murmuraron su acuerdo. Únicamente el hombre mayor y Flaccus parecían descontentos. No obstante, el primero tenía la suficiente experiencia como para saber cuándo debía callar, pero el último no. Flaccus ignoró la mirada de advertencia de Fabricius y dio un paso adelante.
—¡Piénselo bien, señor! Aníbal puede ganar muchos aliados entre las tribus descontentas de la Galia Cisalpina. La próxima vez que se enfrente a su ejército, podría tener muchos más efectivos.
Publio enarcó las cejas ante la temeridad de Flaccus.
—¿Eso crees? —dijo con un tono gélido.
Fabricius estaba impresionado por la visión de futuro de su futuro yerno, pero había llegado el momento de callar. Enfurecer a un cónsul no era muy inteligente, pero Flaccus volvió a pasar por alto su mirada insistente.
—¡Así es, señor! Por el honor de Roma, ¡debe perseguir a Aníbal y vencerle! Piense en lo vergonzoso que sería que un enemigo extranjero, especialmente un cartaginés, pisara suelo italiano. —Al percatarse de las expresiones horrorizadas de los demás oficiales, Flaccus titubeó. Buscó apoyo entre sus compatriotas, pero al no encontrarlo, su mirada se posó finalmente sobre Fabricius—. Tú estás de acuerdo conmigo, ¿verdad?
De pronto, Fabricius se convirtió en el centro de todas las miradas. No sabía qué decir. Dar la razón a Flaccus le haría cómplice de su insulto al cónsul, pero negarle su apoyo significaría renunciar a la nueva alianza entre su familia y los Minucii. Una opción era tan mala como la otra.
Para gran alivio suyo, Publio intervino.
—Al principio pensé que eras valeroso por atreverte a expresar tu opinión. Ahora veo que te impulsó la arrogancia. ¿Cómo te atreves a hablar del honor de Roma cuando jamás has desenvainado tu espada para defenderla? Y, si no me equivoco, eres el único aquí que no lo ha hecho.
Flaccus se sonrojó y Publio continuó:
—Para que lo sepas, yo también odio la idea de que un enemigo pise suelo romano, pero no es ninguna vergüenza esperar a enfrentarse a un adversario en las mejores condiciones posibles, y en la Galia Cisalpina contaremos con todos los recursos de la República.
—Disculpe, señor —masculló Flaccus—. Mi comentario ha estado fuera de lugar.
Publio no admitió sus disculpas.
—La próxima vez que metas la pata, no intentes redimirte pidiéndole a un oficial de rango inferior como Fabricius que se oponga al cónsul. Eso es vergonzoso. —Y, sin decir nada más, se marchó con Cneo. El resto de los tribunos empezaron a hablar entre sí e ignoraron totalmente a Flaccus.
Por suerte, Flaccus estaba tan furioso que dio por sentado que Fabricius compartía su misma opinión. Se quejó amargamente de la humillación pública que acababa de sufrir y acompañó a Fabricius hasta las legiones. Por su parte Fabricius se alegraba de haber guardado silencio. Nunca antes había prestado atención a las dudas de Atia sobre Flaccus, pero su reacción precipitada era una clara muestra de arrogancia e imprudencia alarmante. En vista de lo ocurrido, ¿qué más era capaz de hacer?