LA PARTIDA
Hanno se habituó rápidamente a la vida en la cabaña, que había quedado vacía desde la muerte del pastor. Según Quintus, las ovejas de Fabricius pastaban ahora en otro lugar, por lo que era muy poco probable que alguien se acercara por allí. De todos modos, Hanno se mantuvo alerta. Agesandros seguía siendo su mayor temor, pero tampoco deseaba que nadie más le encontrara. Estuvo de suerte y solo recibió la visita de Quintus y, ocasionalmente, de Aurelia.
Apenas había noticias de Suniaton, pero Quintus tampoco quería mostrar demasiado interés visitando al hijo del oficial antes de lo acordado. Por fin le informaron de que Suniaton se había recuperado de sus lesiones. Sin embargo, la inmensa alegría que invadió a Hanno al oír la noticia se disipó al instante.
—El cabrón sigue sin querer vender. Dice que el futuro de Suniaton como gladiador es demasiado prometedor. Pide doscientas cincuenta didracmas por él —explicó Quintus con el semblante contrito—. Yo no dispongo de tanto dinero y, pese a que mi padre sí, no sé si me lo daría aunque lograra localizarle.
—No podemos rendirnos ahora. Tiene que haber otra solución —replicó Hanno.
—A no ser que logremos sobornar a alguien para que deje escapar a Suniaton…, pero no sé a quién acudir. —De repente el rostro de Quintus se iluminó—. Podría pedírselo a Gaius —sugirió al mismo tiempo que alzaba la mano para apaciguar a Hanno que, con expresión alarmada, se había incorporado de un salto—. Gaius y yo somos amigos desde que aprendimos a caminar, lo cual no significa que esté de acuerdo con que te haya ayudado a escapar, pero no se lo contará a nadie. ¿Quién sabe? Quizás esté dispuesto a ayudarnos.
Hanno se obligó a tomar asiento de nuevo. Hasta entonces, Gaius había demostrado ser de fiar, pues nadie había acudido a la cabaña en su busca. Además, no parecía que existiera ninguna otra solución para Suniaton.
—Entonces, roguemos a los dioses que Gaius acepte.
—Déjalo en mis manos —sugirió Quintus con la esperanza de no confiar en vano en la ayuda de Gaius. Para proteger a Hanno, le había ocultado que Suniaton estaba luchando de nuevo como gladiador.
El tiempo no jugaba a su favor.
Cuando Quintus le informó de que las gestiones de Gaius habían dado su fruto, Hanno suspiró aliviado. Ya era otoño y el bosque era una explosión de color. Las temperaturas habían descendido de forma considerable y era habitual que se despertara de frío por la noche. Cuando Quintus le ordenó que recogiera sus pertenencias, sintió que le invadía una gran alegría. Con suerte, abandonaría ese lugar para siempre.
—¿Cuál es el plan? —preguntó mientras avanzaban rumbo a Capua.
—Gaius no quiere que te lo cuente —respondió Quintus evitando la mirada de Hanno.
—¿Por qué? —replicó Hanno con el estómago hecho un nudo.
Quintus se encogió de hombros.
—No estoy seguro. Creo que te lo quiere contar él mismo —se excusó consciente de la decepción de Hanno—. Ya solo nos quedan unas horas de camino.
—Lo sé —dijo Hanno forzando una sonrisa—. Os debo muchísimo a los dos por todo lo que estáis haciendo.
—No es una cuestión de deudas —replicó Quintus generoso—. Todo hombre intenta ayudar a un amigo cuando puede. Esperemos que la idea de Gaius funcione.
Hanno asintió con gesto grave. Si no funcionaba, se vería obligado a tomar una decisión difícil, dado que no podía quedarse allí para siempre.
Ya oscurecía cuando llegaron a Capua. El trayecto había transcurrido sin problemas, pero Hanno sintió que le flaqueaban las fuerzas al vislumbrar las imponentes murallas de la ciudad. Tenía el propósito de liberar a Suniaton, pero cruzar las murallas suponía un verdadero peligro. Habría guardias en las puertas y podían hacerle preguntas incómodas. Su descripción colgaba de los muros de las casas. Hanno sabía cómo se perseguía a los esclavos fugitivos en Cartago y dudaba que en Capua las cosas fueran muy diferentes. Se paró en seco y Quintus se volvió.
—¿Qué sucede?
—No solo soy un esclavo fugitivo. ¿Qué sucederá si descubren que soy cartaginés?
Quintus ahogó una risita al percibir la angustia de su amigo.
—No te preocupes —le tranquilizó—. Aquí hay muchos esclavos de tez oscura que provienen de Grecia, Libia y Judea. Nadie los distingue. Además, aparte de Gaius, nadie sabe lo que has hecho. Y a nadie le importa. Recuerda que eres un esclavo. Casi nadie se fijará en ti y mucho menos se dirigirán a ti —añadió mientras bajaba del caballo—. Sígueme con el semblante triste y no cruces la mirada con nadie.
—De acuerdo —aceptó Hanno, que hubiera deseado gozar de la seguridad de un arma para defenderse.
Para su gran alivio, no hubo ningún problema. Los guardianes ni siquiera levantaron la vista cuando entró en la ciudad siguiendo a Quintus. Tampoco hubo ningún problema en las calles, que con la caída del sol se estaban vaciando rápidamente. La gente estaba más pendiente de regresar a sus hogares sana y salva que de fijarse en un joven noble y su esclavo. Las amas de casa caminaban resueltas con sus cestas repletas de comida y, en lugar de detenerse a cotillear, solo intercambiaban unas palabras rápidas cuando se cruzaban con alguien. Los propietarios de los puestos del mercado guardaban en cajas la mercancía no vendida y la cargaban sobre sus mulas. Muchas de las tiendas ya habían cerrado y habían colocado tablones en las puertas.
Al poco rato llegaron a casa de Martialis. Quintus llamó a la puerta con fuerza. Acudió a abrirla el propio Gaius, que recibió a su amigo con una gran sonrisa.
—Os estaba esperando. —Lanzó una dura mirada a Hanno, pero no dijo nada.
A Hanno le asaltaron de nuevo las dudas. Bajó la cabeza incómodo, repitiéndose que Gaius debía de estar dispuesto a ayudarles. ¿Por qué, si no, estaban allí?
Como había varios esclavos domésticos observando la escena en ese momento, no pudo preguntárselo. Uno de ellos se acercó para tomar las riendas del caballo y Gaius rodeó a Quintus por los hombros.
—Entremos. Mi padre te espera impaciente. Ha ordenado que asaran un cochinillo en tu honor. —Dirigiéndose al mozo de cuadra le dijo—: Asegúrate de que el esclavo de mi amigo coma algo y encuéntrale también un lecho.
—Sí, señor.
Hanno se relajó un poco cuando Quintus se volvió hacia él y le guiñó un ojo. Procuró no inquietarse cuando la puerta de la casa se cerró y se quedó en la calle. Se dispuso a seguir al mozo a los establos, que se encontraban en un patio adyacente. El joven esclavo era tan taciturno como poco agraciado. Cepillaron en silencio el caballo de Quintus y le dieron agua y comida. A Hanno no le incomodaba el silencio, todo lo contrario. Después, entraron en la cocina de Martialis, a la que se accedía a través de una puerta en el muro del patio. Al igual que en los fueros de Julius, la cocina era un lugar caluroso y bullicioso donde resonaba el ruido de las cazuelas y se gritaban los nombres de los platos solicitados. Hanno percibió el delicioso aroma del cochinillo asado y su estómago comenzó a protestar. Para evitar llamar la atención, buscó un lugar tranquilo y se sentó en el pasillo que conducía a la despensa.
Transcurrido un rato, el mozo de cuadra apareció cargado con dos platos repletos de pan, carne asada y verduras. Le pasó uno a Hanno.
—Has tenido suerte. Este cochinillo podría alimentar a veinte personas, así que el amo no se dará cuenta si sus esclavos también catan un poco.
—Gracias. —Hanno tomó el plato. Era lo mejor que comía desde hacía meses.
Una vez que hubieron dado buena cuenta de sus platos, el mozo le miró de soslayo.
—¿Juegas a dados?
—No —mintió Hanno—. Esa noche se sentía más tenso que el brazo de una catapulta. Ya había demasiado en juego.
Ligeramente decepcionado, el esclavo se levantó.
—Sígueme, te enseñaré dónde puedes dormir.
El mozo le llevó de vuelta a las cuadras y le mostró un rincón cerca de la puerta.
—Está prohibido tener alguna luz encendida por el riesgo de incendio. Esta me la llevo —dijo señalando su lámpara de aceite.
—Muy bien —repuso Hanno.
El mozo se encogió de hombros y se marchó. El destello parpadeante de su lámpara de aceite se alejó lentamente hasta desaparecer por completo, lo cual dejó a Hanno sumido en la más absoluta oscuridad. No le importaba. Le afectaba más el hecho de pensar que iba a pasar varias horas solo ahora que la huida de Suniaton estaba cerca. Mientras esperaba, le resultaba agradable oír de vez en cuando las coces y los suaves relinchos de los caballos. Mucho menos agradable le parecía el sonido de las ratas correteando de un lado a otro, pero era un mal menor si tenía en cuenta el propósito de su visita.
Para su gran desesperación, la noche parecía discurrir más lenta que toda una semana. Hanno dedicó buena parte de su tiempo a rezar y a rogar a los dioses que ayudaran a Gaius a liberar a Suniaton. Exasperado por el silencio abrumador con el que se topaban sus plegarias, intentó dormir, pero sin suerte. Se alegró al oír llegar al mozo de cuadra y a otros dos esclavos. Eso significaba que al menos el tiempo sí pasaba. Hanno se hizo el dormido mientras los esclavos subían por una destartalada escalera al pajar, situado sobre los establos. Por las palabras incoherentes que salían de su boca, dedujo que habían estado bebiendo. La luz de la lámpara se apagó casi de inmediato y al poco rato distinguió la cadencia rítmica de sus ronquidos. Transcurrido un tiempo razonable que le pareció una eternidad, Hanno buscó a tientas la puerta de la cocina, donde había quedado con Quintus.
Cuando la puerta se abrió de repente, Hanno se asustó.
—¿Quién anda ahí? —susurró nervioso.
—¡El mismísimo Plutón que ha venido a por ti! —exclamó Quintus—. ¿Quién va a ser?
Hanno notó un escalofrío. La mera mención del dios romano del infierno podía darle mala suerte. Por si acaso, dirigió otra plegaria a Eshmún y solicitó su protección.
Detrás de Quintus se encontraba Gaius, que llevaba un pequeño farolillo oculto. Ambos lucían sendas capas oscuras.
Hanno no podía soportarlo más.
—¿Cuál es el plan?
—Salgamos afuera. —Gaius les condujo a los establos, levantó la barra que bloqueaba el portón y la dejó en el suelo. Al abrirse, una ráfaga de aire fresco les golpeó el rostro. Gaius se asomó a la calle—. ¡Vía libre! —susurró al instante.
Quintus empujó a Hanno al exterior y cerró el portón.
—Vamos, Gaius, ¿vas a contarnos ahora tu plan? —preguntó Quintus.
Hanno sintió que se le encogía el estómago.
—Sí —murmuró Gaius—, pero antes tu esclavo debe saber algo.
—Ya no es mi esclavo —protestó Quintus—, le liberé.
—Tú y yo sabemos que eso vale tanto como un cubo agujereado.
Quintus no respondió.
Hanno contuvo el aliento. Era obvio que Gaius no estaba cortado por el mismo patrón que Quintus. Sentía deseos de marcharse, pero eso significaría abandonar toda esperanza de liberar a su amigo. Apretó los dientes y esperó.
—Cuando me explicaste lo que habías hecho, Quintus, no daba crédito a mis oídos —masculló Gaius—. No te dije nada porque eres mi amigo más antiguo, pero cuando solicitaste mi ayuda para liberar a otro esclavo, te pasaste de la raya. Eso es algo que yo no puedo hacer.
—Gaius, yo… —balbuceó Quintus. La escasa luz no podía ocultar el bochorno en su voz.
—No obstante, cambié de opinión al descubrir quién era el amo del esclavo que tanto te interesa —prosiguió Gaius—. El oficial que murió no era sino el mayor perseguidor de la nobleza osca que jamás haya pisado esta ciudad. Y el mierdoso de su hijo no es mucho mejor que él. Robarle…, liberar a uno de sus esclavos es lo mínimo que me gustaría hacerle a ese cabrón.
Hanno suspiró aliviado.
—Gracias, Gaius —murmuró Quintus. No iba a cuestionar los motivos de su amigo en un momento así.
Gaius les pidió que se aproximaran hasta formar un corrillo.
—Para empezar, decidí rondar la calle donde vive el hijo del oficial. Al principio no descubrí gran cosa, pero fui familiarizándome con los habitantes de la casa y, finalmente, tuve un golpe de suerte: hará cosa de una semana vi al mayordomo salir de un lupanar situado al otro lado de la ciudad.
—¿Y qué? —preguntó Quintus—. Eso es algo muy habitual.
A Gaius le brilló la dentadura blanca en la oscuridad.
—Sí, pero cuando entré a preguntar con quién había estado follando, la madame se mostró muy evasiva, hasta que le di unas cuantas monedas y soltó la lengua. Al parecer, nuestro mayordomo siente debilidad por los jovencitos.
—Cabrón asqueroso —farfulló Quintus.
Hanno pensó en Hostus. El enemigo de su padre también compartía gustos similares.
—Por muy deleznable que eso sea, ¿acaso es delito aquí? —preguntó—, porque mucho me temo que en Cartago no lo es.
—Muchos lo desaprueban, pero no es una práctica contraria a la ley para un ciudadano libre como nosotros —respondió Gaius—. Sin embargo, para un esclavo es diferente. Dudo que al hijo del oficial le hiciera mucha gracia enterarse de esta costumbre de su mayordomo. Según la madame, tiende a excitarse demasiado y a volverse violento. Más de una vez ha tenido que intervenir para evitar que sus chicos sufrieran lesiones graves.
—¡Menudo animal! —espetó Quintus con el gesto torcido.
Hanno se sintió agradecido de que ni él ni Suniaton hubieran corrido semejante suerte.
—¿Así que ahora le estás chantajeando?
—Básicamente, sí —afirmó Gaius—. El mayordomo ha accedido a drogar al esclavo que vigila la puerta de Suniaton para poder dejarle salir. Es muy probable que el pobre esclavo que custodia la puerta acabe crucificado por dejar escapar a otro esclavo, pero al mayordomo le importa bien poco. Solo piensa en salvar su pellejo.
—¿Y si no accede a hacer lo que le pides? —preguntó Quintus.
A Hanno se le encogió el estómago al oír la pregunta.
—Su amo recibirá una carta anónima en la que se describirá con todo lujo de detalles sus sórdidas aventuras con la dirección del burdel, por si desea corroborar la información.
—Excelente —aprobó Quintus.
Por un momento el entusiasmo de Hanno se vio enturbiado por el hecho de que un esclavo inocente podía sufrir graves consecuencias, incluso morir, a causa de la liberación de Suni, pero acalló rápidamente sus remordimientos. Si era capaz de matar a cualquiera por salvar a su amigo, ¿cuál era la diferencia?
—Me parece perfecto, gracias —le agradeció Hanno.
—No lo hago por ti —repuso Gaius en tono cortante—. Lo hago por vengarme del hijo del oficial. —Y se rio al ver el rostro confuso de sus compañeros—. Mañana al atardecer, a más tardar, toda la ciudad habrá oído el rumor de que le gusta fornicar con jovencitos… Y no creo que esta sea la mejor manera de iniciar su carrera política, ¿verdad? —Dijo mirando a Quintus, que se encogió de hombros—. Será mejor que nos pongamos en marcha. No os alejéis.
Mientras seguía a los dos romanos, Hanno se dijo que no le importaba el motivo por el cual Gaius había decidido ayudarles. El único ser viviente que se cruzó en su camino fue un escuálido perro que les gruñó con el pelo del lomo erizado, pero Gaius le lanzó un palo grueso con gesto certero y el animal se escabulló aullando. Al poco rato los tres se encontraban agazapados junto a la puerta de una casa de aspecto anodino. Eran tres sombras apenas visibles en la oscuridad. Aparte de los destellos de luz que se vislumbraban a través de los portones de madera de una vivienda en la acera opuesta, en la calle reinaba una oscuridad absoluta.
Tras asegurarse de que la calle estuviera vacía, Gaius llamó suavemente a la puerta con los nudillos. No hubo respuesta. Hanno empezó a asustarse. Dirigió la mirada al cielo estrellado. «Eshmún —suplicó— no te olvides de Suniaton, tu fiel servidor e hijo de un sacerdote tuyo en Cartago. Gran Tanit, apiádate de él.»
Sus plegarias fueron escuchadas y la puerta se abrió con un leve chirrido.
—¿Quién anda ahí?
—Gaius.
Un hombre de baja estatura se asomó sigilosamente, pero retrocedió al ver a Quintus y Hanno. Gaius se apresuró a decir que eran amigos y el mayordomo se relajó levemente. Con entradas, la nariz puntiaguda y ojos saltones, tenía cara de rata, pensó Hanno mientras lo contemplaba con desagrado. No le sorprendía que le gustaran los jovencitos. Fuera como fuere, era el mayordomo de la casa y estaba a punto de liberar a Suniaton.
—¿Y bien? ¿Dónde está el cartaginés?
—Dentro. Iré a buscarle —respondió el mayordomo—. ¿No le diréis nada a mi amo?
—Te doy mi palabra —respondió Gaius con sequedad.
El mayordomo asintió inquieto. Sabía que no iba a conseguir nada más.
—Muy bien.
Desapareció rápidamente de su vista y Hanno sintió una ligera sospecha al percibir su excesiva prisa. Tuvo que esperar un rato antes de distinguir el sonido de unos pies que se arrastraban y ver una figura encorvada en la puerta. Hanno se levantó de un salto.
—¿Suniaton?
—¿Hanno? —inquirió su amigo con voz ronca.
Hanno le abrazó con fuerza, como si le fuera la vida en ello, por lo que apenas se percató de que la puerta se cerraba y era bloqueada con la barra. En ese momento solo le importaba Suniaton. Las lágrimas de alegría calientes le quemaban las mejillas y sintió que la túnica se le humedecía con las lágrimas de Suniaton. Estuvieron así durante un rato, disfrutando del mero hecho de que el otro estuviera vivo, pero de pronto a Suniaton le fallaron las rodillas y Hanno tuvo que sujetarle para evitar que cayera al suelo. Escrutó el rostro de su amigo. Ya no era el joven de cara redonda que tan bien conocía; en su lugar había un pobre diablo de cara enjuta y sin afeitar.
—¡Estás en los huesos! —se lamentó Hanno.
—No es eso —respondió Suniaton. Sus ojos revelaban un gran dolor—. Estoy herido.
En ese momento Hanno comprendió su postura encorvada.
—¿Es grave?
—Sobreviviré. —Sus valientes palabras fueron contradichas por una mueca de dolor—. Hace dos días recibí una paliza en una pelea. Tengo varias heridas, pero la peor es la del muslo derecho.
Gaius golpeó la puerta con fuerza.
—¡Cabrón, traidor! ¡No me habías dicho nada!
—Solo me dijisteis que le trajera a la hora acordada. Nadie me preguntó acerca de su estado de salud —repuso el mayordomo, para gran sorpresa suya.
—¡Hijo de puta! ¡Debería cortarte las pelotas! —le insultó Hanno entre dientes empujando la puerta con el hombro.
—Este no es un lugar seguro —intervino Quintus acercándose a Suniaton—. Cógele de un brazo y yo le cogeré del otro —le dijo a Hanno.
Hanno asintió. No valía la pena perder el tiempo discutiendo. El mayordomo ya se enfrentaría a su propia suerte. Solo los dioses sabían si su amo se tragaría la historia del guardián drogado. Fuera como fuere, no le importaba lo más mínimo. Lo único que quería era llevar a Suniaton a casa de Gaius para examinarle las heridas.
Por fortuna, Suniaton estaba en lo cierto en lo que a sus heridas se refería. A pesar de ser dolorosas, eran cortes de espada limpios que no ponían en peligro su vida y, en principio, parecían bien cosidas. Sin embargo, le preocupaba la gran herida del muslo, que casi había desgarrado el músculo más grueso. Como nada podían hacer por el momento, se dispusieron a marcharse. Debían ponerse a salvo antes de que amaneciera. Quintus y Hanno se despidieron de Gaius y montaron a Suniaton sobre el caballo. Tras sobornar a un centinela, lograron salir de la ciudad con relativa facilidad. Los movimientos del caballo causaron tanto dolor a Suniaton, que terminó por desmayarse. Lo único que podía hacer Hanno era sujetar su cuerpo mientras caminaba a su lado. Después solicitaría a Quintus que pidiera a Elira un poco de papaverum. Hasta entonces, solo podía dar gracias a Tanit y Eshmún y rogar su bendición. Esperaba que la recuperación de Suniaton solo fuera cuestión de tiempo. Hanno estaba ansioso por partir a Iberia, pero no podía abandonar a su amigo entonces.
La guerra podía esperar.
Bostar contempló las figuras apostadas al otro lado del Rhodanus. A pesar de que el caudaloso río de aguas profundas se hallaba a más de quinientos pasos de distancia, el campamento de los volcas se vislumbraba fácilmente por entre los árboles. El gran número de tiendas y las numerosas hileras de caballos delataban la presencia de cientos de guerreros y los centinelas patrullaban la orilla noche y día. Por regla general, las tribus de la región vivían a ambos lados del río, así que las intenciones de los volcas no podían ser más claras. «Pagarán cara su actitud combativa», pensó Bostar. Hacía menos de una hora que había recibido las órdenes de Aníbal. Tras realizar la debida ofrenda a los dioses, había llegado el momento de salir. Su falange y los trescientos scutarii que el general había insistido en que llevara consigo ya estaban listos para partir detrás de las tiendas de los libios. Su destino —una isla situada en un estrechamiento del río— se encontraba a un día de marcha hacia el norte.
—¿Por qué no podían ser estos estúpidos cabrones como el resto de las tribus de la zona? —La voz de Safo le arrancó de su ensimismamiento.
—¿Y que nos vendan sus barcos y vituallas? ¿A eso te refieres? —preguntó Bostar fingiendo alegrarse de ver a su hermano.
«¿Qué hace Safo aquí tan temprano si no sabe nada de mi misión? ¿Por qué se lo habré dicho a mi padre? —pensó Bostar asustado. Respiró hondo—. Tranquilo —se dijo—. Le pedí que no se lo dijera a nadie, y no lo habrá hecho.»
—Sí, a eso me refiero. Pero en vez de eso, van a matar a una mínima porción de los nuestros antes de ser aniquilados. Hasta unos ignorantes indígenas como ellos deberían saber que es imposible impedir que nuestras tropas crucen el Rhodanus.
Bostar se encogió de hombros.
—Me imagino que son como los ausetanos. Defender su territorio es una cuestión de orgullo. No les importa que les superemos en número. No se avergüenzan de morir luchando.
—Pues estos folladores de ovejas son idiotas —se burló Safo—. ¿Acaso no entienden que solo queremos cruzar este puñetero río y proseguir nuestro camino?
Bostar se abstuvo de preguntar si él no haría lo mismo en una situación similar.
—Ahora ya da igual. Aníbal ya les dio su oportunidad. Por cierto, ¿me buscabas por algo? Estoy a punto de salir de marcha con mi falange —mintió, incapaz de pensar en otra excusa.
—¡Por todos los dioses! Tus hombres deben de quererte mucho. ¿No habéis hecho suficientes marchas ya? Ahora entiendo por qué llevas el uniforme a estas horas —añadió desdeñoso—. No es nada urgente, solo quería comentarte que he descubierto unas huellas y que quiero salir a cazar más allá del campamento. ¿Me acompañas?
Su propuesta pilló a Bostar por sorpresa.
—¿Salir a cazar jabalíes? —balbuceó.
—O venado —sonrió Safo con picardía—, cualquier cosa que nos permita variar un poco de menú.
—No estaría nada mal comer carne fresca… —reconoció Bostar. Se sentía dividido: la propuesta de su hermano era un claro intento por su parte de arreglar las cosas entre ellos, pero no podía desobedecer, ni revelar, las órdenes de Aníbal, que eran alto secreto. ¿Qué podía responder?—. Me encantaría, pero hoy no podrá ser. No sé a qué hora regresaremos.
Safo no se dio por vencido.
—¿Y qué tal mañana? —preguntó con ganas.
Bostar se sentía cada vez más incómodo. «Por el gran Melcart —pensó—, ¿qué he hecho yo para merecer esto?» Al atardecer del día siguiente, él y sus hombres estarían tomando posiciones en la otra orilla.
—No sé… —comenzó a decir.
La buena disposición de Safo se esfumó al instante.
—¿Prefieres estar con tus hombres que con tu hermano?
—No es eso —protestó Bostar—. Me encanta la idea…
—¿Pues cuál es el problema?
Bostar no supo qué contestar.
—No puedo decírtelo —murmuró.
Safo lo miró con desdén.
—Reconócelo, no soy lo bastante bueno para ti. ¡Nunca lo he sido!
—¡No es cierto! ¿Cómo puedes decir algo así? —protestó Bostar horrorizado.
—¡Bostar! —La llamada alegre de su padre cortó en secó la discusión.
Sorprendidos, los hermanos se dieron la vuelta. Malchus avanzaba en su dirección desde la línea de tiendas.
—Pensaba que ya te habrías marchado —comentó al acercarse.
—Ahora me iba —repuso Bostar nervioso. «Baal Safón, deja que me vaya sin más problemas, por favor», suplicó—. Nos vemos luego.
Los dioses no escucharon la súplica de Bostar.
—Buena suerte —le deseó Malchus guiñándole el ojo.
—¿Por qué? —preguntó Safo con el ceño fruncido—. ¿Por qué necesita suerte para una simple marcha de entrenamiento?
—Nunca se sabe… —respondió Malchus visiblemente incómodo—. Podría romperse el tobillo… Estos senderos son muy traicioneros.
—¡Menuda mentira te acabas de inventar! Además, ¿cuándo nos has deseado tú suerte para algo tan banal? —se mofó Safo mientras se volvía hacia Bostar—. Aquí se está cociendo algo, ¿verdad? ¡Por eso no querías salir a cazar!
Bostar sintió que le ardían las mejillas.
—Debo irme —farfulló mientras recogía el escudo.
Furioso, Safo se interpuso en su camino.
—¿Adónde vas? —inquirió.
—Apártate —dijo Bostar.
—¿Es una orden, señor? —Safo impregnó esta última palabra de un gran desprecio.
—¡Muévete, Safo! —intervino Malchus—. Tu hermano ha recibido órdenes del mismísimo Aníbal.
—¿Era eso, entonces? —preguntó Safo apartándose a un lado con mirada envidiosa—. Podrías haberme dicho algo, haberme dado alguna pista…
Bostar lo miró, consciente de su error.
—Lo siento mucho.
—No es cierto —murmuró Safo entre dientes—, eres un lameculos. Eres el puto oficial perfecto —agregó en voz más baja.
Bostar sintió que le hervía la sangre, pero se contuvo.
—Lo cierto es que no te había dicho nada porque no quería que te sintieras excluido.
—¡Muy amable de tu parte! —gritó Safo con las venas del cuello hinchadas—. Vayas a donde vayas, ¡espero que te maten!
Malchus abrió la boca para protestar, pero Bostar se lo impidió con un gesto de la mano. Curiosamente, su rabia se había transformado en una profunda tristeza.
—Espero que al menos desees que la misión tenga éxito.
Safo se sintió avergonzado, pero no tuvo oportunidad de responder.
Bostar se dirigió a Malchus.
—Adiós, padre.
Los ojos de Malchus reflejaban un gran dolor.
—Que los dioses os protejan a ti y a tus hombres.
Bostar asintió y se marchó.
—¡Bostar! —le llamó Safo.
Bostar ignoró su llamada.
Tenía la sensación de haber perdido a otro hermano.
Dos días más tarde, Bostar y sus hombres ya se encontraban en posición. El trayecto había sido duro. Después de una larga marcha el primer día, los guías les condujeron hasta una bifurcación del río que tenía una isla en el centro, lo cual había facilitado la travesía. Dado que no sabían si había volcas al otro lado, decidieron cruzar el río de noche. Bostar y los diez hombres que había elegido para esta misión nadaron hasta la otra orilla utilizando una especie de balsas construidas con troncos y pieles de animales infladas. Para su gran alivio, en esa zona del bosque solo habitaban búhos y zorros. Al poco rato el resto de los soldados se unió al grupo. Bostar no se olvidó de agradecer a los dioses su buena fortuna. Aníbal y todo su ejército dependían de ellos. Si fracasaban, cientos, incluso miles, de cartagineses podían morir a manos de los volcas al cruzar el río.
Al despuntar el alba, Bostar inició la marcha hacia el sur y solo se paró al distinguir el campamento enemigo. Bostar dejó a sus hombres descansando en los densos matorrales que abundaban en las colinas próximas al río y, con unos cuantos centinelas, pasó la noche agazapado observando a los volcas sentados alrededor de sus hogueras, ajenos a todo peligro. El alivio que sintió al contemplar al enemigo tan tranquilo atenuó la profunda tristeza que arrastraba desde la discusión con su hermano. Bostar no deseaba enemistarse con Safo. «Que los dioses nos permitan sobrevivir a la batalla y hacer las paces», rogó.
A la luz del día era fácil divisar el enorme campamento cartaginés en la otra orilla. Cada vez más nervioso, Bostar observó a las tropas aproximarse a la orilla, a los soldados de caballería subiendo al barco de mayor tamaño y a los de infantería montando en las canoas. Incluso entrevió a Aníbal con su bruñida coraza dirigiendo la operación, pero Bostar no se movió. Debía escoger con mucho cuidado el momento más oportuno para atacar. Si se precipitaban, él y sus hombres corrían el riesgo de ser aniquilados y, si esperaban demasiado, morirían muchos soldados en los barcos.
Los centinelas volcas no tardaron en percatarse de la actividad que se desarrollaba al otro lado del río y dieron la voz de alarma. Cientos de hombres salieron de sus tiendas armados y corrieron hasta la orilla, donde comenzaron a caminar amenazantes de un lado a otro increpando a los cartagineses y vanagloriándose de su triunfo inminente. Bostar contempló la escena entusiasmado. El enemigo había abandonado el campamento y todos los hombres tenían la vista puesta en la flotilla del río. Había llegado el momento de actuar.
—¡Encended los fuegos! —ordenó entre dientes—. ¡Rápido!
Tres lanceros arrodillados, que habían estado esperando tensos la orden de Bostar, empezaron a frotar las piedras. Clac, clac, clac, sonaban al chocar. Pronto comenzaron a caer las primeras chispas sobre la yesca que tenían preparada. Bostar suspiró aliviado al ver surgir las llamas a un lado de la primera pila, y luego la segunda. La tercera prendió momentos después. Los soldados soplaron con fuerza para avivar las llamas.
Mordiéndose una uña nervioso, Bostar esperó hasta que las llamas fueran lo bastante fuertes.
—Echad las hojas verdes —ordenó.
Siguió con la mirada el humo ascendente provocado por las hojas húmedas y echó un vistazo a la otra orilla.
—Vamos —rogó—. Ya deberíais de verlo.
Sus plegarias fueron respondidas. Aníbal y sus hombres entraron en acción y empujaron los barcos al agua. La nave de mayor tamaño con los soldados de caballería, cada uno de los cuales sujetaba a seis o siete caballos, permaneció aguas arriba. Su número y tamaño amortiguaban el impacto de la fuerte corriente sobre las naves más pequeñas de los soldados de infantería. La respuesta de los volcas no se hizo esperar. Todos los hombres que disponían de un arco o una lanza se aproximaron a la orilla a esperar su oportunidad.
—Vamos —susurró Bostar a sus tres lanceros—. Ha llegado el momento de dar una sorpresa a esta escoria que no olvidará jamás.
Momentos más tarde, Bostar y el grueso de sus tropas descendían colina abajo hacia el río. El resto, un centenar de scutarii, se dirigieron al campamento volco. Corrían rápido y en silencio. Bostar pronto notó el rostro cubierto por los chorros de sudor que le caían por debajo del casco de bronce. Trató de ignorar el sudor contando los pasos que le quedaban hasta su destino. Durante la larga espera había calculado repetidas veces la distancia entre su escondite y la orilla. «Quinientos pasos», se dijo. Hasta las tiendas eran solo trescientos cincuenta pasos. El trayecto se le hizo eterno, pero los volcas estaban tan ocupados gritando a los barcos que recorrieron cien pasos sin problemas. Después ya solo quedaban ciento cincuenta… ciento setenta y cinco. Los barcos de Aníbal habían llegado al centro del río. Cuando Bostar estaba a punto de contar el paso número doscientos, vio el rostro perplejo de un volco que, al volverse para hablar con un compañero, descubrió al gran grupo de soldados que se dirigía a ellos. Bostar logró avanzar diez pasos más antes de que estallara la voz de alarma. «Demasiado tarde», pensó triunfante.
—¡A la carga! —gritó Bostar echando la cabeza hacia atrás—. ¡Por Aníbal y por Cartago!
Sus hombres lanzaron un grito y se abalanzaron sobre los volcas que, asombrados y aterrados, se enfrentaban a una carga frontal y a un ataque por la retaguardia. Bostar vio la angustia en el rostro de los volcas y miró atrás. Feliz, constató que sus tiendas ardían en llamas. Los scutarii habían cumplido sus órdenes a la perfección.
El número de bajas sufridas por los cartagineses se limitó considerablemente gracias a la gran confusión de los volcas, que estaban más preocupados por protegerse las espaldas que por lanzar proyectiles a las tropas indefensas de los barcos. La falta de disciplina y el pánico generalizado tampoco les permitió batir a los hombres de Bostar. Furiosos, lanzaron demasiado pronto su lluvia de lanzas y arcos, que apenas alcanzaron las primeras filas de lanceros. Menos de dos docenas de sus hombres habían caído cuando Bostar por fin alcanzó la distancia apropiada para atacar.
Con el semblante tranquilo, ordenó a sus soldados que arrojaran las lanzas. Su maniobra conjunta nada tenía que ver con el patético esfuerzo realizado por los volcas. Una lluvia de centenares de lanzas cayó sobre los inexpertos volcas, la mayoría de los cuales no llevaba armadura. El ataque causó numerosas bajas en las filas enemigas. Los gritos de los heridos y moribundos sembraron el terror y la confusión. Bostar rio maravillado ante el fantástico plan de Aníbal. Los volcas habían pasado de estar en posición de ataque a ser atacados por la retaguardia mientras las llamas consumían sus tiendas.
En ese momento empezaron a llegar los primeros barcos. Guiados por su general, muchos scutarii y castrati saltaron al agua. Sus feroces gritos de guerra asustaron todavía más a los volcas que, aterrados e incapaces de soportar la situación, huyeron corriendo.
—¡Sacad las espadas! —ordenó Bostar a sus hombres para acelerar la huida del enemigo.
La travesía del río estaba bajo control. Estaba claro que los dioses sonreían a Aníbal y a su ejército.
En un cuarto de hora, todo hubo acabado. Cientos de volcas yacían muertos o moribundos, mientras que los atemorizados supervivientes buscaban refugio en el bosque. Varios escuadrones de númidas envalentonados les pisaban los talones. Pocos fugitivos sobrevivirían para explicar la emboscada, pensó Bostar, pero algunos lo lograrían y difundirían la leyenda de la travesía de Aníbal. Lecciones sangrientas como esta, o como el asedio de Saguntum, eran un mensaje claro para las tribus vecinas: si se enfrentaban a las tropas cartagineses serían aplastados. Bostar deseó en vano que las cosas resultaran igual de sencillas con los romanos.
Una vez cumplida su misión, dejó a sus hombres y fue en busca de Aníbal. La orilla estaba repleta de soldados de infantería, honderos y soldados de caballería, que alejaban a los caballos del agua; los oficiales gritaban desesperados tratando de reunir a sus diseminadas tropas. El río estaba lleno de barcos que navegaban en distintas direcciones. Había comenzado la colosal tarea de transportar al otro lado del Rhodanus las decenas de miles de tiendas y las ingentes cantidades de vituallas que necesitaban las tropas.
Bostar se abrió camino entre los soldados tratando de encontrar a su familia. El corazón le dio un vuelco de alegría al ver a Malchus y, junto a él, Safo. Bostar dudó un instante antes de acercarse a su hermano, pero cuando vio que estaba bien, sintió un gran alivio. Bostar agradeció este instinto natural: pasara lo que pasara, la familia era la familia.
Convencido de que todo iría bien, Bostar levantó la mano.
—¡Padre! ¡Safo! —gritó.
Resultaba evidente que Suniaton tardaría meses en recuperarse y eso contando que las heridas cicatrizarían bien, algo que Hanno no veía claro. Lo que sí era obvio es que su amigo jamás volvería a luchar con esa cojera, que arrastraría de por vida. Pero como no dejaba de repetir Suniaton, por lo menos estaba vivo.
Cada vez que se lo decía, Hanno asentía y sonreía, tratando de ignorar el resentimiento que enturbiaba su alegría por el rescate de Suniaton, pero no lo conseguía. Su amigo no podía viajar solo, y quizá jamás pudiera. Hanno cambió. Se volvió retraído e irritable y pasaba mucho tiempo fuera de la cabaña, lejos de Suniaton. A pesar de sentirse mal por ello, cuando regresaba y veía a su amigo cojeando con una muleta casera, volvía a consumirle la rabia.
El cuarto día recibieron la visita inesperada de Quintus y Aurelia.
—No os preocupéis. No hay noticias de Capua —les tranquilizó Quintus mientras desmontaba.
Hanno exhaló un suspiro de alivio.
—Entonces, ¿qué os trae por aquí?
—Pensé que te interesaría saber que nuestro padre y Flaccus están a punto de partir. Por fin Publio Cornelio Escipión y sus tropas están listas.
Hanno sintió que se le paraba el corazón.
—¿Se dirigen a Iberia?
—Sí, a la costa noreste. Creen que allí es donde se encuentra Aníbal —respondió Quintus en tono neutro.
—Ya veo —replicó Hanno tratando de mantener la calma, aunque en su interior resurgió el deseo de marcharse—. ¿Y el ejército que se dirigía a Cartago?
—Pronto partirá también. Lo siento —contestó Quintus incómodo.
—No hay nada que sentir —masculló Hanno—, tú no has hecho nada.
Todavía incómodo, Quintus no respondió y se acercó a Suniaton para examinar su herida. «Esto es lo que debería hacer yo —pensó Hanno sintiéndose culpable—. Pero ¿para qué? Nunca volverá a caminar bien.»
La voz de Aurelia lo sacó de su ensimismamiento.
—Pasaremos meses sin ver a nuestro padre —le explicó con tristeza—, y Quintus no hace más que decir que quiere irse con él. Pronto nos quedaremos solas mi madre y yo.
Hanno hizo un ademán de comprensión, pero no estaba centrado en la conversación. Lo único que deseaba era seguir al ejército de Publio hasta Iberia.
Aurelia confundió su silencio por tristeza.
—¿Cómo puedo ser tan egoísta? ¿Quién sabe cuándo podrás ver tú a tu familia?
Hanno torció el gesto, pero no por sus palabras. Pronto Aníbal y sus huestes se enfrentarían al ejército consular romano y él estaba atrapado allí con Suniaton.
—¿Hanno? ¿Te ocurre algo?
—¿Qué? No, nada.
Aurelia siguió su mirada hasta Suniaton, que obedecía las instrucciones de Quintus, y se dio cuenta de lo que sucedía.
—Tú también quieres ir a la guerra —le susurró—, pero no puedes por tu lealtad a Suni.
Sorprendido, Hanno mantuvo la mirada puesta en el suelo.
Aurelia le tocó el brazo.
—No hay mayor muestra de amor por un amigo que estar a su lado en un momento así. Se necesita mucho valor para ello.
Hanno tragó saliva.
—Pero debería sentirme contento de estar con él, no enfadado.
—No puedes evitarlo —suspiró Aurelia—. Eres un soldado, al igual que mi padre y mi hermano.
Quintus se acercó en ese momento.
—¿Qué decías?
Ni Aurelia ni Hanno contestaron.
Quintus esbozó una amplia sonrisa.
—¿A qué viene tanto secretismo? ¿Habéis adivinado que voy a ir en busca de nuestro padre?
Horrorizada, Aurelia lo miró boquiabierta. Hanno también estaba sorprendido, pero antes de que ninguno de ellos pudiera responder, Suniaton se acercó para decir algo y Quintus le cedió la palabra.
—Soy muy consciente de lo duro que es esto para ti, Hanno. Estás aquí, esperando a que me recupere, cuando lo único que deseas es alistarte al ejército de Aníbal.
Su intervención dejó a todos sin palabras y Hanno se sintió más culpable que nunca.
—Me quedaré contigo todo el tiempo que sea necesario. No se hable más —declaró. Acto seguido, se volvió hacia Quintus—. ¿Qué es lo que te ha motivado a marcharte ahora?
—Tengo que explicarle a nuestro padre lo que te ha hecho Agesandros. El poder se le ha subido a la cabeza.
Aurelia le interrumpió furiosa.
—¡Ese no es el motivo! Sabes perfectamente que en estos momentos es una locura despachar a un capataz. Además, las acciones de Agesandros no son lo bastante contundentes como para exigir su sustitución. Vamos a tener que seguir aguantándole.
Quintus la miró decidido.
—Sea como sea, me voy. Mi entrenamiento ha finalizado. La guerra podría acabarse en unos meses y me la perderé si espero hasta ser llamado a filas.
«Estás subestimando a Aníbal», pensó Hanno.
—¡Estás loco! —exclamó Aurelia—. ¿Cómo vas a encontrar a nuestro padre en medio de la guerra?
Por un momento, Quintus pareció asustarse.
—Le encontraré antes —respondió envalentonado—, solo necesito llegar al puerto de Iberia al que se dirige Publio. Allí compraré un caballo y seguiré a las legiones. Cuando le encuentre, ya será demasiado tarde para que me mande de vuelta a casa —añadió muy seguro desafiando a Hanno y su hermana con la mirada.
—Es una locura que viajes tan lejos por tu cuenta —protestó Aurelia—. ¡Nunca has ido más allá de Capua!
—Ya me las apañaré —farfulló Quintus furioso.
—¿Ah, sí? —preguntó Aurelia con sarcasmo, a la vez que se sorprendía de su ira, pues ya sabía desde hacía tiempo que esto iba a ocurrir.
—¿Por qué lo dices? —replicó Quintus.
Se produjo un silencio incómodo.
Suniaton carraspeó.
—¿Por qué no acompañas a Quintus? —preguntó a Hanno, que le miró atónito—. Es mejor viajar con dos espadas que con una.
Aurelia notó que el corazón comenzaba a latirle con fuerza. Sorprendida por sus sentimientos, se mordió el labio para no protestar.
Hanno entrevió un destello de esperanza en los ojos de Quintus. Para su sorpresa y vergüenza, él sentía la misma emoción en su corazón.
—No te voy a abandonar, Suni —protestó.
—Ya has hecho más que suficiente por mí, sobre todo si tenemos en cuenta que nos encontramos en esta tesitura por mi culpa —insistió Suniaton—. Llevas toda la vida esperando esta guerra. Yo no. Sabes que yo prefiero ser sacerdote que soldado. Así que, con el permiso de Quintus y Aurelia, yo me quedo aquí. —Quintus asintió en señal de aprobación—. Cuando me haya recuperado por completo, viajaré solo a Cartago —añadió.
—No sé qué decir —balbució Hanno, que se sentía apenado e ilusionado a la vez.
Suniaton alzó la mano para evitar que protestara.
—No consentiré que te quedes.
Hanno no protestó.
—Todavía estoy en deuda contigo, Quintus, así que acompañarte podría servir para saldar una parte de la misma —dijo Hanno—. ¿Qué te parece?
—Será un honor tenerte como compañero de viaje —respondió Quintus agachando la cabeza para ocultar su alivio.
La pena de Aurelia no conocía límites. No solo iba a perder a su hermano, sino también a Hanno, y no podía hacer nada por evitarlo. Dejó escapar un sollozo. Quintus le rodeó los hombros con el brazo y Aurelia logró sobreponerse.
—Regresa sano y salvo.
—Claro que sí —murmuró—. Y también nuestro padre.
Nerviosa, Aurelia miró fijamente a Hanno.
—Tú también —susurró.
Quintus escuchó sus palabras atónito.
Hanno no daba crédito a sus oídos. Aurelia estaba comprometida con un romano, además un romano de alto rango. ¿Realmente sentía lo que había dicho? Escudriñó su rostro durante unos instantes.
—Volveré —respondió por fin—, algún día.