12

PLANES

Hanno se despertó a la mañana siguiente por culpa de una patada en las costillas. Abrió los ojos gimiendo de dolor. Agesandros se cernía sobre él, flanqueado por dos de los esclavos más fornidos de la finca. Hanno sabía que eran unos brutos estúpidos que hacían lo que les dijeran. Sostenían unos grilletes con los puños morcillones. A Hanno le embargó la confusión y el miedo. El hecho de caer en la cuenta de que Quintus y Fabricius no estaban le sentó como un martillazo. Aquello debía de ser algo más que una coincidencia.

—¿A qué viene eso? —masculló.

En vez de responder, el siciliano le dio otra patada. Varias veces.

Protegiéndose la cabeza con las manos, Hanno se colocó en posición fetal y rezó para que Aurelia le oyera.

Al final, Agesandros paró. No había hecho ningún esfuerzo por ser silencioso.

Gugga hijo de puta —rugió.

Hanno alzó la mirada con ojos entrecerrados. Se asustó al ver al siciliano con un puñal en la mano y un pequeño monedero en la otra.

—He encontrado esto bajo tu patética pila de pertenencias. ¿O sea que robas dinero y armas de tus amos? —bramó Agesandros—. Probablemente quieras cortarnos el pescuezo a todos por la noche, antes de huir para juntarte con tus paisanos mierdosos en la guerra contra Roma.

—Es la primera vez en mi vida que veo eso —exclamó Hanno. Inmediatamente recordó una imagen de Agesandros acechando en el atrium. ¡Eso es lo que había estado haciendo el siciliano!—. Cabrón —masculló Hanno, intentando incorporarse. Recibió una patada en la cara por las molestias. El golpe lo tumbó de nuevo en la esterilla mientras le embargaban oleadas de agonía. Se le llenó la boca de sangre y al cabo de un momento escupió dos dientes.

Agesandros se rio con crueldad.

—Ponedle los grilletes —ordenó—. En el cuello y en los tobillos.

Aturdido, Hanno observó cómo los esclavos se le acercaban y le ceñían los pesados aros de hierro alrededor del cuerpo. Tres fuertes clics y regresó a la situación del mercado de esclavos. Como antes, una larga cadena colgaba de la banda metálica que le rodeaba el cuello. Hanno fue obligado a ponerse en pie mediante un tirón brutal y conducido hacia la puerta.

—¡Parad!

Todos los ojos se giraron.

Aurelia, que todavía iba en camisón, estaba enmarcada en el umbral de la puerta de su habitación.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —chilló—. Hanno es un esclavo doméstico, no uno de los trabajadores de la finca para que hagas con él lo que te plazca.

El siciliano hizo una reverencia exagerada. Burlona.

—Perdonadme, mi señora, por haberos despertado tan temprano. Después de oír las noticias de la carta de vuestro padre, me preocupa cómo va a reaccionar este esclavo. Me preocupa que planeara haceros daño a vos y a vuestra familia antes de huir. Desgraciadamente, acerté. —Mostró las pruebas—. Está claro que esto no es de él.

Horrorizada, Aurelia lanzó una mirada rápida a Hanno. Se estremeció al ver que tenía la cara ensangrentada.

—Alguien lo ha dejado entre mis cosas —masculló Hanno, lanzando una mirada envenenada a Agesandros.

Aurelia lo entendió de inmediato y se abalanzó hacia delante.

—¿Lo ves?

El siciliano se rio por lo bajo.

—Es normal que diga eso, ¿no? Todos los guggas son unos mentirosos. —Hizo un gesto con la cabeza a los dos grandullones—. Venga, tenemos un largo viaje por delante.

—Te lo prohíbo —gritó Aurelia—. No des un paso más.

Los esclavos que sujetaban a Hanno se quedaron petrificados y Agesandros se giró.

—Perdonadme, mi señora, pero en este caso voy a desestimar vuestra autoridad.

La voz de Atia sonó como un latigazo.

—¿Y la mía? —preguntó—. Cuando Fabricius no está, yo estoy al mando, no tú.

Agesandros parpadeó.

—Por supuesto que sí, ama —repuso con voz queda.

—Explícate.

Agesandros mostró una vez más el cuchillo y el monedero y repitió sus alegaciones.

Atia intentó parecer horrorizada.

—¿Qué diría Fabricius si descubriera que he dejado a un esclavo tan peligroso en la finca, ama? —preguntó el siciliano—. Haría que me crucificaran y con razón.

«Cabrón listillo —pensó Hanno—. Usas tus triquiñuelas cuando solo tienes a dos mujeres que intimidar.» Fabricius estaba muy lejos y vete a saber cuándo volvería Quintus.

Atia asintió en señal de aceptación.

—¿Adónde lo llevas?

—A Capua, señora. Está claro que este perro es demasiado peligroso para venderlo como esclavo normal y corriente, pero me he enterado de la muerte reciente de un funcionario del gobierno local. El funeral se celebra dentro de dos días y el hijo del hombre quiere honrar el fallecimiento de su padre con una lucha de gladiadores. Un par de prisioneros se enfrentarán hasta que uno de ellos muera y el superviviente será ejecutado.

Atia esbozó una sonrisa desganada.

—Entiendo. ¿Mi marido perderá dinero con esto?

—No, señora. Por un evento como este, conseguiré mucho más de lo que pagamos por él.

Unas lágrimas de impotencia resbalaron por las mejillas de Aurelia. Se estrujó el cerebro para ver si se le ocurría qué hacer.

Atia se acercó para abrazar a Aurelia.

—No te pongas nerviosa. Es un esclavo, cielo —dijo—. Y además asesino.

—No —susurró Aurelia—. Hanno no haría una cosa así.

Atia frunció el ceño.

—Tú misma has visto las pruebas. La única forma que tenemos de confirmar la culpabilidad del cartaginés es haciendo que lo torturen y ver qué dice. ¿Es eso lo que quieres?

Derrotada, Aurelia negó con la cabeza.

—No.

—Bien. El asunto está zanjado —dijo su madre con firmeza—. Ahora voy a darme un baño. ¿Por qué no me acompañas?

—No me apetece —susurró Aurelia.

—Tú sabrás —dijo Atia. Se giró hacia Agesandros—. Mejor que te pongas en marcha, ¿no? Capua está lejos.

El siciliano le dedicó una sonrisa zalamera.

—Sí, señora.

Atia desapareció del sitio con un asentimiento de satisfacción.

Hanno, mientras tanto, estaba aturdido. «Agesandros debe de haber planeado esto desde que Quintus y Aurelia me rescataron —pensó—. Ha estado esperando el momento adecuado.»

Su horror no iba a hacer sino aumentar.

—Se me olvidó decir una cosa. —Regodeándose en la situación, el siciliano miró a Hanno, luego a Aurelia y otra vez a Hanno—. El otro luchador también es un gugga. Un amigo de este pedazo de mierda, me parece.

A Hanno se le revolvió el estómago. Parecía demasiada coincidencia para ser verdad.

—¿Suniaton?

Agesandros enseñó los dientes.

—Así se llama, sí.

—¡No! —exclamó Aurelia—. Qué crueldad tan grande.

—Muy acertado, creo yo —dijo Agesandros.

El alivio que Hanno sintió al saber que Suni seguía vivo se desvaneció al instante. Le embargó una furia cegadora y se abalanzó hacia delante, desesperado por agredir a Agesandros. Después de tres pasos, le impidieron seguir. El esclavo que sujetaba la cadena que llevaba al cuello se había limitado a tirar de ella. Hanno apretó los dientes de rabia.

—Pagarás por esto —bramó—. Te maldigo para siempre. Y pongo por testigo a los dioses del submundo.

Había pocas personas que no temieran tales maldiciones y Agesandros se estremeció. Pero enseguida recobró el control.

—Tú eres quien visitará el Hades, junto con tu amigo. No yo. —Chasqueó los dedos en dirección a los esclavos y se dirigió enfadado a la puerta delantera.

Hanno no soportó mirar a Aurelia mientras se lo llevaban a rastras. Le resultaba demasiado doloroso. Lo último que oyó fue el sonido de sus pisadas en el mosaico y que llamaba a Elira. Entonces llegó al exterior, bajo la luz brillante del sol primaveral. Camino de Capua, donde se enfrentaría a muerte con Suniaton. Hanno observó la espalda ancha de Agesandros y suplicó a todos los dioses que un rayo lo dejara clavado en el sitio. Pero, por supuesto, no pasó nada.

Hanno perdió sus últimos retazos de esperanza.

Al cabo de unos instantes, la recuperó. Ni siquiera había llegado al final del sendero cuando oyeron gritos y chillidos detrás de ellos. Agesandros se dio la vuelta y abrió unos ojos como platos. Sin ni siquiera mirar a Hanno, corrió hacia los edificios de la finca. Con movimientos lentos, Hanno se giró para ver qué ocurría. Se sorprendió al ver zarcillos de humo elevándose desde uno de los graneros. «Aurelia —pensó, exultante—. Debe de haber provocado un incendio.»

Era imposible que Agesandros hiciera otra cosa que regresar. Aurelia le había hecho ganar algo de tiempo. ¿Iba a bastarle?, se preguntó Hanno mientras la desesperación le desgarraba el alma.

Tardaron varias horas en controlar el fuego. Vivo como el demonio, Agesandros se encargó de que todos los esclavos de la finca llevaran agua a los graneros. A Hanno incluso le quitaron los grilletes para que colaborara. Lanzando el contenido de los baldes a las llamas, los esclavos corrían de aquí para allá, una y otra vez. Aurelia y Atia observaban desde una distancia prudencial. Las dos tenían una expresión horrorizada. No había ni rastro de Elira.

El siciliano no dejó descansar a nadie hasta que estuvo convencido de que el fuego amainaba. A su pesar, Hanno admiró la labor de Agesandros. Estaba lleno de hollín de la cabeza a los pies, igual que todos los demás, y se le veía extenuado. El hecho de que los graneros fueran de piedra había ayudado, pero el esfuerzo mayúsculo que el capataz había exigido a todo el mundo era el motivo principal por el que el fuego no se había propagado más allá de los edificios de la granja.

Para cuando la última llama estuvo extinguida, ya había caído la tarde. Ya no era hora de ir andado a Capua. Para alivio de Hanno, el siciliano no se molestó en pegarle más. Le volvieron a poner los grilletes y lo encerraron en una pequeña celda adjunta a los aposentos de Agesandros, oscura como la boca de un lobo. Hanno se desplomó en el suelo y cerró los ojos. Estaba muerto de sed y las tripas le sonaban como si tuviera una bestia dentro, pero Hanno dudaba que fueran a traerle comida o bebida. Lo único que podía hacer era intentar dormir y confiar en que Aurelia tuviera otro as en la manga.

Pasaron varias horas. Hanno dormitó a ratos pero el frío y los grilletes le impedían dormir bien. Sin embargo, soñó con muchas cosas. Las calles de Cartago. Sus dos hermanos, Safo y Bostar, practicando con la espada. El mensajero de Aníbal que los visitaba por la noche. Pescar con Suniaton. La tormenta. La esclavitud y su amistad peculiar con Quintus y Aurelia. La guerra sangrienta entre Cartago y Roma. Dos gladiadores que luchaban frente a una multitud que aullaba. Las últimas imágenes eran de una violencia horripilante. Empapado de sudor, Hanno se incorporó rápidamente.

La desolación se respiraba en el ambiente. Después de todas sus plegarias para reunirse con Suniaton, eso es lo que había pasado. Morirían juntos para conmemorar la muerte de un oficial romano gruñón. Hanno se sentía frustrado y rabioso a la vez. Solo en la oscuridad, rezó para que Agesandros se quedara a presenciar la lucha. Cuando a él y a Suniaton les entregaran las armas, podían cometer un ataque suicida contra el siciliano. Vengarse antes de morir. Su plan era inviable, pero Hanno se aferró a él.

Al cabo de un rato le sorprendió el sonido de una llave al entrar en la cerradura. Si todavía no había amanecido… Hanno se apartó temeroso de la puerta y alzó las manos contra el arco de luz que se propagó por la estancia. Se llevó una gran sorpresa al ver que quien entraba era nada más y nada menos que Quintus, vestido con una gruesa capa. Llevaba un manojo de llaves en una mano y una pequeña lámpara de bronce en la otra. Un gladius envainado le colgaba de un tahalí que llevaba sobre el hombro derecho.

Hanno estaba estupefacto.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Ayudar a un amigo —se limitó a contestar Quintus. Dejó la lámpara en el suelo y probó una de las llaves en los grilletes de Hanno. La primera no funcionó, pero la segunda sí. Al cabo de un momento, también le abrió el aro de metal que le rodeaba el cuello. Quintus sonrió.

—Vamos.

Hanno apenas era capaz de contener su alegría.

—¿Cómo has sabido que tenías que volver?

Quintus esbozó una sonrisa socarrona.

—Puedes darle las gracias a Aurelia. En cuanto te marchaste, envió a Elira a buscarme. A continuación le prendió fuego al granero.

Hanno seguía confundido.

—Pero las llaves… —dijo—. No había tiempo de hacer copias.

—Estas son las originales —explicó Quintus. Vio el desconcierto de Hanno y se explicó—. Felicité a Agesandros por la excelente labor realizada dándole una jarra del mejor vino de papá. El tonto estaba encantado. Lo que no sabía era que le habían añadido papaverum suficiente para tumbar a un elefante. Me limité a esperar a que se lo bebiera y se durmiera. Entonces le cogí las llaves.

—Eres un genio. Igual que Aurelia. —Sujetó a Quintus del brazo—. Gracias. Os debo mi vida a los dos por segunda vez.

Quintus asintió.

—Sé que Agesandros mintió acerca de tus intenciones de matarnos. Si me hubieras querido ver muerto, no habrías venido a salvarme a la cabaña. Además, sé que tú me ayudarías si me encontrase en una situación similar. —Se acercó a la puerta—. Venga, vamos. Falta poco para el amanecer. Aurelia está en los corrales, dando de comer sobras a los perros para que no ladren, pero no puede pasarse ahí todo el día. Me ha dicho que te diga que te incluirá en sus oraciones. —No mencionó las lágrimas de su hermana. ¿Qué sentido tenía? La suya era una fantasía imposible.

Triste por no poder ver a Aurelia y ajeno a las emociones de Quintus, Hanno le siguió al exterior. La finca estaba desierta y los únicos sonidos audibles eran los fuertes ronquidos de Agesandros. Los edificios quedaron atrás después de cien pasos. Los cipreses que flanqueaban el sendero se veían altos y amenazadores, las ramas les crujían por efecto de la brisa ligera. La luna en cuarto creciente estaba baja en el cielo y Hanno recordó a Tanit y a su hogar. Y a Suniaton. De repente, el alivio inmenso que había sentido al ver aparecer a Quintus empezó a desvanecerse. Él quizá fuera libre, pero su amigo no.

Quintus se paró al llegar a la sombra de los árboles. Se pasó el tahalí por encima del hombro y le tendió el gladius a Hanno.

—Lo necesitarás. —A continuación le tendió su gruesa capa de lana y un morral de cuero.

Hanno le dio las gracias con un murmullo.

—En la bolsa encontrarás comida para varios días y veinticinco didracmas. Dirígete a la costa y viaja hasta Siracusa. Seguro que encuentras un barco mercante que te lleve a Cartago.

—No pienso ir a ningún sitio sin Suniaton —declaró Hanno.

A Quintus le cambió la cara.

—¿Te has vuelto loco? —susurró—. Ni siquiera sabes dónde está recluido.

—Le encontraré —respondió Hanno sin inmutarse.

—Y de paso conseguirás que te maten.

—¿Dejarías atrás a Gaius si estuvieras en mi lugar? —preguntó Hanno.

—Por supuesto que no —replicó Quintus.

—Pues eso.

—Dichoso cartaginés tozudo. Eres incorregible —le riñó Quintus—. Ir a Capua tú solo es un suicidio. No puedo dejar que hagas tal cosa. No después de todas las molestias que me he tomado por ti. ¿Sabrías encontrar la cabaña del pastor donde nos enfrentamos a los bandidos?

Hanno miró de hito en hito a Quintus porque no comprendía sus intenciones.

—Creo que sí.

—Ve allí y espérame. Intentaré encontrar a Suniaton.

Comprendió la inmensidad de lo que le ofrecía Quintus.

—No tienes por qué hacer esto.

—Ya lo sé. —Quintus lo miró con solemnidad—. Pero eres mi amigo.

A Hanno se le hizo un nudo en la garganta.

—Gracias. Si alguna vez puedo pagarte esta deuda, lo haré. Tienes mi palabra.

—Recemos para que nunca tenga que recurrir a ti. —Quintus lo empujó hacia las colinas—. Márchate.

Con el corazón liviano como no lo sintiera desde Cartago, Hanno corrió a internarse en la oscuridad.

Hanno encontró el camino a la cabaña sin problemas y llegó menos de dos horas después del amanecer. Durante la subida, se maravilló de cómo había huido de las garras de Agesandros por segunda vez. Por supuesto, era todo gracias a Quintus y Aurelia. De nuevo, Hanno se vio obligado a reconocer que los romanos eran capaces de mostrar una gran bondad. No eran ni mucho menos los monstruos engañosos descritos por su padre. Sus sentimientos caritativos duraron poco. A Hanno le bastaba con pensar en Flaccus y su historia para recordar las condiciones durísimas que habían impuesto a Cartago al final de la última guerra y el comportamiento arrogante que Roma había tenido con respecto a Saguntum. Ni siquiera al cordial Martialis le caían bien los cartagineses. «Típico de los guggas», había dicho.

Se tranquilizó pensando en cómo un romano —Quintus— estaba en aquel preciso instante intentando liberar a Suniaton, un cartaginés condenado a morir. Su estratagema no duró demasiado. A medida que pasaban las horas, a Hanno le resultaba más difícil no marcharse a Capua. Lo único que se lo impedía era la promesa que le había hecho a Quintus. Se entretuvo arreglando la cabaña, que había quedado dañada después de la pelea. Hanno empezó recogiendo todos los trozos de leña caída que encontró. Luego, utilizando unas herramientas viejas pero en buen estado que encontró en el interior, serró y cortó la leña a la medida necesaria. No era carpintero pero la construcción era sencilla. Lo único que tenía que hacer era observar las partes no dañadas y copiarlas. Era una tarea fácil pero gratificante y, al caer el sol, Hanno se dispuso a admirar su trabajo.

Sin embargo, le roía la preocupación. Era incapaz de pasar por alto el hecho de que Quintus no regresaría ese día. ¿Significaba aquello que sus intentos habían fracasado? Hanno no tenía ni idea. Calibró sus opciones durante un rato y llegó a la conclusión de que era demasiado peligroso regresar a la finca. Agesandros estaría al acecho. Tampoco tenía ningún sentido encaminarse a Capua. Hanno no conocía a nadie allí y si no conseguía encontrar a Quintus, no tendría ni idea de lo que había sucedido desde la mañana. Lo único que podía hacer era no hacer nada. Un poco más tranquilo, Hanno encendió un fuego en la chimenea de piedra de la cabaña y engulló unas cuantas olivas, queso y pan que encontró en el morral.

Enfundado en la capa de Quintus, Hanno se quedó observando las llamas anaranjadas y pensando en las personas que más quería en el mundo. Su padre. Safo y Bostar. Suniaton. Hanno hizo una pausa antes de añadir a dos personas más a la lista. Quintus. Aurelia. ¿A cuántos de ellos volvería a ver? La tristeza, su eterna compañera desde la tormenta, embargó a Hanno como una ola gigante. Lo más probable era que jamás volviera a reunirse con su familia. Posiblemente en esos momentos estuvieran con el ejército de Aníbal en Iberia, con muchas posibilidades de resultar muertos. Aunque su mayor deseo era encontrarles, conseguirlo en medio de una guerra resultaría prácticamente imposible. Hanno se dio cuenta de que quizá de lo que tenía más posibilidades era de encontrar a Suniaton. Si, por suerte, aquello llegaba a pasar, se marcharía y nunca volvería a ver a Quintus ni a Aurelia. Aquella constatación aumentó su pesadumbre todavía más. A lo único que podía aspirar era a reunirse con sus seres queridos en la próxima vida. Aquel panorama desolador fue lo último que Hanno recordó cuando el sueño lo acogió en sus brazos.

Al amanecer Hanno estaba más animado. Había mucho por lo que estar agradecido. A pesar de lo que había sufrido, ya no era un cautivo. Además, Quintus tenía más posibilidades de liberar a Suniaton que él. Si su intento tenía éxito, él y su amigo tenían bastantes posibilidades de llegar a la costa y encontrar un barco con destino a Cartago. «No pierdas la esperanza —pensó Hanno—. Sin ella, la vida no tiene ningún sentido.»

Se pasó la mañana practicando con el gladius y escudriñando las laderas por si advertía movimiento. Era casi mediodía cuando Hanno avistó una figura solitaria a caballo. El corazón le dio un vuelco. No había forma de saber quién era, por lo que se ocultó junto a unos enebros que había a unos cincuenta pasos
de la cabaña. Hanno esperó con el alma en vilo a que el jinete se acercara. A juzgar por la anchura de los hombros, debía de ser un hombre. No había rastro de ningún perro, lo cual le satisfizo, pues aumentaba la posibilidad de que no se tratara de alguien que había ido a cazarlo.

Al final reconoció las facciones de Quintus. Hanno se llevó una gran decepción al ver que Suniaton no le acompañaba. Cuando el otro se acercó lo bastante para hablar, Hanno salió de su escondite.

Quintus alzó una mano a modo de saludo y disculpa.

—¿Qué ha pasado? ¿Has averiguado algo sobre Suniaton?

Quintus hizo una mueca.

—Sigue vivo pero resultó herido hace dos días durante los entrenamientos. La buena noticia es que no podrá participar en el munus. —Vio la inquietud de Hanno—. No es más que una herida superficial. Por lo que parece, en un mes o así estará recuperado.

Hanno cerró los ojos para disfrutar del alivio que sentía. ¡Suni no estaba muerto!

—Entonces, ¿el hijo del general no quiso venderlo?

Quintus negó con la cabeza.

—Pareció que le daba igual que tú y Suniaton no fuerais a enfrentaros —dijo—. Pero tampoco quiso vender a Suni. He cometido la estupidez de dejar que ese perro sarnoso viera lo mucho que me interesaba comprarlo. El cabrón me ha dicho que regrese cuando Suniaton esté totalmente recuperado y así lo veré en plenas facultades. «Así verás su verdadera valía», dijo. Pero yo esperaría sentado. El hombre se da aires de entrenador de gladiadores. Debe de haber una docena de gladiadores que entrenan en su patio. Lo siento.

Hanno notó cómo su último atisbo de esperanza se le escabullía de las manos.

Quintus miró incómodo colina abajo.

—Tendrías que ir planteándote ponerte en marcha.

Hanno le dedicó una mirada inquisidora.

—Agesandros se puso furioso cuando descubrió que no estabas —explicó Quintus—. Ese cabrón arrogante no se creía que yo te había liberado. Dijo que mi padre era el único que tenía poder para hacer tal cosa. Como es natural, mi madre estuvo de acuerdo con él. Está enfadada conmigo —añadió abatido.

—Pero tu padre no volverá hasta dentro de unos meses.

Quintus le dedicó un asentimiento desalentador.

—Por eso. Lo cual te convierte en un fugitivo y a Agesandros se le da muy bien darles caza. Le dije que te habías ido hacia Capua y me parece que me creyó. Empezó a mirar en esa dirección. —Guiñó el ojo—. Por suerte, Aurelia hizo que Elira arrastrara una de tus túnicas viejas hasta el río y que luego flotara aguas abajo hasta un vado donde sus huellas se mezclarán con muchas otras. Dejó la prenda en el agua, lo cual servirá para despistar a los perros.

—Tu hermana es increíble —dijo Hanno asombrado.

Quintus esbozó una breve sonrisa.

—Seguiría siendo preferible que te marcharas. Bordea la finca para llegar a Capua mañana por la mañana. Para entonces Agesandros debería estar de vuelta y tú puedes coger un barco que vaya río abajo hasta la costa.

A Hanno se le hizo un nudo en la garganta.

—No puedo abandonar a Suniaton —musitó—. Está tan cerca…

—Y tan lejos —repuso Quintus con dureza—. Por la cuenta que te trae, igual podría estar en el Hades.

—Nunca se sabe —replicó Hanno—. Pero has dicho que el hijo del oficial estaba dispuesto a hablar dentro de unas semanas.

Quintus suspiró sin mostrar asombro.

—Pues quédate —dijo. Te traeré comida cada dos o tres días. Intentaré echarle el ojo a Suniaton. Encontraremos la manera de liberarlo.

A Hanno le entraron ganas de gritar de alivio.

—Gracias.

Quintus hizo cambiar de dirección al caballo.

—Estate alerta. Nunca se sabe cuándo podría aparecer Agesandros.

La falange de Bostar marchaba detrás de la de Safo y de su padre, por lo que el mensajero llegó primero a él.

—¿Hay algún capitán Bostar por aquí? —preguntó.

—Sí. ¿Qué quieres?

—Aníbal quiere hablar con vos, señor. Ahora —dijo. Enseguida adoptó el mismo paso que los libios.

Bostar se quedó mirando al scutarius fornido, que era uno de los guardaespaldas del general.

—¿Sabes de qué se trata?

—No, señor.

—¿Desea ver también a mi padre o a mi hermano?

—Solo vos, señor —contestó el íbero sin inmutarse—. ¿Qué le digo al general? Se ha salido de la columna hace poco menos de dos kilómetros.

—Dile que iré enseguida. —Bostar se quedó pensativo unos momentos—. ¡Espera! Iré contigo.

Al scutarius pareció satisfacerle su reacción.

—Muy bien, señor.

Bostar masculló unas instrucciones a su segundo al mando, que cabalgada detrás de él, antes de girarle la cabeza al caballo y dirigirlo fuera de la zona de los soldados. Algunos alzaron la vista al verle machar trotando y sonrieron. Bostar asintió agradeciendo el gesto, contento de que sus esfuerzos por ganarse su confianza dieran sus frutos. Los grandes escudos circulares de los libios les rebotaban en la espalda al caminar y las lanzas cortas apuntaban hacia el cielo en un mar de puntas. Cada cincuenta pasos había un oficial subalterno y junto a cada uno de ellos marchaba el abanderado. Los palos de madera estaban decorados con discos solares, medialunas y lazos rojos.

Bostar observó la larga columna serpenteante que se acercaba desde el suroeste.

—Regálate la vista con eso —dijo al scutarius, que trotaba a su lado—. Es todo un espectáculo.

—Supongo que sí, señor. —El hombre se aclaró la garganta y escupió—. Pero tendría mucha mejor pinta con cuarenta mil paisanos míos más.

—No todos son tan leales como tú y tus compañeros —dijo Bostar. A él también le dolía que el ejército hubiera quedado diezmado en más de un tercio en poco más de tres meses. Buena parte de la disminución se debía a las bajas sufridas hasta el momento, y por quienes formaban las guarniciones a lo largo de la ruta de vuelta a Iberia. Además, Aníbal había licenciado a muchos hombres, diez mil por lo menos, antes de que desertaran. Hablar del tema con un soldado raso era malo para la moral, así que Bostar mantuvo la boca cerrada. Sin embargo, enseguida se animó. Era imposible no entusiasmarse al ver un ejército cartaginés de tal magnitud, el primero de envergadura que pasaría a la ofensiva contra Roma en más de una generación.

Después del paso de los últimos lanceros había un pequeño hueco hasta que llegaban las siguientes unidades. Había filas compactas de escaramuzadores libios tatuados y de aspecto feroz, descalzos y ataviados con unas túnicas rojas de piel de cabra. Iban armados con pequeños escudos circulares y varias jabalinas. Les seguían cientos de honderos baleáricos, hombres salvajes y medio desnudos de las islas mediterráneas cuya habilidad con la honda era legendaria. Bostar no habría confiado en ninguno de ellos, pero eran una baza importantísima en el ejército de Aníbal.

Luego iba la caballería ligera íbera, los caetrati, con sus rodelas de cuero, jabalinas y espadas falcata. Más abajo, Bostar reconoció a Aníbal y sus oficiales, rodeados por la guardia montada, caballería local con cascos de bronce con penacho y capas rojas. Detrás del general marchaban los soldados de infantería celtíberos, los scutarii.

Bostar no alcanzaba a ver a las últimas unidades del ejército, que iban detrás del convoy de bagaje, miles de mulas cargadas hasta los topes y guiadas por campesinos íberos. La retaguardia estaba protegida por treinta y siete elefantes y más celtíberos. Bostar pensó que su uniforme quizá fuera el más deslumbrante de toda la fuerza: capas negras, cascos de bronce con penachos carmesí y grebas hechas con tendones. Los escudos que portaban eran o bien redondos como los de los caetrati, u óvalos alargados y planos, y llevaban espadas cortas y rectas y lanzas de hierro. Por último iban los muchos escuadrones protectores de caballería íbera y númida, que se movían con rapidez. Ellos, los mejores jinetes del mundo, eran el arma secreta de Aníbal.

Llegaron a donde estaba el general poco después. El scutarius dio la contraseña al soldado de caballería que los interpeló y el cordón protector se abrió a su paso. Bostar desmontó rápidamente y le lanzó las riendas al íbero. Mientras se acercaba, notó la mirada de Aníbal puesta en él. Bostar aceleró el paso. Hizo el saludo con rapidez.

—¿Deseabais verme, señor?

Aníbal sonrió.

—Sí, no te esperaba tan pronto.

Bostar no pudo evitar sonreír.

—Quería averiguar qué tenéis en mente para mí, señor.

Aníbal lanzó una mirada a los oficiales del otro lado.

—Este cachorro de león está ansioso, ¿eh?

Todos se echaron a reír y Bostar se sonrojó, sobre todo porque el general y sus hermanos —los hijos de Amílcar Barca— recibían el sobrenombre de «la camada del león».

Aníbal se percató enseguida.

—No te ofendas, porque no es mi intención. Los soldados como tú son el pilar de este ejército. No como los miles de hombres que tuve que dejar marchar después de nuestra última campaña. Pusilánimes.

Bostar asintió agradecido.

—Gracias, señor.

Aníbal dirigió la mirada hacia el suroeste, por donde habían venido.

—Cuesta creer que hace solo unas cuantas semanas que pasamos a la Galia, ¿verdad? Parece que hace una eternidad que no libramos una batalla.

—Yo no olvidaré el viaje así como así, señor. —Después de las tierras hostiles y agostadas por el sol situadas al norte del Iberus, Bostar agradecía las tierras fértiles del sur de la Galia, con sus campos labrados, pueblos grandes y amables lugareños.

Aníbal asintió apesadumbrado.

—Yo tampoco. Perder diez mil hombres en menos de tres meses fue una desgracia. Pero no pudo evitarse. La velocidad era primordial y nuestra táctica funcionó.

Mago lanzó una mirada contrariada a su hermano.

—No te olvides de la misma cantidad de soldados, más la caballería, que hubo que dejar para apaciguar a esos cabrones.

—Soldados que también protegerán la zona de la invasión romana —replicó Aníbal—. Después de derrotar a los nativos problemáticos, deberían poder formar una legión o dos. —Se rascó la barba y lanzó una mirada a Bostar—. Lo peor de todo fue la tribu con la que tuvisteis problemas. Los hijos de puta que os habrían masacrado de no ser por el duelo en el que se batió el loco de tu hermano.

Bostar ocultó la gracia que le hacía cómo Aníbal calificaba a Safo.

—Los ausetanos, señor.

—Los mismos que no querían que el ejército marchara por sus tierras libremente. Eran imbéciles. Pero valientes, la verdad —reconoció Aníbal—. Al final, apenas ninguno de ellos se llevó una herida en la espalda.

—Lucharon bien, señor —convino Bostar—. Sobre todo el campeón al que derrotó Safo. Conté a diez de nuestros soldados alrededor de su cadáver. La herida del duelo ni siquiera le había cicatrizado.

—Malchus me señaló quién era más tarde —dijo Aníbal—. Es increíble que tu hermano consiguiera vencerle en un único combate. El hombre era grande como Hércules.

—Cierto, señor —convino Bostar claramente convencido. Tenía bien presente el recuerdo de la lucha—. Aquel día Safo tuvo a los dioses de su lado.

—Pues sí. Sin infravalorar su coraje, hay que decir que tu hermano tiene tendencia a precipitarse. Actúa primero y piensa después.

—Si vos lo decís, señor. —Aunque Bostar estaba de acuerdo con el juicio del general, daba mala impresión reconocerlo abiertamente.

Aníbal le dedicó una mirada astuta.

—Tu lealtad es encomiable, pero no creas que no me enteré de su negativa a retirarse durante el ataque a Saguntum. De no ser por ti, cientos de hombres habrían perdido la vida innecesariamente. ¿Verdad?

Bostar miró a la cara a su general con renuencia.

—Quizá, señor.

—Por eso estás aquí. Porque piensas antes de actuar. —Aníbal señaló los campos ondulados, llenos de trigo y cebada maduros en gran medida—. Ahora la situación es fácil. Podemos comprar todo el grano que necesitemos a los lugareños y vivir de la tierra el resto del tiempo. Pero no todo el viaje será así. El tiempo empeorará y, tarde o temprano, nos encontraremos con alguien que quiera enfrentarse a nosotros.

—Por supuesto, señor —convino Bostar con seriedad.

—Lo único que podemos hacer es rezar para que no sean los romanos antes de que lleguemos a la Galia Cisalpina. Cabe esperar que esos bastardos no sepan nada de nuestros planes todavía. La buena noticia es que mis exploradores, que acaban de regresar del río Rhodanus, no han visto ni rastro de ellos.

Mago sonrió como un lobo.

—Y es imposible no encontrar el rastro que deja una legión, o sea que tenemos una cosa menos de la que preocuparnos. Por ahora.

—¿Has oído hablar del Rhodanus? —preguntó Aníbal.

—Vagamente, señor —dijo Bostar—. Es un río grande que está bastante cerca de los Alpes.

—Eso es. Según dicen, la mayoría de las tribus de la zona están predispuestas a nuestro favor. Como era de imaginar, hay una que no. Los volcas, se llaman, y viven a ambas orillas del río.

—¿Intentarán impedirnos el paso, señor?

—Eso parece —respondió Aníbal sombríamente.

—Eso sería muy costoso, señor, sobre todo cuando llegue el momento de hacer cruzar a los elefantes y a los caballos.

Aníbal frunció el ceño.

—Eso es. Motivo por el que, mientras el ejército se prepara para cruzar, tú liderarás a una fuerza más arriba de donde están situados los volcas en el río. Nadarás al otro lado por la noche y buscarás una posición oculta que esté cerca. Tu señal al amanecer me indicará que ordene que boten los barcos. —Se golpeó la palma con el puño de la otra mano—. Los machacaremos igual que un hombre aplasta a un escarabajo. ¿Qué te parece?

A Bostar le palpitaba el corazón en el pecho.

—Suena bien, señor.

—Eso es lo que quiero oír. —Aníbal lo sujetó por el hombro—. Cuando se acerque el momento, ya recibirás más instrucciones. Ahora, seguro que quieres regresar con tus hombres.

Bostar sabía cuando le tocaba marcharse.

—Sí, señor. Gracias, señor.

Aníbal le llamó cuando Bostar se había alejado diez pasos.

—Ni una palabra de esto a nadie.

—Por supuesto, señor —repuso Bostar. La orden era un alivio porque significaba que Safo no tendría posibilidades de ponerse celoso por no haber sido elegido para la misión. No obstante, Bostar ya empezaba a preocuparse sobre cómo reaccionaría su hermano cuando se enterara.