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A LA BUSQUEDA DE UN PASAJE SEGURO

Tras la caída de Saguntum, a Bostar le dio por visitar a sus hombres heridos todas las mañanas. Hablaba con los que estaban conscientes y pasaba la mano por encima de quienes seguían dormidos o nunca se despertarían. Había más de treinta soldados en la tienda grande, de los cuales probablemente la mitad nunca volvería a luchar. A pesar del horror de las heridas de sus soldados, Bostar había empezado a agradecer las bajas. Teniendo en cuenta las circunstancias, habían sido pocas. Habían muerto muchos más saguntinos cuando las tropas de Aníbal habían entrado en la ciudad, aullando como una manada de lobos rabiosos. Durante un día entero, el sonido predominante por todo Saguntum habían sido los gritos. De hombres, mujeres y niños. Bostar apretó los ojos e intentó olvidar, pero no lo consiguió. Masacrar a civiles desarmados y violar a diestro y siniestro no era su manera de hacer la guerra. Si bien no había intentado impedírselo a sus hombres —¿acaso Aníbal no les había prometido rienda suelta?—, Bostar no había participado en la matanza. Malchus, cuyo general había ordenado que custodiara el arcón con oro y plata que habían encontrado en la ciudadela, tampoco. Bostar suspiró. Como era de imaginar, Safo sí.

Al cabo de un momento, Malchus le tocó el hombro y se sobresaltó.

—Es bueno que te levantes temprano para visitarles. —Malchus señaló a los hombres heridos tumbados en las mantas.

—Es mi obligación —repuso Bostar con modestia, sabiendo que su padre ya habría visitado a sus hombres heridos.

—Cierto. —Malchus lo miró fijamente con expresión solemne—. Y creo que Aníbal tiene otra para ti. Para nosotros.

A Bostar casi se le sale el corazón del pecho.

—¿Por qué?

—Nos han convocado a todos a la tienda del general. No me han dicho por qué.

Bostar se emocionó.

—¿Lo sabe Safo?

—No, he pensado que podrías decírselo tú.

—¿En serio? —Bostar intentó mostrarse alegre—. Si quieres…

Malchus le dedicó una mirada de complicidad.

—¿Crees que no me he dado cuenta de cómo estáis el uno con el otro últimamente?

—No tiene importancia —mintió Bostar.

—Entonces ¿por qué evitas mi mirada? —preguntó Malchus—. Es por Hanno, ¿verdad?

—Así empezó —respondió Bostar. Comenzó a explicarse pero su padre le cortó.

—Ahora solo sois dos —dijo Malchus entristecido—. La vida es corta. Resolved vuestras diferencias o uno de los dos quizá descubra que es demasiado tarde.

—Tienes razón —repuso Bostar con firmeza—. Lo haré lo mejor posible.

—Como haces siempre —declaró Malchus con orgullo.

Una punzada de tristeza rasgó el corazón de Bostar. «¿Hice lo mejor posible al dejar marchar a Hanno?», se preguntó.

—Me reuniré con vosotros dos fuera del cuartel general dentro de media hora. —Malchus le dejó la misión por cumplir.

Después de decirle al oficial de guardia que le puliera la armadura, Bostar se encaminó directamente a la tienda de Safo. No había mucho tiempo para prepararse y menos para una reconciliación. Pero su padre se lo había pedido, así que iba a intentarlo.

Bostar identificó las hileras de tiendas de la falange de Safo por el estandarte y enseguida localizó la tienda de mayor tamaño, que, al igual que la suya, estaba clavada a la derecha de la unidad. La puerta principal estaba cerrada, lo cual significaba que su hermano estaba o bien todavía en la cama u ocupado con sus quehaceres. Dadas las costumbres que Safo había adoptado últimamente, Bostar se inclinaba por la primera opción.

—¿Safo? —llamó.

No hubo respuesta.

Bostar volvió a intentarlo, más fuerte.

Nada.

Bostar dio un paso atrás.

«Debe de estar con sus hombres», se dijo sorprendido.

—¿Quién es? —preguntó una voz irritada.

—Por supuesto que no —masculló Bostar, dándose la vuelta. Desató la correa que mantenía la puerta de la tienda cerrada.

—¡Safo! ¡Soy yo! —Al cabo de un instante, descorrió las cortinas. La luz del sol inundó el interior y Bostar se tapó la nariz con la mano. El hedor a sudor rancio y vino derramado resultaba intensísimo. Traspasó el umbral y se abrió camino por entre prendas de ropa tiradas por el suelo y enseres varios. Bostar se quedó anonadado al ver que todo estaba sucio. El escudo, la lanza y la espada de Safo eran lo único que estaba limpio. Estaban apoyados contra un soporte de madera a un lado. Se paró delante de la cama de Safo, un revoltijo de mantas y pellejos de animal. Los ojos de sueño de su hermano le observaban desde las profundidades.

—Buenos días —saludó Bostar intentando que el hedor no le afectara. «Ni siquiera se ha lavado», pensó asqueado.

—¿A qué le debo el honor? —preguntó Safo con acritud.

—Nos han convocado a una reunión con Aníbal.

Esbozó una débil sonrisa.

—El general te lo ha dicho a la hora del desayuno, ¿no?

Bostar exhaló un suspiro.

—A pesar de lo que pienses, no le salvé la vida a Aníbal para ganarme sus favores ni darte celos. Ya sabes que no es mi estilo. —Le satisfizo ver que Safo apartaba la mirada. Esperó pero no hubo más respuesta. Bostar continuó—: Papá me ha enviado. Tenemos que estar ahí dentro de menos de media hora.

Al final, Safo se incorporó. Hizo una mueca.

—Cielos, me duele la cabeza. Y el sabor de boca es como si se me hubiera muerto algo en el estómago.

Bostar le dio un puntapié a un ánfora que tenía al lado.

—¿Bebiste demasiado?

Safo le dedicó una sonrisa de arrepentimiento y pesadumbre.

—¡Ni la mitad! Algunos de mis hombres saquearon una bodega cuando la ciudad cayó. Hemos mantenido el vino custodiado hasta ahora. Tenías que haber visto el sitio. ¡Hay cosechas de todo el Mediterráneo! —Adoptó una expresión rapaz—. Lástima que las tres hijas no sigan con vida. Nos divertimos de lo lindo con ellas, créeme.

A Bostar le entraron ganas de darle un puñetazo a Safo en la cara, pero en cambio le tendió una mano.

—Levántate. Papá cree que Aníbal tiene una misión para nosotros.

Safo observó el brazo estirado de Bostar durante unos instantes antes de aceptar su mano. Balanceándose ligeramente, miró el caos que reinaba en la tienda.

—Supongo que será mejor que vaya limpiando el peto y el casco. No puedo presentarme ante Aníbal con los pertrechos sucios, ¿no?

—¿No lo puede hacer tu oficial de guardia?

Safo hizo una mueca.

—No, está enfermo.

Bostar frunció el ceño. Safo no estaba en condiciones de lavarse, preparar el uniforme y presentarse ante su general en el tiempo que quedaba. Por un lado, quería dejar que su hermano espabilase. «Es lo que se merece», pensó Bostar. Por otro, sentía que sus desavenencias ya habían durado suficiente. De repente se le ocurrió una idea. Su oficial ya lo tendría todo listo. Solo tardaría unos momentos en prepararse.

—Ve a meter la cabeza en un cubo de agua. Yo te limpiaré la armadura y el casco.

Safo arqueó las cejas.

—Muy amable por tu parte —masculló.

—No te pienses que te lo voy a hacer todos los días —le advirtió Bostar. Dio un empujón a Safo—. Muévete. No quiero que lleguemos tarde. Aníbal debe de tenernos reservado algo especial.

Al oír esas palabras, Safo espabiló.

—Cierto —repuso. Se paró junto a la entrada de la tienda.

Bostar, que ya se disponía a marcharse con el peto sucio de Safo, se paró.

—¿Qué?

—Gracias —dijo Safo.

Bostar asintió.

—De nada.

El aire que los separaba se tornó un poco más liviano y se sonrieron el uno al otro por primera vez desde hacía meses.

Bostar y Safo encontraron a su padre esperándoles cerca de la tienda de Aníbal. Malchus se fijó en lo relucientes que estaban las armaduras y los cascos y les dedicó un asentimiento de aprobación.

—¿De qué va esto, papá? —preguntó Safo.

—Vayamos a averiguarlo —respondió Malchus. Fue el primero en encaminarse hacia la entrada, donde había dos docenas de scutarii bien arreglados apostados—. El general nos espera.

El scutarius jefe reconoció a Malchus y lo saludó.

—Sígame si es tan amable, caballero.

Mientras los conducían al interior, Bostar le hizo un guiño a Safo, quien le devolvió el gesto. Los dos estaban sumamente emocionados. Aunque se habían reunido con Aníbal en otras ocasiones, aquella era la primera vez que los invitaban a su cuartel general.

Encontraron a Aníbal, a sus hermanos Asdrúbal y Mago, y a otros dos oficiales de alto rango en la sección principal de la tienda, reunidos alrededor de una mesa en la que habían desplegado un gran mapa. El scutarius se paró y anunció su llegada.

Aníbal se giró.

—¡Malchus, Bostar y Safo, bienvenidos!

Padre e hijos le saludaron secamente.

—Ya conocéis a mi hermano Asdrúbal —dijo Aníbal, asintiendo hacia el hombre corpulento y amenazador de complexión colorada y labios gruesos que estaba a su lado—. Y a Mago. —Señaló a la figura alta y delgada cuyo rostro y ojos ávidos y perspicaces amenazaban con dejarlo a uno clavado en el sitio—. Él es Maharbal, mi comandante de caballería, y Hanno, uno de mis mejores oficiales de infantería. —El primer hombre tenía una mata de pelo negro y rebelde y una sonrisa fácil, mientras que el otro tenía una mirada imperturbable pero leal.

El trío volvió a saludar.

—Durante muchos años, Malchus ha sido como mis ojos y oídos en Cartago —explicó Aníbal—. Sin embargo, cuando llegó el momento de que primero sus hijos y luego él se reunieran conmigo aquí en Iberia, me supuso un placer inmenso. Todos ellos son buenos hombres, todos han demostrado su valía en más de una ocasión durante el asedio; la última vez cuando Bostar me salvó la vida.

Los oficiales mostraron su reconocimiento en voz alta.

Malchus inclinó la cabeza, mientras que Bostar se sonrojó por la atención que le dispensaban. Era consciente de que Safo, que estaba a su lado, estaba furioso. Bostar maldijo en su interior y rezó por que la frágil paz que reinaba entre él y su hermano no acabara de romperse.

Aníbal dio una palmada.

—¡Manos a la obra! Sentaos con nosotros.

Se acercaron a la mesa ansiosos y los demás les hicieron sitio.

Rápidamente Bostar se fijó en la costa ondulante de África y Cartago, su ciudad. La isla de Sicilia, que casi unía su patria a su archienemigo, Italia.

—Obviamente, estamos aquí, en Saguntum. —Aníbal dio un golpecito a media altura de la costa este de la península Ibérica con el dedo índice de la mano derecha—. Y nuestro destino está aquí. —Dio un golpe en la forma de bota de Italia—. ¿Cuál es la mejor manera de atacar?

Nadie dijo nada.

Para el orgullo cartaginés suponía una afrenta que Roma disfrutara de la supremacía del oeste del Mediterráneo, territorio que históricamente había pertenecido a Cartago. Transportar al ejército por barco sería una estupidez supina. Sin embargo, nadie osaba sugerir la única alternativa.

Aníbal tomó la iniciativa.

—No habrá ningún ataque por mar. Aunque tomáramos la ruta corta a Genua, nuestra empresa podría quedar en nada en una única batalla. —Movió el dedo hacia el noreste, por el río Iberus, hasta la «cintura» estrecha que unía Iberia con la Galia—. Tomaremos esta ruta. —Aníbal continuó por los Alpes, donde se paró un momento antes de cruzar a la Galia Cisalpina y de ahí al norte de Italia.

A Bostar se le aceleró el corazón. Aunque Malchus le había hablado del plan de Aníbal, la osadía del general seguía cortándole la respiración. Miró a Safo y se dio cuenta de que su hermano compartía ese sentimiento. Su padre, sin embargo, permanecía impertérrito. «¿Cuánto sabe?», se preguntó Bostar. Personalmente, él no tenía ni idea de cómo se conseguiría una hazaña tan inmensa como la que Aníbal acababa de sugerir.

Aníbal vio que Safo se echaba hacia delante con impaciencia. Arqueó una ceja.

—¿Cuándo nos marchamos, señor?

—En primavera. Hasta entonces nuestros aliados íberos tienen permiso para regresar con sus familias y el resto del ejército puede descansar en Cartago Nova. —Vio la mirada de decepción de Safo y se rio por lo bajo—. ¡Venga ya! El invierno no es un buen momento para librar guerras y ya lo tenemos lo bastante crudo.

—Por supuesto, señor —masculló Safo de mala gana.

—Sin embargo, algunos elementos juegan a nuestro favor.

A comienzos de año, mis emisarios viajaron a la Galia Cisalpina. Casi todas las tribus con las que se encontraron los recibieron de forma amistosa —afirmó Aníbal—. De hecho, los boyos y los insubres les prometieron ayuda inmediata cuando lleguemos.

Malchus y sus dos hijos intercambiaron una mirada de satisfacción. Aquella información era nueva para todos. No obstante, los compañeros de Aníbal no reaccionaron y se dedicaron a mirar fijamente al trío.

Aníbal alzó un dedo a modo de advertencia.

—Hay muchos obstáculos que salvar antes de llegar a estos posibles aliados. Cruzar los Alpes será el mayor con diferencia, pero otro serán los fieros nativos que viven al norte del Iberus, que sin duda opondrán resistencia con métodos violentos. Ya tenemos planes para nuestro paso por estas regiones. Sin embargo, hay una zona sobre la que sabemos muy poco. —El índice de Aníbal regresó a las montañas que separaban Iberia de la Galia. Dio un golpecito en el mapa intencionadamente.

A Bostar se le secó la boca.

Aníbal observó a Malchus.

—Necesito que alguien tantee las posibles reacciones de las tribus ante la entrada de un ejército enorme en su territorio. Para descubrir cuántos se enfrentarán a nosotros. Debo tener esta información a comienzos de primavera. ¿Te ves capacitado?

A Malchus le destellaban los ojos.

—Por supuesto, señor.

—Bien. —A continuación Aníbal observó a Bostar y a Safo.

—El viejo zorro liderará la manada pero de todos modos necesita a machos jóvenes que sepan cazar bien. ¿Queréis acompañar a vuestro padre?

—¡Sí, señor! —exclamaron los hermanos al unísono—. Hacéis un gran honor a nuestra familia encomendándonos esta misión, señor —añadió Safo.

El general sonrió.

—Estoy convencido de que recompensareis mi confianza con creces.

Encantado ante el comentario dedicado a Safo, Bostar dedicó a su hermano una breve mirada de satisfacción. Fue recompensado con un fuerte asentimiento.

—¿En qué estás pensando, Malchus?

—Tendremos que partir de inmediato, señor. El Iberus está muy lejos.

—A casi tres mil estadios —convino Aníbal—. Como sabéis, hasta el río es un territorio pacífico. Una vez cruzado el río y hasta la frontera con la Galia, quizá sea harina de otro costal. Ese territorio es un revoltijo de montañas, valles y pasos, y se rumorea que las tribus que lo habitan son extremadamente independientes. —Hizo una pausa—. ¿Cuántos hombres necesitarás?

—Conseguir pasar a base de fuerza bruta no es una opción que se contemple. Ni tampoco es nuestro objetivo. Tenemos que ser una embajada, no un ejército —dijo Malchus—. Lo importante es tener la capacidad de moverse con rapidez y evitar el ataque de los bandidos. —Miró a sus hijos, que asintieron—. Dos docenas de mis lanceros y el mismo número de scutarii será suficiente, señor.

—Escoge a quien quieras de cada unidad. Y ahora ¡brindemos por nuestro éxito! —Aníbal chasqueó los dedos y un esclavo apareció desde la trastienda—. ¡Vino! —Cuando el hombre se escabulló, el general miró con solemnidad a los congregados alrededor de la mesa—. Pidamos a Melcart y Baal Safón, Tanit y Baal Hammón que guíen y protejan a estos valerosos oficiales durante su misión.

Cuando la sala se llenó de un murmullo que ponía de acuerdo a los presentes, Bostar añadió una petición personal: «Que Safo y yo dejemos atrás nuestras diferencias de una vez por todas.»

Afrontando heladas, barro y el crudo viento invernal, la embajada avanzó a duras penas hacia el Iberus. A partir de ahí, los habitantes del interior no eran de fiar y por eso Malchus les condujo por la ruta costera, más segura y muy poblada, llena de ciudades acostumbradas a los comerciantes extranjeros. El grupo pasó por Adeba y Tarraco antes de llegar sano y salvo a Barcino, situada en la desembocadura del río Ubricatus.

Había varias rutas por las montañas que conducían a la Galia y Aníbal les había advertido que probablemente dividiría su ejército entre ellas. Para ello había que visitar a la tribu que controlaba cada uno de los pasos. Un período de tiempo seco y apacible, atípico para esa época del año, animó a Malchus a dirigirse hacia el norte por el terreno montañoso primero en vez de tomar el camino más fácil para llegar a la Galia, el que pasaba por la costa a través de poblaciones como Gerunda y Emporiae. Eso lo dejaba para el final. Contrataron a lugareños como guías y la embajada pasó varios días recorriendo senderos estrechos que serpenteaban por colinas y valles. Como era de imaginar, el tiempo empeoró y un viaje que podía haber durado unas pocas semanas se prolongó durante dos meses. Por suerte, su calvario no fue en vano. Los jefes de clan que recibieron a los cartagineses parecieron quedar impresionados por las historias de las victorias militares de Aníbal a lo largo y ancho de Iberia, así como por la descripción de la magnitud de su ejército. Lo más importante, sin embargo, es que agradecieron los regalos que Malchus les ofreció: bolsas de monedas de plata, las bonitas kopides y espadas cortas celtíberas.

Al final, el único pueblo que quedaba por contactar eran los ausetanos, que controlaban la ruta costera hacia la Galia. Después de regresar a la ciudad de Emporiae para volver a herrar a los caballos y abastecerse, Malchus se retiró a la única posada con capacidad suficiente para hospedar a todos sus hombres. Inmediatamente pidió reunirse con los guías, tres cazadores morenos. Poco después del atardecer, se reunieron alrededor de una mesa en su habitación. Unas pequeñas lámparas de aceite ovales despedían un cálido destello ámbar en el mugriento yeso de la pared. Los hijos de Malchus se sentaron el uno frente al otro. Su relación era educada, incluso cordial, pero Bostar había dejado de intentar ser amigo de Safo. Cada vez que lo había intentado, su hermano se había mostrado indiferente a sus propuestas. «Que así sea —decidió Bostar—. Es mejor que pelearse continuamente.» Tales ideas siempre le hacían pensar en Hanno y su deseo culpable de que hubiera sido Safo quien se perdiera en alta mar. Desasosegado, Bostar apartó la idea de su mente.

Malchus sirvió vino personalmente a los guías.

—Habladme de esa tribu —ordenó en un rudimentario íbero.

Los tres se miraron el uno al otro. El mayor, un hombre fibroso con el rostro trigueño y la piel ajada, se inclinó hacia delante en la silla.

—Su población principal está al pie de la colina, por encima de la ciudad, señor. El camino es recto.

—¿No como los senderos que hemos tenido que tomar con anterioridad?

—No, señor, nada de eso.

Tanto Bostar como Safo se sintieron aliviados. A ninguno de los dos le habían gustado los días pasados en senderos serpenteantes y traicioneros, donde un pequeño resbalón implicaba caerse por un precipicio.

—¿A qué distancia?

—Menos de un día a caballo, señor.

—¡Excelente! Partiremos al amanecer —declaró Malchus. Miró a sus hijos—. Al volver descansaremos una noche y nos dirigiremos al sur. La primavera está a la vuelta de la esquina y no debemos hacer esperar más a Aníbal.

El guía principal se aclaró la garganta.

—La cuestión es, señor, que nos preguntábamos si… —Le falló el coraje y se calló.

Safo, deseoso de adelantarse a Bostar, preguntó:

—¿Qué?

El hombre hizo acopio de valor.

—Nos preguntábamos si podía pagarnos e ir solos hasta allí —dijo titubeante—. Hemos pasado mucho tiempo lejos de nuestras esposas y familias, ¿sabe?

Malchus bajó las cejas.

—El camino es fácil. Es imposible perderse. —Miró a sus dos compañeros, que menearon la cabeza con fuerza para mostrar que estaban de acuerdo.

Malchus no respondió sino que lanzó una mirada a Bostar y Safo.

—¿Qué opináis? —preguntó en cartaginés.

Safo enseñó los dientes.

—Miente —gruñó en íbero—. Propongo que atemos a este perro traicionero a una mesa y veamos qué dice después de arrancarle unas cuantas tiras de piel. —Dejó con toda tranquilidad la daga delante de él—. Esto hará cantar a este pedazo de mierda como un pájaro enjaulado.

—¿Bostar? —preguntó Malchus.

Bostar observó a los tres guías, que parecían completamente aterrorizados. Luego miró a su hermano, que estaba dando golpecitos con la hoja en la mesa. No quería contrariar a Safo pero tampoco le apetecía ver sufrir a tres individuos inocentes porque sí.

—No creo que haga falta torturar a nadie —dijo Bostar en íbero, sin hacer caso de la cara de enfado de Safo—. Estos hombres han estado con nosotros día y noche durante semanas. No han tenido la posibilidad de traicionarnos. Creo que probablemente les tengan miedo a los ausetanos. Pero no veo motivos por el que no deban cumplir su juramento, que es guiarnos hasta que ya no los necesitemos.

Malchus calibró las dos respuestas en silencio. Al final, se dirigió al guía principal.

—¿Mi hijo ha acertado? ¿Teméis a los ausetanos?

—Sí, señor. Muchos son bandoleros. —Se produjo una pausa breve—. O peor.

Bostar se asustó. Safo se le volvió a adelantar antes de que pudiera reaccionar.

—¿Cuándo pensabais decirnos esto exactamente? —exigió.

No recibió respuesta.

Safo lanzó una mirada triunfante a Bostar.

—¿Por qué no les pedimos las indicaciones y luego los matamos?

Tal vez su hermano estuviera en lo cierto, pensó Bostar lleno de resentimiento. No quería reconocer que se había equivocado al confiar en los guías.

Su padre, sin embargo, les dio otra visión de la situación.

—¿Y si nos hubieran advertido? ¿Qué habríamos hecho?

A Safo se le fue sonrojando lentamente la cara y el cuello.

—Habríamos ido al pueblo de todos modos —masculló.

—Pues eso —replicó Malchus con tranquilidad. Lanzó una mirada airada a los guías—. No es que no me entren ganas de acabar con vuestras miserables vidas por ocultarnos información importante, pero no le veo el sentido cuando habríamos hecho lo mismo de todos modos.

Los tres dieron las gracias entre tartamudeos.

—Será un honor para nosotros guiaros mañana hasta el poblado de los ausetanos, señor —dijo el guía principal.

—Así me gusta. —Malchus empleó un tono meloso, pero era fácil captar la amenaza que escondía—. ¡Myrcan! ¡Ven aquí!

Un lancero de pecho ancho apareció desde el pasillo.

—¿Señor?

—Coge las armas de estos hombres y acompáñalos a sus aposentos. Pon guardas en las ventanas y en la puerta.

—Sí, señor. —Myrcan tendió una mano rechoncha y los guías le entregaron las navajas dócilmente antes de seguirle.

—Parece ser que a los dos todavía os queda mucho por aprender antes de juzgar el carácter de los hombres —les reprendió Malchus—. No todo el mundo es tan honrado como tú, Bostar. Ni hay que torturar a todo hijo de vecino, Safo.

De repente, los dos hijos mostraron un súbito interés por la mesa que tenían delante.

—Id a descansar —dijo Malchus en un tono más agradable—. Mañana será un día largo.

—Sí, padre. —Los hermanos retiraron las sillas al unísono y se encaminaron a la puerta.

Ninguno de los dos habló camino del dormitorio.

La estimación que el guía había hecho de la distancia al pueblo ausetano fue acertada. Tras casi un día cabalgando, por fin vieron el asentamiento fortificado al final de un valle largo y estrecho. Tal vez estaba a poco menos de un kilómetro y ocupaba un punto elevado, fácil de defender. Como muchos otros en Iberia, estaba rodeado por una empalizada de madera. Se veían las figuras diminutas de centinelas patrullando las murallas. En las laderas situadas a ambos lados había ovejas y cabras pastando. Era una escena bucólica, pero los guías estaban muy inquietos.

Malchus les dedicó una mirada larga y despectiva.

—¡Largaos!

Los tres hombres lo miraron con ojos desorbitados.

—Ya me habéis oído —gruñó Malchus—. A no ser que queráis pasar un rato con Safo.

No hizo falta que añadiera nada más y tuvieron la sensatez de no mencionar el pago. Giraron el cuello de las mulas y se marcharon.

—Parece ser que estamos a punto de entrar en una guarida de lobos hambrientos. —Malchus miró por turnos a sus hijos—. ¿Cuál es nuestra mejor opción?

—Entrar directamente y decir que queremos ver al jefe —declaró Safo con descaro—. Como hemos hecho en los otros pueblos.

—No podemos presentarnos ante Aníbal sin algo de información —reconoció Bostar—. Pero tampoco deberíamos cometer la estupidez de meter la cabeza en el tajo del verdugo.

Safo frunció el labio superior.

—¿Tienes tanto miedo que eres capaz de dar esa excusa para no entrar?

—No —replicó Bostar acalorado—. Solo digo que no sabemos nada de esos hijos de puta. Si son poco fiables como dijo el guía, entrando ahí como toros salvajes los tendremos en nuestra contra desde un buen comienzo.

Safo le lanzó una mirada de descrédito.

—¿Y qué? Somos emisarios de Aníbal Barca, no un jefe de clan íbero de poca monta.

Se lanzaron una mirada furibunda.

—Paz —dijo Malchus al cabo de un momento—. Como de costumbre, hay parte de razón en cada una de vuestras opiniones. Si tuviéramos tiempo, yo quizá sería partidario de abordar a una de sus partidas de caza. Si tomamos unos cuantos rehenes dispondremos de una herramienta de negociación poderosa antes de entrar. Sin embargo, podríamos tardar días y tenemos que actuar de inmediato. —Lanzó una mirada a Safo—. No del modo que tú aconsejabas. Adoptaremos un enfoque más pacífico. Recordad, el gato acariciado tiene menos posibilidades de arañar o morder. Sin embargo, debemos tener confianza en nosotros mismos o, al igual que el gato, se volverán contra nosotros de todos modos.

Malchus se giró hacia sus acompañantes y les explicó la situación en cartaginés e íbero rudimentario. Hubo escasa reacción. Los libios y scutarii habían sido elegidos por su lealtad y valentía. Pelearían y, si era necesario, morirían por Aníbal. Donde y cuando se les ordenara.

—¿Quién de los dos domina mejor el íbero? —preguntó Malchus a sus hijos. Aunque lo tenía un poco oxidado, sus conocimientos le bastaban para entenderse. Sin embargo, en una situación peligrosa era mejor minimizar las posibilidades de equívocos.

—Yo —repuso Bostar de inmediato. Aunque él y Safo habían pasado más o menos el mismo tiempo en Iberia, era él quien había mostrado mejores aptitudes para la musicalidad y rapidez de las lenguas tribales.

Safo mostró su acuerdo asintiendo a regañadientes.

—Entonces tú harás de intérprete —declaró Malchus.

Bostar no intentó ocultar su sonrisa de satisfacción.

Sin más demora, se pusieron en marcha. Malchus iba en cabeza, seguido de Bostar y de Safo, que estaba que trinaba. Sus acompañantes iban en la retaguardia, primero los lanceros y por último los scutarii. El grupo no había avanzado demasiado cuando sonó un cuerno desde la ladera de la colina más cercana. Rápidamente se oyó la respuesta desde más cerca del pueblo. Se oyeron gritos desde las murallas. Cuando se encontraban a unos cuatrocientos pasos del asentamiento, las puertas principales se abrieron con un crujido y salió una marea de guerreros. Formaron una masa rebelde que bloqueaba la entrada y aguardaron a que los cartagineses se acercaran.

Bostar notó cómo se le encogía el estómago. Miró de reojo a Safo, que desenvainó la espada a medias antes de pensárselo dos veces. «Él también está preocupado», pensó Bostar. Delante, la única muestra de tensión que dio su padre fue la rigidez de la espalda. Bostar se animó al ver la autoconfianza de la que hacía gala Malchus. «Que no se note que tienes miedo —se dijo—. Lo olerán a la legua igual que un lobo huele a una presa.» Respiró hondo y adoptó una expresión glacial. Safo, que se dio cuenta de lo mismo, soltó la empuñadura de la espada. Sus acompañantes marchaban bien juntos detrás de ellos, sabiendo que si había problemas, muchos hombres morirían antes que ellos.

Malchus acercó el caballo a la turba de ausetanos. Asombrados por su seguridad y por el tamaño de la montura, algunos guerreros retrocedieron un poco. La ventaja no duró demasiado. Incitados por los murmullos airados de sus compañeros, los hombres volvieron a dar un paso adelante y alzaron las armas con actitud amenazadora. Les gritaron para desafiarles, pero Malchus no movió ni un músculo.

Como la mayoría de los miembros de las tribus ibéricas, había pocos ausetanos vestidos de forma idéntica. La mayoría llevaban la cabeza descubierta. Otros llevaban unos cascos de bronce en forma de cuenco o con un penacho triple. La mayoría llevaba escudo aunque también variaban en tamaño y forma: altos y con los laterales rectos y el extremo redondeado y ovales o redondos con un tachón de hierro cónico. Todos estaban pintados con serpientes o rombos de colores vivos o con franjas gruesas de color. Los ausetanos también iban armados hasta los dientes. Todos los hombres llevaban por lo menos un saunion, pero muchos llevaban dos. Además, cada guerrero portaba un puñal y ya fuera un kopis o una típica espada celtíbera con el filo recto.

Malchus volvió la cabeza.

—Diles quiénes somos y por qué estamos aquí.

—Somos cartagineses —anunció Bostar en voz alta—. Venimos en son de paz. —Hizo caso omiso de las risas burlonas que provocó su saludo—. Traemos un mensaje para vuestro jefe de nuestro líder, Aníbal Barca.

—Nunca hemos oído hablar de ese tío —bramó una figura mastodóntica de barba negra. Sus camaradas lanzaron una risotada. Alentado por los demás, el guerrero se abrió camino por entre la muchedumbre. Unos mechones largos y negros como el azabache le caían por debajo del casco de bronce. La túnica de lino negro acolchado no ocultaba los enormes músculos que tenía en el pecho y en la parte superior del brazo, y las grebas que a duras penas le cubrían las pantorrillas del tamaño de un tronco. Era tan enorme que el escudo y el saunion parecían juguetes en sus puños exagerados. El guerrero lanzó una ojeada despectiva a los libios y a los scutarii, antes de dirigir su fría mirada a Bostar—. Dame un buen motivo por el que no debería mataros a todos ahora mismo —gruñó.

Su desafío fue recibido con gruñidos de acuerdo y los ausetanos dieron un paso adelante.

Bostar se puso tenso, pero consiguió mantener las manos en el regazo, en las riendas. Observó a Safo de reojo y se sintió aliviado al ver que su hermano no sacaba la espada.

—El guía dijo la verdad —masculló Malchus lacónicamente. Alzó la voz—. Dile que traemos un mensaje, y regalos, para su líder de parte de nuestro general. Su jefe no estará muy contento si no oye estas palabras personalmente.

Con cuidado, Bostar repitió las palabras de su padre en íbero. Era exactamente lo que tocaba decir. Durante unos instantes la confusión y la ira se mezclaron en el rostro del grandullón, pero al cabo de un momento se echó hacia atrás. Cuando uno de sus compañeros cuestionó esa acción, el guerrero se limitó a apartarlo de un empujón con un gruñido de irritación. Bostar sintió un gran alivio. Habían superado el primer obstáculo. Fue como presenciar un corrimiento de tierras. Primero un hombre se apartó de en medio, luego un segundo y un tercero, seguidos de varios más, hasta que el proceso cobró vida propia. Pronto el grupo de ausetanos se hubo dispersado y despejaron el camino que conducía a la puerta principal del pueblo con excepción del guerrero de barba negra. Trotó hacia delante para comunicar la noticia de su llegada.

Sin mirar ni a izquierda ni a derecha, Malchus instó a su caballo a que ascendiera por la ladera. El resto del grupo iba detrás, seguido muy de cerca por la multitud de guerreros.

El interior del asentamiento era como cientos de otros que Bostar había visto. Una zona abierta central rodeada de docenas de cabañas de madera y de ladrillo de una sola planta, y las más alejadas estaban construidas contra la empalizada. De muchos tejados salían volutas de humo. Varios niños pequeños y perros jugaban en el suelo, ajenos al dramatismo de la situación. Las gallinas y los cerdos correteaban por ahí en busca de comida. Había mujeres y ancianos en los umbrales de las puertas, mirando impasibles. El olor acre de la orina y las heces, tanto de animales como de personas, dominaba el ambiente. En el extremo más alejado del espacio abierto había una silla de madera con el respaldo alto, ocupada por un hombre en las postrimerías de la mediana edad y flanqueado por diez guerreros con cotas de malla y cascos con un penacho color carmesí. El grandullón barbudo también estaba ahí, muy ocupando contándole algo al jefe entre murmullos.

Sin vacilación, Malchus se dirigió hacia ese grupo. Al llegar ahí, desmontó e indicó a sus hijos que debían hacer lo mismo. Enseguida tres lanceros libios corrieron a tomar las riendas de los caballos. Malchus hizo una gran reverencia ante el jefe. Bostar le imitó rápidamente. Lo más prudente era tratar al líder ausetano con respeto, pensó. Al fin y al cabo, el hombre era el jefe de una tribu. No obstante, tenía toda la pinta de ser un rufián poco fiable. El tejido de la túnica de lino rojo del jefe quizá fuera de calidad y la espada y el puñal que llevaba en el cinto de buena factura, pero los mechones de pelo lacio y grasiento que le colgaban a ambos lados de las mejillas picadas de viruela daban otra cosa que pensar; igual que sus ojos mortecinos y monótonos, que a Bostar le recordaron a los de un lagarto. Safo fue el último en inclinarse desde la cintura. Su gesto fue más superficial que el de los demás. Su insolencia no pasó desapercibida; varios de los guerreros que estaban cerca soltaron un gruñido de ira. Bostar lanzó una mirada a su hermano, pero el daño ya estaba hecho.

El trio de cartagineses y el líder ausetano se contemplaron entre sí durante unos instantes, mientras se juzgaban. El jefe fue el primero en hablar. Dirigió sus palabras a Malchus, que se notaba que era el líder.

—Dice que nuestro mensaje debe de ser importante para impedir que sus hombres se dediquen a su deporte preferido —musitó Bostar.

—Está jugando con nosotros. Intenta atemorizarnos —murmuró Malchus con desprecio—. No piensa matarnos de buenas a primeras porque, si no, sus guerreros ya lo habrían hecho. La noticia de nuestra presencia en la zona debe de haberles llegado antes de que viniéramos, y quiere saber cuál es el motivo de nuestra visita. Dile lo que hemos dicho a los demás líderes. Exagera en cuanto al tamaño de nuestro ejército.

Bostar hizo lo que le pidió y explicó educadamente que Aníbal y su ejército llegarían en el plazo de unos meses con la única intención de dirigirse a la Galia. Habría trabajo bien pagado para los guerreros ausetanos que desearan hacer de guía. Los cartagineses comprarían todo aquello que necesitaran. Se prohibiría el saqueo y el robo de las propiedades de los lugareños o del ganado, bajo pena de muerte. Mientras hablaba, Bostar observaba con detenimiento al jefe, pero fue incapaz de calibrar lo que el hombre estaba pensando. Lo único que podía hacer era continuar con ese talante confiado y seguro de sí mismo. Confiar en la suerte.

Bostar empezó a alabar las virtudes de los distintos grupos que formaban el inmenso ejército de Aníbal, describió a los miles de lanceros y scutarii que eran iguales a los que estaban detrás de él; a los honderos y escaramuzadores que debilitaban al enemigo antes de que empezara la lucha verdadera; a la caballería númida que no tenía parangón y cuyos ataques despiadados ningún soldado del mundo soportaba; y los elefantes, capaces de aplastar formaciones de soldados como si fueran leña. Bostar seguía con la descripción cuando el jefe levantó una mano imperiosamente y le hizo callar.

—¿Y cuán grande dices que es este ejército?

—Cien mil hombres. Por lo menos. —En cuanto hubo dado esa cifra, Bostar se dio cuenta de que el líder ausetano no le creía. Se le cayó el alma a los pies. Era una cifra difícil de asimilar, pero el resto de las tribus que había visitado la embajada le habían creído. Bostar pensó que quizá fuera porque eran mucho más pequeños que los ausetanos. En los demás pueblos, los cincuenta soldados cartagineses habían parecido mucho más imponentes que ahí. Aquella tribu era otra cosa; por lo que decían había muchos otros pueblos como aquel. En su conjunto, los ausetanos quizá fueran capaces de movilizar una fuerza de dos o incluso tres mil guerreros, lo cual era todo un logro para Iberia. Imaginar un ejército entre treinta y cincuenta veces mayor exigía un gran esfuerzo de la imaginación.

Como era de esperar, el jefe y sus guardaespaldas intercambiaron una serie de miradas de incredulidad.

—Escoria —susurró Safo enfurecido en cartaginés—. Se cagarán encima cuando vean el ejército.

Bostar, que no sabía qué más hacer, continuó.

—Una prueba de nuestras buenas intenciones. —Chasqueó los dedos y un cuarteto de scutarii trotó hacia delante cargado con unas bolsas pesadas y tintineantes y brazadas de cuero enrollado y bien prieto. Colocaron los artículos delante del jefe y regresaron a sus posiciones.

Abrieron y examinaron los regalos a una velocidad inusitada. La avaricia se reflejaba en el rostro de todos los ausetanos que contemplaban la lluvia de monedas de plata que formaban montículos en el suelo. También se oyeron murmullos de apreciación por el armamento resplandeciente que fue apareciendo a medida que desenrollaban los rollos de cuero.

La actitud de Malchus seguía siendo segura, o eso parecía.

—Pregunta al jefe qué respuesta quiere que le llevemos a Aníbal —ordenó a Bostar.

Bostar obedeció.

El jefe ausetano adoptó una expresión pensativa. Durante veinte segundos, permaneció sentado observando las riquezas que tenía ante él. Al final, formuló una breve pregunta.

—Quiere saber qué más puede esperar cuando llegue Aníbal —tradujo Bostar con tristeza.

—Cabrón avaricioso —masculló Safo.

Malchus arqueó las cejas en señal de desaprobación, pero no mostró sorpresa alguna.

—Le puedo prometer otra vez lo mismo y seguro que el desgraciado nos deja marchar —dijo—. Pero no tengo ni idea de si Aníbal estará de acuerdo con mi decisión. Ya hemos repartido una fortuna. —Lanzó una mirada a sus hijos—. ¿Qué os parece?

—Aníbal pensará que somos imbéciles, así de claro —musitó Safo, hinchando las aletas de la nariz—. ¿Las demás tribus aceptan nuestros regalos y estos se llevan el doble?

—No podemos ofrecerle más o el hijo de perra pensará que somos pan comido —reconoció Bostar. Frunció el ceño—. ¡La buena voluntad de Aníbal debería ser más que suficiente para él!

—Pero no creo que lo sea —afirmó Malchus con expresión sombría—. Si no lo hemos conseguido con tal cantidad de plata y armas, una promesa vaga no servirá de nada.

Bostar no veía ninguna opción que no supusiera una humillación en toda regla. Aunque él y sus compañeros eran pocos, representaban a una gran potencia, no como esos matones que les rodeaban. Acceder a las demandas del jefe pondría de manifiesto el miedo que sentían y, por extensión, la debilidad de su general. Entrecerró los ojos cuando se le ocurrió una idea.

—Podrías prometerle una reunión en privado con Aníbal —propuso—. Sugiérele que una alianza entre su pueblo y Cartago resultaría beneficiosa para ambos.

—No tenemos autoridad suficiente para conceder algo así —objetó Safo.

—Por supuesto que no —repuso Bostar con tono mordaz—. Pero tampoco es dar marcha atrás.

—Me gusta —dijo Malchus con un suspiro. Miró a Safo, que se encogió de hombros enfurruñado—. Creo que es nuestra mejor opción. Díselo.

Bostar tradujo la respuesta con tranquilidad.

El jefe enseguida frunció el ceño y escupió una respuesta larga y airada. Habló tan rápido que Malchus y Safo tuvieron problemas para entenderle. Bostar no se molestó en traducir antes de responder. Los guardaespaldas del líder y el enorme guerrero avanzaron al unísono. Al mismo tiempo, los hombres que habían seguido a los cartagineses al interior se abrieron en abanico a ambos lados del grupo.

—Por todos los dioses, ¿qué ha dicho? —preguntó Malchus.

Bostar hizo una mueca.

—Que los ausetanos no tienen necesidad de aliarse con el hijo piojoso de una puta fenicia.

Safo apretó los puños.

—¿Cómo has respondido?

—Le he dicho que si se disculpaba de forma sincera e inmediata quizás Aníbal le mostrara clemencia cuando llegue el ejército. De lo contrario, él y toda la tribu pueden contar con ser aniquilados.

Malchus le dio una palmadita en el brazo.

—¡Bien dicho!

Hasta Safo le dedicó una mirada de admiración, aunque fuera a regañadientes.

Malchus contempló el círculo de guerreros que los rodeaban.

—Por lo que parece, nuestro camino acaba aquí —dijo con voz dura—. Nunca tendremos la oportunidad de vengar a Hanno. Pero podemos morir con dignidad. ¡Como hombres! —Se giró hacia los escoltas y repitió sus palabras. Le satisfizo ver que todos sujetaban las armas.

—A sus órdenes, señor —musitaron los oficiales al mando.

—Esperad —interrumpió Safo—. Tengo una idea. —Sin pedir la aprobación de Malchus, desenvainó la espada y se movió para situarse delante del grandullón que se había reído de ellos al llegar. El guerrero lo miraba de modo lascivo y desagradable—. ¿Este engendro sabe luchar? —preguntó Safo en un íbero pasable.

El líder ausetano no daba crédito a sus oídos. Safo apenas le llegaba al hombro al guerrero.

—Es mi hijo mayor. Nunca ha salido derrotado en un combate.

—¿Qué hace? —susurró Bostar a Malchus.

El semblante de Malchus denotó preocupación por primera vez.

—No sé, pero espero que los dioses le sonrían.

Safo alzó la voz.

—Si lo derroto, entonces pedirás perdón, aceptarás los regalos de Aníbal y permitirás que nos marchemos ilesos. Cuando llegue nuestro ejército, lo dejarás pasar sin problemas.

El jefe se echó a reír. Igual que todos aquellos que oyeron a Safo.

—Por supuesto. Sin embargo, si sales derrotado, te cortará la cabeza a ti y a tus acompañantes y le servirán de trofeo.

—No esperaba menos —replicó Safo con desdén.

El jefe se encogió de hombros con expresión cruel. Entonces ordenó a la masa de guerreros que formaran un círculo grande y amplio. Malchus aprovechó la iniciativa y utilizó a sus soldados para formar un pasillo y lo que sería la zona de combate. Él y Bostar se situaron en primera línea. A muchos ausetanos no les gustó este movimiento y empezaron a dar empujones a las tropas cartaginesas, hasta que el grito airado de su líder les hizo parar. Rodeado por sus guardaespaldas, el jefe ocupó un sitio justo delante de Malchus.

Sujetando la espada desenvainada, Safo recorrió airado el estrecho pasillo de rostros lascivos y hostiles. El enorme guerrero que iba detrás de él recibió una bienvenida clamorosa. Cuando ambos estuvieron en el centro del círculo, la masa de ausetanos cerró filas. Los luchadores estaban a una distancia de unos doce pasos. Safo iba armado con una espada y un puñal. Como concesión despectiva, su contrincante había dejado de lado el escudo y el saunion y se había quedado con una espada larga y recta de doble filo. De todos modos, seguía pareciendo una lucha muy desigual.

A Bostar se le revolvió el estómago. Safo era un buen espadachín, pero nunca se había enfrentado a un monstruo como aquel. A juzgar por la mandíbula apretada de su padre y la expresión inmutable, estaba pensando algo parecido. Independientemente de la opinión que le mereciera Safo en los últimos tiempos, Bostar no quería que muriera derrotado por el gigante. Cerró los ojos y le rezó a Baal Safón, el dios de la guerra, para que ayudara a su hermano. Para que los ayudara a todos.

Safo movió los hombros para calentar los músculos y se planteó qué hacer. ¿Por qué había lanzado un desafío tan estúpido? La explicación era sencilla. Desde que Bostar salvara a Aníbal, a Safo le consumían los celos. Siempre había existido una competencia feroz entre ellos, pero aquello había llegado demasiado lejos. Desde los meses en que dejaran Saguntum, Safo había fingido compartir el deseo de Bostar de olvidar el asunto de una vez por todas, pero el sentimiento le acosaba constantemente como si de un tumor maligno se tratara. Tal vez ahora podría recuperar parte de su orgullo herido. Safo observó los músculos prominentes de su adversario e intentó no desesperarse. ¿Qué posibilidades tenía de salir victorioso? Solo una, se estremeció Safo al pensarlo. Su velocidad.

El jefe alzó el brazo derecho y se hizo el silencio. Miró a los dos hombres para cerciorarse de que estaban preparados e hizo un movimiento descendente con el brazo.

Con un rugido ensordecedor, el guerrero se abalanzó hacia delante con la espada en alto. Para él, la lucha tenía que acabar rápido. Brutalmente. Se acercó más a Safo y le asestó un golpe demoledor. En vez de darle, la hoja silbó por el aire y acabó en el suelo de guijarros, que salieron disparados. Safo había desaparecido y danzaba con agilidad detrás de su contrincante, de un lado a otro. El guerrero bramó de rabia y giró sobre sus talones para situarse frente a él. Volvió a blandir el arma contra Safo, en vano. Parecía darle igual. Como era más fuerte y grande, y tenía un arma más larga, contaba con toda la ventaja.

«La velocidad no basta», pensó Safo. Desesperadamente, esquivó una estocada que le habría atravesado el peto de bronce y las costillas si le hubiera alcanzado. Por el momento, la túnica de lino acolchado del guerrero había desviado todos los golpes que había alcanzado a asestarle de refilón. Sin acercársele peligrosamente, era imposible hacer más. Cuando se alejó de su contrincante lascivo, Safo no vio que uno de los ausetanos estiraba el pie. Al cabo de un instante, tropezó y cayó hacia atrás sobre el suelo duro. Por suerte, mantuvo la espada en la mano.

El guerrero se le acercó y Safo vio cómo la muerte le miraba a los ojos. Esperó a que su enemigo se balanceara hacia atrás y, entonces, con todas sus fuerzas, rodó hasta el centro del círculo. Detrás de él, oyó cómo la espada de su contrincante chocaba contra el suelo con un porrazo escalofriante. Como sabía que la velocidad era su mejor baza, rodó una y otra vez antes de intentar levantarse. Las risas burlonas de los espectadores ausetanos llenaron el ambiente y el guerrero grandullón alzó los brazos anticipando la victoria. A Safo le bullía la sangre al ver lo traicioneros que eran. Él también era consciente de que no podía salir airoso de aquella lucha por medios convencionales. Había llegado el momento de tentar a la suerte. De arriesgarse. Sacó el puñal con la mano izquierda y no hizo ningún caso de los abucheos que provocó tal acto.

Safo esperó respirando profundamente. Necesitaba que el guerrero intentara clavarle una estocada lateral. La única forma que se le ocurría para atraer al grandullón era quedándose quieto, sin defenderse. Era una apuesta arriesgada. Si el otro no mordía el anzuelo y respondía exactamente como deseaba, moriría, pero a Safo no se le ocurría nada más. El agotamiento amenazaba con vencerle y dejó caer los hombros.

El enorme guerrero se le acercó arrastrando los pies y sonriendo.

Safo se estremeció al darse cuenta de que su contrincante pensaba que se daba por vencido. No movió ni un músculo.

—Prepárate para morir —gruñó el guerrero. Levantando el brazo derecho, balanceó la espada trazando un arco y apuntando a la unión entre el cuello y los hombros de Safo. Asestó el golpe con una fuerza imparable, a un objetivo que permanecía inmóvil. Para los espectadores parecía el final del duelo.

En el último momento, Safo se dejó caer de rodillas y dejó que el otro cortara el aire por encima de su cabeza. Se echó hacia delante, estiró el brazo y le clavó el puñal en el muslo izquierdo. No era una herida mortal, pero tampoco era ese el objetivo. Cuando cayó impotente encima de su pecho, Safo oyó un fuerte grito de dolor. Una mueca de satisfacción asomó a sus labios mientras intentaba ponerse en pie, sujetando todavía la espada. El guerrero ensangrentado, que estaba a escasos pasos de distancia, se escoraba hacia un lado como un barco en una tormenta. Intentaba con todas sus fuerzas arrancarse el puñal de la pierna. Apuñalarlo en la espalda resultaría fácil.

Safo echó un vistazo rápido a los rostros desagradables que los rodeaban y tomó una decisión rápida. La clemencia resultaría mucho más útil que la crueldad. Actuó con rapidez y finalizó el trabajo. Pasó la hoja por la parte trasera de la pierna izquierda del enemigo y lo dejó lisiado. Mientras el guerrero se desplomaba a grito pelado, Safo le dio un pisotón en la mano derecha y le obligó a soltar el arma. Presionó el extremo de la hoja en el pecho del otro y bramó:

—¡Ríndete!

Gimiendo de dolor, el guerrero elevó ambas manos con las palmas hacia arriba.

Safo dirigió la mirada al jefe, cuyo rostro reflejaba la incredulidad más absoluta.

—¿Y bien? —se limitó a preguntar.

El jefe acabó por serenarse.

—Pido disculpas por haber insultado a Aníbal, vuestro líder. Los ausetanos aceptan estos regalos generosos y los agradecen —masculló de mala gana—. Tú y tus compañeros podéis marcharos.

—Excelente —repuso Safo desplegando una amplia sonrisa—. Vuestro hijo vendrá con nosotros.

El jefe se puso en pie de un salto.

—Necesita cuidados médicos.

—Los cuales no le faltarán. Lo dejaremos al cuidado del mejor cirujano de Emporiae. Tenéis mi palabra. —Safo se apoyó ligeramente en la espada, lo cual hizo gemir con fuerza al guerrero enorme—. O puedo rematarlo aquí mismo. Tú eliges.

El jefe hizo una mueca de furia, pero no podía hacer nada contra la determinación de Safo.

—Muy bien —repuso.

Fue entonces cuando Safo miró a su padre y a Bostar. Ambos le dedicaron unos fuertes asentimientos de cabeza para darle ánimos. Safo se puso a sonreír como un tonto. Contra todo pronóstico, había salvado la situación, ganado la aprobación de su padre y la admiración de su hermano. Sin embargo, en su fuero interno sabía que habría que derrotar a los ausetanos para que aquel paso a la Galia en concreto resultara seguro.