TRAICION
A la mañana siguiente Quintus tuvo otra vez resaca y el recuerdo de las expresiones faciales de Flaccus le quedaba borroso. Sin embargo, se sentía lo bastante desasosegado como para ir en busca de su padre. Encontró a Fabricius encerrado en su despacho con Flaccus. La pareja estaba muy ocupada redactando los documentos del compromiso de Aurelia y se mostró irritada por la interrupción. Fabricius se quitó de encima a Quintus cuando este le dijo que quería hablar con él. Al ver la decepción de su hijo, cedió ligeramente.
—Ya me lo contarás más tarde —dijo.
Abatido, Quintus cerró la puerta. También tenía otros asuntos en la cabeza. Había insultado a Hanno de forma cruel y se sentía avergonzado. La condición del cartaginés implicaba que Quintus podía tratarlo como le placiera, pero por supuesto no se trataba de eso. «Me salvó la vida. Ahora somos amigos —pensó Quintus—. Le debo una disculpa.» Sin embargo, su búsqueda para solucionar el problema resultó tan frustrante como su intento de hablar con su padre. Encontró a Hanno con facilidad pero el cartaginés fingió no escuchar la voz de Quintus cuando le llamó y evitó por todos los medios mirarlo a la cara. Quintus no quería montar un número, pero estaban ocurriendo tantas cosas en la casa que ni siquiera era capaz de encontrar un rincón tranquilo donde hablar. La decisión de Fabricius de acompañar a Flaccus a Roma y de ahí a la guerra significaba que la casa era un hervidero. Todos los esclavos domésticos estaban ocupados con una cosa u otra. Había que empaquetar ropa, muebles y mantas, pulir las armaduras y afilar las armas.
Quintus fue en busca de Aurelia con expresión sombría. No estaba seguro de si debía mencionar a Flaccus. Lo único que tenía para guiarse eran dos miradas fugaces, captadas bajo la influencia del vino. Decidió ver qué tal estaba Aurelia antes de abrir la boca. Si seguía contemplando el matrimonio con buenos ojos, no diría nada. Lo último que quería Quintus era alterar la frágil aceptación que Aurelia tenía de su destino.
Se llevó una gran sorpresa al ver que Aurelia estaba de excelente humor.
—Qué guapo es —dijo con excesivo entusiasmo—. Y tampoco es tan mayor. Creo que seremos muy felices.
Quintus asintió, sonrió y enterró sus dudas.
—Me parece bastante arrogante, pero ¿qué hombre de su posición no lo es? Su lealtad hacia Roma está fuera de toda duda y eso es lo más importante. —Aurelia se mostró entonces preocupada—. Anoche me supo muy mal por Hanno. Los insultos que dedicaron a su pueblo eran innecesarios. ¿Has hablado con él?
Quintus apartó la mirada.
—No.
Aurelia reaccionó con la típica intuición femenina.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada —repuso Quintus—. Tengo resaca, eso es todo.
Se inclinó para mirarle a la cara.
—¿Te has peleado con Hanno?
—No —respondió—. Sí. No sé.
Aurelia arqueó las cejas y Quintus se dio cuenta de que no le dejaría en paz hasta que se lo contara.
—Cuando me marché con Gaius tuve la impresión de que Hanno había estado escuchando detrás de la puerta —dijo.
—¿Y te extraña? Estábamos hablando de una guerra entre su pueblo y el nuestro —observó Aurelia con aspereza—. De todos modos, ¿qué más da? Estaba en la sala cuando Flaccus nos contó la parte más importante de la historia.
—Lo sé —masculló Quintus—. Pero parecía sospechoso. Gaius quiso desafiarle pero yo le dije que lo dejara en paz. Que Hanno no era más que un gugga.
Aurelia se llevó la mano a la boca.
—¡Quintus! ¿Cómo pudiste hacer una cosa así?
Quintus bajó la cabeza.
—Quise pedirle perdón de inmediato… pero Gaius tenía ganas de hablar —terminó de explicar sin convicción—. No podía largarme y dejarlo.
—Espero que te hayas disculpado esta mañana —dijo Aurelia con severidad.
Quintus era incapaz de superar la confianza en sí misma que tenía Aurelia. Era como si el compromiso la hubiera hecho cinco años mayor.
—Lo he intentado —respondió—. Pero hay tanta actividad que es difícil disponer de un momento a solas con él.
Aurelia frunció los labios.
—Papá se marcha dentro de unas horas. Entonces tendrás todo el tiempo del mundo.
Al final, Quintus la miró a los ojos.
—No te preocupes —dijo—. Lo haré.
Más tarde por la mañana tuvo la oportunidad de repensarse la opinión que le merecía Flaccus. Una vez firmado el acuerdo de compromiso, el político moreno empezó a confraternizar con su futuro cuñado.
—Seguro que esta guerra con Cartago acabará rápido… quizás incluso antes de que completes tu formación militar —declaró, pasándole un brazo por encima de los hombros a Quintus—. No temas. Habrá otros conflictos en los que podrás cubrirte de gloria. Los galos de las fronteras del norte siempre están causando problemas. Igual que los ilirios. Filipo de Macedonia tampoco es de fiar. Un joven oficial valiente como tú llegará lejos seguro. Quizás incluso llegues a tribuno.
Quintus sonrió de oreja a oreja. Si bien los Fabricii pertenecían a la clase équite, su posición no era tan elevada como para tener muchas posibilidades de llegar a ser tribuno. Sin embargo, bajo el auspicio de alguien realmente poderoso el proceso sería mucho más directo. Las palabras de Flaccus mitigaron en gran medida la decepción de Quintus por no acompañar a su padre.
—Estoy ansioso por servir a Roma —dijo con orgullo—. Allá donde me envíe.
Flaccus le dio una palmada en la espalda.
—Así me gusta. —Vio a Aurelia y apartó a Quintus—. Déjame hablar con mi prometida antes de marcharme. Falta mucho hasta junio.
Encantado ante la perspectiva de una carrera militar rutilante. Quintus atribuyó el empujón de Flaccus a nada más que la emoción de un futuro novio. Aurelia se estaba convirtiendo en una joven hermosa. ¿Quién no iba a querer casarse con ella? Quintus dejó a Flaccus y fue en busca de su padre.
—¡Aurelia! —llamó Flaccus al entrar en el patio.
Aurelia, que había estado preguntándose cómo sería la vida de casada, se sobresaltó. Hizo una rígida inclinación de cabeza.
—Flaccus.
—Vamos a dar un paseo. —Le hizo un gesto invitándola a ello.
Dos puntos sonrosados asomaron a las mejillas de Aurelia.
—No sé si mi madre estará de acuerdo…
—¿Por quién me tomas? —Flaccus adoptó un tono ligeramente asombrado—. Nunca pretendería sacarte fuera de la villa sin una carabina. Me refería a un paseo por aquí, por el patio, a la vista de todo el mundo.
—Por supuesto —respondió Aurelia aturullada—. Lo siento.
—La culpa es mía por no haberme explicado —dijo con una sonrisa tranquilizadora—. Sencillamente he pensado que, teniendo en cuenta que vamos a casarnos, estaría bien pasar un rato juntos. La guerra se avecina y pronto será imposible disfrutar de momentos como este.
—Sí, por supuesto. —Corrió a su lado.
Flaccus la admiró embelesado.
—Baco es capaz de hacer que la bruja más fea parezca atractiva y saben los dioses que bebí lo bastante de su néctar como para pensar eso de anoche. Pero tu belleza es incluso más evidente bajo la luz del sol —dijo—. Y eso no es tan habitual.
Poco acostumbrada a recibir tales cumplidos, Aurelia se sonrojó de la cabeza a los pies.
—Gracias —susurró.
Pasearon alrededor del perímetro del patio. Como el silencio la incomodaba, Aurelia empezó a señalar las plantas y árboles que ocupaban buena parte del espacio. Había limoneros, almendros e higueras, y parras que serpenteaban por una celosía de madera que formaba un pasadizo artificial sombreado.
—Es mala época para verlo —dijo—. En verano es muy bonito. Cuando llega la Vinalia Rustica uno apenas puede moverse de tanta fruta que hay.
—Estoy seguro de que es espectacular, pero no he venido aquí a hablar de uvas. —Al ver que ella se sentía cada vez más incómoda, Flaccus continuó—: Háblame de ti. ¿Qué te gusta hacer?
Angustiada, Aurelia se preguntó qué querría escuchar.
—Me gusta hablar griego. Y el álgebra y la geometría se me dan mejor que a Quintus.
Él esbozó una sonrisa fingida.
—¿Ah, sí? Qué bien. Una chica culta, entonces.
Aurelia volvió a sonrojarse.
—Supongo.
—Entonces no me lo pondrás fácil. Las matemáticas nunca han sido mi fuerte.
Aurelia se mostró un poco más segura.
—¿Y la filosofía?
La miró por debajo de su larga nariz.
—Los conceptos de pietas y officium me los enseñaron antes incluso de destetarme. Mi padre se aseguró de que servir a Roma lo fuera todo para mí y mi hermano. También tuvimos que instruirnos, por supuesto. Antes de que tuviéramos experiencia militar, nos envió a estudiar a la escuela estoica de Atenas. Sin embargo, ahí no lo pasé bien. Lo único que hacía era pasarme el día sentado y hablar en salas de debate con el ambiente enrarecido. Me recuerda un poco al Senado. —Flaccus se animó—. De todos modos, pronto me concederán una posición de alto rango en una de las legiones. Estoy convencido de que eso encaja más con mi estilo.
A Aurelia su entusiasmo le parecía enternecedor. Le recordaba a Quintus, lo cual le hizo pensar adónde llegaría en cuanto ella se casara con un miembro de una familia tan distinguida.
—Tu hermano ya ha sido cónsul, ¿verdad?
—Sí —respondió Flaccus con orgullo—. Machacó a los boyos hace cuatro años.
Aurelia no había oído hablar de los boyos, pero no pensaba reconocerlo.
—He oído a papá mencionar esa campaña —dijo como si tal cosa—. Fue una victoria encomiable.
—Esperemos que los dioses me concedan la consecución del mismo nivel de éxitos algún día —declaró Flaccus con fervor. Su mirada se perdió durante unos instantes pero enseguida volvió a centrarse en Aurelia—. Eso no quiere decir que no me gusten los placeres ordinarios como ir a las carreras de cuadrigas o cabalgar y cazar.
—A mí también —dijo Aurelia sin pensárselo dos veces.
Él sonrió con indulgencia.
—Las carreras en Roma son las mejores de Italia. Te llevaré a verlas siempre que quieras.
Aurelia se sintió un tanto molesta.
—No me refería a eso.
Flaccus frunció ligeramente el ceño.
—No te entiendo.
El valor le flaqueó durante unos instantes. Entonces pensó con ingenuidad: «Si va a ser mi marido, deberíamos contárnoslo todo.»
—Me encanta cabalgar.
Flaccus frunció el ceño todavía más.
—¿Te refieres a ver montar a caballo a tu padre o a Quintus?
—No, yo sé montar. —Le encantó ver la sorpresa que Flaccus se llevó.
Entonces fue Flaccus quien se molestó.
—¿Cómo es eso? ¿Quién te ha enseñado? —exigió.
—Quintus. Dice que soy una amazona nata.
—¿Tu hermano te enseñó a montar?
Mientras él le clavaba la mirada, la seguridad de Aurelia empezó a flaquear.
—Sí —masculló—. Yo le obligué.
Flaccus soltó una breve carcajada.
—¿Que tú le obligaste? Fabricius no mencionó nada de todo eso cuando me cantó tus excelencias.
Aurelia bajó la mirada. «Tenía que haberme callado», pensó. Alzó la cabeza y se encontró con la mirada escrutadora de Flaccus. Se movió incómoda bajo sus ojos.
—¿Sabes luchar, también?
Aurelia abrió la boca ante el cambio de tema.
Flaccus echó el brazo derecho hacia delante, como si lanzara una estocada con una espada.
—¿Sabes empuñar un gladius?
Preocupada por lo que ya había revelado, Aurelia mantuvo la boca cerrada.
—Te he hecho una pregunta. —Flaccus habló con voz queda, pero los ojos tenían la dureza del granito.
«Lo que he hecho no es ningún crimen», pensó Aurelia enfadada.
—Sí que sé —replicó—. Aunque soy mucho mejor con la honda.
Flaccus alzó los brazos en el aire.
—¡Voy a casarme con una amazona! —exclamó—. ¿Tus padres lo saben?
—Por supuesto que no.
—No, me figuro que a Fabricius no le haría mucha gracia. Me imagino cómo reaccionaría Atia.
—No se lo digas, por favor —suplicó Aurelia—. Metería a Quintus en un buen lío.
La observó durante unos instantes, antes de que una sonrisa lobuna asomara a sus labios.
—¿Por qué iba yo a decir nada?
Aurelia no daba crédito a sus oídos.
—¿No te importa?
—¡No! Demuestra tu espíritu romano y significa que nuestros hijos serán guerreros. —Flaccus alzó un dedo en señal de advertencia—. Sin embargo, no te pienses que podrás continuar usando armas cuando estemos casados. Tal comportamiento no es aceptable en Roma.
—¿Y cabalgar? —susurró Aurelia.
—Ya veremos —dijo. Vio que ella ensombrecía el semblante y adoptó una expresión extraña—. La finca que tengo en las afueras de la capital es muy grande. Nadie se entera de lo que pasa allí.
Abrumada por la reacción de Flaccus, Aurelia no captó el énfasis meloso que hizo en las últimas ocho palabras. «A lo mejor estar casada no es tan malo como pensaba», se dijo. Ella lo tomó del brazo.
—Ahora te toca hablarme de ti —murmuró.
Él le dedicó una mirada de satisfacción y empezó.
Quintus encontró a su padre en el exterior, supervisando la carga de su equipaje en una reata de mulas.
Fabricius sonrió al verlo.
—¿Qué querías decirme antes?
—Nada importante —repuso. Había decidido conceder a Flaccus el beneficio de la duda. Lanzó una mirada dudosa al grupo de animales, cargados hasta los topes con todas las piezas del equipamiento militar de su padre.
—¿Cuánto crees que durará esta guerra? Flaccus parece estar convencido de que acabará en unos meses.
Fabricius comprobó que nadie les podía oír.
—Creo que peca de exceso de seguridad. Ya sabes cómo son los políticos.
—Pero Flaccus habla de casarse en junio.
Fabricius hizo un guiño.
—Quería que acordásemos una fecha y yo acepté. ¿Qué podía ser mejor que el mes más popular del año? Y si no puede producirse porque todavía estamos en campaña, el acuerdo de compromiso garantiza que se producirá en algún otro momento.
Quintus sonrió ante la astucia de Fabricius. Se quedó pensando un momento y llegó a la conclusión de que su padre tenía más posibilidades de acertar que Flaccus acerca de la duración de la guerra.
—Ya tengo edad suficiente para alistarme.
Fabricius adoptó una expresión seria.
—Lo sé —reconoció—. Aparte de vigilarte, le he pedido a Martialis que te aliste en la unidad de caballería local junto con Gaius. Durante mi ausencia, tu madre como es natural será la responsable de Aurelia y del cuidado de la finca, pero tú tendrás que ayudarla lo máximo posible. De todos modos, no veo motivos por los que no debas iniciar tu formación.
A Quintus le destellaban los ojos de alegría.
—No albergues ninguna idea disparatada —le advirtió su padre—. No hay posibilidades de que te llamen a filas en un futuro inmediato. Los jinetes que proporcionará Roma y el área circundante son más que suficientes por el momento.
Quintus se esforzó para ocultar su decepción.
Fabricius lo agarró por los hombros.
—Escúchame. La guerra no es todo valor y gloria: ni mucho menos. Es sangre, suciedad y luchar hasta que apenas tengas fuerzas para sostener una espada. Se ven cosas terribles. Hombres que mueren desangrados por falta de un torniquete. Camaradas y amigos que mueren delante de ti, llamando a sus madres.
Cada vez le resultaba más difícil aguantar la mirada fija de su padre.
—Eres un joven distinguido —dijo Fabricius con orgullo—. Ya te llegará el momento de luchar en primera línea. Hasta entonces, obtén el máximo de experiencia posible. Si eso significa que te pierdes la guerra con Cartago, que así sea. Esas semanas de instrucción iniciales son fundamentales si quieres sobrevivir más allá de los prolegómenos de una batalla.
—Sí, padre.
—Bien —dijo Fabricius, satisfecho—. Que los dioses te den una larga y buena vida.
—A ti también. —A pesar de sus esfuerzos, a Quintus le tembló la voz.
Atia aguardó a que Quintus entrara para aparecer.
—Ya es casi un hombre —dijo con nostalgia—. Parece que fue ayer cuando jugaba con sus juguetes de madera.
—Lo sé. —Fabricius sonrió—. Los años pasan volando, ¿no? Recuerdo cuando me despedí de ti antes de marcharme a Sicilia como si fuera ayer. Y aquí estamos otra vez, en una situación parecida.
Atia estiró el brazo para tocarle la cara.
—Tienes que volver conmigo, ¿entendido?
—Haré todo lo posible. Me aseguraré de que el altar está bien surtido de ofrendas. Hay que tener contentos a los lares.
Ella fingió sorpresa.
—Ya sabes que lo haré todos los días.
Fabricius rio entre dientes.
—Sí, lo sé. Igual que sabes que rezaré diariamente a Marte y a Júpiter para que nos protejan.
Atia adoptó una expresión solemne.
—¿Sigues estando convencido de que Flaccus es un buen partido para Aurelia?
Frunció el ceño.
—¿Qué?
—¿Es el hombre adecuado?
—Me pareció que anoche dio una buena impresión —dijo Fabricius con expresión sorprendida—. Arrogante, por supuesto, pero cabe esperarlo de alguien de su condición. Quedó prendado de Aurelia, lo cual es bueno. Es ambicioso, apuesto y rico. —Miró a Atia—. ¿No es suficiente?
Ella frunció los labios.
—¿Atia?
—No sabría cómo explicarlo —dijo al final—. Pero no me fío de él.
—Pues necesitas algo más que una idea vaga para hacerme romper un compromiso con este potencial —dijo Fabricius, molesto—. ¡Recuerda cuánto dinero debemos!
—No estoy diciendo que debas cancelar el acuerdo —dijo con tono conciliador.
—¿Entonces qué?
—Que vigiles a Flaccus cuando estés en Roma. Pasarás mucho tiempo con él. Eso te dará una idea mucho más correcta de cómo es que con una sola noche. —Le acarició el brazo—. No es mucho pedir, ¿no?
—No —masculló. Una sonrisa de aceptación asomó a sus labios y se inclinó para besarla—. Tienes una capacidad innata para oler la manzana podrida en un cesto. Confiaré en ti una vez más.
—Deja de tomarme el pelo —exclamó ella—. Hablo en serio.
—Lo sé, amor mío. Y haré lo que dices. —Se dio un toquecito en el lateral de la nariz—. Flaccus no se dará cuenta pero observaré todos sus movimientos.
Atia suavizó la expresión.
—Gracias.
Fabricius le dio un pellizco cariñoso en el trasero.
—Bueno, ¿y por qué no nos despedimos como mandan los cánones?
Atia adoptó una expresión coqueta.
—Me parece una idea estupenda. —Lo cogió de la mano y lo condujo al interior de la casa.
Había transcurrido una hora y en la casa reinaba un silencio sepulcral. Fabricius y Flaccus habían partido hacia Roma prometiendo una victoria rápida sobre los cartagineses. Quintus, profundamente deprimido, fue en busca de Hanno. Había pocas tareas domésticas que hacer y el cartaginés no pudo negarse cuando Quintus le pidió que saliera al patio.
En cuanto estuvieron solos se produjo un silencio incómodo.
«Yo no voy a ser el primero en hablar», pensó Hanno. Seguía estando furioso.
Quintus arrastró el extremo de una sandalia por el mosaico.
—Sobre lo de anoche… —empezó a decir.
—¿Sí? —espetó Hanno. Su voz y su actitud no eran las de un esclavo, pero en ese momento le daba igual.
Quintus se tragó la respuesta refleja y airada.
—Lo siento —dijo abruptamente—. Estaba borracho y no quería decir lo que dije.
Hanno miró a Quintus a los ojos y vio que, a pesar de su tono, la disculpa era sincera. Inmediatamente se puso a la defensiva. No se lo había esperado y todavía no estaba dispuesto a echarse atrás.
—Soy un esclavo —gruñó—. Puedes tratarme como te dé la gana.
Quintus se sintió dolido.
—Lo primero y más importante es que eres mi amigo —afirmó—. Y no debería haberte hablado como hice anoche.
Hanno caviló sobre las palabras de Quintus en silencio. Antes de que lo esclavizaran, cualquier extranjero que lo hubiera llamado gugga se habría llevado un puñetazo en la nariz o algo peor. En su situación actual, no le quedaba más remedio que sonreír y aceptarlo. «No por mucho tiempo —se dijo Hanno enfurecido—. Sigue fingiendo.» Asintió a modo de aceptación.
—Muy bien. Acepto tus disculpas.
Quintus sonrió.
—Gracias.
Ninguno de los dos sabía muy bien qué decir a continuación. A pesar del intento de Quintus de hacer las paces, se había abierto una brecha entre ellos. Como ciudadano patriótico romano que era, Quintus apoyaba sin reservas la decisión de su gobierno de entrar en conflicto con Cartago. Hanno, incapaz de alistarse al ejército de Aníbal, haría lo mismo por su pueblo. Su amistad quedaba separada por un abismo y ninguno sabía cómo salvarlo.
Pasó un buen rato y seguían sin hablar. Quintus no quería mencionar la guerra inminente porque ambos albergaban sentimientos muy fuertes al respecto. Quería sugerir que practicaran con la espada pero también parecía mala idea: por mucho que confiara en Hanno, guardaba demasiadas semejanzas con la lucha inminente entre un romano y un cartaginés. Irritado, esperó a que Hanno hablara el primero. Sin embargo, enfadado todavía y temeroso de desvelar algo sobre su plan de huida, Hanno mantuvo la boca cerrada.
Ambos deseaban que Aurelia estuviera presente. Ella se habría reído y disipado la tensión en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, no había ni rastro de ella.
«Esto no tiene ningún sentido», pensó Hanno al final. Dio un paso hacia la cocina.
—Mejor que vuelva al trabajo.
Molesto, Quintus se quitó de en medio.
—Sí —dijo con rigidez.
Mientras se alejaba, a Hanno le sorprendió notar la tristeza que sentía cada vez con más fuerza en el pecho. A pesar del resentimiento actual, él y Quintus compartían un vínculo fuerte, forjado por la forma azarosa de su compra y seguida del enfrentamiento en la cabaña del pastor. Hanno cayó en la cuenta de otro aspecto. A Quintus debía de haberle costado mucho ir a pedirle perdón, sobre todo debido a su diferencia de condición. Sin embargo, ahí estaba él marchándose airado como si él fuera el amo y no el esclavo. Hanno se giró con una disculpa en los labios, pero era demasiado tarde.
Quintus ya se había ido.
Transcurrieron varias semanas y el tiempo era cada vez más caluroso y soleado. Alimentados por los oficiales, los rumores acerca de las intenciones de Aníbal se habían propagado por el enorme campamento de tiendas situado en el exterior de los muros de Cartago Nova. Todo aquello formaba parte del plan del general. Debido a la envergadura de su ejército, era imposible informar directamente a cada uno de los soldados sobre lo que iba a suceder. Así, el mensaje se transmitía con rapidez. Para cuando Aníbal convocó una reunión con sus comandantes, todos sabían que se dirigirían a Italia.
El ejército al completo se reunió en formación ante una plataforma de madera situada cerca de las puertas. Los soldados cubrían una vasta porción de terreno. Había miles de libios y númidas e incluso números mayores de íberos de docenas de tribus. Hombres toscamente vestidos de las Islas Baleares esperaban junto a hileras de celtíberos imperiosos y orgullosos. También había cientos de ligures y galos, hombres que habían dejado sus tierras y hogares semanas antes para acompañar al general que iba a librar una guerra contra Roma. Un porcentaje pequeño de los soldados vería y oiría a quien tuvieran delante pero habían apostado intérpretes a intervalos regulares para transmitir las noticias al resto. Solo se produciría una pequeña demora antes de que todos los presentes oyeran las palabras de Aníbal.
Malchus, Safo y Bostar se alzaban orgullosos al frente de sus lanceros libios, cuyos cascos de bronce y escudos tachonados brillaban bajo el sol matutino. El trío sabía exactamente qué iba a pasar, pero los tres sentían la misma emoción y nerviosismo. Desde que habían regresado de su misión hacía semanas, Bostar y Safo habían aparcado sus diferencias para prepararse para este momento. Estaban a punto de pasar a la historia, al igual que hiciera Alejandro Magno al iniciar su extraordinario viaje hacía más de cien años. La mayor aventura de sus vidas estaba a punto de comenzar. Con ella, tal como había dicho su padre, tendrían la oportunidad de vengar la pérdida de Hanno. Aunque no lo expresara, Malchus albergaba un atisbo de esperanza en lo más profundo del corazón sobre que siguiera vivo. Igual que Bostar, pero Safo había perdido toda esperanza. Seguía alegrándose de que Hanno hubiera desaparecido. Malchus le prestaba ahora más atención y dedicaba más alabanzas de las que recordaba haber recibido jamás. ¡Y Aníbal lo conocía por su nombre!
El ejército no tuvo que esperar demasiado. Seguido por sus hermanos Asdrúbal y Mago, el comandante de la caballería Maharbal, y el soldado de infantería de alto rango Hanno, Aníbal se acercó a la plataforma y se subió a ella para que lo vieran. Los últimos en llegar fueron un grupo de trompetas que desfilaron delante del general y aguardaron sus órdenes.
La aparición del líder causó una ovación espontánea entre la tropa reunida. Hasta los oficiales le ovacionaron. Los hombres silbaban y gritaban, daban zapatazos en el suelo y golpeaban los escudos con las armas. Cuando los que no veían se unieron a la ovación, el clamor aumentó hasta límites inconmensurables. No cesaba, cada vez más alto, en una docena de idiomas. Y, tal como había hecho en ocasiones similares, Aníbal no hizo nada para detenerlo. Alzó ambos brazos y se dejó inundar de elogios. Era su momento, para el que llevaba años preparándose, y situaciones como aquella subían la moral infinitamente más que varias victorias menores.
Al final, Aníbal hizo una seña a los músicos. Llevándose el instrumento a los labios, los hombres tocaron una serie corta de notas. Era la llamada a las armas, el mismo sonido que alertaba a los soldados de la presencia cercana de fuerzas enemigas. Inmediatamente, el crescendo de sonido se apagó y fue sustituido por un silencio expectante. Bostar dio un codazo de emoción a Safo entre las costillas y recibió un codazo similar. La mirada admonitoria de Malchus hizo que los dos se pusieran firmes como para desfilar. No era momento de tener un comportamiento infantil.
—Soldados de Cartago —empezó diciendo Aníbal—. Estamos a punto de vivir una gran aventura. Pero ciertas personas de Roma querrían impedírnoslo desde un buen comienzo. —Alzó una mano para sofocar la respuesta airada de sus hombres—. ¿Queréis oír las palabras de la última embajada romana que visitó Cartago?
Transcurrieron unos instantes mientras los intérpretes hacían su trabajo y entonces se oyó un inmenso grito de afirmación.
—«El execrable e injustificado ataque sobre Saguntum no puede quedar sin respuesta. Entregadnos a Aníbal Barca y a todos sus oficiales de alto rango encadenados y Roma dará el asunto por zanjado. Si Cartago no obedece a esta petición, debería considerarse en guerra contra la República.» —Aníbal hizo una pausa, dejó que se asimilara la traducción, y que aumentara la furia de sus soldados. Hizo un gesto cargado de dramatismo hacia quienes estaban detrás de él en la plataforma—. ¿Acaso estos hombres y yo deberíamos entregarnos al aliado romano más cercano para que se haga justicia?
Otra demora. Pero el rugido del «¡NO!» que siguió excedió al volumen combinado de todos los gritos que se habían oído con anterioridad.
Aníbal esbozó una sonrisa.
—Os doy las gracias por vuestra lealtad —declaró, haciendo un movimiento de izquierda a derecha con el brazo derecho, para incluir a todo el ejército.
Otra ovación ensordecedora rasgó el aire.
—Así pues, en vez de aceptar la oferta de Roma, os llevaré a casi todos vosotros a Italia. Para llevar la guerra a nuestros enemigos —anunció Aníbal a la muchedumbre que se desgañitaba—. Algunos debéis permanecer aquí, al mando de mi hermano Asdrúbal porque vuestra misión consiste en proteger nuestro territorio en Iberia. El resto marchará conmigo. Como los romanos controlan el mar, viajaremos por tierra y los pillaremos por sorpresa. Quizás imagináis que estaremos solos en Italia y rodeados por fuerzas hostiles. Pero ¡no temáis! La suya es una región fértil e ideal para saquear. También tendremos muchos aliados. Roma controla menos de la península de lo que os pensáis. Las tribus de la Galia Cisalpina han prometido unirse a nosotros y no me cabe la menor duda de que la situación se repetirá en el centro y el sur. No será una lucha fácil y solo quiero la compañía de los hombres que deseen acompañarme libremente en este empeño. —Aníbal fue repasando formación tras formación y mirando de hito en hito a soldados concretos—. Con la ayuda de todos —continuó—, la República quedará hecha añicos. ¡Destrozada, de forma que ya no supondrá una amenaza para Cartago! —Con toda tranquilidad, esperó a que el mensaje se difundiera.
No tardó demasiado.
El ruido de más de cien mil hombres expresando su acuerdo pareció un trueno amenazador y ensordecedor. Malchus, Safo y Bostar temblaron al oírlo.
Aníbal alzó el puño cerrado en el aire.
—¿Me seguiréis a Italia?
La pregunta solo tenía una respuesta posible. Y cuando todos y cada uno de los hombres de su ejército vociferó el grito más fuerte de todos, Aníbal Barca retrocedió y sonrió.
En las semanas posteriores a la discusión, tanto Hanno como Quintus hicieron intentos tibios de reconciliarse. Ninguno prosperó. Dolidos por la actitud del otro, y henchidos de engreimiento juvenil, ninguno cedía. Pronto dejaron prácticamente de hablarse. Era un círculo vicioso del que no había escapatoria. Aurelia hizo todo lo posible por suavizar sus diferencias pero sus esfuerzos fueron en vano. No obstante y a pesar de su resentimiento, Hanno se había dado cuenta de que no podía huir. Pese al enfrentamiento con Quintus, le debía demasiado a él y a Aurelia. Por consiguiente, se volvió cada vez más huraño y siempre receloso de la presencia amenazadora de Agesandros en un segundo plano. Mientras tanto, Quintus se dedicó a formarse en caballería con los socii. A menudo se ausentaba de la casa varios días seguidos, lo cual ya le iba bien. Así no tenía que ver a Hanno y mucho menos dirigirle la palabra.
Ya estaba bien entrada la primavera cuando recibieron una nota de Fabricius. Seguida de una ansiosa Aurelia, Atia la llevó al patio, bañado por la tenue luz del sol. Quintus, que estaba fuera con Agesandros, ya escucharía las noticias más tarde.
Aurelia observaba emocionada a su madre mientras abría la misiva y empezaba a leer.
—¿Qué dice? —preguntó al cabo de un momento.
Atia alzó la vista. La decepción se reflejaba en su rostro.
—Es una típica carta de hombre. Llena de información sobre política y sobre lo que pasa en Roma. Incluso habla un poco de una carrera de cuadrigas a la que asistió el otro día, pero casi nada acerca de cómo se siente. —Recorrió la página con el dedo—. Pregunta por mí, obviamente, y por ti y Quintus. Espera que no haya problemas en la finca. —Por fin, Atia sonrió—. Flaccus le ha pedido que te envíe sus más calurosos recuerdos y dice que, aunque vuestro matrimonio tendrá que retrasarse por culpa de la guerra, ansía el día en que se produzca. Tu padre le ha dado permiso para escribirte directamente, así que quizá pronto recibas una carta de él.
A Aurelia le satisfizo la noticia del aplazamiento pero el hecho de pensar en el día —y la noche— de su boda todavía le hacía sonrojarse. Cuando vio a Hanno en la puerta de la cocina se puso aún más roja. El hecho de que fuera un esclavo no le impedía pensar que, a pesar de que ahora tuviera la nariz torcida, seguía siendo guapísimo. Durante unos instantes, sustituyó a Flaccus por Hanno en su mente. Aurelia contuvo un grito ahogado y apartó la imagen de su cabeza.
—Está bien. ¿Qué más dice papá?
Hanno era ajeno a los sentimientos de Aurelia. Estaba contento porque Julius acababa de decirle que barriera el patio, lo cual, a su vez, le permitía escuchar la conversación. Aguzando el oído, pasó la escoba por los huecos que había entre las téseras del mosaico del suelo, intentando enganchar el máximo de suciedad posible.
Atia siguió leyendo y mostró más interés.
—Buena parte de lo que escribe es acerca de la respuesta de la República a Aníbal. Los Minucii y sus aliados trabajan incansablemente para ayudar en los preparativos de la guerra. Flaccus confía en ser nombrado tribuno de una de las nuevas legiones. Lo más importante de todo es que a Tiberio Sempronio Longo y Publio Cornelio Escipión, los dos cónsules nuevos, les habían concedido las provincias de Sicilia y África, e Iberia respectivamente. La misión del primero es atacar Cartago mientras que la del último es enfrentarse y derrotar a Aníbal. A padre le satisface que él y Flaccus vayan a servir a Publio.
—Eso es porque el ejército que derrote a Aníbal se llevará toda la gloria —reflexionó Aurelia. A veces deseaba ser un hombre, para poder ir también a la guerra.
—Todos los hombres son iguales. Nosotras las mujeres tenemos que quedarnos atrás y preocuparnos por ellos —dijo su madre con un suspiro—. Pidamos a los dioses que nos los devuelvan a los dos sanos y salvos.
A Hanno no le gustó lo que había oído. De hecho, le pareció odioso. «Putos romanos sanguinarios», pensó con amargura. No había generales hábiles en Cartago, lo cual significaba que el Senado volvería a llamar a Aníbal para que defendiera la ciudad, acabando así con sus planes para atacar Italia. Su marcha dejaría Iberia, la colonia más rica de Cartago, a merced de un ejército romano invasor. Hanno apretó los dedos con fuerza alrededor del palo de la escoba. Antes incluso de empezar, parecía que la guerra ya estaba acabada.
Aurelia frunció el ceño.
—¿En la anterior guerra no estuvieron a punto de salir victoriosos en un asalto a Cartago?
—Sí. Y papá dice que independientemente de las cualidades de Aníbal, Roma saldrá victoriosa. No tenemos motivos para creer que la determinación de los cartagineses es más fuerte que hace veinte años.
Hanno se puso de un humor de perros. Fabricius tenía razón. El historial de su ciudad ante los ataques directos no era precisamente glorioso. Por supuesto que el regreso de Aníbal marcaría una gran diferencia, pero ¿bastaría? Su ejército no estaría con él: incluso sin que los romanos controlaran los mares, el general no poseía suficientes barcos para transportar decenas de miles de tropas a África.
Entonces fue cuando llegó Quintus. Enseguida se fijó en que Aurelia estaba junto a su madre con una carta en la mano.
—¿Es de papá?
—Sí —repuso Atia.
—¿Qué noticias envía? —preguntó con impaciencia—. ¿El Senado ha decidido emprender alguna acción?
—Atacar Cartago e Iberia a la vez —respondió Aurelia.
—¡Qué idea tan fantástica! No sabrán por dónde les llegan los golpes —exclamó Quintus—. ¿Adónde enviarán a papá?
—A Iberia. Igual que a Flaccus —respondió Atia.
—¿Qué más?
Atia le tendió el pergamino a Quintus.
—Léelo tú mismo. Aquí la vida continúa y tengo que hablar con Julius acerca de las provisiones que hay que comprar en Capua. —Rozó a Hanno al pasar sin ni siquiera molestarse en mirarle.
La ira de Hanno cristalizó. Fuera cual fuera la deuda contraída, había llegado el momento de huir. Cartago pronto necesitaría al máximo de espadachines posible. Nada ni nadie más importaba. «¿Y Suni?», le preguntó la voz de la conciencia. «No tengo ni idea de dónde está —pensó Hanno desesperadamente—. ¿Qué posibilidades tengo de encontrarle?»
Quintus escudriñó la carta a toda velocidad.
—Papá y Flaccus van a ir a Iberia —murmuró emocionado—. Y yo casi he acabado la instrucción.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Aurelia.
Él le dedicó una mirada de sorpresa.
—Nada, nada.
Aurelia conocía bien a su hermano.
—No albergues ideas descabelladas —le advirtió—. Papá dijo que tenías que quedarte aquí hasta que te llamaran a filas.
—Ya lo sé. —Quintus frunció el ceño—. Sin embargo, por lo que dicen, la guerra acabará en unos pocos meses. No quiero perdérmela. —Recorrió el patio con la mirada y vio que Hanno lo estaba mirando. Quintus apartó la vista al instante, pero fue demasiado tarde.
Al final Hanno se dejó vencer por la furia.
—¿Ya estás contento? —espetó.
—¿A qué te refieres? —replicó Quintus a la defensiva.
—Los guggas serán derrotados de nuevo. Los pondrán en el sitio que se merecen. Espero que estés encantado.
Quintus se puso rojo.
—No, no es el caso.
—¿Ah, no? —le retó Hanno. Se aclaró la garganta y escupió en el mosaico del suelo.
—¿Cómo te atreves? —bramó Quintus, dando un paso hacia Hanno—. No eres más que un…
—¡Quintus! —exclamó Aurelia, horrorizada.
Su hermano hizo un gran esfuerzo para no decir nada más.
La cara de Hanno era la viva imagen del desprecio.
—Un esclavo. ¡O un gugga! ¿Es eso lo que ibas a decir?
Quintus se sonrojó todavía más. Apretó los puños enfadado y dio media vuelta.
—¡Ya me he hartado! —Hanno sujetó la escoba.
Aurelia no aguantaba más.
—¡Parad ya, los dos! Os estáis comportando como niños.
Sus palabras no causaron ningún efecto. Quintus salió de la casa con gesto airado y Aurelia le siguió. Hanno se retiró a la cocina, donde se sintió más desgraciado que nunca. Las noticias que había oído hacía unos meses, sobre el éxito del sitio de Saguntum por parte de Aníbal y el reto que había supuesto, le habían elevado el ánimo. Le habían dado un motivo para continuar. La carta de Fabricius había echado por tierra todo aquello. El plan de Roma parecía insuperable. Aunque llegara a formar parte del ejército de Aníbal, ¿en qué iba a notarse la diferencia?
Aurelia fue en busca de Hanno en cuanto regresó. Lo encontró abatido en un taburete en la cocina. Haciendo caso omiso de las miradas de curiosidad del resto de los esclavos, arrastró a Hanno al exterior.
—He hablado con Quintus —musitó en cuanto estuvieron solos—. No quería ofenderte. No ha sido más que una reacción espontánea a tu escupitajo. —Dedicó una mirada de reproche a Hanno—. Ha sido una grosería.
Hanno se sonrojó, pero no se disculpó.
—Se estaba regodeando.
—Ya sé que es lo que parecía —reconoció Aurelia—. Pero no creo que fuese eso lo que hacía.
—¿Ah, no? —espetó Hanno.
—No —repuso ella con voz queda—. Quintus no es de esos.
—¿Y entonces por qué me llamó gugga el otro día?
—La gente dice cosas que no siente cuando está borracha. ¿Supongo que tú no le has dedicado ningún insulto desde aquel día en tu interior, no? —preguntó Aurelia maliciosamente.
Dolido, Hanno no respondió.
Aurelia miró a su alrededor antes de estirar la mano para tocarle la cara. Sorprendido por el nivel de intimidad que aquello suponía, Hanno notó que su ira se disipaba. La miró a los ojos.
Alarmada por el súbito palpitar que notó en el corazón, Aurelia bajó la mano.
—Desde fuera, esta pelea parece muy sencilla —empezó a decir—. De no ser por tu infortunio, serías un hombre libre y, con toda probabilidad, te alistarías al ejército cartaginés. Lo mismo que haría Quintus con las legiones. Ninguna de estas dos acciones tendría nada de malo. Sin embargo, Quintus es libre de hacer lo que quiera mientras que tú eres un esclavo.
«Se puede decir más alto pero no más claro», pensó Hanno enfadado.
Aurelia no había terminado.
—Sin embargo, el motivo verdadero es que primero a ti y luego a Quintus os dolió lo que dijo el otro. Los dos sois demasiado orgullosos como para disculparos sinceramente y dejar esto atrás. —Lo miró con expresión feroz—. Estoy harta.
Hanno cedió, sorprendido por la perspicacia y sinceridad de Aurelia. El desacuerdo ya había durado demasiado.
—Tienes razón —dijo—. Lo siento.
—No es a mí a quien deberías decirle eso.
—Lo sé. —Hanno calibró sus palabras con mucho tiento antes de pronunciarlas—. Le pediré disculpas. Pero Quintus debe saber que, independientemente de las leyes de este territorio, no soy un esclavo y nunca lo seré.
—Estoy segura de que en lo más profundo de su ser lo sabe. Por eso se contuvo y no te llamo «esclavo» hace un rato —repuso Aurelia. Entristeció el semblante—. Obviamente, yo no te veo como tal, pero para todos los demás eres un esclavo.
Hanno estaba a punto de contarle sus planes a Aurelia cuando advirtió movimiento por el rabillo del ojo. Por las puertas abiertas del tablinum veía parte del atrium. Aparte del recuadro del suelo iluminado por el orificio del tejado, todo estaba en sombras. Ahí Hanno distinguía una figura alta que los observaba. Se apartó de Aurelia de forma instintiva. Cuando Agesandros se colocó bajo la luz, a Hanno se le encogió el estómago de miedo. ¿Qué había visto u oído? ¿Qué iba a hacer?
Aurelia vio al siciliano en el mismo momento. Se levantó orgullosa, preparada para una confrontación en caso necesario.
Para su sorpresa, Agesandros no se les acercó. Esbozó una ligera sonrisa y desapareció por donde había venido.
Hanno y Aurelia volvieron a girarse para estar cara a cara, pero Elira y otro esclavo doméstico aparecieron de la cocina. El breve momento mágico que habían compartido se había esfumado.
—Hablaré con Quintus —dijo Aurelia con tono tranquilizador—. Pase lo que pase, debéis conservar vuestra amistad. Igual que nosotros dos.
Ansioso por dejar las cosas tal como habían sido en el pasado antes de que se marchase de la finca para siempre, Hanno asintió.
—Gracias.
Por desgracia, Aurelia no pudo intentar hacer entrar en razón a su hermano aquel día. Tal como le contó a Hanno más tarde, Quintus se había marchado a Capua sin decir nada a nadie aparte de al esclavo de piernas arqueadas que trabajaba en el establo. Pasó la tarde y se hizo de noche y resultó obvio que no iba a regresar. Hanno no sabía si enfadarse o preocuparse por la situación.
—No te preocupes —le dijo Aurelia antes de retirarse—. Quintus hace esto a veces, cuando necesita tiempo para pensar. Se aloja en casa de Gaius y regresa al cabo de unos días.
Hanno no podía hacer nada. Se tumbó en su petate y soñó con escapar.
Tardó mucho tiempo en dormirse.