9

MINUCIUS FLACCUS

Cerca de Capua, Campania

Hanno se apoyó contra la pared de la cocina, admirando la vista mientras Elira se inclinaba por encima de una mesa repleta de comida. El vestido se le subió, dejó al descubierto sus pantorrillas torneadas y se le ajustó a la altura de las nalgas por su prominencia. A Hanno le palpitaba la entrepierna y cambió de postura para evitar que se le notara la excitación. Elira y Quintus seguían siendo amantes pero eso no significaba que Hanno no pudiera admirarla desde una distancia prudencial. Lo que resultaba inquietante era que Elira se había dado cuenta de cómo la miraba y le devolvía miradas llenas de pasión, pero Hanno no se había atrevido a ir más allá. Su recién creada amistad con Quintus era demasiado frágil y valiosa para sobrevivir a una revelación como aquella.

Desde la pelea de la cabaña, sus circunstancias habían mejorado sobremanera. A Fabricius le había impresionado el relato de Quintus sobre la pelea y la prueba fehaciente de los dos prisioneros vivos, aunque heridos. La recompensa de Hanno fue pasar a ser esclavo doméstico. Le quitaron los grilletes y se le permitió dormir en la casa. En un principio Hanno estuvo encantado. Lo habían alejado del entorno de Agesandros de un plumazo. Al cabo de unas semanas, no estaba tan convencido. La dura realidad de su situación le parecía más cruda que nunca.

Hanno tenía que servir a la familia tres veces al día durante las comidas. Como es natural, no se le permitía comer con ellos. Veía a Aurelia y a Quintus a diario de la mañana a la noche pero no podía hablar con ellos a no ser que estuvieran solos. Incluso entonces, las conversaciones eran apresuradas. Era muy distinto de los momentos que habían pasado juntos en el bosque. A pesar de la distancia obligada entre ellos, para Hanno supuso un alivio ver que el ambiente de camaradería palpable que había surgido recientemente no se había esfumado. Los guiños ocasionales de Quintus y las sonrisas tímidas de Aurelia animaban sus días. También agradecía la cercanía de Elira, cuya esterilla estaba apenas a veinte pasos de la suya en el suelo del atrium, y a quien no osaba abordar. Hanno sabía que tenía que estar agradecido por el destino que le había tocado. Las veces en que él y Agesandros se encontraban cara a cara resultaba evidente que el siciliano no le deseaba nada bueno.

—¡Padre! —La voz alegre de Aurelia resonó desde el patio—. ¡Has vuelto!

Curioso como pocos, Hanno siguió a los demás esclavos de la cocina hasta la puerta. No se esperaba la llegada de Fabricius hasta al cabo de dos semanas por lo menos.

Ataviado con una túnica con cinturón y sandalias, Fabricius estaba de pie junto a la fuente principal. Una amplia sonrisa le arrugó la cara al ver que Aurelia corría hacia él.

—Estoy sucio —le advirtió—. Estoy lleno de polvo por el viaje.

—¡Me da igual! —Ella lo rodeó con los brazos—. ¡Cuánto me alegro de verte!

Él le dio un cariñoso abrazo.

—Yo también te he echado de menos.

Hanno sintió una punzada de tristeza por su situación pero no se permitió regodearse en ella.

—Esposo. Doy gracias a los dioses por tu regreso sano y salvo. —Atia se unió a su marido e hija con una sonrisa sosegada. Aurelia se apartó para permitir que Fabricius diera un beso en la mejilla a su esposa. Se miraron complacidos, lo cual era muy significativo—. Debes de estar sediento.

—Tengo la garganta tan seca como el lecho de un río en el desierto —respondió Fabricius.

Atia dirigió la mirada a la puerta de la cocina y a la manada de esclavos que los observaban. Hanno fue en quien se fijó primero.

—¡Trae vino! Y el resto volved al trabajo.

El umbral de la puerta se vació de inmediato. Los esclavos sabían que no debían contrariar a Atia, que gobernaba el hogar con guante de seda pero mano férrea. Rápidamente, Hanno cogió cuatro de las mejores copas del estante y las colocó en una bandeja. Julius, el amable esclavo encargado de la cocina, ya había ido a buscar un ánfora. Hanno le observó diluyendo el vino al estilo romano, con cuatro partes de agua por una de vino.

—Aquí tienes —musitó Julius cuando depositó una jarra llena en la bandeja—. Sal antes de que vuelva a llamar.

Hanno se apresuró a obedecer. Estaba ansioso por saber qué había provocado el regreso anticipado de Fabricius. Aguzando el oído, llevó la bandeja a la familia, a la que se acababa de incorporar Quintus.

Quintus sonrió de oreja a oreja antes de recordar que ya era un hombre.

—Padre —dijo con solemnidad—. Me alegro de verte.

Fabricius pellizcó a su hijo en la mejilla.

—Estás más alto.

Quintus se sonrojó. Para disimular su vergüenza, se giró con aire expectante hacia Hanno.

—Venga. Llénanos las copas.

Hanno se puso tenso al oír la orden pero obedeció. Se paró ante la cuarta copa y miró a Atia.

—Sí, sí, sírvele una también a Aurelia. Ya es prácticamente una mujer.

La expresión feliz de Aurelia se desvaneció.

—¿Me has encontrado marido? —preguntó con tono acusador—. ¿Por eso has regresado?

Atia frunció el ceño.

—¡No seas tan impertinente!

Aurelia se ruborizó y bajó la cabeza.

—Ojalá fuera tan sencillo, hija —respondió Fabricius—. Si bien he hecho algunos avances en ese sentido, hay acontecimientos mucho más importantes en la escena mundial. —Chasqueó los dedos en dirección a Hanno, cuyo corazón palpitaba mientras pasaba de una persona a otra sirviendo el vino.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Atia.

En vez de responder, Fabricius alzó la copa.

—Un brindis —dijo—. Porque los dioses y nuestros antepasados continúen sonriéndole a nuestra familia.

Atia tensó la expresión unos instantes pero se unió al brindis.

Quintus estaba menos pendiente del decoro que su madre y saltó en cuanto su padre hubo dado el primer sorbo.

—¡Cuéntanos por qué has regresado!

—Saguntum ha caído —repuso Fabricius sin miramientos.

La sangre se agolpó en las sienes de Hanno y fue claramente consciente de que Quintus se daba media vuelta para observarle. Con cuidado, secó una gota de vino del borde de la jarra con un paño. En su interior, todas las fibras de su ser se alegraban. «¡Aníbal! —gritó en su cabeza—. ¡Aníbal!»

Quintus volvió a dirigir la mirada a su padre.

—¿Cuándo?

—Hace una semana. Al parecer, no se salvó prácticamente nadie. Hombres, mujeres y niños. Los pocos que sobrevivieron fueron tomados como esclavos.

Atia apretó los labios.

—Menudos salvajes.

Hanno se dio cuenta de que Aurelia lo observaba con ojos grandes y horrorizados. «No puede decirse que vuestro pueblo no haga exactamente lo mismo cuando saquea una ciudad», pensó enfurecido. Por supuesto no podía decir nada, así que apartó la mirada.

A diferencia de su hermana, Quintus estaba enfadado.

—Bastante tuvimos con que el Senado no hiciera nada para ayudar a uno de nuestros aliados durante los últimos ocho meses. Supongo que ahora actuarán, ¿no?

—Seguro —repuso Fabricius—. De hecho ya han actuado.

El silencio subsiguiente resonó más que un toque de trompeta.

—Se ha enviado a una embajada a Cartago cuya misión es exigir que Aníbal y sus oficiales de alto rango sean entregados inmediatamente a la justicia por sus actos execrables.

Hanno apretó el paño tan fuerte que goteó vino en el mosaico que tenía bajo los pies.

Nadie se percató. Tampoco es que a Hanno le hubiera importado. «¿Cómo se atreven? —gritaba en su interior—. ¡Cabrones romanos!»

—Es difícil que hagan tal cosa —declaró Atia.

—Por supuesto —respondió Fabricius, ajeno al hecho de que Hanno estaba totalmente de acuerdo aunque fuera en silencio—. Está claro que Aníbal tiene enemigos, pero los cartagineses son un pueblo orgulloso. Querrán reparaciones por las humillaciones a los que los sometimos tras la guerra de Sicilia. Esto les brinda esa oportunidad.

Quintus vaciló durante unos instantes.

—¿Te refieres a una guerra?

Fabricius asintió.

—Sí, creo que eso es lo que se avecina. Algunos miembros del Senado discrepan conmigo pero creo que infravaloran a Aníbal. Un hombre que ha conseguido lo que él en pocos años no habría emprendido el asedio a Saguntum sin que ello formara parte de un plan más ambicioso. Hace tiempo que Aníbal quiere entrar en guerra con Roma.

«Cuánta razón tienes», pensó Hanno con gran júbilo.

Quintus también estaba jubiloso.

—¡Gaius y yo podremos alistarnos al ejército de caballería!

La reticencia de Atia moderó el evidente orgullo de Fabricius. Ni siquiera ella era capaz de ocultar la tristeza que asomó a sus ojos, pero recobró la compostura rápidamente.

—Serás un buen soldado.

Quintus hinchó el pecho de satisfacción.

—Tengo que decírselo a Gaius. ¿Puedo ir a Capua?

Fabricius le dio permiso con un asentimiento.

—Adelante. Tendrás que apresurarte. Pronto anochecerá.

—Regresaré mañana. —Quintus se marchó con una sonrisa de agradecimiento.

Atia miró cómo se marchaba y exhaló un suspiro.

—¿Y el otro asunto?

—Tengo buenas noticias. —Al ver el interés inmediato de Aurelia, Fabricius guardó silencio—. Luego te lo cuento.

Aurelia se desmoralizó.

—Qué injusticia tan grande —exclamó, y se marchó corriendo a su habitación.

Atia tocó el brazo de Fabricius para acallar su reprimenda.

—Déjala. Debe de ser difícil para ella.

Hanno se mantenía ajeno al drama familiar. De repente, su deseo de huir, de llegar a Iberia y de unirse a sus paisanos en el conflicto le resultó abrumador. ¡Era lo que había estado soñando durante mucho tiempo! Sin embargo, la deuda contraída con Quintus pesaba mucho en su interior. ¿Se la había pagado con lo que había hecho en la cabaña del pastor o no? Hanno no estaba seguro. Y luego estaba Suniaton. ¿Cómo podía siquiera pensar en marcharse sin intentar encontrar a su mejor amigo? Hanno agradeció oír la voz de Julius llamándole. Los sentimientos encontrados de su interior amenazaban con partirle el alma.

Pasó el tiempo y Hanno seguía trabajando en la cocina. Aunque la respuesta referente a su obligación para con Quintus seguía eludiéndole, no era capaz de abandonar la finca sin hacer un esfuerzo por encontrar a Suniaton. Pero no tenía ni idea de cómo acometer tal empresa. Aparte de él, ¿quién sabía o se interesaba por el paradero de Suniaton? El dilema incontestable le impedía dormir por las noches e incluso le distraía de sus pensamientos lujuriosos sobre Elira. Cansado e irritable, un día prestó poca atención cuando Julius anunció un menú exhaustivo que Atia había pedido para la noche siguiente.

—Al parecer, ella y el amo esperan a un visitante importante —dijo Julius pomposamente—. Caius Minucius Flaccus.

—¿Quién puñetas es ese? —preguntó uno de los cocineros.

Julius le dedicó una mirada de desaprobación.

—Es una figura importante del clan de los Minucii y hermano de un ex cónsul.

—Entonces será un tipejo arrogante —masculló el cocinero.

Julius hizo caso omiso de las risas tontas que provocó el comentario.

—También forma parte de la embajada que acaba de regresar de Cartago —declaró, como si el asunto fuera importante para él.

A Hanno se le revolvió el estómago.

—¿De verdad? ¿Estás seguro?

Julius frunció los labios.

—Es lo que he oído decir a la señora —espetó—. Ahora poneos manos a la obra.

A Hanno el corazón estaba a punto de salírsele del pecho, como si fuera un pájaro enjaulado, cuando fue a los cobertizos que servían de almacén. ¿Acaso el invitado de Fabricius hablaría de lo que había visto? Hanno suplicó a los dioses que así fuera. Al pasar junto a la entrada del cuarto de baño climatizado, vio a Quintus desnudándose. «Qué suerte la suya», pensó Hanno con acritud. No se había dado un baño caliente desde que había salido de Cartago.

Quintus estaba cada vez más emocionado y era totalmente ajeno a los sentimientos de Hanno. Como quería presentar su mejor aspecto aquella noche, se bañó antes de disfrutar del masaje que le hizo un esclavo. Mientras fantaseaba sobre lo que contaría Flaccus acerca de todo lo ocurrido en Cartago, apenas advirtió que Fabricius había entrado en la estancia.

—¿Sabes? Esta visita es muy importante.

Quintus abrió los ojos.

—Sí, padre. Y estaremos a la altura de las circunstancias, llegado el caso.

Fabricus esbozó una media sonrisa.

—Por supuesto. Cuando Roma nos llame, responderemos. —Unió las manos detrás de la espalda y caminó arriba y abajo en silencio.

El tacto del estrígil en su piel empezó a molestar a Quintus e hizo un gesto al esclavo para que parara.

—¿Qué pasa?

—Es Aurelia —respondió Fabricius.

—Has concertado el matrimonio, entonces —dijo, lanzando una mirada amarga a su padre.

—Todavía no es seguro —reconoció Fabricius—. Pero a Flaccus le gustó lo que oyó de Aurelia cuando le visité en la capital hace algún tiempo. Ahora quiere admirar su belleza personalmente.

Quintus frunció el ceño ante su propia ingenuidad. ¿Por qué si no un político de alto rango iba a hacer una visita a équites de clase tan modesta como ellos?

—Venga ya —dijo Fabricius con severidad—. Ya sabías que el día iba a llegar. Es por el bien de la familia. Flaccus no es tan viejo y pertenece a un clan poderoso e influyente. Con el apoyo de los Minucii, los Fabricii podrían llegar lejos. —Miró a Quintus de hito a hito—. En Roma, quiero decir. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

Quintus exhaló un suspiro.

—¿Aurelia lo sabe?

—No. —Entonces fue Fabricius quien mostró su incomodidad—. Me pareció que antes tenía que hablar contigo.

—¿E implicarme en esto?

—No te pongas así conmigo. Tú también te beneficiarás —espetó su padre.

Quintus notó la emoción en su pecho y se sintió culpable. Había visto que Aurelia suspiraba por Hanno. Un encaprichamiento imposible para ella, pero él no había hecho nada para evitarlo. Y ahora aquello.

—¿Qué te ha hecho decidirte por Flaccus?

—Llevo dos años intentando organizar algo —respondió Fabricius—. Buscando al hombre adecuado para nuestra familia y para Aurelia. Es un asunto peliagudo, pero creo que Flaccus podría ser el hombre apropiado. Tenía que pasar cerca de aquí de todos modos a su regreso de Cartago. Lo único que he hecho es asegurarme de que tenía una invitación esperándole en cuanto llegara.

A Quintus le sorprendió la astucia de su padre. Sin duda su madre había tenido algo que ver con todo aquello, pensó.

—¿Cuántos años tiene?

—Unos treinta y cinco —dijo Fabricius—. Mucho mejor que algunos viejos chochos que querían conocerla. Espero que lo agradezca. —Hizo una pausa—. Una cosa más.

Quintus alzó la vista.

—No hagas ninguna pregunta sobre lo que ha pasado en Cartago —le advirtió su padre—. Sigue siendo un secreto de estado. Si Flaccus decide darnos detalles por iniciativa propia, que así sea. Si no, no tenemos derecho a preguntar. —Dicho esto, se marchó.

Quintus se tumbó en la losa de piedra caliente, pero todo su disfrute había desaparecido. Iría a ver a Aurelia en cuanto su padre acabara de hablar con ella. De todos modos, no tenía ni idea de qué le diría. Se vistió de mal humor. El mejor sitio desde el que atisbar la puerta de Aurelia con discreción era desde una esquina del tablinum. Quintus se dirigió a la gran sala de recepción. No llevaba mucho tiempo ahí cuando entró Hanno cargado con una bandeja de vajilla.

Al ver a Quintus, sonrió.

—¿Estás ansioso por que llegue la noche? —«Yo sí», pensó con regocijo.

—Pues la verdad es que no mucho —repuso Quintus con severidad.

Hanno arqueó las cejas.

—¿Por qué no? No recibís muchas visitas.

Quintus se sorprendió al darse cuenta de que su interés por lo que Flaccus pudiera decir quedaba amortiguado por su amistad con Hanno.

—Es difícil de explicar —repuso con torpeza.

En aquel momento, Fabricius salió a grandes zancadas de la habitación de Aurelia dando un portazo. Apretaba la mandíbula de ira.

Su conversación concluyó enseguida. Hanno se quedó mirando mientras Quintus entraba en la habitación de su hermana. Hanno apreciaba de veras a Aurelia. Una parte de él se preguntaba qué pasaba y a otra parte le daba igual. Al final, Cartago volvía a estar en guerra con Roma.

De alguna manera él estaría implicado.

Quintus se encontró a Aurelia tumbada en la cama llorando desconsoladamente. Corrió a arrodillarse a su lado.

—Todo irá bien —le susurró, acariciándole el pelo—. Flaccus parece un buen hombre.

Lloró con más intensidad y Quintus masculló una maldición. Mencionar el nombre del hombre era lo peor que podía haber hecho. Como no sabía qué hacer, le frotó los hombros a Aurelia para reconfortarla. Permanecieron en esa postura un buen rato sin hablar. Al final, Aurelia se dio la vuelta. Tenía las mejillas enrojecidas y manchadas y los ojos hinchados de tanto llorar.

—Debo de estar horrible —dijo.

Quintus le dedicó una sonrisa socarrona.

—Sigues siendo guapa —repuso.

Aurelia le sacó la lengua.

—Mentiroso.

—Un baño te ayudará —le sugirió Quintus. Adoptó una expresión jovial—. ¿Verdad?

Aurelia fue incapaz de seguir fingiendo.

—¿Qué va a ser de mí? —susurró con tristeza.

—Este momento tenía que llegar algún día —dijo Quintus—. ¿Por qué no le concedes el beneficio de la duda? Si realmente te parece odioso, papá no te obligará a casarte con él.

—Supongo que no —respondió Aurelia dudosa. Se paró a pensar durante unos instantes—. Sé que tengo que hacer lo que dice papá. Pero es tan difícil… sobre todo cuando… —Se le apagó la voz y se le volvieron a empañar los ojos de lágrimas.

Quintus le selló los labios con un dedo.

—No lo digas —susurró—. No puedes. —No quería oírlo de viva voz.

Con un gran esfuerzo, Aurelia recuperó el control de sus emociones. Asintió con determinación.

—Pues entonces mejor que me prepare. Hoy tengo que estar espectacular.

Quintus la atrajo hacia sí para darle un cariñoso abrazo.

—Así me gusta —le susurró. Se percató de que la valentía no era una cualidad exclusivamente masculina. Ni se limitaba al campo de batalla o a una cacería. Aurelia acababa de demostrarle que era valiente como el que más.

Flaccus llegó a media tarde, acompañado de un gran número de esclavos y soldados, e inmediatamente fue conducido a la mejor habitación de invitados de la casa para que se refrescara. Aparte de sus esclavos personales, la mayor parte de la comitiva se quedó en el exterior y fue acantonada en el corral. Hanno estaba ocupado en la cocina y vio poco de los preparativos. Al cabo de una hora, unas voces fuertes anunciaron la llegada de Martialis y Gaius. Fabricius los recibió jovialmente y los acompañó a la sala de banquetes contigua al patio donde, siguiendo la tradición, primero se les sirvió mulsum, una mezcla de vino y miel. Elira se encargó de servir mientras Hanno aguardaba impaciente en la cocina. Cuando oscureció, recorrió el patio encendiendo las lámparas de aceite de bronce que colgaban de cada columna. Al llegar a la esquina más alejada del tablinum, Hanno advirtió movimiento detrás de él. Se giró y se encontró con un hombre apuesto de cabello negro y denso y nariz prominente vestido con una toga antes de que Flaccus desapareciera en el salón de banquetes. Quintus y su hermana llegaron poco después vestidos con sus mejores galas. Hanno nunca había visto a Aurelia maquillada. Para su sorpresa, le gustó lo que vio.

Por fin la comida estuvo preparada y Hanno pudo entrar en la sala con los demás esclavos. Tenía que permanecer allí durante todo el ágape, sirviendo comida, retirando platos y, sobre todo, escuchando la conversación. Esperaba atentamente detrás del diván de la izquierda, donde Fabricius estaba reclinado con Martialis y Gaius. Como invitado importante que era, a Flaccus se le había asignado el diván central, mientras que Atia, Quintus y Aurelia, impertérrita, ocupaban el de la derecha. Como era habitual, el cuarto lado de la mesa estaba abierto.

Flaccus pasó buena parte del tiempo felicitando a Aurelia por su belleza e intentando entablar conversación con ella. Sus esfuerzos surtieron poco efecto al comienzo. Al final, cuando Atia empezó a lanzarle miradas iracundas, Aurelia se dignó responder. A Hanno le resultaba obvio que no era sincera sino que se limitaba a satisfacer los deseos de su madre. Flaccus no pareció percatarse de ello y, aparte de Fabricius, resultó que los demás presentes no se atrevían a dirigirle la palabra. Quintus y Gaius miraban con frecuencia a Flaccus, aguardando en vano noticias de Cartago. El político moreno, que ingirió grandes cantidades de mulsum y vino, parecía estar cada vez más prendado de Aurelia.

Cuando llegaron los dulces, Flaccus se dirigió a Fabricius.

—Os felicito por vuestra hija. Es tan hermosa como dijisteis. O incluso más.

Fabricius inclinó la cabeza con gravedad.

—Gracias.

—Creo que deberíamos hablar más de este asunto por la mañana —bramó Flaccus—. Para llegar a un acuerdo que satisfaga a ambos.

Fabricius se permitió esbozar una sonrisa.

—Eso supondría un gran honor.

Atia murmuró que estaba de acuerdo.

—Excelente. —Flaccus miró a Hanno—. Más vino.

Hanno se apresuró a servirle con expresión inescrutable. No estaba seguro de cuáles eran sus sentimientos acerca de lo que acababa de oír. Tampoco es que importara, reflexionó con amargura. «Aquí soy un esclavo.» Su resentimiento por la situación en que se encontraba brotó de nuevo, con más fuerza que nunca, y restó importancia a su preocupación por el posible compromiso de Aurelia. Los lazos que lo ataban a la finca se estaban debilitando. Si Aurelia se casaba con Flaccus, se iría a vivir a Roma. Quintus se pasaba el día hablando de alistarse al ejército. Cuando se marchara, Hanno se quedaría sin amigos y solo. En ese mismo instante decidió empezar a planear su fuga.

Quintus había llegado a la conclusión de que Flaccus parecía bastante agradable y miró de soslayo a Aurelia. Se quedó encantado al no advertir muestras de angustia en su rostro y le maravilló su ecuanimidad. Entonces advirtió que tenía las mejillas ligeramente sonrosadas y la copa vacía. ¿Estaba borracha? No habría sido tan extraño. Aurelia bebía vino en contadas ocasiones. A pesar de ello, a Quintus se le llenó la cabeza con las puertas que se le abrirían gracias a una alianza entre los Fabricii y los Minucii. Aurelia y Flaccus se acostumbrarían el uno al otro, se dijo. Así funcionaban la mayoría de los matrimonios. Estiró el brazo para tocarle la mano a Aurelia. Ella sonrió y él se quedó más tranquilo.

La conversación saltó de un tema a otro durante bastante rato y hablaron del tiempo, de las cosechas y de la calidad de los juegos de Capua comparados con los de Roma. Nadie mencionó el tema sobre el que todos estaban interesados: ¿qué había pasado en Cartago?

Martialis fue quien acabó sacando el tema a colación. Como era habitual en él, había ingerido grandes cantidades de vino. Volvió a vaciar su copa y saludó a Flaccus.

—Dicen que los vinos cartagineses son más que pasables.

—Son bastante agradables —convino Flaccus. Frunció los labios.

—A diferencia del pueblo que los produce.

Martialis no era consciente de las muecas de Fabricius.

—¿Veremos tales cosechas más a menudo en Italia? —preguntó haciendo un guiño.

Flaccus apartó la vista de Aurelia con dificultad.

—¿Eh?

—Contadnos qué pasó en Cartago —suplicó Martialis—. Nos morimos de ganas de saberlo.

Hanno contuvo el aliento y vio que Quintus hacía lo mismo.

Poco a poco, Flaccus advirtió los rostros extasiados que le rodeaban. Entonces adoptó una expresión presuntuosa y sonrió pomposamente.

—Nada de lo que diga debe salir de estas cuatro paredes.

—Por supuesto que no —le aseguró Martialis—. Podéis estar convencido de nuestra discreción.

Hasta Fabricius se sumó a los murmullos tranquilizadores.

Satisfecho, Flaccus empezó a hablar:

—Yo no era sino un miembro poco destacado del grupo, aunque me gustaría pensar que mi aportación fue valiosa. Nos acompañaron los dos cónsules Lucio Emilio Paulo y Marco Livio Salinator. Nuestro portavoz era el ex censor Marco Fabio Buteo. —Dejó que los presentes asimilaran la importancia de tales personalidades—. Desde el comienzo, dio la impresión de que nuestra misión tendría éxito. Los augurios eran buenos y el paso por Lilibea sin incidentes. Llegamos a Cartago hace tres semanas.

Hanno cerró los ojos y se imaginó la escena. Las increíbles fortificaciones relucientes bajo el sol invernal. El majestuoso templo de Eshmún que dominaba la colina de Birsa. Los puertos gemelos llenos de embarcaciones. «Mi hogar —pensó con una sacudida de nostalgia—. ¿Lo volveré a ver algún día?»

Las siguientes palabras de Flaccus lo devolvieron a la realidad con un sobresalto.

—Hijos de puta arrogantes —gruñó. Miró a Atia—. Disculpad. Pero los hombres más importantes de Roma acababan de llegar y ¿a quién enviaron a recibirnos? A un oficial de bajo rango de la guardia de la ciudad.

Martialis se puso rojo de ira y estuvo a punto de atragantarse con un sorbo de vino.

Fabricius tenía un talante más tranquilo.

—Debe de haber sido un error, seguro —dijo.

Flaccus frunció el ceño.

—Al contrario. El gesto fue expreso. Ya lo tenían decidido antes incluso de que desembarcáramos. En vez de permitir que nos laváramos y nos recuperáramos del viaje, nos condujeron directamente al Senado.

—Típico de esos dichosos guggas. No tienen ningún sentido del decoro —bufó Martialis.

Aurelia lanzó una mirada comprensiva a Hanno.

El cartaginés estaba tan enfadado que osó no devolverle la mirada. Le entraron ganas de partirle a Martialis en la cabeza la jarra de barro que tenía en las manos, pero por supuesto se contuvo. Aparte del castigo que recibiría, lo que Flaccus iba a decir a continuación era mucho más importante.

—¿Y cuando llegasteis allí? —preguntó Quintus con impaciencia.

—Fabio anunció quiénes éramos. Nadie respondió. Se quedaron allí mirándonos. Esperando, como chacales alrededor de un cadáver. Y entonces Fabio quiso saber si el ataque de Aníbal a Saguntum se había llevado a cabo con su aprobación. —Flaccus hizo una pausa porque respiraba con dificultad—. ¿Sabéis lo que hicieron entonces? —Una vena le palpitaba en la frente—. Se rieron de nosotros.

Martialis golpeó la mesa con la copa. Fabricius soltó un juramento mientras Quintus y Gaius se miraban boquiabiertos, pues no se acababan de creer que alguien tratara de tal modo a los estadistas más prominentes de la República. Atia aprovechó la oportunidad para susurrarle algo a Aurelia al oído. Mientras tanto, Hanno tuvo que morderse el interior de la mejilla para evitar soltar una carcajada. Cartago no había perdido todo su orgullo al ceder Sicilia y Cerdeña a Roma, concluyó orgulloso.

—Algunos hablaron en contra de Aníbal —reconoció Flaccus—. Quien más le criticó fue un hombre gordo llamado Hostus.

«¡Cabrón traicionero! —pensó Hanno—. Daría cualquier cosa por clavarle un cuchillo en el vientre.»

—Pero la mayoría le hizo callar y cuestionaron el tratado firmado por Asdrúbal hace seis años y se negaron a reconocer los vínculos de Saguntum con Roma. Se pusieron a insultarnos a gritos —farfulló Flaccus—. Parlamentamos entre nosotros y decidimos que solo teníamos una opción.

Quintus lanzó una mirada a Hanno. No tenía ni idea de que los cartagineses reaccionarían con tanta fuerza. Sorprendido por lo que había visto, volvió a mirar. Quintus conocía el lenguaje corporal de Hanno lo suficiente como para darse cuenta de que él sí que lo sabía. La voz de Flaccus le impidió seguir pensando sobre el asunto.

—Fabio se situó en el centro de la cámara. Entonces los guggas se callaron —dijo Flaccus con fiereza—. Agarrándose los pliegues de la toga, les dijo que en su interior albergaba tanto la paz como la guerra. Que ellos eligieran. Dicho esto, se desató el caos en la cámara. Era imposible oír lo que se decía.

—¿Optaron por la guerra? —preguntó Fabricius.

—No —reveló Flaccus—. El sufete que ocupaba la presidencia dijo a Fabio que eligiera él.

Para entonces, todos los presentes en la sala, incluida Elira, estaban pendientes de sus palabras.

—Fabio nos miró para confirmar que todos coincidíamos en nuestra opinión y entonces dijo a los guggas que se decantaba por la guerra. —Flaccus soltó una risa breve y airada—. Tienen agallas, hay que reconocerlo. —Fabio apenas había acabado de hablar cuando prácticamente todos los hombres de la cámara se pusieron en pie y gritaron—: «¡Que así sea!»

Hanno se dio cuenta de que ya no era capaz de ocultar su satisfacción. Cogió dos montañas de platos sucios y se dirigió a la cocina. Nadie aparte de Aurelia se dio cuenta de que se marchaba. Pero cuando llegó a la altura de la puerta, su deseo de oír más era tal que se quedó a escuchar a hurtadillas.

—Siempre confié en que se evitaría otra guerra contra Cartago —dijo Fabricius con pesar. Apretó la mandíbula—. Pero no nos dan elección. Insultar de ese modo, y sobre todo a los cónsules, es imperdonable.

—Totalmente de acuerdo —le bramó Martialis—. A esos granujas hay que darles una lección incluso mejor que la última vez.

A Flaccus le satisficieron sus reacciones.

—Bien —musitó—. ¿Por qué no venís conmigo a Roma? Los preparativos son muchos y necesitaremos a hombres que ya hayan luchado contra Cartago.

—Sería un honor para mí —respondió Fabricius.

—Y para mí —añadió Martialis. Adoptó una expresión incómoda en su rostro colorado y se dio un golpecito en la pierna derecha—. Si no fuera por esto. Es una vieja herida, de Sicilia. Ahora apenas puedo caminar más de medio kilómetro sin tener que parar para descansar.

—Ya has cumplido con tu deber hacia Roma con creces —dijo Flaccus con expresión tranquilizadora—. Me llevaré a Fabricius.

Quintus se levantó sin darse cuenta.

—Yo también quiero luchar.

Gaius repitió sus palabras al cabo de un instante.

Flaccus les dedicó una mirada condescendiente.

—Sois unos guerreros natos, ¿verdad? Pero me temo que todavía sois jóvenes. Esta lucha hay que ganarla rápido y lo mejor es contar con veteranos.

—Tengo diecisiete años —protestó Quintus—. Igual que Gaius.

Flaccus ensombreció el semblante.

—Recordad con quién estáis hablando —espetó.

—¡Quintus! Siéntate —ordenó Fabricius—. Tú también, Gaius. —Cuando los dos obedecieron a regañadientes, se giró hacia Flaccus—: Os pido disculpas. Están ansiosos por ir a la guerra, eso es todo.

—No tiene importancia. Ya les llegará el momento —respondió Flaccus con escasa sinceridad al tiempo que lanzaba una mirada ponzoñosa a Quintus. Se desvaneció tan rápido que nadie más la advirtió. Quintus se preguntó si se había equivocado, pero al cabo de un momento se fijó en otra cosa. Aurelia se excusó y se retiró para el resto de la velada. Flaccus la observó mientras se retiraba como una serpiente miraría a un ratón. Quintus parpadeó e intentó aclararse las ideas, un tanto confusas de tanto vino. Cuando volvió a mirar, Flaccus tenía una expresión benévola. «Debo de habérmelo imaginado», concluyó. Entonces Quintus se llevó una decepción al ver que los tres hombres mayores se apiñaban y empezaban a murmurar en voz baja. Atia le hizo una seña con la cabeza para que se marchara. Frustrado, Quintus indicó a Gaius que salieran al patio.

Cuando aparecieron, Hanno se sobresaltó. Se había escondido para que Aurelia no le viera y acababa de emerger desde detrás de una estatua. Se escabulló a la cocina con expresión culpable.

Gaius frunció el ceño.

—Que me aspen si no está tramando algo.

Más tarde, Quintus se planteó si se debía al exceso de vino o a la ira por el tratamiento recibido por la embajada romana, pero tenía ganas de arremeter contra alguien.

—¿Qué más da? —espetó—. Es un gugga. Déjalo estar.

—Quintus se arrepintió de sus palabras en cuanto las hubo pronunciado. Hizo ademán de ir tras Hanno, pero Gaius, que estaba riendo, lo arrastró hasta un banco de piedra situado al lado de la fuente.

—Hablemos —masculló su amigo ebrio.

Quintus no se atrevió a apartarse. La oscuridad ocultaba su rostro afligido.

Hanno, que tenía los hombros tensos por la ira contenida, no miró atrás. Estaba a diez pasos de la cocina y dejó los platos en el fregadero con estrépito. Para eso servía la amistad con un romano, pensó, con una profunda sensación de amargura. Sabía que Aurelia era comprensiva con él, pero no podía decir lo mismo de nadie más. Sobre todo de Quintus. La ira que había destilado la voz de todos los nobles ante la revelación de Flaccus era comprensible, pero cambiaba la situación de Hanno por completo. En principio, ahora era un enemigo. Sin embargo, tendría que enterrar el regocijo que le proporcionaba el asunto en lo más profundo de su ser para que nadie lo notara. En el ámbito estrecho del hogar Hanno sabía lo difícil que resultaría. Exhaló lentamente. Tenía que huir. Pronto. Pero ¿a Cartago o a Iberia? Y ¿tenía alguna posibilidad de encontrar a Suniaton antes de marcharse?