EL ASEDIO
Exterior de las murallas de Saguntum, Iberia
Malchus escupió en el suelo mientras observaba las inmensas fortificaciones con mirada asesina.
—Son decididos, al menos hay que reconocérselo —se quejó—. Deben de saber que no van a recibir ayuda de Roma. Pero estos griegos cabrones y tozudos no se dan por vencidos.
—Nosotros tampoco —respondió Safo con fiereza. Sacó vaho por la boca debido a la frialdad del aire otoñal—. Y cuando entremos, los defensores se arrepentirán del día en que nos dieron con la puerta en las narices. Los hijos de puta no sabrán de dónde vienen los golpes. ¿Verdad, Bostar? —Dio un codazo a su hermano en las costillas.
—Cuanto antes caiga la ciudad, mejor. Aníbal encontrará la manera —repuso Bostar con seguridad, soslayando el enojo de Safo.
En los meses transcurridos desde su discusión en Cartago Nova, su relación había mejorado ligeramente, pero Safo nunca desperdiciaba la oportunidad de criticarlo o poner en duda su lealtad a la causa. «Solo porque no disfruto torturando a prisioneros enemigos —pensó Bostar entristecido—. ¿En qué se ha convertido él?»
Sin embargo, en cierto modo no era de extrañar que Safo recurriera a la violencia en sus intentos de obtener información que pudiera facilitarles la entrada. Habían transcurrido casi seis meses desde que el inmenso ejército de Aníbal iniciara el asedio y no habían avanzado gran cosa. Saguntum, situada a kilómetro
y medio del mar, se encontraba en un fragmento de roca larga y pelada que se elevaba trescientos o cuatrocientos pasos por encima de la llanura de abajo. Era una posición de predominio seguro que convertía el asedio en una perspectiva terrible. La única forma de acceder a la ciudad, rodeada de fortificaciones sólidas, era desde el oeste, donde la pendiente no era tan pronunciada. Como es natural, ahí era donde las defensas eran más fuertes. Rodeada por unos gruesos muros, una torre imponente dominaba la parte más elevada de la roca. Aníbal había acampado a la mayoría de sus fuerzas por debajo de ese punto. También había ordenado que erigieran un muro que discurría alrededor de la base de la roca. La circunvalación estaba salpicada de torres cuya única función era garantizar que no escapara ningún mensajero enemigo.
—Gracias a los dioses, somos así —añadió Malchus.
Los dos hijos asintieron. Aníbal había honrado a su familia escogiendo a sus unidades para liderar el ataque inminente. El resto de los participantes, miles de libios e íberos, aguardaban en las laderas de más abajo.
Safo hizo una mueca y señaló las filas apelotonadas de lanceros, dispuestos alrededor de cuatro vineae, o «caminos cubiertos», torres de ataque con un enorme ariete en la base. Formarían la base del asalto.
—Los hombres están nerviosos. Tampoco me extraña. Llevamos una hora esperando. ¿Dónde está?
Bostar era consciente de que Safo tenía razón. Algunos soldados charlaban en voz alta entre sí, con un tono ligeramente más elevado del normal. Otros guardaban silencio pero movían los labios rezando sin parar. Un ambiente de nerviosismo se cernía sobre cada pelotón. «Aníbal llegará pronto», se dijo.
—Paciencia —aconsejó Malchus.
Safo obedeció a regañadientes pero ardía en deseos de demostrar su valía de una vez por todas. Demostrar a su padre que era su hijo más valiente.
Al cabo de unos instantes unos murmullos expectantes que empezaron a propagarse hacia delante desde la parte posterior del gentío les llamaron la atención.
—¡Escuchad! —dijo Malchus triunfante—. Aníbal habla con ellos al pasar. Hay muchos elementos que conforman a un buen general, y este es uno de ellos. No se trata solo de liderar desde delante. También hay que interesarse por los soldados. —Dedicó un asentimiento aprobatorio a Bostar, lo cual hizo que Safo mascullara algo entre dientes.
Bostar perdió los estribos. Se trataba de un asunto al que otorgaba mucha importancia.
—¿Qué? —preguntó—. Si intentaras eso en vez de castigar toda pequeña infracción, tus tropas te respetarían más.
Safo ensombreció el semblante, pero antes de tener tiempo de responder se oyó una fuerte ovación. Los hombres empezaron a dar zapatazos en el suelo a un ritmo repetitivo y contagioso. El resto de los oficiales no hicieron nada por intervenir. Aquello era lo que todos habían estado esperando. El ruido fue a más hasta que una única palabra resultó audible: ¡A-NÍ-BAL, A-NÍ-BAL, A-NÍ-BAL!
Bostar sonrió de oreja a oreja. Era inevitable no contagiarse del entusiasmo de los soldados. Incluso Safo estiraba el cuello para ver.
Al final un pequeño grupo surgió de entre los lanceros. Formaban un cuadrado hueco, compuesto por unas dos docenas de scutarii. Estos soldados de infantería íberos eran una de las mejores tropas de Aníbal. Como de costumbre, los scutarii llevaban las típicas capas negras encima de unas túnicas sencillas y pequeños petos. Su terrible despliegue de armas incluía varios tipos de lanzas pesadas, sobre todo el saunion de hierro, así como espadas largas y rectas y puñales. En el interior de la formación caminaba una única figura que quedaba parcialmente oculta de su vista. Era la persona que todos querían ver. Al final, cerca de Malchus y sus dos hijos, los scutarii se abrieron en abanico formando dos hileras. Entonces se vio claramente al hombre del interior.
Aníbal Barca.
Bostar observó a su general con verdadera admiración. Como la mayoría de los oficiales cartagineses de alto rango, Aníbal llevaba un sencillo casco de bronce dorado de estilo helénico. El sol destellaba en la superficie y se reflejaba en los ojos de los soldados. Una luz cegadora ocultaba el rostro de Aníbal con excepción de la barba. Llevaba una capa violeta oscuro colgada de los anchos hombros. Bajo la misma vestía una túnica del mismo color y una coraza de bronce decorada con motivos de plata. Varias capas de lino protegían la entrepierna del general y unas grebas de bronce pulido le cubrían la parte inferior de las piernas. Llevaba los pies enfundados en unas sandalias de piel robustas. Un tahalí de piel le bajaba desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda y sostenía una espada falcata en una vaina bien gastada. Se dirigió hacia delante cojeando ligeramente.
El comandante de los scutarii dio una orden a gritos y, al unísono, los soldados golpearon los escudos pintados con colores vivos contra la roca. El estruendo hizo callar de repente a las tropas reunidas.
—¡Vuestro general, el león de Cartago, Aníbal Barca! —anunció el oficial.
Todos los presentes se pusieron firmes y saludaron.
—¡General! —exclamó Malchus—. Nos honráis con vuestra presencia.
Aníbal elevó la comisura de los labios.
—Descansen, caballeros. —Se colocó al lado de Malchus—. ¿Estáis preparados?
—Sí, señor. Hemos comprobado los sistemas del asedio dos veces. Cada uno de los hombres sabe su función.
Los hijos de Malchus mascullaron algo para poner de manifiesto que estaban de acuerdo con su padre.
Aníbal miró a uno y luego al otro antes de asentir satisfecho.
—Os irá bien.
—Que Baal Safón nos abata si no es así —declaró Safo con vehemencia.
Aníbal se quedó un tanto sorprendido.
—Espero que no. La ciudad acabará cayendo pero todavía no lo hemos conseguido. ¿Quién sabe si hoy es el día? Además, cuesta encontrar a oficiales valiosos. —Sin hacer caso de la evidente incomodidad de Safo, sonrió hacia Malchus—. Comprenderás que se te ha concedido esta oportunidad porque no puedo correr. —Se tocó el fuerte vendaje del muslo derecho.
—Vuestra herida fue de lo más desafortunada, señor —dijo Malchus—, pero agradecemos la oportunidad que se nos presenta hoy.
Aníbal sonrió.
—Vuestro entusiasmo es encomiable.
Bostar todavía recordaba con claridad la gran emoción del momento vivido hacía varias semanas, durante un ataque similar al que estaban a punto de liderar. Como era habitual en él, Aníbal había ido en cabeza. Bostar deseaba haber sido él quien acababa con una flecha clavada en el muslo.
—¿Qué tal está curando la herida, señor?
—Despacio. —Aníbal hizo una mueca—. De todos modos, supongo que tengo que estar agradecido por que los defensores no fueran mejores arqueros.
El padre y los hijos soltaron una risa nerviosa. Nadie quería plantearse aquella posibilidad.
—Bueno, no quiero entreteneros. Los saguntinos os esperan. —Aníbal señaló las murallas, repletas de hombres. Se giró hacia la ladera empinada donde estaban las otras compañías de la tropa: refuerzos en caso de que el ataque prosperara—. Y ellos también.
—Sí, señor. —Malchus alzó la espada.
Sus hombres, que le habían estado observando fijamente, se pusieron tensos.
—Por todos los dioses, ojalá Hanno estuviera aquí —murmuró Bostar.
Safo endureció la expresión.
—¿Eh? ¿Por qué?
—Se pasaba el día soñando en momentos como este.
—Bueno, pues está muerto —le susurró Safo con saña—. Así que estás perdiendo el tiempo.
Bostar le lanzó una mirada de furia.
—¿No le echas de menos?
Safo no tuvo ocasión de responder.
—¿A qué esperáis? —preguntó Malchus, que no había oído la conversación—. ¡A vuestros puestos!
Después de dedicar un saludo rápido a Aníbal, Bostar y Safo corrieron a unirse a sus respectivas falanges. Cada uno de ellos estaba a cargo de una de las vineae y su rivalidad cada vez mayor suponía que ambos ardían en deseos de estar al mando del arma de asedio que abriera el boquete decisivo en los muros y permitiera a sus camaradas entrar en Saguntum. Quizá no lo consiguieran, pensó Bostar. Su padre estaba al mando de la tercera vinea y Alete, un veterano corajudo que gozaba de la admiración de ambos hermanos, lideraba la última.
Malchus esperó a que estuvieran colocados antes de bajar el brazo.
—¡De frente! —gritó.
Mediante silbidos, los oficiales alentaron a los libios a dirigirse hacia las murallas. Docenas de hombres previamente seleccionados entregaron sus lanzas a los camaradas y corrieron para colocarse con los hombros contra la parte trasera de las vineae, o situarse a lo largo de las ruedas. Otros grupos emplearon los escudos grandes para formar pantallas protectoras alrededor de los que quedaban desprotegidos. Se dieron más órdenes y los soldados situados alrededor de las armas de asedio empezaron a empujar. Las vineae empezaron a avanzar entre crujidos y dejaron a Aníbal atrás. Cuando las armas estuvieron a unos cincuenta pasos colina arriba, el resto de los libios empezaron a seguir formando falanges bien compactas.
A Bostar se le iba encogiendo el estómago a medida que se acercaban. Veía con claridad el rostro de quienes tenía por encima, los defensores que esperaban dejar caer una lluvia de muerte sobre él y sus hombres. Sobre su padre y su hermano. «Baal Safón, permítenos destrozar las murallas del enemigo —rezó—. Protégenos a todos con tu escudo.» Cuando los primeros proyectiles empezaron a tamborilear, Bostar no pudo evitar plantearse si su hermano Safo tenía los mismos deseos de protección para él.
Lo dudaba.
Bostar atisbó hacia las murallas que tenía por encima con sumo cuidado. Después de aproximadamente una hora, el asalto iba bien. Los arietes suspendidos en la parte inferior de las vineae estaban abriendo boquetes enormes en la base de la muralla. Gracias al tejado de madera y cuero de las armas de asalto, que habían remojado previamente con agua, las nubes de flechas de fuego, piedras y lanzas de los defensores estaban causando un daño mínimo. Bostar había perdido quince hombres, lo cual era totalmente aceptable. Las falanges a ambos lados, las de Safo y Alete, parecían haber sufrido un número similar de bajas.
Poco después, una buena parte de la muralla se vino abajo. Al verlo, Bostar esbozó una sonrisa socarrona. La zona se encontraba justo entre su posición y la de Safo, así que ninguno de los dos podía atribuirse el mérito. De todos modos, en esos momentos aquello resultaba irrelevante. Aníbal les observaba. Bostar bramó a sus hombres que redoblaran sus esfuerzos. Le pareció oír la voz de Safo por encima del fragor, instando a sus soldados a hacer lo mismo. Sus esfuerzos no resultaron en vano. Poco después, dos y luego tres torres habían caído hacia fuera y aplastado a docenas de hombres de la guarnición y lanceros, que resultaron muertos. Habían abierto una brecha considerable, lo bastante grande para entrar por ella. Bostar no esperó a que el polvo se asentara. Había que aprovechar aquella ocasión sin miramientos, antes de que los defensores, desconcertados, tuvieran tiempo de reaccionar. Gritando a sus hombres para que cogieran las armas y le siguieran, trepó a los montículos de cascotes que se encontraban frente a las armas de asedio. Le satisfizo ver que los soldados de Safo también invadían la zona. Cuando vio a su hermano a veinte pasos de distancia, Bostar alzó la lanza a modo de saludo.
—¡Nos vemos dentro!
—No si llego antes que tú —le rugió Safo. Se giró hacia sus soldados, que estaban impacientes como un perro de caza sujeto con una correa.
—¡Cinco monedas de oro para el primer hombre que llegue al interior de las murallas! ¡Adelante!
Bostar exhaló un suspiro. Hasta aquello tenía que ser una pugna. «Que así sea», pensó enfadado.
La carrera había empezado.
Seguidos por sus hombres, los dos hermanos consiguieron ascender hacia la brecha. Su vida corría peligro a cada paso, no solo por culpa de la continua lluvia de proyectiles que caía desde ambos lados de las murallas, sino por lo peligroso del terreno que pisaban. Mantener el equilibrio cargados con una lanza en una mano y un escudo en la otra costaba todavía más. Bostar mantenía la mirada fija en el suelo. Los proyectiles del enemigo escapaban a su control pero debía intentar no romperse el tobillo durante el ascenso. Lo había visto en otras ocasiones y los pobres desdichados quedaban condenados a ser pisoteados por sus compañeros, o abatidos por el torrente de muerte que lanzaban los saguntinos.
Bostar fue el primero en alcanzar el punto más alto de la muralla destrozada. Las nubes de polvo que se habían levantado al caer la torre formaban una nube asfixiante que impedía ver a los defensores. ¿No había ninguno?, se preguntó Bostar. El corazón le dio un vuelco pero entonces miró en derredor y soltó una maldición. Con las prisas, había aventajado a sus soldados. Los más cercanos se encontraban a veinte pasos ladera abajo.
—¡Espabilad! —bramó—. ¡No vamos de paseo!
Al cabo de un instante, Safo apareció por entre la oscuridad. Llevaba a una docena o más de libios detrás; otros estaban ascendiendo cerca. Desplegó una sonrisa de felicidad al ver que Bostar estaba solo.
—¿Todavía estás solo? No me extraña, la verdad. Nada como la promesa del oro para acelerar las cosas.
Bostar se mordió la lengua para no soltarle lo que pensaba.
—No es momento para gilipolleces —gruñó—. Tomemos la dichosa brecha. Ya nos pelearemos más tarde.
Safo encogió los hombros con indiferencia.
—Como quieras. —Niveló la lanza—. ¡Tercera falange! ¡Hacia mí! ¡Formad una fila!
Solo habían llegado cuatro de los hombres de Bostar. Observó frustrado como su hermano conducía a sus lanceros hacia delante. Por supuesto que le seguiría en un abrir y cerrar de ojos, pero le dolía de todos modos. Al cabo de unos instantes, Bostar se alegró de no haber entrado el primero por la brecha. Cual fantasmas vengadores, distintos grupos de saguntinos que gritaban emergieron de la nube de polvo. Todos ellos llevaban una falarica, una jabalina larga con una bola ardiente con una estopa empapada en brea envuelta alrededor de la parte media del asta.
—¡Cuidado! —gritó Bostar, sabiendo que su advertencia llegaba demasiado tarde.
Respondiendo a las órdenes de un oficial, los saguntinos se echaran hacia atrás y lanzaron. Se quedaron cortos. Varias nubes de proyectiles llameantes surcaron rápidamente el aire. Horrorizado, Safo y sus soldados aminoraron la marcha. Y entonces cayeron las falaricae. Atravesaron escudos. Mutilaron, mataron y prendieron fuego a los hombres.
Perjurando, Bostar contó a sus lanceros. Le quedaban unos veinte. No bastaban pero no podía quedarse parado. Si hacía eso, matarían a Safo y sus soldados huirían. Perderían su oportunidad.
—¡Adelante! —Con el escudo en alto, Bostar corrió hacia el enemigo. No volvió la vista atrás. Le resultaba un gran alivio notar la presencia de sus hombres a ambos lados. Quizá la muerte se los cobrara, pensó Bostar, pero por lo menos le seguían por lealtad, no por el ansia de oro.
Se dirigió al punto en el que parecía que los soldados de Safo corrían peligro de ser arrollados. Al verlo, los saguntinos más cercanos apuntaron y soltaron las falaricae. Encorvando los hombros, Bostar siguió corriendo. Como un alud de llamas, las jabalinas le pasaban zumbando por el lado. Se oyó un grito ahogado y miró a su alrededor. Se arrepintió de haberlo hecho. Una falarica había alcanzado al soldado que tenía detrás en el hombro, se le había clavado en la carne. Además, la parte en llamas le había incendiado la túnica. Unos trozos de estopa candente le caían de la cara y del cuello. Sus gritos resultaban ensordecedores. A Bostar se le llenó la nariz del hedor de la carne chamuscada.
—¡Dejadle! —bramó a los hombres que por instinto habían acudido a ayudarle—. ¡Seguid adelante! —Agradecido por no haber sido él y con la esperanza de que el soldado muriera rápido, regresó corriendo al frente.
Puestos a encontrarle una pequeña ventaja al arma secreta del enemigo, era que después de lanzarla, los defensores quedaban indefensos momentáneamente. Además, muchos ni siquiera llevaban armadura. Gruñendo enfurecido, Bostar atacó a un saguntino delgaducho que intentaba desesperadamente sacar la espada. No lo consiguió. Bostar le clavó la lanza en el pecho y le atravesó la caja torácica con facilidad. Al hombre casi se le salieron los ojos de las cuencas debido a la fuerza del impacto. Murió antes de que Bostar retirara el arma y dejó una lluvia de sangre en el suelo.
Jadeando, Bostar atacó al siguiente soldado que tenía a su alcance, un joven que difícilmente había cumplido los dieciséis. A pesar de la espada oxidada y unos gritos espeluznantes, se le veía paralizado.
Bostar repelió sus golpes torpes con facilidad antes de clavarle la lanza al joven en el vientre. Mató a dos defensores más antes de que se le presentara la oportunidad de calibrar la situación.
Aproximadamente cien de sus hombres estaban presentes; seguían llegando más. Una cantidad similar de soldados de Safo luchaban sin parar a su alrededor. No era de extrañar que las falanges de su padre y de Alete también intentaran alcanzarles. Sin embargo, sorprendentemente los saguntinos impedían su avance llevando a cabo actos de heroísmo y de valor suicida. No habían ganado terreno alguno. Bostar se dio cuenta del porqué al ver a cientos de civiles que, a escasos pasos de la periferia de la batalla, reparaban desesperadamente la brecha con sus propias manos. Veía hombres mayores, fueran o no soldados, que luchaban como fieras. Bostar no aflojaba. Incluso entonces habría miles de soldados ascendiendo por la ladera para unirse a ellos. Contra una cantidad tan abrumadora, ni siquiera los valientes saguntinos podrían aguantar mucho tiempo. Lo único que tenían que hacer era sacar el máximo partido del ataque.
De repente, se centró de nuevo en el presente. Por entre el polvo veía una hilera de llamas parpadeantes que se acercaba desde la ciudadela enemiga. A Bostar se le encogió el corazón cuando vio con claridad. Eran dos oleadas más de guerreros, cargados con innumerables falaricae ardientes.
—¡Alzad los escudos! —gritó—. ¡Jabalinas a la vista!
Sus hombres obedecieron a toda prisa.
Las líneas enemigas, que respondieron al grito de una orden, se pararon a unos cincuenta pasos de distancia. Se echaron hacía atrás y los saguntinos lanzaron las falaricae de tal forma que dibujaron un arco pronunciado, que acababa mucho más allá de sus propios hombres. Más allá de los soldados de Bostar y Safo.
—Listillos de mierda —masculló Bostar—. No quieren darnos. Observó aterrorizado como las jabalinas flameantes se giraban y apuntaban hacia abajo. Cual estrellas fugaces letales, regresaron a la tierra y aterrizaron entre las tropas cartaginesas que estaban ascendiendo. Gracias a las nubes de polvo, aquella condensación de hombres no tenía ni idea de lo que estaba a punto de venírsele encima hasta el último momento. Como es de suponer, las falaricae provocaron el caos total. Prácticamente todas llegaron a clavarse en carne humana, atravesando escudos y cotas de malla con impunidad. Sin embargo, su efecto fue mucho más devastador. Era el motivo por el que los saguntinos habían apuntado a los soldados desprevenidos de la retaguardia, pensó Bostar mientras los gritos y los gemidos de los heridos llenaban el ambiente. Las falaricae habían implantado el temor en el corazón de todos y cada uno de los hombres que se cruzaban en su camino. Sabía exactamente por qué. ¿Quién era capaz de soportar ver a sus camaradas convertidos en columnas de fuego o que la carne se les ampollara en los huesos? Ningún tipo de instrucción preparaba a los soldados para aquello.
El destacamento que estaba justo debajo de él ya se había parado. Bajo la mirada atenta de Bostar, la segunda tanda de jabalinas enemigas cayó sobre ellos. Al cabo de un instante, el ataque cartaginés se convirtió en una derrota aplastante. A pesar de los gritos de sus oficiales, cientos de hombres dieron media vuelta y huyeron. Se lanzaron colina abajo con tal desesperación que muchos cayeron y fueron pisoteados por los que venían detrás. Los soldados de ambos lados, que no habían sido víctimas de la ráfaga enemiga, echaron un vistazo a los compañeros que se batían en retirada y se quedaron petrificados. Acto seguido y al unísono, dieron media vuelta y echaron también a correr.
Bostar soltó una maldición. Habían perdido la oportunidad. Nadie, ni siquiera Aníbal, era capaz de darle la vuelta a la situación. Cogió al lancero que tenía al lado por el brazo.
—¡Retírate! Nuestros refuerzos se baten en retirada. Tenemos que salvarnos. Corre la voz.
Bostar repitió la orden a todo soldado junto al que pasó y se abrió camino entre la multitud para situarse al lado de Safo. Ajeno al efecto de la ráfaga, su hermano instaba a un cuarteto de lanceros a atacar a un puñado de defensores poco armados.
—¡Safo! —gritó Bostar—. ¡Safo!
Al final su hermano le oyó.
—¿Qué? —gruñó por encima del hombro.
—Tenemos que retirarnos.
Safo contrajo el rostro de ira.
—¡Estás loco! Estos cabrones se desmoronarán en cualquier momento y entonces los tendremos. ¡La victoria está en nuestras manos!
—¡No, no lo está! —bramó Bostar—. Tenemos que batirnos en retirada. DE INMEDIATO.
Algunos de los soldados de Safo empezaron a mostrarse intranquilos.
Safo lanzó una mirada de furia a Bostar, pero se dio cuenta de que hablaba en serio. Lanzando consignas para alentar a sus hombres, Safo se alejó a codazos de la primera fila. Con los brazos y la cara cubiertos de sangre, parecía una criatura del submundo.
—¿Has perdido la razón por completo? —susurró—. El enemigo por fin está cediendo terreno. Otro empujón y se desmoronarán.
—Es demasiado tarde —replicó Bostar con un tono monótono—. ¿No has visto lo que las putas falaricae han hecho a las tropas que teníamos detrás?
Safo replicó al instante.
—No. Mantengo la vista al frente, no detrás.
Bostar apretó el puño ante la insinuación.
—Bien —masculló—, permíteme que te diga que nuestro ataque se ha paralizado.
Safo enseñó los dientes.
—¿Ah, sí? Estos perros sarnosos darán media vuelta y huirán en cualquier momento. Entonces podremos poner el pie en el interior de las murallas.
—Donde nos descuartizarán y aniquilarán. —Bostar le clavó un dedo en el pecho a Safo para enfatizar sus palabras—. ¿No lo entiendes? ¡Aquí arriba estamos solos!
—¡Cobarde! —exclamó Safo—. Te da miedo morir, eso es todo.
Bostar fue incapaz de controlar su ira.
—Cuando llegue el momento, lucharé y moriré por Aníbal —gritó—. Y lo que es más, lo haré orgulloso. Pero hay una diferencia entre morir bien y como un imbécil. No se gana nada sacrificando la vida propia o la de tus hombres, aquí.
Safo escupió en el suelo e hizo ademán de regresar a la lucha.
—¡Para! —La orden de Bostar le llegó como el chasquido de un látigo.
Rígido, Safo se paró pero no se giró para mirar a Bostar.
—Como tu superior, te ordeno que retires a tus hombres de inmediato —gritó Bostar, asegurándose de que le oían el máximo de soldados posible.
Derrotado, Safo se dio la vuelta.
—Sí, «señor» —gruñó. Alzó la voz—: ¡Ya habéis oído la orden! ¡Retirada!
Los hombres de Safo no tardaron en hacerse a la idea. Los defensores, revitalizados por el efecto que las ráfagas habían surtido en las tropas cartaginesas que ascendían, empezaron a avanzar otra vez. Detrás de ellos, las falaricae recién encendidas se iban acercando. Animados, incluso los civiles que reparaban la brecha se apuntaron y se pusieron a lanzar piedras y trozos de cascotes del tamaño de un puño a los lanceros.
Aquello aumentó la ignominia y avivó la ira de Safo hasta niveles insospechados, y más teniendo en cuenta que comprendía que Bostar había hecho lo más sensato al ordenar la retirada.
—Imbécil —se dijo, de todos modos—. Lo teníamos al alcance de la mano.
Aníbal aguardaba con Malchus y Alete al pie de la ladera. El general recibió a los hermanos calurosamente.
—Estábamos preocupados por vosotros —declaró.
Malchus farfulló unas palabras para mostrar que estaba de acuerdo.
—Safo no quería abandonar la lucha —dijo Bostar con generosidad.
—¿El último en abandonar el campo de batalla? —Aníbal dio una palmada a Safo en el hombro—. Pero has tenido la sensatez de retirarte. ¡Bien hecho! En cuanto esos hijos de perra hicieron que le entrara el pánico a vuestros refuerzos, no tenía sentido quedarse ahí, ¿verdad?
Safo se sonrojó y bajó la cabeza.
—No, señor.
—Los dos habéis hecho un gran esfuerzo —les animó Malchus—. Pero hoy no tocaba.
Aníbal advirtió la decepción de Safo.
—¡No te preocupes, hombre! Mis espías me dicen que la comida se les está acabando a pasos agigantados. ¡Pronto tomaremos el lugar! Ahora ocupaos de vuestros heridos. —Hizo un gesto de desestimación con la mano.
—Vamos —instó Bostar, llevándose a Safo.
—¡Suéltame! —susurró Safo después de dar unos pasos—. ¡No soy un niño!
—¡Pues deja de comportarte como tal! —replicó Bostar, soltándolo—. Lo mínimo que podías hacer es darme las gracias. No tenía por qué encubrirte hace un momento.
Safo hizo una mueca de desprecio.
—¡No tengo ninguna intención de darte las gracias!
Bostar alzó la vista al cielo.
—¡Por supuesto que no! ¿Por qué ibas a reconocer que acabo de evitarte una fuerte reprimenda?
—Que te den, Bostar —espetó Safo. Se sentía totalmente acorralado—. Siempre tienes la razón, ¿verdad? Caes bien a todo el mundo, ¡el puto oficial perfecto! —Giró sobre sus talones y se marchó airado.
Bostar le observó mientras se marchaba. ¿Por qué no se había ido él a pescar en vez de Hanno?, pensó. De inmediato sintió remordimientos por tal pensamiento pero el sentimiento persistió mientras organizaba los grupos de rescate para los heridos.
Durante los dos meses siguientes, el asedio continuó de un modo bastante parecido. Cada ataque frontal que realizaban los cartagineses chocaba contra la determinación tenaz y eterna de los defensores. Las vineae abrían más boquetes en la muralla exterior con regularidad, pero los atacantes no podían aprovechar la ventaja en su totalidad a pesar de la abrumadora superioridad de sus números. Las relaciones entre Bostar y Safo no mejoraron y la actividad constante implicaba que les resultaba fácil evitarse. Cuando no estaban luchando, estaban durmiendo o cuidando de los heridos. Malchus, que no solo debía ocuparse de su falange sino de las tareas adicionales que Aníbal le había encomendado, siguió sin ser consciente de la disputa.
Aníbal, enfurecido por lo mucho que se prolongaba el asedio, acabó ordenando la construcción de más armas de asedio: vineae, que protegían a los hombres del interior, y una torre inmensa de varias plantas sobre ruedas. Esta última, con capacidad para catapultas y cientos de soldados en sus distintos niveles, podía moverse hacia el punto que resultara más débil en cualquier momento. La potencia de fuego era tan grande que las almenas podían quedarse sin defensores en poco tiempo, lo cual permitía que las terrazas de madera que protegerían a los soldados de infantería atacantes fueran conducidas hacia delante sin problemas. Por suerte para los cartagineses, las murallas se habían construido sobre una base de arcilla, no cemento. Armados con picos, los soldados de infantería de las terrazas se pusieron manos a la obra para socavar la base de las murallas. Así se abrió otra brecha y los atacantes se animaron por momentos. Pero no todo era lo que parecía. Al otro lado del boquete, los cartagineses encontraron una fortificación de tierra en forma de medialuna que se había erigido precisamente para tal eventualidad. Desde detrás de la protección llegaban ráfagas de las temibles falaricae una y otra vez.
En aquel momento, a pesar de la lluvia de jabalinas ardientes, la determinación implacable de los cartagineses y la superioridad numérica empezaron a surtir efecto. Los saguntinos no tenían tiempo de reparar bien los daños sufridos por sus defensas y las oleadas repetidas de ataques acabaron abriendo un pasaje entre los muros. A pesar del heroísmo de los defensores, aguantaron la posición. En días subsiguientes obtuvieron nuevas victorias pero entonces, ante la proximidad del invierno, Aníbal tuvo que marcharse debido a una rebelión importante de las fieras tribus que vivían cerca del río Tagus. Maharbal, el oficial al que dejó al mando, continuó el asedio con fuerza. Ganó más terreno y obligó a la debilitada defensa a replegarse en la ciudadela. La situación de los atacantes quedó fortalecida por el hecho de que el cólera y otras enfermedades estaban provocando muchas bajas entre los saguntinos; además la comida y los suministros se estaban acabando.
Para cuando Aníbal hubo reprimido la revuelta y regresado, el fin estaba próximo. El general cartaginés ofreció sus condiciones a los líderes saguntinos. Por increíble que parezca, las rechazaron sin más ni más. Cuando se acercaba el final del año, se prepararon para un último y decisivo ataque. Gracias a las muestras constantes de valor, Malchus, sus hijos y sus lanceros fueron elegidos para participar en el último ataque. Como era de esperar, Aníbal y su cuerpo de scutarii también estarían presentes.
Mucho antes de que el sol invernal tiñera el horizonte por el este, se reunieron a unos cincuenta pasos de las murallas. Detrás de ellos y hasta el pie de la ladera había unidades de todas las secciones del ejército salvo la caballería. Aparte del tintineo ocasional de la cota de malla o de una tos contenida, los soldados hacían muy poco ruido. El aliento de miles de hombres despedía nubes en el aire frío y húmedo, siendo esta la única manifestación de la emoción que sentía cada hombre. A modo de recompensa por la larga lucha y debido a la negativa de los saguntinos a negociar, Aníbal había dicho a la tropa que tenían carta blanca cuando la ciudad cayera. Cartago se llevaría parte del botín, pero el resto era para ellos, incluyendo a los habitantes: hombres, mujeres y niños.
Esperaron en filas cerradas a que empujaran las terrazas de madera con antorchas. Ya no había necesidad de emplear la enorme torre con los honderos, lanceros y catapultas. Ya fuera por falta de hombres o de proyectiles, los defensores habían desistido recientemente de intentar destruir las armas de asalto cartaginesas. Aquello suponía que habían podido socavar las fortificaciones a un ritmo mucho mayor que antes. Según el ingeniero al mando, la ciudadela caería a media mañana a más tardar.
Acertó en su predicción. Cuando los primeros tonos anaranjados de la luz del sol asomaron por el cielo, el ambiente se llenó de unos retumbos amenazadores. Al cabo de unos instantes, empezaron a salir grandes nubes de humo desde el centro de la ciudadela. También se oía el crujido de la madera al arder. Los cartagineses no le hicieron ningún caso. Ya no les importaba lo que hicieran los saguntinos. Al máximo de velocidad, se ordenó a la mayoría de los soldados que estaban en las terrazas que se retiraran. El peligro de morir aplastados era demasiado grande. No obstante, a pesar del extremo peligro, algunos se quedaron a acabar la tarea.
No tuvieron que esperar mucho. A una velocidad vertiginosa, un fragmento enorme del muro de la ciudadela se desmoronó. Provocó una reacción en cadena que precipitó el hundimiento atronador de otras secciones de mayor tamaño. Con unos fuertes crujidos, ladrillos y piedras talladas que llevaban décadas, o incluso siglos, en su sitio, se vinieron abajo. El ruido al caer más de cinco plantas resultó ensordecedor. Como era de esperar, algunos de los hombres que estaban en las terrazas de madera no lograron huir a tiempo. Un breve coro de gritos ahogados anunció su horrenda muerte. Bostar apretó la mandíbula al oír el sonido. Era lo que se esperaba. Tal como había dicho su padre, los soldados rasos eran prescindibles. La pérdida de cierto número de ellos no significaba nada. Pero para Bostar sí, al igual que las violaciones, torturas y asesinatos generalizados de civiles que tendrían lugar en breve. A Malchus, de natural adusto, y a Safo, con una personalidad incluso más oscura, no parecían afectarles tales cosas, pero Bostar sentía que le herían el alma. Sin embargo, no permitió que su determinación flaqueara. Había demasiados elementos en juego. La derrota de Roma. La venganza por su querido hermano pequeño, Hanno. El establecimiento de una nueva relación con Safo. Bostar no tenía ni idea de si conseguiría alguna de esas cosas. En cierto modo, la última parecía la más improbable.
Unas nubes inmensas de polvo obstruían el aire, pero cuando se empezó a despejar, los cartagineses que esperaban vieron la brecha indefendible que habían creado. Una ovación que fue en aumento se propagó por toda la ladera. Por fin, la victoria estaba al alcance de su mano.
Bostar notó cómo se animaba. Dedicó una mirada tensa a Safo pero lo único que recibió por su parte fue una expresión de enfado.
Aníbal lideró el avance desenfundando su espada falcata.
En aquel preciso instante, debido quizás al aviso de los defensores supervivientes de las almenas, se iniciaron los gritos. Eran ululantes y desesperados, pero con retazos de dignidad, y llenaron el ambiente. Los cartagineses alzaron la cabeza. Era imposible que esos terribles sonidos pasaran desapercibidos.
—Son los nobles, que se están quemando vivos. —La voz de Malchus dejó traslucir un respeto inusual—. Son demasiado orgullosos para convertirse en esclavos. Espero que nunca nos encontremos en la misma situación en Cartago.
—¡Ja! Ese día nunca llegará —repuso Safo.
Sin embargo, la reacción instintiva de Bostar fue pronunciar una plegaria a Baal Hammón. «Protege nuestra ciudad para siempre —rezó—. Mantenla a salvo de salvajes como los romanos.»
Aníbal no estaba escuchando el ruido. Estaba ansioso por terminar el asunto.
—¡Al ataque! —gritó en íbero. A continuación, para beneficio de los libios, repitió lo mismo en su idioma. Seguido por los fieles scutarii, trotó hacia el boquete abierto en la ciudadela. Bramando la misma orden, Malchus, Safo y Bostar se abalanzaron hacia delante con sus hombres. Detrás de ellos, la orden se gritó en media docena de idiomas y, como si fueran miles de hormigas, la hueste de soldados obedeció.
La rivalidad entre Safo y Bostar reapareció en forma de venganza. Quienquiera que llegara el primero a la parte superior de la brecha se llevaría los halagos de Aníbal y el respeto de todo el ejército. Tomando la delantera a sus hombres, treparon muy igualados por los montones irregulares y peligrosos de escombros y cascotes. Con la lanza en una mano y el escudo en la otra, no tenían posibilidad alguna de amortiguar una caída. Era de locos, pero en esos momentos no había vuelta atrás. Los hermanos pronto alcanzaron a su líder, que iba dos pasos por delante de sus scutarii. Aníbal les dedicó una sonrisa alentadora, que le devolvieron, antes de lanzarse una mirada desafiante el uno al otro.
Bostar abrió unos ojos como platos cuando miró por encima de su hombro al cabo de un instante. El ángulo descendiente de la pendiente le proporcionaba una visión perfecta del ataque cartaginés. Era una imagen magnífica y terrible a la vez, que sin duda infundiría el terror a los defensores que permanecían en las murallas. Bostar dudaba que alguno de ellos se mostrara osado. Teniendo en cuenta que los líderes se estaban inmolando en vez de rendirse, los soldados rasos se refugiarían acoquinados en su casa con sus familias o también se suicidarían.
Se equivocó. No todos los saguntinos habían abandonado la lucha.
Cuando volvió a mirar a la ladera que tenía ante él, le llamó la atención el movimiento que había más arriba a la derecha, en una sección de las almenas que seguía completa. Ahí Bostar vio a seis hombres agazapados alrededor de un bloque de piedra enorme. Juntos, lo empujaban hacia el extremo destrozado del pasadizo que discurría a lo largo de la parte superior de la muralla. Bostar siguió la trayectoria que seguiría el bloque al caer y le dio un vuelco el corazón. Si bien el objetivo de los saguntinos era causar el máximo número de bajas posible, el coste potencial para los cartagineses era mucho mayor. Bostar veía que en unos segundos, Aníbal estaría de lleno en la trayectoria de la roca. Lanzó una mirada a Safo y también a Aníbal y se dio cuenta de que era el único que había advertido el peligro.
Cuando volvió a alzar la mirada, la piedra de bordes irregulares ya estaba tambaleándose en el extremo. Cuando Bostar abrió la boca para soltar un grito de advertencia, se inclinó hacia delante y cayó. Ganando velocidad con una rapidez asombrosa, la piedra rodaba y rebotaba ladera abajo. A su paso lanzaba ráfagas de ladrillo y cascotes y cada uno de esos fragmentos tenía fuerza suficiente para aplastar el cráneo de cualquier hombre. Gritando con deleite, los defensores dieron media vuelta y huyeron, convencidos de que su último esfuerzo mataría a docenas de cartagineses.
Bostar no se lo pensó dos veces; se limitó a reaccionar. Soltó la lanza y cargó lateralmente contra Aníbal. El ambiente se llenó de un retumbo repentino. Bostar no alzó la mirada por temor a ensuciarse. Varios scutarii, cuyo avance su acción frenó, profirieron juramentos confundidos. Bostar no les prestó atención. Rezó para que ninguno de los íberos pensara que intentaba hacer daño a Aníbal y se interpusiera en su camino. Había recorrido seis pasos. Una docena. Al notar la cercanía de Bostar, Aníbal se giró. Frunció el ceño, confundido.
—¡Por el amor de Baal Hammón! ¿Qué estás haciendo? —exigió.
Bostar no respondió. Dio un salto hacia delante, abrió el brazo derecho para rodear con él el cuerpo de Aníbal y le obligó a echarse al suelo con él, con el general atrapado debajo. Con el brazo izquierdo, Bostar alzó el escudo para cubrir la cabeza de ambos. Se produjo un segundo de pausa y entonces la tierra tembló. Los oídos se les llenaron de la reverberación del sonido que amenazaba con dejarlos sordos. Por suerte no duró, sino que disminuyó mientras el bloque de piedra bajaba a toda velocidad colina abajo.
A Bostar le traía sin cuidado su propia integridad.
—¿Estáis herido, señor?
La voz de Aníbal sonó amortiguada.
—Creo que no.
«Gracias a los dioses», pensó Bostar. Movió los brazos y las piernas con mucho tiento. Se quedó encantado al ver que le respondían. Dejó el escudo a un lado, se incorporó y ayudó a Aníbal a hacer lo mismo.
El general juró por lo bajo. A unos tres pasos de donde estaban había un scutarius. O, por lo menos, lo que otrora fuera un scutarius. El hombre no es que estuviera destrozado sino directamente aplastado contra el suelo irregular. El casco de bronce le había ofrecido poca protección. Había trozos de materia gris desparramados como una pasta blanca encima de las piedras, que ofrecían un contraste acusado al lado de la sangre roja brillante que rezumaba de la masa enmarañada que había sido su cuerpo. De la espalda del scutarius sobresalían trozos rotos de ladrillos que le habían agujereado la túnica. Tenía las extremidades dobladas en ángulos anormales y terribles y en múltiples puntos se veían los extremos blancos brillantes de los huesos rotos.
No era más que la primera baja. Más allá del cadáver se extendía un manto de destrucción hasta donde la vista alcanzaba. Bostar no había presenciado jamás algo parecido. Habían muerto docenas de soldados, incluso más. Habían quedado pulverizados, pensó Bostar. Le invadió una sensación de náusea e hizo un esfuerzo para no vomitar.
La voz de Aníbal le pilló por sorpresa.
—Parece ser que te debo la vida.
Bostar asintió aturdido.
—Gracias. Eres un buen soldado —dijo Aníbal, poniéndose en pie. Ayudó a Bostar a levantarse.
En ese mismo instante, los scutarii de Aníbal que no habían resultado heridos se arremolinaron a su alrededor alarmados. Como era de esperar, la acción osada de los saguntinos había paralizado el ataque. El ambiente se llenó de interrogantes ansiosos mientras los íberos determinaban que su querido comandante no había resultado herido. Aníbal se los quitó de encima con rapidez. Tomó su espada falcata, que se había caído al suelo, y miró a Bostar.
—¿Estás listo para acabar lo que hemos empezado? —preguntó.
Bostar se sorprendió al ver la rapidez con la que Aníbal recobraba la compostura. Él seguía conmocionado. Alcanzó a asentir con la cabeza.
—Por supuesto, señor.
—Excelente —repuso Aníbal esbozando una breve sonrisa. Indicó que Bostar debía avanzar detrás de él.
Bostar obedeció y recuperó su espada. No advirtió la sonrisa complacida que le dedicó Malchus ni la expresión emponzoñada del rostro de Safo. El júbilo había sustituido al terror y ya intentaría enmendar la situación con su hermano más tarde.
Por ahora, su único objetivo era seguir a Aníbal.
Un verdadero líder de hombres.