7

CAMBIO GRADUAL

Hanno hizo poco más que dormir y comer durante los tres días siguientes. Bajo la mirada de aprobación de Elira, devoró plato tras plato de comida de la cocina. Recuperó las fuerzas y el dolor de las heridas remitió. Pronto insistió en que le retiraran
el tenso vendaje del pecho porque se quejó de que le dificultaba la respiración. Llegado el cuarto día, se sintió lo bastante despejado para aventurarse al exterior. Sin embargo, el miedo se lo impidió.

—¿Dónde está Agesandros?

Elira aplanó los labios gruesos.

—El hijo de puta está en Capua, por suerte.

Aliviado, Hanno salió arrastrando los pies. El patio estaba vacío. Todos los esclavos estaban trabajando en los campos. Se sentaron juntos al sol y apoyaron la espalda en la fría piedra de las paredes del establo. A Hanno no le importaba que no hubiera nadie por allí. Así podía estar a solas con Elira, cuyo atractivo físico resultaba cada día más obvio. Tal como le indicaba el dolor que notaba en la entrepierna, hacía meses que no estaba con una mujer. No obstante, el mero hecho de albergar tales pensamientos resultaba peligroso. Aunque Elira estuviera predispuesta, a los esclavos les estaba prohibido mantener relaciones sexuales entre ellos. Además, Hanno había visto cómo se miraban ella y Quintus. «Mantente bien lejos», se dijo seriamente. Follarse a la esclava favorita del hijo del amo no era buena idea. Había una forma más sencilla de satisfacerse. Menos agradable pero mucho más segura.

Necesitaba algo que le hiciera dejar de pensar en el sexo.

—¿Cómo llegaste a ser esclava?

La sorpresa inicial de Elira dejó paso rápidamente a la tristeza.

—Es la primera vez que me hacen esa pregunta.

—Supongo que es porque todos tenemos la misma historia desgraciada —dijo Hanno con ternura. Arqueó las cejas para indicarle que continuara.

Elira adoptó una expresión distante.

—Me crie en un pueblecito costero de Ilyricum. La mayoría de la gente eran pescadores o agricultores. Era un lugar plácido. Hasta el día que llegaron los piratas. Yo tenía nueve años. —El semblante se le ensombreció primero por la ira y luego por el pesar—. Los hombres pelearon con fuerza pero no eran guerreros. Mi padre y mi hermano mayor… —La voz le tembló unos instantes—. Los mataron. Pero lo que le pasó a mi madre fue igual de malo. —Se le formaron lágrimas en los ojos.

Horrorizado, Hanno apretó la mano de Elira.

—Lo siento —susurró.

Ella asintió y el movimiento le hizo derramar las lágrimas.

—Nos llevaron a sus barcos. Zarparon a Italia y nos vendieron allí. Desde entonces no he visto a mi madre ni a mis hermanas.

Mientras Elira lloraba, Hanno se maldijo por haber abierto la boca. Sin embargo, el dolor de la iliria la volvía incluso más atractiva. Costaba no imaginarse rodeándola con los brazos para consolarla. Por consiguiente, se sintió aliviado cuando vio que Aurelia se acercaba desde la villa. Dio un codazo a Elira y se levantó. La iliria apenas tuvo tiempo de arreglarse el pelo alrededor de la cara y secarse las lágrimas.

Aurelia se sintió un poco celosa al ver a Elira tan cerca de Hanno.

—¡Ya estás recuperado! —dijo con aspereza.

Hanno inclinó la cabeza.

—Sí.

—¿Cómo te sientes?

Hanno se tocó las costillas.

—Mucho mejor que hace unos días, gracias.

Aurelia volvió a compadecerse de Hanno al verle hacer una mueca de dolor.

—A Elira es a quien tienes que darle las gracias. Es maravillosa.

—Es verdad —convino Hanno dedicando una media sonrisa a Elira.

La iliria se sonrojó.

—Julius debe de estarse preguntando dónde estoy —masculló, antes de marcharse corriendo.

Aurelia volvió a molestarse pero, enfadada consigo misma por sentirse de ese modo, se tranquilizó de repente.

—Eres cartaginés, ¿verdad?

—Sí —repuso Hanno con recelo. Nunca había mantenido una verdadera conversación con Fabricius o alguien de su familia. En su cabeza seguían siendo el enemigo.

—¿Cómo es Cartago?

No se contuvo.

—Es enorme. Tal vez tenga una población de un cuarto de millón de personas.

Aurelia abrió unos ojos como platos sin querer.

—¡Pero eso es mucho mayor que Roma!

Hanno tuvo la sensatez de no soltar la respuesta sarcástica que tenía en la punta de la lengua.

—Por supuesto. —Aurelia parecía interesada, por lo que se dispuso a describir la ciudad, visualizándola al hacerlo. Al final se dio cuenta de que se había dejado llevar y se calló.

—Suena hermoso —reconoció Aurelia—. Y qué feliz se te veía mientras hablabas.

Hanno sintió verdadera nostalgia y bajó la cabeza.

—No es de extrañar, supongo —dijo Aurelia con amabilidad. Ladeó la cabeza con expresión curiosa—. Recuerdo que hablas griego y también latín. En Italia solo los nobles aprenden ese idioma. En Cartago debe de ser parecido. ¿Cómo es que alguien tan bien educado ha acabado como esclavo?

Hanno alzó la vista hacia ella con expresión amenazadora.

—Olvidé pedir la bendición de una de nuestras diosas más poderosas antes de ir de pesca con mi amigo. —Vio su expresión inquisitiva—. Suni, el que viste en Capua. Después de pescar un montón de atunes, bebimos vino y nos quedamos dormidos. Una tormenta repentina nos arrastró hasta alta mar. No sé cómo sobrevivimos por la noche, pero al día siguiente nos encontró un barco pirata. Nos vendieron en Neapolis y nos llevaron a Capua para ser vendidos como gladiadores. Pero al final me compró tu hermano. —Hanno endureció el tono de voz—. ¿Quién sabe lo que le habrá pasado a mi amigo? —Le satisfizo ver que se estremecía.

Molesta, Aurelia se recuperó rápidamente. «Por muy guapo que sea, sigue siendo un esclavo», pensó.

—Todos los esclavos del mercado tienen una historia triste. Eso no significa que podamos comprarlos a todos. Considérate afortunado —espetó.

Hanno inclinó la cabeza. «Es joven pero tiene coraje.»

Se produjo un silencio incómodo que rompió la voz de Atia.

—¡Aurelia!

Aurelia adoptó una expresión angustiada.

—¡Estoy en el patio, madre!

Atia apareció al cabo de un momento. Llevaba una sencilla estola de lino y unas elegantes sandalias de cuero.

—¿Qué estás haciendo aquí? Se supone que teníamos que estar aprendiendo a tocar la lira. —Miró a Hanno—. ¿No es este el esclavo al que Agesandros pegó? ¿El cartaginés?

—Sí, madre. —Aurelia se ruborizó ligeramente—. He venido a comprobar con Elira que se recupera de forma satisfactoria.

—Ya veo. Es bueno que te intereses por cosas como estas. Todo forma parte de llevar la casa. —Atia observó a Hanno con más interés—. La nariz rota no se le ha curado pero por lo demás se le ve bien.

Hanno iba cambiando el peso de pie, incómodo al ver que hablaban de él como si no estuviera delante.

Aurelia se aturulló un poco.

—Supongo… Elira no ha dicho cuándo estará listo para volver al trabajo.

—¿Y bien? —preguntó Atia—. ¿Estás lo bastante recuperado?

Hanno no podía negarse.

—Sí, señora —murmuró.

—Tiene tres costillas fisuradas —protestó Aurelia.

—Eso no le impide trabajar en la cocina —repuso Atia. Miró fijamente a Hanno—. ¿Verdad?

Le resultaría mucho menos pesado que trabajar en los campos, pensó Hanno. Inclinó la cabeza.

—No, señora.

Atia asintió.

—Bien. Síguenos de vuelta a la casa. Julius te dará un montón de cosas por hacer.

Complacida en su interior, Aurelia siguió a su madre. Ya no necesitaría una excusa para ir a ver a Hanno.

—Quintus quiere que le veamos pelear con tu padre —declaró Atia con tono orgulloso pero nostálgico.

—Oh. —Aurelia consiguió transmitir toda su desaprobación y celos en una sola palabra.

Atia se giró.

—¡Deja de mostrar esa actitud! ¿Prefieres pasar el rato tocando la lira o hablando en griego con tu tutor?

—No, madre —masculló Aurelia enfurecida.

—Vale. —Atia se relajó—. Pues entonces vamos.

Hanno estaba fascinado. Todas las mujeres que había conocido se quedaban más que satisfechas dedicándose a labores femeninas. Aurelia era distinta.

Entraron en la casa por una pequeña poterna. Estaba incorporada en una de las dos puertas de madera que formaban la entrada.

Hanno miró a su alrededor entusiasmado. Era la primera vez que estaba en la villa propiamente dicha. La elegancia sencilla del diseño le impresionó. Las casas cartaginesas eran más funcionales que hermosas. Los mosaicos elegantes y los murales coloridos eran la excepción y no la regla.

Encontraron a Fabricius y a Quintus en el patio moviéndose cuidadosamente alrededor el uno del otro. Ambos vestían unas túnicas sencillas con cinturón y portaban unas espadas de madera y escudos circulares de caballería. Cuando vieron a Atia y a Aurelia se quedaron quietos.

Fabricius alzó el arma a modo de saludo para Atia, que sonrió.

—Por fin —dijo Quintus sonriente a su hermana.

Aurelia se esforzó por mostrarse entusiasmada. «Esto es mejor que las clases de música», se dijo.

—Ya estoy aquí.

Quintus miró a su padre.

—¿Preparado?

—Cuando quieras.

Se acercaron el uno al otro y alzaron las espadas. Los extremos se unieron en un choque metálico. Ambos se quedaron quietos unos instantes intentado adivinar cuándo se movería el otro.

Atia dio una palmada.

—Ve a buscar zumo de frutas —ordenó a Hanno. Señaló—: La cocina está ahí.

Hanno apartó la vista del duelo.

—Sí, señora. —Hanno obedeció adoptando el paso preferido de los esclavos, lento y mesurado. Por suerte, podría seguir observando.

Quintus fue el primero en actuar. Bajó rápidamente el gladius y arrastró la hoja de su padre hacia el suelo. En el mismo momento, echó hacia atrás el brazo derecho y empujó hacia delante, directo al pecho del otro. Fabricius rápidamente repelió el ataque con el escudo. Con un gran esfuerzo, lo alzó en el aire. La espada de Quintus también se vio arrastrada hacia arriba por el movimiento, que dejó al descubierto su axila derecha. Como sabía que su padre aprovecharía su punto débil, Quintus giró desesperadamente hacia la izquierda y retrocedió varios pasos. Fabricius se abalanzaba sobre él como una serpiente lista para el ataque. A pesar de la ferocidad de su padre, Quintus consiguió repeler la estocada.

—No está mal —dijo al final Fabricius, echándose hacia atrás. Hicieron una pausa para recobrar el aliento antes de continuar con el enfrentamiento.

Quintus se alegró al ver que era el primero en sacar sangre. Su éxito llegó gracias a un ataque inesperado con el hombro contra su padre que le permitió empujar el gladius por entre los escudos. El extremo se enganchó en el lazo izquierdo de la túnica de Fabricius. A pesar de que la hoja era de madera, hizo un buen agujero en el tejido, le arañó las costillas y le levantó la piel. Gimió de dolor y se tambaleó hacia atrás. Como sabía que a su padre le resultaría doloroso levantar la espada, Quintus se preparó para llegar hasta el final y ganar el combate.

—¿Estás bien? —preguntó Aurelia.

Fabricius no respondió.

—Venga ya —le gruñó a Quintus—. ¿Crees que puedes acabar conmigo?

Dolido, Quintus alzó el gladius y corrió hacia delante. Cuando estaba tan solo a un paso, fintó a la derecha y luego a la izquierda. A continuación lanzó una estocada hacia atrás a Fabricius en la cabeza y la respuesta de su padre apenas bastó para evitar que el golpe le alcanzara. Quintus estaba henchido de orgullo y continuó ansioso por aprovechar la ventaja. Fabricius lo sorprendió sobremanera al retroceder tan rápido que Quintus perdió el equilibrio y se cayó. Cuando estuvo en el suelo, Fabricius se dio la vuelta y le colocó el extremo de la espada en la base del cuello.

—Eres hombre muerto —dijo con toda tranquilidad.

Enfurecido y abochornado, Quintus se puso en pie. Cuando vio a Hanno, le riñó.

—¿Qué estás mirando? —gritó—. ¡Dedícate a lo tuyo!

Hanno agachó la cabeza para disimular su ira y se dirigió a la cocina.

—No la tomes con un esclavo —exclamó Aurelia—. No es culpa suya.

Quintus lanzó una mirada furibunda a su hermana.

—Tranquilízate —dijo Fabricius—. Te has dejado llevar por un exceso de confianza.

Entonces Quintus se puso rojo como un tomate.

—Lo has hecho bien hasta ese momento —le tranquilizó su padre. Detrás, Atia asentía para mostrar su acuerdo—. Si te hubieras tomado tu tiempo, yo no habría tenido ninguna posibilidad. —Alzó el brazo izquierdo y enseñó a Quintus el largo rasguño ensangrentado que tenía al lado del pecho—. Hasta un arañazo como este enlentece a cualquiera. Recuérdalo.

Satisfecho, Quintus sonrió.

—Lo haré, padre.

En aquel momento, Hanno apareció con una bandeja de bronce pulida. Portaba una bonita jarra de cristal y cuatro vasos del mismo estilo. Al verle, Quintus le hizo una señal imperiosa.

—¡Ven aquí! ¡Tengo sed!

«Pequeño mierdoso arrogante», pensó Hanno mientras se aprestaba a obedecer.

Fabricius esperó a que toda la familia estuviera servida antes de alzar el vaso.

—¡Un brindis! ¡Por Marte, el dios de la guerra! Que su escudo siempre nos proteja.

Hanno enterró las palabras lo mejor posible y rezó en silencio a su dios marcial. «Baal Safón, guía al ejército de Aníbal hasta la victoria sobre Saguntum. Y Roma.»

Fabricius engulló el zumo de golpe e indicó a Hanno que volviera a llenarle el vaso. Frunció el ceño al reconocerlo.

—¿Ya estás recuperado?

—Casi, amo —repuso Hanno.

—Bien.

—Me ha impresionado ver que Aurelia se interesaba por su recuperación —añadió Atia—. Todavía no está bien para trabajar en el campo pero no había motivos para que no ayudara a Julius en la cocina.

—Me parece bien. Entonces ya está listo para volver a su celda. —Aurelia abrió la boca para protestar y Fabricius alzó una mano—. No es un caballo —dijo con severidad—. Necesitamos ese establo. También habría que ponerle los grilletes. —Al ver la aprensión de Hanno, Fabricius suavizó la expresión—. Obedece órdenes y Agesandros no te pondrá la mano encima. Tienes mi palabra.

Hanno masculló su agradecimiento pero los pensamientos se agolpaban en su mente. A pesar de la promesa de Fabricius, sus problemas no se habían acabado ni mucho menos. Sin duda Agesandros le guardaría rencor. Tendría que estar constantemente en guardia. Sin pensarlo, Hanno permaneció donde estaba, cerca de la familia.

Al cabo de un instante, Quintus se giró y se miraron a los ojos. «Me encantaría enfrentarme a ti en un duelo con la espada —pensó Hanno—. Te daría una lección.» Como si lo hubiera captado, Quintus hizo una mueca.

—¿Qué haces aquí todavía? Vuelve a la cocina.

Hanno se retiró rápidamente. Agradeció la sonrisa que Aurelia le dedicó.

La conversación se retomó en cuanto se dio la vuelta.

—¿Podemos volver a practicar mañana, padre? —preguntó Quintus enardecido.

—¡El entusiasmo de la juventud! —Fabricius se tocó el costado e hizo una mueca—. Dudo que mis costillas me lo permitan. Pero, de todos modos, no puedo.

—¿Por qué no? —exclamó Quintus.

—Tengo que viajar a Roma. El Senado se reúne para plantearse cómo responder si Saguntum cae. Quiero oír sus planes en persona.

«Guerra —pensó Hanno con fervor—. Espero que se decidan por la guerra. Porque de todos modos es lo que van a tener.»

Quintus estaba abatido pero no insistió.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—Por lo menos diez días. Quizá más. Depende del éxito de mi otra misión —repuso Fabricius. Miró fijamente a Aurelia con sus ojos grises—. Encontrar un esposo adecuado para ti.

Aurelia palideció pero no apartó la vista.

—Ya veo. ¿O sea que no se me permite enamorarme como tú y mamá?

—¡Harás lo que se te ordena y punto! —espetó Fabricius.

Atia se sonrojó y bajó la mirada.

—Da igual, niños —intervino Atia con tono enérgico—. Será una oportunidad para que los dos os pongáis al día en los estudios. Quintus, el tutor dice que no dominas la geometría como deberías.

Quintus soltó un gemido.

Atia se dirigió a Aurelia.

—No te creas que tú te vas a librar.

Aunque estaba frunciendo el ceño, a Aurelia se le ocurrió una idea. El corazón le dio un vuelco al pensar en lo brillante que era. Si podía materializarla, a ninguno de los dos le preocuparían las clases extra. Y la ayudaría a no pensar en la búsqueda de su padre.

Como todos los buenos planes, el de Aurelia era sencillo. Sin embargo, no estaba segura de si Quintus querría participar en él por lo que no dijo nada hasta transcurridos varios días de la marcha de su padre. Para entonces, la frustración de su hermano por no poder practicar con las armas había alcanzado cotas insospechadas. Aurelia escogió el momento con cuidado y esperó a que su madre estuviera ocupada con las cuentas de la casa. Hacía poco rato que Quintus había terminado sus clases matutinas y se lo encontró dando vueltas alrededor de la fuente del centro del patio, arrastrando enfadado las sandalias por el mosaico.

—¿Qué pasa?

Él la miró con el ceño fruncido.

—Nada, aparte de que he tenido que pasarme dos horas intentando calcular el volumen de un cilindro. ¡Es imposible! Y no es que tenga que volver a utilizar ese método. Típico de los dichosos griegos descubrir cómo calcular una estupidez como esa.

Aurelia emitió un sonido para mostrar su comprensión. A ella tampoco le gustaba esa materia.

—Me preguntaba… —empezó a decir. Se calló a propósito.

—¿Qué? —preguntó Quintus.

—Oh, nada —repuso—. Una tontería.

El primer indicio de curiosidad asomó al rostro de Quintus.

—Cuéntame.

—Te has quejado mucho de que papá estuviera fuera.

Quintus asintió irritado.

—Sí, porque no puedo practicar con la espada.

Aurelia sonrió con picardía.

—Eso podría tener remedio.

La expresión de Quintus era mordaz.

—Cabalgar hasta Capua y volver para practicar con Gaius todos los días no es viable. Tardaría demasiado tiempo.

—No es lo que tenía pensado. —Aurelia se dio cuenta de su propia vacilación. «¡Dilo!», pensó. «No tienes nada que perder»—. Yo podría ser tu compañera de prácticas.

—¿Cómo? —Arqueó las cejas sorprendido—. Pero si no has cogido una espada en tu vida.

—Aprendo rápido —espetó Aurelia—. Tú mismo lo dijiste cuando me ayudaste a usar una honda. —Contuvo el aliento mientras rezaba para que aceptara.

Lentamente, una sonrisa fue extendiéndose por el rostro de Quintus.

—Podríamos ir a dar «un paseo» al bosque, al lugar donde practico.

—Es exactamente lo que estaba pensando —exclamó Aurelia entusiasmada—. A mamá le da igual lo que haga siempre y cuando acabemos todos los deberes y hayamos finalizado nuestras tareas.

Quintus frunció el ceño.

—¿Y tú qué ganas con eso? Nunca podrás volverlo a hacer en cuanto estés… —Le dedicó una mirada de culpabilidad.

—Justamente por eso —dijo Aurelia con fervor—. Es probable que en el plazo de un año esté casada. Entonces tendré que conformarme con cuidar de los niños y llevar una casa el resto de mis días. ¡Menuda oportunidad para olvidar ese destino!

—Mamá te matará si se entera —le advirtió Quintus.

Aurelia lanzaba destellos por los ojos.

—Me enfrentaré a la situación cuando llegue el día.

Quintus vio la determinación de su hermana y asintió. En realidad se alegraba de poder ayudarla, aunque solo fuera un asunto temporal. A él no le gustaría tener el futuro que a ella le aguardaba.

—Muy bien.

Aurelia se le acercó y le besó en la mejilla.

—Gracias. Significa mucho para mí.

El día siguiente se reunieron en el atrium en cuanto acabaron con sus obligaciones. Quintus se colgó una vieja bolsa al hombro en la que llevaba dos de los gladii de madera, así como unas cuantas trampas para cazar. Estas últimas eran por si su madre les hacía alguna pregunta comprometedora.

—¿Preparado? —susurró Aurelia emocionada.

Quintus asintió.

Habían dado una docena de pasos cuando Atia apareció procedente del tablinum, con un rollo de pergamino en mano. Les dedicó una mirada de curiosidad.

—¿Adónde vais?

—A dar un paseo —respondió Aurelia con toda tranquilidad. Levantó la cesta de mimbre que llevaba en la mano derecha—. He pensado que a lo mejor te apetecerían unas cuantas setas.

—Yo también tengo que poner algunas trampas —le añadió Quintus. Dio un golpecito al arco—. Esto es por si veo un ciervo.

—Regresad antes de que anochezca. —Atia había dado unos cuantos pasos cuando se giró—. ¿Por qué no os lleváis al nuevo esclavo? Creo que se llama Hanno. Mientras trabaja en la cocina está bien que aprenda a buscar setas y cazar venado.

—Me parece buena idea —dijo Aurelia, cuyo rostro se iluminó. A pesar de que ahora Hanno trabajaba en la casa, se había dado cuenta de que tenía muy pocas oportunidades de hablar con él.

—¿Seguro? —preguntó Quintus, molesto—. A lo mejor se escapa.

Atia se echó a reír.

—¿Con los grilletes que lleva? No creo. Además, podéis practicar griego con él. Así aprenderéis algo.

—Sí, madre —masculló Quintus sin mucho entusiasmo.

Atia los dejó con una sonrisa ausente.

Aurelia dio un codazo a Quintus.

—¡No ha sospechado nada!

Quintus hizo una mueca.

—No, pero tenemos que llevarnos al cartaginés.

—¿Y qué más da? Puede llevarnos la bolsa.

—Supongo —reconoció Quintus—. Pues entonces ve a buscarle. No nos entretengamos más.

Al cabo de un rato, seguían uno de los senderos estrechos que discurrían por entre los campos hasta los límites de la finca. Hanno, desconcertado, iba el último arrastrando los pies por culpa de los grilletes. La propuesta de Aurelia de ir a dar un paseo al bosque le había pillado por sorpresa. Aunque el trabajo en la cocina lo mantenía a salvo de Agesandros, Hanno había empezado a echar de menos estar al aire libre. Además añoraba la compañía de Galba, Cingetorix y los demás galos. Julius y el resto de los esclavos domésticos eran amables pero blandos y hacían poco más que cotillear entre ellos. No iba a ver a los galos pero a Hanno le gustaba la idea de coger setas, actividad desconocida en Cartago, y cazar, algo que le gustaba sobremanera. No tendría tiempo de darle vueltas a su situación.

Cuando los dos jóvenes romanos se pararon en un claro Hanno empezó a sospechar. Las setas que Aurelia le había enseñado por el camino crecían en zonas umbrías bajo árboles caídos y había que ser tonto para poner una trampa o esperar encontrar un ciervo en medio de un espacio abierto.

Quintus se le acercó decidido.

—Dame la bolsa —ordenó.

Hanno obedeció. Al cabo de un instante se llevó una buena sorpresa al ver dos espadas de madera que caían en la tierra blanda. ¡Cielos, cuánto tiempo había transcurrido desde que empuñara un arma! Cuando Quintus lanzó uno de los gladii a Aurelia todavía no era consciente de lo que pasaba.

—Duelen como el Hades si te dan un golpe pero no es probable que acabes destripada.

Aurelia movió la hoja a un lado y a otro un par de veces.

—Parece muy aparatoso.

—Pesa el doble que una espada de verdad, para fortalecerte. —Quintus vio que fruncía el ceño—. No tenemos por qué hacerlo.

—Sí, sí que tenemos que hacerlo —replicó ella—. Enséñame a empuñar este armatoste como es debido.

Quintus obedeció sonriente y le sujetó la muñeca para movérsela lentamente en el aire.

—Como ya sabes, está hecha para tocar y dar estocadas. Pero también corta, y así es como la empleamos en la caballería.

—¿No deberíamos tener también escudos?

Quintus se rio.

—Por supuesto. Pero creo que mamá se habría dado cuenta de lo que estábamos tramando. Déjame un par de días. Los traeré aquí yo solo un día por la tarde cuando se baña.

Quintus empezó a enseñar a Aurelia cómo empujar el gladius hacia delante.

—Mantén los pies juntos cuando te mueves. Es importante que no te estires más de la cuenta.

Al cabo de un rato, Hanno empezó a aburrirse. Le habría encantado ocupar el lugar de Aurelia, pero era inviable. Lanzó una mirada a la cesta casi vacía y tosió para llamar la atención de los jóvenes romanos.

Quintus se dio la vuelta con el ceño fruncido.

—¿Qué?

—No hemos encontrado muchas setas por el camino. ¿Voy a buscar más?

Quintus asintió sorprendido.

—Muy bien. No te alejes demasiado y ni se te ocurra intentar huir.

Aurelia se mostró más agradecida.

—Gracias.

Hanno los dejó a lo suyo. Buscó por el borde del claro pero no encontró setas. Sin que Quintus y Aurelia lo vieran se adentró en la maleza. El sonido de sus voces le llegaba amortiguado y luego se perdió. La luz del sol se filtraba por entre las copas de los árboles e iluminaba zonas irregulares del suelo del bosque. De todos modos, el ambiente estaba cargado. La presencia de Hanno hacía que los pájaros pasaran de una rama a otra y emitieran sus llamadas de alarma. Enseguida se sintió como la única persona del mundo. Se sentía libre. Justo entonces los grilletes que llevaba hicieron un ruido y se dio de bruces con la realidad. Hanno soltó una maldición. Aunque intentara correr, no llegaría lejos. En cuanto avisaran a Agesandros, enviaría a los perros de caza detrás de él. Le seguirían el rastro enseguida. Y por supuesto estaba en deuda con Quintus. Hanno suspiró y retomó la búsqueda.

Estuvo de suerte. Al cabo de un cuarto de hora, regresó al claro con la cesta llena.

Aurelia fue la primera en verlo.

—¡Buen trabajo! —exclamó, acercándosele corriendo—. Esas setas finas con el sombrero plano están deliciosas cuando se fríen. Tendrás que probarlas.

Hanno hizo una mueca.

—Gracias.

Quintus echó un vistazo a la cesta pero no hizo ningún comentario.

—Te echo una carrera hasta el arroyo —instó a Aurelia—. Podemos refrescarnos antes de regresar.

Con una risita, Aurelia corrió hacia el extremo del claro, desde donde se oía el murmullo del agua.

—¡Eh! —exclamó Quintus—. ¡Eso es trampa! —Aurelia no respondió y él corrió tras ella.

Hanno los miraba con nostalgia, recordando los buenos momentos pasados con Suniaton. Sin embargo, al cabo de un instante se fijó en las dos espadas de madera que estaban en el suelo, cerca de él. Sin pensárselo dos veces, Hanno se acercó y cogió un gladius. Tal como había dicho Aurelia, resultaba incómoda de manejar pero a Hanno le daba igual. Agarró la empuñadura con fuerza y dio varias estocadas. Lo más natural era que se imaginara clavándosela en el vientre a Agesandros.

—¿Qué estás haciendo?

Hanno se llevó un susto de muerte. Al girarse vio a Quintus, empapado, que lo observaba con una gran suspicacia.

—Nada —masculló.

—A los esclavos no se les permite utilizar armas de filo. ¡Suéltala!

Hanno dejó caer el gladius a regañadientes.

Quintus lo recogió.

—Seguro que estabas pensando en matarnos a todos mientras dormimos —dijo con dureza.

—Nunca haría tal cosa —protestó Hanno. «Agesandros es otra cosa, por supuesto», pensó—. Me has salvado la vida dos veces. Nunca lo olvidaré.

Quintus se quedó anonadado.

—Te compré para llevarle la contraria a Agesandros. Con respecto a cuando te estaba dando una paliza… en fin… herir gravemente a un esclavo supone una gran pérdida de dinero.

—Puede ser —masculló Hanno—. Pero si no fuera por ti, ahora mismo estaría muerto.

Quintus se encogió de hombros.

—No te hagas ilusiones de devolverme el favor. ¡No hay demasiados peligros por aquí! —Señaló la bolsa—. Cógela. He visto un buen sitio en la orilla para poner una trampa.

Hanno se encorvó para que Quintus no le viera la cara de enfado y obedeció. «Malditos sean él y su arrogancia —pensó—. Debería huir.» Pero su orgullo no se lo permitía. Una deuda era una deuda.

Quintus y Aurelia se las apañaron para ir tres veces más al claro antes de que Fabricius regresara al cabo de una semana. Atia se había quedado tan complacida con la cesta de setas que Quintus insistió en que Hanno les acompañara a él y a su hermana en cada ocasión. Hanno obedeció gustoso. Aurelia era amable y la actitud de Quintus hacía él había cambiado ligeramente. No podía decirse que fuera cariñoso, pero había dejado de ser tan déspota. Hanno no sabía si se debía a la revelación de que estaba en deuda con él.

Aunque la vuelta de Fabricius supuso el fin de las excursiones secretas, Hanno se alegró al saber que su amo iba a regresar pronto a Roma. Mientras servía la comida a la familia escuchaba a hurtadillas acerca de que en el Senado los debates sobre Aníbal eran constantes y que algunas facciones eran partidarias de negociar con Cartago y otras exigían una declaración de guerra inmediata.

—Esto despierta mucho más interés que la hija casadera de un noble rural —le reveló Fabricius a Atia.

Aurelia apenas fue capaz de disimular su alegría, pero su madre hizo una mueca.

—¿No has encontrado a nadie adecuado?

—He encontrado a muchos —repuso Fabricius con tono tranquilizador—. Pero necesito más tiempo, eso es todo.

—Quiero conocer a los mejores candidatos —dijo Atia—. Puedo escribir a las madres que estén vivas. Concertar un encuentro.

Fabricius asintió.

—Buena idea.

«Espero que se alargue una eternidad —suplicó Aurelia—. Así podré practicar con Quintus.» Había sido un placer descubrir que manejar una espada no le costaba nada. Ardía en deseos de seguir practicando mientras pudiera.

Sin embargo, la reacción de su hermano era todo lo contrario.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó abatido.

—No lo sé seguro. A lo mejor semanas. Pero para la Saturnalia seguro que estoy de vuelta.

Quintus se quedó horrorizado.

—¡Pero si faltan meses!

—No es el fin del mundo —dijo Fabricius, dándole una palmada en el hombro—. De todos modos, la próxima primavera empezarás la formación militar.

Quintus estaba a punto de seguir protestando pero Atia intervino.

—Los asuntos de tu padre son mucho más importantes que tus ganas de practicar con un gladius. Confórmate con que esté aquí ahora.

Quintus guardó silencio a regañadientes.

Sus padres juntaron la cabeza y se enfrascaron en una conversación privada.

«Probablemente estén hablando de sus posibles maridos», pensó Aurelia enfurecida. Dio una patada a Quintus por debajo de la mesa y le dijo moviendo los labios:

—Así podremos ir al claro más a menudo.

Cuando él enarcó las cejas, se lo repitió y le lanzó una espada imaginaria.

Al final Quintus la entendió y adoptó una expresión más alegre.

Hanno esperaba que Quintus y Aurelia lo llevaran con ellos. Agesandros no podía hacerle nada mientras estaba con ellos. Además, disfrutaba de las salidas.

—¿Sigues creyendo que es buena idea? —preguntó Atia cuando los niños ya no estaban.

Fabricius hizo una mueca.

—¿A qué te refieres?

—Has dicho que a ningún hombre que sea un buen partido le interesa encontrar esposa en estos momentos.

—¿Y pues?

—Pues a lo mejor tendríamos que dejarlo para dentro de seis meses o un año.

Fabricius frunció más el ceño.

—¿Y qué ganamos con eso? No me digas que te lo estás repensando…

—Yo…

—¡Es eso!

—¿Te acuerdas del motivo por el que nos casamos, Fabricius? —preguntó con ternura.

Una expresión de culpa asomó a su rostro.

—Por supuesto que sí.

—Entonces ¿tanto te extraña que me cueste pensar en obligar a Aurelia a casarse con un hombre en contra de su voluntad?

—A mí también me cuesta —objetó—. Pero ya sabes por qué lo hago.

Atia exhaló un suspiro.

—Intento que nuestra familia prospere. No puedo conseguirlo con la gran deuda que pende sobre nuestras cabezas.

—Podrías pedirle ayuda a Martialis.

—Le debo miles de didracmas a un prestamista de Capua, ¡pero tengo mi orgullo! —replicó.

—Martialis no te menospreciaría por ello.

—¡Me da igual! ¡No sería capaz de volverle a mirar a la cara!

—¡Cualquiera diría que te has gastado el dinero apostando en las carreras de cuadrigas! Necesitaste el dinero por culpa de la terrible sequía que hubo hace dos años. No deberías avergonzarte de decirle que no tuvimos cosecha que vender.

—Martialis no es agricultor —dijo Fabricius pesadamente—. Lo entendería si mis problemas fueran por culpa de las propiedades, pero esto…

—Podrías intentarlo —masculló Atia—. Al fin y al cabo, es tu amigo más antiguo.

—La persona menos recomendada para pedirle dinero es un amigo. No pienso hacerlo. —Le clavó la mirada—. Si no queremos quedarnos sin la finca en años venideros, la única posibilidad es casar a Aurelia con alguien de una familia rica. Esa certeza es lo único que hará que el prestamista nos deje tranquilos.

—Puede ser, pero no hará aparecer el dinero por arte de magia.

—No, pero con el favor de los dioses, obtendré un mayor reconocimiento en esta guerra que en la pasada. Cuando termine, conseguiré un puesto de juez local.

—¿Y si no lo consigues?

Fabricius parpadeó.

—Le tocará el turno a Quintus. Con el auspicio adecuado, podría llegar al rango de tribuno. El sueldo anual de ese cargo hará que nuestra deuda parezca una gota de agua en el océano. —Se inclinó hacia ella y la besó con seguridad—. ¿Lo ves? Lo tengo todo planeado.

Atia no tuvo coraje para protestar más. No podía obligar a Fabricius a acudir a Martialis ni tampoco se le ocurría otra estrategia. Sonrió con valentía intentando no pensar en una alternativa sino en otra posibilidad.

¿Y si Fabricius no regresaba de la guerra? ¿Y si Quintus nunca llegaba a ser tribuno?

A lo largo de las semanas siguientes, los hermanos adoptaron la costumbre de ir al claro. Atia, contenta por el flujo constante de setas, avellanas y algún que otro ciervo abatido con las flechas de Quintus, no protestaba. Como Aurelia había dado el mérito de su botín a Hanno, se le permitía que los acompañara. Para sorpresa de Hanno, la habilidad de Aurelia con el gladius mejoraba poco a poco y Quintus había empezado a enseñarle a usar el escudo. Poco después, llevó con él dos espadas de verdad.

—Son para que te hagas a la idea de cómo es utilizar las de verdad —dijo mientras le tendía una a Aurelia—. No quiero nada falso.

Hanno observó la hoja larga y contorneada que Aurelia tenía en la mano con un placer descarado. No difería demasiado del arma que él había tenido en Cartago.

Quintus advirtió su interés y frunció el ceño.

—¿Sabes usar una de estas?

Hanno regresó al presente con un sobresalto.

—Sí —masculló de mala gana.

—¿Cómo es eso?

—Mi padre solía enseñarme. —Hanno omitió a sus hermanos a propósito.

—¿Es soldado?

—Lo fue —mintió Hanno. Cuanto menos supiera Quintus, mejor.

—¿Luchó en Sicilia?

Hanno asintió a regañadientes.

Quintus se sorprendió.

—Igual que el mío. Pasó varios años en la caballería. Papá dice que tu pueblo fue un enemigo digno al que solo le faltaba un buen líder.

«Ya no —pensó Hanno con aire triunfante—. Aníbal Barca cambiará todo eso.» Hizo un esfuerzo para encogerse de hombros.

—Puede ser.

Quintus abrió la boca para formular otra pregunta.

—¡Vamos a practicar! —interrumpió Aurelia.

Hanno se alegró de que pasara el momento. Quintus respondió a la exigencia de su hermana y los dos empezaron a practicar con los gladii.

Hanno se marchó a comprobar las trampas. Poco después, a cierta distancia del claro, encontró el rastro de un jabalí. Corrió a dar la noticia lo más rápido posible teniendo en cuenta que llevaba los grilletes. La carne de jabalí era muy apreciada debido a su sabor intenso. Además, esos animales eran reservados y difíciles de encontrar. La oportunidad de cazar uno no debía desperdiciarse. La noticia de Hanno hizo que Quintus dejara inmediatamente de practicar con Aurelia. Envainó los gladii, los envolvió con una manta y los introdujo en la bolsa.

—¡Vamos! —exclamó, recogiendo el arco.

Aurelia corrió tras él. Ella estaba tan ávida como los demás de llevar un jabalí a casa.

Al cabo de unos cien pasos, Hanno iba muy rezagado.

—No puedo ir más rápido —explicó cuando los jóvenes romanos se giraron con impaciencia.

—Pues entonces más vale que lo dejemos correr —dijo Quintus molesto—. O puedes quedarte aquí. —Tuvo el detalle de sonrojarse.

A pesar de ello, Hanno apretó los puños. «Yo he encontrado el dichoso rastro —pensó—. No tú.»

Se produjo una pausa breve e incómoda.

—Tengo la solución —anunció Aurelia de repente. Extrajo un pequeño manojo de llaves del interior del vestido. Se arrodilló junto a Hanno y probó unas cuantas en uno de los grilletes hasta que se abrió.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —le exigió Quintus.

Aurelia no le hizo ningún caso. Dedicó una amplia sonrisa a Hanno y le abrió el otro. No pudo evitar pensar en lo mucho que se parecía a una estatua de un atleta griego.

Incrédulo, Hanno alzó un pie y después el otro.

—Por las barbas de Baal Hammón, qué bien se está así.

Quintus se le acercó.

—¿Cómo demonios has conseguido esas llaves?

Aurelia estaba henchida de orgullo.

—Ya sabes que a Agesandros le gusta beber por las noches. Suele estar roncando antes de la vespera. Lo único que tuve que hacer fue entrar sigilosamente y hacer una impresión de cada llave con cera, y luego se la llevé al herrero para que me hiciera una copia. Le dije que eran de los arcones de papá, y le di unas cuantas monedas para asegurarme de que no se lo diría a nadie.

Quintus abrió unos ojos como platos ante la osadía de su hermana, pero seguía sin estar satisfecho.

—¿Por qué lo hiciste?

Aurelia no pensaba admitir el verdadero motivo, que era que había llegado a aborrecer los grilletes de Hanno. La mayoría de los esclavos no iban sin ellos hasta que servían varios años a la misma familia y ya se consideraba que no existía el peligro de que huyeran, pero a algunos no se los llegaban a quitar nunca. Como era de esperar, Agesandros había convencido a Fabricius de que Hanno pertenecía a esa categoría.

—Para un día como hoy —le desafió, levantando el mentón—. Para que podamos cazar como es debido.

—¡Se escapará! —exclamó Quintus.

—No, no se escapará —replicó Aurelia con vehemencia. Se giró hacia Hanno—. ¿Verdad que no?

Hanno, a quien esa situación había pillado por sorpresa y asombrado ante la resolución de Aurelia, intentó encontrar una respuesta tartamudeando.

—N-no, por supuesto que no.

—¿Lo ves? —Aurelia dedicó un gesto triunfante a su hermano.

—¿Y tú te lo crees? ¡Es un esclavo!

Aurelia echaba chispas por los ojos.

—Hanno es de confianza, Quintus, y lo sabes perfectamente.

Quintus la miró de hito en hito durante unos instantes.

—Muy bien. —Miró a Hanno—. ¿Das tu palabra de que no te escaparás?

—Lo juro. Y a Tanit y Baal Hammón, Melcart y Baal Safón pongo por testigos —dijo Hanno con voz firme.

—Si mientes —masculló Quintus—, iré a cazarte personalmente.

Hanno lo miró a los ojos.

—Muy bien.

Quintus le dedicó un asentimiento breve.

—Entonces ve delante.

Hanno, que gozó de la libertad de poder correr por primera vez desde hacía meses, fue brincando hasta el lugar donde había visto el rastro del jabalí. Por supuesto que pensó en huir, pero Hanno no quería incumplir la promesa que había hecho bajo ningún concepto.

Les frustró ver que el jabalí resultaba esquivo hasta llevarlos a la exasperación.

Al cabo de una hora todavía no le habían puesto los ojos encima. El rastro del animal les había llevado a un punto donde el bosque se aclaraba al ascender por la ladera de la montaña y ahí había desaparecido. La gran zona de roca desnuda implicaba que tenían muy pocas posibilidades de encontrarlo por ahí.

Quintus se fijó en que estaba oscureciendo y soltó una maldición.

—Pronto tendremos que dejarlo. No me gustaría pasar la noche aquí. Separémonos, probablemente sea nuestra mejor opción.

Mientras Aurelia se iba por la izquierda de Quintus, Hanno se dirigió lentamente hacia la derecha. Mantenía la vista fija en el suelo pero no vio nada de nada durante por lo menos doscientos pasos. La vista se le iba por las laderas que había por encima. Buena parte del terreno estaba cubierto de maleza, unas hierbas cortas que solo servían para las ovejas o las cabras.

Hanno frunció el ceño. A cierta distancia por encima de ellos y oscurecido en parte por varios enebros y pinos, vio una pequeña estructura de madera. El humo ascendía lentamente por un orificio del vértice del tejado. El cercado en forma de celosía que la rodeaba revelaba la presencia de un redil de ovejas. No le sorprendió. Como la mayoría de los lugartenientes, los rebaños de Fabricius pastaban por las colinas en primavera y verano, acompañados de pastores solitarios y sus perros. Las cabañas improvisadas, y los recintos para los animales, se encontraban esparcidos de forma regular por el paisaje, a modo de refugio en caso de mal tiempo y como protección contra depredadores como los lobos. Sin embargo, Hanno se sorprendió al oír balidos. Alzó la vista al cielo. Era temprano para que los animales hubieran vuelto de pastar. Lanzó una mirada a Quintus, que seguía intentando encontrar el rastro del jabalí. A Aurelia la vio más abajo, también absorta.

Hanno estaba a punto de silbar flojo cuando algo se lo impidió. Así que volvió trotando a donde estaban los dos romanos.

Quintus se emocionó al ver que Hanno se acercaba.

—¿Has visto algo?

—Las ovejas de ahí están en el redil —dijo Hanno—. ¿No es un poco pronto?

Quintus se colocó la mano en forma de visera.

—Por Júpiter, tienes razón —reconoció, molesto por no haber sido él quien se daba cuenta—. Libo es el pastor de esta zona. Es un buen hombre, no es de los que se escaquea.

A Hanno se le hizo un nudo en el estómago.

—No estoy tranquilo. —Quintus cogió el saco y lo vació en el suelo. Desenrolló la capa. Se introdujo con cuidado un gladius en el cinturón y le tendió el otro a Aurelia, que los había alcanzado—. Probablemente no lo necesites —dijo con una falsa sonrisa de seguridad. Dobló la duela con la rodilla y Quintus colocó la cuerda en su sitio. Llevaba diez flechas en la aljaba. «Más que suficientes», pensó.

—¿Qué ocurre? —preguntó Aurelia.

—Probablemente nada —repuso Quintus para tranquilizarla—. Voy a ir con Hanno a ver qué hay en esa cabaña.

El temor se reflejó en los ojos de Aurelia aunque habló con voz firme.

—¿Qué hago?

—Quédate aquí —ordenó Quintus—. Escóndete. No nos sigas bajo ningún concepto, ¿está claro?

Aurelia asintió.

—¿Cuánto tiempo tengo que esperar?

—Un cuarto de hora, no más. Si para entonces no hemos vuelto, regresa a la finca lo más rápido posible. Busca a Agesandros y dile que traiga muchos hombres. Bien armados.

Aurelia perdió entonces la compostura.

—No subáis ahí —susurró—. Vamos a buscar a Agesandros juntos.

Quintus se lo planteó durante unos instantes.

—Libo podría correr peligro. Tengo que cerciorarme —declaró. Dio un golpecito a Aurelia en el brazo—. Todo irá bien, ya verás.

Aurelia se dio cuenta de que su hermano no iba a cambiar de opinión. Dio un paso hacia Hanno pero entonces se quedó parada.

—Que Marte os proteja a los dos —susurró. Le dio mucha rabia que le temblara la voz.

«Y Baal Safón», pensó Hanno, invocando al dios de la guerra cartaginés.

Los dos jóvenes empezaron a ascender y dejaron a Aurelia atisbando desde detrás de un pino grande. A Quintus le sorprendió el cambio imperceptible que ya se había producido en su relación. Aunque no veían ningún tipo de actividad humana más arriba, ambos aprovechaban de forma instintiva los pocos arbustos existentes para ocultarse. Como si fueran soldados. «No seas tonto, es un esclavo.»

—Deben de ser bandidos —masculló Quintus para sus adentros—. ¿Qué otra cosa pueden ser?

—Eso sería lo más probable en los campos que rodean Cartago —apuntó Hanno.

Quintus soltó una maldición.

—Me pregunto cuántos deben de haber.

Hanno se encogió de hombros con inquietud y deseó tener un arma. No era de extrañar que Quintus le hubiera dado el otro gladius a Aurelia, pero de todos modos le crispaba los nervios.

—Tengo tanta idea como tú.

A Quintus se le habían secado mucho los labios.

—¿Y si son demasiados para enfrentarme a ellos?

—Intentemos no cagarnos de miedo y nos marchamos arrastrándonos —respondió Hanno con sequedad—. Antes de ir a pedir ayuda.

—Suena un buen plan. —Quintus sonrió a su pesar.

El resto del ascenso se realizó en silencio. El último lugar en el que podían cobijarse antes de llegar a la cabaña del pastor era un ciprés esmirriado y lo alcanzaron sin problemas. Recobraron el aliento y cada uno de ellos se turnó para atisbar los rediles y la penosa estructura que había al lado, que era poco más que un cobertizo. Moviendo los labios en silencio, Quintus contó las ovejas.

—Hay más de cincuenta —susurró—. Es el rebaño entero de Libo.

«Seamos lógicos», pensó Hanno.

—A lo mejor está enfermo.

—Lo dudo —repuso Quintus—. Es fuerte como un roble. Ha vivido en la montaña toda su vida.

—Entonces esperemos un momento —aconsejó Hanno—. No tiene sentido que nos precipitemos sin saber antes a qué atenernos.

La observación de Hanno indignó a Quintus. «Los esclavos no dan consejos a sus amos», se dijo enfadado. Sin embargo, el consejo de Hanno era sabio. Mordiéndose el labio, extrajo una flecha con pluma de ganso de la aljaba. Era su preferida y había matado con ella muchas veces. «Pero nunca un hombre», pensó con un miedo repentino. Respiró hondo y exhaló lentamente. Quizá no fuera necesario. De todos modos, cogió tres astas más y las clavó en el suelo junto a sus pies. De repente le asaltó un pensamiento horroroso. Si había bandidos por ahí y le superaban en número, el arco era la única ventaja que tenía. Quizá no bastara. Quintus estaba preparado para el peligro potencial que se le avecinaba pero realmente no había pensado en Aurelia. Se giró hacia Hanno.

—Si me pasa algo, tienes que bajar corriendo y sacar a Aurelia de aquí como alma que lleva el diablo. ¿Entendido?

Era demasiado tarde para decir que Quintus tenía que haberle dado una espada, pensó Hanno enfadado. Habrían sido dos contra la cantidad de bandidos que pudiera haber en la cabaña. Asintió.

—Por supuesto.

Enseguida advirtieron movimiento dentro de la construcción, que se encontraba a apenas veinte pasos de distancia. Un hombre tosió y se aclaró la garganta como se suele hacer al despertar. Quintus se puso tenso y aguzó el oído. Hanno hizo lo mismo. Entonces oyeron que se abría la puerta desvencijada del otro extremo. Una figura de baja estatura vestida con una zamarra encima de una túnica de andar por casa apareció ante sus ojos. Estirándose y bostezando, se bajó los bombachos y empezó a hacer sus necesidades. La luz del sol que caía de lado iluminaba el arco amarillo de su orina.

Quintus masculló un juramento.

A pesar de la reacción del otro, a Hanno no le quedó más remedio que preguntar.

—¿Es el pastor? —susurró.

Quintus pronunció la palabra moviendo solo los labios.

—No.

Con cuidado, colocó su flecha preferida en la cuerda del arco y apuntó al desconocido.

—¿No puede ser otro pastor?

—No lo reconozco. —Quintus tensó el arco hasta que las plumas de ganso de la base de la flecha casi le tocaban la oreja.

—¡Espera! —susurró Hanno—. Tienes que estar seguro.

A Quintus volvió a molestarle el tono de Hanno. Sin embargo, no disparó: no tenía ningunas ganas de matar a un hombre inocente.

—¿Caecilius? ¿Dónde estás? —preguntó una voz desde el interior de la choza.

La pareja se quedó petrificada.

Después de la última sacudida, el hombre se subió los pantalones.

—Aquí fuera —repuso perezosamente—. Meando encima del pastor, para asegurarme de que sigue muerto.

Se oyó una sonora carcajada.

—El hijo de puta no tiene muchas posibilidades de estar de otra manera después de lo que le has hecho.

—No hables tanto, Balbus —añadió una tercera voz—. Cuando más ha gritado es cuando has utilizado el atizador al rojo vivo.

Quintus lanzó una mirada de horror a Hanno.

Balbus se echó a reír: un sonido profundo y desagradable.

—¿Qué opinas, Pollio? —No hubo respuesta inmediata y oyeron que Balbus daba una patada a alguien.

—Levántate, borracho de mierda.

—Si le meto la punta de la bota por el culo seguro que se levanta —bramó Caecilius, dirigiéndose a la puerta.

Desesperado, Hanno giró la cabeza para decirle a Quintus que disparara antes de que fuera demasiado tarde. Apenas tuvo tiempo de ver la flecha cuando le pasó a toda velocidad por delante de los ojos y surcó el aire para plantarse en medio del pecho de Caecilius. Con mirada de asombro, el bandido cayó de rodillas antes de derrumbarse de lado. Emitió unos cuantos sonidos estrangulados y se quedó quieto.

—Bien hecho —susurró Hanno—. Quedan tres.

—Por lo menos. —Quintus no pensó en lo que había hecho. Encajó otra flecha y esperó. La disposición de la cabaña era tal que si los bandidos restantes asomaban la cabeza por la puerta, verían el cadáver de Caecilius sin quedar expuestos a las flechas. «Júpiter, el mejor y más grande —rogó en silencio—. Haz que el siguiente cerdo salga fuera.»

Hanno apretó los dientes. Él también veía el peligro.

—¿Caecilius? ¿Te has caído encima de tu polla? —preguntó Balbus.

No hubo respuesta. Al cabo de unos instantes, un hombre fornido con el pelo largo y grasiento apareció parcialmente. Tardó una fracción de segundo en ver el cuerpo de su compinche, con la flecha clavada en el pecho. Balbus dejó escapar un grito ahogado. Giró sobre sus talones, desesperado por regresar a la seguridad que le ofrecía la cabaña.

Quintus disparó. El asta voló recta y con precisión y se le clavó a Balbus en el costado derecho con un ruido carnoso. El bandido maldijo de dolor pero consiguió entrar por la puerta.

—¡Ayudadme! —gritó—. Me han dado.

Se oyeron gritos de confusión e ira procedentes del interior. Hanno oyó que Balbus gruñía.

—Caecilius está muerto. Tiene una flecha en el pecho. No, Sejanus, no sé quién coño ha sido. —Entonces, aparte de unos murmullos bajos, todo quedó en silencio.

—Saben que estoy justo afuera —susurró Quintus, que de repente se planteó si no había querido abarcar demasiado—. Pero no tienen ni idea de que estoy solo. ¿Cómo van a reaccionar?

Hanno frunció el ceño. «No estás solo, imbécil arrogante.»

—¿Tú qué harías?

—Intentar escapar —respondió Quintus, buscando una flecha con torpeza.

En ese mismo instante se oyó un estruendo y la pared trasera de la cabaña se desintegró en una nube de polvo. Aparecieron tres bandidos que se precipitaron hacia ellos. El primero era un hombre delgado con una túnica manchada de vino. Sujetaba una lanza de caza con ambas manos. Debía de ser Pollio, pensó Hanno. A su lado había una figura enorme armada con un garrote. Hanno parpadeó sorprendido. No era Balbus, porque estaba dos pasos más atrás, agarrando la flecha que tenía en el costado con una mano y empuñando una espada oxidada en la otra. A pesar de ser el doble de corpulento que Balbus, el grandullón era su viva imagen. Debían de ser hermanos.

Los dos bandos se observaron durante un instante.

Pollio fue el primero en reaccionar.

—Son unos niñatos y uno ni siquiera va armado —gritó—. ¡Matadlos!

Sus compañeros no necesitaban que les alentaran. Bramando de rabia, el trío se abalanzó sobre ellos.

Se encontraban a unos quince pasos de distancia.

—Rápido —gritó Hanno—. Abate a uno de esos cabrones.

A Quintus le palpitaba el corazón en el pecho mientras se esforzaba por encajar la flecha correctamente. Al final la colocó en la cuerda pero, preso de la desesperación por equilibrar la refriega, disparó demasiado pronto. El asta pasó a toda velocidad por encima del hombro de Pollio y fue a parar a la cabaña destrozada. No tenía tiempo de coger otra. Tenían a los bandidos encima. Soltó el arco y se sacó el gladius del cinturón.

—¡Largaos de aquí! —gritó—. ¡Ya sabéis qué hacer!

Sabiendo que se enfrentaba a una muerte segura por culpa de estar desarmado, Hanno se giró y huyó.

—¡Dejadle marchar! —gritó Pollio—. ¡Ese pedazo de mierda tiene pinta de correr como el viento!

Quintus tuvo el tiempo suficiente para pronunciar una oración de agradecimiento a Júpiter antes de que Pollio, que saltó por encima de un tronco caído, le alcanzara.

—O sea que eres capaz de matar a un hombre mientras mea —gruñó el bandido, abalanzándose hacia él con la lanza.

Quintus le esquivó.

—Tuvo su merecido.

Con una mirada lasciva, Pollio intentó clavarle la lanza otra vez.

—Ha tenido una muerte más rápida que el pastor.

Quintus intentó no pensar en Libo, o en el hecho de que eran tres contra uno. Sujetando el gladius con ambas manos, apartó el asta de la lanza. Sejanus, el más fornido, estaba todavía a unos pasos de distancia pero no había ni rastro de Balbus. «¿Dónde está ese hijo de puta? —se preguntó Quintus frenéticamente—. Está herido pero de todos modos va armado.» Esa constatación hizo que le entraran ganas de vomitar. «El cabrón va a venir a acuchillarme por la espalda.» Lo único que se le ocurrió hacer a Quintus fue colocarse cerca de un árbol. Repelió a Pollio con un torbellino de golpes y corrió hacia el más cercano, un ciprés con el tronco grueso. Ahí podía resistir al enemigo.

Quintus consiguió llegar a él, eufórico.

El único problema fue que al cabo de un instante los bandidos formaron un semicírculo a su alrededor con una sonrisa de oreja a oreja.

—Ríndete ahora y tendrás una muerte fácil —dijo Pollio—. No como la que tuvo el pobre pastor.

Hasta Balbus rio a pesar de estar herido.

«¿Qué he hecho yo para merecer esto?» Quintus se tragó el miedo.

—¡Sois una bazofia! Os mataré a todos —gritó.

—¿Ah, sí? —se burló Pollio—. Allá tú. —Con un movimiento repentino intentó clavarle la lanza en el diafragma.

Quintus se echó a un lado. Se dio cuenta demasiado tarde de que Sejanus había apuntado con el garrote en esa misma dirección. Preso de la desesperación, cayó al suelo a propósito. Con un estrepitoso crac, el garrote golpeó el tronco del árbol. La certeza de que el golpe le habría descalabrado hizo poner en pie a Quintus. Aprovechó la oportunidad e intentó alcanzar a Sejanus en el brazo. Se alegró sobremanera cuando la hoja le hizo un corte en el grueso brazo derecho. La herida superficial bastó para que Sejanus aullara de dolor y se tambaleara hacia atrás. El alivio de Quintus duró poco más que un instante. La herida no impediría que el bruto retomara la lucha. Si quería sobrevivir, tenía que neutralizar o matar a uno de los otros dos.

Mientras lo pensaba, la empuñadura de una espada le golpeó en la sien. Quintus vio las estrellas y le fallaron las rodillas. Cayó al suelo medio inconsciente.

Hanno había recorrido unos cincuenta pasos cuando miró por encima de su hombro. Encantado al ver que nadie le seguía, esprintó otros cincuenta antes de volver a mirar atrás. Estaba solo. En el claro. A salvo. Y, por tanto, Aurelia también.

«¿Y qué será de Quintus?», se preguntó con un estremecimiento.

«Has huido. ¡Cobarde!», le gritó la voz de la conciencia.

«He hecho lo que me dijo Quintus —pensó a la defensiva—. Ese idiota no fue capaz de confiarme un gladius».

«¿Significa eso que tienes que dejarlo morir? —le replicó la conciencia—. ¿Qué posibilidades tiene contra tres hombres hechos y derechos?»

Hanno se paró de golpe. Se giró y corrió colina arriba lo más rápido que le permitieron las piernas. Tuvo la precaución de contar los pasos. A los ochenta, redujo la velocidad y fue trotando. Atisbó por entre los árboles y vio a los tres bandidos cerniéndose sobre una figura inmóvil. Las garras del miedo se le clavaron a Hanno en el vientre cuando se refugió detrás de un arbusto. «¡No! ¡No puede estar muerto!» Cuando la patada que Pollio asestó a Quintus le hizo gemir, Hanno sintió un gran alivio. Quintus todavía estaba vivo. Aunque no por mucho tiempo. Hanno apretó los puños vacíos. «En nombre de Baal Safón, ¿qué puedo hacer?»

—Llevémosle de vuelta a la cabaña —declaró Pollio.

—¿Por qué? —se quejó Balbus—. Podemos matar a este mamón aquí mismo.

—¡El fuego está ahí, imbécil! Todavía no se habrá extinguido —repuso Pollio con una risotada—. Ya sé que estás herido, pero Sejanus y yo podemos llevarlo entre los dos.

Balbus desplegó una sonrisa cruel.

—De acuerdo. Con un poco de fuego nos lo pasaremos mejor, supongo. —Observó cómo cada uno de sus compinches cogía a Quintus por un brazo y empezaba a arrastrarlo hacia la cabaña. Apenas oponía resistencia, pero de todos modos ellos seguían yendo armados.

«Esta es mi oportunidad.» Los tres hombres estaban de espaldas a él y media docena de pasos separaba a Balbus de los demás. Hanno notaba que tenía la boca muy seca. Las posibilidades de éxito eran escasas. Tenía muchas probabilidades de acabar muerto o de que lo torturaran junto con Quintus. Todavía podía huir. Le embargó una oleada de odio hacia su propia persona. «¡Él te salvó de Agesandros!, ¿recuerdas?»

Apretando los dientes, Hanno emergió de su escondite. Agradeció que la vegetación estuviera húmeda porque así amortiguaba el sonido de sus pasos y avanzó a hurtadillas. Balbus cojeaba detrás de sus compañeros, que por turnos se quejaban de lo mucho que pesaba Quintus y fantaseaban sobre lo que iban a hacerle. Hanno clavó la mirada en la espada oxidada que colgaba de la mano derecha de Balbus. Primero tenía que armarse. Después tenía que matar a uno de los bandidos. Después… Hanno no sabía. Tendría que confiar en los dioses.

Para alivio de Hanno, su primer objetivo no le oyó venir. Apuntando con esmero, le dio un porrazo a Balbus cerca del punto por el que había entrado la flecha de Quintus, antes de sujetar la espada cuando cayó de entre los dedos del bandido, que se puso a gritar. Se la pasó a la mano derecha y corrió hacia los otros dos.

—¡Eh! —gritó.

Hicieron una mueca alarmados, pero la satisfacción de Hanno se convirtió en miedo cuando soltaron a Quintus como si fuera un saco de cereal. «Que no le hagan más daño —suplicó—. Por favor.»

—Debes de ser un esclavo —farfulló Pollio—. Antes ibas desarmado. ¿Por qué no te alías con nosotros?

—Te dejaremos matar a tu amo —propuso Sejanus—. Del modo que quieras.

Hanno ni siquiera se molestó en contestar a la propuesta. Sejanus era quien estaba más cerca, así que primero fue a por él. El grandullón estaba herido pero seguía siendo mortífero con el garrote. Hanno esquivó un garrotazo de mil demonios y evitó otro antes de ver que Pollio iba a por él con la lanza. Desesperado, Hanno retrocedió unos pasos. Sejanus apareció caminando pesadamente y se situó entre Hanno y su compinche. Pollio soltó una maldición y Sejanus se despistó una fracción de segundo.

Hanno se abalanzó hacia delante. Mientras el otro lo miraba con expresión de descrédito, Hanno le clavó la espada bien adentro en el pecho. La hoja emitió un horrible sonido succionador al salir. La sangre brotó al suelo. Sejanus gemía de agonía; el garrote se le cayó de los dedos inertes y se llevó ambas manos al abdomen.

Hanno se dio la vuelta enseguida para repeler el ataque de Pollio. El bandido bajito intentó clavarle la lanza pero no le alcanzó en el brazo derecho por poco. Con el corazón palpitante, Hanno arrastró los pies hacia atrás. Miró hacia el lado. A pesar del intenso dolor que sentía, Balbus estaba a punto de reincorporarse a la pelea. Había cogido una rama gruesa. No le mataría, pensó Hanno, pero si Balbus le atizaba un golpe, lo derribaría fácilmente. Notaba el pánico que le embargaba en la garganta, y el brazo con el que sostenía la espada le empezó a temblar.

«¡Serénate! Quintus te necesita.»

Hanno empezó a estabilizar la respiración. Miró a Balbus con expresión dura.

—¿Quieres una hoja en el vientre aparte de esa flecha?

Balbus se estremeció y Hanno fue a por todas. «Metiendo miedo al enemigo, media batalla está ganada», solía decirle su padre.

—¡Cartago! —bramó, y cargó hacia delante. Aunque Pollio lo alcanzara por detrás, Hanno estaba decidido a matar a Balbus.

Balbus vio la expresión suicida en los ojos de Hanno. Soltó la rama y alzó ambos brazos en el aire.

—No me mates —suplicó.

Hanno no confiaba en el bandido mientras este tuviera capacidad para abatirlo; tampoco sabía qué estaba haciendo Pollio. Bajó el hombro derecho, chocó contra el pecho de Balbus y así lo derribó.

Cuando se giró para enfrentarse a Pollio, vio que el bandido delgaducho había desaparecido. Moviendo piernas y brazos como si le siguiera Cerbero en persona, subió por la colina y pronto desapareció entre los árboles. «Que se marche el cabrón —pensó Hanno cansinamente—. No volverá.» Balbus estaba gimiendo en posición fetal a escasos pasos de distancia. Más allá, Sejanus ya estaba seminconsciente debido a la sangre que había perdido.

La lucha había terminado.

Hanno se sintió eufórico durante unos instantes… antes de acordarse de Quintus.

Corrió al lado del romano. Sintió un gran alivio al ver que Quintus le sonreía.

—¿Estás bien? —preguntó Hanno.

Quintus se llevó una mano a la sien con una mueca.

—Tengo un chichón aquí del tamaño de una manzana y la sensación de que Júpiter está lanzando rayos dentro de mi cabeza. Aparte de eso, estoy bien, creo.

—Gracias a los dioses —dijo Hanno con fervor.

—No —repuso Quintus—. Gracias a ti por regresar. Por desobedecer mis órdenes.

Hanno se sonrojó.

—Si no hubiera vuelto, no me lo habría perdonado jamás.

—Pero no tenías por qué. Incluso cuando volviste podías haber aceptado la oferta de los bandidos y ponerte en mi contra. —La voz de Quintus dejó entrever el asombro que sentía—. En cambio, los atacaste a los tres y ganaste.

—Yo… —balbució Hanno.

—Estoy vivo gracias a ti —interrumpió Quintus—. Tienes mi agradecimiento.

Al ver la sinceridad de Quintus, Hanno inclinó la cabeza.

—De nada.

Cuando fueron conscientes de que habían sobrevivido a una situación desesperada, los dos se miraron sonrientes como locos. Aquellas circunstancias resultaban extrañas para ambos. El esclavo que salva al amo. Un romano aliado con un cartaginés. No obstante, eran conscientes de un nuevo vínculo: el de la camaradería que se forja durante el combate.

Era un sentimiento agradable.