6

ESCLAVITUD

Cerca de Capua, Campania

Hanno caminaba fatigosamente detrás de la mula de Agesandros, tragándose las nubes de humo que levantaban quienes le precedían. Por delante del siciliano iba la litera en la que viajaban Atia y Aurelia y, más allá, encabezando la comitiva, Fabricius y Quintus. Era la mañana después de que Quintus lo comprara y, tras pasar la noche en casa de Martialis, la familia regresaba a su finca. Durante la corta estancia en casa del amigo de la familia, a Hanno lo habían dejado en la cocina con los esclavos domésticos residentes. Aturdido, incapaz de creerse todavía que lo habían separado de Suniaton, había permanecido agazapado en un rincón y se había puesto a llorar. Aparte de darle un taparrabos, un vaso de agua y un plato de comida, nadie le había ofrecido ningún tipo de consuelo. Sin embargo, Hanno recordaría más adelante sus miradas de curiosidad. Sin duda se trataba de una situación que no era nueva para ellos: el nuevo esclavo, que se da cuenta de que su vida nunca volverá a ser como antes. Probablemente les hubiera pasado a la mayoría de ellos. Afortunadamente, el sueño por fin había vencido a Hanno. Había descansado por rachas pero le había supuesto una especie de escape: la posibilidad de negar la realidad.

Ahora, bajo la fría luz del día, tenía que volver a enfrentarse a ella.

Pertenecía al padre de Quintus, Fabricius. No volvería a ver a Suni ni a su familia.

Hanno seguía sin saber qué pensar de su amo. Aparte de una inspección superficial cuando habían vuelto a casa de Martialis, Fabricius no le había prestado demasiada atención. Había aceptado la explicación de su hijo acerca de por qué había valido la pena pagar un precio elevado por él: porque sabía leer y escribir y hablaba idiomas. Además, Quintus iba a pagar el dinero que faltaba. «Es asunto tuyo cómo te gastas tu dinero», le había dicho. Parecía una buena persona, pensó Hanno, igual que Quintus. Aurelia no era más que una niña. Atia, la esposa de Fabricius, era una incógnita. Hasta el momento, apenas le había mirado, pero Hanno confiaba en que demostrara ser un ama justa.

Resultaba curioso considerar normales a personas que siempre le habían parecido malvadas, de todos modos Agesandros era quien más preocupaba a Hanno. El siciliano la había tomado con él desde un buen comienzo. A pesar de sus desvelos, por lo menos su situación tenía una vertiente positiva, por la que se sentía inmensamente culpable. El destino de Suniaton seguía pendiente de un hilo, y lo único que podía hacer Hanno era pedir a todos los dioses que conocía que intercedieran por su amigo. En el peor de los casos, que muriera como un valiente.

Al oír la palabra «Saguntum» aguzó el oído. Era una ciudad griega de Iberia, aliada de la República, que hacía meses que estaba en el foco de atención de Aníbal. De hecho, era donde iba a empezar la guerra con Roma.

—Pensaba que el Senado había decidido que Saguntum no estaba amenazada —dijo Quintus—. Después de que los saguntinos pidieran una compensación por los ataques sufridos en sus tierras, lo único que hizo Aníbal fue enviarles una respuesta grosera.

Hanno ocultó su sonrisa de satisfacción. Había oído ese insulto hacía varias semanas, en casa. «Salvajes sarnosos y pulgosos», había llamado Aníbal a los habitantes de la ciudad. Tal como todo el mundo sabía en Cartago, la refutación presagiaba su verdadero plan: atacar Saguntum.

—A veces los políticos infravaloran a los generales —dijo Fabricius pesadamente—. A estas alturas Aníbal ha hecho algo más que lanzar amenazas. Según las últimas noticias, ha rodeado Saguntum con su ejército. Han empezado a construir fortificaciones. Va a haber un asedio. Al final Cartago ha recuperado la chispa.

Quintus lanzó una mirada airada a Hanno, que bajó la vista de inmediato.

—¿No hay nada que hacer?

—No en esta temporada de campaña —repuso Fabricius contrariado—. Aníbal no podía haber elegido un momento mejor. Los dos ejércitos consulares están comprometidos en Oriente y luego la amenaza de aquí.

—¿Te refieres a Demetrio de Faros? —preguntó Quintus.

—Sí.

—¿No era uno de nuestros aliados hasta hace poco?

—Sí, hasta hace poco. Luego ese perro miserable decidió que la piratería es más rentable. Todo nuestro litoral oriental se ha visto afectado. También ha amenazado a ciudades ilirias que están bajo la protección de la República. Pero el problema llegará en otoño. Las fuerzas de Demetrio no tienen nada que hacer contra cuatro legiones y el doble de esa cantidad de socii.

Quintus fue incapaz de ocultar su desánimo.

—Me lo perderé todo.

—No temas, siempre habrá más guerras —dijo su padre con una sonrisa divertida—. Pronto te llegará el turno.

Quintus se quedó relativamente más tranquilo.

—Mientras tanto, ¿Saguntum se deja a merced de los vientos?

—Ya sé que no está bien —repuso su padre—. Pero la principal facción del Senado ha decidido que este es el camino a seguir. Los demás tenemos que obedecer.

«Toma fides romana», pensó Hanno con desprecio.

Padre e hijo cabalgaron en silencio durante unos instantes.

—¿Qué hará el Senado si Saguntum cae? —tanteó Quintus.

—Pedir que los cartagineses se retiren, supongo. Además de entregar a Aníbal.

Quintus enarcó las cejas.

—¿Harían tal cosa?

«Nunca», pensó Hanno enfurecido.

—No creo —respondió Fabricius—. Hasta los cartagineses tienen su orgullo. Además, el Consejo de Sabios estará al corriente del plan de Aníbal de asediar Saguntum. Es difícil que le ofrezcan su apoyo al respecto y se lo retiren inmediatamente después.

Hanno escupió en el suelo sin que lo vieran.

—Pues claro que no, faltaría más —susurró.

—Entonces la guerra es inevitable —exclamó Quintus—. El Senado no se quedará de brazos cruzados ante tamaño insulto.

Fabricius exhaló un suspiro.

—No, desde luego que no, aunque en parte sea el culpable de la situación. Las indemnizaciones impuestas a Cartago al final de la última guerra fueron ruinosas, pero la toma de Sardinia poco después fue incluso peor. No hay excusa para ello.

A Hanno le costaba dar crédito a sus oídos: un romano que lamentaba el daño infligido a su pueblo. ¿A lo mejor no eran todos unos monstruos?, se preguntó por segunda vez. Su instinto le hizo tomar parte rápidamente: «Siguen siendo el enemigo.»

—Ese conflicto se produjo hace una generación —dijo Quintus indignándose—. Ahora estamos en el presente. Aunque sea tarde, Roma tiene que defender a uno de sus aliados ante un ataque sin motivo.

Fabricius inclinó la cabeza.

—Cierto.

—O sea que se avecina una guerra contra Cartago, lo mires como lo mires —dijo Quintus. Lanzó una mirada a Hanno, que fingió no percatarse.

—Probablemente —repuso Fabricius—. Quizá no este año pero sí el siguiente.

—¡Podré participar! —exclamó Quintus emocionado—. Pero antes quiero aprender a empuñar una espada como es debido.

—Dominas tanto el arco como la lanza —reconoció Fabricius. Hizo una pausa, consciente de que Quintus estaba muy pendiente de sus palabras—. En un sentido estricto, por supuesto, no es necesario para un soldado de caballería, pero supongo que un poco de entrenamiento en el uso del gladius no está de más.

Quintus desplegó una sonrisa de oreja a oreja.

—Gracias, padre. —Se llevó una mano a la boca—. ¡Madre! ¡Aurelia! ¿Habéis oído eso? Voy a convertirme en espadachín.

—Qué buena noticia. —La voz de Atia, procedente del interior de la litera, sonó amortiguada, pero a Quintus le pareció detectar cierto deje de tristeza.

Aurelia alzó la tela y asomó la cabeza al exterior.

—Qué bien —dijo, esbozando una sonrisa forzada. Los celos la consumían por dentro.

—Empezaremos mañana —anunció Fabricius.

—¡Excelente! —Quintus olvidó enseguida la reacción de su madre y de Aurelia. Tenía la cabeza llena de imágenes de él y Gaius sirviendo en el ejército de caballería, cubriéndose de gloria, y cubriendo de gloria también a Roma.

A pesar del sentimiento de culpa por Suniaton, Hanno también se había animado. Aunque tuviera que lidiar con Agesandros, no estaba condenado a morir como gladiador. Y, aunque quizá no pudiera participar, su pueblo estaba a punto de enfrentarse otra vez a Roma, liderado por Aníbal Barca. Un hombre a quien su padre consideraba el mejor líder que Cartago había tenido jamás.

Por primera vez en varios días, en el corazón de Hanno se encendió una chispa de esperanza.

Una mañana de verano, recibieron la noticia de que Malchus y Safo habían amerizado. Bostar gritó encantado al oír la buena nueva. No podía evitar sonreír mientras corría por las calles de Cartago Nova, la ciudad fundada por Asdrúbal hacia nueve años. Al atisbar el templo de Esculapio, situado en una gran colina al este de las murallas, Bostar ofreció una oración de gracias al dios de la medicina y sus seguidores. De no haber sido por la herida en el brazo con el que empuñaba la espada, contraída mientras practicaba con hojas desenvainadas, ya habría partido hacia Saguntum con el resto del ejército. Sin embargo, por orden de Alete, su comandante, Bostar había tenido que quedarse atrás.

—He visto demasiadas heridas como esa que acababan mal —le había dicho Alete—. Quédate aquí, al cuidado de los sacerdotes y ya te incorporarás a filas cuando te hayas recuperado. Saguntum no va a caer ni en un día ni en un mes.

En aquel momento, a Bostar no le había hecho ninguna gracia. Ahora estaba loco de contento.

Llegó enseguida al puerto, que daba al tranquilo golfo situado más allá de Cartago Nova. La ubicación de la ciudad no tenía parangón. Estaba rodeada de agua por todas partes y situada en el extremo de una bahía natural cerrada que estaba lo más lejos posible del Mediterráneo. Limitaba al este y al sur con el mar mientras que al norte y al oeste había una gran laguna de agua salada. La única conexión con tierra firme era un paso elevado estrecho y bien fortificado que hacía que la ciudad fuera casi inexpugnable. No era de extrañar que Cartago Nova hubiera sustituido a Gades como capital de la Iberia cartaginesa.

Bostar pasó corriendo por el lado de los barcos más cercanos al muelle. Quienes llegaran a partir de entonces tendrían que echar amarras más lejos. Como de costumbre, había una actividad frenética. La gran mayoría del ejército había partido con Aníbal pero seguían llegando tropas y suministros día tras día. Las jabalinas repiqueteaban entre sí mientras las apilaban y las pilas de cascos nuevos relucían bajo el sol. Había ánforas selladas con cera llenas de aceite de oliva y vino, rollos de telas y bolsas de clavos. Los cajones de madera con vajillas esmaltadas esperaban junto a sacos repletos de frutos secos. Los marineros enrollaban cuerda y barrían las cubiertas de los navíos descargados entre chismorreos. Los pescadores que llevaban en pie desde antes del amanecer sudaban al arrastrar la captura al muelle.

—¡Bostar!

Estiró el cuello para buscar a su familia entre la densa marea de mástiles y jarcias. Al final, Bostar vio a su padre y a Safo en la cubierta de un trirreme que estaba amarrado a dos embarcaciones del muelle. Saltó a la cubierta de la primera embarcación y se dispuso a saludarlos.

—¡Bienvenidos!

Al cabo de un momento ya estaban juntos. Bostar se quedó asombrado al ver el cambio que habían experimentado ambos. Eran hombres distintos desde la última vez que los había visto. Fríos, duros, despiadados. Inclinó la cabeza hacia Malchus intentando disimular su sorpresa.

—Padre. Qué alegría volver a verte.

Malchus suavizó ligeramente la expresión severa.

—Bostar, ¿qué te ha pasado en el brazo?

—Es un arañazo, nada más. Un error estúpido mientras practicaba —repuso—. De todos modos, me alegro de que pasara porque es el único motivo por el que sigo aquí. Recibo tratamiento diario en el templo de Esculapio. —Se giró hacia Safo y le sorprendió ver que su hermano tenía una expresión de enfado clara. Las esperanzas que Bostar había albergado de reconciliarse se esfumaron. La desavenencia provocada por su pelea sobre dejar marchar a Hanno y Suniaton seguía viva. Como si no bastara con lo culpable que se sentía, pensó Bostar entristecido. En vez de abrazarle, se limitó a saludarle.

—Hermano.

Safo le devolvió el gesto con rigidez.

—¿Qué tal el viaje?

—Bastante agradable —respondió Malchus—. No hemos visto ningún trirreme romano, lo cual es una bendición. —Hizo una mueca incomprensible—. Ya basta. Hemos descubierto lo que le pasó a Hanno.

Bostar parpadeó conmocionado.

—¿Qué?

—Ya lo has oído —espetó Safo—. Él y Suni no se ahogaron.

Bostar abrió la boca.

—¿Cómo lo sabes?

Malchus tomó la palabra.

—Porque nunca perdí la fe en Melcart y porque tenía ojos y oídos en el puerto que miraban y escuchaban día y noche por si había pistas. —Sonrió con acritud ante el desconcierto de Bostar—. Hace un par de meses, uno de mis espías encontró una mina. Oyó sin querer una conversación que pensó que podría interesarme. Interrogamos a los hombres.

Bostar estaba totalmente fascinado por la historia de su padre. Cuando se enteró de que unos piratas habían capturado a Hanno y Suniaton, se echó a llorar. Los demás no, lo cual no hizo sino aumentar su dolor. Su angustia fue en aumento con la revelación de que habían vendido a la pareja como esclavos. «Yo que pensé que era todo un detalle dejarles ir a pescar. ¡Cuán equivocado estaba!» Aquello era mucho peor que ahogarse. Podían habérselos llevado a cualquier sitio. Cualquiera podía haberlos comprado.

—Lo sé —gruñó Safo—. Los vendieron en Italia. Probablemente como gladiadores.

A Bostar se le llenaron los ojos de terror.

—¡No!

—Sí —espetó Safo con ponzoña—, y todo por culpa tuya. Si se lo hubieras impedido, Hanno estaría aquí con nosotros.

Bostar se indignó sobremanera.

—¡Menuda jeta tienes!

—¡Basta ya! —La voz de Malchus sonó como un latigazo—. Safo, tú y Bostar tomasteis juntos la decisión, ¿no?

Safo echaba chispas.

—Sí, padre.

—Entonces los dos sois responsables, igual que yo por no ser menos severo con él. —Malchus pasó por alto la sorpresa de sus hijos ante aquel reconocimiento de su complicidad—. Ahora Hanno no está y luchar por su recuerdo no nos servirá de nada. Se acabó. Ahora nuestra misión consiste en seguir a Aníbal y tomar Saguntum. Con un poco de suerte, los dioses nos concederán la posibilidad de vengar a Hanno más adelante, en la lucha contra Roma. Tenemos que olvidarnos de todo lo demás. ¿Queda claro?

—Sí, padre —mascullaron los hermanos, aunque ninguno de los dos miró al otro.

Bostar no fue capaz de reprimir la pregunta.

—¿Qué le hicisteis a los piratas?

—Los mandamos castrar y que les rompieran las extremidades. Por último, esa bazofia fue crucificada —repuso Malchus en un tono neutro. Sin mediar palabra, subió al muelle y se encaminó al centro de la ciudad.

Safo se contuvo hasta que estuvieron a solas.

—Fuimos incluso benévolos. También teníamos que haberles arrancado los ojos —añadió con saña. A pesar de su supuesto entusiasmo, el horror de lo que había presenciado seguía vigente en su mente. Safo había pensado que los castigos le impedirían sentirse aliviado por la desaparición de Hanno, pero se había equivocado. Ver otra vez a su hermano pequeño no hacía más que constatarlo. «Seré el preferido», pensó con virulencia—. Menos mal que no estabas presente. No habrías estado a la altura de las circunstancias.

A pesar de la indirecta sobre su valentía, Bostar mantuvo la compostura. No era el momento de recordarle quién estaba al mando. Además tampoco sabía a ciencia cierta cómo habría reaccionado ante la misma situación, si hubiera tenido la oportunidad de vengarse de quienes habían condenado a Hanno a una muerte segura. En lo más profundo de su ser, Bostar se alegraba de no haber estado allí. Dudaba que su padre o Safo lo comprendieran. «Melcart —rezó—, pido que mi hermano tuviera una buena muerte y que permitas que nuestra familia zanje sus diferencias.» Bostar obtuvo cierta consolación de la plegaria pero era lo único que tenía en esos momentos.

Eso y una guerra que anhelar.

Al ver que Agesandros no estaba en las proximidades, Hanno hizo parar a las mulas. Las bestias sudorosas no protestaron. Era casi mediodía y la temperatura del corral era abrasadora. Hanno hizo un movimiento de cabeza hacia uno de los otros que trillaba el trigo con él.

—Agua.

El galo comprobó automáticamente si el siciliano rondaba por ahí antes de dejar la horca y coger el odre de cuero que estaba junto al cobertizo. Después de dar un buen trago, volvió a taparlo y lo lanzó por los aires.

Hanno le dio las gracias moviendo la cabeza. Dio una docena de tragos pero se cuidó de dejar líquido suficiente a los demás. Le lanzó el odre a Cingetorix, otro galo.

Cuando terminó, Cingetorix se secó los labios con el dorso de la mano.

—Dioses, qué caliente. —Habló en latín, que era el único idioma que él y sus paisanos tenían para comunicarse con Hanno—. ¿En este maldito sitio no llueve nunca? En nuestro país… —No pudo terminar.

—Lo sabemos —masculló Galba, un hombre bajito cuyo torso quemado por el sol estaba lleno de tatuajes en forma de remolino—. Llueve mucho más. No nos lo recuerdes.

—En Cartago, no —dijo Hanno—. Es tan seco como aquí.

Cingetorix frunció el ceño.

—Entonces debes de sentirte como en casa.

Hanno sonrió a su pesar. Durante unos dos meses desde su llegada, los galos, con quienes compartía dormitorio, le habían ignorado por completo y hablaban su idioma gutural a toda velocidad en todo momento. Había hecho todo lo posible para entablar amistad con ellos pero no había servido de nada. Sin embargo, se había producido un cambio gradual. Hanno no estaba seguro de si la atención extra, no deseada, que le dedicaba Agesandros era lo que había instado a los galos a tenderle una mano amiga, pero ya le daba igual. La camaradería que ahora compartían era lo que hacía que su existencia resultara soportable. Eso y la noticia de que Aníbal tenía a Saguntum bien pillada. Por lo que parecía, la ciudad caería antes de final de año. Hanno rezaba por el éxito del ejército cartaginés todas las noches. También pedía que algún día se le concediera la oportunidad de matar a Agesandros.

Eran cinco personas en total en el campo, que continuaban la labor iniciada hacía varias semanas con la siega. El verano tocaba a su fin y Hanno se había acostumbrado a la vida en la finca y a la gran cantidad de trabajo que se esperaba realizase todos los días. La situación resultaba mucho más dura por culpa de los pesados grilletes de hierro que llevaba en los tobillos y que le impedían moverse más allá de arrastrar los pies. Antes, Hanno pensaba que estaba en forma, pero pronto se percató de lo contrario. Trabajando doce o más horas al día bajo el calor del estío, con grilletes y mal alimentado, se había convertido en una sombra fibrosa y tensa de su anterior yo. El cabello le colgaba en mechones gruesos a ambos lados del rostro barbudo. Los músculos del torso y las extremidades se le marcaban como tralla y cada zona de la piel que le quedaba al descubierto había adoptado un tono marrón oscuro. Los galos presentaban el mismo aspecto. «Somos como animales salvajes», pensó Hanno. No era de extrañar que apenas vieran a Fabricius o a su familia.

Como vio a Agesandros a lo lejos, silbó tal como tenían acordado para avisar a sus compañeros. Rápidamente devolvieron el odre a su lugar original. Hanno puso a las mulas en marcha otra vez y colocó un pesado arado encima del trigo cosechado, que se había dispuesto a lo ancho de la tierra compacta de la gran finca. Los galos empezaron a aventar la cosecha trillada, lanzándola por los aires con las horcas para que la brisa se llevara las granzas no deseadas. Sus tareas eran pesadas y embrutecedoras pero tenían que realizarlas antes de poder echar el trigo a paladas en la parte posterior de una carreta para depositarlo en los cobertizos cercanos, construidos encima de pilotes de ladrillo para impedir el acceso a los roedores.

Cuando llegó Agesandros al cabo de unos momentos, se quedó a la sombra de los edificios y los observó en silencio. Incómodos, los cinco esclavos trabajaban duro, evitando mirar en dirección del siciliano. El cuerpo enseguida se les cubrió de una capa de sudor.

Cada vez que giraba el arado, Hanno veía a Agesandros observándole con expresión implacable. No se sorprendió cuando el capataz se encaminó a él con cara de enojo.

—¡Haces ir demasiado rápido a las mulas! ¡Aminora el paso o la mitad del trigo se quedará en el tallo!

Hanno tiró de la cuerda del animal que tenía más cerca.

—Sí, señor —murmuró.

—¿Qué has dicho? No te he oído —gruñó Agesandros.

—Enseguida, señor —repitió Hanno en voz bien alta.

Gugga apestoso. Sois todos igual de mierdosos. ¡Inútiles! —Agesandros sacó el látigo.

Hanno se armó de valor. Daba igual lo que hiciera. La velocidad de las mulas no era más que el último ejemplo. Últimamente había criticado su técnica con la guadaña y la horca, y lo mucho que tardaba en recoger agua del pozo. Todo lo hacía mal y la respuesta del siciliano era siempre la misma.

—Sois todos unos hijos de puta y unos gandules. —Lentamente, Agesandros pasó el largo látigo de cuero por el suelo—. Perros sarnosos. Cobardes. Sabandijas.

Hanno chasqueó la lengua hacia las mulas para no oír los insultos.

—A lo mejor sí que tuviste madre —reconoció Agesandros. Hizo una pausa—. Pero debía de ser la puta más enfermiza de Cartago para engendrar a alguien como tú.

Hanno apretó los nudillos con fuerza alrededor de la cuerda y bajó los hombros. Vio a Galba, que estaba detrás del siciliano, por el rabillo del ojo meneando la cabeza con un gesto que indicaba «no». Hanno se obligó a relajarse pero Agesandros ya había visto el efecto de sus dardos envenenados.

—¿No te ha gustado? —El siciliano se echó a reír y levantó el brazo derecho. Al cabo de un instante el látigo bajó zumbando sobre la espalda y la axila derecha de Hanno. El extremo hizo crac al cortar la piel bajo el pezón derecho. El dolor era intenso. Hanno se puso rígido y aminoró el paso ligeramente. Era lo único que a Agesandros le faltaba.

—¿Te he dicho yo que vayas más lento? —gritó. Retiró el látigo para volver a atizarle. Hanno contó tres, seis, doce latigazos. Aunque se esforzó al máximo por no emitir sonido alguno, al final no pudo evitar gemir.

El capataz sonrió ante aquella muestra de debilidad y se detuvo. Tenía tal habilidad con el látigo que Hanno siempre acababa sintiendo un dolor intenso pero capaz de seguir trabajando.

—Así irás a la velocidad adecuada —espetó.

—Sí, señor —masculló Hanno.

Satisfecho, Agesandros dedicó a los galos una mirada severa e hizo ademán de marcharse.

Hanno no se relajó. Siempre había más.

Como era de esperar, Agesandros regresó.

—Esta noche te encontrarás la cama más blanda —anunció.

Hanno alzó la vista lentamente y miró al siciliano.

—Me he meado en ella.

Hanno no habló. Aquello era peor que Agesandros le escupiera en la comida o le redujera a la mitad la ración de agua. Su ira, que había quedado reducida a un pequeño resplandor en el centro de su alma, se había multiplicado de repente y se había convertido en una llama candente de rabia e indignación. Realizó un esfuerzo supremo para mostrarse inexpresivo. «Ahora no es el momento —se dijo—. Espera.»

Agesandros hizo una mueca desdeñosa.

—¿No tienes nada que decir?

«No voy a darle el gusto a este cabrón», pensó Hanno enfurecido.

—Gracias, señor.

Engañado, Agesandros soltó un bufido y se marchó.

—Cabrón de mierda —susurró Galba cuando ya no le oía. Los demás dejaron escapar un gruñido con el que mostraron que estaban de acuerdo con el calificativo—. Puedes utilizar nuestros catres. Cambiaremos lo que está mojado por la mañana por si viene a comprobarlo.

—Gracias —musitó Hanno distraídamente. Se imaginaba corriendo detrás del capataz para matarlo. Gracias al acoso experto de Agesandros, había recuperado su espíritu guerrero. Si iba a reunirse con Suniaton en el otro mundo, quería poder ir con la cabeza bien alta. Hanno se dio cuenta de que la situación pronto llegaría a un punto crítico, pero no importaba. La muerte sería mejor que esas humillaciones diarias.

No era habitual en él pero una mañana Quintus se encontró sin nada que hacer. Había llovido por la noche y había refrescado por primera vez desde hacía meses. Tonificado por el aire limpio y frío, decidió hacer las paces con Aurelia. Durante los últimos meses, y para desagrado de Aurelia, la habían colocado a cargo de un tutor estricto, un esclavo griego de rostro avinagrado que Martialis le había prestado a Atia. En vez de vagar por la finca a su antojo, ahora Aurelia tenía que sentarse con recato y estudiar griego y matemáticas. Atia seguía enseñándole a tejer y a coser, así como a comportarse como una dama. Las protestas de Aurelia cayeron en saco roto.

—Ya va siendo hora de que aprendas a ser una señorita, y no se hable más —le había espetado Atia en numerosas ocasiones—. Si sigues protestando, te daré una buena azotaina.

Aurelia obedeció sin rechistar pero sus silencios glaciales a la hora de la cena desde entonces revelaban su verdadera opinión.

Fabricius se mantenía al margen de las decisiones de su esposa, lo cual convertía a Quintus en el único aliado de Aurelia. Sin embargo, se encontraba en medio. Aunque se sentía culpable de la difícil situación de su hermana, también sabía que un matrimonio concertado era lo mejor para la familia. Todos sus intentos de animarla habían fracasado y entonces Quintus empezó a evitar su compañía cuando su jornada de trabajo tocaba a su fin. Dolida, Aurelia pasaba cada vez más tiempo en su habitación. Era un círculo vicioso del que no parecía haber salida.

Mientras tanto Quintus había estado muy ocupado con la labor que su padre le había encomendado: documentos, recados a Capua y clases para aprender a utilizar el gladius con regularidad. A pesar del tiempo transcurrido, Quintus seguía echando mucho de menos a su hermana. Tomó una decisión rápidamente. Había llegado el momento de pedirle disculpas y superar aquella situación. No podían dejarlo así. Aunque Fabricius todavía no había encontrado un marido adecuado para Aurelia, había empezado a buscarlo durante sus visitas a Roma.

Quintus introdujo algo de comida en una bolsa de tela y se dirigió a la habitación contigua al patio donde Aurelia recibía las clases. Apenas se molestó en llamar y entró. El tutor alzó la mirada y un pequeño gesto de desaprobación le arrugó la frente.

—Amo Quintus. ¿A qué debemos el placer?

Quintus se puso bien recto. Ahora ya le sacaba tres dedos a su padre, lo cual significaba que sobresalía por encima de mucha gente.

—Me llevo a Aurelia a dar una vuelta por la finca —anunció con grandilocuencia.

El tutor se sorprendió.

—¿Quién lo ha permitido?

—Yo —repuso Quintus.

El tutor infló los cachetes para mostrar su desagrado.

—Sus padres…

—Estarían totalmente de acuerdo. Ya se lo explicaré todo más tarde. —Quintus hizo un gesto de despreocupación—. Vamos —indicó a Aurelia.

Su intento por parecer enfadada se desvaneció y se puso en pie de un salto. La tablilla para escribir y el punzón cayeron al suelo, lo cual provocó unos chasquidos reprobatorios del tutor. Sin embargo, el anciano griego no cuestionó más a Quintus y los hermanos salieron sin problemas.

Desde que había matado al oso, la seguridad de Quintus había aumentado sobremanera. Le sentaba bien. Le sonrió a Aurelia.

De repente, ella recordó su disputa.

—¿Qué pasa? —exclamó—. ¿No te veo desde hace semanas y ahora de repente te presentas mientras estoy en clase?

Tomó a Aurelia de la mano.

—Siento haberte abandonado. —Para su horror, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas y Quintus se dio cuenta de lo muy dolida que estaba—. Nada de lo que decía parecía servir —masculló—. No se me ocurría la forma de ayudarte. Perdóname.

Aurelia sonrió a pesar de su tristeza.

—Yo también tengo la culpa. De morros durante varios días. Pero bueno, ahora estás aquí. —Una mirada picarona asomó a sus ojos—. ¿Una vuelta por la finca? ¿Qué hay que no haya visto mil veces antes?

—Es lo único que se me ha ocurrido —respondió, abochornado—. Algo para sacarte de ahí.

Ella le dio un codazo y le sonrió.

—Ha bastado para hacer callar a ese viejo tonto. Gracias. Me da igual a donde vayamos.

Pasearon por el sendero que conducía a los olivares cogidos del brazo.

Hanno se percató de que Agesandros estaba de mal humor. Cualquier esclavo que perdiera ni que fuera un paso recibía una reprimenda. Diez de ellos caminaban por delante del siciliano cargados con cestas de mimbre. Por suerte, Hanno iba cerca de la parte delantera, lo cual significaba que Agesandros no le prestaba demasiada atención. Se dirigían a las terrazas donde estaban los ciruelos, cuyos frutos habían madurado de repente. Recoger las jugosas frutas sería tarea fácil en comparación con el trabajo de las semanas anteriores y Hanno anhelaba que llegara el momento. Agesandros podía vigilarlo hasta cierto punto. Antes de que concluyera la jornada, acabaría con su quejumbrosa barriga llena de ciruelas.

Al cabo de un momento maldijo su optimismo.

Galba, el hombre que tenía detrás, tropezó y se cayó al suelo. Se oyó un gruñido de dolor y cuando se giró, Hanno vio que su compañero tenía un corte feo en la espinilla derecha. Se lo había hecho con un trozo de roca afilada que sobresalía de la tierra. La sangre se acumulaba en la herida, le corría por la pantorrilla musculosa y caía en la tierra seca, donde era absorbida de inmediato.

—Se te acabó la jornada —dijo Hanno en voz baja.

—Dudo que Agesandros esté de acuerdo —contestó Galba, con una mueca—. Ayúdame a levantarme.

Hanno se agachó para ayudarle pero era demasiado tarde.

El siciliano se abrió paso a empujones entre los demás esclavos y los alcanzó con doce zancadas.

—Por todos los demonios, ¿qué pasa aquí?

—Se ha caído y se ha hecho daño en la pierna —empezó a explicar Hanno.

Agesandros se giró rápidamente con una expresión cortante en la mirada.

—Deja que este pedazo de mierda se explique él solito —susurró antes de girarse hacia Galba otra vez—. ¿Y bien?

—Es tal como ha dicho, señor —dijo el galo con cautela—. He tropezado y me caído encima de esta piedra.

—Lo has hecho a propósito, para librarte de trabajar durante unos días —gruñó Agesandros.

—No, señor.

—¡Mentiroso! —El siciliano soltó el látigo y empezó a atizar a Galba.

La ira de Hanno pudo más que él.

—Déjelo en paz —gritó—. No ha hecho nada.

Agesandros le dio unos cuantos latigazos más y una buena patada antes de parar. Lanzó una mirada de furia a Hanno con las aletas de la nariz hinchadas.

—¿Qué has dicho?

—Recoger ciruelas es fácil. ¿Por qué iba a intentar librarse? —masculló—. El hombre ha tropezado. Eso es todo.

El siciliano abrió unos ojos como platos de descrédito y rabia.

—¿Osas decirme qué tengo que hacer? ¿Tú, pedazo de mierda pinchada de un palo?

Hanno habría dado cualquier cosa por tener una espada en esos momentos. Sin embargo, solo tenía su ira. Con la subida de la adrenalina, en realidad le bastaba.

—¿Es eso lo que soy? —espetó—. Bueno, ¡pues tú no eres más que una bazofia siciliana de baja alcurnia! Aunque tuviera los pies llenos de mierda, no me los limpiaría en ti.

En el interior de Agesandros se activó un resorte. Alzó el látigo y golpeó a Hanno en la cara con el extremo de metal de la empuñadura.

Se oyó un fuerte crujido y Hanno notó cómo se le rompía el cartílago de la nariz. Medio cegado por el intenso dolor, se tambaleó hacia atrás levantando las manos para protegerse del golpe que se avecinaba. No tenía la posibilidad de coger una piedra ni nada para defenderse. Agesandros se abalanzaba sobre él como un león sobre su presa. El látigo fustigó a Hanno en los hombros y el extremo le rajó la piel de la espalda. Se retiró pero volvió silbando al cabo de un instante y le dejó corte tras corte a lo ancho del torso desnudo. Hanno retrocedió pero Agesandros le seguía, riendo. Cuando Hanno tropezó con la raíz de un árbol, Agesandros lo tiró al suelo de un empujón en el pecho. Sin respiración, no podía hacer nada mientras el otro se cernía sobre él con el rostro retorcido por una expresión triunfante. Le propinó una fuerte patada en el pecho y las costillas que Varsaco le había roto se rajaron por segunda vez. El dolor le resultó insoportable y Hanno gritó a pesar de odiarse por ello. Lo peor estaba por llegar. La paliza continuó hasta que llegó casi a perder la conciencia. Al final, Agesandros le dio la vuelta para tenerlo de cara.

—Mírame —ordenó. Obligado a golpes, Hanno alcanzó a abrir los ojos. En cuanto los abrió, el siciliano levantó la pierna derecha para que viera las tachuelas de la suela de la sandalia—. Esto es por todos mis camaradas —masculló—. Y mi familia.

Hanno no tenía ni idea de a qué se refería Agesandros. «El cabrón va a matarme», pensó aturdido. Curiosamente, le daba bastante igual. Por fin acabaría su sufrimiento. Sintió cierta pesadumbre al pensar que nunca volvería a ver a su familia. Tampoco tendría la posibilidad de disculparse ante su padre. Que así sea. Resignado, Hanno cerró los ojos y aguardó a que Agesandros acabara con él.

El golpe nunca llegó.

Por el contrario, se oyó un grito autoritario.

—¡Agesandros! ¡Para!

Al comienzo, Hanno no entendió qué pasaba, pero cuando la orden se repitió y notó cómo el siciliano retrocedía, cayó en la cuenta. Alguien había intervenido. ¿Quién? Estaba tumbado en el duro suelo, incapaz de hacer nada que no fuera respirar de forma superficial. Con cada movimiento de la caja torácica sentía punzadas de dolor en todo el cuerpo. Era lo único que le impedía perder el conocimiento. Era consciente de que Agesandros le lanzaba miradas llenas de odio, pero el siciliano no le hizo nada más.

Al cabo de unos instantes, Quintus y Aurelia, los hijos de Fabricius, aparecieron por el extremo del campo de visión de Hanno. Se notaba que estaban indignados.

—¿Qué has hecho? —exclamó Aurelia, arrodillándose al lado de Hanno. Aunque el pobre cartaginés ensangrentado estaba irreconocible, ella notaba mariposas en el estómago cada vez que lo veía.

Hanno intentó sonreírle. Después de ver las facciones crueles de Agesandros, ella le parecía una ninfa u otra criatura similar.

—¿Y bien? —preguntó Quintus con voz glacial—. Explícate.

—Tu padre me encomienda el manejo de la finca y de los esclavos —se jactó Agesandros—. Ha sido así desde antes de que tú nacieras.

—¿Y si matases a un esclavo? ¿Qué diría entonces? —le retó Aurelia.

Agesandros se sorprendió.

—Venga ya —dijo con tono apaciguador—. Estaba dando una paliza, eso es todo.

Quintus soltó una risa burlona.

—Estabas a punto de machacarle la cabeza. En este terreno pedregoso, un golpe como ese puede aplastarle el cráneo a cualquier hombre.

Agesandros no respondió.

—¿Verdad que sí? —insistió Quintus. La ira que sentía hacia el siciliano, que estaba decidido a matar al otro, se duplicó al darse cuenta de quién era la víctima. Toda admiración residual que sintiera por Agesandros se había evaporado—. Respóndeme, por todos los dioses.

—Supongo que sí —reconoció Agesandros hoscamente.

—¿Era esa tu intención? —preguntó Aurelia.

El siciliano lanzó una mirada a Hanno.

—No —dijo, cruzándose de brazos—. He perdido los estribos, eso es todo.

«Mentiroso», pensó Hanno. Aurelia, por encima de él, hizo una mueca de descrédito, lo cual reforzó su convicción.

Quintus también era consciente de que Agesandros mentía, pero si seguía acusándolo no haría más que llevarlo a un terreno inexplorado. No se sentía tan seguro.

—¿Qué ha pasado?

Agesandros señaló a Galba.

—Ese esclavo se cayó a propósito y se hirió la pierna. Intentaba librarse de trabajar. Es un viejo truco y me he dado cuenta enseguida. Le he dado unos cuantos golpes a ese perro para darle una lección y el gugga me ha dicho que parara, que había sido un accidente. —Soltó un bufido—. Tal rebeldía no puede tolerarse. Había que enseñarle lo equivocado de su comportamiento de inmediato.

Quintus bajó la mirada hacia Hanno.

—Creo que lo has conseguido —dijo con sarcasmo—. Si te descuidas, lo envías al Hades.

Agesandros alzó una de las comisuras de los labios ligeramente.

Hanno fue el único que lo vio. «Agesandros me quiere ver muerto. ¿Por qué?»

Fue el último pensamiento coherente que tuvo.

La seguridad de Quintus salió fortalecida por haberse impuesto a Agesandros. En vez de dejar que trasladaran a Hanno herido a la villa como si fuera un saco de cereal tal como quería el siciliano, insistió en que fueran a buscar una litera. Galba podía ir cojeando a su lado. A Agesandros no le quedó más remedio que obedecer a regañadientes y enviar a un esclavo a buscarla a toda prisa. El capataz observó con expresión huraña como Aurelia, con un trozo de tela, limpiaba buena parte de la sangre que Hanno tenía en la cara. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas pero no emitió ni un sonido. No pensaba darle ese gusto a Agesandros.

Al cabo de un rato, cuando hubieron colocado a Hanno cuidadosamente en la litera, ella se puso de pie. Como se había arrodillado en el suelo, tenía la parte inferior del vestido cubierta de una mezcla de sangre y polvo. Los ojos, aunque enrojecidos, los tenía llenos de ira y la expresión decidida.

—Si muere, me encargaré de que mi padre te lo haga pagar —sentenció—. Te lo juro.

Agesandros intentó tomárselo a risa.

—Hace falta algo más que eso para matar a un gugga —replicó.

Aurelia le lanzó una mirada de furia, temerosa y envalentonada a la vez.

—Vamos —dijo Quintus, llevándosela con suavidad. Agesandros hizo ademán de seguirles, pero Quintus ya había tenido suficiente—. Dedícate a lo tuyo —gritó—. Nosotros nos encargaremos de los dos esclavos.

Acomodaron a Hanno encima de mantas y un colchón de paja en un establo vacío cerca de la cuadra, donde yacía inmóvil como un cadáver. A Quintus le preocupaba su palidez. Si el cartaginés moría, su padre perdería mucho dinero, así que pidió traer agua caliente de la cocina, junto con retales de tela y un frasco de acetum, o vinagre. Cuando llegaron, le sorprendió la reacción de Aurelia. No pensaba permitir que nadie más le limpiara las heridas al cartaginés. Mientras tanto, Elira curó a Galba bajo la mirada agradecida de Quintus. La iliria tenía buenos conocimientos médicos gracias a su educación. Tal como había contado a Quintus, su madre había sido la persona a la que la gente de la tribu acudía cuando tenía alguna dolencia. Primero le limpió la herida con abundante agua caliente. Luego, haciendo caso omiso de las muestras de dolor de Galba, le roció la zona con acetum antes de secarla dando palmaditas y aplicarle un vendaje.

—Dos días de descanso y trabajo ligero durante una semana —dijo Quintus cuando hubo terminado—. Me aseguraré de que Agesandros lo tenga claro.

El galo se marchó arrastrando los pies mascullando unas palabras de agradecimiento.

Oyó un gemido detrás de él y Quintus se giró. Hanno hizo una mueca de dolor por lo que fuera que Aurelia le estaba haciendo, antes de relajarse de nuevo.

—Está vivo —dijo él aliviado.

—No será gracias a Agesandros —espetó Aurelia con vehemencia—. ¡Imagínate si no hubiéramos aparecido! Su vida todavía corre peligro. —Su voz se apagó mientras contenía un sollozo.

Quintus le dio una palmadita en el hombro preguntándose por qué estaba tan afectada. Al fin y al cabo Hanno no era más que un esclavo.

Elira se acercó a la cama.

—Déjame echarle un vistazo —dijo.

Para sorpresa de Quintus, Aurelia se apartó. Observaron en silencio como la iliria pasaba sus manos expertas por el maltrecho cuerpo de Hanno, presionando con suavidad aquí y allá.

—No encuentro ninguna lesión en la cabeza aparte de la nariz rota —dijo al final—. Tiene tres costillas fracturadas y todas estas heridas superficiales del látigo. —Señaló hacia la caja torácica que sobresalía y el vientre cóncavo—. Últimamente no le han dado suficiente de comer. Sin embargo, es fuerte. Con buenos cuidados y alimento suficiente podría estar recuperado en una semana.

—Demos gracias a Júpiter —exclamó Aurelia.

Quintus sonrió aliviado y fue en busca de Fabricius. Había que informar inmediatamente de la crueldad de Agesandros. Sospechaba que su padre no castigaría al siciliano como se merecía y que este lo negaría todo si se sentía atacado. Era como si ya oyera la voz de Fabricius. Exigir disciplina formaba parte del cometido del capataz y ningún esclavo tenía derecho a desafiar a la autoridad como había hecho Hanno. Era la primera vez que Agesandros se había extralimitado. A los ojos de Fabricius sería un hecho aislado. Sin embargo, Quintus sabía perfectamente qué había visto. Apretó la mandíbula.

A partir de ahora habría que vigilar a Agesandros.

Hanno se despertó por culpa del dolor que le irradiaba de las costillas cada vez que respiraba. Las punzadas que notaba en la cabeza le recordaban que tenía la nariz rota. Levantó las manos y notó las fuertes correas que le sujetaban el pecho. No llevaba grilletes en los tobillos. Dudaba que hubiera sido por iniciativa de Agesandros. «Quintus debe de haber insistido para que me cuiden», pensó Hanno. Su sorpresa fue en aumento cuando abrió los ojos. En vez de la paja mojada de su miserable celda, estaba tumbado encima de unas mantas en un establo vacío. Los relinchos que oía de vez en cuando le indicaban la proximidad de los caballos. Vio el taburete que tenía al lado. Alguien le había estado velando.

Notó una sombra en el umbral y al alzar la vista Hanno vio a Elira cargada con una jarra de barro y dos vasos.

Se le iluminó el semblante.

—¡Estás despierto!

Asintió lentamente y se percató de su belleza.

Ella se situó rápidamente a su lado.

—¿Cómo te sientes?

—Me duele todo.

Ella se agachó y cogió una calabaza del suelo.

—Bebe un poco de esto.

—¿Qué es? —preguntó con recelo.

Elira sonrió.

—Una solución diluida de papaverum. —Al ver su expresión confusa, se explicó—: Mitigará el dolor.

Estaba demasiado débil para replicar. Cogió la calabaza y dio un buen sorbo de la bebida analgésica, aunque hizo una mueca al notar el sabor ácido del líquido.

—No tardará en hacerte efecto —murmuró Elira para tranquilizarlo—. Entonces podrás dormir un poco más.

De repente, se acordó del siciliano e intentó incorporarse. Aquel pequeño esfuerzo le resultó agotador.

—¿Y qué pasa con Agesandros?

—No te preocupes. Fabricius ha visto las heridas que tienes y le ha advertido que te deje en paz. Los dioses deben de estar de buen humor porque también ha aceptado que te cuide. Tardó en permitírmelo, pero Aurelia lo convenció —dijo Elira. Le tocó la cara sudorosa con la mano—. Mira, estás débil como un minino —le riñó—. Túmbate.

Hanno obedeció. ¿Por qué se preocupaba Aurelia de lo que le pasaba?, se preguntó. Notó que el papaverum empezaba a hacerle efecto y cerró los ojos. Le producía un gran alivio saber que uno de los hijos de su amo estaba de su lado, pero Hanno dudaba que Aurelia pudiera protegerle del rencor de Agesandros. No era más que una niña. De todos modos, pensó fatigosamente, su situación ahora había mejorado. ¿Acaso los dioses le favorecían una vez más? Con esta idea en la cabeza, Hanno se relajó y se dejó vencer por el sueño.