HOMBRIA
El oso se lanzó a sus pies y Quintus le atacó con una serie de puntapiés. Tenía que morderse la lengua para no gritar horrorizado. A ese ritmo, el animal lo agarraría por el muslo o la entrepierna. El dolor sería insoportable y su muerte lenta, en vez de la muerte rápida que había tenido el galo. A Quintus no se le ocurría qué hacer para salir airoso de aquella situación. Siguió agitando descontroladamente sus caligae. Confundido, el animal gruñó y le golpeó con la gigantesca garra. Le rasgó media sandalia.
Al final un gemido de miedo escapó de sus labios. Quintus oyó unas fuertes pisadas y sintió un alivio inmenso en todo el cuerpo. Quizá no estuviera acabado. Al mismo tiempo se sentía consumir de vergüenza. No quería vivir el resto de sus días como el cobarde al que habían tenido que rescatar de las garras de un oso.
—¡ALTO! —gritó su padre.
—Pero Quintus… —protestó Agesandros.
—Tiene que hacer esto solo. Es lo que él ha dicho —masculló Fabricius—. ¡Retrocede!
A Quintus le embargó una oleada de terror. Al obedecer sus deseos, su padre lo estaba condenando a una muerte segura. Cerró los ojos. «Que sea rápido, por favor.» Al cabo de un momento, se percató de que el oso no había intensificado su ataque. Quintus miró fijamente al animal, que seguía estando a escasos pasos de distancia. ¿Había sido la carga de Agesandros o la voz de su padre lo que le habían hecho vacilar? No estaba seguro pero se le ocurrió una idea. Quintus tomó aire y profirió un grito desgarrador. El animal aplanó las pequeñas orejas, lo cual le animó a repetir el sonido estridente. Esa vez también movió los brazos.
Quintus sintió un profundo alivio cuando el oso retrocedió un paso. Logró ponerse en pie mientras seguía chillando como un loco. Por desgracia, no llegaba a la lanza. Estaba justo debajo de las patas delanteras del animal. Quintus sabía que sin ella sus posibilidades de éxito eran nulas. Tampoco sería motivo de orgullo ahuyentar al animal haciendo ruido. Tenía que recuperar el arma y matarlo. Balanceando los brazos como un loco, dio un paso hacia él. El animal ladeaba la cabeza de un lado a otro sospechosamente pero cedió. Quintus recordó lo que le había aconsejado Agesandros acerca de cómo actuar si se encontraba con un oso en el bosque y redobló sus esfuerzos. Seguía llevando la sandalia destrozada atada a la pantorrilla por las tiras y tenía que ir con sumo cuidado al apoyar el pie. A pesar de aquel impedimento, no tardó mucho en recuperar la lanza.
Quintus tenía ganas de lanzar un grito de alegría. El animal miraba a su alrededor, buscando la forma de escapar, pero no lo tenía fácil. Fabricius había ordenado a los demás que se dispersaran. Formaron un círculo poco compacto alrededor de la pareja. Los perros restantes llenaban el ambiente de un clamor ansioso. Con valentía renovada, Quintus pasó al ataque. Al fin y al cabo, el oso estaba herido. En esa situación, matarlo entraba dentro de sus posibilidades.
Se equivocó.
Cada vez que le clavaba la lanza al animal, o bien golpeaba la hoja o la apartaba con sus enormes brazos. A Quintus le palpitaba el corazón. Tendría que acercarse mucho más. Sin embargo, ¿cómo iba a asestarle un golpe mortal sin ponerse al alcance de sus garras mortíferas? El oso era capaz de llegar muy lejos. Solo se le ocurría una manera. En la granja había visto muchas veces cómo sacrificaban a los cerdos, incluso había sido él quien había manejado el cuchillo en alguna ocasión. Debido a la piel dura y a la gruesa capa de grasa subcutánea que tenían, eran animales difíciles de matar, a diferencia de las ovejas o los bueyes. La mejor manera era clavar la hoja en la papada y cortar así las arterias principales que salían del corazón. Quintus rezó para que la anatomía de los osos fuera parecida y para que los dioses le concedieran una oportunidad de zanjar así el asunto.
Antes de llevar a cabo su plan, el animal le embistió a cuatro patas y pilló a Quintus desprevenido. Retrocedió rápidamente y se olvidó de la sandalia rota. Al cabo de unos pasos, la suela con tachuelas se enganchó en una raíz que sobresalía. Le tensó las tiras que se la sujetaban a la pantorrilla y perdió el equilibrio. Quintus cayó pesadamente, esta vez de espaldas. Sin saber muy bien cómo, siguió sujetando la lanza, que fue a parar a su lado en el claro. Eso no impidió que el corazón se le encogiera de miedo. El oso se centró en él y, moviéndose con una rapidez inusitada, se abalanzó en su dirección.
Quintus apartó la mirada con rapidez. La expresión conmocionada de su padre lo decía todo. Estaba a punto de morir.
A pesar del terror, Fabricius mantuvo su promesa. No se movió de su sitio.
Quintus volvió a mirar al oso. Tenía las fauces abiertas a menos de un palmo de distancia de los pies. No tenía más que un instante para reaccionar antes de que le arrancara una pierna. Por suerte, el extremo de la lanza le sobresalía más allá de las sandalias. Agarró el asta y la alzó del suelo. La luz del sol destellaba del extremo de hierro brillante y deslumbró al oso, lo distrajo y le hizo golpear la hoja enfadado. Rápidamente, Quintus desplazó las piernas a un lado al tiempo que clavaba la culata del arma en la tierra con el codo y la sujetaba con fuerza con ambas manos.
Cuando el oso se le acercó, apuntó el extremo puntiagudo a la carne situada bajo las fauces abiertas. El oso, empeñado en cogerlo, no le prestó atención. Bajó la cabeza y fue a por sus piernas. Con desesperación, Quintus las apartó lo más rápido posible. El movimiento colocó al animal justo encima de la lanza y el impulso bastó para que el hierro afilado le atravesara la piel. Le chirrió al atravesarle la laringe antes de penetrar en los tejidos más blandos y profundos. El oso, capaz todavía de despedazarlo, corcoveaba y levantaba la cabeza con una fuerza tan inmensa que amenazaba con arrancarle a Quintus el arma de las manos. Él seguía aferrándose con fuerza cuando, medio suspendido por encima de él, el animal agarró enfurecido la gruesa asta de madera. Lo tenía tan cerca que notó su hedor acre. Casi podía tocarle los colmillos que habían hecho pedazos al galo y a tres de los perros.
Resultaba sumamente aterrador.
El inmenso peso del animal acabó jugando en su contra y la hoja mortífera se le clavó aún más adentro. Sin embargo, Quintus no estaba ni mucho menos contento. El oso estaba bien vivo y se le acercaba cada vez más. Llenaba todo su campo de visión: una enorme masa airada compuesta de garras y dientes. Si se le acercaba un milímetro más, lo haría pedazos. ¿Aguantarían la presión los clavos que sobresalían en la base de la caña? Quintus tenía la boca seca de miedo: «Muere, cabrón. Muérete ya.»
Al animal se le hincó el asta de la lanza un palmo más.
Quintus pensaba que se le iba a parar el corazón.
De repente, el oso tuvo arcadas y una marea de sangre roja y brillante salió de su boca y cubrió el suelo que estaba detrás de Quintus. ¡Le había atravesado una arteria principal! «Júpiter, que ahora le atraviese el corazón —rogó—. Antes de que me alcance.» El asta daba sacudidas mientras las púas de hierro golpeaban el cuello de la bestia. Entonces paró. Le rugió a Quintus en la cara y él cerró los ojos. Ya no podía hacer nada más.
Sintió un enorme alivio cuando el oso dejó de forcejear. De las fauces abiertas le brotó otro chorro de sangre que cayó encima de la cara y los hombros de Quintus. Sin acabar de creérselo, alzó la vista, asombrado al ver que la luz de sus ojos ambarinos se debilitaba y luego desaparecía. De repente el oso se convirtió en un peso muerto al final de la lanza. Los músculos exhaustos de Quintus no soportaban más la presión y los relajó.
El animal se le cayó encima.
Quintus sintió un gran alivio al ver que no se movía y, aunque apenas podía respirar, estaba vivo.
Al cabo de un instante notó cómo retiraban el cuerpo del animal.
—Has quedado ileso —exclamó su padre—. ¡Alabados sean los dioses!
Agesandros soltó un gruñido para mostrar su acuerdo.
Quintus se incorporó con sumo cuidado.
—Alguien me estaba protegiendo —masculló, secándose parte de la sangre del oso de los ojos.
—Seguro que sí pero eso no quita mérito a lo que has hecho —declaró Fabricius. El alivio que denotaba su voz resultaba palpable—. Estaba convencido de que iba a matarte. ¡Pero has mantenido la calma! Hay pocos hombres capaces de eso cuando se enfrentan a una muerte segura. Deberías sentirte orgulloso. No solo has demostrado tu valor sino que has honrado a tus antepasados de la mejor manera posible.
Quintus lanzó una mirada a Agesandros y a los dos esclavos, que lo observaban con respeto. Alzó el mentón. ¡Lo había conseguido! «Gracias, Diana y Marte —pensó—. Os haré una ofrenda generosa a los dos.» Sin embargo, era inevitable que a Quintus se le fueran los ojos hacia el cadáver del esclavo tatuado. Le invadió una gran sensación de culpa.
—Tenía que haberle salvado también a él —musitó.
—¡Venga ya! —repuso Fabricius—. No eres Hércules. El tonto no tenía que haber arriesgado su vida por un perro. Tu hazaña es digna de un romano. —Ayudó a Quintus a levantarse y lo abrazó cariñosamente.
De repente toda suerte de emociones embargaron a Quintus: la tristeza por la muerte del galo se mezcló con el alivio de haber vencido su propio miedo. Se esforzó para contener las lágrimas. Durante la lucha había olvidado que el objetivo final era hacerse hombre. En cierto modo había cumplido la tarea encomendada por su padre.
Al final se separaron.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Fabricius.
—Igual —repuso Quintus con una sonrisa.
—¿Estás seguro?
Quintus observó al oso y se dio cuenta de que sí que había cambiado algo. Con anterioridad no estaba convencido de ser capaz de matar a una criatura tan magnífica. De hecho, casi había fracasado por el terror que le tenía. Mirar a la muerte a la cara era mucho peor de lo que había imaginado. Sin embargo, el deseo de sobrevivir le había brotado de dentro. Miró hacia atrás y vio que Fabricius lo observaba fijamente.
—Ya he visto que tenías miedo —dijo su padre—. Habría intervenido pero me habías hecho prometer que no me inmiscuiría.
Quintus se sonrojó y abrió la boca para hablar.
Fabricius levantó una mano.
—Tu reacción fue normal, a pesar de lo que digan algunos. Pero tu determinación para conseguirlo, aunque murieras en el intento, ha sido más fuerte que el miedo. Hiciste bien en hacerme jurar que no me metería. —Dio una palmada a Quintus en el brazo—. Los dioses te han favorecido.
Quintus recordó a los dos pájaros carpinteros que había visto y sonrió.
—Como vas a ser soldado tendremos que visitar el templo de Marte así como el de Diana. —Fabricius guiñó el ojo—. También tenemos que encargarnos de comprarte una toga.
Quintus no cabía en sí de gozo. Las visitas a Capua siempre eran motivo de alegría. La vida en el campo ofrecía pocas oportunidades para hacer vida social o dedicarse a otros placeres. Podían visitar los baños públicos y al viejo compañero de su padre, Flavius Martialis. El hijo de Flavius, Gaius, tenía la misma edad que él y los dos se llevaban de maravilla. Gaius estaría encantado de oír la historia de la caza del oso.
De todos modos, antes tenía que contárselo a Aurelia y a su madre. Estarían ansiosas por recibir la noticia.
Mientras Agesandros y los esclavos se quedaban para enterrar al galo tatuado y para hacer unos postes con los que transportar al oso, Quintus y su padre se dirigieron hacia su casa.
El egipcio no tardó demasiado en vender a los amigos. Gracias a la inminencia de los juegos que iban a celebrarse en Capua, las ventas en el mercado de esclavos de Neapolis fueron muy bien. Había pocos hombres a la venta cuya complexión musculosa pudiera compararse con la de los cartagineses, o el cuerpo fibroso de los númidas, y los compradores se arremolinaron alrededor de los hombres desnudos, apretándoles los brazos y mirándoles a los ojos para ver si eran miedosos. Aunque el porte penoso de Hanno no fuera el de un combatiente, resultaba impresionante de todos modos. El egipcio fue lo bastante inteligente como para negarse a venderlos por separado. Varios comerciantes apostaron entre sí para comprar a los dos amigos, y al final el vencedor fue un adusto latino que respondía al nombre de Solinus. También compró a otros cuatro cautivos del egipcio.
Hanno no prestó demasiada atención a lo que sucedía en el bullicioso mercado. Los esfuerzos de Suniaton por animarlo con susurros de aliento resultaron en vano. Hanno no se había sentido tan impotente en toda su vida. Desde que sobrevivieran a la tormenta, toda posibilidad de salvación había quedado en agua de borrajas. Inconscientemente habían remado mar adentro en vez de hacia la costa. En vez de encontrarse con un buque mercante, el destino les había traído el birreme. La oportunidad caída del cielo que suponía haber oído a varios cartagineses en Neapolis se había esfumado porque no había podido hablar con ellos. Por último, los vendían como gladiadores en vez de como otro tipo de esclavos más comunes, lo cual los condenaba a muerte. ¿Qué más pruebas necesitaba de que los dioses se habían olvidado totalmente de ellos? La desdicha de Hanno lo cubría como una manta húmeda y pesada.
Junto con varios galos, griegos e íberos, los seis cautivos fueron llevados fuera de la ciudad por la polvorienta vía que conducía a Capua. De Neapolis a la capital de Campania había treinta y cinco kilómetros, distancia que se recorría en un día como mucho, pero Solinus hizo una parada por la noche en una posada junto a la carretera. Mientras los prisioneros los contemplaban con expresión desgraciada, el latino y sus guardas se sentaron a disfrutar de un ágape compuesto por vino, cerdo asado y pan recién horneado. Lo único que recibieron los cautivos fue un cubo de agua del pozo, con el que cada hombre no dio más de media docena de sorbos. Sin embargo, al final, un criado les llevó varias hogazas de pan seco y una bandeja de cortezas de queso. Por escasas que fueran las raciones, la comida desechada les supo a gloria y reanimó a los cautivos en gran medida. Tal como Suniaton dijo a Hanno con amargura, valdrían mucho menos si llegaban a Capua a las puertas de la muerte. Por consiguiente, valía la pena gastar unas cuantas monedas en provisiones, por escasas que fueran.
Hanno no respondió. Suniaton enseguida dejó de intentar animarle y se sentaron en silencio. Absortos en su propia desgracia y desconocidos entre sí, los demás esclavos tampoco hablaban. Cuando oscureció, se tumbaron el uno junto al otro contemplando la resplandeciente vista de estrellas que iluminaban el cielo nocturno. Era una imagen hermosa, que de nuevo hizo a Hanno recordar Cartago, el hogar que nunca volvería a ver. Se dejó vencer rápidamente por las emociones y, al amparo de la oscuridad, sollozó en silencio en el hueco del codo.
El sufrimiento actual no era nada. Lo que estaba por llegar sería mucho peor.
Por la mañana, Quintus tuvo su primera resaca. Durante la cena de celebración de la noche anterior, Fabricius no había parado de ofrecerle vino. Aunque a menudo había tomado sorbos de las ánforas de la cocina a hurtadillas, era la primera vez que a Quintus se le permitía beber oficialmente. No se había contenido. Su madre no había presentado ninguna objeción. Teniendo en cuenta que Aurelia estaba totalmente pendiente de sus palabras, que Elira le lanzaba miradas apasionadas cada vez que traía comida y que su padre no dejaba de alabarle, se había sentido como un héroe conquistador. Agesandros también lo había colmado de alabanzas cuando, después de la cena, había traído el pellejo del oso a la mesa. Embriagado de éxito, Quintus enseguida perdió la cuenta de cuántas copas se había bebido. Aunque el vino estaba aguado al modo tradicional, no estaba acostumbrado a su efecto. Para cuando se llevaron los platos, Quintus había sido más o menos consciente de que arrastraba las palabras. Atia había apartado rápidamente la jarra y, poco después, Fabricius
le había ayudado a meterse en la cama. Cuando Elira, desnuda, se deslizó bajo las mantas un poco después, Quintus apenas se había movido y tampoco se había dado cuenta de cuándo se había marchado.
Ahora, cuando el sol matutino le caía de pleno en la cabeza palpitante, se sintió como una pieza de metal a la que martilleaban en el yunque de un herrero. Hacía poco más de una hora que su padre lo había despertado y menos incluso desde que se marcharan de la finca. Mareado, Quintus no había querido tomar el desayuno que le había ofrecido Aurelia, que se mostró comprensiva con él. Alentado por el sonriente Agesandros, había bebido varios vasos de agua y aceptado en silencio una calabaza de barro para el viaje. De todos modos, Quintus seguía notando un sabor raro en la boca y cada movimiento que hacía el caballo entre sus piernas amenazaba con hacerle volver a vomitar otra vez. Por ahora, había vomitado cuatro veces. Lo único que lo mantenía en la manta de la montura era la fuerza con la que sujetaba las riendas y las rodillas, que se agarraban con fuerza a las ijadas del caballo. Por suerte su montura era de naturaleza tranquila. Al ver el camino irregular que se perdía en el horizonte, Quintus musitó un juramento. Capua estaba todavía muy lejos.
Viajaban en fila india encabezados por su padre. Fabricius, vestido con su mejor túnica, iba sentado a horcajadas de su semental gris. El gladius le colgaba de un tahalí dorado, protección necesaria contra los bandidos. Quintus, que también iba armado, le seguía. El pellejo de oso bien enrollado iba atado detrás de la manta de la montura. Tenía que secarse pero estaba resuelto a enseñárselo a Gaius. Su madre y su hermana iban a continuación, sentadas en una litera que cargaban seis esclavos. Aurelia habría montado a caballo gustosa, pero la presencia de Atia se lo impedía. A pesar de que según la tradición las mujeres no cabalgaban, Quintus había cedido a las demandas de su hermana hacía años. Había resultado ser una amazona nata. Por casualidad, un día su padre les había visto practicando y se había quedado asombrado. Gracias a su habilidad, Fabricius había decidido darle el capricho pero Atia no estaba al corriente de todo aquello. Era imposible que aceptara tal cosa. Como lo sabía, Aurelia no había protestado al iniciar el viaje.
Agesandros iba el último y llevaba los pies colgando a ambos lados de una mula robusta. Iba a visitar el mercado de esclavos para buscar un sustituto para el galo muerto. Llevaba un cayado con el extremo metálico colgado a la espalda y el látigo, el símbolo de su cargo, por dentro del cinturón. El siciliano había dejado a su mano derecha, un íbero sonriente con poco cerebro y mucho músculo, supervisando la recogida de la cosecha. Por último iban un par de corderos de premio, que balaban indignados mientras Agesandros tiraba de ellos por la cuerda que les rodeaba el cuello.
Con el paso de las horas Quintus fue sintiéndose mejor. Se había bebido dos calabazas enteras de agua, que había rellenado en un ruidoso arroyo que discurría en paralelo al camino. La cabeza ya no le dolía tanto, lo cual le permitía interesarse un poco más por el entorno. Las colinas en las que habían cazado el oso no eran más que una línea difusa en el horizonte que tenían detrás. A ambos lados se extendían campos de trigo maduro en terrenos que pertenecían a sus vecinos. Campania poseía una de las tierras más fértiles de Italia y la prueba la tenían a su alrededor. Por todas partes había grupos de esclavos que empuñaban las guadañas, recogían brazadas de tallos cortados y apilaban gavillas. Sus actividades despertaban poco interés en Quintus, que empezaba a emocionarse ante la perspectiva de vestir su primera toga de adulto.
Aurelia descorrió la cortina cuando la litera se situó a su lado.
—Tienes mejor aspecto —dijo animada.
—Un poco mejor, supongo —reconoció.
—No tenías que haber bebido tanto —le riñó Atia.
—Lo de matar a un oso no pasa todos los días —masculló Quintus.
Fabricius volvió la cabeza.
—Es cierto.
Aurelia hizo ademán de sonreír, pero no ahondó en el asunto.
—Un día como el de ayer se vive pocas veces en la vida. Es normal celebrarlo —declaró Fabricius—. Sufrir por ello un dolor de cabeza no es nada del otro mundo.
—Cierto —reconoció Atia desde el interior de la litera—. Has honrado a tu origen osco, así como romano. Estoy orgullosa de tenerte como hijo.
Poco después del mediodía llegaron a las impresionantes murallas de Capua. Rodeadas por un foso profundo, las fortificaciones de piedra circundaban toda la ciudad. Habían erigido torres de vigilancia a intervalos regulares y seis puertas, vigiladas por centinelas, que controlaban el acceso. A Quintus, que nunca había estado en Roma, le encantó. Construida en su origen por los etruscos hacía más de cuatrocientos años, Capua había sido la capital de una liga formada por doce ciudades. Sin embargo, dos siglos atrás, unos oscos merodeadores habían aparecido y tomado la ciudad para su pueblo. «La raza de mi madre», pensó Quintus con orgullo. Bajo el gobierno osco, Capua había pasado a convertirse en una de las ciudades más poderosas de Italia, pero al final se vio obligada a pedir ayuda a Roma después de que varias invasiones sucesivas de samnitas pusieran en peligro su independencia.
El padre de Quintus provenía de un miembro de la fuerza de ayuda, lo cual significaba que sus hijos eran ciudadanos. La relación de Campania con la República implicaba que sus gentes también eran ciudadanos, pero solo podía votar la nobleza. Esta diferencia seguía siendo motivo de resentimiento entre muchos plebeyos de Campania, que tenían que prestar el servicio militar, junto con las legiones, a pesar de no poder votar. Los más vociferantes declaraban que eran fieles a sus antepasados oscos. Incluso se mencionaba la posibilidad de que Capua recuperara la independencia, lo cual Fabricius consideraba una traición. Quintus se sentía dividido si pensaba en sus protestas, aparte de que su madre guardara un silencio sospechoso en aquellos momentos. Parecía hipócrita que los lugareños que iban a luchar y morir por la República no pudieran hacer oír su voz acerca de quién gobernaba la República. A Quintus también le hacía plantearse la espinosa cuestión de si negaba la herencia de su madre a favor de la de su padre. Era un tema sobre el que Gaius, el hijo de Flavius Martialis, le encantaba bromear. Aunque tenían la ciudadanía romana y podían votar, Martialis y Gaius eran nobles oscos de pies a cabeza.
Su primera parada fue el templo de Marte, situado en una calle adyacente a poca distancia del foro. Ofrecieron un cordero para el sacrificio ante la mirada de la familia. Quintus se sintió aliviado cuando el sacerdote anunció buenos augurios. En el santuario de Diana sucedió lo mismo, por lo que se quedó más que encantado.
—Ninguna sorpresa —murmuró Fabricius cuando se marchaban.
—¿A qué te refieres? —preguntó Quintus.
—Después de enterarse de lo que pasó en la cacería, el sacerdote no iba a darnos unos augurios desfavorables. —Fabricius sonrió al ver la expresión conmocionada de Quintus—. ¡Venga ya! Yo también creo en los dioses, pero no hacía falta que nos dijeran que ayer los dejamos satisfechos. Resulta obvio. Hoy lo importante era presentar nuestros respetos y eso hemos hecho. —Dio una palmada—. Es hora de lavarnos en los baños y luego iremos a comprarte una toga nueva.
Al cabo de una hora estaban todos en una sastrería. Debido a la proximidad con los talleres de los curtidores, el local apestaba a orines viejos, lo cual aumentó el deseo de Quintus de acabar cuanto antes. Los empleados se afanaban en la trastienda, quitando las pelusas de los rollos de tela con pequeñas tablas con púas, cortándolas con tenazas para darles un acabado suave y doblando el tejido terminado antes de plancharlo. El propietario, un tipo servil de pelo grasiento, extendió distintos tipos de lana para que escogieran, pero Atia enseguida señaló la mejor. Acto seguido, a Quintus le probaron su toga virilis. Iba cambiando el peso de un pie a otro mientras Atia, encantada, lo toqueteaba y ajustaba los voluminosos pliegues hasta que fueron de su agrado. Fabricius estaba en segundo término con una sonrisa orgullosa en los labios mientras Aurelia iba dando saltitos de alegría al lado.
—El señorito presenta un aspecto muy distinguido —dijo con excesivo entusiasmo el tendero.
Atia le dedicó un asentimiento de aprobación.
—Es verdad.
Quintus, que se sentía orgulloso pero cohibido, esbozó una tímida sonrisa.
—Un aspecto elegante —añadió Fabricius. Contó las monedas necesarias y se las entregó—. Es hora de visitar a Flavius Martialis. Gaius querrá verte cubierto de gloria.
Dejaron al propietario haciendo reverencias y recogiendo los retales tras su paso. En el exterior les esperaba Agesandros, que había llevado a las monturas al establo. Hizo una profunda reverencia al ver a Quintus.
—Ahora es usted un verdadero hombre, señor.
Quintus sonrió, agradecido por el gesto.
—Gracias.
Fabricius miró a su capataz.
—¿Por qué no vas ahora al mercado? Ya sabes dónde vive Martialis. Ven cuando hayas comprado al nuevo esclavo. —Le tendió el monedero—. Hay cien didracmas.
—Por supuesto —repuso Agesandros. Se giró para marcharse.
—Espera —gritó Quintus, guiado por el impulso—. Te acompañaré. Tengo que empezar a aprender sobre estas cosas.
Agesandros lo miró de hito en hito con sus ojos oscuros.
—¿Estas cosas? —repitió.
—Me refiero a comprar esclavos. —Quintus nunca había mostrado demasiado interés por el proceso, lo cual, por motivos obvios, había sorprendido a Agesandros—. Puedes enseñarme.
El siciliano lanzó una mirada a Fabricius, quien con un asentimiento le mostró su aprobación.
—¿Por qué no? —intervino Atia—. Será una buena experiencia para ti.
Agesandros hizo una mueca.
—Muy bien.
Aurelia corrió a situarse al lado de Quintus.
—Yo también voy —declaró.
Agesandros arqueó una ceja.
—No sé si… —empezó a decir.
—Ni hablar —dijo Fabricius.
—En el mercado de esclavos hay cosas poco apropiadas para una niña —añadió Atia.
—Ya soy casi una mujer, como me dices continuamente —replicó Aurelia—. Cuando esté casada y sea la señora de mi casa, podré visitar esos lugares cuando quiera. ¿Por qué no ahora?
—¡Aurelia! —exclamó Atia.
—¡Harás lo que yo diga! —interrumpió Fabricius—. Soy tu padre. No lo olvides. Tu esposo, sea quien sea, también esperará que le obedezcas.
Aurelia agachó la cabeza.
—Lo siento —susurró—. Solo quería acompañar a Fabricius en su paseo por la ciudad, tan guapo con su toga nueva.
Desarmado, Fabricius carraspeó.
—Venga —dijo. Lanzó una mirada a Atia, que frunció el ceño.
—Por favor… —suplicó Aurelia.
Se produjo un largo silencio antes de que Atia asintiera de forma apenas perceptible.
Fabricius sonrió.
—Muy bien. Puedes ir con tu hermano.
—Gracias, papá. Gracias, mamá. —Aurelia evitó la mirada severa de Atia, que prometía un buen rapapolvo para más tarde.
—Marchaos, pues. —Fabricius hizo un gesto benévolo para quitarle hierro al asunto.
Mientras Agesandros les conducía en silencio calle abajo entre el bullicio, Quintus dedicó una mirada reprobatoria a Aurelia.
—No solo espías mis ejercicios, ¿verdad? Menuda conspiradora estás hecha.
—¿Te extraña? Tengo todo el derecho del mundo a escuchar las conversaciones que mantienes con papá. —Sus ojos azules lanzaban destellos de ira—. ¿Por qué tengo que limitarme a jugar con muñecas mientras vosotros dos habláis de mis posibles maridos? Ya sé que no puedo evitarlo, pero tengo derecho a saberlo.
—Tienes razón. Tenía que habértelo dicho antes —reconoció Quintus—. Lo siento.
De repente, a Aurelia se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Yo no quiero un matrimonio concertado —susurró—. Mamá dice que no será tan malo pero ¿qué sabe ella?
Quintus estaba afligido. Tal acuerdo podía ayudarles a ascender en el escalafón social. Si así era, el destino de su familia quizá cambiara para siempre. No obstante, el precio que había que pagar por ello le incomodaba. Tampoco ayudaba que Aurelia estuviera a su lado, aguardando su respuesta. Quintus no quería decirle una mentira, así que agachó la cabeza y aceleró el paso.
—Date prisa —le instó—. Agesandros nos está dejando atrás.
Ella captó la situación enseguida.
—¿Lo ves? Tú piensas lo mismo.
Dolido, se paró.
—Papá y mamá se casaron por amor. ¿Por qué no puedo yo hacer lo mismo?
—Tenemos la obligación de obedecer sus órdenes, ya lo sabes —dijo Quintus sintiéndose fatal—. Saben lo que es mejor para nosotros y debemos aceptarlo.
Agesandros se giró para dirigirse a ellos y su conversación terminó de repente. Quintus se sintió aliviado al ver que habían llegado al mercado de esclavos, situado en una zona al aire libre junto a la entrada sur de la ciudad. Ya empezaba a resultar difícil hacerse oír por culpa de la algarabía del lugar. A Aurelia no le quedaba más remedio que guardar silencio enfurruñada.
—Ya hemos llegado —indicó el siciliano—. Empapaos del ambiente.
Los hermanos obedecieron sin mediar palabra. Aunque habían visto el mercado innumerables veces, ninguno de ellos le había prestado demasiada atención hasta el momento. Formaba parte de la vida diaria, al igual que los puestos de frutas y verduras, y de los carniceros que vendían corderos, cabras y cerdos recién sacrificados. De todos modos, Quintus se dio cuenta de que aquello era distinto. Había personas a la venta. Prisioneros de guerra o criminales en su mayor parte, pero personas de todos modos.
Había cientos de hombres, mujeres y niños desnudos expuestos, encadenados o atados entre sí con cuerdas. Tenían los pies cubiertos de cal. De piel negra, marrón o blanca, todas las nacionalidades bajo el sol estaban representadas. Galos altos y musculosos de pelo rubio al lado de griegos bajos y delgados. Los robustos nubios de nariz ancha se alzaban por encima de los cuerpos fibrosos de los númidas y egipcios. Las mujeres galas pechugonas se apiñaban al lado de judaicas e ilirias larguiruchas y estrechas de caderas. Muchas sollozaban; algunas incluso gemían de angustia. Los bebés y los niños pequeños añadían sus lloros a los de sus madres. Otros, catatónicos por lo traumático de la situación, tenían la mirada perdida. Los traficantes caminaban arriba y abajo, pregonando en voz alta las cualidades de su mercancía ante los numerosos compradores que deambulaban por entre las hileras de esclavos. En los márgenes del gentío, había grupos de hombres armados y expresión dura, una mezcla de guardias y fugitivarii, los cazadores de esclavos.
—Hay mucho donde elegir, así que hay que tener claro lo que uno busca. De lo contrario, nos pasaríamos aquí todo el día —declaró Agesandros. Lanzó una mirada inquisidora a Quintus.
Quintus pensó en el galo tatuado, que principalmente había trabajado en los campos. Su habilidad con los perros de caza no había sido más que una ventaja añadida.
—Tiene que ser joven y estar en forma. También es importante que tenga una buena dentadura. —Se paró a pensar.
—¿Algo más? —bramó Agesandros.
A Quintus le sorprendió el cambio del siciliano, cuya actitud habitualmente amable había desaparecido.
—No debería dar muestras de debilidad o enfermedad. Hernias, fracturas mal curadas, heridas sucias y tal.
Aurelia hizo una mueca de desagrado.
—¿Eso es todo?
Molesto, Quintus meneó la cabeza.
—Sí, creo que sí.
Agesandros sacó el puñal y Aurelia profirió un grito ahogado.
—Se te olvida lo más importante —declaró el siciliano alzando el arma—. Mírale a los ojos y decide cuánto coraje tiene. Pregúntate: ¿este hijo de puta intentará cortarme el cuello alguna vez? Si crees que sí, márchate y escoge a otro. De lo contrario, quizá te arrepientas alguna noche oscura.
—Sabio consejo —reconoció Quintus. «Ahora ponlo en un aprieto», pensó—. ¿Qué pensó mi padre cuando te miró a los ojos?
Entonces fue Agesandros quien se sorprendió. Parpadeó y bajó el puñal.
—Creo que vio a otro soldado —respondió secamente. Giró sobre sus talones y se internó en la muchedumbre—. Seguidme.
—Está dándose importancia, eso es todo. Intenta impresionarme —le mintió Quintus a Aurelia. En realidad pensaba que Agesandros quería asustarle. En parte lo había conseguido. De todos modos, lo único que recibió como respuesta fue un ceño fruncido. Su hermana seguía enfurruñada con él por no decirle qué pensaba sobre sus posibilidades de ser feliz en un matrimonio concertado. Quintus siguió caminando. «Ya lo solventaré más tarde.»
El siciliano ignoró a los primeros esclavos que vio y luego se detuvo ante una hilera de nubios, toqueteó a unos cuantos y a uno incluso le abrió la boca. Su dueño, un fenicio raquítico que llevaba unos pendientes de oro enseguida corrió a situarse al lado de Agesandros y empezó a ensalzar sus cualidades. Quintus se colocó junto a ellos y dejó a Aurelia, a punto de explotar, en segundo plano. Al cabo de un momento, Agesandros siguió adelante sin hacer caso a las ofertas del fenicio.
—Ese nubio tenía todos los dientes rotos —le masculló a Quintus—. No habría durado más que unos pocos años.
Vagaron arriba y abajo durante un rato. El siciliano cada vez hablaba menos y permitía que Quintus decidiera qué sujetos cumplían los requisitos. Encontró a varios, pero Agesandros siempre ponía alguna objeción para no comprar. Quintus decidió mantenerse firme cuando encontrara al siguiente esclavo adecuado. Al cabo de un momento, se fijó en dos jóvenes de piel oscura con el pelo negro y rizado. No había reparado en ellos con anterioridad. Ninguno de los dos era especialmente alto pero ambos estaban bien musculados. Uno mantenía la mirada fija en el suelo, mientras que el otro, que tenía la nariz respingona y chata y los ojos verdes, miró a Quintus antes de apartar la mirada. Se detuvo a examinarlos. Los esclavos tenían cadena suficiente para poder dar un paso fuera de la hilera. Quintus indicó al primero que diera un paso adelante e inició la exploración, observado de cerca por el siciliano.
El joven tenía más o menos su misma edad, estaba muy en forma y tenía una buena dentadura. Independientemente de lo que hiciera, el esclavo no lo miraba, lo cual aumentó su interés. Seguía teniendo muy presente la advertencia de Agesandros, así que Quintus lo agarró por el mentón y se lo levantó. Sorprendentemente, el esclavo tenía los ojos de un intenso color verde, al igual que su compañero. Quintus no advirtió desafío alguno sino una inmensa tristeza. «Es perfecto», pensó.
—Me lo llevo —dijo a Agesandros—. Cumple tus requisitos.
El siciliano repasó al joven de arriba abajo.
—¿De dónde eres? —preguntó en latín.
El esclavo parpadeó pero no respondió.
«Ha entendido la pregunta», pensó Quintus sorprendido.
Sin embargo, dio la impresión de que Agesandros no se había dado cuenta. Repitió la pregunta en griego.
Tampoco recibió respuesta alguna.
Al notar su interés, el traficante, un adusto latino, intervino.
—Es cartaginés. Su amigo también. Fuertes como un toro.
—Guggas, ¿eh? —Agesandros escupió en el suelo—. No servirán de nada.
Quintus y Aurelia se quedaron asombrados ante aquel cambio de actitud. El insulto significaba «rata insignificante». De repente, Quintus recordó el origen de Agesandros: habían sido unos cartagineses quienes habían vendido al siciliano como esclavo. De todos modos, aquello no era un motivo para no comprar al esclavo.
—Esta mañana han despertado mucho interés —explicó el traficante intentando convencerles—. Tienen madera de gladiadores, la verdad.
—Pero no los has vendido —replicó Quintus sarcásticamente. Agesandros soltó un bufido para demostrar que estaba de acuerdo—. ¿Cuánto pides?
—Solinus es un hombre honesto. Ciento cincuenta didracmas cada uno o trescientos por los dos.
Quintus se echó a reír.
—Casi el doble de lo que cuesta un esclavo para el campo. —Hizo ademán de marcharse. Agesandros, inexpresivo, hizo lo mismo. Entonces Quintus se quedó quieto. Se estaba hartando de la actitud negativa del siciliano. El cartaginés era tan bueno como cualquiera de los otros que había visto. Si conseguía regatearle a Solinus, ¿por qué no comprarlo? Se giró—. Solo necesitamos uno —vociferó. Los esclavos intercambiaron una mirada temerosa, lo cual confirmó la corazonada de Quintus acerca de que hablaban latín.
Solinus sonrió y dejó al descubierto una hilera de dientes podridos.
—¿Cuál?
Sin hacer caso de Agesandros, que fruncía el ceño, Quintus señaló al esclavo que había examinado.
El latino soltó una mirada lasciva.
—¿Qué me dices de ciento cuarenta didracmas?
Quintus demostró su desacuerdo con un gesto.
—Cien.
Solinus endureció la expresión.
—Tengo que ganarme la vida —gruñó—. Ciento treinta es mi mejor precio.
—Puedo ofrecer diez didracmas más y ya está —dijo Quintus.
Solinus negó fuertemente con la cabeza.
A Quentin le enfurecía la mirada complacida de Agesandros.
—Te daré ciento veinticinco —espetó.
Agesandros se inclinó hacia él.
—No tengo tanto dinero —masculló con amargura.
—Entonces venderé el pellejo de oso. Por lo menos vale veinticinco didracmas —repuso Quintus. Había pensado utilizarlo de cubrecama, pero lo primero era salir airoso de la situación.
De repente Solinus se mostró más interesado y se les acercó.
—Es un precio justo —reconoció.
Agesandros sujetó el monedero con fuerza.
—Dáselo —ordenó Quintus. Cuando vio que el siciliano no reaccionaba, le embargó la ira—. Aquí mando yo. ¡Haz lo que te digo!
Agesandros obedeció a regañadientes.
La pequeña victoria complació a Quintus sobremanera.
—Aquí tienes cien. Mi hombre te traerá el resto más tarde —dijo.
Incluso mientras se embolsaba el dinero, Solinus abrió la boca para protestar.
—Mi padre es Gaius Fabricius, un équite —farfulló Quintus—. Lo que falta se te pagará antes del anochecer.
Solinus se echó hacia atrás enseguida.
—Por supuesto, por supuesto. —Extrajo un puñado de llaves del cinturón y escogió una. Buscó la argolla de hierro que rodeaba el cuello del cartaginés. Se oyó un suave clic y el esclavo tropezó hacia delante, sin ataduras.
Aurelia lo miró por primera vez. «Es el hombre más guapo que he visto en mi vida», pensó, mientras el corazón le palpitaba al ver su piel desnuda.
La expresión aturdida del cartaginés indicó a Quintus que no era consciente de lo que había pasado. Cuando su compañero le dijo algo rápidamente en cartaginés se dio cuenta de la situación. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se dirigió a Quintus.
—Compre también a mi amigo, por favor —dijo en un latín perfecto.
«Estaba en lo cierto», pensó Quintus con expresión triunfante.
—Hablas mi idioma.
—Sí.
Agesandros los miraba encolerizado, pero los hermanos no le hicieron caso.
—¿Cómo es eso? —preguntó Aurelia.
—Mi padre insistió en que aprendiera. Griego también.
Aurelia estaba fascinada y Quintus encantado. Había elegido bien.
—¿Cómo te llamas?
—Hanno —respondió el cartaginés. Señaló a su compañero—. Él se llama Suniaton. Es mi mejor amigo.
—¿Por qué no has respondido a la pregunta del capataz?
Hanno lo miró de hito en hito por vez primera.
—¿Habría contestado usted?
A Quintus le desconcertó tanta franqueza.
—No… supongo que no.
Alentado, Hanno se dirigió a Aurelia.
—Compradnos a los dos… os lo ruego. Si no, venderán a mi amigo como gladiador.
Quintus y Aurelia intercambiaron una mirada de sorpresa. No era ningún campesino de una tierra lejana. Hanno era un joven educado y de buena familia. Igual que su amigo. Aquello les producía una sensación extraña, incómoda.
—Necesitamos un esclavo, no dos. —La voz inequívoca de Agesandros les hizo regresar a la dura realidad.
—Estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo —dijo Solinus de manera obsequiosa.
—No, no podemos —gruñó el siciliano, intimidándolo. Se dirigió a Quintus—. Lo último que la finca necesita es otra boca que alimentar. Tu padre ya querrá saber por qué hemos gastado tanto. Mejor no gastar más dinero del que nos ha dado, ¿no?
Quintus quería oponerse, pero Agesandros tenía razón. Solo necesitaban un esclavo. Dedicó una mirada de impotencia a Aurelia. La forma como se encogió de hombros le indicó que compartía sus sentimientos.
—No puedo hacer nada —le dijo a Hanno.
La sonrisa complacida que relampagueó por el rostro de Agesandros pasó desapercibida a todos excepto Hanno.
Los dos esclavos intercambiaron una larga mirada cargada de sentimiento.
—Que los dioses guíen tu camino —dijo Hanno en cartaginés—. Sé fuerte. Rezaré por ti todos los días.
A Suniaton le temblaba la mandíbula.
—Si alguna vez regresas a casa, dile a mi padre que lo siento —dijo en voz baja—. Pídele que me perdone.
—Te lo juro —prometió Hanno con voz ahogada—. Y te lo concederá, estoy convencido de ello.
Quintus y Aurelia no hablaban cartaginés pero era imposible no captar el cúmulo de emociones que intercambiaban los dos esclavos. Quintus tomó a su hermana del brazo.
—Vamos —instó—. No podemos comprar a todos los esclavos del mercado. —Se la llevó sin volver a mirar a Suniaton.
Agesandros esperó a que ya no pudieran oírles y entonces le susurró con ponzoña a Hanno a la oreja en cartaginés.
—Yo no he decidido comprar a un gugga. Pero ahora tú y yo nos lo vamos a pasar bien en la finca. Y no te pienses que puedes huir. ¿Ves a esos tipos de ahí?
Hanno observó a la banda de hombres sin afeitar y vestidos de forma burda situados a cierta distancia. Todos iban armados hasta los dientes y observaban los trámites como aves rapaces.
—Son fugitivarii —explicó Agesandros—. Por el precio adecuado son capaces de rastrear a cualquier hombre y traerlo vivo o muerto. Con los huevos o sin ellos. Incluso despedazados. ¿Está claro?
—Sí. —A Hanno le embargó una profunda sensación de terror.
—Bien. Veo que nos entendemos. —El siciliano sonrió—. Sígueme. —Aceleró el paso detrás de Quintus y Aurelia.
Hanno se giró para mirar a Suniaton por última vez. Tenía la sensación de que el corazón se le estaba desgarrando. Le dolía incluso respirar. Independientemente de su destino, seguro que el de Suni sería peor.
—No puedes ayudarme —dijo Suniaton moviendo solo los labios. Por insólito que parezca, tenía una expresión tranquila—. Vete.
Al final unas lágrimas calientes cegaron a Hanno. Se giró y avanzó a trompicones.