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CAPTURA

Mar Mediterráneo

Pasaron varias horas bajo el efecto de la lluvia torrencial y un fuerte oleaje. Se hizo de noche, lo cual aumentó considerablemente el miedo que sentían los dos amigos. La pequeña embarcación iba de un lado a otro, adelante y atrás, indefensa ante el inmenso poder del mar. Hanno necesitaba toda su energía para mantenerse a bordo. Los dos vomitaron una mezcla de comida y vino encima y en el suelo de la barca varias veces. Al final ya no les quedaba más que la bilis por sacar. Los relámpagos iluminaban la patética escena de forma regular. Hanno no estaba seguro de qué era peor: no ser capaz de verse la mano delante de la cara o mirar el semblante macilento y aterrorizado de Suniaton, junto con la ropa manchada de vomitona.

Desplomado en el banco de delante, su amigo iba alternando los ataques de lloros histéricos con los rezos a todos los dioses que se le ocurrían. En cierto modo, el desespero de Suniaton ayudaba a Hanno a controlar su propio terror. Incluso era capaz de obtener cierto consuelo de la situación. Si Melcart hubiera querido que se ahogaran, ya estarían muertos. La tormenta no había sido tan virulenta como en invierno, ni había volcado la embarcación. A pesar de estos milagros menores, no habían tenido más vías de agua. La resistente barca estaba hecha de planchas de ciprés y las junturas estaban selladas con fibra de lino compacta así como capas de cera de abeja. No habían perdido los remos, lo cual significaba que podían volver remando a la orilla, llegada la ocasión. Además, todos los tramos de costa contaban con un enclave comercial cartaginés. Ahí podrían darse a conocer y prometer una generosa recompensa a cambio de un pasaje a casa.

Hanno se pellizcó para dejarse de fantasías. «No albergues tantas esperanzas», se dijo con amargura. El mal tiempo no daba muestras de amainar. Cualquiera de las olas que rompía en su dirección tenía capacidad para volcar la barca. Melcart no les había ahogado todavía pero las deidades eran caprichosas por naturaleza, y el dios del mar no era ninguna excepción. Bastaba con una ola ligeramente mayor que las demás para que volcaran. Hanno se esforzó para contener las lágrimas. ¿Qué posibilidades reales tenían? Aunque sobrevivieran hasta el amanecer y sus familias descubrieran adónde habían ido, la posibilidad de que les encontraran en alta mar era sumamente remota. A la deriva sin comida ni agua, morirían miserablemente en unos días. Cuando comprendió lo trágico de su situación, Hanno cerró los ojos y pidió una muerte rápida.

A pesar de la fuerte lluvia que lo había dejado empapado hasta los huesos, Malchus regresó de la reunión con el Consejo de Sabios de excelente humor. En esos momentos se encontraba, copa de vino en mano, bajo el pórtico inclinado que recorría el patio principal de la casa, observando cómo las gotas de lluvia salpicaban el mosaico de mármol blanco a media docena de pasos. Su apasionado discurso había tenido el resultado esperado, lo cual le producía un gran alivio. Desde que el mensajero de Aníbal le encomendara la pesada tarea una semana antes de anunciar a los ancianos y sufetes que el general planeaba atacar Saguntum, le había consumido la preocupación. ¿Y si el consejo no respaldaba a Barca? Había más en juego de lo que se imaginaba.

Las represalias saguntinas contra las tribus aliadas de Cartago eran supuestamente el motivo del ataque de Aníbal, pero, como todo el mundo sabía, su intención era provocar una respuesta por parte de Roma. No obstante, gracias al oportunismo del general, la respuesta no sería militarista. Los graves disturbios que se estaban produciendo en Illyricum implicaban que la República ya había comprometido a ambos cónsules y sus ejércitos para el conflicto de Oriente. Durante la siguiente temporada de campaña, Roma solo podría lanzar amenazas vacías. Sin embargo, después de eso seguro que llegarían las represalias. Aníbal no estaba preocupado. Estaba convencido de que había llegado el momento de declarar la guerra a su antiguo enemigo y Malchus estaba de acuerdo con él. No obstante, convencer a los líderes de Cartago le había parecido una tarea ingente.

Era una pena, pensó Malchus, que Hanno no hubiera presenciado su mejor actuación en el ámbito de la oratoria de su vida. Al final, el consejo al completo se había puesto en pie, celebrando entusiasmados la idea de un nuevo conflicto con Roma. Mientras tanto, lo más probable era que Hanno hubiera estado pescando. Aquel día se había corrido la voz por toda la ciudad de que había enormes bancos de atunes en la costa. En esos momentos era probable que Hanno se estuviera gastando los beneficios de la captura en vino y mujeres. Malchus exhaló un suspiro. Al cabo de un momento, al oír las voces de Safo y Bostar en el pasillo que conducía a la calle, se animó. Por lo menos dos de sus hijos habían estado presentes. Enseguida los vio, escurriendo las capas empapadas.

—Un discurso excepcional, padre —dijo Safo con efusividad.

—Ha sido excelente —convino Bostar—. Te los has metido en el bolsillo. Han respondido del único modo posible.

Malchus hizo un gesto de modestia, pero en el fondo estaba encantado.

—Por fin Cartago está lista para la guerra que llevamos preparando varios años. —Se acercó a la mesa que tenía detrás, sobre la que había una jarra roja vidriada y varias copas—. Hagamos un brindis por Aníbal Barca.

—Es una lástima que Hanno no haya escuchado tu discurso —dijo Safo al tiempo que lanzaba una mirada significativa a Bostar. Su padre, ocupado sirviendo el vino, no se percató.

—Y que lo digas —repuso Malchus, tendiéndoles una copa a cada uno—. Tales ocasiones no se repiten con frecuencia. El chico se arrepentirá el resto de su vida de haberse escabullido mientras se escribía una página de la historia. —Tragó un sorbo de vino—. ¿Le habéis visto?

Se produjo un silencio corto e incómodo. Los miró, primero a uno y luego al otro.

—¿Y bien?

—Nos lo hemos encontrado esta mañana —reconoció Safo—. Camino del ágora. Estaba con Suniaton.

Malchus pronunció un juramento.

—Debe de haber sido justo después de que se largara de casa. ¡El pequeño rufián no ha hecho caso de mis gritos! ¿Esos dos os han dado esquinazo?

—No exactamente —repuso Safo de mala gana al tiempo que dedicaba otra mirada significativa a Bostar.

Malchus captó la tensión que había entre sus hijos.

—¿Qué sucede?

Bostar carraspeó.

—Hablamos y luego les dejamos marchar. —Rectificó—: Yo les dejé marchar.

—¿Por qué? —exclamó Malchus enfadado—. Sabías lo importante que era mi discurso.

Bostar se sonrojó.

—Lo siento, padre. Tal vez me equivoqué, pero no pude evitar pensar que, al igual que nosotros, Hanno pronto irá a la guerra. Pero ahora todavía es joven. Que disfrute mientras puede.

Malchus se dio un golpecito en los dientes y se giró hacia Safo.

—¿Y tú qué le has dicho?

—Al comienzo he pensado que debíamos obligar a Hanno a acompañarnos, padre, pero Bostar tenía razón. Como era el oficial de mayor rango presente, he cedido a su criterio. —Bostar intentó interrumpirle, pero Safo continuó hablando—. Visto ahora, creo que ha sido una decisión equivocada. Tenía que haber rebatido su decisión.

—¡Cómo te atreves! —exclamó Bostar—. ¡Yo no he mencionado mi rango para nada! ¡Hemos tomado la decisión juntos!

Safo hizo una mueca.

—¿Ah, sí?

Malchus levantó las manos.

—¡Basta!

Los hermanos se quedaron callados lanzándose miradas airadas.

Malchus caviló durante unos instantes.

—Estoy muy decepcionado contigo, Safo, por no haber protestado más contra el deseo de tu hermano de dejar hacer a Hanno lo que quería. —Acto seguido, miró a Bostar—: Me avergüenzo de ti, como oficial de alto rango, por olvidar que nuestro principal objetivo es vengarnos de Roma. En comparación, ¡frivolidades como ir a pescar resultan irrelevantes! —Haciendo caso omiso de las disculpas que mascullaban, Malchus alzó la copa—. Olvidemos a Hanno y al holgazán de su amigo y ¡brindemos por Aníbal Barca y por nuestra victoria en la próxima guerra contra Roma!

Siguieron su iniciativa pero los hermanos no entrechocaron las copas entre sí.

El deseo de Hanno de tener una muerte rápida no se cumplió. La tormenta acabó pasando y el furibundo oleaje amainó. Llegó el amanecer, que trajo consigo un mar en calma y un cielo despejado. El viento cambió de dirección; ahora soplaba desde el noreste. Hanno se animó brevemente pero le duró poco. La brisa no era lo bastante fuerte para llevarlos de vuelta a casa y la corriente seguía arrastrando la pequeña embarcación hacia el este. Reinaba el silencio; las inclemencias del tiempo habían ahuyentado a todas las aves marinas. A Suniaton le había vencido el agotamiento y roncaba desplomado en el suelo del barco.

Hanno hizo una mueca ante lo irónico de la situación. La apacible escena no podía ser más opuesta a lo que habían soportado durante la noche. La ropa empapada se secaba rápido gracias al calor del sol. La barca se balanceaba plácidamente de lado a lado y formaba pequeñas olas con el casco al surcar el mar. Un grupo de delfines irrumpió en la superficie cercana pero esa imagen no hizo brotar una sonrisa en los labios de Hanno como sucedía en circunstancias normales. En ese momento, sus siluetas gráciles y movimientos fluidos suponían un doloroso recordatorio de que su lugar estaba en la tierra, que no se veía por ningún sitio. Aparte de los delfines, estaban totalmente solos.

A Hanno le abrumaron los remordimientos y un sentimiento poco habitual en él, la humildad. «Tenía que haber cumplido con mi obligación —pensó—. Tenía que haber ido a la reunión con mi padre.» La idea de escuchar a cerdos como Hostus y sus amiguetes le resultaba entonces de lo más apetecible. Hanno contemplaba el horizonte por el oeste con expresión sombría, consciente de que nunca volvería a ver su casa ni su familia. De repente, el dolor le resultó insoportable, se le llenaron los ojos de lágrimas y agradeció que Suniaton estuviera dormido. Eran muy amigos pero no tenía ganas de que le viera llorando como un niño. De todos modos, no despreciaba a Suni por su reacción extrema durante la tormenta. El hecho de pensar que si se mostraba tranquilo ayudaría a su amigo era lo único que había evitado que se comportara del mismo modo.

Suniaton se despertó al cabo de un rato. Hanno, que todavía se sentía frágil, se sorprendió y molestó a partes iguales al ver que estaba un tanto más animado.

—Tengo hambre —declaró Suniaton, mirando a su alrededor con avidez.

—Pues no hay nada de comer, ni de beber —repuso Hanno con acritud—. Vete acostumbrando.

Resultaba obvio que Hanno estaba de mal humor y Suniaton tuvo la sabiduría de no contestar. Se puso a trajinar achicando la poca agua que quedaba en el fondo de la barca. Cuando hubo terminado, levantó los remos y los colocó en los toletes. Entrecerrando los ojos para mirar hacia el horizonte y luego al sol, empezó a remar en dirección sur. Al cabo de un momento, empezó a silbar una tonadilla que entonces era muy popular en Cartago.

Hanno frunció el ceño. La melodía le recordaba los buenos tiempos que habían pasado yendo de parranda por las tabernas cercanas a los puertos gemelos de la ciudad. Las agradables horas pasadas con rollizas prostitutas egipcias en la sala de encima del bar. «Isis», como se hacía llamar, había sido su preferida. Recordó sus ojos delineados con kohl, los labios carmín que enmarcaban palabras de aliento y sintió que le palpitaba la entrepierna. Era demasiado.

—Cállate —espetó.

Dolido, Suniaton obedeció.

Hanno tenía ganas de pelea.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, señalando los remos.

—Remar —replicó Suniaton abruptamente—. ¿Es que no es lo que parece?

—¿Qué sentido tiene? —exclamó Hanno—. A lo mejor estamos cincuenta millas mar adentro.

—O cinco.

Hanno parpadeó y entonces decidió pasar por alto la respuesta sensata de su amigo.

Estaba tan enfadado que apenas podía pensar.

—¿Por qué ir hacia el sur? ¿Por qué no el norte, o el este?

Suniaton lo fulminó con la mirada.

—Numidia es la costa más cercana, por si no te habías dado cuenta.

Hanno se sonrojó y guardó silencio. Por supuesto que sabía que la costa meridional del Mediterráneo estaba más cercana que Sicilia o Italia. Dadas las circunstancias, el plan de Suniaton era bueno. Sin embargo, a Hanno no le apetecía reconocer que su amigo tenía razón, así que se sentó enrabietado y se quedó contemplando el horizonte lejano.

Suniaton continuó remando hacia el sur con obstinación.

Pasó el tiempo y el sol alcanzó el cénit.

Al cabo de un rato, Hanno decidió hablar.

—Hagamos turnos —masculló.

—¿Eh? —espetó Suniaton.

—Llevas remando un montón de rato —dijo Hanno—. Te mereces un descanso.

—¿Qué sentido tiene? —Suniaton repitió enfadado las palabras de su amigo.

Hanno se tragó su orgullo.

—Mira —dijo—. Lo siento, ¿vale? Ir hacia el sur es un plan tan bueno como cualquier otro.

Suniaton asintió a regañadientes.

—Pues vale.

Cambiaron de sitio y Hanno se puso a los remos. El ambiente mejoró considerablemente y Suniaton recuperó el buen humor.

—Por lo menos seguimos vivos, y juntos —dijo—. Habría sido mucho peor que uno de los dos hubiera caído por la borda. ¡No habría nadie a quien insultar!

Hanno hizo una mueca para mostrar su acuerdo. Alzó la vista hacia el círculo ardiente que formaba el sol. Debía de ser casi el mediodía. Hacía un calor abrasador y tenía la lengua pegada al paladar de la boca seca. «Lo que daría yo por un vaso de agua», pensó con anhelo. Volvió a desanimarse y, al cabo de un momento, alzó los remos, incapaz de hacer acopio del entusiasmo necesario para seguir remando.

—Me toca —dijo Suniaton sin rechistar.

Hanno vio la resignación reflejada en los ojos de su amigo.

—Descansemos un rato —propuso—. Parece que el mar va a seguir calmado. ¿Qué más da dónde avistemos tierra?

—Tienes razón. —A pesar de la mentira, Suniaton esbozó una sonrisa. No verbalizó lo que los dos estaban pensando: si, por arte de magia, alcanzaban la costa númida, ¿encontrarían agua antes de sucumbir a la sed?

Al cabo de un rato volvieron a turnarse en los remos, aplicándose en la tarea con un vigor fruto de la desesperación. Sus esfuerzos resultaron en vano: el horizonte aparecía vacío a su alrededor. Estaban completamente solos. Perdidos. Abandonados por los dioses. Al final, agotados por la sed y el calor extremo, los amigos se dieron por vencidos y se tumbaron en el fondo de la barca a descansar. Enseguida se quedaron dormidos.

Hanno soñó que estaba en un lado de una puerta mientras su padre estaba en el otro, golpeando la madera con el puño y exigiendo que abriera de inmediato. Hanno estaba ansioso por obedecer pero no encontraba la manecilla ni el ojo de la cerradura en la superficie uniforme de la puerta. Malchus golpeaba cada vez con más y más fuerza, hasta que al final Hanno se dio cuenta de que estaba soñando. Se despertó con un dolor de cabeza martilleante y una sensación de desorientación absoluta y abrió los ojos. En lo alto una extensión ilimitada de cielo azul. A su lado, la silueta dormida de Suniaton. Para sorpresa de Hanno, el martilleo que sentía en la cabeza fue sustituido por una cadencia regular y conocida: la de unos hombres que cantaban. También se oía otra voz que gritaba órdenes indeterminadas. Era un marinero que llevaba la batuta de los remeros, pensó Hanno con incredulidad. ¡Un barco!

Todo su cansancio desapareció y se incorporó de un salto. Giró la cabeza y buscó el origen del ruido. Entonces lo vio: una forma baja a apenas trescientos pasos de distancia; con las cubiertas llenas de hombres. Tenía un único mástil con una vela cuadrada sujeta con un complejo sistema de jarcias, y dos bancadas. La popa de color rojo estaba curvada como la cola de un escorpión y había un pequeño castillo de proa. Entre la exultación inicial Hanno notó el primer atisbo de inquietud. No parecía un barco mercante; quedaba claro que tampoco era un barco de pesca. Sin embargo, no era lo bastante grande para ser un barco de guerra cartaginés o ni siquiera romano. En aquella época, Cartago tenía muy pocos birremes o trirremes porque confiaba en quinquerremes, más potentes, y en menor medida, en cuatrirremes. Roma poseía algunos barcos más pequeños, pero no identificaba ninguna de sus características. No obstante, el navío poseía un estilo claramente militar.

Dio un codazo a Suniaton.

—¡Despierta!

Su amigo gimió.

—¿Qué pasa?

—Un barco.

Suniaton se sentó de golpe.

—¿Dónde? —preguntó.

Hanno señaló. El birreme iba en dirección norte, lo cual lo situaría a menos de cien pasos de su pequeña barca. Tenía prisa por utilizar tanto la vela como la fuerza de los remos, y daba la impresión de que nadie les había visto. A Hanno se le revolvió el estómago. Si no actuaba, quizá pasara de largo.

Se levantó.

—¡Aquí! ¡Estamos aquí! —empezó a gritar en cartaginés. Suniaton se situó junto a él, moviendo los brazos como un poseso. Hanno repitió el grito en griego. Durante unos momentos de angustia máxima, no pasó nada. Al final, un hombre giró la cabeza. Teniendo en cuenta que el mar estaba como una balsa, era imposible no verlos. Se oyeron unos gritos guturales y los cánticos se detuvieron de inmediato. Los remeros del lado de babor, que estaban de cara a ellos, aflojaron el ritmo y se pararon, con lo que la velocidad del birreme se redujo de inmediato. Otra serie de órdenes dadas a gritos y la vela se rizó, lo cual permitió que el barco se apartara del viento. Las bancadas más cercanas a ellos empezaron a ir hacia atrás para girar el birreme hacia ellos. Enseguida vieron la base del espolón de bronce que llevaban en la proa. Estaba tallada con la forma de la cabeza de un animal y la parte superior del cráneo y los ojos apenas se distinguía. Ahora que se dirigía a ellos, el navío presentaba un aspecto de lo más amenazador.

Los dos amigos intercambiaron una mirada, no muy convencidos.

—¿Quiénes son? —susurró Suniaton.

Hanno negó con la cabeza.

—No lo sé.

—A lo mejor teníamos que habernos callado —dijo Suniaton. Empezó a musitar una oración.

La certidumbre de Hanno flaqueó, pero era demasiado tarde.

El marinero que encabezaba los gritos de los remeros inició un ritmo más lento que el anterior. Al unísono, los remos de ambos lados se levantaron y barrieron el aire grácilmente antes de bajar trazando un arco y hendir la superficie del agua con un fuerte chapoteo. Alentados por los gritos de su supervisor, los remeros cantaban y empujaban juntos, arrastrando los remos, extensiones talladas de picea pulida, por el agua.

Al cabo de poco tiempo el birreme se situó a su lado. La superestructura estaba decorada en rojo igual que la popa, pero alrededor de cada tolete había un diseño en forma de remolino pintado de azul. Estaba todavía brillante y húmeda, lo cual ponía de manifiesto que era reciente. A Hanno se le cayó el alma a los pies al observar a los hombres sonrientes: una mezcla de nacionalidades, desde griegos hasta libios, pasando por íberos, que llenaban las barandillas y el castillo de proa. La mayoría llevaba poco más que un taparrabos pero todos iban armados hasta los dientes. En la cubierta también vio catapultas. Él y Suniaton no tenían más que los puñales.

—Son unos putos piratas —masculló Suniaton—. Somos hombres muertos. Esclavos, con un poco de suerte.

—¿Prefieres morir de sed? ¿O de una insolación? —replicó Hanno, enfurecido consigo mismo por no haberse dado cuenta de lo que era el birreme. Por no haberse quedado callado.

—Tal vez —espetó Suniaton—. De todos modos, ahora nunca lo sabremos.

Una figura delgada cercana a la proa les saludó. A juzgar por el pelo negro y la complexión un tanto más clara que la mayoría de sus compañeros de tez oscura, era probable que fuera egipcio. De todos modos, habló en griego, el idioma dominante del mar.

—Vaya, vaya. ¿Adónde os dirigís?

Sus compañeros se troncharon de la risa.

Hanno decidió ser osado.

—Cartago —declaró en voz bien alta—. Pero, como veis, no tenemos vela. ¿Podemos viajar con vosotros?

—¿Qué hacéis en alta mar con un bote a remos? —preguntó el egipcio.

La tripulación lanzó más gritos de diversión.

—Nos ha arrastrado una tormenta —respondió Hanno—. De todos modos, los dioses nos han sonreído y hemos sobrevivido.

—Desde luego que habéis tenido suerte —convino el otro—. Aunque yo no confiaría mucho en vuestras posibilidades si os quedáis aquí. Según mis cálculos, estamos por lo menos a sesenta millas de la costa más cercana.

Suniaton señaló hacia el sur.

—¿Numidia?

El egipcio echó la cabeza hacia atrás y se rio. Era un sonido desagradable y burlón.

—¿Es que no tienes sentido de la orientación, tonto? ¡Me refiero a Sicilia!

Hanno y Suniaton se miraron boquiabiertos. La tormenta los había llevado mucho más lejos de lo que habían imaginado. Habían estado remando por el Mediterráneo sin rumbo fijo.

—Entonces tenemos incluso más razones para daros las gracias —dijo Hanno con descaro—. Tal como harán nuestros padres cuando nos devolváis sanos y salvos a Cartago.

El egipcio frunció los labios y mostró los dientes afilados.

—Subid a bordo. Estaremos más cómodos hablando a la sombra —dijo, indicando una marquesina que había en el castillo de proa.

Los amigos intercambiaron una mirada significativa. Aquella hospitalidad no acababa de encajar con lo que tenían delante de los ojos. Daba la impresión de que cualquiera de los hombres del barco era capaz de cortarles el pescuezo sin ni siquiera parpadear.

—Gracias —dijo Hanno con una amplia sonrisa. Rodeó el birreme remando y se situó en la parte posterior de este. Ahí encontraron un bote de un tamaño parecido al de su embarcación sujeto a una argolla de hierro. Ya habían bajado un cabo hasta la altura en la que se encontraban desde arriba. Un par de marineros sonrientes les esperaban para remontarlos.

—Confía en Melcart —dijo Hanno con voz queda al tiempo que amarraba la barca rápidamente.

—No nos hemos ahogado, lo cual significa que nos tiene reservada alguna misión —repuso Suniaton, desesperado por creer en algo. De todos modos su temor resultaba evidente.

Hanno, que se esforzaba para no perder el control, observó los tablones que tenía delante. Desde tan cerca, veía la brea negra que cubría el casco por debajo de la línea de flotación. Pensando que Suniaton tenía razón, Hanno se agarró a la cuerda. ¿Cómo era posible que hubieran sobrevivido a la tormenta? Seguro que había sido obra de Melcart. Ascendió ayudado por los marineros y se sirvió de los pies para agarrarse a la cálida madera.

—Bienvenido —dijo el egipcio cuando Hanno llegó a la cubierta. Alzó una mano, con la palma hacia fuera, al modo cartaginés.

Hanno, complacido por el gesto, hizo lo mismo.

Suniaton llegó al cabo de un momento y el egipcio le saludó de un modo similar. Les ofrecieron odres de agua y los dos bebieron con avidez para aplacar su sed. Hanno empezó a plantearse si la corazonada que había tenido estaba equivocada.

—¿Sois de Cartago? —La pregunta sonaba lo bastante inocente.

—Sí —repuso Hanno.

—¿Navegáis hasta allí? —preguntó Suniaton.

—No muy a menudo —respondió el egipcio.

Sus hombres se rieron burlonamente y Hanno se fijó en que miraban con lujuria los amuletos de oro que llevaban colgados del cuello.

—¿Nos podéis llevar allí? —se atrevió a preguntar—. Nuestras familias son adineradas y os recompensarán bien si regresamos sanos y salvos.

El egipcio se frotó el mentón.

—¿Ah, sí?

—Por supuesto —aseguró Suniaton.

Se produjo un largo silencio y Hanno se quedó más intranquilo.

Al final el egipcio habló.

—¿Qué os parece, chicos? —preguntó, escudriñando a los hombres ahí reunidos—. ¿Navegamos hasta Cartago para recoger una buena recompensa por nuestros esfuerzos?

—Ni soñarlo —gruñó una voz—. Matémoslos y zanjemos el asunto.

—¿Recompensa? Lo más probable es que nos crucificaran a todos —gritó otro.

Suniaton lanzó un grito ahogado y a Hanno se le revolvieron las tripas. La crucifixión era uno de los castigos reservados a los delincuentes de la peor calaña, es decir, a los piratas.

Arqueando las cejas con expresión burlona, el egipcio levantó una mano y sus compañeros se relajaron.

—Por desgracia, la gente como nosotros no es bien recibida en Cartago —explicó.

—No tiene por qué ser en la misma Cartago —dijo Hanno con despreocupación. Suniaton, a su lado, asentía nervioso—. Cualquier ciudad de la costa númida nos iría bien.

Los hombres se rieron con estridencia del comentario y Hanno se esforzó para no dejarse vencer por la desesperación. Lanzó una mirada a Suniaton, pero tampoco estaba muy inspirado.

—Suponiendo que aceptáramos tal cosa —dijo el sonriente egipcio—, ¿cómo nos pagaríais?

—Me reuniría con vosotros después con el dinero, en el lugar que eligierais —repuso Hanno, sonrojándose. El capitán pirata estaba jugando con él.

—Y supongo que lo juraríais por la vida de vuestra madre, ¿no? —preguntó el egipcio con desprecio—. Si es que la tenéis.

Hanno se tragó la ira.

—Lo juraría, y sí que tengo madre.

El egipcio lo pilló desprevenido y le asestó un fuerte puñetazo en el plexo solar. Hanno se quedó sin aire en los pulmones y se dobló de dolor.

—Basta ya de gilipolleces —anunció el egipcio de repente—. Quitadles las armas. Atadlos.

—¡No! —musitó Hanno. Intentó incorporarse pero unas manos fuertes le agarraron los brazos desde atrás y se los inmovilizaron a los lados. Notó cómo le quitaban el puñal y al cabo de un momento le arrancaron el amuleto de oro del cuello. Desarmado y sin el talismán que había llevado desde la infancia, Hanno se sentía totalmente desnudo. A Suniaton, que estaba a su lado, le hicieron lo mismo y gritó cuando le arrancaron los pendientes. Las manos avariciosas de los piratas les arrebataban los objetos de valor para hacerse con una parte del botín. Hanno miró enfurecido al egipcio.

—¿Qué nos vais a hacer?

—Los dos sois jóvenes y fuertes. Seguro que pagarán bien por vosotros en el mercado de esclavos.

—Por favor —suplicó Suniaton, pero el capitán pirata ya se había dado la vuelta.

Hanno carraspeó y escupió en su dirección, por lo que recibió un fuerte golpe en la cabeza. Acto seguido, les ataron los brazos detrás de la espalda y los llevaron sin contemplaciones bajo cubierta, al reducido espacio donde los esclavos se sentaban en las dos hileras de bancos. Desplomados sobre los remos y con apenas el espacio suficiente para sentarse erguidos, había veinticinco en cada hilera, cincuenta en cada lado del birreme. Al pie de la escalera, en un pasadizo central, había un único esclavo, el hombre cuya cantinela había despertado a Hanno. Cerca de la popa, una estrecha jaula de hierro contenía a una docena aproximadamente de prisioneros. Hanno y Suniaton intercambiaron una mirada. No estaban solos.

En el exterior hacía calor pero ahí la presencia de más de cien hombres sudorosos aumentaba la temperatura y hacía que se asemejara a un horno. Innumerables pares de ojos mortecinos observaron a los recién llegados pero ni un solo esclavo habló. El motivo enseguida resultó obvio. Los pies descalzos de un hombre bajito y robusto que se acercaba pisoteaban las cuadernas del barco. Los amigos le sacaban unos buenos palmos pero el recién llegado de pelo rapado tenía unos músculos enormes que a Hanno le recordaban a los luchadores griegos que había visto. Su único atuendo era una falda de cuero pero exudaba autoridad, aparte de llevar un látigo anudado en el puño derecho. Tenía la cara llena de cicatrices y las facciones toscas, como de granito, y los labios se asemejaban a una raja en la piedra.

Jadeando todavía, Hanno fue incapaz de no mirar fijamente los ojos fríos y calculadores del capataz.

—Carne fresca, ¿eh? —Tenía la voz nasal y exasperante.

—Dos más para el mercado de esclavos, Varsaco —respondió uno de los hombres que sujetaba a Hanno.

—Consideraos afortunados. La mayoría de los prisioneros acaban en las bancadas, pero ahora mismo estamos al completo. —Varsaco señaló a los desgraciados melenudos que los rodeaban—. O sea que os alojáis en nuestros aposentos más selectos. —Señaló la jaula con el pulgar y se echó a reír.

Hanno sintió un escalofrío de miedo. Correrían una suerte similar a la de los remeros. Estarían a merced de quienquiera que los comprara.

Los ojos de Suniaton eran dos pozos de terror.

—Podemos acabar en cualquier sitio —susurró.

Su amigo tenía razón, pensó Hanno. La armada debilitada de los cartagineses ya no contaba con el poder suficiente para impedir la presencia de piratas en el Mediterráneo, y hasta el momento los romanos no se habían molestado en vigilar el alta mar. El birreme podía navegar a donde quisiera. De hecho, había pocos puertos en los que la inspección de seguridad fuera poco más que superficial. Sicilia, Numidia o Iberia eran algunas de las posibilidades. Igual que Italia. Todas las ciudades de tamaño mediano contaban con un mercado de esclavos. Hanno tuvo la impresión de ahogarse en un océano de desesperación.

La voz del egipcio les llegó procedente de la cubierta.

—¡Varsaco!

El capataz respondió de inmediato.

—¿Capitán?

—Retoma el rumbo y velocidad anteriores.

—Sí, señor.

A Hanno y Suniaton no les hicieron ni caso mientras Varsaco gritaba las órdenes a los remeros del lado de estribor. Afanándose en su cometido, los esclavos emplearon los remos para recular hasta que el capataz les ordenó con un gesto que pararan. Entonces la figura de la pasarela empezó a entonar un cántico que instauró un ritmo fijo en los remeros.

Una vez cumplida su misión, Varsaco regresó. Tenía una expresión lujuriosa en la mirada que no habían advertido antes.

—Eres un chico guapo —dijo a Hanno, pasándole los dedos regordetes por el brazo. Le deslizó una mano bajo la túnica y le pellizcó un pezón. Hanno dio un respingo e intentó apartarse pero, teniendo en cuenta que tenía a un hombre a cada lado, no podía ir muy lejos—. De todos modos prefiero a los que tienen un poco más de chicha —confesó Varsaco. Se colocó al lado de Suniaton y le pellizcó las nalgas con brusquedad. Suniaton se retorció para alejarse pero los piratas que lo sujetaban lo agarraron con más fuerza—. Vaya, pero si te has hecho daño. —Varsaco le tocó el lóbulo de la oreja a Suniaton, que todavía le sangraba, y luego, para horror de Hanno, se lamió la sangre de la yema del dedo.

Suniaton gimoteaba de miedo.

—Déjalo en paz, hijo de puta —bramó Hanno, intentando zafarse con todas sus fuerzas.

—¿O qué? —le retó Varsaco. De repente endureció la voz—. Bajo las cubiertas mando yo. Hago lo que me da la gana. ¡Llevadlo ahí!

Unas lágrimas de rabia surcaron las mejillas de Hanno al ver cómo arrastraban a su amigo a un bloque grande de madera clavado cerca de la proa. La superficie, de aproximadamente el largo del torso de un hombre, estaba cubierta de zonas oscuras e irregulares y en cada esquina al nivel del suelo había unos gruesos grilletes. Los piratas soltaron las ataduras de Suniaton y lo tiraron boca abajo encima de la madera. Él pataleaba y forcejeaba pero los captores eran demasiado numerosos. Al cabo de un instante, los grilletes se le cerraron alrededor de las muñecas y los tobillos.

Varsaco se movió para situarse detrás de él y Suniaton, que se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasarle, empezó a gritar. Sus protestas se intensificaron cuando al capataz le dieron un cuchillo, que utilizó para rajarle los pantalones bombachos desde la cintura hasta la entrepierna. Varsaco hizo lo mismo con la ropa interior de Suniaton, riéndose mientras el extremo de la hoja le arañaba la carne y le hacía gemir de dolor. Al final, el capataz separó la tela rajada y la cara se le retorció de lujuria.

—Muy bonito —masculló.

—¡No! —gritó Suniaton.

Aquello era demasiado para Hanno. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, se retorció y corcoveó como un caballo desbocado. Pilló desprevenidos a los dos hombres que lo sujetaban, absortos en el espectáculo, y se soltó. Corrió hacia delante y alcanzó a Varsaco en unos doce pasos. El capataz le daba su ancha espalda y estaba muy ocupado desabrochándose el cinturón que sujetaba la falda de cuero. La dejó caer al suelo y suspiró de satisfacción, avanzando para perpetrar el ultraje.

Jadeando enfurecido, Hanno reunió fuerzas suficientes e hizo lo único que se le ocurrió. Echó hacia atrás la pierna derecha y la balanceó en el aire para atizar a Varsaco entre los muslos. Con un ruido seco y carnoso, la parte delantera de la sandalia alcanzó de lleno la masa blanda del escroto colgante del capataz. Varsaco profirió un grito agudo y se desplomó en la cubierta hecho un ovillo. Hanno gruñó encantado.

—¿Qué te parece? —gritó, propinándole una patada en la sien con la suela con tachuelas de hierro. Consiguió asestarle unas cuantas patadas más antes de que los hombres que lo habían sujetado se abalanzaran sobre él. Hanno vio a uno que levantaba la base de la espada. Se giró a medias, con torpeza debido a las cuerdas que le sujetaban las manos, pero fue incapaz de esquivar el golpe. Hanno vio las estrellas cuando el mango le golpeó la nuca. Le fallaron las rodillas y cayó hacia delante hasta acabar encima de Varsaco, que estaba medio consciente. Recibió una salva de golpes y se sumió en la oscuridad.

—¡Despierta!

Hanno notó que alguien le daba un empujón en la espalda. Volvió en sí lentamente. Estaba tumbado de lado, atado todavía como una gallina lista para la cazuela. Le dolía todo el cuerpo. Sin embargo, quedaba claro que la cabeza, el vientre y la entrepierna habían recibido una atención especial. Respirar le resultaba agónico y Hanno sospechó que tenía dos o tres costillas rotas. Tenía sabor a sangre en la boca y con cuidado utilizó la lengua para comprobar que tenía todos los dientes en su sitio. Por suerte, los tenía aunque notaba dos sueltos y el labio superior magullado e hinchado.

Lo volvieron a pinchar.

—¡Hanno! Soy yo, Suniaton.

Al final, Hanno se fijó en su amigo, tumbado a escasos pasos de distancia. Para su sorpresa, se encontraban en la cubierta del castillo de proa, bajo el toldo que había visto con anterioridad. Le pareció que estaban solos.

—Llevas horas inconsciente —dijo Suniatón preocupado.

Hanno se percató de que la temperatura había bajado considerablemente. En el hueco que quedaba entre el toldo y la borda veía el tono anaranjado del cielo. Faltaba poco para el atardecer.

—Sobreviviré —masculló. De repente recordó los últimos acontecimientos—. ¿Y tú? ¿Varsaco te ha…? —Fue incapaz de terminar la pregunta.

Suniaton hizo una mueca.

—Estoy bien —murmuró. Por increíble que pareciera, sonrió—. Varsaco no pudo mantenerse en pie mucho rato, ¿sabes?

—¡Bien! ¡Menudo cabrón! —Hanno frunció el ceño—. ¿Por qué no me mataron sus hombres?

—Iban a matarte —susurró Suniaton—. Pero…

Se quedó callado porque oyó que crujían las escaleras que llevaban a la cubierta principal. Se acercaba alguien. Al cabo de un instante, el egipcio se inclinó hacia Hanno.

—Has vuelto en ti —dijo—. Bien. Los hombres que duermen demasiado después de una paliza como esa no suelen despertarse.

Hanno le lanzó una mirada furibunda.

—No me mires así —le reprochó el egipcio—. De no ser por mí, ahora estarías muerto. Y te habrían violado antes de morir, lo más probable.

Suniaton dio un respingo, pero la furia de Hanno no conocía límites.

—¿Se supone que tengo que darte las gracias?

El egipcio se puso en cuclillas a su lado.

—Mira que tienes arrestos, ¿eh? Con un futuro distinto al de tu amigo. —Asintió en señal de aprobación—. Espero venderte como gladiador. Sería una pena desperdiciarte como esclavo para el campo o la casa. ¿Puedes levantarte?

Hanno permitió que le ayudara a sentarse. Un dolor punzante en el pecho le hizo hacer una mueca de dolor.

—¿Qué te pasa?

A Hanno le desconcertaba la preocupación del egipcio.

—Nada. Un par de costillas rotas.

—¿Eso es todo?

—Eso creo.

El egipcio sonrió.

—Bien. Creí que llegaba demasiado tarde. No sería la primera vez que uno de los jueguecitos de Varsaco se le escapa de las manos.

—¿Jueguecitos? —preguntó Suniaton débilmente.

El egipcio hizo un gesto de desconsideración.

—A menudo se contenta con tirarse a cualquier pobre diablo que le apetezca. Varias veces al día, normalmente. Mientras la cosa quede ahí, no me importa. No afecta a su valor de venta. De todos modos, después de lo que le hiciste, no habría tenido reparos en mataros a los dos. No me importa que se divierta pero no tiene sentido que destruya mercancía valiosa. Por eso estáis aquí arriba, donde yo duermo. Varsaco tiene una llave de la jaula y no me fío de que una noche no le dé por clavarte un cuchillo entre las costillas.

Hanno deseaba con todas sus fuerzas rodear el cuello del capitán con los dedos, estrangularlo, borrarle de la cara la perpetua expresión petulante. Le dolía saber que les había salvado la vida por motivos puramente económicos. No obstante, en el fondo a Hanno no le sorprendía el comportamiento del egipcio. En una ocasión había visto a su padre impedir a un esclavo que siguiera golpeando a una mula por el mismo motivo.

—Este es el mejor lugar del barco. Estáis a cubierto del sol y por aquí también corre la brisa nocturna. —El egipcio se levantó—. Sacadle el máximo provecho. Vamos camino de Sicilia, y luego Italia —dijo antes de desaparecer de su vista.

—Por lo menos en Iberia o Numidia habríamos tenido la posibilidad de correr la voz hasta Cartago —musitó Suniaton desesperadamente.

Hanno asintió con amargura. Por el contrario, iba a venderlos a los peores enemigos de su pueblo como gladiadores.

—No es posible que Melcart sea el único responsable de esta desventura. Hay algo más. —Intentó encontrar una explicación al hecho de que corrieran una suerte tan funesta. De repente, rememoró cómo se había marchado de casa. Hanno soltó una maldición.

—Soy un imbécil.

Suniaton le dedicó una mirada de confusión.

—¿Por qué lo dices?

—No pedí la bendición de Tanit al salir por la puerta principal.

Suniaton se quedó pálido. Aunque era una figura maternal virginal, Tanit era la deidad más importante de los cartagineses. También era la diosa de la guerra. Contrariarla conllevaba el riesgo de recibir un castigo severo.

—Olvidar no es un crimen —dijo, antes de apresurarse a añadir—, pero de todos modos podrías pedirle perdón.

Hanno siguió el consejo de su amigo empapado de un sudor frío.

«Gran Madre —rogó—. Perdóname. No nos olvides, por favor.»

A la mañana siguiente, Hanno seguía sin haber regresado a casa. En realidad, no era tan inusual. Pero pasaban las horas y seguía sin haber ni rastro de él. Al mediodía, Bostar empezó a preocuparse.

Caminaba de un extremo a otro del pasillo desde el patio, mirando la calle a ver si veía a su hermano pequeño. A primera hora de la tarde, ya no lo soportó más.

—¿Dónde está Hanno?

—Pasando la resaca en algún sitio, probablemente —gruñó Safo.

Bostar hizo una mueca.

—Nunca ha llegado tan tarde.

—A lo mejor oyó hablar del discurso de papá y se emborrachó un poco más de lo habitual. —Safo miró a su padre en busca de aprobación. Sorprendentemente, no la recibió.

A Malchus también se le veía preocupado.

—Tienes razón, Bostar. Hanno siempre regresa a tiempo para sus clases. Se me había olvidado pero esta tarde, a petición suya, íbamos a hablar otra vez de la batalla de Ecnomo.

Safo frunció el ceño.

—Entonces no se la perdería.

—Por eso mismo.

De repente, la situación tomó otro cariz.

Una voz conocida rompió su consternación.

—¿Malchus? ¿Estás en casa?

Los tres se giraron y vieron a un hombre robusto y con barba que aparecía en la entrada del patio. Llevaba una sotana de lino color crema que le llegaba casi hasta los pies y la cabeza cubierta con un pañuelo.

Malchus le hizo una reverencia y salió a su encuentro.

—Bodesmun. Tu presencia es un honor para mí.

Detrás de él, Safo y Bostar también daban muestras de respeto. Eshmún no era el dios preferido de la familia pero era una deidad importante. El templo dedicado a él en lo alto de la colina de Birsa era el mayor de Cartago y Bodesmun era uno de los sumos sacerdotes del mismo.

—¿Te apetece un refrigerio? —preguntó Malchus—. ¿Un poco de vino o zumo de granada? ¿Pan con miel?

Bodesmun rechazó la oferta con un gesto de la mano regordeta. Su rostro amable y redondo denotaba preocupación.

—Gracias, pero no.

Malchus se quedó anonadado. Tenía poco en común con un sacerdote pacífico.

—¿En qué puedo servirte? —preguntó con incomodidad.

—Vengo por Suniaton.

Malchus respondió de inmediato.

—¿Qué le ha hecho hacer Hanno?

Bodesmun alcanzó a esbozar una débil sonrisa.

—No se trata de eso. ¿Habéis visto hoy a Suni?

A Malchus le dio un vuelco el corazón.

—No, yo podría preguntarte lo mismo acerca de Hanno.

La sonrisa de Bodesmun desapareció de su rostro.

—¿Tampoco ha regresado?

—No. Por lo que parece, ayer había cientos de atunes. Cualquier tonto con una red podía llenarse el barco de peces y estoy seguro de que es lo que hicieron. Cuando vi que Hanno no volvía, supuse que habían salido a celebrarlo —repuso Malchus apesadumbrado porque la imaginación ya se le había desbocado—. Es curioso que hayas aparecido justo ahora. Estaba empezando a preocuparme. Hanno nunca se ha saltado una clase de táctica.

—Suni tampoco se ha saltado jamás las oraciones del mediodía en el templo.

Bostar ensombreció el semblante. Hasta Safo frunció el ceño.

Los dos hombres mayores intercambiaron una mirada de descrédito. De repente tenían mucho en común. Bodesmun estaba al borde de las lágrimas.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó con voz temblorosa.

Malchus se negó a dejarse dominar por el pánico que le había aflorado en el pecho. Era un soldado.

—Esto tendrá alguna explicación sencilla —declaró—. Quizá tengamos que recorrernos todas las tabernas y burdeles de Cartago, pero los encontraremos.

El habitual talante autoritario de Bodesmun había desaparecido. Asintió dócilmente.

—¡Safo! ¡Bostar!

—Sí, padre —respondieron al unísono, ansiosos por recibir alguna orden. Para entonces, Bostar estaba consternado y Safo tampoco parecía muy contento.

—Convocad al máximo de soldados de los cuarteles —ordenó Malchus—. Quiero que peinen la ciudad de arriba abajo. Centraos en sus locales preferidos cercanos a los puertos. Ya sabéis cuáles son.

Asintieron.

A pesar de esforzarse al máximo, Malchus estaba crispado.

—¡Venga, ya! Cuando hayáis terminado, buscadme aquí o en el ágora.

Bostar se giró en la entrada que conducía al pasillo.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Hablar con los pescadores de la Choma —repuso Malchus con determinación. Tenía en la cabeza una tormenta como la que había azotado la ciudad la noche anterior—. Quiero saber si ayer les vio alguien. —Lanzó una mirada a Bodesmun—. ¿Me acompañas?

El sacerdote se serenó.

—Por supuesto.

Con creciente desánimo se marcharon de la casa.

En la Choma, Malchus y Bodesmun encontraron a muchos de los pescadores que faenaban en las aguas cercanas a la ciudad. Hacía rato que habían concluido su jornada laboral. Con los barcos amarrados cerca, ganduleaban por ahí, cotilleando y reparando los agujeros de las redes. Como era de imaginar, la aparición de un noble y de un sumo sacerdote les impresionó. La mayoría pasaban por la vida sin estar jamás en presencia de alguien con un estatus social tan elevado. Su argot gutural también resultaba difícil de entender. Por consiguiente, costó sacarles algo que tuviera algún sentido.

—Estamos perdiendo el tiempo. Son todos unos idiotas —masculló Malchus frustrado. Se contuvo para no gritar y dar rienda suelta a su rabia. Perder los estribos resultaría de lo más contraproducente. Sin duda ahí es donde tenían más posibilidades de descubrir algo acerca de la desaparición de sus hijos.

—Quizá no todos. —Bodesmun señaló una figura fibrosa sentada en una barca volcada, cuyo pelo cano denotaba que era el mayor de sus compañeros—. Preguntémosle a él.

Se le acercaron.

—Buenos días tenga usted —saludó Bodesmun educadamente—. Que la bendición de los dioses os acompañe.

—Lo mismo para vos y vuestro amigo —respondió el hombre mostrando respeto.

—Venimos en busca de respuesta a algunas preguntas —anunció Malchus.

El otro asintió, sin mostrarse asombrado.

—Ya me parecía que buscaban algo más que pescado fresco.

—¿Ayer os hicisteis a la mar?

El hombre esbozó una débil sonrisa.

—¿Con la cantidad de atunes que había? Por supuesto que sí. Es una lástima que el tiempo cambiara tan rápido porque si no habría sido el mejor día de pesca de los últimos cinco años.

—¿Vio un pequeño esquife? —preguntó Malchus—. Con dos tripulantes. Dos jóvenes, bien vestidos.

El tono de urgencia y la expresión ansiosa de Bodesmun eran tan obvios que había que ser imbécil para no fijarse en ellos. No obstante, el viejo no contestó inmediatamente sino que cerró los ojos.

A Malchus cada segundo que pasaba le parecía una eternidad. Apretó los puños para contenerse y no agarrar al hombre por el cuello.

Bodesmun fue el primero que perdió la paciencia.

—¿Y bien?

El anciano abrió los ojos.

—Sí que los vi, sí. Un tipo alto y otro más bajo y robusto. Bien vestidos, como dicen. Suelen salir con frecuencia. Una pareja agradable.

Malchus y Bodesmun se intercambiaron una mirada llena de esperanza y temor.

—¿Cuándo los vio por última vez?

La expresión del anciano se tornó cautelosa.

—No estoy seguro.

Malchus sabía cuándo le mentían. Le embargó una oleada de temor. El hombre solo podía tener un motivo para ocultarles la verdad.

—Díganoslo —ordenó—. No le causará ningún perjuicio. Lo juro.

El anciano observó el rostro de Malchus unos instantes.

—Os creo. —Respiró hondo antes de empezar a hablar—: Cuando el viento aumentó considerablemente, vi que se avecinaba una tormenta. Rápidamente recogí la red en el barco y me dirigí a la Choma. Todo el mundo hacía lo mismo. O eso me pareció. Cuando estuve en tierra firme, vi que un esquife seguía encima de los bancos de atunes. Supe que era la embarcación de los jóvenes por la forma. Al comienzo me imaginé que eran víctimas de la avaricia y que intentaban pescar más, pero cuando lo perdí de vista, me di cuenta de que estaba equivocado.

—¿Por qué? —preguntó Bodesmun con voz ahogada.

—La barca parecía vacía. Me pregunté si se habían caído por la borda y ahogado. Parecía improbable porque entonces el mar no estaba tan embravecido. —El anciano frunció el ceño—. Llegué a la conclusión de que estaban dormidos. Ajenos a las inclemencias del tiempo.

—¿Por quién nos ha tomado? —gritó Malchus—. Uno dormitando, quizá, ¿pero los dos?

El anciano se amilanó ante la ira de Malchus pero Bodesmun le puso una mano en el brazo para que se contuviera.

—Es una posibilidad.

Malchus se giró hacia Bodesmun con los ojos desorbitados.

—¿Eh?

—He notado la falta de un buen vino de mi bodega.

Malchus le dedicó una mirada vacía.

—No lo entiendo.

—Probablemente la culpa sea de Suniaton —reveló Bodesmun entristecido—. Deben de haberse bebido el vino y luego quedarse dormidos.

—Cuando se empezó a levantar viento, ni siquiera se dieron cuenta —susurró Malchus horrorizado.

A Bodesmun se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿O sea que fueron arrastrados a alta mar? —masculló Malchus con incredulidad—. Usted es mayor. Entiendo que no se arriesgara, pero ¿esos? —Señaló enfurecido a los pescadores más jóvenes—. ¿Por qué no ayudaron?

El anciano recobró la voz una vez más.

—Deduzco que eran sus hijos, ¿no?

La angustia pudo más que la ira y Malchus asintió.

Los ojos del otro se llenaron de un pesar no sanado.

—Perdí a mi único hijo en el mar hace diez años. Es la voluntad de los dioses. —Se produjo una corta pausa—. Las normas de supervivencia son básicas. Cuando se desata una tormenta, cada uno va a lo suyo. Incluso así es probable morir. ¿Por qué iban esos hombres a arriesgar su vida por dos jóvenes que apenas conocían? De ser así, probablemente Melcart se habría cobrado más cadáveres para su reino. —Se quedó callado.

Una parte de Malchus deseaba crucificar a todo aquel que tenía delante, pero sabía que era inútil. Volvió a mirar al anciano y le sorprendió su actitud tranquila. Toda su deferencia se había esfumado. Malchus volvió a mirarlo fijamente y entendió por qué. ¿De qué servirían las amenazas en ese caso? El hombre había perdido a su único hijo. Sintió que le había dado una lección de humildad. Por lo menos a él le quedaban Safo y Bostar.

Bodesmun sollozaba en silencio sacudiendo los hombros.

—Dos muertes son suficientes —reconoció Malchus exhalando un fuerte suspiro—. Le agradezco su tiempo. —Se puso a rebuscar en el monedero.

—No necesito cobrar nada —declaró el hombre con solemnidad—. No se puede poner precio a una noticia tan funesta.

Malchus se marchó mascullando su agradecimiento. Apenas era consciente de que Bodesmun sollozaba detrás de él. Aunque guardaba la compostura, Malchus estaba desgarrado por el dolor. Se había planteado la posibilidad de perder un hijo —quizá más— en la inminente guerra contra Roma, pero no antes y con tanta facilidad. ¿Acaso la muerte de Arishat no había bastado como tragedia inesperada en la vida? Por lo menos había podido despedirse de ella. Con Hanno ni siquiera había tenido esa posibilidad.

Qué crueldad tan grande y qué sinsentido.

Transcurrieron varios días. A los amigos los retenían en el castillo de proa y apenas les daban comida para sobrevivir: cortezas de pan duro, unas cuantas cucharadas de gachas de mijo frío y las últimas gotas salobres de agua procedente de una calabaza de arcilla. Les quitaban las ataduras dos veces al día durante un rato para que estiraran los músculos agarrotados de los brazos y la parte superior de la espalda. Enseguida se acostumbraron a hacer sus necesidades en esos momentos, porque en otras situaciones los guardias se reían de sus peticiones de ayuda. En una ocasión, Hanno, preso de la desesperación, se había visto obligado a defecar encima.

Por suerte, Varsaco no tenía permitido acercarse a ellos, aunque a menudo les lanzaba miradas asesinas. A Hanno le satisfizo ver que el capataz cojeó durante varios días. Aparte de asegurarse de que Hanno se recuperaba de las heridas, el egipcio los ignoraba, e incluso trasladó sus mantas a la base del mástil. Por curioso que parezca, en cierto modo Hanno se enorgullecía de aquella clara muestra de su valor. La soledad también brindaba infinidad de ocasiones a la pareja para hablar. Se pasaban el día urdiendo planes para escapar. Claro está que ambos sabían que sus fantasías no eran más que un intento de levantarse el ánimo.

El birreme alcanzó la costa accidentada de Sicilia y fueron más allá de las poblaciones amuralladas de Heraclea, Acragas y Camarina. Se mantenían a una distancia prudencial de la costa para evitar cualquier trirreme romano o siciliano. El egipcio se aseguró de que vieran el monte Ecnomo, desde cuya cima los cartagineses habían sufrido una de las mayores derrotas frente a los romanos. Como es natural, Hanno había oído la historia infinidad de veces. El hecho de navegar por las mismas aguas en las que tantos de sus compatriotas habían perdido la vida hacía casi cuarenta años le llenó de una rabia irrefrenable: en parte en contra del egipcio por su versión lasciva de la historia, pero sobre todo contra los romanos, por lo que le habían hecho a Cartago. El corvus, un puente levadizo con clavos suspendido desde un poste en cada trirreme enemigo, había sido un invento ingenioso. En cuanto caía encima de las cubiertas de los barcos cartagineses, permitía el abordaje de infinidad de legionarios, que luchaban igual que si estuvieran en tierra. En un día especialmente cruento, Cartago había perdido casi cien barcos y su armada nunca se había recuperado de tamaño golpe.

Aproximadamente un día después de rodear el cabo Pachynus, el extremo meridional de Sicilia, el birreme se acercó a la magnífica fortaleza de Siracusa. Construida originariamente por los corintios más de quinientos años antes, sus inmensas fortificaciones se extendían desde la meseta triangular de Epipolae, en el afloramiento rocoso situado por encima del mar, hasta la isla de Ortygia, en la línea de flotación. Siracusa era la capital de una poderosa ciudad-estado que controlaba la mitad oriental de Sicilia y estaba gobernada por el anciano tirano Hiero, aliado de la República desde hacía tiempo y enemigo de Cartago. El egipcio llevó el barco hasta media milla del puerto antes de decidir no entrar en él. Se veían grandes cantidades de trirremes romanos, cuyos capitanes disfrutarían crucificando a los piratas que cayeran en sus manos.

A Hanno y Suniaton poco les importaba dónde amerizaban. De hecho, cuanto más largo fuera el viaje, mejor. Así se retrasaba la realidad de su destino.

En vez de dirigirse a las ciudades situadas en el talón o dedo gordo de Italia, el egipcio guio el birreme por el estrecho situado entre Sicilia y el continente. Solo tenía una milla de ancho y permitía gozar de buenas vistas de ambas costas.

—Es fácil ver por qué los romanos empezaron la guerra contra Cartago, ¿no? —musitó Hanno a Suniaton. Sicilia dominaba el centro del Mediterráneo e, históricamente, quienquiera que la controlaba, dominaba los mares—. Está muy cerca de Italia. La presencia de nuestras tropas debe de haberse percibido como una amenaza.

—Imagínate si nuestro pueblo no hubiera perdido la guerra —repuso Suniaton entristecido—. Habríamos tenido la posibilidad de que ahora nos rescatara alguno de nuestros barcos.

Hanno ya tenía un motivo más para odiar a Roma.

En el puerto de Rhegium, en la Italia continental, el capitán pirata se preparó para vender a los cautivos. Los rumores callejeros enseguida le hicieron cambiar de opinión. Los juegos que pronto iban a celebrarse en Capua, más al norte, habían provocado una demanda de esclavos sin precedentes. Bastó para que el egipcio zarpara con rumbo a Neapolis, la población costera más próxima a la capital de Campania.

A medida que se acercaba el final de su viaje, Hanno descubrió que, curiosamente, la familiaridad cada vez mayor que tenía con los piratas era más reconfortante que el destino desconocido que le aguardaba. Pero entonces se acordó de Varsaco: era imposible permanecer en el birreme porque no era más que cuestión de tiempo hasta que el brutal capataz se vengara de él. Por consiguiente, dos días después Hanno descendió aliviado al muelle de Neapolis. La ciudad amurallada, que había sido un asentamiento griego, había sido uno de los socii, aliados de la República, durante más de cien años. Poseía uno de los mayores puertos al sur de Roma, un puerto de agua profunda lleno de buques de guerra, barcos de pesca y buques mercantes de todo el Mediterráneo. El lugar estaba atestado y el egipcio tardó una eternidad en encontrar un amarradero adecuado.

Hanno estaba con Suniaton y los demás cautivos, una mezcla de jóvenes númidas y libios. El egipcio y seis de sus hombres más fornidos acompañaban al grupo. Para evitar cualquier intento de huida, la argolla de hierro que cada prisionero llevaba en el cuello estaba conectada con la del siguiente mediante una cadena. Contento al notar la solidez de las anchas losas de piedra del muelle bajo sus pies, Hanno se encontró al lado de un montón de planchas de cedro cortadas de forma tosca procedentes de Tiro. Al lado había montículos dorados de grano siciliano y bolsas repletas de almendras de África. Más allá, apiladas hasta una altura mayor que la de un hombre, había ánforas selladas con cera llenas de vino y aceite de oliva. Los pescadores bromeaban entre sí mientras arrastraban la captura de atún, mújol y besugo a la costa. Los marineros que estaban de permiso ataviados con sus llamativas túnicas azules se pavoneaban por el muelle en busca de los antros de lujuria y desenfreno de la ciudad. Cargados con sus aperos, un grupo de marinos se preparaba para embarcar en un trirreme cercano. Al verlos, los marineros se pusieron a burlarse de ellos. Enfurecidos, los marinos empezaron a responderles a gritos. Un optio con la nariz de cerdito evitó que los grupos acabaran enfrentándose a golpes.

Hanno contempló embelesado el bullicio del lugar. Le recordaba muchísimo a su hogar y le dolía el corazón de solo pensarlo. Entonces, entre los gritos en latín, griego y númida, Hanno oyó que alguien hablaba cartaginés y le respondían. Al comienzo se quedó anonadado y luego se alegró. ¡Por lo menos oía a dos de sus compatriotas! Si lograba hablar con ellos, quizá pudieran ponerse en contacto con su padre. Lanzó una mirada a Suniaton.

—¿Has oído eso?

Su amigo asintió sorprendido.

Hanno se puso de pie con desesperación, pero la muchedumbre le impedía ver.

El egipcio tiró de la cadena con brutalidad y obligó a los cautivos a seguirle.

—El mercado de esclavos está cerca de aquí —anunció con una sonrisa cruel.

Hanno arrastró los pies pero el tirón del cuello era inexorable. Sintió una profunda angustia cuando al cabo de doce pasos ya no distinguió su lengua materna de la plétora de idiomas que se oían. Era como si se les hubiera cerrado en las narices
la puerta de la última oportunidad. Le pareció un golpe más duro que cualquier otra cosa que les hubiera pasado hasta el momento.

Una lágrima rodaba por la mejilla de Suniaton.

—Valor —susurró Hanno—. Sobreviviremos, como sea.

«¿Cómo? —gritaba en su interior—. ¿Cómo?»