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QUINTUS

Cerca de Capua, Campania

Quintus se despertó poco después del amanecer, cuando los primeros rayos de sol se filtraron por la ventana. Poco propenso a holgazanear en la cama, el joven de dieciséis años apartó la manta. Con un licium, o taparrabos de lino, como única vestimenta se dirigió con paso tranquilo al pequeño santuario situado en la esquina más alejada de su habitación. Estaba profundamente emocionado. Hoy lideraría una cacería de osos por primera vez. Faltaba poco para su cumpleaños y su padre, Fabricius, quería celebrar su paso a la madurez como mandaban los cánones. «Adoptar la toga está muy bien —le había dicho la noche anterior—, pero por tus venas también corre sangre osca. ¿Qué mejor manera de demostrar el valor de un hombre sino matando al mayor depredador de Italia?»

Quintus se arrodilló ante el altar. Cerró los ojos y pronunció las oraciones habituales en las que pedía que él y su familia conservaran la salud y la riqueza. Luego añadió unas cuantas más. Que fuera capaz de encontrar el rastro de un oso y no perderlo. Que no le fallara el valor cuando llegara el momento de enfrentarse a la bestia. Que arrojara la lanza con rapidez y puntería.

—No te preocupes, hermano —dijo una voz desde atrás—. Hoy irá bien.

Sorprendido, Quintus se giró y se encontró a su hermana, que asomaba la cabeza por la puerta entreabierta. Aurelia tenía casi tres años menos que él y le encantaba dormir.

—Te has levantado temprano —dijo él con una sonrisa indulgente.

Ella bostezó y se pasó la mano por el pelo negro y abundante, como el de él pero más largo. Quedaba claro que eran hermanos pues tenían la misma nariz aquilina, la mandíbula ligeramente puntiaguda y los ojos grises.

—No podía dormir pensando en la cacería.

—¿Y estás preocupada por mí? —bromeó él, agradeciendo poder dejar a un lado sus preocupaciones.

Aurelia se internó en la habitación.

—Por supuesto que no. Bueno, un poco. De todos modos, le he rezado a Diana. Ella te guiará —declaró con solemnidad.

—Lo sé —contestó Quintus, demostrando una seguridad que no acababa de sentir. Inclinó la cabeza hacia las figuras del altar y se levantó. Introdujo la cabeza en el aguamanil de bronce que tenía junto a la cama y se secó el agua de la cara y los hombros con un paño—. Esta noche te lo contaré todo. —Se enfundó una túnica de manga corta y luego se sentó para atarse las sandalias.

Ella frunció el ceño.

—Lo quiero ver con mis propios ojos.

—Las mujeres no van de caza.

—Es tan injusto… —protestó.

—Hay muchas cosas injustas —repuso Quintus—. Tienes que aceptarlo.

—Pero tú me enseñaste a usar una honda.

—Quizá no fuera muy buena idea —masculló Quintus. Para su sorpresa, Aurelia había resultado ser una lanzadora excelente, lo cual, como cabe esperar, había redoblado su deseo de participar en actividades prohibidas—. Hasta ahora hemos conseguido salvaguardar nuestros secretos, pero imagínate la reacción de nuestra madre si se enterara.

—«Ya eres toda una mujercita —dijo Aurelia imitando a Atia, su madre—. Tal comportamiento no es propio de una señorita. Se acabó.»

—Eso mismo —repuso Quintus sin hacer caso del ceño fruncido de su hermana—. A saber lo que diría si se enterara de que montas a caballo. —No quería quedarse sin su compañera preferida, pero aquel asunto no dependía de él—. Así es la vida para las mujeres.

—Cocinar. Tejer. Cuidar del jardín. Supervisar a los esclavos. Qué aburrimiento —replicó Aurelia enérgicamente—. Nada parecido a cazar o a aprender a utilizar una espada.

—No puede decirse que tengas fuerza suficiente para manejar una lanza.

—¿Ah, no? —Aurelia se arremangó una manga del camisón y flexionó los bíceps. Sonrió al ver la sorpresa de él—. He estado levantando piedras como tú.

—¿Qué? —Quintus se quedó todavía más boquiabierto. Como estaba ansioso por ponerse el máximo en forma posible, había estado preparándose en el bosque situado por encima de la villa. Quedaba claro que no había ocultado bien sus huellas—. ¿Me has estado espiando? ¿E imitando?

Ella sonrió encantada.

—Por supuesto. En cuanto termino mis clases y obligaciones, me resulta fácil escabullirme.

Quintus meneó la cabeza.

—Eres una mujer decidida, ¿eh? —Convencerla de que lo dejara correr iba a resultar más difícil de lo que se imaginaba. Se alegraba de que no fuera su responsabilidad. Con cierto sentimiento de culpa, Quintus recordó oír a sus padres hablando de que pronto habría que buscarle un marido. Sabía que Aurelia iba a tomarse mal tal noticia.

—Ya sé que no podré hacerlo siempre —declaró entristecida—. Seguro que intentarán casarme dentro de poco.

Quintus disimuló su sorpresa. Aunque Aurelia no hubiera escuchado esa conversación en concreto, no era de extrañar que fuera consciente de lo que le esperaba. En ese caso, tal vez pudiera ayudarla, en vez de fingir que nunca ocurriría.

—Los matrimonios concertados tienen muchas ventajas —se aventuró a decir. Era cierto. Muchos nobles concertaban uniones para sus hijos que resultaban beneficiosas para ambas partes. Así funcionaba el país—. Pueden ser muy felices.

Aurelia le dedicó una mirada desdeñosa.

—¿Esperas que me lo crea? De todos modos, nuestros padres se casaron por amor. ¿Por qué no iba yo a hacer lo mismo?

—Su situación era inusual. No es probable que se repita contigo —replicó—. Además, nuestro padre velará por tus intereses, no solo los de la familia.

—Pero ¿seré feliz?

—Con la ayuda de los dioses, sí. Que es más de lo que yo puedo esperar —añadió, intentando quitarle hierro al asunto—. ¡Puedo acabar con una vieja bruja que me haga la vida imposible! —De todos modos, Quintus se alegraba de ser hombre. Sin duda acabaría casándose, pero sin prisas. Mientras tanto, Elira, una deslumbrante joven esclava de Illyricum satisfacía su libido adolescente. Formaba parte del servicio y dormía en el suelo del atrium, lo cual le permitía hacerla entrar a hurtadillas en su dormitorio con facilidad. Quintus llevaba dos meses acostándose con ella, desde que se percatara de que su mirada sensual iba dirigida a él. Que él supiera, nadie más estaba al corriente de su relación.

Al final, Aurelia sonrió.

—Eres demasiado guapo para que te pase eso.

Él se tomó el cumplido a risa.

—Es hora de desayunar —anunció, alejándose todavía más del espinoso tema del matrimonio.

Aurelia asintió y él se sintió aliviado.

—Tendrás que comer bien para tener energía durante la cacería.

A Quintus se le hizo un nudo en el estómago y el apetito que había tenido hacía tan poco rato, se desvaneció. Sin embargo, tendría que comer algo solo por guardar las apariencias.

Quintus dejó a Aurelia charlando con Julius, el esclavo paternalista que se encargaba de la cocina, y salió por la puerta. Apenas había comido y esperaba que Aurelia no se hubiera dado cuenta. Nada más internarse en el peristilo, o patio, se encontró con Elira. Llevaba un cesto de verduras y hierbas del huerto de la villa. Como de costumbre, le dedicó una mirada llena de deseo. Aquella mañana Quintus no estaba receptivo así que le dedicó una sonrisa mecánica y pasó de largo.

—¡Quintus!

Se sobresaltó. La voz era una de las más conocidas de la finca: Atia, su madre. Quintus no veía a nadie, lo cual significaba que probablemente estaba en el atrio, la zona principal donde residía la familia. Pasó corriendo junto a la fuente que repiqueteaba en el centro del patio con columnatas y entró en el fresco tablinum, la zona de recepción que conducía al atrio, y de allí al vestíbulo.

—Es una chica bien parecida.

Quintus se dio la vuelta y se encontró a su madre en la sombra que formaban las puertas, un buen punto desde el que observar lo que sucedía en el peristilo.

—¿Qué-qué? —tartamudeó.

—No tiene nada de malo acostarse con una esclava, por supuesto —declaró, acercándose. Como siempre, a Quintus le maravilló su aplomo y su enorme belleza. Como clara representante de la nobleza osca, Atia era menuda y daba gran importancia a su aspecto. Se había empolvado los pómulos con ocre. Llevaba las cejas y el borde de las pestañas delineadas con ceniza. Una stola, o túnica larga, de color rojo oscuro ceñida a la cintura, complementada por un chal color crema. Llevaba la melena negro azabache recogida con horquillas de marfil y coronada con una diadema—. Pero no lo hagas con tanta frecuencia. Se les suben los humos a la cabeza.

Quintus se ruborizó. Nunca había hablado de sexo con su madre, y mucho menos de sus actividades al respecto. De todos modos, no le extrañaba que fuera ella quien había sacado el tema en vez de su padre. Fabricius era soldado, pero tal como le gustaba repetir a menudo, a su esposa solo le impedía serlo el sexo al que pertenecía. En la mayoría de los casos, Atia era más severa que él.

—¿Cómo lo sabes?

Los ojos grises de ella lo dejaron clavado en el sitio.

—Os he oído por la noche. Hay que estar sordo para no enterarse.

—Oh —susurró Quintus. No sabía dónde mirar. Mortificado, observó el intricado mosaico que tenía bajo los pies, deseando que se abriera y lo engullera. Y él que pensaba que habían sido tan discretos…

—No te preocupes. No eres el primer hijo de nobles que se acuesta con una esclava guapa.

—No, madre.

Ella hizo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto.

—Tu padre hacía lo mismo cuando era más joven. Todos lo hacen.

A Quintus le sorprendió la repentina franqueza de su madre. Debía de formar parte del hecho de hacerse hombre, pensó.

—Ah.

—Con Elira supongo que no tendrás problemas. Es limpia —anunció Atia con brusquedad—. Pero elige bien a tus parejas de lecho. Cuando vayas a un burdel, que sea de los caros. Es muy fácil contraer enfermedades.

Quintus abrió la boca y la cerró. No preguntó a su madre cómo sabía que Elira era limpia. Como ornatrix de Atia, la ilírica tenía que ayudarla a vestirse cada mañana. Sin duda en cuanto Atia se enteró de su relación con él, la acribilló a preguntas.

—Sí, madre.

—¿Preparado para la cacería?

Le ponía nervioso su mirada escrutadora y se preguntó si notaba el miedo que sentía.

—Creo que sí.

Se sintió aliviado al ver que su madre no hacía ningún comentario.

—¿Has rezado a los dioses? —preguntó.

—Sí.

—Recemos otra vez.

Se dirigieron al atrio, iluminado por un orificio rectangular en el techo. El tejado descendente permitía que el agua de lluvia cayera en el centro de la estancia y fuera a parar a un estanque especialmente construido para ello. Las paredes estaban pintadas con colores vivos y en ellas se representaban hileras de columnas que conducían a otras estancias imaginarias. El efecto daba incluso mayor profundidad al espacio. Era la zona habitada central de la gran villa y a partir de ahí salían los dormitorios, el despacho de Fabricius y un cuarteto de almacenes. En una de las esquinas más próximas al jardín había un santuario.

Había un pequeño altar de piedra decorado con estatuas de Júpiter, Marte o Mamers, tal como lo llamaban los oscos, y Diana. De las lámparas de aceite planas y circulares situadas al lado de ellas brotaban llamas parpadeantes. Por encima, en la pared, colgaban efigies de los antepasados de la familia. La mayoría eran parientes de Fabricius: romanos, el pueblo belicoso que había conquistado Campania hacía más de un siglo pero, como muestra del respeto que su padre sentía por su esposa, había algunos antepasados de Atia: nobles oscos que habían vivido en la zona durante muchas generaciones. Como es natural, Quintus se sentía orgullosísimo de ambos orígenes.

Se arrodillaron el uno junto al otro bajo la tenue luz y formularon en silencio sus peticiones a las deidades.

Quintus repitió las oraciones que había pronunciado en su habitación. En cierto modo, aliviaron su temor pero sin hacerlo desaparecer por completo. Para cuando hubo terminado, el bochorno por lo de Elira había remitido. Sin embargo, le desconcertó que su madre le mirara fijamente cuando se levantó.

—Tus antepasados te protegerán —murmuró—. Para ayudarte en la cacería. Para guiar tu lanza. No lo olvides.

Su madre sí había visto su temor. Avergonzado, Quintus asintió de forma entrecortada.

—¡Aquí estáis! Os estaba buscando. —Fabricius entró en la estancia desde el vestíbulo. Era bajo y robusto, y el pelo cortado al rape era ahora más gris que castaño. Iba bien afeitado y era más rubicundo que Quintus, pero poseía la misma nariz aquilina y mandíbula potente. Ya llevaba la ropa de caza: una túnica vieja, un cinturón con una daga con la empuñadura de marfil y unas sandalias de cuero resistentes. Aunque fuera vestido de paisano, siempre tenía un aspecto militar—. ¿Has pronunciado tus oraciones?

Quintus asintió.

—Mejor que nos preparemos.

—Sí, padre. —Quintus lanzó una mirada a su madre.

—Ve —instó Atia—. Hasta luego.

Quintus se animó. «Debe de pensar que lo conseguiré», pensó.

—Es el momento de que elijas lanza. —Fabricius lo condujo a uno de los almacenes, donde guardaba las armas y las armaduras. Quintus solo había entrado en esa sala unas pocas veces, pero era su lugar preferido de la casa. Le embargó una oleada de emoción cuando su padre sacó una llave pequeña y la introdujo en la cerradura. Se abrió con un leve clic. Fabricius corrió el pestillo y abrió la puerta de par en par a fin de que entrara la luz del día.

Una tenue penumbra seguía dominando la pequeña sala, pero Quintus enseguida se sintió atraído por un soporte de madera sobre el que se encontraba un casco beocio con el ala ancha y una forma característica. Lo que lo hacía especial era el penacho de crin rojiza suelta. Pese a que el tiempo había apagado su color, el efecto seguía resultando espectacular. Quintus sonrió al recordar el día que su padre había dejado la puerta entornada y él se había probado el casco a hurtadillas, imaginándose como un hombre adulto, como soldado de caballería en una de las legiones romanas. Anhelaba el día en que tendría uno propio.

En el suelo, bajo el casco, había un par de sencillas grebas realizadas con el mismo material. Cerca se encontraba un escudo de caballería circular, hecho con piel de buey. Apoyada contra el mismo había una espada larga y con la empuñadura de hueso en una vaina de cuero y unos cierres de bronce: un gladius hispaniensis. Según su padre, Roma había adoptado el arma después de encontrarla en manos de los mercenarios íberos que luchaban por Cartago. Aunque era poco común que la llevara un soldado de caballería, ahora prácticamente todos los legionarios iban armados con una espada similar. El gladius, provisto de una hoja recta de doble filo casi tan larga como el brazo de un hombre, resultaba letal en las manos adecuadas.

Quintus observó sobrecogido como Fabricius recorría con el dedo el borde del casco y tocaba la empuñadura de la espada. Aquella prueba fehaciente del pasado de su padre le fascinaba, además de anhelar aprender las mismas habilidades marciales. Si bien Quintus dominaba la caza, había recibido poca formación en el manejo de las armas. Los romanos la recibían al alistarse al ejército y para ello había que tener diecisiete años cumplidos. Tendría que conformarse con sus clases, que incluían historia y táctica militares, y cazar osos. Por el momento.

Al final, Fabricius se acercó a un soporte para armas.

—Elige.

Quintus admiró los distintos tipos de jabalina y lanzas hoplitas que tenía delante, pero las necesidades que tenía para ese día eran muy concretas. Abatir a un oso a punto de atacar era muy distinto a enfrentarse a un soldado enemigo. Necesitaba un poder de frenado mucho mayor. De forma instintiva, cerró el puño alrededor del ancha asta de la lanza de fresno que había utilizado con anterioridad. Tenía una hoja grande, de doble filo sujeta al resto del arma con una caña larga y hueca, de cuya base sobresalía a cada lado un grueso pincho de hierro. Su función era evitar que la presa alcanzara a la persona que manejaba la lanza. Es decir, a él.

—Esta —dijo, intentando quitarse esas ideas de la cabeza.

—Una elección acertada —dijo su padre, aliviado. Dio una palmada a Quintus en el hombro—. ¿Y ahora qué?

Quintus se dio cuenta con emoción de que tenía en sus manos el control total de la cacería. Los días y semanas que había pasado aprendiendo a rastrear a lo largo de los dos años anteriores habían llegado a su fin. Se quedó pensativo unos instantes.

—Seis perros deberían bastar. Un esclavo para controlar a cada pareja. Agesandros también puede venir: es buen cazador y sabe vigilar a los esclavos.

—¿Algo más?

Quintus se echó a reír.

—No estaría mal llevar un poco de comida y agua, supongo.

—Muy bien —convino su padre—. Iré a la cocina y organizaré los pertrechos. ¿Por qué no eliges a los esclavos y los perros que quieres?

Asombrado todavía por aquel cambio de roles, Quintus se dirigió al exterior. Por primera vez notó todo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Era esencial que tomara las decisiones correctas. Cazar osos resultaba sumamente peligroso y la vida de varios hombres dependería de él.

El pequeño grupo partió poco después. Quintus iba en cabeza y su padre caminaba a su lado. No llevaban carga alguna más allá de sus respectivas lanzas y un odre de agua. Les seguía Agesandros, un griego siciliano que hacía muchos años que pertenecía a Fabricius. Como su amo confiaba en él, también llevaba una lanza de caza. Portaba un hatillo a la espalda con pan, queso, cebollas y un pedazo de carne seca.

A fuerza de trabajárselo con ahínco, Agesandros había llegado a ocupar el puesto de vilicus, el esclavo más importante de la finca. Sin embargo, no había nacido en cautividad. Al igual que muchos otros de sus paisanos, Agesandros había luchado junto a los romanos en la guerra contra Cartago. Fue capturado durante una escaramuza y vendido como esclavo por los cartagineses. Quintus pensó que resultaba irónico que el siciliano se hubiera convertido en esclavo de un romano. De todos modos, Fabricius y Agesandros se llevaban bien. De hecho, el capataz mantenía una buena relación con toda la familia. Su talante cordial y disponibilidad para responder preguntas lo había convertido en una de las compañías preferidas de Quintus y Aurelia desde su más tierna infancia. Aunque ahora tenía por lo menos cuarenta años, el vilicus estevado gozaba de una excelente forma física y controlaba a los esclavos con mano de hierro.

Por último iban tres galos fornidos, elegidos por Quintus debido a su vínculo con los perros de caza. Uno en concreto, un hombre achaparrado y tatuado con la nariz rota, se pasaba todos sus ratos libres con la jauría, enseñándoles órdenes nuevas. Al igual que el resto de los esclavos, el trío había estado trabajando en los campos bajo la supervisión de Agesandros aquella mañana. Era la época de la siembra y tenían que trabajar del alba al atardecer bajo el cálido sol. Así pues, la perspectiva de ir a cazar osos era mucho más atractiva y charlaban animadamente entre ellos en su idioma mientras caminaban. Delante de cada hombre iba un par de grandes perros pardos manchados que tiraban con fuerza de las correas de cuero que llevaban atadas al cuello. Con sus cabezas anchas y cuerpo musculoso, eran todo lo contrario a los perros más pequeños de Fabricius, que tenían las orejas copetudas y los costados emplumados. Los primeros eran perros de caza olfativos mientras que los últimos confiaban en la vista.

El sol lucía implacable en el cielo despejado cuando dejaron atrás los campos de trigo que rodeaban la villa. Según había visto Quintus, el reloj de sol del patio indicaba que apenas era la hora secunda. El sonido característico de las cigarras empezaba a oírse pero la calima que flotaba en el aire a diario aún no se había formado. Iba en cabeza a lo largo de un sendero estrecho que serpenteaba por entre los olivos que punteaban las laderas situadas por encima de la finca.

Tras atravesar un claro, se internaron en los bosques de haya y roble que cubrían buena parte del campo circundante. Aunque las colinas eran mucho más bajas que los Apeninos, que discurrían a lo largo de Italia, albergaban algún que otro oso. Sin embargo, no era probable que encontrara rastros tan cerca de la finca. Solitarios por naturaleza, esas grandes criaturas evitaban a los humanos en la medida de lo posible. Quintus escudriñaba el terreno de todos modos pero, como no veía nada, aceleró el paso.

Como cualquier otra ciudad grande, Capua celebraba sus propios ludi, o juegos, lo cual había permitido que Quintus viera luchar a un oso con anterioridad. No había sido nada agradable. El animal, aterrorizado por estar en un entorno extraño y rodeado de una muchedumbre que no cesaba de aullar, había tenido pocas posibilidades al enfrentarse a dos cazadores expertos armados con lanzas. No obstante, guardaba un recuerdo claro del enorme poder de su mandíbula y garras cortantes. Enfrentarse a un oso en su propio terreno, a solas, sería una experiencia totalmente distinta al espectáculo desequilibrado que había presenciado en Capua. A Quintus se le formó un nudo en el estómago, pero no aflojó el paso. Fabricius, al igual que todos los padres romanos, ostentaba el poder sobre la vida y la muerta de su hijo, y había elegido aquel camino. Quintus tampoco podía defraudar a su madre. Tenía la obligación de salir airoso de aquel brete. «Para cuando caiga el sol —pensó orgulloso—, seré un hombre.» Sin embargo, Quintus no podía evitar imaginarse que quizás acabara sus días desangrado en el bosque.

Subieron a buen ritmo y dejaron atrás los bosques de hoja caduca. Ahora estaban rodeados de pinos, enebros y cipreses. El ambiente era más fresco y Quintus empezó a preocuparse. En otras ocasiones había visto por esa zona pilas de excrementos y troncos de árbol con marcas de garras en la corteza. Ese día no veía nada que no fuera de hacía semanas o meses. Siguió adelante, rezándole a Diana, la diosa de la caza, que le enviara una señal, pero su petición fue en vano. No se oyó el canto de ningún pájaro ni apareció ningún ciervo. Al final, cuando ya no sabía qué hacer, se paró y obligó a los demás a hacer lo mismo. Plenamente consciente de la presencia de su padre detrás de él, de la mirada penetrante de Agesandros y de los galos que se intercambiaban miradas, Quintus se estrujó el cerebro. Conocía aquel terreno como la palma de su mano. ¿Cuál era el mejor sitio donde encontrar un oso en un día tan cálido?

Quintus lanzó una mirada a su padre, que se limitó a fijar la vista en él. No pensaba ayudarle.

En un intento por disimular la risa, uno de los galos se puso a toser con fuerza. Quintus se ruborizó de la ira pero Fabricius no hizo nada. Ni tampoco Agesandros. Volvió a mirar a su padre pero Fabricius no traslucía sentimiento alguno. No iba a compadecerse de él y el galo no recibiría reprimenda alguna. Aquel día le tocaba ganarse el respeto del vilicus y de los esclavos. Quintus volvió a pararse a pensar y al final se le ocurrió una idea.

—Moras —espetó—. Les encantan las moras. —Más arriba, en los claros de las laderas de la cara sur había muchas zarzamoras, cuyos frutos brotaban mucho antes que los de las laderas orientadas hacia otros puntos. Los osos pasaban buena parte del tiempo buscando comida. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar la búsqueda.

Justo entonces el sonido entrecortado de un pájaro carpintero rompió el silencio. Al cabo de un instante, el sonido se repitió desde otro punto. Con el corazón acelerado, Quintus escudriñó los árboles y al final no vio uno sino dos pájaros carpinteros negros. Aquellas aves esquivas eran sagradas para Marte, el dios de la guerra. Buenos augurios. Quintus giró sobre sus talones y se encaminó en la dirección contraria.

Su padre, sonriente, le seguía de cerca, por delante de Agesandros y los galos.

Ahora nadie se reía.

Poco después, las plegarias de Quintus fueron respondidas con creces. Había mirado en varios claros sin resultado alguno. Al final, sin embargo, había encontrado una boñiga reciente a la sombra de un pino alto. La forma, tamaño y olor característicos resultaban inconfundibles y a Quintus le entraron ganas de lanzar gritos de entusiasmo al verlas. Introdujo el dedo en la masa marrón oscuro. El centro no se había enfriado todavía, lo cual significaba que hacía poco que había pasado un oso. También había un montón de zarzas cerca. Quintus señaló el suelo e hizo un gesto con la cabeza al hombre tatuado. El galo se le acercó rápidamente y los dos perros se reunieron al instante junto a la prueba delatora. Los dos empezaron a aullar como locos mientras iban husmeando la boñiga y el ambiente. A Quintus se le aceleró el pulso y el galo le dedicó una mirada inquisidora.

—Suéltalos —ordenó Quintus. Lanzó una mirada a los demás esclavos—. Esos también.

El mal humor de Aurelia fue en aumento después de la marcha de Quintus y de su padre. El motivo era bien sencillo: mientras su hermano se iba a cazar un oso, ella tenía que ayudar a su madre, que supervisaba a los esclavos en el huerto del exterior de la villa. Era una de las épocas de mayor trabajo del año, cuando las plantas brotaban y crecían rápidamente. El levístico crecía junto a las plantas de mostaza, cilantro, acedera, ruda y perejil. Las verduras eran incluso más abundantes y proporcionaban alimento a la familia durante buena parte del año. Había pepinos, puerros, coles, tubérculos, así como hinojo y repollo. La cebolla, ingrediente básico de todo plato que se preciara, se cultivaba en grandes cantidades. El ajo, apreciado tanto por su sabor fuerte como por sus propiedades medicinales, también se cultivaba con profusión.

Aurelia sabía que estaba teniendo un comportamiento infantil. Hacía unas cuantas semanas había disfrutado preparando las hileras en las que crecerían las hierbas y hortalizas, enseñando a los esclavos dónde cavar los agujeros y asegurándose de que regaban cada especie con la cantidad adecuada de agua. Como de costumbre, se había reservado la tarea de dejar caer las semillas diminutas en su sitio. Lo hacía desde muy pequeña. Aquel día, dado que las plantas iban creciendo bien, las tareas principales consistían en regarlas y arrancar las malas hierbas que habían brotado de forma espontánea. A Aurelia le importaba un comino. Si por ella fuera, el huerto entero podía irse al garete. Estaba a un lado enfurruñada observando a su madre dirigiendo las operaciones. Ni siquiera Elira, con quien se llevaba bien, consiguió convencerla de que participara.

Atia la ignoró durante un rato pero al final se hartó.

—¡Aurelia! —llamó—. Ven aquí.

Se acercó a su madre arrastrando los pies.

—Pensaba que te gustaba la jardinería —dijo Atia alegremente.

—Me gusta —masculló Aurelia.

—¿Por qué no ayudas?

—No me apetece. —Era plenamente consciente de que todos los esclavos presentes estaban aguzando el oído para enterarse de la conversación y le parecía odioso.

A Atia le daba igual quién las oía.

—¿Estás enferma? —preguntó.

—No.

—Entonces ¿qué te pasa?

—No lo entenderías —farfulló Aurelia.

Atia arqueó las cejas.

—¿Ah, no? Prueba a ver.

—Es que… —Aurelia pilló al esclavo más cercano mirándola de hito en hito. Le lanzó una mirada tan furibunda que el hombre apartó la vista, pero eso la dejó poco satisfecha. Su madre seguía esperando—. Es por Quintus —reconoció.

—¿Os habéis peleado?

—No. —Aurelia negó con la cabeza—. Nada de eso.

Atia, que estaba dando golpecitos con el pie, esperaba que se lo aclarara. Al cabo de un momento, quedó claro que su hija no estaba muy comunicativa. Se le hincharon las aletas de la nariz.

—¿Y bien?

Aurelia veía que a su madre se le estaba acabando la paciencia. Sin embargo, en aquel momento vio a un halcón aprovechando las corrientes ascendentes. Estaba cazando. Igual que Quintus. La ira de Aurelia resurgió y olvidó a su público cautivo.

—No es justo —se quejó—. Yo estoy aquí plantada, en el huerto, mientras él va a rastrear un oso.

Atia no pareció sorprenderse.

—Me he imaginado que podía ser eso. ¿O sea que quieres cazar?

Aurelia asintió con expresión enfurecida.

—Como Diana, la cazadora.

Su madre frunció el ceño.

—No eres una diosa.

—Lo sé, pero… —Aurelia se giró parcialmente para que los esclavos no vieran que tenía lágrimas en los ojos.

Atia suavizó el semblante.

—Venga ya. Eres ya una señorita, o lo serás pronto. Y además guapa. Por consiguiente, seguirás un camino muy distinto al de tu hermano. —Levantó un dedo para acallar la protesta de Aurelia—. Lo cual no implica que tu destino no tenga valor. ¿A ti te parece que yo soy una inútil?

Aurelia se quedó horrorizada.

—Por supuesto que no, madre.

Atia desplegó una amplia sonrisa tranquilizadora.

—Exacto. Yo no lucho ni voy a la guerra pero disfruto de mi parcela de poder. Tu padre cuenta conmigo para infinidad de cosas, igual que hará tu esposo algún día. Encargarse de la casa no es más que una pequeña parte del todo.

—Pero tú y papá decidisteis casaros por iniciativa propia —protestó Aurelia—. ¡Por amor!

—Fuimos afortunados en ese sentido —reconoció su madre—. No obstante, lo hicimos sin la aprobación de nuestras respectivas familias. Como nos negamos a cumplir sus deseos, cortaron todo vínculo con nosotros. —Atia se entristeció—. Tuvimos una vida muy difícil durante muchos años. Nunca volví a ver a mis padres, por ejemplo. Nunca llegaron a conocerte ni a ti ni a Quintus.

Aurelia se sintió halagada. No tenía ni idea de todo aquello.

—Seguro que valió la pena, ¿no? —alegó.

Su madre asintió lentamente.

—Es posible, pero no quiero que tengas una vida tan dura.

Aurelia se indignó.

—Mejor eso, seguro, que casarse con un viejo gordo.

—Eso no te va a pasar. Tu padre y yo no somos monstruos. —Atia bajó la voz—. Pero ten esto en cuenta, jovencita, concertaremos tu compromiso con alguien que tú elijas. ¿Está claro?

Al ver la dureza de la expresión de su madre, Aurelia cedió.

—Sí.

Atia suspiró, satisfecha por no haber dejado traslucir sus reservas.

—Pues entonces ya nos hemos entendido. —Al ver el temor de Aurelia, añadió—: No temas. Habrá amor en tu matrimonio. Se construye con el tiempo. Pregúntale a Martialis, el viejo amigo de tu padre. Él y su esposa se casaron por deseo de sus familias y acabaron sumamente unidos el uno al otro. —Levantó la mano—. Ahora ha llegado el momento de trabajar. La vida continúa independientemente de cómo nos sintamos y nuestra familia depende de este huerto.

Con una débil sonrisa, Aurelia alargó la mano para tomar los dedos de su madre. A lo mejor la situación no era tan mala como imaginaba.

De todos modos, no podía evitar alzar la vista hacia el halcón y pensar en Quintus.

Quintus había seguido a la jauría durante un cuarto de hora aproximadamente antes de tener algún indicio de haber encontrado a la presa. Entonces se oyó un fuerte ladrido desde los árboles situados más adelante. Enseguida se convirtió en un aullido estridente y repetitivo. Quintus se paró con el corazón acelerado. La función de los perros no era más que acorralar al oso, pero siempre había alguno más ansioso que sus compañeros. Correría una suerte desafortunada pero inevitable. Lo importante era que habían encontrado al oso. Para confirmarlo, una sucesión renovada de gruñidos fue recibida con un rugido profundo y amenazador.

El aterrorizante sonido hizo que a Quintus le subiera la bilis a la garganta. Otro aullido penetrante le indicó que un segundo perro había resultado herido, o muerto. Avergonzado por su temor, Quintus contuvo las náuseas. No era el momento de echarse atrás. Los perros hacían su trabajo y él tenía que hacer el suyo. Le rezó entre murmullos a Diana y caminó hacia la guarida.

Cuando irrumpió en el gran claro, Quintus frunció el ceño porque reconocía el lugar. A menudo había ido ahí a buscar moras con Aurelia. Una extensión de zarzamoras espinosas, más altas que un hombre, recorrían el terreno del claro, moteado por la luz del sol. Un arroyo discurría por la ladera hacia el valle de más abajo. Había ramas caídas por todas partes entre una profusión de flores silvestres, pero lo que llamó la atención de Quintus fue la lucha que se libraba bajo la sombra de un ciprés altísimo. Cuatro perros tenían a un oso acorralado contra el tronco del árbol. Gruñendo enfurecida, la bestia embestía con frecuencia a sus torturadores, pero los canes la esquivaban con recelo avanzando y retrocediendo, justo para quedar fuera de su alcance. Cada vez que el oso se apartaba del árbol, los perros corrían a morderle las patas delanteras o traseras. Se encontraban en un punto muerto, si el oso se alejaba de la protección que le ofrecía el árbol, los perros acudían en tropel, pero si la bestia se quedaba donde estaba, no eran capaces de superarla.

Había dos siluetas inmóviles fuera del semicírculo, las bajas que Quintus había oído. Un vistazo superficial le indicó que quizás uno de los perros sobreviviese. Sangraba con profusión por una herida de garra profunda en la caja torácica, pero no veía otras lesiones. El segundo, por el contrario, moriría seguro. Los movimientos poco profundos de su pecho le indicaban que seguía con vida, pero tenía la mitad de la cara desgarrada y los extremos brillantes y dentados del hueso recién roto sobresalían de una herida terrible que tenía en la pata delantera izquierda, consecuencia del bocado que le había dado el oso con las fauces.

Quintus se acercó con cuidado. Si iba muy rápido correría el riesgo de ser derribado, y los galos llegarían enseguida. En cuanto llamaran a los perros, empezaría su misión. Observó al oso, ansioso por advertir cualquier pista que pudiera ayudarle a matarlo. Ocupado como estaba con los perros que le mordían, no se había fijado en él. Por el tamaño quedaba claro que era un macho. La criatura tenía el denso pelaje de color pardo amarillento, y la típica cabeza redonda y grande y las orejas pequeñas. El hecho de que tuvieran unos hombros gigantescos y un cuerpo achaparrado por lo menos tres veces mayor que el suyo intensificaba la sensación de peligrosidad. Se notaba el palpitar del pulso en la base hueca de la garganta y esa velocidad le recordaba que no controlaba la situación. «Tranquilízate —se dijo—. Respira hondo. Concéntrate.»

—Pensar en las moras fue buena idea —dijo Fabricius desde atrás—. Además has encontrado a un oso grande. Un enemigo digno.

Asombrado, Quintus giró la cabeza. Los demás habían llegado. Todos tenían la vista puesta en él.

—Sí —repuso, confiando en que los gruñidos y rugidos a una docena de pasos ocultaran el temor de su voz.

Fabricius se le acercó.

—¿Estás preparado?

Quintus se amilanó. Su padre había percibido su angustia y estaba preparado para intervenir. Le bastó la mirada fugaz a Agesandros y los esclavos para percatarse de que ellos también captaban el doble sentido de la pregunta. Un atisbo de decepción cruzó el rostro del siciliano, y los galos se miraron entre sí con malicia. «Malditos sean todos —pensó Quintus con un nudo en el estómago—. ¿Acaso nunca han tenido miedo?»

—Por supuesto —respondió en voz bien alta.

Fabricius le dedicó una mirada comedida.

—Muy bien —dijo. Se paró.

Quintus no estaba seguro de si su preocupado padre le obedecería. Pensó que había mucho más en juego que su vida. Matar al oso no serviría de nada si el siciliano y los esclavos pensaban que era un cobarde, que dependía del respaldo de Fabricius.

—No te metas —gritó—. Es mi lucha. Tengo que hacerlo solo, sea cual sea el resultado. —Miró a su padre, que no respondió de inmediato—. ¡Júralo!

—Lo juro —dijo Fabricius con reticencia y retrocediendo.

Quintus se quedó satisfecho al ver las primeras muestras de respeto en el rostro de los demás.

Un perro aulló cuando el oso lo apresó con un brazo. Lo lanzó por los aires y acabó en el suelo a los pies de Quintus con un ruido sordo. Enderezó los hombros y se preparó. Tres perros no bastaban para contener a la presa. Si no actuaba de inmediato, era posible que escapara.

—Llamadles —gritó.

Los galos obedecieron con unos fuertes silbidos. Al ver que los perros enfurecidos no respondían, el hombre tatuado corrió hacia ellos. Sin prestar atención al oso y empleando una correa como látigo, les obligó a quitarse de en medio. Ese gesto funcionó para dos perros pero el mayor, cuyos labios y dientes estaban rojos de la sangre del oso, no quería retirarse. El galo se giró a medias soltando un juramento e intentó apartarlo de una patada. No acertó y pasó de largo rápidamente empeñado en seguir peleando.

Horrorizado, Quintus vio cómo el perro saltaba y le clavaba los colmillos al oso en la mejilla. Encabritándose de dolor, el oso lo alzó en el aire, lo cual le permitió utilizar las patas delanteras y clavarle las garras en el cuerpo repetidas veces. En vez de intentar liberarse, el perro apretó la mandíbula más fuerte que antes. Lo habían criado para soportar el dolor, para aguantar lo indecible. Quintus había oído hablar de perros así, a los que había que dejar inconscientes de un golpe para poderles abrir la boca. Sin embargo, la obstinación de su valentía no bastaba: necesitaba la ayuda de sus compañeros, que ahora estaba atados. O de él. De todos modos, el galo estaba en medio, gritando de ira y angustia. Atizó al oso en la cabeza con la inútil correa, una, dos, tres veces sin causarle el más mínimo daño, aunque esperaba que, por culpa de la distracción, no matara a su perro preferido. Al menos, esa era la teoría.

El plan del galo no salió bien. Teniendo en cuenta que el perro tenía la piel y el pelaje a ambos lados del abdomen desgarrados, el oso lo destripó en un santiamén con las garras. Cayeron unos bucles de intestinos resbaladizos, que se rompieron como tantas salchichas gruesas. El oso redobló sus esfuerzos al notar que el perro le aflojaba la cara. Quintus notó que se le revolvía el estómago cuando unos pedazos de tejido hepático púrpura cayeron en cascada al suelo. Al final, una garra se topó con una arteria y la destrozó. Unos goterones de sangre rojo oscuro salieron disparados del amasijo en que se había convertido el vientre del perro y soltó las fauces.

Al cabo de un instante, cayó inerte al lado del oso.

—¡Vuelve! —gritó Quintus, pero el galo no le hizo caso.

El esclavo, que tenía los ojos desorbitados, lanzó otro ataque. La pérdida de su amigo canino lo había enfurecido de tal manera que quería pelear, reacción de la que había oído hablar a menudo pero que nunca había presenciado. Los romanos y los galos eran enemigos desde antaño y se habían enfrentado numerosas veces. Hacía más de ciento setenta años, los miembros de esa tribu habían saqueado la misma Roma. Hacía tan solo seis años, más de setenta mil galos habían vuelto a invadir otra vez el norte de Italia. Habían sido derrotados, pero todavía abundaban las historias sobre guerreros enloquecidos que, luchando desnudos, se abalanzaban sobre los legionarios que se les acercaban con un desprecio absoluto por su propia integridad.

Sin embargo, aquel hombre no era un enemigo como aquel. Era esclavo, sí, pero seguía valiendo la pena salvarle la vida. Quintus dio un salto hacia delante e intentó clavarle la lanza al oso. Por desgracia, el animal se movió en el último momento y la hoja le penetró el costado en vez del pecho, tal como fuera su intención. Su golpe, pues, no había sido mortal, ni suficiente para evitar que la bestia se alzara para agarrar al galo por el cuello. Un breve grito ahogado brotó de los labios del hombre y el oso lo zarandeó como un perro a una rata.

No sabía qué hacer y Quintus clavó la lanza más adentro. La única reacción fue un gruñido de enfado. Con las prisas, había alcanzado el abdomen del animal. Se trataba de una herida potencialmente mortal pero no sería rápida. Satisfecho al ver que el galo estaba muerto, el oso lo lanzó a un lado. Como es natural, entonces se fijó en Quintus, a quien le entró el pánico. Aunque tenía la lanza clavada en el cuerpo, los ojos hundidos del animal no traslucían temor alguno, solo una ira punzante. Normalmente, los osos solían evitar entrar en conflicto con los humanos, pero cuando se les provocaba se mostraban sumamente agresivos. Aquel espécimen estaba furioso. Golpeó el asta de la lanza y la astilló.

No tenía remedio. Quintus respiró hondo y desclavó la lanza. Rugiendo de dolor, el oso mostró una dentadura realmente espantosa, con algunos dientes incluso tan largos como el dedo corazón de Quintus. En la boca, abierta y roja, le cabía toda la cabeza y era perfectamente capaz de aplastarle el cráneo. Quintus quería apartarse, pero tenía los músculos paralizados por el terror.

El oso dio un paso hacia él. Sujetando la lanza con ambas manos, Quintus le apuntó con el extremo al pecho. «Avanza —se dijo—. Ataca.» Antes de que tuviera tiempo de moverse, el animal se abalanzó sobre él. Atrapó el extremo de la lanza y apartó el asta como si fuera una ramita. Sin nada en medio, se observaron durante unos segundos expectantes. Poco a poco, Quintus vio como el oso tensaba los músculos preparándose para saltar. Estuvo a punto de orinarse encima. El Hades le esperaba a la vuelta de la esquina y no podía hacer nada para evitarlo.

Sin embargo, por algún motivo, el oso no saltó entonces y Quintus logró bajar la lanza otra vez.

Su alivio fue momentáneo.

Cuando Quintus se disponía a atacar, resbaló con un trozo de intestino. Se cayó de espaldas. Enseguida se quedó sin respiración. Quintus era vagamente consciente de que poco a poco iba soltando la base de la lanza que estaba en el suelo. Levantó la cabeza con desesperación. Totalmente horrorizado, vio que el oso estaba apenas a cinco pasos de distancia, un poco más allá de sus sandalias. Volvió a rugir y esta vez Quintus recibió toda la fuerza de su fétido aliento. Parpadeó a sabiendas de que su muerte estaba próxima.

Había fracasado.