—¿Y ahora debo regresar a Kareen? —dijo el padre John Carmody—. ¿Después de veintisiete años?
Permaneció sentado calmadamente mientras el cardenal Faskins le decía lo que la Iglesia esperaba de él. Pero ya no pudo mantener por más tiempo su compostura. Aunque de pie no era mucho más alto que sentado, se alzó vivamente de su sillón, los brazos en alto y abiertos, como si pretendiera volar. Y aquella postura expresaba lo que realmente deseaba hacer en aquel momento… volar lejos del cardenal y de todo lo que representaba.
Empezó a pasear arriba y abajo por el finamente pulido suelo de madera de goma, las manos cruzadas a la espalda durante un momento, luego descruzadas tan sólo para volver a cruzarlas sobre su estómago. Aparentemente, no había cambiado mucho; seguía pareciendo más bien un puercoespín que un hombre. Pero ahora llevaba el hábito marrón de los miembros de la Orden de San Jairo.
El cardenal Faskins permaneció sentado en su silla, con sus ojos grises brillando bajo la nariz tremendamente aguileña. Giró su cabeza para seguir la andadura de Carmody. Parecía como un viejo halcón inseguro de su presa pero decidido a lanzarse sobre ella a la primera oportunidad. Su rostro era apergaminado; sus cabellos blancos. Hacía media década, había renunciado voluntariamente a las jerries, y sus ciento veintisiete años pesaban sobre sus hombros.
Repentinamente, John Carmody se detuvo ante el cardenal. Frunció el ceño y dijo:
—¿Cree realmente que soy el único cualificado para esta misión?
—El mejor cualificado —dijo Faskins. Se envaró un poco y apoyó sus manos en los brazos del sillón como si se preparara para saltar en pie—. Ya le he dicho una vez el por qué es tan urgente. Una vez debería bastar; usted es un hombre inteligente. Además, su dedicación a la Iglesia es completa. De otro modo, no hubiera sido considerado para un puesto episcopal.
El reproche, aunque no formulado, fue detectado y considerado brevemente por el sacerdote. Carmody sabía que su decisión de casarse de nuevo, casi inmediatamente después de que la Iglesia hubiera relajado su disciplina sobre el celibato, había decepcionado al cardenal. Faskins había trabajado mucho para asegurarse de que Carmody fuera nombrado obispo de la diócesis del planeta colonial de Wildenwooly. Había tenido que librar una batalla política con aquellos que creían que Carmody no era lo suficientemente ortodoxo en sus métodos como para llevar a buen término una política cristiana. Nadie cuestionaba la ortodoxia de sus creencias; era su desenvoltura, o su liberalismo en su modo de proceder, lo que creaba dudas. ¿Era conveniente que un tal «excéntrico» —una de las palabras más suaves utilizadas— llevara la mitra de obispo?
Y luego, cuando la investidura de Carmody parecía ya segura, se había casado, y aquello parecía haberle alejado de todas las posibilidades. Las acusaciones de sus enemigos parecieron verse confirmadas. Pero el cardenal nunca se lo había reprochado directamente.
Ahora, John Carmody se preguntaba si el cardenal no estaría utilizando su «traición» como palanca. ¿O acaso era él mismo el que se sentía tan tremendamente culpable por lo que estaba proyectando?
Faskins echó una ojeada a las letras amarillo pálido que pasaban en rápida sucesión por la pantalla al otro extremo de la gran habitación.
—Tiene usted dos horas para prepararse —dijo—. Tiene que empezar ahora si quiere llegar a tiempo al puerto.
Calló, con la mirada fija en el reloj.
Carmody se echó a reír suavemente y dijo:
—¿Qué puedo hacer? Nadie me está ordenando nada, tan sólo se me pide que me presente voluntario. Muy bien. Lo haré. Usted sabía que lo haría. Empezaré a preparar las maletas. Pero tengo que decírselo a Anna. Va a ser una impresión infernal para ella.
Faskins se removió inquieto.
—La vida de un sacerdote no es siempre fácil. Ella lo sabía.
—¡Sé que lo sabía! —dijo Carmody ceñudamente—. Ella me dijo lo mismo que acaba de decirme ahora usted cuando pedí el permiso para casarme. ¡Realmente, ha pintado usted un cuadro muy negro!
—Lo siento, John —respondió Faskins con una débil sonrisa—. La realidad no es siempre dorada.
—Sí. Y usted es conocido por su reticencia… «Pocas-frases» Faskins, le llaman… pero usted le habló más bien como un tornado.
—De nuevo, lo siento.
—Olvídelo —dijo Carmody—. Ya está hecho. No me estoy quejando por Anna. Mi única queja es no haberme podido casar con ella hace años. Yo la bauticé, usted ya lo sabe, y ha vivido toda su vida en mi parroquia.
Vaciló, luego añadió:
—Además, está en estado. Ésa es otra razón por la que odio darle esta impresión.
El cardenal no dijo nada. Carmody murmuró:
—Discúlpeme. Tengo sólo diez minutos para hacer las maletas. Telefonearé a Anna par decirle que vuelva a casa. Podrá venir al puerto con nosotros.
El cardenal, incapaz de dominar su alarma, se puso en pie.
—No creo que sea conveniente que yo venga con usted, John. Ustedes dos desearán estar a solas un rato, y el único momento que tendrán será durante el viaje hasta el puerto.
—Nada de eso —dijo el sacerdote—. Usted sufrirá conmigo. Además, no tengo intención de ir solo. Anna puede venir conmigo hasta El Trampolín. Allí habrá una larga espera, y entonces podremos estar solos. ¡Usted vendrá al puerto con nosotros!
El cardenal se alzó de hombros. Carmody le echó otro escocés en su vaso y penetró en el dormitorio. Sacó una maleta y la abrió sobre la cama. Una pequeña sería suficiente. Anna, aunque su viaje iba a ser corto, probablemente insistiría en llevarse dos grandes para ella. Le gustaba estar preparada para las emergencias más insospechadas. Tras abrir dos maletas más para ella, pulsó un pequeño botón en el disco plano sujeto con una correa a su muñeca derecha. Su centro brilló: un suave campanilleo llegó a sus oídos.
Continuó preparando las maletas, no deseando perder tiempo y sabiendo que ella respondería pronto a su llamada. Pero cuando hubo metido toda su ropa y notó que habían transcurrido diez minutos, empezó a preocuparse. Se dirigió al teléfono de la mesilla de noche y marcó el número de código de la señora Rougon. Ésta respondió inmediatamente. Al verle, su rubicundo rostro se iluminó.
—¡Padre John! ¡Ahora precisamente iba a llamarle! ¡Bueno, quiero decir a Anna! Habíamos quedado que ella pasaría por aquí hace más de media hora, después de hacer sus compras. He pensado que tal vez se olvidó y había vuelto directamente a casa.
—No, no está aquí.
—Quizá se quitó su señal de llamada por alguna razón y olvidó volver a ponérsela. Ya sabe como es ella, un poco distraída a veces, especialmente cuando está pensando en el bebé. ¡Oh, cielos, Alice está llorando! Debo dejarle, padre. ¡Pero no deje de llamarme cuando localice a Anna! ¡O dígale a ella que me llame cuando regrese a casa!
Carmody llamó inmediatamente a la tienda de ropas Rheinkord. La vendedora le dijo que la señora Carmody se había ido hacía unos quince minutos.
—¿Por casualidad dijo dónde iba?
—Sí, padre. Mencionó que iba a pasar un minuto por el hospital. Quería reconfortar un poco a la señora Augusta; dijo que no va a quedar bien del todo después de su accidente.
Carmody suspiró aliviado y dijo:
—Gracias, muchas gracias.
Llamó a la centralita del San Jairo, y le contestaron inmediatamente. La telefonista pareció ligeramente impresionada al ver al fundador del hospital en persona.
—La señora Carmody se ha ido hace cinco minutos, padre. No, no ha dicho donde iba.
Carmody llamó de nuevo a la señora Rougon.
—Me temo que tendrán que dejar su charla para otro momento. Dígale a mi mujer que me llame inmediatamente; es muy importante.
Cortó, pero seguía sin estar satisfecho. ¿Por qué no había podido localizarla con la señal de llamada? ¿Una avería en el instrumento? Posible, pero no muy probable. Los localizadores no se gastaban, y no tenían partes delicadas que pudieran estropearse. No podía dejarse fuera de uso más que utilizando algo así como un golpe de martillo pilón. Pero podía ser olvidado. Quizá la señora Rougon estuviera en lo cierto. Anna podía habérselo quitado para lavarse las manos, pese a que ni el jabón ni el agua ni siquiera los sónicos podían estropearlo. Y luego quizá se había olvidado de volver a ponérselo.
También existía la posibilidad de que se lo hubieran robado, ya que incluso en aquel país de abundancia existían todavía hombres que robaban, siempre por razones suficientes para ellos.
Volvió a sus maletas. A Anna no iba a gustarle ni su elección de la ropa ni su forma de doblarla, pero ya no había tiempo de dejarla dudar en la elección de su vestuario.
Una vez llena y cerrada la primera maleta, empezó con la segunda. Sonó el teléfono. Tiró la blusa que estaba doblando. Precipitadamente, pronunció el código de activación y se acercó a la pantalla, aunque esto no era necesario. Pero le gustaba estar cerca de cualquiera que hablara con él, incluso a través del teléfono, y especialmente cuando se trataba de Anna.
Apareció el rostro de un policía municipal. Carmody gruñó, y su vientre se contrajo como ante el impacto de un cuchillo.
—Sargento Lewis, padre —dijo el policía—. Lo siento, pero… tengo malas noticias… acerca de su esposa.
Carmody no respondió. Miraba fijamente el duro y nudoso rostro de Lewis, notando al mismo tiempo, incongruentemente, que había una mosca zumbando por encima de la cabeza de Lewis. Nunca nos libraremos de ellas, pensó. Toda la ciencia del siglo XXII en nuestras manos, y sin embargo las moscas y las otras criaturas que reptan y se arrastran se multiplican incansablemente por encima de todos los esfuerzos humanos…
—… su tatuaje ha desaparecido, así que oficialmente no podemos identificarla, aunque su rostro sea reconocible y haya sido identificada por algunos de sus amigos que estaban allí —estaba diciendo el sargento—. Lo siento terriblemente, pero tendrá que venir para hacerlo oficialmente.
—¿Qué? —dijo Carmody, y luego las palabras del policía fueron penetrando en él. Anna había abandonado el hospital en su coche. Unas pocas manzanas más adelante una bomba colocada bajo el asiento del conductor había hecho explosión. Sólo había quedado la parte superior de su cuerpo, y al menos un brazo había desaparecido, ya que su tatuaje de identidad había quedado destruido.
—Gracias, sargento —dijo Carmody—. Vendré ahora mismo. —Se apartó del teléfono y penetró en el salón. El cardenal, al ver su rostro pálido y sus hombros hundidos, se puso en pie de un salto, derribando estrepitosamente el vaso de sobre la mesilla.
Con voz átona, Carmody le explicó a Faskins lo ocurrido.
El cardenal se echó a llorar. Más tarde, cuando Carmody se hubo recuperado de su shock, comprendió que había tenido acceso a la profunda estima que Faskins sentía hacia él, ya que todo el mundo decía que Faskins no tenía en su cuerpo más elementos líquidos de los que podía tener un hueso viejo. El propio Carmody había sido incapaz de llorar; nada en él parecía funcionar excepto sus brazos y piernas y, de tanto en tanto, su boca.
—Iré con usted —dijo el cardenal—. Pero antes debo llamar al puerto y anular su pasaje.
—No —dijo Carmody. Regresó al dormitorio, tomó su maleta y, mirando las otras dos maletas, una abierta, la otra cerrada, salió de la habitación. El cardenal lo miraba fijamente.
—Iré —dijo Carmody.
—No está en situación de hacerlo.
—Lo sé. Pero iré.
La campanilla de la puerta sonó. Entró el doctor Apollonios, maletín en mano.
—Lo siento, padre. Tome, esto le ayudará. —Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y extrajo una píldora. Carmody agitó la cabeza.
—Estoy bien. ¿Quién lo ha llamado?
—Yo —dijo Faskins—. Creo que debería tomarla.
—Su autoridad no se extiende a cuestiones médicas —respondió Carmody. Un ligero zumbido resonó en la habitación. Dejó la maleta en el suelo y se dirigió a la pared. Abrió una puertecilla y retiró un pequeño cilindro delgado.
—El correo —dijo, a nadie en particular. Miró al interior del cubículo para ver si había sido registrado algún otro correo. La pequeña lucecita roja estaba apagada. Cerró la puertecilla y regresó junto a su maleta, metiéndose la carta en su bolsa de cintura.
En camino hacia el depósito de la policía, el cardenal dijo:
—No tengo corazón para pedirle que vaya a Kareen, John. Pero si usted desea ir voluntariamente, no pondré objeciones. Anna…
—… es sólo un ser humano, y el destino de miles de millones de otros depende de mí —terminó Carmody por él—. Sí, ya lo sé.
El cardenal dijo que él tampoco partiría aquella tarde tal como había planeado. Pese a la urgencia de regresar a Roma, se quedaría allí para ocuparse de los funerales de Anna. Se encargaría de todo lo que fuera necesario, incluida la investigación policial. Cuando Carmody hubiera llegado a Kareen, recibiría noticias, por correo, respecto a los resultados de la investigación.
—La policía —dijo Carmody, ausente—. Me pregunto quién puede odiarme lo suficiente como para matar a Anna. Ella nunca ha tenido enemigos. ¿No me va a retardar la policía con sus preguntas lo bastante como para hacerme perder la nave?
—Confíe en mí —dijo Faskins.
Más tarde, Carmody no pudo recordar claramente muchas de las cosas que ocurrieron a continuación. Levantó la sábana sin aprensión ni dolor, y contempló durante un momento el rostro calcinado y la boca abierta. Repitió al capitán de la policía lo que le había dicho al cardenal. No, no tenía la menor idea de quién había podido colocar la bomba. Alguien había vuelto de un pasado que Carmody había esperado que estuviera olvidado para siempre y había matado a Anna.
Los dos sacerdotes partieron en taxi hacia el puerto. Pasaron ante la sede de la Orden de San Jairo en Wildenwooly. Hacía veintitrés años, el edificio había estado situado en las afueras de una pequeña ciudad. Hoy estaba en el corazón de la gran capital del planeta. Allá donde antes no había edificios de más de dos plantas se levantaban ahora docenas con más de veinte plantas de altura. Donde antiguamente un hombre podía andar del centro de la ciudad hasta sus límites en veinte minutos, ahora necesitaría del alba al atardecer. Todas las calles estaban pavimentadas, y la mayor parte de las carreteras que conducían al campo estaban recubiertas con griegite. Cuando John Carmody había llegado por primera vez allí, como hermano lego de la orden, había manchado de polvo sus sandalias desde el momento mismo en que había puesto el pie fuera del recinto del espaciopuerto. Y las casas de la ciudad estaban hechas con troncos de madera y mortero…
Anna. Si no se hubiera casado con ella, ahora estaría sentado tras el enorme escritorio de madera barnizada del arzobispo. Sería el supervisor de los asuntos eclesiásticos de su Iglesia en un planeta tan grande como la Tierra. De acuerdo, Wildenwooly tenía una población de tan solo cincuenta millones, pero esto era cincuenta veces el número de cuando Carmody había puesto por primera vez el pie en él. Era un paraíso de espacio vital. La Tierra estaba atestada con gente que se despellejaba los codos en su intento por hacerse un poco de sitio.
Anna. Si no se hubiera casado con ella, quizá aún estaría viva hoy. Pero cuando él le había dicho que no estaba seguro de estar haciendo lo correcto casándose con ella, ella le había dicho que entraría en un convento si no se casaba con él. Entonces él se había reído y le había dicho que era una mujer romántica y poco realista. Ella necesitaba un hombre. Si no podía tenerlo a él, podía buscar eventualmente a otro.
A raíz de aquello se había producido una furiosa disputa, tras la cual habían caído el uno en brazos del otro. Al día siguiente, él había tomado una nave con dirección a la Tierra para hacer su informe anual. Había estado dos semanas allí y luego se había ido, contento de abandonar la Tierra y deseoso de ver a Anna de nuevo. El Vaticano era ahora un cubo de poco menos de un kilómetro de lado. Albergaba no solamente al Santo Padre sino también a los millones de seres necesarios para hacer funcionar el complejo gobierno de la Iglesia en la Tierra y en los cuarenta planetas coloniales de la Tierra, y a la gente que prestaba sus servicios y sus familias. También contenía un titánico ordenador proteínico cuyo tamaño era ganado tan solo por el Og Boojum de la Federación.
El resto de Roma era un cuadrilátero de tres kilómetros de alto alrededor del Vaticano. Las eternas Siete Colinas habían sido niveladas desde hacía mucho tiempo; el Tíber discurría por el interior de un tubo de plástico en las entrañas de la Tierra.
El cambio era la única constante en los asuntos humanos y, por supuesto, en el universo. Los hombres y las mujeres nacían y morían y… ¡Anna!
Lloró y sollozó como si en su interior grandes manos estuvieran estrujando sus pulmones, cortándole la respiración y haciendo brotar las lágrimas. El cardenal estaba rígido y azarado, pero atrajo la cabeza de Carmody hacia su pecho y palmeó el cabello del sacerdote mientras murmuraba tímida y desmañadamente algunas palabras de consuelo. Luego, su cuerpo se relajó, y sus propias lágrimas cayeron sobre Carmody.
Cuando llegaron al puerto, Carmody estaba sentado de nuevo, envarado y secándose los ojos con un pañuelo.
—Todo está en orden. Por el momento, al menos. Estoy contento de tener una excusa para irme. Si me hubiera quedado, seguro que me hubiera derrumbado. ¿Qué ejemplo hubiera dado a aquellos a quienes he intentado consolar en su dolor? ¿O a aquellos que me han escuchado predicar que la muerte es más una ocasión para alegrarse que para entristecerse, ya que es la gloria lo que espera a los muertos y se hallan más allá de las tentaciones y las maldades de este mundo? Mientras pronunciaba todas esas palabras sabía condenadamente bien que apenas significaban nada. Que hasta que el shock y el dolor no se van mitigando uno no encuentra ningún consuelo.
El cardenal no respondió. Un momento más tarde, llegaron al puerto. Era un edificio de cinco plantas que se extendía por más de quince hectáreas, y construido con abundante mármol extraído de las canteras de las montañas Whizaroo, situadas a unos noventa kilómetros de la capital. El enorme salón principal estaba repleto de seres humanos procedentes de todos los planetas de la Federación y buen número de otros sentientes. Muchos de ellos estaban allí por asuntos oficiales o negocios; la minoría eran aquellos que tenían suficiente dinero como para pagarse un billete de primera clase. La sección de inmigración se hallaba en otra parte del edificio, y allí la gente no iba tan bien vestida ni se mostraba tan despreocupada.
Los dos sacerdotes se abrieron lentamente paso entre la multitud, muchos de cuyos componentes iban tocados con «medusas» o con «pelucas vivientes» que se reajustaban a tiempos determinados para formar nuevos peinados y a cada hora recorrían todo el espectro de 100.000 colores. Algunos llevaban medias capas con llameantes hombros «bartizan», hechos de un material tintineante cuyas notas variaban constantemente de acuerdo con los cambios de la temperatura y de la presión del aire. Unos pocos de más avanzada edad llevaban las piernas pintadas, pero el resto llevaba medias «boswells», en cuya superficie aparecían escenas móviles del portador en diversas etapas de su vida, y estadísticas personales o biografías resumidas. Una mujer elegantemente vestida llevaba unas «boswells» que mostraban en dibujos animados los momentos más importantes de su vida.
Carmody le dijo adiós a Su Eminencia, que deseaba regresar a la ciudad y tomar las disposiciones para el funeral. Tenía que dictar también algunas cartas a las autoridades en el Vaticano, a fin de explicar su retraso.
Las formalidades requeridas para cada viaje interestelar tomaban una media hora. Carmody se desvistió, y sus ropas fueron llevadas a esterilizar. En el cubículo de examen físico, permaneció sin moverse durante dos minutos, mientras los diversos aparatos sondeaban imperceptiblemente su cuerpo. Finalmente le fue entregado un certificado de buena salud. Sus ropas fueron devueltas con otro certificado. Se metió su tricornio de borde bajo, su cuello blanco almidonado, su sencilla blusa, y el resto de su modesto atuendo marrón sin adornos. Desde aquel momento hasta que entrara en la nave, no podía volver a penetrar en la otra parte del edificio.
Sin embargo, le fue entregada una carta, también esterilizada, vía tubo. Una voz de mujer surgió de un altavoz para informarle que la carta acababa de llegar con la Mkuki, directamente de la Tierra. Carmody miró el sello, que llevaba su nombre y dirección y el del expendedor: R. Raspold. La metió en la misma bolsa que la otra.
Mientras, su pasaporte y sus demás papeles fueron puestos al día, verificados y sellados. Tuvo que firmar un descargo según el cual ni el gobierno de Wildenwooly ni la Federación se hacían responsables si moría o resultaba herido en Kareen. Tomó también un seguro para el vuelo hasta El Trampolín. La mitad a su propio beneficio, una cuarta parte para su hija (concebida dos años después de su ordenación como sacerdote), y la otra cuarta parte para la agencia gubernamental que supervisaba las reservas para los aborígenes sentientes pero primitivos de Wildenwooly.
Terminó pocos minutos antes del anuncio del despegue de su nave, la Mula Blanca, una pequeña nave de línea perteneciente a la compañía privada Saxwell. Así que tuvo poco tiempo para examinar a sus compañeros de viaje. Eran cuatro, tres de los cuales iban a otros planetas distintos de Kareen. El único cuyo destino era el mismo que el suyo era Raphael Abdu. Era un hombre de talla media, metro noventa de altura, complexión media, pero con unas manos y unos pies enormes. Tenía un rostro largo y carnoso, una piel oscura, rizado pelo marrón y rasgos fisonómicos que indicaban antepasados mongólicos. Según los registros, era nativo de la Tierra y acababa de pasar varías semanas en Wildenwooly. Sus negocios habían sido registrados como importación-exportación, un término que cubría multitud de intereses.
Una voz desde el altavoz les pidió que se sentaran. Un minuto más tarde, la sala en que estaban sentados los viajeros se desprendió por sí misma del edificio principal y avanzó hacia la Mula Blanca. La nave de línea era un hemisferio cuya parte plana reposaba sobre un círculo de aterrizaje pavimentado con griegite. Su casco de plástico blanco irradiada relucía al sol del mediodía de Wildenwooly. Al acercarse la habitación móvil, la aparentemente lisa superficie del costado de la Mula Blanca se abrió cerca del suelo, transformándose en una portilla redonda. La sala móvil, dirigida por control remoto, se encajó suavemente en la entrada, y su puerta frontal se replegó sobre sí misma. Un oficial con el uniforme verde de las líneas Saxwell entró y les dio la bienvenida.
Los pasajeros entraron en fila en una pequeña salita con únicamente una alfombra verde como todo mobiliario, y de allí a otra sala más grande. Era el bar, ahora cerrado. Pasaron a través de otra sala, donde les entregaron a cada uno un pequeño folleto. Carmody le echó un vistazo para ver si le había sido añadido algo con respecto a anteriores ocasiones, y luego se lo metió en el bolsillo de su blusa. Contenía una historia resumida de las líneas Saxwell y una lista del reglamento de pasajeros, todo lo cual le era ya familiar.
Había tres niveles abiertos a los pasajeros, primera, segunda y tercera clase. Carmody tenía un billete de tercera clase, de acuerdo con las normas de economía estipuladas en su orden. Su nivel era una enorme sala que parecía más bien un teatro que otra cosa, excepto que la pantalla mostraba en aquel momento el paisaje que rodeaba la nave. Los asientos estaban dispuestos por parejas, con una separación intermedia. La mayor parte de los ochocientos sillones estaban ocupados, y la habitación zumbaba con las conversaciones. En aquel momento Carmody lamentó no estar en una cabina de primera clase, donde tendría algo más de intimidad. Pero aquello quedaba fuera de lugar, así que se sentó al lado de un sillón vacante.
Una azafata verificó que se hubiera atado correctamente el cinturón de seguridad, y le preguntó si había leído el reglamento. ¿Deseaba una píldora contra el mareo espacial? Dijo que no necesitaba ninguna.
Ella le sonrió y se dirigió hacia el siguiente pasajero. Carmody le oyó pedir a la azafata que le dejara otra píldora por si acaso.
El sonriente rostro del piloto apareció en la pantalla. Dio la bienvenida a sus pasajeros a bordo de la Mula Blanca, una excelente nave que nunca había tenido un accidente, ni siquiera un retraso, en sus diez años de servicio. Los avisó que el despegue se efectuaría dentro de cinco minutos, y repitió las instrucciones de la azafata de no soltarse los cinturones hasta que recibieran el aviso de que podían hacerlo. Tras unas pocas palabras relativas a su próxima escala, desapareció.
La pantalla quedó ciega por un segundo, y luego la proyección en 3-D de Jack Wenek, un humorista muy conocido, surgió bruscamente en el aire a un metro frente a la pantalla. Carmody no sentía el menor deseo de escucharle, así que ignoró el botón que le hubiera traído hasta él la voz de Wenek. De todos modos, sentía que necesitaba algo que lo distrajera. O algo más fuerte que una diversión, algo que le permitiera situar su dolor y sus problemas en otra perspectiva Necesitaba la inmensidad, temor y maravilla para situarlo en su lugar.
Buscó bajo su sillón y tomó del pequeño estante una especie de casco con un visor abatible. Tras colocárselo en la cabeza, bajó el visor sobre su rostro. Inmediatamente oyó la voz de un oficial de la Mula Blanca.
—… es entregado individualmente a fin de que sus compañeros de viaje no tengan que verlo si no lo desean. Algunas personas, enfrentadas con este espectáculo por primera vez, caen en un estado de shock o de histeria.
El curvado interior del visor se animó bruscamente. Carmody pudo ver el espaciopuerto fuera, los blancos edificios con murales decorados resplandeciendo a la brillante luz del sol de media tarde, a la gente mirando por las ventanas de los edificios del puerto a la Mula Blanca.
—Una docena de espacionaves despegan cada día de este puerto. Pero el espectáculo, aún y no siendo espectacular, sigue atrayendo a centenares, a veces incluso a millares, de espectadores, cada día, en cada planeta de la Federación. Y también en los planetas que no forman parte de la Federación, ya que los sentientes son exactamente tan curiosos como los terrestres. Incluso los pasajeros habituales, los empleados del puerto, y las tripulaciones de las otras naves, no acaban de acostumbrarse nunca a este truco aparentemente mágico.
Carmody tamborileó con sus dedos en el brazo del sillón, ya que había oído discursos semejantes muchas veces. De pronto, una voz interrumpió:
—¿Se encuentra bien, señor?
—¿Huh? —dijo Carmody. Luego dejó escapar una risita—. Sí, sí, me encuentro bien. Tan solo estaba algo impaciente con el discursito. Llevo casi cien saltos ¿sabe?
—Muy bien, señor. Lamento haberle molestado.
Hizo un esfuerzo por calmarse, y se reclinó en su asiento para contemplar la escena en el visor.
La primera voz regresó:
—… tres, dos, uno, ¡cero!
Carmody, sabiendo lo que iba a ocurrir, refrenó su parpadeo. El puerto había desaparecido. El planeta de Wildenwooly y el resplandor de su sol habían desaparecido. Copas de ardiente vino se derramaban sobre una mesa negra: rojo, verde, blanco, azul, violeta. Las tuertas bestias de la jungla del espacio llamearon.
—… aproximadamente 50.000 años luz en, cito, un parpadeo, fin de la cita. El planeta de tamaño terrestre que acabamos de abandonar está ya demasiado lejos como para ser visto, y su sol es tan solo uno más de los millones de estrellas prodigalmente esparcidas por todo el universo a nuestro alrededor «las chispas eternas de los pensamientos de la mente de Dios», como dijo el gran poeta Gianelli.
»Un momento. Nuestra nave está girando ahora a fin de alinearse para el próximo salto. El computador proteínico que les he descrito brevemente hace tan solo un instante está comparando los ángulos de luz de una docena de estrellas identificables, cada una de las cuales irradia su único complejo de colores espectrales y cada una de las cuales posee una relación espacial conocida con relación a las otras. Después de que, cito, el cerebro artificial, fin de la cita, del computador determine nuestra posición, situará la nave para el próximo salto.
Finas líneas horizontales y verticales aparecieron en el visor frente a Carmody.
—Cada cuadro de este enrejado está numerado para su conveniencia. El cuadro 15, cerca del centro, contendrá el astro de Wildenwooly dentro de unos pocos segundos. Ahora está en el número 16, derivando en un ángulo de 45 grados. Obsérvenlo, damas y caballeros. Se está haciendo más brillante, no porque se acerque a nosotros, sino porque hemos amplificado su luz a fin de que puedan identificarlo más fácilmente.
Un destello amarillo pasó a una luminosidad más grande para adoptar luego un tono azul pálido más difuso, luego entró en la esquina del cuadrado quince. Se deslizó a través de la cuadrícula, se detuvo en medio, y se quedó allí inmóvil en el centro.
Carmody recordó la primera vez que había visto aquello, hacía ya tantos años. Entonces había sentido un dolor muy definido en el vientre, como si su cordón umbilical hubiera sido conectado de nuevo tan solo para ser arrancado después brutalmente y alejarse derivando a través del espacio. Se había sentido perdido, más perdido de lo que nunca se había sentido en su vida.
—La posición del sol de Wildenwooly con respecto a las demás estrellas-puntos ha sido determinada y registrada por el computador. Hace ya varios millones de microsegundos que la nave está preparada para dar su próximo salto en lo que se ha venido a llamar el subespacio o el noespacio. Pero el capitán ha retrasado la nave porque las líneas interestelares Saxwell se preocupan por la distracción de sus pasajeros. La Saxwell desea que sus clientes puedan ver por sí mismos lo que ocurre fuera de la Mula Blanca.
»El próximo salto será también de 50.000 años luz, y, cito, emergeremos, fin de la cita, del noespacio o extraespacio, a cien kilómetros de distancia de los límites extremos de la atmósfera de nuestro próximo destino planetario, Mahoma.
»Esta precisión es posible tan solo gracias a los numerosos vuelos que ha efectuado la Mula Blanca entre Wildenwooly y Mahoma. Por supuesto, las posiciones relativas de ambos han cambiado desde el último viaje. Pero hay un reloj de cesio coordinado con el computador, y la distancia y ángulos atravesados por los planetas pertinentes desde el último viaje han sido calculados y comparados con nuestra actual posición. Cuando el capitán active el control adecuado, dará la orden a todo el complejo de navegación de la Mula Blanca para que empiece los cálculos, que le llevarán un microsegundo, y luego haga que la nave dé automáticamente el salto.
El oficial hizo una pausa, y luego dijo:
—¿Están preparados, señoras y caballeros? Voy a iniciar la cuenta…
El salto mínimo, por alguna razón que Carmody no podía comprender, era la longitud de la espacionave. El salto máximo dependía del número de generadores de translación utilizados y de la energía disponible. La Mula Blanca podría haber pasado de la Galaxia a cualquier punto de Andrómeda en un solo salto. Un millón y medio de años luz podían ser franqueados tan rápidamente como el recorrido de un electrón a lo largo de un hilo.
Y la distancia desde Wildenwooly hasta una posición exactamente fuera de la atmósfera de Kareen podía ser recorrida en cuatro maniobras, en un tiempo total real de sesenta segundos. Pero los propietarios de la Mula Blanca estaban más interesados en ganar dinero que en exhibir la potencia de la nave. Así que había aún otras dos escalas planetarias antes de Kareen.
La oscuridad y las esferas ardiendo parpadearon. Ante Carmody estaba ahora la gran giba de un planeta, siempre tensa por la atracción de la gravedad, la luz del sol reflejándose en un océano, la oscuridad de un continente con forma de tortuga, la blancura de una masa de nubes como una enorme y antigua cicatriz en el caparazón de la tortuga.
Pese a sus anteriores experiencias, Carmody se sobresaltó. La masiva joroba estaba cayendo hacia él. Luego se perdió en su admiración, como siempre, ante la aparente sencillez y precisión de la maniobra. El complejo de células artificialmente cultivadas, de solo tres veces el tamaño de su propio cerebro, había situado a la Mula Blanca en su rumbo correcto. Había dirigido el salto de tal modo que la nave había saltado como un conejo de un sombrero, peligrosamente cerca de la atmósfera exterior de Mahoma, tangente al curso del planeta en torno a su sol y moviéndose a la misma velocidad. Además, la Mula Blanca estaba sobre el hemisferio donde tenía que aterrizar.
Carmody parpadeó. La curva saltó hacia él. Otro parpadeo. El visor estaba ocupado por un amplio lago, una cadena de montañas, y unas pocas nubes. La nave osciló durante unos breves segundos, luego se estabilizó cuando los cohetes compensadores entraron en funcionamiento.
Un parpadeo. La cadena montañosa era ahora una docena de montañas, y el lago había aumentado de tamaño. En la orilla occidental del lago se divisaba la tela de araña de las calles de una ciudad y un número determinado de enormes manchas redondas, blancas como huevos de araña —los círculos de aterrizaje— en el centro de la tela.
Allá abajo en la superficie, aquellos que miraban hacia arriba debían ver a la Mula Blanca, si la veían, tan solo como un punto de luz. Pero en unos pocos segundos oirían un bum producido por el primer desplazamiento del aire cuando la Mula Blanca pasara del «no-espacio» a la atmósfera. Entonces, cuando la nave se hiciera visible como un gran disco, otro bum seguiría al primero. Y luego un tercero.
La nave frenó su marcha muy pronto y, ligera como un globo deshinchándose lentamente, apoyó su plana parte inferior en el Círculo de Aterrizaje Seis.
Pese a las dos horas de escala, Carmody no abandonó la nave. No sentía el menor deseo de pasar de nuevo por el proceso de descontaminación para volver a entrar en la nave; deseaba leer las dos cartas que tenía en la bolsa de cintura y, ante todo, deseaba estar solo. En el bar, ordenó un bourbon largo y luego cerró la puerta del cubículo. Tras varios profundos sorbos a la bebida, sacó las cartas. Durante varios minutos jugueteó con los cilindros, falto de su habitual decisión. ¿Cuál leer primero?, pensó, como si aquello fuera una trascendental decisión. Finalmente ganó la curiosidad, y por fin insertó la carta no identificada en la abertura del inductor, una cajita pequeña fijada a la pared.
Había también colgado un «lector», un ligero hemisferio de plástico con un visor. Se lo puso en la cabeza, bajó el visor ante sus ojos, y pulsó el botón que haría pasar ante sus ojos el contenido de la carta.
El interior del visor se iluminó. Apareció algo que hizo que Carmody retrocediera en un movimiento reflejo. Ante él había una máscara… una máscara que parecía querer representar un rostro desfigurado por un accidente.
Una profunda voz de hombre habló:
—Carmody, esta carta es de Fratt. En este momento, tu esposa habrá muerto. Tú no sabes por qué la han matado ni quién lo ha hecho, pero voy a explicártelo.
«Hace ya muchos años tú mataste al hijo de Fratt y dejaste a Fratt ciego. Lo hiciste deliberada y maliciosamente, puesto que no era necesario, puesto que hubieras podido llevar adelante tus tenebrosos planes sin necesidad de hacerle daño ni a Fratt ni a su hijo.
»Ahora, si queda algo de humanidad o sentido del amor en ti, lo cual es dudoso, sabrás exactamente la magnitud de lo que le hiciste a Fratt, cuánto ha sufrido Fratt por la muerte de su hijo.
»Y vas a seguir sufriendo. No solo a causa de tu mujer, sino a causa de que no sabrás cuándo ni de qué modo morirás. Porque vas a morir en manos de Fratt.
»Pero no esperes una muerte fácil o rápida, como la que ha tenido la suerte de sufrir tu esposa. Tú morirás lenta y dolorosamente, y así pagarás por lo que hiciste. Vas a experimentar los mismos sufrimientos que Fratt, tu inocente víctima, experimentó.
»Y entonces sabrás quién ha matado a tu mujer y durante todos esos años no ha pensado en nada más que en devolverte el pago adecuado.
»¡Verás a quien no te ha perdonado nunca, criatura inmunda y despreciable!»
La pantalla se apagó y la voz cesó.
Carmody levantó el visor con una mano temblorosa y miró al mural que había en la pared. Respiraba pesadamente. Así pues, sus sospechas habían sido exactas. Algún antiguo enemigo, alguien a quien había perjudicado en los lejanos y malignos días no le había olvidado. Y por lo que había hecho entonces había perdido ahora a su mujer y su mayor dicha. Anna, pobre Anna…
Volvió a bajar el visor e hizo pasar de nuevo la carta. Ahora comprendió por la peculiar forma de hablar que el que la había dictado no era Fratt. Tampoco daba el menor indicio sobre el sexo de Fratt. La carta había sido pensada para evitarlo, para evitar dar ninguna especificación sobre la época o el lugar del crimen del cual era acusado.
—¿Fratt? ¿Fratt? —murmuró—. ¿Fratt? El nombre no me dice nada. No recuerdo ningún Fratt, y sin embargo debería hacerlo. Tengo una memoria excelente. Pero esos pocos años estuvieron tan llenos de acontecimientos, y yo me preocupaba tan poco de la identidad de mis víctimas. Yo, Dios me perdone, maté e incluso torturé a gente cuyos nombres nunca llegué a conocer.
»Así que es probable que no recuerde a ningún Fratt debido a que nunca llegué a saber su nombre, fuera él o ella. ¿Fratt hijo? Eso tendría que darme alguna pista. Pero quizá ni siquiera supiera que ese Fratt tenía un hijo. ¡Dios mío!
Bebió un nuevo sorbo y deseó que aquello pudiera borrar todo recuerdo de su pasado. Él no era el John Carmody que Fratt había conocido. El nombre y el cuerpo podían parecer los mismos, pero tras ellos no estaba aquel John Carmody. Aquel hombre había muerto tan realmente como si hubiera perdido la vida en Kareen.
Pero otros no habían muerto, y no habían olvidado ni perdonado.
Bebió otro sorbo del bourbon. No había nada que pudiera hacer por el momento. Pero al menos estaría en guardia. Fratt vería que no iba a ser fácil sorprenderle. No iba a encontrar a una víctima pasiva, debilitada por la contrición y la vergüenza, y esperando pagar con su muerte las otras muertes, alguien dispuesto a ser sacrificado en el altar de su propia conciencia.
Dio un puñetazo a la superficie de la mesa y estuvo a punto de hacer volcar el vaso. ¡Al infierno con Fratt! Si Carmody había sido malvado, ahora estaba despojado de esa maldad. Era más de lo que podía decir Fratt de sí mismo. Si Fratt había sido en su tiempo una víctima inocente, ahora ya no era inocente.
Luego pensó: pero entonces soy el responsable de haber inculcado la maldad en Fratt. Si yo no hubiera hecho lo que hice, no hubiera generado este odio en Fratt. Quizá presioné tanto a Fratt que lo despojé de todo lo bueno que pudiera haber en él, y luego yo abandoné la maldad, mientras que él se convertía en el monstruo que yo había sido. Acción y reacción. Es algo que está en las reglas del juego. Haya pasado lo que haya pasado o pase lo que pase, yo seré siempre el culpable.
Sin embargo, notó que algo del antiguo vigor fluía de nuevo por sus venas. La venganza es mía, dijo el Señor. Pero El usa todo tipo de armas para llevar a efecto su venganza.
—No —se dijo a sí mismo, y agitó la cabeza—. Estoy racionalizando. Debo perdonar y amar a mi enemigo como a un hermano. Esto es lo que he estado predicando durante todos estos años. Y creo en ello. O al menos creía.
Dio un nuevo puñetazo a la mesa.
—¡Pero odio! ¡Odio! ¡Oh, Dios mío, cómo odio!
¿Odio a sí mismo?
—¡Oh, Dios! —dijo—. ¡Déjame ver que estoy equivocado!
Vació el vaso y pulsó el mando del autobar para otro.
Cuando llegó el segundo bourbon, retiró la carta de Fratt del inductor y colocó la de Raspold. En la pantalla del visor vio el salón del apartamento de Raspold en el nivel sesenta de la ciudad de Denver. El propio Raspold no estaba sentado para hacer frente a la cámara. Tan nervioso y enérgico como Carmody, se le hacía difícil permanecer mucho tiempo en un mismo lugar.
Raspold era un ave de rapiña revestida de carne, un hombre alto y muy delgado con engomado cabello negro, ojos marrón negro tan agudos y penetrantes como dos tomahawks. Tenía una nariz grande y bulbosa, como un perro sabueso. Llevaba el mono escarlata y el cuello negro de un empleado de las Líneas Interestelares Prometeo. Carmody no se sorprendió de ello, ya que había visto al detective bajo numerosos disfraces.
Raspold dejó de andar arriba y abajo tan sólo el tiempo suficiente para saludar a Carmody con la mano, y dijo:
—Hola, John, viejo renegado. Perdóname si esta es una carta breve.
Siguió andando arriba y abajo, mientras hablaba alto con su profunda voz de barítono.
—Debo irme dentro de pocos minutos, así que no sé cuanto tiempo voy a estar sobre esta pista en particular. Además, la nave que debe llevarse esta carta parte dentro de media hora.
»John, mientras estaba en este caso, para el cual me ves vestido así, he entrado en conocimiento accidentalmente de algo que no tiene nada que ver con el caso, pero que es muy grave. Créeme, muy grave. Un grupo de ricos y fanáticos laicos, de tu religión, lamento tener que decirlo, han decidido asesinar a Yess, el dios de Kareen. No lo hará ninguno de sus miembros, sino que han contratado a un asesino, quizás a varios, para ejecutarlo. Es uno de los mejores profesionales en el asunto. No conozco su identidad. Pero creo que el asesino será un terrestre. De todos modos, tanto si el asesino tiene éxito como si falla y es capturado, las repercusiones serán enormes.
»Yo no puedo hacer nada por mí mismo, porque estoy atado aquí hasta que este caso quede resuelto. He notificado a 3-E, e indudablemente enviarán agentes a Kareen. Probablemente también advertirán a Yess. Aunque quizá no, ya que no quieren que se sepa que son terrestres los que están intentando eso.
»Pero creo que tú podrías hacer algo al respecto, echar una mano. Digo esto porque el asesino puede que sea un hombre que ha superado la Noche, se haya convertido en un algulista, y que por eso sea un hombre terriblemente peligroso. Se necesitará a otro que haya corrido el Riesgo y sobrevivido para oponérsele, y uno terrestre podrá comprenderle mejor. Naturalmente, el que sea un algulista es sólo una suposición, en pocas palabras un rumor. Quizá ni siquiera sea posible. No conozco lo suficiente las cosas de Kareen como para estar seguro.
»Si el asesino no es alguien que haya sobrevivido a la Noche, entonces deberá realizar su trabajo antes de que la Noche empiece. Así pues, no tiene mucho tiempo, y tú tampoco.
»Quizá prefieras ignorar todo esto. Quizá Yess sea perfectamente capaz de cuidar de sí mismo. De todos modos, aquí están los nombres de algunos asesinos profesionales, los mejores. Tú no debes conocer a ninguno de ellos. Todos los grandes chicos de tu tiempo están ahora muertos, en prisión, perdidos o, como tú, metamorfoseados.
Raspold enumeró diez nombres, los deletreó, y añadió una breve descripción de cada uno de ellos. Terminó:
—Buena suerte y mis bendiciones para ti, John. La próxima vez que vengas a la Tierra espero estar allí también. Me gustará ver de nuevo tu agradable fea cara, y tú podrás gozar de la contemplación de mis nobles rasgos romanos y escuchar mis brillantes palabras y mi enorme erudición. Pero ahora debo irme. ¡Adiós!
Carmody se quitó el lector de la cabeza y tendió la mano hacia su segundo bourbon. Antes de tocarlo, su mano se inmovilizó. No era el momento de empezar a emborracharse. No sólo debía tener en cuenta a Fratt —por lo que sabía podía estar incluso en aquella nave— sino que tenía otro problema aún mucho más importante. El cardenal debía ser informado de aquel giro de los acontecimientos. Si lo que decía Raspold era cierto —y normalmente uno podía creer en él— entonces la Iglesia estaba en un peligro mucho mayor del que había predicho el cardenal. El asesinato de Yess por miembros de la propia Iglesia podía causar una erupción que se convirtiera en un cataclismo.
—¡Los estúpidos! —maldijo Carmody en voz baja—. ¡Los ciegos estúpidos llenos de odio!
Insertó dos stanleys es una hendidura; una hoja de papel para cartas en blanco surgió del orificio situado sobre ella. Carmody se giró hacia la pantalla en la pared al lado de la mesita, introdujo la hoja en blanco en el interior, metió tres stanleys en la hendidura y pulsó el botón DIC. Tras dictar la carta al cardenal, llamó a la camarera y le preguntó si la carta podía ser enviada en la próxima nave que partiera hacia Wildenwooly. Ella trajo un talón de cargo para que lo firmara y pusiera en él sus huellas dactilares, ya que las cartas eran muy caras y no llevaba encima moneda suficiente para pagarla.
Luego Carmody fue a los servicios y tomó un oxidante para quemar el alcohol que había pasado a su sangre. La otra única persona que había allí era Abdu, el hombre de negocios de importación-exportación que había subido con él en Wildenwooly.
Abdu no respondió a las maniobras de Carmody de iniciar una conversación. Excepto «Sí» y «¿Oh, sí?» y algunos gruñidos inconcretos, permaneció en silencio. Carmody renunció y regresó a su asiento en la sala de pasajeros.
Llevaba apenas diez minutos sentado, con los ojos entrecerrados e ignorando la película que pasaba por la pantalla, cuando fue interrumpido.
—¿Está libre este asiento, padre?
Un joven sacerdote de la orden de los jesuitas estaba de pie frente a él, sonriéndole y mostrándole unos dientes algo largos. Alto y delgado, poseía un rostro ascético, ojos azules muy claros, pelo negro, y una piel muy pálida. Su acento era irlandés, y un momento más tarde se identificaba a sí mismo como el padre Paul O’Grady, del Bajo Dublín. Había servido en la parroquia de México Capital, Nivel Medio Occidental, durante tan sólo un año tras haberse graduado en el seminario. Luego había sido enviado a El Trampolín para ayudar en la situación de allí.
O’Grady fue franco respecto a su extremo nerviosismo.
—Me siento perdido, no solamente con relación a la Tierra sino también con relación a mí mismo. Tengo la impresión de que me estoy desmenuzando en montones de piececitas diminutas. Me siento pequeño, muy pequeño; todo lo demás parece tan grande.
—Agárrese a algo —dijo Carmody. No deseaba hablar con nadie, pero no podía ignorar al pobre hombre—. Mucha gente siente lo mismo que usted, casi la mitad de los pasajeros de esta nave, apostaría. ¿Quiere beber algo? Aún tenemos tiempo antes del despegue.
O’Grady agitó la cabeza.
—No. No deseo depender de una muleta.
—¡Muleta, infiernos! —dijo Carmody—. No sea ridículo, hijo. Si la necesita, la necesita. Eso pasará pronto; cuando tenga de nuevo los pies apoyados sobre suelo sólido y vea sobre su cabeza un cielo azul parecido al de la Tierra. ¡Azafata!
—Debe usted pensar que soy un bebé horrible —dijo O’Grady.
—Sí, lo pienso —respondió Carmody. Se echó a reír cuando el joven sacerdote le miró desconcertado—. Pero no creo que sea un cobarde. Si hubiera usted rehusado una vez llegado aquí, entonces sí. Pero no lo ha hecho. Así que crecerá.
O’Grady permaneció en silencio durante un rato, rumiando las observaciones de Carmody. Finalmente dijo:
—Bueno, estaba tan nervioso que he olvidado preguntarle su nombre, padre.
Carmody se lo dijo.
Los ojos de O’Grady se desorbitaron.
—¿No será usted el padre Carmody que… el padre de…?
—Dígalo.
—¿Del falso dios Yess de Kareen?
Carmody asintió.
—Se dice que va usted con una misión a Kareen —dijo O’Grady con voz temblorosa—. Se dice que va usted a denunciar a Yess y a demostrar que el boontismo es una religión falsa.
—¿Quién dice eso? —dijo Carmody, casi en un susurro—. Y baje la voz.
—Oh, todo el mundo lo sabe —dijo O’Grady, haciendo un gesto con la mano que indicaba aparentemente la totalidad del universo.
—Al Vaticano le agradaría saber cómo son custodiados sus secretos mejor guardados —dijo Carmody—. Bien, para su información, no estoy yendo a Kareen para desenmascarar a Yess.
O’Grady sujetó a Carmody por el brazo y dijo:
—No irá usted para renunciar a nuestra fe por el boontismo.
Carmody soltó su brazo.
—¿Es este otro rumor? —dijo fríamente—. No. Admitiré que hay algunos aspectos desconcertantes en el boontismo. Pero mi fe es inquebrantable. Confusa, quizá, y cuestionable en algunos aspectos, pero inquebrantable. Y puede decírselo a todo el mundo, si quiere.
—Hemos tenido muchos problemas en El Trampolín —dijo O’Grady—. El número de componentes de nuestro rebaño que nos han dejado por el boontismo es alarmante. No puedo revelarle la cifra, pero sí puedo decirle que es alarmante.
—Ya lo ha dicho dos veces —respondió Carmody.
—Padre, quizá pueda quedarse usted en El Trampolín lo suficiente como para predicar un poco. Necesitamos un hombre como usted, un hombre que haya ido a Kareen y pueda exponer la falsedad de sus pretendidos milagros y de su pretendido dios.
—No tengo tiempo de quedarme —respondió Carmody—. Además, probablemente les decepcionaría bastante. Los pretendidos milagros son reales, y el que Yess sea o no el verdadero salvador de ese planeta es una cuestión que ni siquiera el propio Santo Padre puede responder actualmente. Todavía no.
Carmody se irguió y se inclinó hacia adelante, miró a la pantalla sin ver realmente las siluetas que se movían en ella, y dijo:
—Le advierto que hará mejor no diciendo nada a nadie de nuestro encuentro y de nuestra conversación. Se supone que esta misión es secreta. Sólo yo y algunas altas esferas de la Iglesia saben presumiblemente de ella, aunque puedo ver que el teléfono de los rumores ha funcionado rápidamente otra vez. Es la única cosa en el universo que es más rápida que la luz. Pero si usted susurra a alguien una sola palabra de esto, le advierto que recibirá una severísima reprimenda y que eso será un freno tan grande en su carrera que lo mantendrá en el mismo sitio durante más de veinte años. Así que mantenga su boca cerrada.
O’Grady parpadeó, y su rostro se empurpuró y palideció a la vez. Para alivio de Carmody, la señal de aviso zumbó, y el capitán empezó de nuevo su discurso habitual. Durante el resto del camino hasta El Trampolín, O’Grady estuvo lo suficientemente preocupado controlando su temor como para hablar.
Cuando la Mula Blanca hubo aterrizado, Carmody decidió abandonarla por unos instantes. Necesitaba desentumecer las piernas, echar una nueva mirada a aquel lugar que en otro tiempo le había sido tan familiar. Además, era el último planeta «normal» que iba a ver por algún tiempo.
El puerto había cambiado mucho en diez años, al igual que la ciudad que había tras él. Los blancos conos brobdingnagianos, erigidos por los casi extintos castoristas —animales de sangre caliente que emulaban a las termitas de la Tierra en comer madera y construir edificios con excrementos cementados— aún eran numerosos. Los primeros colonos habían matado a los castoristas y se habían instalado en los rascacielos prefabricados. Luego las casas hechas con troncos o piedra artificial habían ido ocupando los espacios entre los conos. Pero las construcciones originales humanas habían desaparecido, reemplazadas por amplias estructuras de piedra y travesaños de plástico.
Había muchas más naves en los círculos de aterrizaje que en su última visita. Carmody dio gracias a Dios por haber tenido el privilegio de ver los planetas cuando aún estaban relativamente intocados por manos humanas. Evidentemente, había aún muchos otros que todavía tenían que ser descubiertos y explorados. Pero últimamente sus asuntos lo habían llevado por caminos muy hollados.
Paseó durante una media hora por los edificios del puerto, luego regresó a su terminal para el proceso de descontaminación. Una enorme multitud en el salón principal le cortaba el paso. Por un momento no pudo determinar qué era lo que ocasionaba los enfurecidos gritos, los enrojecidos rostros, los amenazantes puños. Luego vio que un grupo, algunos de cuyos componentes llevaban pancartas con la enseña: Sociedad Protectora Cristiana, rodeaban a una docena de hombres y mujeres. Ésos, dejando aparte su actitud defensiva, no se diferenciaban aparentemente de sus perseguidores.
Tan sólo cuando decidió emplear los codos para abrirse camino entre la multitud y consiguió llegar lo suficientemente cerca pudo ver los anchos anillos de oro en los dedos índices del grupo sitiado. Los anillos estaban grabados con un círculo que dominaba dos lanzas entrecruzadas de aspecto fálico. Había visto ya varios de aquellos anillos en Wildenwooly, y supo que aquellos que estaban siendo atacados eran conversos al boontismo. Se habían agrupado cerca de las ventanillas de la aduana y hacían todo lo que podían por ignorar las burlas y los insultos que les llovían de todos lados. En la primera fila de los de la Sociedad Protectora Cristiana se hallaba un sacerdote corpulento, de hirsuto pelo y enorme nariz. Carmody lo reconoció inmediatamente, aunque no lo había visto en doce años. Era el padre Christopher Bakeling, y había entrado en el sacerdocio y en la Orden de San Jairo el mismo año que Carmody.
Carmody se abrió camino hacia él, con la multitud dejándole paso a la vista de su atuendo sacerdotal. Se detuvo entre el enorme sacerdote y los boontistas.
—Padre Bakeling, ¿qué ocurre aquí?
Los ojos de Bakeling se abrieron enormemente.
—¡John Carmody! ¿Qué está haciendo usted aquí?
—¡No provocar disturbios, puedo asegurárselo! ¿Cuál es su queja contra esa gente?
—¡Queja! —resopló el enorme sacerdote—. ¡Queja! ¡Carmody, le conozco bien! ¡Usted está aquí para crear problemas, tan seguro como que su apodo es «Metomentodo»!
Gesticuló y babeó por unos instantes, y finalmente consiguió recuperar su autocontrol. Señaló a un hombre alto y agraciado que estaba de pie junto a la ventanilla de admisión.
—¡Mírelo! ¡Es el padre Gideon! ¡Se ha convertido en un seguidor del asqueroso ídolo Boonta, y ahora se está llevando a tres de sus propios fieles directamente con él al Infierno! ¡Y además a dos de mis propios fieles!
Una mujer entre la multitud aulló.
—¡Gideon es un Anticristo, eso es lo que es, un Anticristo! ¡Y era mi propio confesor! Habría que meterle en prisión y encerrarlo allá donde no pudiera seguir divulgando todos sus secretos.
—¡Habría que lapidarlo! —gritó Bakeling—. ¡Lapidarlo! ¡O colgarlo aquí mismo, como a Judas! Ha traicionado a nuestro buen Señor por un diablo, ha seducido…
—Cállese, Bakeling —dijo duramente Carmody—. ¡Está convirtiendo una situación comprometida en algo mucho peor con su bocaza y sus incongruencias públicas! Creo que lo que debería hacer sería intentar tapar esto de la mejor manera posible. ¡Ese tipo de publicidad, tanto para ellos como para nosotros, debería ser evitada!
Bakeling, con los puños fuertemente apretados, se lanzó contra Carmody y obligó al pequeño sacerdote a retroceder.
—¿Se pone usted de su lado? ¡Le conozco, Carmody! ¡Usted mismo se ha visto infectado por el boontismo! ¡He oído decir incluso que había fornicado con la sacerdotisa de Boonta o hecho algo igualmente perverso, y que el hijo de Boonta es también su hijo! No he querido creerlo; ningún hombre del clero podría ser tan inicuo, ¡ni siquiera un monstruo como usted! ¡Pero ahora ya no estoy tan seguro!
—Apártese de mí, Bakeling —dijo Carmody. Sentía que su cólera ascendía en su interior como el mercurio de un termómetro en plena canícula—. ¡Apártese, e intente comportarse como un siervo de Dios!
Hizo una pausa, luego no pudo contener por más tiempo su ira.
—¡No me empuje! ¡Se lo advierto!
—¡Oh, es usted un gallito de pelea, cree en su propia reputación de hombre peligroso! ¡Es usted tan pequeño para mí que me basta con escupirle encima! ¡Y ni siquiera es usted digno de que me tome esa molestia!
La mujer que había denunciado a Gideon intervino de nuevo:
—¿Qué clase de sacerdote es usted? ¿Tomando partido contra nuestra propia religión, nuestra propia gente?
Carmody se esforzó en calmarse. En voz baja, dijo:
—Estoy intentando conducirme como cristiano, intentando impedir que su gente actúe movida por el odio. Recuerde: Ama a tu enemigo.
—¡Y la próxima vez nos va a decir que presentemos la otra mejilla e invitemos a esa basura a comer! —gritó la mujer—. ¡Son malvados, padre, malvados! ¡Y el padre Gideon es Satán en persona! ¿Cómo puede… cómo puede…? —Y se lanzó a una retahíla de insultos y maldiciones que Carmody, en sus viejos días, hubiera admirado. Fuera lo que fuera lo que poseía a aquella mujer, tenía realmente imaginación y un auténtico don para la blasfemia.
—¡Apártese de mi camino, Carmody! —rugió el enorme sacerdote—. ¡Voy a hacer que Gideon se retracte aunque para ello tenga que retorcerle el cuello!
—¡Ése no es el camino! —dijo Carmody.
—¡Infiernos no lo es! —gritó Bakeling, y se arrojó sobre Carmody. Mientras el pequeño sacerdote se inclinaba bajo el empuje de aquel poderoso puño, la rabia y la frustración que ardían en él desde la muerte de Anna subieron a la superficie. Hundió los dedos rígidos de su mano izquierda en el enorme y blando vientre ante él, y Bakeling se llevó ambas manos a su estómago, boqueó, se dobló, y recibió de lleno un puñetazo en la nariz. La sangre salpicó sus zapatos y las piernas de Carmody.
Un único grito brotó de la multitud. Empujaron hacia adelante, arrastrando a Carmody con la muralla de sus cuerpos, apretándole contra los aterrorizados boontistas. Sonaron algunos silbatos de la policía. Varios puños golpearon a Carmody, y perdió el conocimiento.
Cuando abrió los ojos, su cabeza, mandíbula, costillas y hombros le dolían. Un policía con el uniforme blanco y negro y el casco cónico de las fuerzas municipales de El Trampolín intentaba reanimarle. Antes de que Carmody pudiera decir nada fue puesto bruscamente en pie por dos fornidos hombres y arrastrado por la gran sala hasta el exterior. Allí varios coches celulares le aguardaban a él y a los demás manifestantes que no habían escapado lo suficientemente aprisa o habían sido lo bastante heridos como para no poder correr.
Sin embargo, él recibió un trato de favor. Mientras la mayor parte de los demás eran metidos por la fuerza en las camionetas celulares, él fue metido en la parte de atrás de un coche de patrulla. Un teniente se sentó a su lado. Al otro lado estaba el padre Bakeling, con un pañuelo apretado contra su nariz.
—¡Ya ve la que ha armado, especie de buscaproblemas! —murmuró Bakeling—. ¡Ha desencadenado un disturbio, y ha deshonrado a su Iglesia y a su diócesis!
—¿Yo?
Carmody lo miró sorprendido, luego se echó a reír, pero se interrumpió cuando sus costillas lanzaron una oleada de dolor a través de todo su cuerpo.
—¿Vamos a ser acusados de algo? —le preguntó al teniente.
—El padre Bakeling ha presentado cargos contra usted. —El policía le tendió un teléfono de muñeca—. Tiene usted derecho a llamar a su abogado.
Carmody lo ignoró y se dirigió a Bakeling.
—Si me veo retenido y pierdo la nave a Kareen, va a tener que responder de ello a las más altas autoridades. Y cuando digo a las más altas me refiero precisamente a las más altas.
Bakeling se apretó el pañuelo contra la nariz y gruñó:
—No me amenace, Carmody. Recuerde, le conozco, sé quién es, un pequeño mentiroso embaucador.
—Creo que después de todo voy a hacer esa llamada —dijo Carmody. Tomó el teléfono—. ¿Cuál es el antecódigo?
El teniente le dijo los números, y Carmody los repitió. La medialuna gris de la parte superior del disco de 5,08 centímetros se volvió luminosa.
—¿Cuál es el número del obispo Emzaba?
Bakeling se sobresaltó; el teniente abrió mucho los ojos.
—No se lo diré —dijo Bakeling.
—De acuerdo; teniente, dígamelo usted.
El policía suspiró, pero sacó una libretita de su bolsa de cintura y la hojeó.
—606.
Carmody dijo el número, y un segundo más tarde el rostro de un joven sacerdote apareció en la pequeña pantalla. Carmody hizo girar la parte superior móvil del disco, y el rostro pareció salir fuera de la pantalla y flotar, muy ampliada, a dieciséis centímetros delante del disco.
—Al habla el padre Carmody de Wildenwooly. Debo hablar con el obispo. Inmediatamente. Es una emergencia.
El rostro se esfumó; la pantalla permaneció ciega, aunque sin perder su luminosidad. Bruscamente, los rasgos de un mulato danzaron ante Carmody. El parpadeante rostro tenía el ceño fruncido, y su voz era profunda y dura.
—¿Carmody? ¿En qué lío se ha metido usted ahora?
—Uno que no ha sido en absoluto culpa mía, Su Eminencia —dijo Carmody—. De hecho, yo estaba simplemente intentando llevar a cabo una acción cristiana, sin mencionar la caridad cristiana. Pero fracasé. Y aquí estoy, camino del puesto de policía, a punto de ser inculpado y encarcelado.
—He oído hablar de los disturbios en el espaciopuerto y de su participación en ellos —dijo Emzaba—. Ya he empezado algunas acciones por iniciativa propia. Quizá no sea cristiano, pero se trata de algo de extrema necesidad.
Carmody giró el teléfono de modo que el obispo pudiera ver a Bakeling.
El ceño de Emzaba se frunció aún más.
—¡Bakeling! ¿Es cierto que se ha enfrentado usted a otro sacerdote? ¿Y que estaba capitaneando una manifestación de sus propios fieles contra los conversos boontistas?
Bakeling gruñó inconcretamente por un instante y luego dijo:
—¡Estaba solamente intentando que el padre Gideon y su gente vieran el error que estaban cometiendo, Su Eminencia! ¡Pero ese, ese Metomentodo de aquí, ha venido a ponerse en su favor! ¡Incluso me atacó, a un hermano sacerdote, a un miembro de su propia orden, para proteger a los herejes boontistas!
—¿Es eso cierto? —dijo Emzaba— ¡Carmody, gire el teléfono de modo que pueda ver su rostro!
Carmody giró el teléfono y dijo:
—Es una larga historia, Su Eminencia, y haría falta mucho tiempo para separar los varios hilos de la verdad de los de la pasión. Pero no tengo tiempo de explicarlo. ¡Debo proseguir mi camino hacia Kareen! ¡Inmediatamente! ¡Llevo una misión de la más alta importancia, autorizada por el Santo Padre en persona!
—Sí, lo sé —dijo Emzaba—. Ayer me llegó un correo informándome de que debía ayudarle a seguir su camino, por irrazonables o extrañas que fueran las demandas que usted pudiera hacerme. He comprendido algo de su misión, y estoy preparado para ayudarle. ¡Pero Carmody, un alboroto! ¡Debería comprender mejor que nadie la necesidad de no verse envuelto en algo que pueda retrasarlo!
—Lo sé, y lo siento. Pero aquí estoy. Ahora, ¿cómo puedo regresar al puerto a tiempo de tomar la Mula Blanca antes de que despegue? ¿Puedo conseguirlo realmente?
Emzaba pidió hablarle al teniente. Carmody giró de nuevo el teléfono para que el policía y el obispo pudieran hablar frente a frente. El teniente enumeró los cargos que habían sido hechos contra Carmody. Al oírlos, el obispo frunció tan fieramente el ceño que se asemejó a uno de los ídolos de ébano esculpidos por sus antepasados en aquellos lejanos tiempos.
—Le llamaré de nuevo, teniente. O lo hará algún otro —dijo Emzaba.
Su rostro se disolvió, pero el fantasma de su irritación colgó en el aire. Bakeling pareció incómodo, mirando de reojo a Carmody.
—Si sale usted con bien de ésta, especie de rata de cloaca, y si soy injustamente acusado… si tengo que sufrir por su causa… le juro que…
—¿Qué hará? —dijo Carmody—. ¿Negarse a aprender su lección y volver a cargar como un toro en celo para golpear de nuevo su gorda cabeza contra las paredes?
—Es usted repugnante, Carmody, un insulto a su sagrado oficio.
—Las situaciones violentas exigen un lenguaje violento —dijo Carmody—. ¿Pero no se le ha ocurrido pensar que el obispo hubiera estado aún mucho más furioso contra usted si hubiera hecho unos mártires de los boontistas? Eso es lo que la Iglesia desea evitar a toda costa, y eso es precisamente lo que estaba haciendo usted.
—Yo estaba actuando según los dictados de mi conciencia —dijo rígidamente Bakeling.
—Haría mejor en tomar su conciencia y sacudirle un poco el polvo —dijo Carmody—. Límpiela, haga que brille como un espejo, y échese una buena mirada a usted mismo en ella. Admito que el espectáculo será nauseabundo, pero a veces se necesitan unas cuantas náuseas para poner en forma a un hombre.
—¡Usted, sucio pequeño hipócrita bocazas!
Carmody se alzó de hombros por toda respuesta. Estaba empezando a sentirse de nuevo deprimido, ya que sabía que el obispo tenía razón.
El coche se detuvo ante el puesto de policía. Se hallaba en uno de los conos de los castoristas ocupados por los primeros colonos, una estructura gris blanca en su exterior, de unos cien metros de diámetro en su base y una altura de cuatrocientos metros hasta su cúspide. Antiguamente el cono había albergado a la organización central de policía de todo el planeta. Pero en sus cincuenta años de colonización, El Trampolín había aumentado de tal modo su población que ahora el edificio albergaba tan sólo la jefatura de puestos. La base planetaria había sido trasladada a una nueva estructura a veinte kilómetros de distancia, un rascacielos construido por el hombre.
La entrada original, lo suficientemente amplia como para dejar pasar tan sólo a dos castoristas hombro contra hombro, había sido ampliada hasta convertirla en un amplio arco. Carmody lo franqueó en compañía del teniente y de Bakeling, entrando en un enorme y abovedado vestíbulo cuya blanca desnudez había sido recubierta con formica verde. De aquel vestíbulo pasaron a una gran habitación. Había allí un curioso olor, compuesto por los rastros, de cincuenta años de antigüedad, de los castoristas, mezclado con el inmemorial efluvio de las edificios de la policía y los tribunales: humo de cigarrillos y orina. Bajo la pintura verde, sabía Carmody, había manchas y rastros de sangre, ya que los castoristas no se habían dejado desposeer pacíficamente.
Carmody y Bakeling se sentaron en un banco mientras el teniente iba a hablar con sus superiores. Cinco minutos más tarde regresó con el rostro pálido y los labios apretados.
—¡El obispo ha interferido en el procedimiento policial! —dijo—. Tiene que haber hecho realmente una buena presión. Acabo de recibir órdenes de olvidar todos los cargos y soltarlos a los dos. Y como si esto no fuera poco, tengo que escoltarle a usted, Carmody, hasta el puerto.
Los dos sacerdotes, en silencio, se levantaron y le siguieron fuera del edificio. Esta vez, Carmody fue instalado en un aerocoche. El vehículo se elevó en vertical y salió disparado hacia las espiras del puerto, haciendo sonar todas sus sirenas y destellando todas sus luces.
El teniente, sentado delante de Carmody, se giró repentinamente y le tendió el teléfono.
—El obispo —dijo, y se giró nuevamente de espaldas.
El rostro de Emzaba brotó de la pantalla, y se detuvo tan sólo a unos pocos centímetros del de Carmody. Estaba tan cerca que el sacerdote podía percibir las líneas ondulantes que formaba la proyección. Aquello le daba aún más fuerza a las palabras del obispo.
Poco después, Carmody, debidamente escarmentado y contrito, se excusó. No dijo nada acerca de la muerte de su esposa. Pero el obispo debía saber de ella, ya que inmediatamente después de su discurso se ablandó.
—Ya sé que arrastra usted consigo un pesado fardo, John. Bajo circunstancias normales, no me hubiera contentado con una simple reprimenda. Pero nada debe desviarle de su misión.
—Hay veces en que las cosas escapan a todo control —dijo Carmody—. Bueno, pronto estaré en Kareen y dedicado por completo a mi tarea.
El obispo guardó silencio durante un minuto, y luego dijo:
—¿Será presuntuoso por mi parte pedirle más detalles acerca de su misión? Tengo una idea general, pero no me ha sido dicho nada específico. De todos modos, no pienso que tiene usted que contármelo todo tan sólo porque yo sea curioso. Considéreme como un correligionario que se siente gravemente preocupado y que sabe mantener la boca callada.
Carmody se entretuvo encendiendo un cigarrillo, y luego dijo:
—Puedo decirle, Su Eminencia, que mi misión es doble. Por un lado, debo intentar disuadir a Yess de que envíe a sus misioneros a otros planetas. En segundo lugar, debo intentar convencer a Yess de que no obligue a toda la población de Kareen a pasar la Noche de Luz.
Emzaba pareció impresionado.
—No sabía que Yess tuviera la intención de mantener a sus seguidores Despiertos.
—Todavía no está decidido. Aparentemente, aún lo está considerando, y no dará a conocer su decisión hasta que la Noche esté a punto de empezar.
—¿Pero por qué querrá hacer eso?
—Me han dicho que desearía hacer una criba de todos los adoradores secretos de Algul y también de los tibios y de los indiferentes. Quiere un planeta lleno de fanáticos.
El obispo asintió.
—Y entonces Yess enviará a esos fanáticos como misioneros, ¿correcto?
—Correcto.
—¿Y Yess tiene el poder de hacer esto, de obligar a todo el mundo a exponerse a los terribles peligros de la Noche?
—Tiene el poder.
El obispo vaciló, frunció el ceño, y luego dijo:
—Nuestros superiores deben creer que tiene usted alguna posibilidad de éxito. De otro modo, no lo enviarían junto a Yess.
—Quizá sea también un acto de pura desesperación —dijo Carmody—. Las incursiones que ha hecho el boontismo en nuestra fe, en todas las religiones no kareenianas, han sido devastadoras. Y cada vez será peor.
—Entiendo. Sin embargo… usted ha pasado la Noche… se dice incluso que es uno de los Padres de Yess… pero que no se ha convertido usted en un adorador de la diosa. Así pues, hay esperanzas. Pero no comprendo que no haya sido utilizado publicitariamente por nuestra Iglesia. Es usted el mayor testimonio viviente de nuestra fe.
Carmody sonrió amargamente y dijo:
—Hay un gran peligro en mi testimonio. ¿Qué pensaría el hombre medio si yo jurara, y tendría que hacerlo, que los fenómenos de la Noche son reales? ¿Que el dios Yess es formado realmente del aire por la unión mística entre la Gran Madre y los Siete Padres? ¿Que los denominados milagros son cosa corriente en Kareen, que el boontismo puede ofrecer la prueba viviente de lo que dice, resultados sólidos y visuales de la práctica de su religión?
»¿O que yo era un criminal de la peor calaña, varias veces asesino, ladrón, pervertido, lo que usted quiera… y que sin embargo tras haber sobrevivido a la Noche no he necesitado ni siquiera un tratamiento de reeducación en la Johns Hopkins?
—Dirían que el boontismo ha hecho eso y darían aún más crédito a los misioneros kareenianos. Pero usted no se ha convertido en un seguidor de Boonta.
—Creo que hubiera podido llegar a ocurrir si me hubiera quedado en Kareen —dijo Carmody—. Pero regresé a la Tierra casi inmediatamente después de la Noche. Y mientras estuve en Hopkins tuve una experiencia de cuyos detalles no voy a hablar ahora. Aquello fue suficiente para decidirme a entrar en la Iglesia, y convertirme en hermano laico y luego en sacerdote.
—Sigo sin comprender —dijo el obispo—. Usted afirma la validez de Yess y de Boonta, y pese a ello declara la veracidad de su fe. ¿Cómo pueden reconciliarse dos conceptos tan opuestos?
Carmody se alzó de hombros y dijo:
—No pueden. Yo me hago mis propias preguntas, estoy lleno de ellas. Pero hasta ahora siguen sin respuesta. Quizás esta visita a Kareen me permita hacerlo.
El aerocoche se posó en el aparcamiento. Carmody le dijo adiós a Emzaba, recibió su bendición, luego se entretuvo un poco más para pedirle al obispo que no fuera severo con Bakeling. Emzaba replicó que intentaría ser tan justo como le fuera posible. Pero antes de soltarlo le haría comprender a Bakeling exactamente lo que había hecho y le haría prometer que evitaría tales errores en el futuro.
Carmody ocupó su asiento en la Mula Blanca tan sólo un minuto antes de que las portillas fueran cerradas para las comprobaciones previas al despegue. Vio que la mayor parte de los boontistas conversos que se habían visto mezclados en el altercado habían conseguido llegar a tiempo a la nave.
Uno de los pasajeros, que había entrado pisándole los talones a Carmody, no era un boontista. Era un hombre pequeño y musculoso, que parecía tener la misma edad psicológica de Carmody, es decir, entre los treinta y cinco y los cien años. Tenía una pelambrera negra, espesa y muy rizada, un ancho rostro amerindio con una gran nariz aquilina, labios delgados y un mentón agresivo. Iba vestido enteramente de blanco: un sombrero cónico con una amplia ala blanda, una camisa ceñida con mangas abombadas, un amplio cinturón de símil piel con una hebilla metálica exagonal, una bolsa de cintura blanca, y un pantalón ajustado en los muslos pero amplio en las pantorrillas. Sus zapatos, sin ninguno de los adornos habituales de frunces y festones, eran sencillos pero resistentes.
Aferrado en una de sus manos llevaba un grueso libro encuadernado en blanco. En su cubierta, en el antiguo alfabeto no fonético, había escritas unas palabras en negro: Versión auténtica — Sagradas Escrituras. Por ello y por sus blancos hábitos, Carmody comprendió que el hombre pertenecía a un grupo religioso cada vez más poderoso. Los miembros de la Iglesia Profunda de Dios —a veces llamados Culosduros por sus enemigos— eran fundamentalistas que creían haber vuelto a la fe original de los principios del cristianismo. Carmody había encontrado a varios de ellos en Wildenwooly.
Sin embargo, no fue la religión de aquel hombre lo que hizo que Carmody desorbitara los ojos. Fue la impresión del reconocimiento.
¡Así que todos los antiguos profesionales no habían desaparecido! Aquel hombre era Al Lieftin, y en una ocasión había trabajado con Carmody durante una fase del robo del Staronif.
Los ojos de Lieftin también se abrieron enormemente al ver el rostro de Carmody. Los abrió aún más cuando los descendió y vio las ropas marrones de un sacerdote de la Orden de San Jairo.
Lieftin levantó la mano como para defenderse de algo, dio un paso atrás, y se giró. Pero el sacerdote lo llamó en voz alta:
—¡Al Lieftin! ¡Ven y siéntate a mi lado! No necesitas evitarme. No tengo nada que ocultar. Y parece que ambos hemos cambiado mucho.
Lieftin vaciló. El color regresó a su rostro; sonrió, y con un andar casi fanfarrón fue a sentarse en el asiento al lado del de Carmody.
—Me has dejado asombrado —dijo—. Hace tantos años. Tú… ¿tú eres el padre Carmody ahora?
—Padre, sí —dijo Carmody—. ¿Y tú?
—Soy un diácono de la Verdadera Iglesia —dijo Lieftin—. ¡Loado sea el Señor! Los días de maldad han desaparecido para siempre; vi la luz a tiempo. Me arrepentí, pagué por mis pecados. Y ahora predico la Palabra Fundamental.
—Estoy muy contento de que estés en paz —dijo Carmody—. Al menos, presumo que lo estás. Hemos seguido caminos algo divergentes, pero ambos han sido, creo, buenos caminos, los caminos adecuados. Dime —prosiguió—, si no tienes ninguna objeción, ¿para qué vas a la Alegría de Dante? La Noche de Luz se aproxima. No creo que estés planeando pasarla.
—¡Nunca! No, voy allí porque mi Iglesia me ha enviado a hacer un informe sobre los rituales pre-Noche, y luego tomar la última nave que salga. Hubiera preferido no tener que observar esas cosas Satánicas, pero el Principal en persona me pidió que lo hiciera.
—¿Para qué quiere tu Iglesia un informe? Seguro que hay los suficientes datos acerca de Kareen en las librerías de la Tierra.
—La amarga verdad —dijo Lieftin— es que hemos perdido más cantidad de gente que se ha pasado al falso dios Yess de lo que nos gustaría admitir. Muchos hombres y mujeres de los que nunca hubiera creído que pudieran desviarse de la Palabra Fundamental han sucumbido ante las falacias Satánicas de los misioneros kareenianos.
»Así que debo hacer un informe detallado, descubrir las cosas que no constan en los libros, obtener un relato de primera mano. He de tomar también película, y usarlo todo ello en ciclos de conferencias en la Tierra. Debo mostrarles a las gentes de la Tierra qué clase de pecadores son realmente los kareenianos. Cuando los actos indescriptiblemente obscenos y maléficos que cometen los kareenianos en nombre de su religión sean puestos en evidencia, entonces los terrestres se mostrarán menos ansiosos de convertirse al boontismo. Verán por sí mismos qué abominaciones se practican en el nombre de Boonta.
Carmody no le dijo a Lieftin que aquel método había sido intentado ya más de una vez. Algunas veces, funcionaba. Pero la mayor parte de las veces conseguía tan sólo el efecto contrario. Despertaba la curiosidad, incluso el deseo.
Carmody encendió un cigarrillo. Lieftin resopló. Carmody dijo:
—Antes encendías un cigarrillo con la colilla del anterior. ¿Cuán difícil te ha sido apartarte del hábito?
—Nada, loado sea el Señor. No he sentido ni una tentación momentánea desde el instante en que vi la luz. ¡Nunca! Renuncié a los pecados del tabaco, del alcohol y de la fornicación. Y doy gracias al Señor que me ha protegido desde entonces de toda tentación.
—El tabaco y el alcohol pueden ser malos si se abusa de ellos —dijo Carmody—. Pero la moderación es también una virtud. En general, al menos.
—Tú no crees en ello, Carmody. Cuando se lucha contra el mal, es todo o nada.
Vaciló, y luego dijo:
—De hecho, quizá no debería escarbar en los viejos días. Pero ¿qué fue lo que le ocurrió al Staronif? Recuerdo que tuvimos que salir por piernas aquella noche. Yo apenas conseguí escapar de los guardias y de su wego. Oí más tarde que Raspold casi estuvo a punto de cogerte, pero que lo burlaste. Pero nunca volví a saber qué le había ocurrido al Staronif. ¿Escapaste con él?
—Logré escapar de Raspold porque él se vio obligado a refugiarse en un árbol perseguido por un logar —dijo Carmody, refiriéndose a un enorme felinoide carnívoro del planeta Tulgey—. Yo casi conseguí llegar a nuestra nave, pero también tuve que refugiarme en un árbol; el logar venía tras mis huellas. No creas esas historias acerca de gente que está demasiado gorda como para trepar a un árbol. Yo no tenía más que un arma, ya que había vaciado todos mis cargadores durante la persecución y la batalla con los guardias. Esa arma era el Staronif.
»Se lo hundí al logar en la garganta, y el bicho se tragó el Staronif. La última vez que vi al logar estaba corriendo por el bosque, aullando como si fuera presa del más grande de todos los cólicos.
—¡Dios! —dijo Lieftin. Y luego—: Lo siento. No debo usar el nombre del Señor en vano. ¡Pero el Staronif! Diez millones de giffords perdidos en el estómago de un gato. ¡Vaya fortuna hubieras podido obtener! ¡Y todos esos meses de planear las cosas y todo ese dinero gastado en organizarías!
Carmody soltó una risita y dijo:
—En aquel momento no me pareció en absoluto divertido. Pero ahora me río de ello. En algún lugar de aquel enorme y umbrío bosque, la más valiosa joya de la galaxia reposa en medio del esqueleto de un logar.
Lieftin se secó la frente con un pañuelo que sacó de su manga. Carmody se lo quedó mirando, preguntándose si aquel pañuelo contendría aún la pequeña bola de acero cosida en una de sus esquinas. Lieftin se había hecho famoso hacía tiempo por su habilidad en lanzarla al ojo de un hombre durante una lucha, haciéndoselo saltar muy a menudo. Ahora no había ninguna señal de ella.
La azafata anunció el despegue. Diez minutos más tarde, tiempo de la nave, la Mula Blanca estaba en la atmósfera de Kareen. En otros diez minutos, había aterrizado a la luz del sol del atardecer.
Una vez más tuvo que pasar Carmody por la inspección. Perdió de vista a Lieftin hasta que estuvo camino de la salida del espaciopuerto. Cuando pasó delante de la puerta de los servicios (diseñados para los machos bípedos de origen no kareeniano), la puerta se abrió. Y vio a Lieftin aplastando un cigarrillo en un cenicero.
Lieftin levantó la vista al mismo tiempo. Se sobresaltó, luego salió precipitadamente y sujetó a Carmody por el brazo.
—Perdóname, Carmody, te he mentido. Caigo en la tentación de tanto en tanto. Pero generalmente resisto a ella con la ayuda del Señor. Sólo que esta vez he caído. Quizá debido a que este viaje me ha puesto muy nervioso. Ya sabes, venir a un lugar tan dominado por el mal.
—Este lugar no está más dominado por el mal que cualquier otro lugar —dijo Carmody—. No te preocupes. No te estoy juzgando. No me voy a reír ni le voy a decir nada a nadie al respecto. Olvídalo. Y perdóname. Creo que la delegación oficial está aquí para recibirme.
Había visto a su viejo amigo Tand penetrar en la enorme sala. No se le veía mucho más viejo de cuando se habían separado. Había algunos rastros grises en el plumoso cabello de su cabeza, y parecía un poco más grueso de como Carmody lo recordaba. Pero era el mismo individuo alegre, con sus azules dientes siempre expuestos en una sonrisa. Su actual e importante posición no había cambiado su modo de vestir. Seguía llevando sus habituales ropas sencillas y conservadoras.
Tand avanzó hacia él, los brazos abiertos, llamando:
—¡John Carmody! ¡Bienvenido!
Se abrazaron. Tand dijo, en inglés:
—¿Cómo estás, padre?
Se echó a reír, y Carmody comprendió que Tand estaba usando aquel título con un doble sentido.
—Estoy bien —respondió Carmody en kareeniano—. ¿Y tú, Padre Tand?
Utilizó la palabra pwelch, que estaba reservada para Padre de Yess.
Tand dio un paso hacia atrás y dijo:
—Me siento tan feliz como pueda estarlo bajo las actuales condiciones. Oh… —Se giró hacia los otros kareenianos que estaban tras él—. Permíteme presentarte…
Carmody saludó a cada uno de ellos con la formal combinación de apretón de manos y ligera flexión de las rodillas. Los cuatro eran miembros del gobierno: un oficial de la policía secreta, un sacerdote, un etnólogo, y un secretario del jefe del gobierno mundial.
Todos parecían interesados en saber qué era lo que había traído a Carmody de vuelta a su planeta. Abog, el secretario de Rilg, el jefe del gobierno, era un hombre joven, muy bien parecido, pero había algo en su actitud —¿o quizás en su voz?— que puso en guardia a Carmody.
—Todos nosotros esperamos que haya venido a anunciar públicamente su conversión al boontismo —dijo Abog.
—He venido a hablar con Yess —dijo Carmody.
Tand se hizo cargo de la situación.
—¿No prefieres ir primero a tu hotel? Como sea que eres uno de los Siete, el gobierno te ha reservado una de las mejores suites. A cargo del estado, por supuesto.
Tand hizo un gesto a los demás que sugería que todos ellos estaban muy ocupados. Comprendieron la alusión y se despidieron. Pero Abog, antes de irse, insistió en que Carmody le concediera una entrevista, aquella misma tarde si era posible. El sacerdote respondió que se sentiría muy feliz de hablar con él.
Tras la marcha de los oficiales, Tand condujo a Carmody a su coche. El vehículo era una unidad de baja gravedad, como la mayor parte de los que se veían por la calle.
—El cambio —dijo Tand—. Está por todas partes en el universo, incluso en nuestro planeta alejado de todos los caminos. La población se ha cuadruplicado. Nuevas industrias, basadas en la tecnología de la Federación y a veces también gracias a los préstamos de la Federación, han brotado a miles.
Tand condujo: Carmody miraba por la ventanilla. Las masivas estructuras de piedra con sus gárgolas burlonas o amenazantes seguían siendo siempre las mismas. Había más gente en las calles, y se veían atuendos de un estilo claramente influenciado por las modas de la Federación.
—La ciudad que tú conoces —dijo Tand— es casi la misma. Pero a su alrededor, cubriendo lo que antes eran granjas y bosques, se ha erigido una gran ciudad nueva. No está hecha de piedra, no está hecha para durar siempre. Demasiada gente y demasiado pronto. No hemos tenido tiempo de tomarnos nuestro tiempo en edificar.
—Es como en todas partes —respondió Carmody—. Dime, ¿sigues estando en relación con la policía?
—Ya no. Pero tengo influencias. Cualquier Padre las tiene. ¿Por qué?
—Un hombre llamado Al Lieftin ha venido conmigo en la Mula Blanca. Hace años, era un asesino a sueldo. Viaja bajo su propio nombre, así que presumo que fue readaptado en Hopkins o en alguna otra institución similar. Ahora proclama que es un diácono de la Iglesia Profunda de Dios. Su historia puede ser cierta. Si tuviéramos tiempo, podríamos investigar acerca de él. Pero no lo tenemos. Y existe la posibilidad de que sea el asesino enviado por los fanáticos de la Tierra para matar a Yess. Estás al corriente, ¿verdad?
—He oído algo. Pondré a la policía sobre la pista de Lieftin. Pero van a perder mucho tiempo manteniéndolo vigilado, a menos que lo arresten. Una vez se mezcle entre la multitud en el festival de la pre-Noche, podrá despistarlos fácilmente. O desaparecer sin dejar huella.
—¿Qué posibilidades hay de arrestarlo?
—Ninguna. Podría crearnos muchos problemas. Las autoridades no desean ofender a un ciudadano de la Federación a menos que tengan razones muy poderosas.
Carmody permaneció en silencio unos instantes, luego dijo:
—Hay otro hombre que me gustaría que fuera vigilado. Pero dudo en hablar de él. Es una cosa muy personal, importante para mí pero pequeña en relación con el complot contra Yess.
Le contó a su amigo las amenazas que había recibido del hombre que se llamaba a sí mismo Fratt. Tand permanecía pensativo. Finalmente dijo:
—¿Crees que el terrestre llamado Abdu pueda ser Fratt?
—Es posible, pero no es muy probable. El elemento tiempo está contra él. ¿Cómo podría saber de mi repentina decisión de venir aquí?
—La explicación podría ser muy sencilla si supieras qué es lo que hace. Haré que alguien lo vigile. La policía va a estar demasiado ocupada con la gente para dejarme a alguien, pero contrataré a alguien particular.
Tand detuvo el coche frente a su destino. El equivalente kareeniano de un botones llevó la maleta de Carmody en una gravicarretilla, y los dos subieron directamente a la suite de Carmody. Como fuera que Tand había hecho todos los arreglos necesarios, no hubo que pasar por el registro. Pero un grupo de periodistas intentó entrevistar a Carmody. Tand les hizo señas de que se fueran. Pese a que eran tan agresivos como sus colegas terrestres, obedecieron a Tand, uno de los Padres de Yess.
Mientras que en otro tiempo los dos hombres hubieran tenido que subir por la gran escalera curvilínea, ahora subieron a un graviascensor. El hueco de la escalera era tan enorme que no fue necesario realizar ninguna obra en ella para instalar la batería de elevadores.
—Este edificio ha sido siempre un hotel —dijo Tand—. Es probable que sea el hotel más antiguo del universo, Fue construido hace más de cinco mil años. —Hablaba con orgullo—. Ha sido ocupado durante tanto tiempo que se dice que un hombre con un buen olfato podría detectar el olor de la carne absorbido por las piedras durante tantas eras de habitación.
El ascensor se detuvo en la séptima planta, un número de suerte elegido precisamente en honor a Carmody como uno de los Siete Padres. Su habitación estaba a unos doscientos metros por el largo corredor de paredes de piedra. Las puertas de las habitaciones eran de hierro, casi tan gruesas como las de la caja fuerte de la bóveda de un banco. Como muchas puertas kareenianas, no tenían goznes a un lado sino que pivotaban sobre ejes en su centro. Las habitaciones tras aquellas puertas eran tan seguras que sus ocupantes se quedaban en ellas durante su Sueño en lugar de ir a las enormes bóvedas públicas proporcionadas por el gobierno.
Carmody investigó su suite de tres habitaciones. Las camas estaban excavadas en la pared, y las mesas talladas en proyecciones de granito de los bloques del suelo.
—Ya no se construye así —dijo Tand con una sombra de tristeza. Echó un poco de un vino rojo oscuro en dos multifacetadas copas de madera veteada de blanco y rojo. El vino descendió lentamente, como si él también fuera granito pulverizado.
—A tu salud, John.
—A la tuya. Y a los hombres y mujeres buenos de todo el universo, sea cual sea su forma, y a la redención de los perdidos, y que Dios bendiga a los niños.
Bebió, y notó que el licor no era dulce, como había esperado. Estaba muy cerca de ser amargo. Le agradó. Tenía un cierto regusto que dejaba en la boca un sabor muy placentero, y un calor que nacía dentro de uno, se extendía, y luego brotaba al exterior. La penumbra de la habitación se volvió dorada.
Tand le ofreció otra copa. Carmody la rechazó dando las gracias.
—Deseo ver a Yess. ¿Cuán pronto podré hacerlo?
Tand sonrió.
—No has cambiado tu impetuosidad. Yess está tan deseoso de verte como tú puedas estarlo de verlo a él. Pero tiene múltiples deberes; ser un dios no le exime de los trabajos de un mortal. Iré a verle, a su secretario, por supuesto, y concertaré una entrevista.
—Cuando quiera —dijo Carmody. Dejó escapar una risita—. Aunque no demostrará mucha devoción filial si hace esperar mucho a su Padre tanto tiempo ausente.
—Tú eres tres veces bienvenido, John. De todos modos, tu presencia es un tanto embarazosa… o podría serlo. Entiéndelo, la población sabe de ti pero no sabe mucho acerca de ti. Muy pocos han oído hablar de que no eres un creyente de Boonta. Cuando este conocimiento se haga general, puede crear muchas dudas y confusión en las mentes sencillas. E incluso en las más sofisticadas. ¿Cómo puede un Padre no ser un seguidor de Boonta?
—Mi propia Iglesia me ha preguntado lo mismo. Y no he sabido dar una respuesta. He visto docenas de auténticos milagros aquí, los suficientes para convencer a sextillones de infieles. Los suficientes a buen seguro para convencer a los más endurecidos materialistas. Pero no siento ningún deseo de convertirme.
»A decir verdad, yo no era un ateo cuando abandoné Kareen por la Tierra. No tenía ninguna inclinación hacia ninguna religión en particular. Mientras estuve en Hopkins, tuve una experiencia muy extraña… y esencialmente inexplicable. Fue aquello lo que me empujó a la Iglesia. Pero lo olvidaba. Ya te escribí acerca de todo ello.
Tand se puso en pie de su silla.
—Voy a ver a Yess inmediatamente —dijo—. Te telefonearé más tarde.
Besó y abrazó al sacerdote, y se marchó.
Carmody deshizo su maleta y luego tomó un baño en una bañera cuyas paredes interiores estaban ya gastadas por la fricción de cinco milenios de agua deslizándose y de cuerpos frotando. Apenas había vuelto a vestirse cuando la pesada aldaba de la puerta resonó. Abrió el cerrojo y empezó a abrir la puerta, empujando uno de los lados para que girara hacia afuera. Aunque masiva, la puerta estaba perfectamente equilibrada y giraba tan fácilmente como un bailarina sobre las puntas de sus pies.
Carmody retrocedió y alargó su mano para detener la mitad de la puerta que giraba hacia adentro. Al mismo tiempo, el kareeniano que estaba en el pasillo metió la mano en su abierta bolsa de cintura. Carmody no aguardó. Los viejos reflejos actuaron de nuevo. Saltó hacia adelante, arrojándose contra el lado de la puerta que se abría al pasillo. El kareeniano, sacando una automática de su bolsa, había empezado a entrar ya por el lado que se abría a la habitación. Aparentemente, su intención era entrar y disparar contra Carmody confiando en quedar oculto el tiempo suficiente por la propia puerta y confundir así a su víctima.
Pero el otro lado de la puerta, empujado por el hombro de Carmody, anuló su maniobra. Todo el pesado conjunto giró sobre sí mismo mucho más rápidamente de lo que el asesino había planeado. Y el lado derecho le golpeó mientras él se recobraba de su sorpresa y se giraba. Carmody vio su expresión de sorpresa antes de que la puerta, dando una rotación completa, perdiera su impulso y cerrara de nuevo la entrada.
Luego la puerta empezó a girar de nuevo cuando el kareeniano, dentro de la habitación, la empujó de nuevo violentamente, quizá furioso o dominado por el pánico ante la idea de que su víctima pudiera escapársele echando a correr por el pasillo. Carmody sabía que no podía correr lo suficientemente rápido como para alcanzar la distante esquina antes de que el kareeniano volviera a salir. El pasillo estaba desierto, y no había otras puertas abiertas para ofrecerle un refugio tras ellas.
Saltó de nuevo, aprovechando la parte otra vez entreabierta de la puerta. Oyó el grito de sorpresa y rabia. Rápidamente, Carmody detuvo el movimiento rotatorio de la puerta y cerró con precipitación el cerrojo. Estaba a salvo, al menos por el momento. Corrió al teléfono y llamó a Recepción. Al cabo de un minuto la policía del hotel estaba al otro lado de su puerta. El asesino, por supuesto, había desaparecido.
Carmody contestó a las preguntas de la policía del hotel y, un poco más tarde, de la policía municipal. No, no conocía al kareeniano. Sí, había sido amenazado por un hombre llamado Fratt. Carmody describió la carta que había recibido de él y dijo que Tand le había prometido ocuparse del asunto.
La policía se fue, pero dos guardias quedaron apostados fuera de la puerta. Era impensable que un Padre quedara expuesto a un ataque, ahora que se sabía que su vida estaba en peligro. A Carmody no le gustaba la presencia de los guardias, ya que coartarían sus movimientos. De todos modos, pensó, si era necesario no le costaría mucho despistarlos.
Mientras calmaba sus nervios con otra copa de vino, reflexionó. ¿Había sido el kareeniano contratado por Fratt? No parecía muy probable. Fratt quería una venganza personal; tenía que ser su propia mano la que infligiera la tortura y la muerte que estaba planeando.
Pensó en Lieftin. Si el hombre no era lo que parecía ser, si sus palabras y su apariencia de diácono eran un disfraz, si era el asesino alquilado por los fanáticos de la Tierra, desearía apoderarse de Carmody. Podría sacarle a Carmody alguna información acerca de Yess.
Carmody se acabó el vino y se puso a pasear arriba y abajo. No podía abandonar su habitación, ya que no quería perderse la llamada de Tand, pero la espera lo ponía nervioso.
El teléfono sonó. Pasó su mano por delante de la pantalla y ésta cobró vida. Abog, el secretario del jefe del gobierno, le miró desde el otro lado.
—Es un poco pronto, Padre. Pero tengo verdadera urgencia da hablar con usted. ¿Puedo subir?
Carmody asintió. Unos pocos minutos más tarde, la aldaba sonó. Carmody abrió un poco la puerta y echó una mirada. Los guardias parecían haber quedado muy impresionados por las elegantes ropas de Abog y sus credenciales, ya que estaban rígidos en su posición de firmes.
El secretario entró, y casi inmediatamente el teléfono volvió a sonar. Esta vez era el rostro de un terrestre el que estaba en la pantalla.
—Job Gilson —dijo en inglés—. De la SET. Me han dicho que deseaba usted verme.
Gilson era un hombre de mediana edad. Era de complexión media, piel clara y pecosa, cabello marrón. Sus rasgos eran tan regulares que resultaban inexpresivos. Era un rostro fácil de ser olvidado… una virtud para un agente de la Seguridad Extraterrestre.
—¿Puede esperar? Tengo una visita.
—Estoy acostumbrado a esperar —dijo Gilson. Sonrió—. Soy tan sólo un piesplanos algo glorificado.
Carmody pasó su mano por delante de la pantalla, y Gilson desapareció. Ofreció a Abog algo de beber; el kareeniano aceptó.
—Normalmente, no suelo precipitarme tanto —dijo Abog—. Pero por desgracia el tiempo no permite las usuales esperas diplomáticas. Así que espero no ofender al Padre yendo directamente al grano.
—Por el contrario. Me ofendería si girara en torno al asunto como una serpiente sobre el aceite, es decir, como un político. Me gusta ir directo al asunto.
—Muy bien. De todos modos, primero tengo que decirle algo acerca de la autoridad de que estoy investido. Y también algo acerca de la estructura de nuestro gobierno, y acerca del hombre que está a su cabeza. Creo…
—Creo que sus buenas intenciones acerca de ir directamente al grano se ven traicionadas por su condicionamiento. No nos preocupemos de nada que no tenga relación directa con el asunto.
Abog pareció desconcertado, pero se recuperó con una rápida sonrisa de sus azules dientes.
—De acuerdo. Lo único que quería era que se diera usted cuenta de que mi gobierno no se atrevería nunca a entrometerse en su vida privada ni en sus creencias… al menos en circunstancias normales. Ahora, desearía preguntarle…
—Pregunte.
Abog inspiró profundamente y luego dijo:
—¿Ha venido usted, sí o no, a anunciar su conversión al boontismo?
—¿Eso es todo? No, no pienso convertirme. Me siento firme en mi fe.
—Oh.
Abog pareció decepcionado. Tras un silencio y una prolongada mirada más allá de Carmody, dijo:
—Quizá pueda usted usar su influencia como Padre para, esto, uh, disuadir a Yess.
—Ignoro si poseo alguna influencia sobre él. Y disuadirlo, ¿de qué?
—Francamente, mi jefe, Rilg, está preocupado. Si Yess toma la decisión de que todo el mundo permanezca Despierto, el efecto será catastrófico. Aquellos que sobrevivan puede que sean «buenos», «purificados», ¿pero cuántos sobrevivirán a la Noche? Los estadísticos predicen que más de las tres cuartas partes de la población morirán. Piense en ello, Padre. ¡Tres cuartas partes! La civilización kareeniana será aniquilada.
—¿Sabe Yess esto?
—Se le ha dicho. Acepta que los estadísticos pueden estar en lo cierto. Pero no cree que tenga que ser necesariamente así. Mantiene que hay una buena razón por la cual generalmente Yess triunfa sobre Algul durante la Noche. La mayoría de los Durmientes son, cito textualmente, buenos. Su estado de sueño refleja sus auténticos deseos. Y esos deseos afectan de algún modo a aquellos que permanecen Despiertos. Consecuentemente, Yess vence.
»Siguiendo este razonamiento, si todos permanecen Despiertos, el efecto será el mismo que si la mayor parte Duerme. Sólo que los esencialmente “buenos” tendrán una posibilidad de verse completamente purificados de los elementos de mal presentes incluso entre los mejores.
—Puede que tenga razón —dijo Carmody.
—Yess podría también estar muy equivocado. Nosotros creemos que lo está. Pero incluso si está en lo cierto, ¡piense en lo que ocurrirá! Aunque las predicciones sean erróneas, al menos una cuarta parte de la población resultará muerta. ¡Qué devastación, qué carnicería! ¡Hombres, mujeres, niños!
—Realmente, parece horrible.
—¡Horrible! ¡Es terrorífico, salvaje! ¡Ni siquiera Algul podría imaginar algo tan alucinante! Si no estuviera seguro de que no es así, diría…
Se interrumpió, se levantó, y se acercó al terrestre. Susurró:
—Han corrido rumores de que no fue realmente Yess quien nació durante aquella Noche. Fue Algul. Pero Algul, con su maldad innata, proclamó que era Yess. Un engaño muy propio de un Mentiroso como él.
Carmody sonrió.
—Espero que no dirá esto en serio —observó.
—Por supuesto que no. ¿Me toma usted por uno de esos pobres estúpidos? Pero ese tipo de rumores muestran la confusión del pueblo. No pueden comprender cómo su gran y buen dios exige esto de ellos.
—Sus escrituras predicen exactamente un acontecimiento así.
Abog pareció estremecerse, y hubo un asomo de pánico en su voz.
—Cierto, pero nadie ha esperado nunca que ocurriera. Sólo un puñado de superortodoxos han creído en ello, incluso han rogado por ello.
—Hay algo que no comprendo —dijo Carmody—. ¿Qué les ocurrirá a aquellos que se nieguen a pasar la Noche?
—Cualquiera que se niegue a obedecer una orden de Yess será automática y legalmente clasificado como un seguidor de Algul. Puede ser arrestado y metido en prisión.
—¿Pero no tendrá que someterse a la Noche?
—Oh, sí, tendrá que hacerlo. No le serán entregadas las drogas que lo sumen en el Sueño, y tendrá que afrontar lo que ocurra en una celda de la prisión.
—Pero supongamos una resistencia masiva. El gobierno no tendrá ni tiempo ni posibilidad de enfrentarse a tan gran cantidad de gente, ¿no cree?
—Usted no comprende a los kareenianos. Por muy aterrados que puedan sentirse, la inmensa mayoría de ellos considerarán impensable la idea de desobedecer a Yess.
Cuanto más pensaba en ello Carmody, menos le gustaba. En una cierta medida, podía comprender que hombres y mujeres se vieran forzados a pasar por aquello, ¡pero los niños! Los inocentes iban a sufrir; la mayor parte de ellos morirían. Si un padre odiaba a su hijo, consciente o inconscientemente, lo mataría. Y los padres que defendieran a sus hijos de los ataques de los otros serían muertos, y sus hijos morirían también.
—No puedo comprenderlo —dijo—. Pero como dice usted muy bien, yo no soy kareeniano.
—¿Pero intentará usted persuadirle de que no intente algo así?
—¿Ha hablado usted con los demás Padres?
—Con algunos de ellos —dijo Abog—. Y no he conseguido nada. Todos ellos harán lo que desee Yess.
Carmody permaneció en silencio unos instantes. Tenía intención de discutir con Yess, por supuesto, pero no estaba seguro de lo que era prudente decirle a Abog. ¿Quién sabía qué partido sacarían Abog y aquellos a quienes representaba de lo que él pudiera declarar? ¿Y qué resentimiento podría experimentar Yess si las intenciones de Carmody eran hechas públicas?
—Tendré que afrontar las consecuencias —dijo finalmente Carmody en voz alta—. De acuerdo, intentaré disuadir a Yess de que tome la decisión que tanto usted como muchos otros temen. Pero no quiero ser citado en la televisión ni que esta conversación aparezca impresa en los periódicos. Si eso ocurre, lo negaré todo.
Abog pareció satisfecho. Sonriendo, dijo:
—Muy bien. Quizás usted consiga tener éxito donde los otros han fracasado. Hasta ahora él no ha hecho todavía ninguna declaración oficial. Aún estamos a tiempo.
Dio las gracias a Carmody y se fue.
El sacerdote llamó a Gilson abajo y le dijo que subiera; luego indicó a los guardias que dejaran pasar al terrestre cuando llegara.
El teléfono sonó por tercera vez. El rostro de Tand apareció en la pantalla.
—Lo siento, John. Yess no puede recibirte esta noche. Pero te verá mañana por la noche en el Templo. Mientras tanto, ¿qué piensas hacer para pasar el tiempo?
—Creo que me voy a poner una máscara y me uniré a los celebrantes en la calle.
—Tú puedes hacerlo, porque eres un Padre —dijo Tand—. Pero tus compatriotas de la Tierra, esos hombres de los que me hablaste, Lieftin y Abdu, no podrán. He conseguido que la policía los confine en su hotel a menos que acepten pasar la Noche. Además, todos los no kareenianos se ven confinados por la nueva reglamentación. Me temo que haya un buen número de turistas y científicos irritados esta noche. Pero así son las cosas.
—Tienes realmente mucho peso, Tand.
—No abuso de mi poder. Pero creo que esta reglamentación es una buena idea. Me gustaría salir contigo, John, pero me veo retenido por demasiados deberes oficiales. El poder trae también consigo responsabilidades, ya sabes.
—Sí, lo sé. Buenos noches, Tand.
Su mano pasó por delante de la pantalla, y se giró para alejarse de ella. El teléfono sonó de nuevo. Esta vez no fue un rostro sino una horrible máscara la que apareció en la pantalla. La máscara bloqueaba completamente todo lo que había tras ella. Por el ruido Carmody supuso que se trataba de un teléfono público de una de las calles principales.
La voz que surgió de los rígidos labios de la máscara estaba distorsionada.
—Carmody, aquí Fratt. Sólo quería echarte una buena mirada antes de tu muerte. Quería ver si estabas sufriendo, aunque nunca podrás sufrir tanto como hemos sufrido mi hijo y yo.
El sacerdote se obligó a permanecer tranquilo. Con voz calmada, dijo:
—Fratt, ni siquiera sé quién es usted. Ni siquiera puedo recordar el incidente que alega ocurrió. Así que, ¿por qué no viene a mi habitación y habla conmigo? Quizá yo pueda cambiar su forma de pensar.
Hubo una pausa tan larga que Carmody llegó a la conclusión de que había impresionado a Fratt. Luego:
—Supongo que no pensarás que soy tan idiota como para ponerme en manos de un hombre como tú. ¡Estás loco!
—De acuerdo. Dígame la hora y el lugar. Iré yo solo a reunirme con usted; hablaremos de todo esto.
—Oh, no te preocupes, te aseguro que me encontrarás. Pero será cuando y dónde menos te lo esperes. Al menos, te he hecho sudar un poco. Y suplicar.
Un guante parecido a una garra pasó por delante de la máscara, y la pantalla se apagó. Carmody se dirigió a la puerta en respuesta al golpe de aldaba. Gilson entró.
—Me temo no ser capaz de ayudarle mucho, padre —dijo coléricamente—. Acaban de notificarme que quedo confinado dentro de este hotel.
—Es culpa mía —dijo Carmody. Le contó a Gilson lo ocurrido, pero Gilson no pareció muy feliz de oírlo, especialmente después de que Carmody le relató la conversación por teléfono con Fratt.
—Creo que lo mejor que puedo hacer es tomar la próxima nave que salga de aquí —dijo.
—Bajemos al comedor y comamos algo —dijo Carmody—. Le invito. Y he oído que el hotel tiene un cocinero terrestre para aquellos que no pueden adaptarse a la dieta kareeniana. El único problema es que es mejicano. Si a usted no le gustan las enchiladas, las tortillas ni los fríjoles, entonces…
En el comedor, se encontraron con Lieftin y Abdu sentados a la misma mesa. Los dos hombres apenas picoteaban su comida y parecían bastante irritados. Carmody se invitó a su mesa, y Gilson siguió su ejemplo. Gilson fue presentado como un hombre de negocios.
—¿Te han negado la autorización para entrevistar a Yess? —preguntó Carmody a Lieftin.
Lieftin gruñó.
—Han sido muy amables, pero han dejado bien claro que no voy a poder verle hasta después de la Noche —dijo.
—Puedes sumirte en el Sueño —dijo Carmody, e hizo una pausa—. Hummm, si Yess prohíbe el Sueño, ¿acaso esta disposición no será aplicable también a los no kareenianos?
—¿Quieres decir que yo podría Dormir y luego entrevistar a Yess? —dijo Lieftin, con el rostro congestionado—. ¡Qué más quisiera!
Carmody se preguntó por qué se mostraba Lieftin tan vehemente. Si Lieftin era el asesino, evidentemente querría terminar su trabajo antes de que se iniciara la Noche.
—¿Va usted a regresar? —le preguntó Carmody a Abdu—. No podrá cerrar ningún trato por ahora.
—Esta restricción me crea impedimentos —admitió Abdu—, pero puedo cerrar algunos de mis tratos por teléfono.
—No creo que pueda hacer mucho durante el festival. La mayor parte de las casas comerciales estarán cerradas.
—Los kareenianos son como los terrestres. Siempre hay algunos que están dispuestos a hacer negocio pase lo que pase, incluso durante un terremoto.
Lieftin apuntó un dedo hacia la entrada del hotel.
—¿Ves esos dos tipos vestidos con plumas azules y rojas? Son polis. Quieren asegurarse de que no salgamos de esta maldita tumba.
—Todo está muy tranquilo —dijo Carmody. Miró a su alrededor. Excepto un camarero que permanecía de pie diez mesas más allá, eran los únicos en el comedor. Además, el vestíbulo que había más allá estaba ocupado tan sólo por algunos empleados y botones, todos ellos silenciosos y ceñudos.
—No puedo soportar quedarme en mi habitación —dijo Lieftin—. Es como estar en un mausoleo. Toda esa fría piedra y ese mortal silencio. ¿Cómo, hum, como pueden los kareenianos vivir en lugares como éste?
—En cierto modo se parecen a los antiguos egipcios —dijo Carmody—. Piensan mucho en la muerte y en su breve estancia en este planeta. Les gusta que les recuerden que esto no es más que una escala.
—¿Cuál es su idea del cielo? —dijo Abdu—. ¿Y del infierno?
Carmody empezó a hablar, luego esperó a que contestara Lieftin. Si Lieftin era realmente lo que pretendía ser, al menos conocería los elementos de la religión kareeniana. Seguro que su iglesia no habría enviado a un hombre ignorante hasta allí en una misión como la suya; los viajes espaciales eran tremendamente caros.
Lieftin empezó a comer, con los ojos fijos en su plato. Cuando se hizo evidente que no iba a contestar a Abdu, Carmody dijo:
—El boontismo tiene dos niveles de cielo. El nivel inferior es para aquellos que son seguidores de Yess, que se esfuerzan en ser «buenos», pero que no tienen el valor de probarse a sí mismos pasando la Noche. Esos viven eternamente en un lugar similar a su existencia mortal. Es decir, deben trabajar, dormir, conocen las incomodidades, el dolor, la frustración, el aburrimiento, etc. Pero viven eternamente.
»El nivel superior es para los seguidores de Yess que han desafiado con éxito a la Noche. Se supone que gozan del éxtasis eterno, un éxtasis místico. La experiencia, puede suponerse, es como la que gozan los elegidos de la religión Cristiana. Ven a Dios cara a cara, solo que en este caso es el rostro místico de Yess, la gloria tras la máscara carnal de Yess. Nadie ve a Boonta, ni siquiera Su propio hijo.
—¿Y con respecto a su infierno? —dijo Abdu.
—También hay dos infiernos. El nivel inferior es para los religiosamente indiferentes, los tibios, los hipócritas, los que se engañan a sí mismos. Y también para aquellos que han desafiado a la Noche y han fallado. ¿Entiende?, esa es una de las razones por las cuales tan pocos yessitas permanecen Despiertos. Es cierto que la recompensa por el éxito compensa el riesgo. Pero el fracaso te arroja directamente al infierno. Y siempre hay un gran número de fracasos. Es más seguro no correr el Riesgo y así alcanzar al menos el nivel inferior del cielo.
»El nivel superior del infierno está reservado para los auténticos algulistas. Y esos gozan de su propio éxtasis, análogo al que gozan los yessitas del nivel superior. Sólo que es un éxtasis sombrío, el orgasmo del mal. Inferior al del cielo, pero, si uno es un genuino algulista, lo preferirá. El mal aspira al mal, no desea otra cosa excepto el mal.
—Es una religión demente —dijo Lieftin.
—Los kareenianos dicen lo mismo de nosotros.
Carmody se disculpó, dejando a Gilson a sus propias expensas, y regresó a su habitación. Hizo llamar a Gilson al teléfono.
—Voy a salir un momento. Quiero ver a una vieja amiga, una kareeniana. Y también quiero darle a Fratt una posibilidad de golpear. Quizás así pueda echarle la mano encima, quizá neutralizarle o tal vez razonar con él. Me gustaría descubrir quién es y qué es lo que le hice para atraer de tal modo su venganza.
—Él puede golpear primero.
—Lo tengo en cuenta. Oh, otra cosa. Voy a telefonear a Tand y ver si puede utilizar de nuevo su influencia. Desearía que lo liberara a usted de toda restricción. No por el caso Fratt. Tendrá que vigilar usted a nuestro primer sospechoso, Lieftin. Si intenta escapar, lo cual tengo grandes sospechas que hará, no quiero que se vea usted impedido para seguirlo.
—Gracias —dijo Gilson—. Mantendré un ojo fijo en él.
Carmody cortó la comunicación y pronunció el número de Tand ante el auricular. El rostro de Tand apareció en la pantalla.
—Tienes suerte —dijo—. En este momento me iba. ¿Qué puedo hacer por ti?
Carmody le dijo lo que deseaba. Tand respondió que no había ningún problema para ello. Daría la orden inmediatamente.
—Realmente, necesitamos cualquier ayuda que se nos pueda prestar. No tenemos a nadie para seguir a Lieftin si se nos escapa, como puede hacer, si es lo suficientemente ingenioso.
—El viejo Lieftin lo era —dijo el sacerdote.
—Te diré la verdad. No son tan sólo los asesinos de la Tierra los que nos preocupan. Los algulistas van a intentar también algo antes de que empiece la Noche. Y cuando digo los algulistas no me refiero tan sólo a aquellos que han pasado la Noche. Estoy hablando de toda la sociedad secreta, que está compuesta en su mayor parte por aquellos que no han corrido el Riesgo. Nuestro gobierno está infestado de ellos, y no me extrañaría que toda nuestra conversación estuviera siendo interceptada.
—Hay algo que no acabo de comprender —dijo Carmody—. ¿Por qué esos algulistas que pasaron la Noche durante el reinado de Yess siguen aún con vida? ¿Recuerdas cuando yo estaba aprisionado por la estatua y no sabía aún qué camino iba a seguir, si seguiría a los seis de Yess o a los seis de Algul? Bien, cuando hice mi elección, y quedó establecido definitivamente que el bebé de Mary sería Yess, los potenciales Padres de Algul intentaron huir. Pero todos ellos murieron.
»Bien, siempre pensé que los algulistas sobrevivirían a la Noche tan sólo si dominaba Algul. Y sin embargo he oído decir a ti y a otros que algunos algulistas que pasaron la Noche sobrevivieron, y que aún hoy siguen con vida. ¿Por qué?
—Aquellos que viste murieron porque nosotros, los seis Padres, conscientemente, y tú inconscientemente, quisimos que murieran. Pero había otros algulistas, no Padres, que sobrevivieron. No murieron porque nosotros no los conocíamos.
»Es ilegal ser algulista, ya sabes. La pena es la muerte. Por supuesto, si Algul llegara a vencer alguna vez, Boonta no lo quiera, entonces puedes estar seguro de que cualquier yessita que sea atrapado será ejecutado. Y mucho más dolorosamente de lo que actualmente muere ningún algulista.
—Gracias, Tand. Voy a ir a visitar a la señora Kri. Supongo que seguirá con vida y habitando el mismo lugar.
—Realmente no puedo decírtelo. No la he visto ni he oído hablar de ella desde hace varios años.
Carmody pidió que le subieran un vestido, uno con una amplia máscara, la de un pájaro trogur. Se lo puso y salió del hotel, tras mostrar sus credenciales a los guardias estacionados en la puerta principal. Antes de salir, echó una ojeada al comedor y vio que Gilson, Lieftin y Abdu se habían ido. Ahora había aproximadamente una docena de no kareenianos comiendo. Ellos también parecían deprimidos.
Afuera, el sepulcral silencio del hotel se convirtió en un tornado de música, gritos, risas, silbatos, pirotecnia, tambores y megáfonos. Las calles estaban atiborradas de un ruidoso y alegre caos de personas disfrazadas.
Carmody avanzó lentamente abriéndose paso entre la multitud. Tras casi quince minutos de esfuerzos y empujones, consiguió llegar a una calle lateral que estaba mucho menos llena. Anduvo durante otros quince minutos antes de encontrar un taxi. El conductor no se mostró muy feliz de haber hallado un cliente, pero Carmody insistió. Gruñendo para sí mismo, el taxista puso en marcha el coche con mil precauciones y fue abriéndose paso entre la muchedumbre, y finalmente llegaron a una zona donde pudo circular a una velocidad más razonable. Pese a ello, el taxi tenía que pararse de tanto en tanto para dejar pasar cortejos de máscaras que iban en busca de las calles principales.
Al cabo de media hora el taxi se detuvo ante la casa de la señora Kri. Por aquel entonces, la enorme luna de Kareen ya se había asomado, derramando sus plateados confetti en las piedras grises y negras de las masivas casas. Carmody descendió, pagó el conductor, y le pidió que aguardara. El conductor, que aparentemente se había resignado a perderse el jolgorio, asintió.
Carmody ascendió el camino, y se detuvo para mirar el árbol que en otro tiempo había sido el señor Kri. Había crecido mucho desde que lo había visto por última vez. Tenía casi treinta y cinco metros de alto, y sus ramas se derramaban por encima de todo el jardín.
—Hola, señor Kri —dijo el sacerdote.
Siguió su camino, ya que evidentemente el hombre-planta no le respondió, y golpeó la pesada aldaba de la gran puerta de hierro. No había luces en las ventanas, y empezó a preguntarse si no habría sido demasiado impulsivo. Tendría que haber telefoneado antes. Pero la señora Kri debería ser muy vieja ahora, ya que la geriatría terrestre estaba tan sólo al alcance de los kareenianos muy ricos. Había dado por supuesto que ella raramente abandonaría su casa.
Golpeó de nuevo la aldaba. Silencio. Desanduvo el camino, y había dado ya unos pasos cuando oyó la puerta chirriar a sus espaldas. Una voz preguntó:
—¿Quién es?
Carmody se giró, quitándose la máscara.
—John Carmody, de la Tierra —dijo. La puerta se abrió y la luz brotó del interior. En el umbral había una mujer vieja. Pero no era la señora Kri.
—Viví aquí hace tiempo —dijo Carmody—. Hace mucho tiempo. Había pensado saludar a la señora Kri.
La vieja y arrugada mujer pareció estremecerse al encontrarse ante aquel hombre venido del espacio interestelar. Cerró la puerta hasta que solamente dejó ver una parte de su rostro, y dijo con voz vacilante:
—La señora Kri ya no vive aquí.
—¿Podría decirme dónde puedo hallarla? —preguntó amablemente Carmody.
—No lo sé. Decidió pasar la última Noche, y desde entonces nadie ha sabido nada más de ella.
—Lamento oír eso —dijo Carmody, y realmente lo sentía. A pesar de su irascibilidad y su frivolidad, apreciaba a la señora Kri.
Regresó al taxi. Se estaba acercando a él cuando los faros de otro coche giraron la esquina más próxima, y un vehículo se lanzó sobre él. Carmody se lanzó bajo el taxi, pensando mientras lo hacía que probablemente se estaba comportando como un idiota. Pero habitualmente no discutía con sus presentimientos.
Esta vez tampoco se equivocó. Sonó una ráfaga; volaron cristales hechos añicos. El conductor del taxi gritó. Luego el coche desapareció calle abajo, acelerando a toda velocidad. Sus neumáticos chirriaron cuando tomó la otra curva, y desapareció.
Carmody empezó a levantarse. Algo restalló exactamente encima de su cabeza, a través de la ventanilla del coche. Se sintió proyectado hacia atrás, cegado y ensordecido.
Cuando finalmente consiguió ponerse de nuevo en pie estaba rodeado de un acre y espeso humo. Las llamas brotaban del interior del coche y revelaban, a través de la portezuela de su lado, abierta de par en par, el semicolgante cuerpo del conductor.
Echó a correr de vuelta hacia la casa y golpeó repetidamente la aldaba de la sólidamente cerrada puerta. No se oyó ningún ruido dentro. No podía reprocharle a la vieja mujer que no le respondiera; probablemente debía estar llamando a la policía.
Recogió su máscara, volvió a colocarla sobre su cabeza, y echó a andar. Sus oídos dejaron de zumbar y las mariposas desaparecieron de sus ojos. Dos minutos más tarde estaba en el interior de una cabina telefónica. Llamó a Gilson al hotel, pero el detective no respondió. Probó con Lieftin. Esta vez, un policía kareeniano apareció en la pantalla.
A petición del policía, Carmody se quitó la máscara. Los ojos del kareeniano se abrieron desmesuradamente al ver al Padre Terrestre de Yess, y sus modales se volvieron tremendamente respetuosos.
—El terrestre, Lieftin, ha escapado hará cosa de una hora —dijo—. Aparentemente ha utilizado alguna especie de termita para fundir los barrotes de las ventanas y ha descendido utilizando una cuerda que debía llevar en su equipaje. Hemos transmitido una llamada general de busca y captura, pero va disfrazado. El disfraz le ha sido suministrado por un botones.
—Compruebe si el terrestre Raphael Abdu está ahí, ¿quiere? —dijo Carmody—. ¿Y sabe donde está Gilson?
—Gilson salió poco después de la huida de Lieftin. Espere. Comprobaré si está Abdu, Padre.
Carmody comprobó que transcurrían cinco minutos antes de que el rostro del oficial apareciera de nuevo.
—El terrestre Abdu está en su habitación, Padre —dijo.
Su rostro desapareció, pero su voz dijo:
—Un momento.
Aparentemente, debía estar hablando con alguien. Se oyó un «De acuerdo» apenas murmurado. Luego su rostro apareció de nuevo.
—Gilson acaba de transmitir un mensaje para usted. Pide que le llame a este número.
Carmody pronunció el número en el receptor. El rostro de Gilson apareció en la pantalla. Por el receptor llegaba el sonido de ruidosas voces y risas.
—Estoy en una taberna en el cruce de las calles Wiilgar y Tuwdon —dijo Gilson—. Espere un minuto, me pondré de nuevo la máscara. Me la he quitado para que usted pudiera comprobar que era realmente yo.
—¿Qué ocurre? —dijo Carmody—. Ya estoy al corriente de la huida de Lieftin.
—¿Sí? Bueno, lo tengo localizado. Está aquí, en la taberna, hablando con otro tipo. Un kareeniano, estoy seguro. Le he echado una buena mirada a sus uñas y a su cogote. Lieftin lleva un disfraz marrón que se supone debe representar algún tipo de animal. El equivalente kareeniano de un ciervo, imagino. Su máscara es un rostro de animal con cornamenta. Su amigo va vestido de gato o algo así.
Probablemente Ardour y Eeshquur, pensó Carmody. Conocía bastante bien las figuras principales de la mitología kareeniana, lo suficiente como para poder identificarlos. Pero no perdió tiempo en comunicarle a Gilson aquellos detalles.
—¿Puede quedarse por ahí hasta que encuentre un taxi? Ya le contaré luego lo que me ha ocurrido.
Cortó y pidió un taxi por teléfono. Pasaron diez minutos antes de que llegara. De todos modos, estimulado por el abundante montón de dinero que Carmody le ofreció, el conductor violó todas las leyes de tráfico apenas se le presentó la ocasión. Carmody no pudo quejarse de que el trayecto fuera más largo de lo deseado.
La Taberna Tiiwit estaba alejada de las calles principales de la ciudad de Rak, pero aquella noche estaba atestada. La festiva multitud se había desbordado hacia aquella parte tras el desfile. Gilson, vestido con un disfraz de trogur parecido al del sacerdote, estaba esperando fuera. Carmody habló con él durante un minuto, luego lo siguió al interior.
Lieftin y el kareeniano estaban sentados ante una mesa al fondo, en un rincón poco iluminado. El kareeniano estaba gesticulando de un modo que a Carmody le recordó a alguien al que había visto recientemente. Cuando el kareeniano se puso en pie y se dirigió hacia los servicios, su forma de andar lo traicionó.
—Es Abog —le dijo Carmody a Gilson—. El secretario de Rilg. Ahora, ¿qué infiernos estará haciendo aquí hablando con Lieftin?
Abog no debía estar actuando por iniciativa propia, por pura diversión. ¿Acaso su jefe, Rilg, era un miembro clandestino de la facción algulista? Podía haber oído hablar del asesino enviado por los fanáticos de la Tierra y decidido utilizarlo para sus propios fines.
—Escuche, Gilson —dijo Carmody—, será mejor que actuemos prudentemente a partir de ahora cuando tengamos que ponernos en contacto con la policía. Algunos de sus miembros puede que estén trabajando para Rilg. Váyase y regrese al hotel. Si yo soy arrestado, tengo más posibilidades de ser tratado con guante blanco. Me quedaré cerca de Lieftin.
—No me gusta que haga usted esto —dijo Gilson.
—Conozco este mundo mucho mejor que usted. Además, a menos que planee usted pasar la Noche, no podrá quedarse aquí mucho tiempo más.
El detective se marchó, deseándole a Carmody buena suerte. El sacerdote se quedó en el bar un rato, sorbiendo lentamente una cerveza kareeniana. Cuando una pareja se levantó de una mesa cercana a la de Lieftin y salió, Carmody la ocupó. La taberna estaba tan llena de ruido que no podía oír lo que Lieftin y Abog estaban hablando. Lamentó no haber traído un escucha con él. Hubiera podido enfocarlo a los dos hombres y escuchar todo lo que decían.
Bruscamente, los dos hombres se pusieron en pie y se dirigieron a paso rápido hacia la puerta. Carmody dudó un instante antes de seguirles. Evidentemente estaban sobre alerta, ya que Abog miraba a menudo tras él. Ambos cruzaron la puerta mientras Carmody estaba todavía a medio atravesar el local.
Un momento más tarde, tres policías aparecieron en la puerta, bloqueándola. Carmody se detuvo y miró hacia atrás. Más policías estaban entrando por la puerta trasera.
¿Habían podido Abog y Lieftin reconocerle a él o a Gilson? Carmody no lo consideraba probable. Lo más seguro era que simplemente estuvieran tomando precauciones… asegurándose de que cualquiera que intentara seguirles sería retenido por la policía.
Carmody se desvió hacia un lado y se dirigió con paso vacilante hacia los lavabos. Cruzó la puerta en el preciso momento en que los silbatos empezaban a sonar y eran coreados por los gritos de los alarmados clientes. Sin ser observado, salió por la abierta ventana de los servicios.
Mientras se dejaba caer como un gato en la pavimentada calle, una voz dijo:
—¡Alto ahí! ¡Las manos sobre la cabeza!
Levantando las manos, Carmody se giró. Vio a un policía de pie, apuntándole con una pistola.
—¡Dé media vuelta! ¡Las manos contra la pared! ¡Aprisa!
—¡No estaba haciendo nada, oficial! —gimió Carmody en kareeniano bajo. Empezó a obedecer, luego se quitó la máscara, la arrojó contra el rostro del policía y terminó su giro violentamente.
—¡Ugh! —dijo el policía. El arma ladró, y la bala estalló contra la pared de piedra. Fragmentos de piedra llovieron sobre Carmody. Se dejó caer y rodó contra las piernas del policía, haciéndole caer boca abajo. Antes de que el oficial pudiera ponerse de nuevo en pie, Carmody estaba sentado sobre sus espaldas. Se derrumbó de nuevo pesadamente cuando el sacerdote le apretó con sus pulgares justo detrás de las orejas.
Carmody recogió la pistola y la máscara. Mientras corría hacia el extremo de la callejuela, se puso la máscara y se metió la pistola en la cintura. Hubo silbatos a su espalda, luego gritos. Mientras Carmody se tiraba de plancha contra el suelo, sonaron disparos, y trozos de piedra volaron ante él. Rodó sobre sí mismo hasta la esquina, saltó en pie y echó a correr de nuevo. Al cabo de un minuto estaba en medio de la calle, mezclado con la muchedumbre. Un coche de la policía se abrió paso a duras penas, haciendo sonar insistentemente su sirena. Carmody se detuvo y se lo quedó mirando hasta que se alejó.
Ya no le quedaba gran cosa que hacer; había perdido a Abog y Lieftin. Lo mejor sería regresar al hotel.
Desde el vestíbulo, llamó a la habitación de Gilson. No contestó nadie. Llamó a Tand, y un sirviente le dijo que no estaría de vuelta hasta primera hora de la mañana. Carmody subió a su planta con dos policías, abrió la puerta de su habitación, y les pidió que registraran la suite. Informaron que no había ningún intruso y que no parecía contener nada sospechoso. Les dio las gracias y cerró y aseguró la puerta tras ellos.
Tras beber una copa de vino, Carmody arregló la cama de modo que pareciera que alguien estaba durmiendo bajo las sábanas. Echó una manta bajo una mesa y, oculto por el pesado mantel, se acurrucó y se durmió.
Lo despertó el timbre del teléfono en la mesa bajo la cual estaba. En lugar de salir y tomar el teléfono, levantó prudentemente una esquina del mantel. La luz de la mañana se filtraba entre los barrotes de hierro y el doble cristal de las ventanas. Todo parecía correcto, así que se arrastró fuera de la mesa. Sus músculos estaban doloridos y agarrotados por los ejercicios de la noche anterior y su forzada posición.
Era Tand quien llamaba. Parecía como si hubiera dormido aún peor que Carmody. Su rostro estaba tenso, y había duros surcos frunciendo su rostro entre las aletas de su nariz y las comisuras de sus labios. Sin embargo, sonreía.
—¿Ha sido buena tu primera noche de estancia en el hotel?
—No me he aburrido —respondió Carmody. Miró el reloj de la pared—. Es casi la hora de comer. Me he perdido el desayuno.
—Tengo buenas noticias —dijo Tand—. Yess te verá esta noche. A la hora del thrugu.
—Estupendo. Ahora dime, ¿crees que hay alguna posibilidad de que nuestra línea esté intervenida?
—¿Quién sabe? Es posible. ¿Por qué?
—Querría hablar contigo. Inmediatamente. Es muy importante.
—No he dormido en toda la noche —dijo Tand—. Pero al fin y al cabo, ¿quién duerme en estos momentos? De acuerdo. ¿Por qué no vienes a mi casa? ¿O quizá prefieres algún otro lugar?
—Tu casa puede estar atestada de escuchas.
Tand perdió su sonrisa.
—¿Tan malo es? Muy bien. Conduciré yo mismo, te vendré a buscar frente al hotel. Estaré ahí en media hora.
Mientras aguardaba en su habitación, Carmody paseó arriba y abajo, agitando violentamente los brazos como si estuviera haciendo marcha atlética en mitad del campo. El nombre de Fratt resonaba como un mazo en su cabeza. ¡Fratt! ¡Fratt! ¿Quién era Fratt? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Tenía una memoria excelente, sin ninguna laguna, sin ningún blocaje. Recordaba muy bien los horribles crímenes que había cometido. Había habido un tiempo en el que había pensado que la única forma en que sería capaz de dejar de recordarlos sería suicidándose. De aquello hacia mucho tiempo. Ahora, podía visualizar todo lo que había hecho, pero era como si estuviera viendo a otra persona.
¿Pero por qué no podía hacer resurgir a aquel hombre Fratt de su pasado?
Recorrió los nombres de todas las víctimas que podía recordar. Eran muchas. Luego intentó visualizar los rostros anónimos, que también eran muchos.
Cuando llegó el momento de abandonar su habitación había renunciado a seguir buscando. Tenía incluso un ligero dolor de cabeza, algo que no había sufrido desde hacía varios años. ¿Era ocasionado por su conciencia? ¿Quedaba aún algo agazapado en su subconsciente, cuando creía haber quedado limpio de toda clase de culpabilidad y remordimientos?
Cruzó la puerta del hotel justo en el momento en que llegaba Tand, al volante de un largo y reluciente coche negro. Su portezuela de la derecha se abrió antes de que Carmody estuviera a su lado, y se cerró una vez se hubo sentado junto a Tand en el asiento delantero.
—Es un Ghruzha —dijo Tand, con un cierto orgullo—. Observarás que está inspirado en el GM Stego de la Tierra.
Tand abandonó la calle principal y condujo en dirección a un distrito residencial. Detuvo el coche junto a un terreno de juego para niños.
—No te preocupes por los escuchas enfocados hacia nosotros —dijo—. Tengo un interferidor funcionando.
Carmody contó a su amigo todo lo ocurrido la noche anterior.
—Había supuesto algo parecido —dijo Tand—. Pero no hay nada que podamos hacer. No tenemos ninguna evidencia concreta que nos permita actuar. Supongamos que podamos confrontar a Abog con tus acusaciones; ¿qué conseguiremos con ello? En primer lugar, no puedes afirmar con toda seguridad que el hombre disfrazado de Eeshquur fuera realmente Abog. Puedes tener la compleja seguridad en tu fuero interno, pero en términos legales no puedes identificarlo positivamente. Más aún: supongamos que pudieras. Estaba hablando con un terrestre en una taberna. ¿Es eso algo inusual durante el festival de la pre-Noche? Y él podría argumentar que ni siquiera sabía que Lieftin fuera un terrestre.
—No, no podría hacerlo —dijo Carmody—. Dudo que Lieftin pueda hablar el kareeniano como un nativo.
—No puedes probar nada —dijo Tand en inglés—. De todos modos, como decís vosotros los terrestres, un hombre advertido es un hombre cuatro veces armado.
Carmody se rió, captando el juego de palabras. Tand había hecho el signo que utilizaban los niños kareenianos y los campesinos supersticiosos para alejar el malvado espíritu Duublow, que se suponía tenía cuatro brazos con los cuales agarraba a los viajeros desprevenidos en los cruces de caminos antes de devorarlos.
—Puede que Rilg no sea siquiera un algulista —prosiguió Tand—. Puede que se considere a sí mismo como un devoto yessita. Pero es el jefe de nuestro gobierno, y su primera preocupación debe ser la supervivencia del estado y el bienestar de Kareen. No le envidio su posición. Debe estar desgarrado entre su inclinación religiosa de aceptar lo que diga su dios y su deseo de preservar el statu quo. Sin tener en cuenta sus dudas acerca de su propia habilidad de sobrevivir a la Noche. Este último elemento debe ser, estoy seguro, el más fuerte en él, como en la mayor parte de la gente.
»De todos modos, lo que él no puede ver, como no puede ver la mayoría, es que va a ser necesario afrontar una purga en algún momento. Entonces ¿por qué no ahora, por doloroso que pueda ser? Créeme, la resistencia que tanta gente ha expresado ilustra lo poco profunda que es la fe de la mayoría. Es muy sencillo seguir la religión más popular, adorar al dios victorioso. Pero cuando eres llamado a la prueba suprema, es distinto.
—¿Yess está separando a los buenos de los mediocres?
—Es una forma de decirlo.
—¡Pero y los niños!
Tand hizo una mueca.
—A mí tampoco me gusta la idea. Pero el conjunto podría fracasar si ellos no fueran sometidos a la Noche.
—Eso no es lógico —dijo el sacerdote—. Supón que la Noche no deje más que a los buenos para reproducirse. ¿Y sus niños? No puedes decir que la bondad, sea cual sea tu definición al respecto, es un rasgo genético.
—No, pero los niños tienden generalmente a ser lo que son sus padres. En cualquier caso, no tendrá importancia. Porque, una vez Yess decrete la Vigilia general, entonces ya no habrá más Sueño. Todo el mundo deberá pasar todas las Noches.
—De acuerdo. Puedo ver que es inútil discutir sobre este punto en particular. Así que, ¿qué es lo que piensas hacer acerca de Rilg y Abog?
—Reforzar las precauciones tomadas para salvaguardar a Yess. Y salvaguardarte a ti. Ya he hecho trasladar tus pertenencias a una habitación de la planta catorce. Los hombres que te protegen serán reemplazados por hombres en los que sé que puedo confiar. No darás un paso fuera de tu habitación sin una protección adecuada.
—Eso parece razonable, aunque restrictivo —dijo Carmody—. Oh, a propósito, ¿podríais tomar medidas con respecto a la viuda y los huérfanos del pobre taxista? No soy realmente responsable de su muerte, pero, de no ser por mí, seguiría aún con vida.
—Ya me he ocupado de ello —respondió Tand. Sonrió amargamente—. De todos modos, quizás el dinero no les sirva de mucho alivio. Depende de cómo consigan pasar la Noche. Y si luego el dinero seguirá teniendo valor o no.
Tand puso en marcha el coche y regresó al hotel. Carmody permaneció en silencio durante un largo rato. Su cardenal le había dado instrucciones para que intentara persuadir a Yess de que no forzara una Vigilia universal. Pero parecía como si aquello fuera precisamente lo más deseable, desde el punto de vista de la Iglesia. Si la civilización kareeniana se colapsaba, los kareenianos no proseguirían su labor misionera durante mucho tiempo.
Pero desde el punto de vista humano el cardenal estaba en lo cierto. Aunque Carmody dudaba de que el cardenal y su superior hubieran tomado aquello en consideración. Para ellos, a un millón y medio de años luz de distancia de una cultura alienígena, los resultados de la decisión de Yess podían no ser aparentes. Debían estar pensando tan sólo en lo que podía hacer un pueblo absolutamente yessado y probablemente henchido de celo. Debían estar imaginando enjambres de fanáticos descendiendo sobre la Tierra y los planetas coloniales.
¿Qué era lo que debía decirle a Yess? ¿Acaso, contrariamente a las instrucciones del cardenal, debía animar la decisión de que todo el mundo pasara la Noche? ¿O debía obedecer las órdenes y actuar contrariamente a los intereses de la Iglesia, incluso aunque la Iglesia no supiera la realidad?
No había ninguna duda en la mente de Carmody. Prevenir la carnicería y el dolor y la miseria. No podía ser cristiano y actuar de otra manera. Sus superiores tendrían que comprender que tan sólo un hombre en el lugar mismo de los hechos era capaz de conocer y comprender bien la situación. Y un hombre tal, si era realmente un hombre, desobedecería. Si sus superiores no estaban de acuerdo, entonces que lo castigaran como consideraran más correcto. Estaba dispuesto a admitir el castigo.
Tan sólo quedaba una duda. ¿Y si las cosas no era tan malas como Tand y muchos otros pensaban? Yess, un ser superior a los mortales ordinarios, podía saber mucho más que ellos.
Tand le dejó a la entrada del hotel. Tres kareenianos con traje civil se apresuraron hacia el coche para escoltar a Carmody.
—Enviaré un coche a buscarte esta noche —dijo Tand—. Te esperaré en el exterior de las dependencias de Yess en el Templo y te tendré al corriente antes de la audiencia.
Carmody le dio las gracias y regresó a su habitación, ahora en la planta catorce. Los hombres de Tand se estacionaron en el pasillo. Llamó por teléfono a la habitación de Gilson, pero no respondió nadie. Entonces telefoneó a recepción y preguntó si Gilson había dejado algún mensaje para él. El recepcionista respondió que el señor Gilson no había regresado desde que saliera la pasada noche.
Carmody se inquietó. Tras efectuar varias llamadas y no conseguir comunicarse con Tand, pidió hablar con el largh, el teniente a cargo de los policías que lo habían custodiado antes. Los policías habían sido destinados a otras tareas, pero había sido designado un largh para que prosiguiera la investigación.
El largh Piinal estaba en el vestíbulo. Subió inmediatamente para hablar con Carmody en su habitación. Piinal era un kareeniano joven, muy alto, delgado y solemne.
—¿Sospecha usted juego sucio? —dijo.
—Hay una posibilidad —dijo Carmody. No le había contado a Piinal todo sobre los incidentes de la noche anterior. Su historia había sido que Gilson había localizado a Lieftin en la taberna Tiiwit. Carmody había acudido allí tras la llamada telefónica del detective, y había espiado a Lieftin por un tiempo. No mencionó sus sospechas sobre Abog. Gilson había seguido luego a Lieftin cuando éste salió de la taberna, pero Carmody no había podido ir con él. Había vuelto al hotel para esperar la llamada de Tand. No mencionó tampoco el incidente con el policía en el callejón.
—Puedo intentar poner algunos hombres en el caso —dijo Piinal—. Pero debe comprender que el festival restringe nuestras posibilidades. Además del hecho de que las calles están repletas de gente enmascarada a todas horas. La gente baila y bebe y hace el amor hasta caer rendida, y luego duerme algunas horas y continúa. De modo que va a ser muy difícil identificar a alguien, aunque sea un terrestre.
—Comprendo —respondió el sacerdote—. Creo que debería realizar yo mismo la búsqueda. Podría reconocer la forma de andar y los gestos de Gilson aunque llevara puesta una máscara.
—Tengo órdenes de garantizar su seguridad —dijo el largh—. No podré hacerlo si se mezcla usted con la multitud. Lo siento, Padre, pero así son las cosas.
—El Padre Tand me ha dado tres hombres para que cuiden de mí —dijo Carmody.
—Pido disculpas, Padre, pero no puede salir. Los hombres del Padre Tand pueden protegerle, pero yo tengo autoridad sobre ellos.
Sonó el teléfono. Piinal, que estaba cerca, fue quien respondió. Apareció el rostro de un policía.
—Windru informado, señor —dijo—. Es acerca del terrestre, Gilson. Ha sido hallado; está muerto. En un callejón cerca del Bloque Thrudhu. Hace unos diez minutos. Apuñalado dos veces en la espalda y degollado.
Carmody gruñó.
—Windru, ¿ha sido efectuada una identificación positiva? —dijo.
Windru miró a su superior, y el largh dijo:
—Todo está correcto. Responda.
—Sí, Padre. Sus papeles estaban en su bolsa de cintura. Sus huellas y su foto han sido comprobadas.
Piinal se disculpó, diciendo que debía tomar medidas para el envío del cuerpo. Aparentemente, la SET tenía un acuerdo con las autoridades kareenianas para que todos sus agentes muertos fueran embarcados en una nave a la Tierra para ser enterrados allí. Carmody pensó que Piinal se sentía feliz de poder utilizar aquello como una excusa para cortar su conversación con él.
Irritado, llamó una vez más a Tand, sólo para oír que no era posible contactar con él. Empezó a pasear arriba y abajo por la habitación. Era terriblemente frustrante el tener que permanecer encerrado allí; deseaba poder hacer algo. Estaba seguro de que Lieftin tenía alguna conexión con la muerte de Gilson. Probablemente también Abog era culpable. Pero no podía hacer nada al respecto, nada. ¿Y dónde estaba Lieftin? Estuviera donde estuviera, seguro que debía estar trabajando en la realización de su tarea: el asesinato de Yess.
Carmody se enfureció lo suficiente como para maldecir al grupo de terrestres, sus propios correligionarios, que habían contratado a Lieftin. ¡Qué extraño que los discípulos de Algul y los discípulos de Cristo siguieran el mismo camino!
La aldaba sonó, ahogada por el grueso hierro. Carmody descorrió el cerrojo y empujó un lado de la puerta para mirar y decirles a los policías que podían entrar. La puerta siguió girando, y dos kareenianos penetraron en la habitación. Llevaban pistolas en la mano. Tras ellos, fuera en el pasillo, había otros dos. Estaban arrastrando los cuerpos de los guardias.
Carmody, los brazos alzados, retrocedió. Mientras un hombre mantenía la pistola apuntada hacia él, el otro regresó al pasillo para ayudar a los otros con los policías. No estaban muertos, como Carmody había pensado al principio. Estaban inconscientes, como drogados.
Un kareeniano le tendió al sacerdote un disfraz y una máscara.
—Póngaselas —dijo.
Carmody obedeció.
—¿Trabajan para Fratt? —preguntó, pero ninguno de los cinco le respondió.
Una vez vestido y puesta la máscara, una astada cabeza de Ardour, le dijeron que siguiera a los demás. Estarían tras él. Si intentaba echar a correr o gritar pidiendo ayuda, le dispararían a las piernas.
Los kareenianos, ahora también enmascarados, parecidos a cualquier otro grupo de alegres concelebrantes, lo llevaron hasta el final del pasillo. Allí, le dijeron que subiera las escaleras. En la planta quince, fue empujado por el pasillo hasta una habitación exactamente encima de la suya. Uno del grupo dio dos rápidos golpes con la aldaba, y tras una pausa de cinco segundos tres golpes más.
La puerta se abrió, y una pistola se clavó en la espalda de Carmody. No podía hacer otra cosa más que entrar. En ninguno de los pasillos había visto a otro huésped o algún empleado del hotel.
La puerta fue cerrada a sus espaldas, y el cerrojo resonó sordamente. Le quitaron la máscara del rostro, y entonces pudo examinar la habitación. Estaba amueblada como la suya; las puertas que conducían a las otras dos habitaciones de la suite estaban abiertas.
Junto a la mesa de piedra, en el centro de la habitación, Raphael Abdu permanecía de pie. Una mujer terrestre de avanzada edad estaba sentada al otro lado. Llevaba ropas que habían estado de moda hacía treinta años, pero había algunos detalles en ellas que le daban un aire colonial. Carmody no pudo situar su origen. La mujer tenía largos cabellos blancos trenzados y enrollados en una enorme corona en la parte superior de su cabeza. Su apergaminado rostro tenía huellas de una antigua belleza. Sus ojos quedaban ocultos tras unas grandes gafas de sol exagonales.
—¿Están ustedes absolutamente seguros de que es John Carmody? —preguntó a Abdu en un inglés no terrestre.
Impacientemente, Abdu dijo:
—¡No sea ridícula! ¿Quiere que hable, para que así pueda reconocer su voz?
—¡Sí!
—Hable alto, Carmody —gruñó Abdu—. Diga algunas frases de cualquiera de sus sermones. La señora desea oírle.
—Oh, Fratt —dijo Carmody—. Cometí un error natural. Imaginé que era un hombre. Obviamente, hizo que un hombre dictara aquella carta por usted.
—¡Es él! —gritó la mujer. ¡No he olvidado esa voz! ¡Ni siquiera después de todos estos años!
Apoyó una mano de prominentes venas sobre la de Abdu.
—Pague a los otros. Dígales que nos dejen solos.
—Encantado —dijo Abdu. Entró en la habitación a la derecha de Carmody y regresó inmediatamente con un grueso fajo de dinero kareeniano. Contó la parte de cada hombre y aguardó mientras estos verificaban la cuenta. Cuatro de ellos se fueron, pero uno se quedó dentro. Le quitó la ropa a Carmody y le ató los brazos a la espalda con cinta adhesiva. Hizo sentar a Carmody en uno de los grandes sillones y le ató los tobillos juntos. Sacó una cuerda de bajo su capa y la usó para atarlo al sillón. Dos nuevos trozos de cinta adhesiva por sobre los hombros de Carmody y por debajo de sus sobacos lo aseguraron al respaldo del sillón.
—¿Su boca? —dijo el kareeniano. Abdu se lo tradujo en inglés a la mujer.
—No —respondió ésta—. Siempre podré hacerle callar si lo deseo. Sólo deje la cinta adhesiva aquí, sobre la mesa.
—Sigo sin saber quién es usted —dijo Carmody.
—Su memoria está tan repleta de acciones inmorales —dijo ella—. Pero yo no he olvidado. Eso es lo importante.
El kareeniano se marchó, y Abdu cerró la puerta tras él. Hubo un largo silencio. Carmody estudió los rasgos de la mujer. Repentinamente, los recuerdos nadaron por fin hacia la superficie.
Era la mujer que le había facilitado el acceso a la fortaleza donde estaba custodiada aquella joya, el Fuego Perenne del Staronif.
Él había ido al planeta colonial de Beulah para ocultarse. Raspold y otros estaban tras sus talones en El Trampolín, pero él había conseguido escapar. En Beulah un planeta colonizado principalmente por ingleses y escandinavos, había representado el papel de prospector. Había ignorado el desafío del Staronif durante mucho tiempo porque había decidido no buscarse problemas.
Pero cuando pareció como si Raspold hubiera perdido su pista, estableció su identidad asumida; ya no podía seguir resistiendo a la tentación. Su minucioso plan le llevó cuatro meses, no mucho tiempo realmente si se tenía en cuenta la magnitud del trabajo. Reunió a un cierto número de criminales, entre ellos Lieftin. Tras garantizarse una escapatoria de Beulah con una nave, sobornó a uno de los guardias del Staronif, un logro considerable en sí mismo, ya que los guardias eran famosos por su honestidad. El guardia debía abrirles las puertas, tras haber silenciado el mecanismo de alarma. Les dio un plano de las habitaciones y de los dispositivos de alarma instalados en la bóveda donde por la noche era depositado el Staronif.
Pero el demo que gobernaba uno de los pequeños estados de Beulah había decidido que las cosas estaban demasiado calmadas. Hizo despedir a todos los guardias, contrató a otros nuevos, hizo alteraciones en los mecanismos de protección e incluso en la distribución interna del edificio. Carmody temió que el guardia pudiera hablar si pensaba que, siendo ya inútil, iba a verse separado de su parte del botín. Había que matarlo, y Carmody lo mató.
Los otros componentes de su grupo quisieron entonces abandonar el robo, pero Carmody insistió en continuar. Además, debían respetar su plan. Tras alguna investigación, descubrió que la secretaria del demo no había sido ni despedida ni transferida a otro trabajo. Además, corría el rumor de que era también la amante del demo; él no podía resistir la idea de verse abandonado por ella. Carmody penetró en la casa de la mujer la noche antes del robo.
La señora Geraldine Fratt, así era como se llamaba, estaba con un hombre… su hijo. Vivía en otro estado, y estaba de visita en casa de su madre. Cuando la madre probó su resistencia incluso a las torturas de Carmody, y cuando éste vio que iba a morir incluso antes que revelar nada, empezó a trabajar con su hijo. Ella no pudo soportar el ver como destrozaban lentamente a su hijo, pese a que él le suplicaba que no dijera nada por su causa.
La señora Fratt les condujo al interior de la fortaleza. Su hijo fue llevado también, cargado por Lieftin y otro hombre, a fin de asegurarse de que no iba a traicionarles. Tras sacar el Staronif de su bóveda, Carmody metió en ella a la madre y al hijo. Luego lanzó dentro una granada y cerró la puerta de la bóveda.
Fue la explosión lo que activó el sistema de alarma y obligó a Carmody y a sus hombres a correr, en lugar de dirigirse tranquilamente tal como estaba planeado a la nave. Raspold, que recién acababa de llegar a Beulah en su búsqueda, se unió a la caza.
Durante la huida, Carmody robó un graviplano. Obligado a aterrizar en el lindero del Gran Bosque Espino, tuvo que continuar a pie. Y fue en aquel bosque que se vio obligado a hundir el Staronif en las fauces del logar. Más tarde, consiguió escapar de Beulah y finalmente llegó a la Alegría de Dante.
—Confieso que ni en un momento pensé en usted, señora Fratt —dijo—, debido a que, uno, pensé que era un hombre quien me había enviado aquella carta, y dos, pensaba que tanto usted como su hijo habían muerto.
—Mi hijo me protegió con su propio cuerpo —dijo ella—. Murió. Mi rostro resultó terriblemente dañado, y mis ojos quedaron destruidos por la metralla. Hice que recompusieran mi rostro, pero mis ojos…
Se quitó las gafas, y Carmody pudo ver las vacías órbitas.
—¡Pero podía obtener nuevos ojos! —dijo Carmody.
—Juré que no volvería a ver de nuevo hasta que usted hubiera pagado por lo que nos hizo a mí y a Bart. Gasté mucho tiempo y dinero buscándole. Mi fortuna era grande, ya que el demo me legó todos sus bienes al morir. Pero había desaparecido casi por completo cuando supe finalmente que se había convertido en un sacerdote en Wildenwooly. Por aquel tiempo, había dejado de comprar jerries, ya que deseaba reservar todo mi dinero para la búsqueda. Es por ello por lo que ahora parezco tan vieja. Temía morir antes de encontrarle. Pero, gracias a Dios, finalmente lo he conseguido.
—¿Y ha tardado todos esos años en encontrarme? —dijo Carmody—. Señora Fratt, ¿qué tipo de hombres contrató usted para que me buscaran?
—Raphael Abdu condujo la búsqueda para mí. ¡No diga nada contra él, monstruo de lengua viperina! Es un hombre bueno y fiel; ha trabajado incansablemente para mí durante mucho tiempo. Le conozco y tengo confianza en él.
—Así que ahora, cuando ya le ha chupado todo su dinero y sabe que ya no puede recibir más, me ha descubierto muy convenientemente —dijo el sacerdote—. Bueno, hay que felicitarle por ello. Al menos al final se ha portado honradamente. Le ha dado algo a cambio de los veintiocho o veintinueve años de trabajo cómodo y bien pagado que imagino le ha sacado a usted. ¡Oh, el bueno y leal servidor!
—¿Le cierro la boca, señora Fratt? —dijo Abdu—. Podría hundirle todos los dientes. Sería un buen comienzo.
—No, déjele hablar. No me preocupa lo que diga; no podrá cambiar mi mente.
—Señora Fratt, Abdu podría haberme encontrado fácilmente en cualquier momento después de que abandoné este planeta. Estuve en Johns Hopkins durante un año. La policía sabía donde estaba, y mi Iglesia no tenía ninguna razón para ocultar mi identidad o mi residencia. Abdu la tomó a usted por la gallina de los huevos de oro.
—Es usted escurridizo —dijo ella—. Escapó al primer hombre que Abdu envió tras usted, e hizo todo lo posible para dificultar el que pudiéramos hallarlo. Pero ahora está aquí, y nada ni nadie podrá librarlo de esto.
Carmody, pese a la frialdad de mausoleo de la habitación transpiraba.
—Señora Fratt —dijo, sin ninguna inflexión que evidenciara la desesperación que sentía—. Puedo comprender que usted desee vengarse de mí. Puedo comprenderlo en parte, al menos, pese a todos esos años transcurridos y al hecho de que ya no soy el hombre que usted conoció… ¡De todos modos, no puedo ni comprender ni olvidar el que haya asesinado usted a una mujer inocente, mi esposa!
Ella crispó las manos sobre los brazos de su silla.
—¿Qué? ¿De qué está usted hablando?
—¡Sabe usted condenadamente bien de qué estoy hablando! —dijo él duramente—. ¡Usted hizo asesinar a mi Anna! Y al hacerlo, se convirtió usted en tan culpable y execrable como ese John Carmody al que tanto odia. Es usted tan perversa como yo era, ¡y usted no tiene derecho a hablar ni de justicia ni de venganza!
—¿Qué quiere decir con esto? —chilló ella, girando su ciega cabeza primero hacia Abdu y luego de nuevo hacia Carmody—. ¿Qué es eso acerca de su esposa? ¡Ni siquiera sabía que estuviera casado! ¿Asesinada, dice? ¿Asesinada?
Abdu habló desapasionadamente, incluso con una risita divertida, pero sus ojos llameaban cuando miró a Carmody.
—Ya le dije que tenía que tener cuidado con él, señora Fratt. Es tan retorcido como el propio Satán. Está diciendo lo de su esposa tan sólo para desconcertarla, para confundir sus ideas. E implantar en su mente sospechas hacia mí. Su esposa está sana y salva. La vi darle el beso de despedida cuando él se marchó de Wildenwooly.
La expresión de la señora Fratt era colérica.
—¡Está mintiendo, Carmody! ¡Daría cualquier cosa con tal de salvar su piel!
—¡Estoy diciendo la verdad! —gritó Carmody—. Mi mujer fue muerta por una bomba. Y poco después de que ella muriera, recibí una llamada telefónica de un hombre que llevaba una máscara. ¡Dijo que era usted responsable del asesinato de Anna!
—¡Está mintiendo!
—Entonces quizá pueda usted explicarme otra cosa. Si me deseaba vivo, ¿por qué entonces sus hombres intentaron matarme delante de la casa de una vieja amiga mía, aquí en Rak?
Ella palideció; su boca se movió sin que brotara ningún sonido.
—En su odio hacia mí, usted no sólo ha matado a mi esposa, sino que también ha causado la muerte de un hombre inocente, a alguien que no tenía nada que ver conmigo excepto que condujo el taxi que me llevó hasta la casa de la señora Kri. Fue muerto por la bomba a mí destinada.
—¡Está mintiendo de nuevo! —gritó Abdu salvajemente—. Dirá cualquier cosa con tal de retrasar lo inevitable, lo justificadamente inevitable, juraría.
La señora Fratt adelantó un brazo, tocó a Abdu, recorrió su mano a lo largo de su costado y sujetó la mano del hombre.
—Usted no ha hecho ninguna de esas terribles cosas, ¿verdad? Usted no ha matado a su esposa y a ese hombre, ¿verdad? Ni ha intentado matar a Carmody y robármelo.
—Estoy diciendo la verdad, señora Fratt. Creo que lo mejor sería que dejara de escucharle. Es capaz de convencer a una serpiente hambrienta para que no se coma a un pájaro. —Miró su reloj—. Señora Fratt, tenemos diez horas antes de que parta la última nave. Será mejor que empecemos. Usted no quería que la cosa fuera rápida, ¿recuerda?
—¡Oh, cometí un error no haciéndome poner unos ojos antes de esto! —dijo ella—. ¡Hubiera deseado verle sufrir! ¡Pero no había tiempo para ello!
—No importa, podrá oírlo. Y sentirlo.
—Señora Fratt —dijo Carmody, incapaz de hacer que su voz sonara como algo más que un graznido—. Estoy apelando por última vez. Usted ha hablado de Dios hace muy poco. Le ha dado las gracias. ¿Cree usted realmente que Él aprobaría esto? Si es usted cristiana, entonces, en nombre de Dios, ¡no haga esto! Aunque yo siguiera siendo el hombre que tanto la hizo sufrir. Él no desearía que usted me torturara. Mía es la venganza, dijo el Señor. Pero yo ya no soy…
—¡Mía es la venganza, dijo el Señor! —casi siseó la señora Fratt—. El Diablo puede citar las Escrituras, y yo lo creo. ¡Pero adelante! ¡Gima, suplique, implore misericordia! ¡Yo supliqué por mi hijo, y usted se echó a reír! ¡Ría ahora de nuevo!
Carmody guardó silencio. Estaba determinado al menos a intentar morir con dignidad. No iban a arrancarle ni súplicas ni gritos de dolor, al menos mientras pudiera resistirlo. De todos modos, no podía dominar los estremecimientos de su cuerpo.
—Señora Fratt —dijo—, mientras aún puedo hablar y pensar racionalmente, quiero decirle que la perdono. Espero que tenga la oportunidad de que Dios la perdone también. De modo que, sin importar lo que pueda decir más tarde, recuerde que estos son mis verdaderos sentimientos. Que Dios le conceda Su gracia.
La señora Fratt se había puesto en pie. Empezó a andar lentamente hacia él, con Abdu sujetando su mano. Se detuvo y se puso una mano sobre su corazón. Permaneció en silencio hasta que Abdu dijo:
—Es tan sólo otro truco, señora Fratt.
—Ayúdame, Raphael —dijo la señora Fratt en voz muy baja—. Ayúdeme.
—Yo seré su fuerza —dijo Abdu. Se dirigió hacia la mesa y echó a un lado el mantel. El acero destelló bajo la luz. Largos y afilados cuchillos, escalpelos, tenazas y sierras de cirujano. Había también astillas de durul kareeniano, una madera parecida al bambú; una jeringa de caucho con una larga y curvada punta; suturas; un par de tijeras; un par de pinzas de afilado y puntiagudo extremo; una porra, y un martillo.
Abdu tomó un escalpelo, se dirigió hacia la señora Fratt, y lo depositó en su mano.
—Creo que para empezar debería marcarle un poco la cara. Convendría que sintiera un poco del dolor que sintió usted, señora Fratt.
Ella rozó ligeramente el escalpelo y retiró la mano.
—Si usted siente escrúpulos ahora, señora Fratt, habrá malgastado todos esos años. ¿Se quedó usted ciega para nada?
Ella agitó la cabeza.
—Déjeme palpar su rostro. No puedo ver, pero quizá, si puedo verlo a través de mis dedos, pueda odiarle tanto como lo vi por primera vez. ¡Dios! ¡Nunca llegué a pensar que retrocedería ante esto! ¡Muchas veces he llorado porque aún no lo tenía en mi poder!
Se acercó a Carmody. Adelantó su mano derecha, tocó su frente. La retiró, luego volvió a adelantarla, la paseó por su rasgos.
Carmody cerró fuertemente sus dientes sobre aquella mano. Ella lanzó un grito e intentó retirarla, pero las mandíbulas la sujetaban. Él levantó los pies; aunque sus tobillos estaban atados entre sí, no lo estaban al sillón. Sus pies juntos ascendieron entre las piernas de ella y, en un espasmo de fuerza, la levantaron unos pocos centímetros. Ella gritó de nuevo ante el golpe. Abdu chilló y echó a correr para ayudarla.
Carmody replegó sus piernas hacia su pecho en una contorsión que le dolió terriblemente. Su boca se abrió; la mujer retiró su mano liberada y retrocedió. Él distendió violentamente sus piernas; sus pies la golpearon en el centro del estómago. Doblándose sobre sí misma, cayó hacia atrás, contra Abdu. Luego se enderezó y se derrumbó al suelo.
Abdu miró fijamente el ensangrentado escalpelo en su mano y la sangre que brotaba de la espalda de ella. Soltó el cuchillo y cayó de rodillas junto a la señora Fratt.
La llamó en vano, escuchó su corazón, y finalmente se levantó.
—El escalpelo no ha penetrado lo suficiente como para matarla. ¡Usted la ha matado al golpearla, bastardo!
—No era mi intención —jadeó Carmody—. No lo hubiera hecho de no ser por usted. ¡Pero que me condene si iba a quedarme aquí tranquilo mientras ella me hacía pedacitos!
—Está condenado de todos modos —dijo Abdu lentamente—. Ese truco no le va a servir una segunda vez.
Recogió el escalpelo y avanzó por un lado de Carmody.
—¿Cuál es su interés, Abdu? Se ha ganado bien la vida gracias a ella. ¿No es suficiente? ¿Por qué desea torturarme?
—Oh, seguro, la he engañado, y gracias a ella me he dado una vida de rey. Pero en el fondo me gustaba la vieja señora, aunque no fuera más que una obsesa. Además, siempre he deseado saber de qué demonios estaba hecho usted.
Ahora estaba tras el sillón; enrolló su brazo izquierdo en torno a la cabeza de Carmody para inmovilizarla. Su escalpelo se clavó en la mejilla de Carmody y descendió.
—¿Duele eso, Carmody? —dijo Abdu en el oído del sacerdote.
—Bastante —siseó Carmody.
—Déjeme ver lo tierna que es la piel de sus labios.
El escalpelo cortó un lado de su boca. Carmody se envaró, pero encajó los dientes para no gritar.
Abdu colocó la hoja contra la yugular de Carmody.
—Un golpecito, y todo terminaría. ¿Le gustaría eso?
—Me temo que me gustaría mucho —dijo Carmody—. Dios me perdone.
—Sí, sería una especie de suicidio, ¿no? Bien, si existe un Infierno, espero que vaya a parar allí. Pero no demasiado aprisa.
Abdu regresó a la mesa y tomó varias astillas de la madera parecida al bambú.
—Probemos a quemar algunas de estas bajo las uñas de sus pies. ¿No las ha usado ninguna vez?
Carmody tragó saliva y dijo:
—Que Dios me perdone de nuevo.
—¿De veras? Bueno, creía que todo eso había quedado detrás de usted, ¿no? Esto prueba que uno no puede escapar nunca por completo de sus crímenes; le siguen como perros olisqueando un viejo hueso.
Abdu se acercó por un lado, se puso de rodillas, y apoyó todo su peso sobre las piernas de Carmody. Le quitó un zapato y el calcetín. Carmody intentó debatirse, pero no podía mover sus piernas. Lanzó un grito cuando la astilla se hundió bajo la uña de su dedo gordo.
—Adelante, grite —dijo Abdu—. Nadie podrá oírlo a través de estas paredes.
Tomó una caja de cerillas kareenianas y encendió una en el suelo de piedra. Cuando la astilla hubo prendido, se puso en pie.
—Esa madera está empapada de aceite —dijo—. Arde como el infierno, ¿no?
La aldaba de la puerta resonó. Abdu se giró bruscamente y sacó la pistola de una funda bajo su capa. La aldaba siguió golpeando durante un instante, luego se detuvo. Abdu lanzó un suspiro de alivio, sólo para dar un nuevo salto cuando el teléfono sonó.
El sacerdote observaba el humo que brotaba del fuego que avanzaba lentamente. Aunque había dejado de gritar, sentía que iba a desvanecerse. No podía imaginar un dolor más intenso que aquel que sentía ahora, pero sabía que no podría compararse con el que iba a experimentar cuando el fuego alcanzara los nervios.
—¡Deja de sonar, maldita sea! —le dijo Abdu al teléfono.
—Creo que me están buscando —gimió Carmody—. Deben haber encontrado a los oficiales que dejaron fuera de combate. Y saben que no he abandonado el hotel.
—Bueno, dejemos que busquen. No podrán entrar aquí mientras la puerta esté cerrada.
Carmody siseó a causa del dolor, y luego dijo:
—¿Y qué hará usted luego? Le esperarán. Además, saben que esta es la habitación de la señora Fratt, y que ella no contesta. Y que usted no está en la suya. Y que no ha abandonado el hotel. Ya sabe que llevan el control de todos los que entran y salen.
Abdu frunció el ceño y miró al teléfono. Se dirigió a la mesa y tomó un trozo de cinta adhesiva. Tras aplicarla sobre la boca de Carmody, regresó al teléfono.
Carmody hubiera deseado oír la conversación, pero no pudo. El fuego empezaba a prender en la madera bajo su uña. No podía oír nada excepto sus propios gritos, confinados dentro de su boca por la cinta adhesiva y resonando agudamente en el interior de su cabeza. El dolor no enturbiaba sin embargo su visión, y así pudo ver la primera fina voluta de humo surgiendo del cerrojo de acero de la puerta. Abdu no podía verlo, ya que estaba vuelto de espaldas, hablando por el teléfono.
Una línea apareció en el cerrojo, se alargó y se ensanchó. El cerrojo se separó en dos piezas. Al mismo tiempo, Abdu se giró, vio el humo y la hendida barra de acero, y sus labios se retorcieron en una muda maldición.
La puerta giró sobre su pivote; Abdu levantó su pistola y disparó. Un objeto redondo voló al interior de la habitación, rebotó hacia Abdu, y estalló en una densa nube de amarillento humo que lo envolvió. Su cuerpo se convirtió en una silueta que levantó unos fantasmagóricos brazos para llevárselos a su fantasmagórica garganta. Se derrumbó pesadamente. Un segundo más tarde, unos kareenianos equipados con máscaras de gas penetraron. Uno de ellos se apresuró hacia Carmody, e intentó extraer la astilla de su dedo, sin conseguir otra cosa que romper la parte ya quemada. Se levantó e hizo una seña a otro, que extrajo una hipodérmica de algún lugar y la clavó en el brazo de Carmody. Unos pocos segundos más tarde, una benefactora inconsciencia le envolvía.
Se despertó en una cama desconocida. El dolor en su dedo y en su rostro habían desaparecido. Tand estaba inclinado sobre él. El alivio y la inesperada presencia de su amigo se tradujeron en lágrimas. Tand no se mostró embarazado, ya que los hombres kareenianos eran tan propensos al llanto como las mujeres terrestres. Sonrió y palmeó la mano de Carmody.
—Todo está bien ahora. Estás en mi casa, sano y salvo, por el momento al menos. Kaseramos la puerta y el cerrojo justo a tiempo. Tuvimos suerte. Aparentemente, Abdu no descubrió lo que estábamos haciendo con el tiempo suficiente para matarte.
—¿Abdu simplemente perdió el conocimiento?
—Sí, está vivo, y ahora está siendo interrogado.
—¿Ha dicho si tenía algún contacto con Lieftin y Abog?
—Hemos usado chalarocheil, y lo ha soltado todo. Abdu había hecho un trato con Lieftin para hacerte matar; fueron los hombres de Lieftin los que intentaron asesinarte frente a la casa de la señora Kri. Sin embargo, estamos seguros de que Lieftin no sólo actuó independientemente de Abog, sino que tomó mucho cuidado de ocultarle a Abog su parte en el complot contra ti. Abog deseaba mantenerte con vida, ya que él y Rilg confían en tu ayuda para hablarle a Yess en contra de una Noche universal.
»Tú, querido amigo, estabas atrapado en las redes de la conspiración.
—¿La señora Fratt está muerta?
—Desgraciadamente sí. Abdu nos contó cómo resultó muerta.
Tand, viendo a Carmody sobresaltarse, se apresuró a tranquilizarle.
—¿Qué otra cosa podías hacer?
—Te conozco lo suficiente como para saber qué es lo que estás intentando averiguar —dijo Carmody—. Te estás preguntando por qué yo, un hombre que pasó la Noche, pude luchar tan salvajemente. Por qué no continué intentando razonar con la señora Fratt para que no me torturara cuando estaba tan obviamente flaqueando.
—Me lo he preguntado. Pero comprendo por qué tu deseo de sobrevivir se impuso a todo lo demás. Un hombre que ha pasado una Noche no es ni con mucho «perfecto». Yo he pasado muchas, y si bien soy «mejor» cada vez, me queda aún mucho camino por recorrer. Además, ¿quién soy yo para juzgar? Creo que yo en tu caso hubiera hecho lo mismo.
Hizo una pausa, y luego dijo:
—Pero hay una cosa que no comprendo. Tú tienes el poder de disociar tu mente del dolor. ¿Por qué no usaste ese poder?
—Lo intenté —respondió Carmody—. Y, por primera vez, no pude conseguirlo.
—Hummm. Entiendo.
—Algo en mí cortó los hilos —dijo el sacerdote—. Y es obvio el qué. Sentí, o la parte subconsciente de mí sintió, que tenía que sufrir por lo que le había hecho a la señora Fratt y a su hijo. No era un sentimiento lógico, porque mi dolor no iba a alterar la situación de la señora Fratt o sus sentimientos o los míos. Pero el subconsciente posee su propio lógica, como tú bien sabes.
Agitó el dedo gordo de su pie.
—Ningún dolor —dijo.
—Te dolerá cuando pase el efecto del anestésico. Pero deberías ser capaz de controlar el dolor, después de todo. A menos que aún sigas determinado a infligirte remordimientos.
—No lo creo.
Se sentó en la cama. Se sentía un poco débil y mareado y, sorprendentemente, hambriento.
—Me gustaría comer algo. ¿Qué hora es?
—Debes ir a ver a Yess dentro de una hora. ¿Crees que podrás?
—Me encuentro perfectamente. Ahora, ¿qué es lo que piensas hacer acerca de Abog y Rilg?
—Eso depende de Yess. Es una situación muy complicada. Se necesita tiempo para decidir lo que es conveniente hacer y montar un plan al respecto. Y el tiempo es precisamente lo que nos falta. De hecho, aún no hemos localizado a Lieftin.
Carmody se levantó de la cama. Una vez hubo comido, se hubo bañado y vestido, volvió a sentirse el mismo de siempre.
Tand estaba satisfecho.
—Quiero que te veas como nunca cuando estés en presencia de tu hijo —dijo—. Nuestro hijo, mejor, aunque creo que realmente tú eres mucho más su Padre que el resto de nosotros.
—¿Estarán allí los otros?
—No esta vez. Vámonos. Necesitaremos más tiempo del normal para llegar allí debido a la gente.
Tand estaba equivocado. Había muy poca gente en las calles, y ésta se mostraba mucho menos ruidosa o activa de lo habitual.
—Nunca he visto nada así antes —dijo—. Debe ser el temor a la decisión de Yess. La gente preferirá quedarse en casa, viendo la televisión, para el caso de que Yess haga su anuncio.
El coche rodeó el enorme Templo, un lado que Carmody no había visto nunca. Faltaba el pórtico con sus cariátides, y había muy pocas estatuas en los nichos. Tand estacionó el coche cerca de la entrada y condujo a Carmody hacia una pequeña puerta en la esquina sudoeste del edificio. Un pelotón de centinelas lo saludaron, y un oficial le abrió la puerta con una enorme llave que colgaba de una cadena de plata de su ancho cinturón.
Tras la puerta había una pequeña sala de espera con unas cuantas mesas y sillas y un cierto número de revistas, libros y cintas grabadas tanto kareenianas como no kareenianas. La única otra puerta conducía a otra habitación que albergaba el extremo inferior de una estrecha escalera con escalones de cuarzo y la pequeña cabina de un graviascensor. Todo ello estaba en el fondo de un pozo excavado en la piedra.
Tand y Carmody penetraron en la cabina; Tand pulsó el botón de puesta en marcha y el botón con el ideograma correspondiente al siete.
—No iré contigo —dijo—. Obviamente, no necesitas ser presentado, aunque normalmente el protocolo lo requiera. Él ha visto tu foto. Además, ¿qué otra persona podría ser?
Carmody se sentía nervioso. La cabina se detuvo. Tand abrió la puerta y penetraron en otra pequeña antecámara. Metió la llave en la cerradura de una puerta ovalada y le hizo dar una vuelta. Luego sacó otra llave parecida de su bolsa de cintura y se la tendió a Carmody.
—Cada Padre tiene una de ellas.
Carmody dudó.
—Adelante —dijo Tand—. Yess tiene que estar en la habitación siguiente a la próxima. Te aguardaré abajo.
Carmody asintió y entró. Se halló en una habitación mucho más amplia, iluminada tan sólo por una pequeña lámpara. Rojos tapices cubrían la pared; una alfombra verde claro, muy gruesa y blanda, cubría el suelo. Aunque no había ventanas, un aire frío rozó su ligeramente húmeda piel. En la pared opuesta había otra puerta ovalada, entreabierta.
—Entra —dijo una profunda voz de barítono en kareeniano.
Carmody entró en otra habitación aún más amplia. Sus paredes estaban cubiertas con yeso de color verde claro. Algunos murales, describiendo escenas de la mitología kareeniana, habían sido pintados en las paredes. El mobiliario era sencillo; una mesa de brillante madera negra, algunos sillones de aspecto liviano pero confortable, y una cama en un nicho. Había también un videófono, un enorme aparato de televisión, y una alta y estrecha librería de la misma brillante madera. La mesa estaba llena de cintas grabadas, algunos libros, útiles de escritorio, y una antigua estilográfica hecha de piedra pulida con estrías blancas y verdes.
Yess estaba de pie junto a la mesa. Era un hombre alto; la cabeza de Carmody no le llegaba más arriba de su pecho. Su cuerpo soberbiamente musculoso estaba desnudo. Su negro cabello parecía terrestre, pero una inspección más detenida mostraba un ligero vello kareeniano. Su rostro era agraciado y también kareeniano, pero Carmody sintió que algo se le apretaba en la garganta cuando vio los rasgos de Mary reflejados en los de Yess. Sus ovejas eran como las de un lobo; sus dientes tenían un color azul muy pálido. Pero tenía cinco dedos en cada pie.
Un dolor agudo se apoderó de Carmody, ascendió por su pecho, forzó un sollozo, y se derramó en lágrimas. Llorando violentamente, avanzó tambaleándose hacia Yess y lo abrazó. Yess también estaba llorando.
Luego Yess se desasió del abrazo e hizo sentarse a Carmody en uno de los sillones. Abrió un cajón de la mesa y sacó un pañuelo con el que se secó los ojos.
—He esperado tanto tiempo este momento —dijo—. Pero sabía que iba a ser difícil. Somos dos extraños, y no importa lo mucho que lleguemos a conocernos mutuamente, me temo que siempre habrá una cierta barrera entre nosotros.
Por primera vez en su vida, a Carmody le fue difícil hablar. ¿Qué podía decir?
—Como puedes ver, Padre —siguió Yess—, soy medio terrestre, realmente tu hijo. Y este es precisamente uno de nuestros argumentos a favor de la universalidad del boontismo. Restringido hasta ahora a este planeta, el boontismo está destinado a esparcirse por todo el universo. Su destino empezó a hacerse manifiesto desde el momento en que fui concebido por una madre y por un Padre extrakareenianos. Boonta realizó esto con un propósito muy específico.
Carmody, sintiéndose mejor, sonrió.
—Tú posees realmente una de mis características: vas directo al grano. Y estoy seguro de que también posees otra: la agresividad. Pero debo decir que esto último no me satisface demasiado.
Yess sonrió y se sentó en el sillón al otro lado de la mesa.
—Así pues, iré directo al grano. Una pregunta. ¿Por qué tú, que experimentaste la mística unión con Boonta, te convertiste a otra religión? Hubiera creído que tú te habrías sentido tan iluminado por el sentido de la verdad de Boonta y por las experiencias de la Noche, que no hubieras podido hacer otra cosa que venerar a Boonta.
—Otros, principalmente mis superiores en la Iglesia, me han hecho la misma pregunta —respondió Carmody—. Quizá, si me hubiera quedado en Kareen, me hubiera convertido al boontismo. Pero creo sinceramente que un Algo —Destino, Azar, o Dios, y este último es el término que prefiero— me dirigió hacia otro lado. Mientras estaba bajo observación en Hopkins, viví una experiencia, tan mística y convincente como cualquiera de las que viví aquí. Me convenció, y nada de lo ocurrido después ha podido convencerme de que la fe que yo elegí no es la única para mí.
La voz de Yess era tranquila, pero estudió el rostro de Carmody con gran intensidad.
—Entonces, ¿crees que Boonta es una deidad falsa?
—En absoluto. O mejor, podría decir que para mí Ella es la manifestación que toma el Creador en Kareen. Es otro de sus aspectos. Al menos, me gusta pensar esto. Pero realmente no lo sé, y no creo que pueda llegar a estar seguro nunca. Mi propia Iglesia no ha hecho ninguna declaración oficial, y puede que pase mucho tiempo antes de que la haga.
—Yo no estoy menos inseguro —dijo Yess. Abrió de nuevo el cajón y extrajo una botella y un paquete.
—El vino es kareeniano; los cigarrillos, terrestres. Ambos me gustan. Y cuando los saboreo, pienso en mi origen. Ya no soy tan sólo Yess, el dios de Kareen. Soy Yess, el dios de todos los planetas.
Hablaba como exponiendo una verdad absoluta.
—¿Lo crees realmente?
—Lo sé.
—Entonces es inútil discutir —dijo Carmody—. De todos modos, no tenía intención de hacerlo. Pero seré franco. He venido aquí para intentar disuadirte de que des un paso en particular. Yo…
—Sé por qué estás aquí. Tu Iglesia te ha enviado para argumentarme lo mismo que me argumentó Rilg. De hecho, Rilg, aunque él no quiere que se sepa, es un algulista. Hace mucho tiempo que lo sé, pero no he hecho nada al respecto debido a que nunca, o muy raramente, interfiero en los asuntos gubernamentales. Además, casi todos los políticos de este planeta, y probablemente muchos otros, son algulistas. Conscientemente o no.
—Entonces, ¿ya has tomado tu decisión?
—Desde el año pasado. De todos modos, no tengo intención de hacer el anuncio hasta el último momento. Si la gente tiene demasiado tiempo para pensar en ello, podría haber una revuelta.
»Por supuesto, no podría reprochárselo. Demasiados de ellos saben, muy al fondo, que no van a pasar la Noche. Pero ya ha pasado el tiempo de los que pueden mentirse a sí mismos. Si son realmente algulistas tras su fachada de seguidores de Yess, entonces deberán reconocerlo.
—¿Pero y los niños? —dijo Carmody. Sabía que su rostro se estaba congestionando y que Yess era consciente de su cólera.
—La vida es prodigalidad. La vida es lucha. Algunos sobreviven, otros no. Boonta da, pero nunca toma. Deja que las cosas ocurran por sí mismas.
Carmody permaneció sentado en silencio, abrumado por la convicción de que nada de lo que pudiera decir haría cambiar a Yess de opinión.
—Cuando la Noche haya transcurrido y nos hayamos reorganizado —estaba diciendo Yess—, iniciaremos una campaña intensiva de proselitismo extrakareeniano. Tengo intención de visitar yo mismo otros planetas.
—¿No será peligroso? —dijo Carmody—. Si eres asesinado por algún fanático religioso de otro planeta, quedarás desacreditado.
—En absoluto. Otro Yess aparecerá. El que un Yess pueda ser asesinado no invalidará su divinidad, al igual que el asesinato de Cristo no invalidó la Suya.
—Ahora vas a decirme que cada planeta tiene su salvador local, lo suficientemente buenos a su manera, pero tan sólo sustitutos temporales hasta la llegada del supersalvador… tú.
—Exactamente —respondió Yess—. Es la evolución de lo divino. Tal como el Nuevo Testamento fue añadido al Antiguo Testamento para formar un nuevo libro, y tal como el Libro de los Mormones y el Corán y las Llaves de la Ciencia y la Salud fueron secuelas de la Biblia, así aparecerá otro Libro que los superará a todos.
»Estoy dictando el Libro de la Luz. Lo terminaré muy pronto. Es una historia resumida de Boonta y sus pueblos. También presenta en una forma organizada y auténtica el dogma de nuestra religión. Y se atreve a lo que ninguna otra de las escrituras se ha atrevido nunca. Da una profecía detallada de las cosas que han de venir. No en una forma simbólica y vaga, que permita mil interpretaciones distintas. Es claro y específico.
»Cuando este Libro sea traducido a las muchas lenguas de las galaxias y sea accesible a todos, se convertirá en nuestro mayor misionero.
Yess miró a Carmody directamente a los ojos, a través de la mesa, y Carmody sintió que los pelos de su nuca se le erizaban. Era el aura, aunque mucho más atenuada, que había sentido cuando penetró en el Templo con los otros Padres para el nacimiento de Yess… cuando Boonta dejó sentir Su presencia.
Bruscamente, la sensación desapareció. Yess se puso en pie y dijo:
—Volveré a verte, Padre.
Carmody se puso también en pie.
—¿Soy libre de dar a conocer tu decisión?
—No. No dirás nada al respecto.
Yess rodeó la mesa, abrazó a Carmody y lo besó.
—No te aflijas, Padre. Hay cosas que están más allá de tu conocimiento. Debes aceptarlas, al igual que aceptaste las cosas de la Noche y mi concepción por una criatura de tu mente.
—Querría que fuera así —respondió Carmody—. Pero no puedo aceptar el sufrimiento y la muerte inútiles.
—No son inútiles. Que Boonta sea contigo.
—Y Dios contigo… hijo.
Tand avanzó hacia el sacerdote cuando éste penetró en la sala de espera en la planta baja.
—¿Cómo ha ido, John? ¿Cómo lo has notado?
—Abatido. Y turbado. Me ha dado la sensación de un actor que acaba de entrar en escena solo para darse cuenta de que se ha equivocado de teatro y de obra.
—Has cumplido con tu misión. ¿Por qué no regresar a casa?
—No sé por qué, pero no puedo. Algo me dice que tengo una tarea inacabada aquí. Quizá sea descubrir la verdad, si ello es posible. Te diré algo. La teoría de Yess de un único salvador universal me perturba enormemente. ¿Las verdades divinas son reveladas poco a poco, a medida que los seres sentientes se hallan preparados para recibirlas? ¿Y está Yess a punto de revelar una, y una verdad válida?
Carmody regresó a su casa y a su cama. Durmió hasta tarde a la mañana siguiente, algo raro en él. Cuando descendió al comedor del hotel para el desayuno, lo halló vacío de todos los no kareenianos excepto un escaso número de terrestres convertidos al boontismo. Comió solo y triste su desayuno. Justo antes de terminar fue interrumpido por un sacerdote de Boonta.
Carmody miró los verdes hábitos y el peinado en cola de pavo real, y pasaron varios segundos antes de que reconociera a Skelder.
Carmody se levantó y lo abrazó alegremente. Hubo una indicación del cambio que se había producido en el sacerdote antes severo y adusto en su respuesta igualmente alegre.
—Deseaba verle antes de que empezara la Noche —dijo Skelder—. Después de todo, ¿quién sabe?
—Creo que no es necesario que le pregunte si sigue pensando que eligió correctamente —dijo Carmody.
—No. Soy perfectamente feliz acerca de mi decisión. Nunca lo he lamentado. ¿Y usted?
—Lo mismo. Bueno, ¿nos sentamos y hablamos?
—Me gustaría —dijo Skelder—. Pero debo ir al Templo. Yess hará su anuncio al mediodía, ya sabe.
—No, no lo sabía. ¿Y luego?
—Lo que ocurra está en manos de Boonta. Tand me dijo que usted sabe mucho de las cosas que ocurren tras la escena. Así que usted debe saber que no sería sorprendente que Rilg intentara evitar que Yess hiciera público su anuncio. No que se atreviera a poner las manos sobre Yess… oficialmente al menos. Pero puede intentar un fallo general de la energía o una interferencia en la emisión.
—Debe estar desesperado.
—Lo está. Bien, debo irme. Oh, sí. Tand me ha dicho que Lieftin sigue sin ser hallado. Y debe estar desesperado también. La última nave ha partido, ya no puede abandonar el planeta. De todos modos, puede tener la esperanza de ser sumido en el Sueño durante la Noche y escapar así de sus efectos. Creemos que intentará llevar a cabo lo que tenga planeado antes de la emisión. Quizá sea esto lo que esté esperando Rilg.
Skelder dijo adiós y se fue con un revuelo de largos hábitos verdes. Carmody firmó el volante del crédito gubernamental por su desayuno y salió a la calle. No iba acompañado, puesto que ya no parecía haber ninguna razón para mantenerlo bajo protección. Había mucha gente por las calles. Permanecían inmóviles en las esquinas, frente a las grandes pantallas públicas de televisión, evidentemente aguardando a Yess. Muchos se habían quitado sus máscaras.
Carmody intentó hablar con algunos de los que permanecían aguardando en la acera frente al hotel. Tras algunos intentos, abandonó. No solamente no querían hablar con él, sino que fruncían el ceño y se giraban murmurando para sí mismos.
Tras vagabundear un poco por el vestíbulo, regresó a su habitación. Intentó sin éxito interesarse en un libro sobre la historia kareeniana. Llegó el mediodía, y con una sensación de alivio se giró hacia la televisión. El locutor hizo un breve y familiar discurso. Aparentemente, y pese a los avances de la ciencia tanto de la Tierra como de Kareen, habían surgido algunas dificultades técnicas. Si los telespectadores eran un poco pacientes, las cosas se arreglarían en muy poco tiempo. Mientras tanto, allí tenían un interesante…
Pasó una media hora, con varias intervenciones más y un breve documental sobre el aterrizaje del primer terrestre en Kareen. Por aquel entonces, Carmody comprendía que algo no iba bien. Intentó llamar a Tand, pero no obtuvo más que la señal de ocupado. Transcurrió otra media hora con más intervenciones tranquilizadoras y documentales que no tenían nada que ver con la aparición de Yess. Llamó a Tand tres veces más, sólo para recibir más señales de ocupado. Por aquel entonces, supuso, los sistemas telefónicos debían estar colapsados por las llamadas de la gente que deseaba saber qué era lo que no marchaba.
Repentinamente, el locutor dijo:
—Kareenianos… ¡vuestro dios!
Yess apareció en la pantalla, visible de cintura para arriba. Sonrió y dijo:
—Mis bienamados, Yo…
La pantalla se oscureció. Carmody lanzó una maldición. Quitó el cerrojo de la puerta, corrió por el pasillo y bajó a saltos las catorce plantas hasta el vestíbulo. Éste se hallaba atestado de gente que hablaba en voz muy alta. Carmody agarró a un botones del brazo y preguntó:
—¿La emisora? ¿La emisora de televisión? ¿Está cerca?
—Tres manzanas, Padre. Hacia el este —respondió el botones. Parecía aturdido.
Carmody se abrió camino a codazos entre la multitud y cruzó corriendo la puerta. La calle estaba atestada ahora y, toda la gente mostraba expresiones asombradas. Muchos hablaban incoherentemente. Ellos también sabían que algo le había pasado a su dios. Y, aunque habían estado temiendo u odiando lo que iba a decirles, ahora habían olvidado por completo ese sentimiento. Estaban asombrados o asustados, embotados o excitados. Nadie se opuso al paso de aquel hombrecillo terrestre que volaba abriéndose camino entre ellos, contentándose con quedárselo mirando tras su paso.
Una manzana antes del edificio de la televisión, Carmody vio las humaredas surgiendo de las ventanas de las primeras dos plantas. Una alterada multitud impedía los esfuerzos de los policías y las ambulancias por entrar. Carmody luchó y forcejeó por abrirse paso, pero no consiguió moverse.
Una mano palmeó su hombro. Se giró y vio a Tand.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—Lieftin debió instalar explosivos tan hábilmente que la policía no consiguió encontrarlos —dijo Tand—. O quizá no quisieron encontrarlos. La emisión fue retrasada una hora mientras se realizaba la búsqueda de bombas por toda la emisora. Luego vino Yess y… Ya viste la pantalla apagarse. Yo hubiera estado allí con él si mi coche no hubiera colisionado con otro. A mí no me pasó nada, pero mi conductor resultó herido.
Miró al edificio.
—¿Crees que está muerto?
—No lo sé —dijo Carmody—. ¿Qué es eso?
Un gran grito había surgido de cien mil bocas. Repentinamente, como si un vehículo invisible avanzara entre ellos, la multitud abrió un paso. Yess, ennegrecido por el humo y sangrando por varias heridas pero indemne, avanzaba hacia ellos.
Le hizo una seña a Tand, que acudió corriendo, con Carmody tras sus talones.
—Busca un coche y llévame a la Emisora Fuurdal —dijo Yess.
—Tengo un coche cerca de aquí —dijo Tand—. No es el mío; el mío resultó accidentado. Ven.
Lo precedió calle abajo, mientras la gente se apartaba. Todos lloraban de alegría al ver a su dios vivo; algunos echaron a correr, cayeron de rodillas, e intenta; ron besar la mano de Yess. Éste les hizo un gesto para que se apartaran, sonriendo, y siguió andando. Un minuto más tarde, los tres, Tand conduciendo, enfilaban hacia los otros estudios de televisión.
—No comprendo como Lieftin, o quien haya sido, consiguió esconder los explosivos —dijo Yess—. La policía y los sacerdotes examinaron cada pieza del equipo, cualquier cosa que pudiera ocultar una bomba. Y lo más extraño es que fue Abog precisamente quien insistió para que la emisión fuera retrasada mientras el edificio era examinado.
—Quizá deseara proporcionarle al gobierno una coartada —dijo Carmody.
—Probablemente. Él no estaba en el edificio cuando estalló la bomba. Todos los que estaban a mi alrededor resultaron muertos o gravemente heridos. Los demás Padres murieron. Tú y Carmody sois los únicos supervivientes ahora.
Yess lloró. Luego, sin ningún rastro de la emoción que todavía debía sentir, dijo:
—Llama a tus mejores, Tand. Vamos a necesitar protección para regresar al Templo.
Tand tomó el teléfono del coche y empezó a hacer llamadas. Cuando se detuvieron frente a su destino, se había asegurado de que una cincuentena de hombres armados estarían disponibles dentro de poco. Además, un buen número de sacerdotes armados les seguían.
Carmody siguió a los dos dentro del edificio, pero no los acompañó al estudio donde Yess iba a hacer su anuncio. Pensaba que Yess no estaba a salvo de otros atentados. Si alguien intentaba cruzar aquella habitación para alcanzar a Yess, tendría que entendérselas primero con Carmody.
Apenas unos segundos después de que Yess hubiera salido al aire, sonaron disparos en el vestíbulo. Un kareeniano irrumpió en la habitación, pistola en mano. Carmody, de pie a un lado, lo derribó con una estatuilla de bronce.
Tras tomar el arma soltada por el inconsciente hombre y metérsela en su cintura, salió al vestíbulo. Tres presuntos asesinos muertos y dos policías muertos y otros dos heridos yacían en el suelo. Un empleado de la emisora permanecía a cubierto tras un sillón. Carmody lo sacó de su refugio y lo envió a llamar a una ambulancia. Luego regresó a la habitación y volvió a montar guardia.
Tres minutos más tarde Yess y Tand salieron del estudio, ambos con expresión grave.
—Ya está hecho —dijo Yess—. Ahora, lo que Boonta deje caer que caiga.
En el camino de vuelta al Templo, la gente en la calle se apartó ante la escolta armada de Yess. Carmody, contemplando los rostros y las máscaras con que se cruzaban, gritó de pronto:
—¡Alto el coche!
Yess ordenó al conductor que se detuviera y se giró para preguntarle a Carmody qué ocurría, pero el pequeño terrestre ya había saltado fuera.
Carmody había visto a un hombre enmascarado cuya forma de andar lo identificaba sin lugar a dudas como Lieftin. Temeroso de que Lieftin pudiera escapársele, había saltado fuera del vehículo sin decirle a nadie tras de quien iba.
—¡Lieftin! —gritó—. ¡Está arrestado! —sin darse cuenta en su excitación de que los otros no le seguían.
El hombre se giró y echó a correr. Durante un segundo Carmody lo perdió en la multitud; luego lo vio metiéndose en una tienda de ropas. Lo siguió. Era una tienda espaciosa, reservada a la clientela rica. Una única dependienta estaba de pie con la nariz apretada contra el cristal del escaparate, sin duda para ver a Yess cuando pasara por allí. Carmody la llamó, y ella se sobresaltó. Pudo ver por su asombrada expresión que no había visto a Lieftin entrar en la tienda. Ignorando sus preguntas, se dirigió hacia el fondo. Había tres puertas. Abrió la primera de la izquierda, atravesó varias habitaciones y fue a salir a una callejuela. Estaba desierta. Cuando se giró para volver a entrar en la tienda, oyó un ruido de pasos a sus espaldas y el dolor estalló en su cabeza.
Cuando recobró los sentidos, estaba tendido sobre las desiguales losas de la callejuela. Había un enorme y sensible hinchazón sobre su oreja. Las calles a su alrededor estaban tranquilas; la Noche había empezado.
Se sintió aterrado ante lo que vio en las calles. Los cadáveres yacían en todas direcciones hasta tan lejos como podía ver. Había hombres, mujeres y niños entre ellos, destrozados por balas y cuchillos, algunos partidos en dos por rayos kaser. Un carro de combate yacía volcado, con su cañón kaser reventado a un lado por una bomba, probablemente dejada caer desde una ventana. Los soldados que habían manejado el kaser estaban muertos.
La sangre formaba arroyos en los canalones.
Carmody recogió una pistola, comprobó el cargador, y echó a correr precipitadamente por la calle. Antes de que pudiera ir muy lejos, sintió como un mareo y un tremendo calor; su vista se enturbió. Luego el parpadeo del sol, perceptible incluso desde más allá de la curva del planeta, hubo pasado.
A algunas manzanas calle abajo, encontró el equivalente kareeniano de una motocicleta volcada a un lado. Todavía estaba en situación de funcionar, aunque parte del sillín había sido arrancado junto con su conductor. Fue una serpenteante y meticulosa carrera zigzagueando por entre los numerosos cadáveres, pero se las apañó. Luego, al girar una esquina, la motocicleta patinó sobre algo resbaladizo, golpeó contra el bordillo, y él se vio lanzado a la acera. Fue a dar duramente contra la pared de un edificio, pero el golpe no fue lo suficientemente fuerte como para que no pudiera volver a ponerse en pie. La rueda delantera de la moto se había doblado, así que tuvo que seguir a pie, cojeando.
A medida que se acercaba al Templo de Boonta, oyó el sonido de disparos y vio a varios hombres corriendo. Se metió en una oficina, se ocultó tras el cristal roto de una ventana, y observó. Ante la turba corría un hombre, un tipo delgado que agitaba tras de sí los harapos de lo que antes había sido un hábito. Corría tan aprisa como le permitían sus largas piernas, pero jadeaba y se le notaba al borde de sus fuerzas.
Carmody se irguió y llamó al hombre. Los disparos cubrieron su voz. Levantado y empujado por las balas, el hombre se derrumbó boca abajo.
A la luz de las farolas que aún funcionaban, Carmody pudo ver que el hombre era Skelder.
Así que aquel era para Skelder el final de la Noche que había empezado hacía tantos años.
Una bala acabó de romper el cristal de la ventana. Carmody dio la vuelta y echó a correr por el oscuro interior hacia una callejuela trasera.
Tras él sonaron pasos precipitados. Carmody se arrojó de bruces al suelo. Su perseguidor cayó sobre él, y Carmody levantó su arma dispuesto a tirar.
—¡No dispares! ¡Soy yo, Tand!
Carmody bajó de nuevo la pistola, respirando aliviado. Tand se puso en pie, arrojó algo por encima de Carmody hacia la salida trasera de la oficina. Empujó a Carmody al suelo, y ambos permanecieron tendidos en el pavimento de la callejuela. Hubo una violenta deflagración y una onda de choque que rasgó sus vestiduras.
Ambos saltaron en pie y echaron a correr callejuela abajo hacia la siguiente puerta abierta. Allí, entre jadeos, hablaron.
—Estaba escondido en la oficina cuando tú entraste —dijo Tand—. No sabía quién era, tan sólo podía ver una silueta. Pero cuando te giraste, distinguí lo suficiente tu perfil como para reconocerte. Corrí tras de ti…
—Es extraño que los tres nos hayamos ido a reunir a este lugar —dijo Carmody—. El que ha muerto fuera de la tienda era Skelder.
Tand hizo la señal del círculo.
—Bueno, sus últimos años fueron felices. Te estaba buscando cuando empezaron los disturbios, y tuve que buscar refugio. El Templo está rodeado por algulistas, pero están muy desorganizados. Cada vez que hay un parpadeo, luchan entre ellos.
—¿Cómo podemos entrar? —dijo Carmody.
—Conozco un camino. Pero tenemos que ir con mucho cuidado para no revelarlo. Si el Enemigo lo encuentra, podría sorprender a los de dentro del Templo.
Abandonaron la tienda y, pegados a la pared, anduvieron tan solo otra manzana. Tand precedió al sacerdote al interior de un mercado que había sido saqueado. Había cuatro muertos junto a las estanterías o tras los mostradores, uno de ellos un niño. Tand hizo una mueca y penetró en las oficinas del fondo, donde un cadáver sin cabeza estaba de bruces sobre un escritorio. Lo rodeó y abrió una puerta tras el escritorio, que daba a un amplio cuarto trastero. Había sido un archivo, pero los papeles y el material de escritorio estaba tirado por todos lados, las máquinas de escribir volcadas y los archivadores esparcidos.
Carmody siguió al kareeniano tras una pila de grandes cajas de cartón, alguna de las cuales habían sido reventadas. Tand se detuvo, tanteó los desnudos bloques de piedra de la pared, y apretó. Un enorme bloque al extremo de la pared se deslizó hacia dentro. Tand se puso a gatas y se arrastró por la abertura, con el terrestre tras él. El interior estaba oscuro excepto por la luz que penetraba por el orificio practicado. Tand se puso en pie e hizo algo; el bloque se movió de nuevo a su anterior posición.
La luz inundó el lugar. Tand apartó su mano de una plaza encajada en la pared. Estaban en una pequeña habitación en cuyo extremo había un estrecho arco.
—El túnel es estrecho y muy bajo —dijo Tand—, y desciende muy pronunciadamente. Hay las suficientes eternaluces como para que podamos ver nuestro camino. Sígueme, pero no demasiado pegado a mí. Puedo detenerme en seco, y no quiero correr el riesgo de que me empujes me hagas caer. Podría ser fatal para los dos.
Mientras seguía a Tand, Carmody miró hacia atrás y hacia adelante, y vio que había tan sólo algunas huellas de pasos muy borradas por el denso polvo. Preguntó a Tand al respecto.
—Nunca he venido antes aquí, pero he estudiado los mapas de este túnel y de otros. Sólo Yess, los Padres, y los más altos sacerdotes y sacerdotisas los conocen, sólo aquéllos que han pasado la Noche. Sin embargo…
Tand se detuvo y levantó una mano. Carmody examinó la pared y el suelo ante él sin poder ver nada extraño.
—¿Qué ocurre?
Tand indicó uno de los bulbos luminosos del techo.
—¿Ves eso? Tiene un pequeño punto negro que tiene aspecto de ser suciedad. Es una señal. Ahora fíjate bien, y haz lo mismo que yo haga.
Tand trazó una línea en el polvo ante él, luego retrocedió diez pasos, se agachó y echó a correr. Justo antes de llegar a la línea en el polvo, se desvió y siguió corriendo por la curvada pared del lado del túnel, aprovechando su impulso para recorrer así varios metros. Cuando dejó la pared y regresó al suelo, frenó su marcha y se detuvo. Se giró hacia Carmody.
—De acuerdo, ahora tú. No resbales.
Carmody echó a correr imitándole. Cuando se hubo reunido con Tand, preguntó:
—¿Qué hubiera ocurrido si simplemente hubiéramos seguido andando por el suelo en este lugar?
—Nada necesariamente fatal —respondió Tand—. El techo sobre este punto, que parece sólida piedra, es una trampilla. Se hubiera abierto, y una gran cantidad de viscosa gelatina hubiera caído y nos hubiera aprisionado. Al mismo tiempo, hubiera sonado una alarma en el Templo y se hubiera encendido una luz en un panel de control, indicando dónde se había producido esta alarma. Hubiéramos permanecido inmovilizados hasta que hubieran llegado los guardias del Templo y hubieran disuelto la gelatina. Pero podríamos estar igualmente muertos; puede ocurrir que la gelatina cubra tu boca y nariz.
Siguieron durante otros cincuenta metros. Tras ellos, el túnel empezó a subir en pronunciada pendiente. A su final, se hallaron ante una puerta de hierro. Tand sacó una llave de su bolsa de cintura y la insertó, no en la cerradura de la puerta, sino en un agujero a un lado de la pared. La puerta se abrió.
Penetraron en una pequeña habitación, desnuda de muebles y con una espesa capa de polvo en el suelo. Otra puerta, abierta con la misma llave en la pared, les permitió acceder a otra pequeña estancia. Una tercera puerta, que pivotaba como las del hotel, les dio acceso a un salón cuyo suelo estaba igual de polvoriento. De nuevo la llave abrió otra puerta, y finalmente se hallaron en la antesala donde había estado antes Carmody, aquella en la que había tomado el ascensor que lo había conducido hasta Yess.
La puerta se cerró suavemente tras ellos y pareció hacerse una con la pared.
—Sube —dijo Tand. La cabina ascendió. Al final del viaje, salieron y anduvieron por un corredor de al menos medio kilómetro de largo. Había varias puertas a ambos lados, todas ellas cerradas. Al final del pasillo subieron a otro ascensor. Les llevó de nuevo abajo, a la planta baja. Cruzaron otras dos habitaciones, y finalmente se hallaron en la gran estancia donde, tantos años antes, Carmody había asesinado al viejo Yess.
El nuevo Yess estaba allí. Dejó de hablar con los sacerdotes y sacerdotisas reunidos a su alrededor para recibir a los recién llegados.
—Aún no había abandonado las esperanzas de que estuvierais vivos y pudierais llegar hasta aquí. Pero empezaba a tener dudas.
—¿Cuál es la situación? —preguntó Tand.
—Rilg y sus algulistas nos están asediando. Tienen algo de artillería pesada y kasers, pero no los han usado contra el Templo, y dudo que lo hagan. Su guerra es contra mí; no se atreverán a causarle mucho daño a la casa de la Propia Gran Madre. Pero impiden que nadie entre o salga. Creo que planean atacar más tarde en la Noche.
Yess puso su mano sobre el hombro del sacerdote y dijo:
—Ven a mis apartamentos, Padre. Tengo algo que quiero mostrarte.
—¡Allí arriba! —gritó en aquel momento Tand, señalando hacia el techo.
Lieftin estaba de pie en la galería de arriba. Estaba apoyado contra la balaustrada y apuntaba contra Yess un bazuca firmemente sujeto a su hombro.
Carmody sacó su pistola y disparó.
Sólo más tarde fue capaz de reconstruir lo que había pasado. Un estallido de fuego y humo recubrió a Lieftin. El rugiente aire sacudió a Carmody y a todos los que le rodeaban, excepto Yess, haciéndoles caer. Carmody se levantó de nuevo, aturdido, todavía incapaz de comprender el que Lieftin hubiese desaparecido de alguna manera. Pero sus sentidos se fueron aclarando, y pudo ver que la galería estaba esencialmente igual que antes de que Lieftin apareciera por ella, excepto una gran mancha roja, como la sombra de un destrozado pulpo, que cubría algunos de los tallados bancos de piedra.
Subió rápidamente los peldaños que conducían hasta la galería y examinó los bancos. El retorcido bazuca, con una de sus extremidades destrozada, yacía bajo un banco. Algunos jirones de piel, sangre, y huesos destrozados, era todo lo que quedaba de Lieftin.
Tand, que lo había seguido, dijo:
—Creo que tu bala golpeó contra el proyectil justo en el momento en que salía del tubo. Estalló, y… bueno, ya puedes ver el resultado.
—Apunté a él, no al tubo —dijo Carmody—. Fue un tiro de suerte, tan sólo una afortunada casualidad.
—¿Estás seguro? —dijo Tand—. Yo no.
—¿Quieres decir que alguien… Yess o Boonta, han guiado mi puntería?
Tand se alzó de hombros, y dijo:
—No la Madre —hizo la señal del círculo—. Ella nunca toma partido. Pero Yess… ¿quién sabe? Él no lo dirá.
—Fue la suerte.
—Como quieras. No hay ninguna forma de probarlo o de dejar de probarlo.
Tand subió hasta la última hilera de bancos y cruzó una arcada. Carmody, tras sus pasos, lo halló contemplando una puerta tallada en la piedra de la pared.
—Lieftin, o aquellos que lo contrataron, encontró otra de nuestras entradas secretas —dijo Tand—. Era de esperar. Me pregunto cuánto tiempo hace que la conocían.
—¿Acaso no van a usarla de nuevo, cuando sepan que Lieftin ha fracasado?
—Dudo que lo intenten. Confiaron en que pasara un solo hombre, y eso fue juicioso por su parte, ya que un mayor número de ellos hubiera hecho funcionar las alarmas. Y saben que no vamos a permitirles emplear de nuevo los mismos túneles. Voy a asegurarme inmediatamente de que todos ellos sean cerrados.
Tand salió. Carmody regresó junto a Yess, que repitió su invitación de ir a sus apartamentos. Cuando llegaron allí, Yess sacó de uno de los cajones de su escritorio una grabadora.
—He dictado esto hace una hora. Es el último capítulo del Libro de la Luz. Ni yo mismo sé lo que está dicho aquí, ya que me hallaba en presencia de la Madre. Ella hablaba, y yo era Su voz.
Tendió la cinta a Carmody.
—Llévatela contigo; escúchala. Cuando la Noche haya terminado, verás si lo que he dicho no se revela cierto.
—¿Has predicho el curso de los acontecimientos futuros?
—Con todos sus detalles.
—¿Cómo lo sabes si no puedes recordar lo que has dicho?
Yess sonrió.
—Lo sé.
Carmody metió la cinta en su bolsa de cintura.
—¿Por qué me la das a mí? ¿Esperas que te ocurra algo?
—No sé nada excepto que tú debías tener el último capítulo. ¿Prometes que lo harás publicar?
—¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? Soy un sacerdote de la Iglesia que está siendo amenazada por tu religión. ¿Por qué debería hacerlo publicar?
—Porque es a ti a quien ha sido confiado. Es todo lo que te puedo decir.
—No te puedo prometer nada —dijo Carmody—. Primero debo consultarlo con mis superiores. Indudablemente ellos querrán escucharlo primero, y lo que hagan luego ya no lo sé.
—Muy bien. Pero al menos prométeme que lo escucharás antes que nadie. Luego actuarás como mejor te dicte tu conciencia.
—De acuerdo. Ahora me gustaría estar a solas por un rato. El único lugar es la parte superior del tejado. ¿Cómo puedo llegar hasta allí?
Yess le dio las indicaciones. Cuando Carmody iba a irse, Yess lo abrazó y lo besó.
—Tú eres mi Padre —susurró.
—En un cierto sentido lo soy —dijo Carmody—. Pero me pregunto qué revelaría una comparación científica del grupo sanguíneo y de los tipos de células. Dime, ¿te sientes solo? ¿Piensas que has podido cometer un tremendo error ordenando a todo el mundo que pasara la Noche?
—Estoy solo pero no me siento solitario. No confundas mi expresión de amor hacia ti como debilidad o petición de ayuda. Soy Yess, un ser al que no puedes comprender, alguien a quien tan sólo otro Yess podría comprender. O, lo cual puede parecerte extraño, otro Algul.
Yess se alejó. Carmody se lo quedó mirando y tuvo que admitir que era admirable su espléndida belleza de dios desnudo. Y pensó en la imposibilidad de la existencia de Yess. Sólo un milagro, o alguna especie de poder sobrenatural, podían haberlo creado.
Aquel era un factor fundamental en la expansión del boontismo; aquello era lo que lo había hecho tan peligroso para las demás religiones, no tan sólo para las de la Tierra.
Cuando salió fuera del graviascensor al tejado superior, Carmody se sintió desconcertado. Subconscientemente, había esperado encontrar una extensión plana y sin salientes. La mayor parte de los edificios de la Confederación estaban provistos de techumbres llanas y sin salientes para permitir al aterrizaje de los aparatos aéreos. Pero había olvidado que estaba no sólo en el planeta de la Alegría de Dante sino también en la parte más alta del mismo Templo de Boonta. Y ante él, detrás, debajo y arriba no había más que un malestrom de formas pétreas, una pesadilla mimetomántica.
Originariamente, la techumbre debía tener varios metros de espesor, una sólida placa de mármol veteada con numerosos colores. En ella algún Titán loco había esculpido un infierno de figuras rampantes. Y debía haber empezado a hacerlo en el lugar mismo donde ahora se hallaba Carmody, ya que el flujo y el tropel y el torbellino de roca partía de aquel centro en todas direcciones, como si las figuras fueran olas retorcidas por las fuerza de un remolino y él estuviera en el fondo de un pozo creado por el vórtice en el mar de mármol.
Sin embargo, pese a la primera impresión de un impenetrable caos, había avenidas, y Carmody se abrió lento y prudente camino a través de una de ellas, hacia el borde de la techumbre.
Cosas salvajes y de largos cuellos y rampantes, provistas de colas planas, tentaculadas, se retorcían y se crispaban para morderse las unas a las otras e incluso a sí mismas. Muchas de ellas estaban enzarzadas en furiosos combates o en incluso más furiosas copulaciones, sin distinción de especies.
Carmody tuvo que inclinarse para pasar por debajo de una enorme cabeza que le barraba el camino. Los largos y prominentes colmillos rasgaron los bordes de su capa. Bruscamente, se encontró en medio de una gigantomaquia de monstruos terrestres. Ésos, al igual que las cosas talásicas que había dejado a sus espaldas, se estaban devorando o persiguiendo mutuamente o copulando con un frenesí que tan sólo un maestro podía haber evocado partiendo del inanimado mármol. Sin embargo, los rostros de las criaturas, independientemente de su salvajismo, contenían más inteligencia y, de alguna manera, más anhelo que cualquiera de las bestias que Carmody había encontrado primero.
Más allá de ellas, había un grupo de estatuas aisladas, de pasados Yess y Algul. También tenían joyas por ojos, encastradas de tal modo que parecían seguir a Carmody con la mirada cuando pasaba a su lado. Uno de los Algul le hizo estremecerse, tanta maldad había en su mirada.
Se apresuró a rebasar el Algul en dirección a la balaustrada que cerraba el borde del tejado, cerca de la estatua de un Yess. Éste también le hizo estremecerse, ya que reconoció los rasgos del dios al que había matado hacía tantos años. Sólo que ahora no le parecían tantos años. Era como si apenas acabara de abandonarlo, puesto que Yess llevaba en su mano una vela medio comida y tenía una rojiza herida en su frente y una oreja le había sido arrancada por una bala. Carmody intentó ignorar aquel recuerdo del hombre que había sido antes.
Miró más allá de la balaustrada a la ciudad de Rak. De horizonte a horizonte brotaban distantes y violentos incendios. La bruma por encima de las llamas tenía una luminosidad púrpura, y parecía retorcerse y torbellinear. Serpientes, pulpos, fragmentos de rostros aparecían, se disolvían, y volvían a formarse en nuevas imágenes. Los fuegos, lo sabía, se habían iniciado en los suburbios recientemente construidos que rodeaban el masivo corazón de piedra de la vieja ciudad. Las casas de madera ardían hasta los cimientos, y los bomberos estaban muertos, luchando por sus vidas y almas, o habían ayudado incluso a prender las llamas.
De allá abajo le llegaban gritos. Había aullidos, bramidos, lamentos, sollozos y, aquí y allá, la puntuación de los disparos de pequeñas armas. Los disparos de los asediantes algulistas que estaban inmediatamente debajo suyo habían cesado. Quizá se habían vuelto los unos contra los otros y estaban luchando con las armas con las cuales habían nacido… o con las que habían desarrollado en la metamorfosis que a veces provocaba la Noche.
El parpadeo del sol alrededor de la curva del planeta lo aferró entonces, como si las enormes manos de la estrella hubieran retorcido una cuerda a su alrededor y luego hubieran tirado de ambos extremos. Se sintió ahogar, y pensó que iba a estallar.
—¡John Carmody! —gimió una voz, lejana y quejumbrosa—. ¡Maldito John Carmody!
Era la voz de la señora Fratt.
Miró a su derecha, ya que parecía que la voz sonara como procedente de algún lugar en la lejana esquina de la techumbre. Pero no había nadie allí.
—¡Carmody! ¡Quiero que mi hijo vuelva! ¡Mis ojos!
Empezó a temblar, ya que esperaba que con toda seguridad se materializase de un momento a otro en el aire como lo había hecho Mary. Pero no hubo ningún endurecimiento de la atmósfera, sólo el parpadeo malva.
La voz gimió de nuevo:
—¡Eres un asesino, John Carmody! ¡Así comenzaste y así terminarás!
—Señora Fratt —dijo en voz alta, y luego se interrumpió. Abandonó el tejado y descendió con el graviascensor al lugar donde había muerto Lieftin.
Los otros estaban sentados en sendas sillas alrededor de una gran mesa redonda que antes no había estado allí.
Carmody le pidió permiso a Yess para hablar y le contó lo de la voz.
—Te sientes culpable con relación a la señora Fratt —dijo Yess—. Sabes que tendrías que haber continuado intentando disuadirla de su venganza. Pero el pánico te venció y permitió que tus antiguos reflejos tomaran la delantera.
—No podía seguir persuadiéndola —dijo el sacerdote precipitadamente—. No estaba sola. Abdu hubiera insistido en que llegara hasta el fin, y si ella se hubiera negado hubiera actuado él mismo.
—Si en el fondo de ti mismo creyeras esto, no estarías oyendo ahora a la señora Fratt —respondió Yess.
—¡No soy un santo! —dijo irritadamente Carmody.
Yess no respondió. Hubo un largo silencio.
Los hombres y mujeres sentados a la mesa permanecían ensimismados, con los ojos fijos en sus copas de vino y los pastelillos a medio comer hechos a la imagen de los Siete Padres. Los sacerdotes y sacerdotisas sentados a un lado de la mesa y esparcidos en la enorme estancia permanecían mudos o conversaban en susurros.
Finalmente, Tand levantó la cabeza y habló.
—No desesperes, John. Todos los que hemos pasado más de una Noche hemos experimentado esas mismas cosas. Nosotros las llamamos «residuos». Tú podrías pasar siete Noches y no haberte liberado por completo de ellos.
»De hecho, y no te digo esto para asustarte sino para ponerte en contacto con la realidad, que es en esencia una variedad de potencialidades…
Se detuvo, carraspeó, y sonrió.
—Intentaré no alargarme demasiado. Ha habido casos, extremadamente raros, de lo que nosotros llamamos retroconversión. El más famoso, o mejor dicho más infame, es el de Ruugro. Fue uno de los Padres del anterior Yess. Durante la séptima Noche después de que fuera concebido el anterior Yess, Ruugro cambió de bando. Nadie sabe cómo ni por qué, pero se convirtió al algulismo. Y estuvo a punto de engendrar un nuevo Algul antes de que fuera muerto.
—Entonces, ¿nunca estamos a salvo? —dijo Carmody.
—Cada soplo de vida aspira tanto el bien como el mal —dijo Yess—. El conflicto acompaña al hombre a cada paso. No existe tregua.
—¿Alguna vez se ha convertido un Yess en Algul? —preguntó el sacerdote.
—Nunca —respondió Yess—. Pero también los hijos de Boonta, aunque pueden morir, no son mortales.
A medida que transcurría la larga Noche, Carmody intentó poner en orden sus pensamientos respecto a Yess, y se dio cuenta de que era incapaz. ¿Cómo podía el dios del «bien», si era lo que proclamaba ser, causar una tal devastación? Fue apartado de sus pensamientos por un sacerdote que se dirigió a Yess:
—Hijo de Boonta, los algulistas se están congregando ante el Templo. Puede que se estén preparando para atacar.
Yess asintió y se dirigió hacia la mesa donde se hallaba el candelabro de oro en forma de serpiente enrollada. La vela que debería hallarse allí no estaba. Aquella otra vez, hacía tanto tiempo, Carmody había destruido tan completamente con su panpírico el cuerpo del Yess asesinado que tan sólo habían quedado unas pocas cenizas. Ésas habían sido mezcladas con la cera del pájaro trogur, pero el actual Yess había terminado de comerse todas las minúsculas velas hacía ya varias Noches.
Viendo el vacío candelabro, Carmody se sitió culpable por un instante. Era consciente de que los kareenianos creían que el nuevo Yess se embebía de divinidad y poder espiritual alimentándose con los restos del anterior Yess, y que la acción de Carmody les había privado de ese sacramento. Sin embargo, aunque sabía que los kareenianos estaban al corriente de lo que él había hecho y sus consecuencias, nunca había oído una sola palabra de reproche.
Yess, de pie ante la mesa, tocó el candelabro con su mano como si así pensara al menos absorber algo de la fuerza de sus antiguos recuerdos. Levantó la cabeza, cerró los ojos, y empezó a cantar, rezando así en la antigua lengua permitida tan sólo a los dioses.
Tand tomó una de las manos de Carmody, y una sacerdotisa tomó la otra. Todos excepto Yess se unieron así. Permanecieron de pie lado a lado, una línea formando un creciente cuyo centro estaba detrás de Yess y cuyos curvados cuernos lo rebasaban ligeramente. Desde el comienzo del canto, Carmody había sentido que un ligero estremecimiento corría por sus manos, ascendía por sus brazos y recorría todo su cuerpo, como una débil corriente eléctrica. Mientras Yess proseguía, su voz haciéndose más y más fuerte y las frases que pronunciaba convirtiéndose en más y más largas, el cosquilleo se acentuó en Carmody. Las antorchas en la pared parpadearon y oscilaron cada vez más, o al menos así lo parecieron. Sin embargo, cuando Carmody se concentró en una sola antorcha, constató que su llama ardía enseguida. El aire en la parte superior de la cámara se oscureció, el resplandor púrpura menguó y se intensificó hasta que se formaron barras y volutas. Derivaban lentamente, retorciéndose, descendiendo, volviendo a ascender, enrollándose. La estancia se enfrió tan repentinamente que pareció como si el calor hubiera sido arrojado de ella por algo amenazador.
El sudor resbaló por los sobacos de Carmody y corrió por sus costados. La glacial frialdad y la carga estática —el aura de pánico— se hicieron más intensas. Su corazón retumbó, sus piernas temblaron. Tuvo la impresión de que las paredes iban a desmoronarse en un fluir de luz tremendamente fría… una luz que no tan sólo cegaría sus ojos, sino que llenaría los más profundos y oscuros rincones de su cuerpo y de esa entidad que él llamaba su alma con una tal cantidad de helada luminiscencia que la razón y los sentidos no podrían tolerarlo.
—¡Cálmate! —murmuró Tand—. Yo también lo siento, ¡pero debes calmarte! ¡Si no lo consigues, estás perdido! ¡Y nosotros también! ¡Boonta no perdona nunca la debilidad!
La puerta saltó y se abrió, y una turba de kareenianos penetró en tromba. La mayor parte de ellos tenían su forma humanoide original, pero algunos pocos se habían metamorfizado. Su líder, un hombre al que Carmody no reconoció, exhibía dos tigrunos caninos proyectándose sobre su labio inferior, y una larga nariz endurecida hasta convertirse en un afilado pico. Blandía una enorme espada chorreante de sangre. La levantó por encima de su cabeza y abrió su boca para lanzar un grito. Y entonces él y todos los que iban con él se inmovilizaron. Sus brazos permanecieron levantados, la espada cayó de su mano, y resonó contra el suelo.
Yess siguió cantando. Los que formaban el creciente se soltaron de las manos, se dirigieron hacia los hombres y mujeres inmovilizados, tomaron sus armas y, desapasionadamente, los mataron. No se detuvieron hasta que el último de ellos yació muerto. Carmody fue el único que no tomó parte en la carnicería, aunque no pudo evitar el sentir el deseo de matar.
Yess dejó de cantar. Lentamente, demasiado lentamente para Carmody, la Presencia se retiró.
El dios examinó los cuerpos. Agitó la cabeza.
—Rilg y Abog no están aquí. Deben hallarse aún fuera, esperando hasta reunir a los Siete Padre de Algul. Los han enviado a tantear el estado de ánimo de la Madre. Ella nos favorece a nosotros en este momento. La próxima vez, esperan que la Madre les permita matarme. Entonces, y sólo entonces, Algul podrá ser concebido y nacer.
Carmody abandonó la estancia para subir de nuevo a la techumbre. Allí rezó, pero tenía la sensación de que las extrañas estrellas que se veían tan débilmente a través de la remolineante bruma no eran las que había hecho Dios. No podía apartar de sí el sentimiento de desolación que le abrumaba. ¿Era posible que existiera más que un Dios, una multitud de Creadores?
Quizá Yess tenía razón. Había salvadores locales, y había también un supersalvador. Cuando apareciera el supersalvador, los locales deberían desaparecer. Eso no quería decir que la religión de Carmody fuera falsa; había sido verdadera hasta ahora. Pero ahora era revelado otro aspecto, y un nuevo elemento de verdad había sido añadido al rompecabezas del universo.
—¡Ayúdame en mi duda! —gritó en voz alta.
Una estrella cayó en el cielo púrpura. Muy lejos, algo enorme se echó a reír y a reír.
No prestó atención a ninguna de las dos cosas. Había visto varias meteoros en el cielo kareeniano antes, y sabía que era tan sólo una coincidencia el que el monstruo estuviera riendo. Además, si fuera lo suficientemente supersticioso como para tomarlo como una señal o un presagio, el uno quedaba anulado por el otro.
No, era un signo interno lo que deseaba. Pero no había respuesta, ni dentro ni fuera.
Repentinamente llegaron gritos de abajo. Sonaron disparos. Carmody dio media vuelta y echó a correr hacia la gravicabina. Empezó a descender, pero apenas había recorrido unos metros cuando estallaron balas contra el fondo de la cabina. Carmody saltó por encima de la protección y se arrojó al suelo por el que estaba pasando en aquel momento. Se produjeron nuevos disparos abajo, luego otra vez gritos. Los disparos cesaron y fueron seguidos por un terrible ruido de derrumbe.
Miró hacia abajo por el pozo y vio la cabina hecha pedazos en el suelo del fondo. Varios cuerpos habían sido aplastados entre ella y la pared; piernas y brazos surgían por entre el retorcido metal.
Sonaron más disparos en algún otro lugar. Yess y sus discípulos no estaban todos muertos. Quizá los invasores podrían ser rechazados de nuevo. Corrió hacia los disparos, luego perdió el sonido a causa de las gruesas paredes de piedra, y decidió avanzar más cautelosamente. Tras un momento, oyó de nuevo la batalla. Al extremo de un corredor, descubrió a Tand y algunos sacerdotes intercambiando disparos con los algulistas a lo largo de una escalera en espiral. El Enemigo apuntaba los cañones de sus armas hacia todos los rincones y disparaba ciegamente escaleras arriba.
Reuniéndose con Tand, Carmody dijo:
—¿Crees que tengan kasers?
—Si los tuvieran, los utilizarían.
—¿Dónde está Yess?
—En su apartamento —Tand miró a su reloj de pulsera—. La Noche terminará pronto.
Vaciló.
—No lo comprendo —dijo.
—¿No comprendes qué?
—Como pueden ser tan fuertes, y en la Casa de Boonta. Bien, dejemos que la profanen. Cuando termine la Noche, Boonta los atrapará como ratas en una trampa.
Hubo una explosión en mitad de la escalera. Los defensores retrocedieron ante la onda de choque y el humo subsiguiente. Se oyeron gritos a través del humo, y los algulistas tropezaron contra ellos en la espesa nube. El combate era rápido y violento, pero los algulistas iban cayendo.
Tand, Carmody y los tres sacerdotes seguían aún en pie. Corrieron escaleras arriba hasta la planta superior y tomaron posiciones. Dos granadas autopropulsadas aterrizaron cerca y empezaron a escupir un humo verdoso.
Tand lanzó una granada hacia los de la escalera, y la explosión les hizo rodar escalones abajo. Inmediatamente después, Tand ordenó a Carmody y a los sacerdotes que se retiraran hacia la planta siguiente.
Entonces Yess apareció con veintiocho sacerdotes y sacerdotisas.
—Son demasiados —dijo—. Van a venir de todos lados. Debemos organizar nuestra defensa en el tejado.
—¿Y los aparatos voladores? —dijo Carmody—. ¿No seremos vulnerables allí?
—Imagino —dijo Tand— que los aparatos voladores, al igual que los kasers, han sido todos destruidos.
Yess abrió camino lentamente y con dignidad. Carmody, sudando y esperando en cualquier momento ser atacados por la retaguardia, hubiera deseado que se apresurara un poco.
Cuando hubieron alcanzado la techumbre, ayudó a los demás a disponer algunos muebles que habían traído consigo formando barricadas en los siete escalones que daban acceso al tejado. Yess andaba nerviosamente arriba y abajo, entre las salvajes figuras de piedra, mientras los demás trabajaban. De tanto en tanto, miraba hacia arriba, hacia los jirones de bruma que flotaban sobre sus cabezas. Estaban empezando a palidecer, y el sol podía ser distinguido como un gran globo lechoso.
—Boonta va a hacer pronto Su aparición —le dijo Tand a Carmody—. Entonces bajaremos y veremos lo que debemos hacer para reconstruir nuestro mundo.
Yess se había detenido. Sus ojos estaban fijos hacia arriba, pero su cabeza estaba inclinada como si escuchara.
—Madre está aquí.
Sus rasgos se contrajeron dolorosamente. Gritó en voz alta:
—¡Todavía no La he llamado! ¡Pero Ella viene!
Los demás permanecían en silencio. Uno de los sacerdotes, pálido, les hizo señas de que se acercaran. Carmody se detuvo tras el hombre que los había llamado y escuchó. Lejos, débilmente a través del hueco de la escalera, les llegaba el sonido de cantos. Las palabras no eran inteligibles, pero el tono era triunfante.
—¡Están aclamando el nacimiento de Algul! —dijo Tand.
Miró a Yess.
—¡Pero esto es imposible! ¡Tú aún estás vivo!
—Calla —respondió Yess—. Escucha.
El canto se había interrumpido. No se oía nada más procedente de abajo, ni tampoco procedente de la ciudad que rodeaba el Templo. Tand abrió la boca, y la volvió a cerrar cuando Yess hizo señas de que guardara silencio. Pasaron varios minutos mientras Carmody se preguntaba qué era lo que estaba escuchando Yess.
Un momento más tarde recibió la respuesta a su pregunta. Débilmente al principio, luego más fuerte, un bebé se echó a llorar.
Yess suspiró lenta y profundamente.
—¡Aah!
Una voz masculina kareeniana llegó hasta ellos.
—¡Escucha, dios caído, y vosotros que le servís! ¡Escuchad! ¡El recién nacido hijo de Boonta, Algul, grita vuestra condena! ¡Escuchad!
—Ponte de pie donde podamos verte —gritó Yess—. ¡Déjame ver a mi hermano!
Se oyó una risa. El algulista respondió:
—¿Me tomas por un estúpido? ¡Me matarías y, lo que es peor, también al niño Algul!
—Es la voz de Abog —dijo Tand. Gritó—: ¡Abog! ¡Espíritu del mal! ¿Dónde está tu jefe, Rilg?
—¡Lo maté durante el segundo ataque! ¡El estúpido está muerto ahora, y yo soy el jefe de los Padres que han sobrevivido!
—¡Que te aproveche! —gritó Tand—. ¡Vete, y llévate contigo a tu abominación! ¡No vivirás lo suficiente para disfrutarla!
Se produjo otra risa. El lloro del bebé se hizo más débil y luego se apagó.
Todos los que estaban en el tejado dirigieron sus miradas hacia Yess. Su rostro estaba pálido al naciente sol.
—Es la primera vez desde el comienzo —dijo—, la primera vez que Algul y yo hemos vivido al mismo tiempo.
Se giró hacia Carmody.
—Fue un día funesto aquel en que viniste a nuestro mundo, Padre. Fuiste el primer terrestre que pasara nunca la Noche entera. Fuiste también el primer terrestre en convertirse en un Padre. Desde entonces, las cosas no han sido iguales en Kareen. Ahora la noche ha terminado. Y la lucha también debería haber terminado. El curso de los próximos siete años debería ser claro. ¡Pero él, mi hermano en el mal, ha nacido! ¡Y yo sigo vivo!
—Hijo de Boonta —dijo Tand—, ¿qué vamos a hacer ahora?
Yess se giró y se alejó. Carmody lo siguió y dijo:
—Hijo, ¿qué podemos hacer? ¿Qué puedo hacer?
Yess se detuvo y le hizo frente.
—Quizá tú y tu Iglesia hayáis vencido esta batalla, tal como la ha vencido Algul. Somos dominados por el número, y no podemos seguir ocupando esta techumbre.
—¿Cómo sabes que ellos son más numerosos que nosotros? —preguntó Carmody.
—Mira abajo —señaló Yess.
Carmody se inclinó sobre la balaustrada para examinar la calle. Jadeó, ya que vio a miles de hombres y mujeres, e incluso algunos niños. Mientras miraba, les oyó iniciar su canto.
—¿Dónde estás mis seguidores? —dijo Yess.
—No pierdas la esperanza —respondió Carmody—. Tomó una pequeña cajita metálica de su bolsa de cintura, pulsó un botón y empezó a hablar. No hubo respuesta al principio; luego, una voz brotó del receptor. Carmody miró hacia arriba. El sol se reflejaba en un enorme hemisferio metálico que descendía lentamente hacia el espaciopuerto a unos treinta kilómetros de distancia.
—El Argus —dijo—. Una nave de investigación astrofísica de la Federación. Ha permanecido en órbita mientras la tripulación y todos sus científicos Dormían. Ahora vienen para investigar las consecuencias de la Noche. Responderán a nuestra llamada de ayuda, estoy seguro. Tendremos una forma de escapar de este tejado.
La nave se inmovilizó, luego se desvió hacia el Templo. Un minuto más tarde, su inmenso vientre plano estaba a medio kilómetro de altura sobre la techumbre. Se abrió una portilla, y de ella surgió un gravitrineo. Unos minutos más tarde, Yess, Carmody, Tand y los sacerdotes y sacerdotisas se hallaban a borde del Argus.
Una hora después, la nave aterrizaba cerca de la playa en la costa occidental del continente.
John Carmody dijo adiós a Yess justo antes de que él y sus discípulos abandonaran la nave.
—Voy a emprender la lucha desde aquí —dijo Yess—. Este lugar está lo suficientemente lejos de Algul como para darme tiempo a organizarlo todo antes de que él averigüe dónde estoy y pueda enviar a sus asesinos.
—Me gustaría quedarme contigo —respondió el sacerdote—. Pero debo informar a mis superiores en Roma, y luego deberé ir allá donde ellos me manden.
Yess sonrió.
—Ah, ¿y qué dirá tu informe?
—Sólo la verdad. O más bien, todo lo que he oído y visto, que es tan sólo una pequeña faceta de la verdad. Pero debo decirte esto. Voy a dar mi honesta opinión, que es que el boontismo no es todo lo que pretende ser. No es la superreligión que desplazará a todas las demás. No desplazará a mi Iglesia ni destruirá ninguna fe cristiana firme. Puede crear algunos conversos, pero el boontismo no es la fe auténtica, universal.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Yess, aún sonriendo.
—¿Podría un auténtico dios ser derrotado por las fuerzas del mal? O, ¿cometería un dios «bueno» una acción tan malvada, bajo mi punto de vista al menos, como tu orden de que todo el mundo pasara la Noche?
—Yo soy el Hijo de la Creatriz —respondió Yess—, al igual que Cristo era el Hijo del Creador. Sin embargo, no soy más omnipotente u omnisciente de lo que lo fue Cristo en su encarnación humana. No soy perfecto ni absolutamente «bueno». Recuerda que fue tu propio Cristo quien le reprochó a un hombre el haberle llamado bueno. Dijo que Él no era bueno; tan sólo Dios era bueno.
»Yo no soy la Madre Boonta. Pero soy Su hijo de la mano derecha, y la mano derecha es la mano favorecida. Creo que estoy destinado a vencer… al menos por un largo tiempo. Venceré, no solamente aquí sino en todos los demás mundos. Madre ha permitido esta aparente victoria de Algul por razones que sólo Ella conoce. Yo las conoceré a su debido tiempo.
»Por supuesto, Ella puede mostrarse realmente indiferente al resultado, en cuyo caso deberé confiar enteramente en mí mismo. Si es así, me siento confiado. No pienses que, debido a que la civilización kareeniana ha quedado destruida y el mal ha ganado la batalla, el boontismo quedará fuera del esquema de la galaxia durante mucho tiempo. Cosas sorprendentes pueden producirse, y mucho más rápidamente de lo que tú puedas soñar. Tu propia historia habla de muchas naciones que fueron destruidas, totalmente aplastadas; sin embargo, en unos pocos años, se recuperaron y dominaron a sus conquistadores.
Señaló la bolsa de cintura de Carmody y dijo:
—¿Escucharás el última capítulo del Libro?
—Durante el camino de regreso a la Tierra.
—No sé por qué yo no debo leerlo ahora. Pero lo haré a su debido tiempo. Que Boonta te sonría, Padre. Deseo que podamos encontrarnos de nuevo en mejores y más felices condiciones. Te quiero.
Abrazó a Carmody y lloró. Carmody sintió sus propias lágrimas a punto de brotar. Le devolvió el beso a su hijo y dijo:
—Dios sea contigo.
Yess atravesó la portilla. Un pájaro, una pequeña criatura amarilla y provista de un largo pico con círculos negros alrededor de sus ojos, voló hacia él y emitió siete largas notas. Yess hizo la señal del círculo hacia él, pero no se giró para mirar de nuevo a Carmody. La portilla se cerró. El sacerdote se apresuró a ocupar su asiento y atarse el cinturón, ya que la señal de alarma de despegue estaba sonando.
Deslizó la cinta en la ranura a un lado de su asiento, se colocó el auricular en el oído, y se acomodó para escuchar.
Una hora más tarde, la cinta había terminado. Con manos temblorosas, Carmody encendió otro cigarrillo.
Con detalles exactos, a veces citando nombres e incluso el minuto preciso, Yess había predicho todo lo que ocurriría. Allí estaba todo: la primera invasión de los algulistas, su derrota, la segunda invasión, y el nacimiento sin precedentes de Algul, el asesinato de Rilg a manos de Abog, la aparición del Argus (correctamente nombrado por Yess y especificado el momento de su llegada), y la huida hacia la costa occidental.
Luego, utilizando apocalípticas y colorísticas imágenes, Yess hablaba del renacimiento de los boontistas de las cenizas de la Noche y sus triunfos en otros planetas del universo. Por todos lados se erigirían templos en honor a Boonta, y los templos de los demás dioses se derrumbarían.
La última frase era:
—Escuchad a Boonta. La mano izquierda no puede luchar eternamente contra la mano derecha.
¿Qué significaba aquello? ¿Qué Algul sería vencido por Yess? ¿O Yess por Algul? ¿O bien —horrible pensamiento— que ambos unirían sus fuerzas y lo arrasarían todo ante ellos?
Carmody volvió a colocar la cinta en su bolsa de cintura. Por un momento pensó en destruirla. Agitó la cabeza; no, la entregaría a sus superiores. Después de todo, a ellos les correspondía decidir si publicarla o mantenerla en secreto.
Pero si suprimían el Libro, entonces admitirían que existía una razón para temer su contenido. Y si lo temían, sería porque, conscientemente o no, creían que podía contener la Verdad.
Rezó para que no lo temieran.
Tras varias horas, cayó en un sueño intranquilo. Una voz lo despertó. Se sobresaltó, imaginando por un segundo que la voz era la de la señora Fratt. Se había desvanecido durante la última parte de la Noche. ¿Estaba volviendo de nuevo para atormentarlo? ¿O era la Diosa hablándole a través de la señora Fratt, actuando sobre su sentimiento de culpabilidad para minarle?
No. Era su propia voz que había murmurado mientras remontaba de las profundidades de su inquieto sueño.
—¿Qué es lo que despertará con el despertar de esos Durmientes? ¿Algo inconmensurablemente bueno o inconmensurablemente malo?
Fue entonces cuando un pensamiento que debía haber estado barrenando las barreras de su mente emergió a través de todos los muros, y su propia negra noche se abatió sobre él.
¿Cómo podía haber visto todo lo que había visto y no creer en la omnipotencia de Boonta? ¿Cómo podía creer que era tan sólo una coincidencia que él fuera el primer Padre alienígena del dios kareeniano Yess, de Yess que decía que Carmody había abierto un nuevo camino para los seguidores de la Gran Madre, y que este camino llevaba a todo el universo? ¿Cómo podía creer que era tan sólo una casualidad el que el profético libro escrito por Su hijo llegara hasta sus manos y que él fuera el instrumento para difundirlo por todo el mundo? ¿Por qué había sido elegido como testigo de todo aquello?
Aquel curioso suceso en Johns Hopkins que lo había convertido a la fe de la auténtica Iglesia… ¿había sido inspirado y dirigido por Boonta, de tal modo que pudiera establecerse firmemente como sacerdote en la Iglesia? Sus creencias, que habían sido tan fuertes durante todos aquellos años… ¿habrían sido inculcadas en él no por Dios Padre, sino por Boonta Madre, para que él, Carmody, representara eventualmente el papel de Judas?
—¡Padre todopoderoso! —rezó en voz alta—. ¡Tú sabes por qué ha ocurrido todo esto! ¡Ayúdame, puesto que yo no sé! ¡He visto cosas demasiado fuertes y grandes como para que yo las resista! ¡Debes darme una respuesta! ¡Si alguna vez he necesitado Tu ayuda, es ahora!