PRIMERA PARTE

En la Tierra hubiera resultado algo horrible ver a un hombre correr calle abajo tras la piel de un rostro humano, una fina película de tejido arrastrada por el viento como una hoja de papel.

En el planeta de la Alegría de Dante aquella visión apenas reclamaba la curiosidad de los pocos transeúntes. Y si se mostraban interesados era debido a que el perseguidor era un terrestre y, en consecuencia, resultaba una curiosidad en sí.

John Carmody corría bajando la larga calle rectilínea, pasando ante las imponentes fachadas de las torres construidas con enormes bloques de granito estriado con cuarzo, con gárgolas y pesadillescas figuras sonriendo desde los tenebrosos interiores de numerosos nichos y las bendiciones de dioses y diosas observándole desde los innumerables balcones.

Siendo como era un hombre de corta talla, se veía aún más empequeñecido por las altas paredes y los majestuosos contrafuertes, mientras corría calle abajo en una frenética persecución tras la flotante y transparente piel que revoloteaba arrastrada por el fuerte viento, y revoloteaba, y volvía a revolotear, mostrando ahora los orificios de los ojos, ahora los de los oídos, la ávida cavidad de la boca, y arrastrando tras de sí unos pocos y largos cabellos rubios que partían del extremo de la frente, ya que el cuero cabelludo en sí había desaparecido.

El viento aullaba tras él, pareciendo añadir su furia a la del hombre. Súbitamente la piel, que había flotado casi hasta su alcance, se vio arrastrada en la esquina de un edificio por un fuerte soplo de aire.

Carmody maldijo y saltó, y sus dedos casi la rozaron. Pero se le escapó y fue a aterrizar en un balcón a unos tres metros de altura como mínimo, cobijado entre los pies de una imagen en diorita del dios Yess.

Jadeando, sujetándose los costados con las manos, John Carmody se apoyó contra la base de un contrafuerte. Hasta hacía poco se había sentido en perfectas condiciones físicas, como correspondía a un ex campeón amateur de boxeo de peso medio de la Federación, pero últimamente su barriga había aumentado tanto como su apetito, y la grasa anidaba bajo su barbilla, como si fuera un dogal.

De todos modos, eso no tenía mucha importancia ni para él ni para los demás. Visto en su conjunto, no era tampoco demasiado agraciado. Tenía una greña de pelo negroazulado, recio y alborotado, que recordaba irresistiblemente las púas de un puercoespín. Su cabeza tenía forma amelonada, su frente era demasiado alta, su párpado izquierdo caía lo suficiente como para darle a su rostro un aspecto asimétrico, su nariz era excesivamente larga y afilada, sus labios demasiado delgados, sus dientes demasiado separados.

Levantó la vista hacia el balcón, inclinando la cabeza hacia un lado como un pájaro, y vio que le era imposible escalar el áspero pero demasiado liso muro. Las ventanas estaban aseguradas con pesadas contraventanas metálicas, y la masiva puerta de hierro estaba cerrada con llave. En su picaporte había colgado un cartel. En él estaba escrita una simple palabra en el alfabeto de los habitantes del continente septentrional de Kareen: DORMIMOS.

Carmody se alzó de hombros, sonrió indiferentemente, en contraste con su alocada persecución de la piel, y echó a andar. Bruscamente el viento, que había cesado, volvió a soplar, y le golpeó como un brutal puñetazo.

Trastabilló bajo el golpe como lo hubiera hecho en el ring bajo los efectos de un directo, conservó a duras penas el equilibrio, e inclinó la cabeza para resistir el embate mientras sus ojos, de un azul brillante, no dejaban de mirar hacia arriba. Nadie le había sorprendido nunca con los ojos cerrados.

Había una cabina telefónica en la esquina, una masiva caja de mármol que podía contener cómodamente a veinte personas. Carmody vaciló a su lado pero, impelido por la rugiente furia del viento, penetró. Se acercó a uno de los seis teléfonos y descolgó el auricular. Pero no se sentó en el amplio banco de piedra, prefiriendo permanecer inquietamente de pie, mirando nervioso a uno y otro lado, con la cabeza inclinada y un ojo fijo en la presencia de posibles intrusos.

Marcó su número, el de la pensión de la señora Kri. Cuando ella respondió, dijo:

—Hermosa, aquí John Carmody. Desearía hablar con el padre Skelder o con el padre Ralloux.

La señora Kri resopló, tal como esperaba, y dijo:

—El padre Skelder está aquí al lado. Un segundo.

Hubo una pausa, y luego una profunda voz masculina:

—¿Carmody? ¿Qué ocurre?

—Nada alarmante —dijo Carmody—. Creo que…

Aguardó un comentario al otro lado de la línea. Sonrió, pensando en Skelder de pie allí, preguntándose qué había ocurrido, incapaz de decir gran cosa debido a la presencia de la señora Kri. Podía ver el alargado rostro monjil, con sus arrugas y sus altos pómulos y sus mejillas hundidas y su reluciente cráneo calvo, con sus labios parecidos a las pinzas de un cangrejo cerrándose hasta desaparecer casi por completo.

—Escuche, Skelder. Tengo algo que decirle. Puede o no puede ser importante, pero es más bien extraño. —Se interrumpió de nuevo y aguardó, sabiendo que el monje estaba ardiendo bajo su impasible apariencia exterior, que haría todo lo posible por no aparentarlo y que se odiaría a muerte si no lo conseguía y le preguntaba a Carmody qué era lo que tenía que decirle. Pero cedería; se lo preguntaría. Había demasiadas cosas en juego.

—Bien, bien, ¿qué ocurre? —restalló finalmente—. ¿No puede decirlo por teléfono?

—Claro que sí, pero no quería molestarle si era algo que no le interesaba. Escuche, ¿hace unos cinco minutos no le ha ocurrido nada extraño ni a usted ni a nadie a su alrededor?

Hubo otra larga pausa, y luego Skelder dijo con voz tensa:

—Sí. El sol pareció parpadear, cambiar de color. Yo me sentí mareado y febril. La señora Kri también, y el padre Ralloux igualmente.

Carmody aguardó hasta asegurarse de que el monje no tenía nada más que añadir.

—¿Eso fue todo? ¿No ocurrió nada más, ni a usted ni a los otros?

—No. ¿Por qué?

Carmody le habló de la piel del inacabado rostro que había parecido materializarse de pronto en el vacío aire ante él.

—Pensé que quizá usted hubiera sufrido una experiencia similar.

—No; excepto esa sensación de náusea, no ocurrió nada.

Carmody creyó detectar una vacilación en la voz de Skelder. Bueno, ya vería más tarde si el monje estaba ocultando algo. De momento…

De pronto, Skelder dijo:

—La señora Kri acaba de irse de la habitación. ¿Qué es lo que quería realmente, Carmody?

—Realmente quería comparar impresiones acerca de ese parpadeo del sol —dijo crispadamente—. Pero también quería decirle algo acerca de lo que he descubierto en el Templo de Boonta.

—Tiene que haberlo descubierto todo o casi todo —interrumpió Skelder—. Ha estado fuera mucho tiempo. Al no verle aparecer la última noche, pensé que quizá le había ocurrido algo.

—No habrá llamado a la policía.

—No, por supuesto que no —chirrió la voz del monje—. ¿Cree usted que por el hecho de ser clérigo soy estúpido? Además, creo que no merece usted que se preocupen por su persona.

Carmody soltó una risita.

—Ama a tu prójimo como a ti mismo. Bueno, yo nunca me he preocupado demasiado de mi prójimo… ni de nadie. De todos modos, la razón de mi tardanza, aunque solo haya sido de una veintena de horas, es que decidí tomar parte en el gran desfile y las ceremonias que le siguieron. —Se rió de nuevo—. Esos kareenianos aman realmente su religión.

La voz de Skelder era fría.

—¿Tomó usted parte en la orgía del Templo?

Carmody soltó una carcajada.

—Seguro. Cuando estés en Roma, ya sabe. De todos modos, no era sensualidad pura. Parte de ella era auténtico ritual de lo más aburrido, como todos los rituales; no fue hasta el anochecer que la alta sacerdotisa dio la señal para mêlée.

—¿Tomó usted parte?

—Seguro. Con la propia alta sacerdotisa. Todo está bien; esa gente no tiene la misma actitud que usted con respecto al sexo, Skelder; no creen que sea algo sucio o un pecado; lo contemplan como un sacramento, un gran don de la diosa; lo que a usted le parece infinitamente asqueroso, un espectáculo indigno, es para ellos algo puro y casto que merece las bendiciones de la diosa. Por supuesto, considero que su actitud es tan equivocada como la de usted: el sexo es tan solo una fuerza, y uno debe aprovecharse del de los demás; pero debo admitir que al respecto las ideas de los kareenianos son mucho más divertidas que las suyas.

La voz de Skelder tenía el tono ligeramente impaciente y aburrido de un maestro sermoneando a un alumno no demasiado brillante. Si estaba irritado, consiguió disimularlo.

—Usted no comprende nuestra doctrina. El sexo no es en sí mismo una fuerza repugnante o indigna. Después de todo, es el medio designado por Dios para que las formas superiores de vida se perpetúen. El sexo en los animales es tan inocente como beber agua. Y en el círculo sagrado del matrimonio un hombre y una mujer pueden usar esa fuerza donada por Dios, pueden, a través de ese sagrado y tierno éxtasis, hacerse uno, pueden acercarse a tal éxtasis, o tener una insinuación de tal éxtasis, que es la comprensión y quizá incluso el destello de…

—¡Cristo! —dijo Carmody—. ¡Ahórrame todo esto! ¿Qué es lo que deben murmurar sus feligreses para sí mismos, qué deben gruñir cada vez que lo ven subir al púlpito? ¡Dios, o Quien seas, ayúdales!

»De todos modos, me importa un pimiento lo que diga la doctrina de la Iglesia. Es en absoluto evidente que usted cree que el sexo es algo sucio, incluso cuando tiene lugar dentro de los límites permisivos del matrimonio. Es algo repugnante, y cuando antes se termine con ese mal necesario y antes pueda uno irse a dar un baño, tanto mejor.

»Pero me estoy alejando del tema, que es que para los kareenianos esas crisis de frenesí religioso-sexual son manifestaciones de su gratitud hacia el Creador, quiero decir la Creatriz, por darles la vida y las alegrías de la vida. Normalmente, su comportamiento es más bien aburrido…

—Mire, Carmody, no necesito que me sermonee; después de todo, soy antropólogo, conozco perfectamente bien cuál es el pervertido punto de vista de esos nativos y…

—Entonces, ¿por qué no estaba usted ahí para estudiarlos? —dijo Carmody con una nueva risita—. Es su deber de antropólogo. ¿Por qué me envió a mí? ¿Tenía miedo de contaminarse por tan solo mirar? ¿O estaba aterrado ante la posibilidad de que pudieran convertirle a su religión?

—Cambiemos de tema —dijo Skelder fríamente—. No tengo ningún interés en oír los detalles depravados; solo deseo saber si ha descubierto algo pertinente con respecto a su misión.

Carmody sonrió ante la palabra misión.

—Claro que sí, papi. La sacerdotisa dijo que la Diosa en sí no se aparece nunca, excepto como una fuerza en los cuerpos de sus adoradores. Pero sostiene, como lo hacen muchos de los laicos con los que he hablado, que el hijo de la diosa, Yess, existe encarnado, que lo han visto y que incluso han hablado con él. Estará en esta ciudad durante el Sueño. Se dice que viene aquí porque aquí es donde nació y murió y resucitó.

—Sé eso —dijo el monje, con voz exasperada—. Bueno, ya veremos cuando nos enfrentemos con ese impostor qué es lo que tiene que decir. Ralloux está trabajando con nuestro equipo de grabación para tenerlo todo a punto.

—De acuerdo —dijo Carmody con indiferencia—. Estaré en casa dentro de media hora, a menos que me tropiece con algunas hembras interesantes. Lo dudo; esta ciudad está muerta… casi literalmente.

Colgó el teléfono, sonriendo de nuevo al pensar en la expresión de intenso disgusto que podía imaginar luciría el rostro de Skelder. El monje permanecería de pie ante el aparato durante al menos un minuto, enfundado en sus negras ropas, los ojos cerrados, los labios musitando una silenciosa plegaria por la extraviada alma de John Carmody, luego se giraría y subiría las escaleras para encontrarse con Ralloux y contarle lo que había ocurrido. Ralloux, con su hábito rojo oscuro de la orden de San Jairo, chupando su pipa mientras trabajaba en las grabadoras, le escucharía sin excesivos comentarios, no expresaría ni disgusto ni alegría con respecto al comportamiento de Carmody, luego diría que era una lástima que se vieran obligados a trabajar con Carmody pero que quizá pudieran conseguir algo bueno para Carmody y para ellos también. Mientras tanto, como no había nada que pudieran hacer para alterar las condiciones en la Alegría de Dante o cambiar el carácter de Carmody, lo mejor era trabajar con lo que tenían.

De hecho, pensaba Carmody, Skelder detestaba a su compañero científico y correligionario tanto como el propio Carmody. Ralloux pertenecía a una orden que era muy sospechosa a los ojos de la organización de Skelder, mucho más antigua y por ello mucho más conservadora. Además, Ralloux se había declarado a favor de la adopción del Dogma de la Flexibilidad Histórica, o Evolución de Doctrina, la teoría que había sido presentada por algunas tendencias de la Iglesia y que se pretendía convertir en dogma. Tan fuerte había sido la controversia que se había suscitado que la Iglesia se había visto ante el peligro de un nuevo Gran Cisma, y algunas autoridades sostenían que los próximos veinte años iban a ver profundos cambios y quizá una ruptura crucial en la propia Iglesia.

Los dos monjes hacían esfuerzos por mantener sus relaciones a un nivel de compromiso, pero Skelder había perdido en una ocasión su compostura, mientras discutían la posibilidad de autorizar a los clérigos a que se casaran… una simple evolución de disciplina más que de doctrina. Pensando en el enrojecido rostro de Skelder y en sus rabiosas lamentaciones, Carmody se echó a reír. Él mismo había contribuido a la irritación del monje con algunos punzantes comentarios aquí y allá, riéndose para sí mismo, burlándose despectivamente al mismo tiempo de un hombre que se tomaba tan en serio cosas como aquella. ¿Acaso aquel asno estúpido no comprendía que la vida era tan solo una gran broma y que la única forma de soportarla era compartirla con el Bufón?

Era cómico el que los dos monjes, que se odiaban visceralmente, y él, que los detestaba a ambos y los despreciaba profundamente, pudieran estar juntos en aquel proyecto. «El crimen reúne extraños compañeros», le había dicho en una ocasión a Skelder, en un esfuerzo de hacer surgir la rabia que anidaba constantemente en el huesudo pecho del monje. Su comentario había fallado en su finalidad, ya que Skelder había respondido fríamente que en aquel mundo la Iglesia tenía que trabajar con las herramientas de que disponía, y Carmody, por malo que fuera, era el único disponible. Y además, no creía que fuera un crimen el poner al descubierto el fraude de una falsa religión.

—Mire, Skelder —había dicho Carmody—, usted sabe que usted y Ralloux fueron comisionados conjuntamente por la Sociedad Antropológica de la Federación y su Iglesia para llevar a cabo un estudio de la llamada Noche de Luz en la Alegría de Dante, y también, si era posible, entrevistar a Yess… contando con que existiera. Pero ustedes se han propuesto ir más lejos que esto. Ustedes pretenden capturar a un dios, inyectarle chalarocheil y hacerle confesar todo el engaño. ¿No creen que van a verse en problemas cuando regresen a la Tierra?

Skelder había respondido a eso que estaba preparado para hacer frente a todos los problemas con tal de tener la oportunidad de matar aquella religión en sus raíces. El culto de Yess se había extendido a la Alegría de Dante y a muchos otros planetas; su parodia del ritual de la Iglesia y los Sacramentos, además de las orgías, que habían sido sancionadas por la religión, habían provocado numerosas deserciones entre los fieles de la Iglesia; ahí estaba la fantástica pero auténtica historia de la diócesis del planeta de Venaquiya. El obispo y todos los miembros de su congregación, cuarenta mil, habían cometido apostasía y…

Recordando aquello, Carmody sonrió de nuevo. Se preguntó qué diría Skelder si sabía lo literales que eran sus palabras acerca de «matar la religión en sus raíces». John Carmody tenía su propia interpretación al respecto. En su bolsillo llevaba el diminuto asesino del Auténtico Lanzaagujas Azul, calibre .03, capaz de lanzar un centenar de balas explosivas una tras otra antes de necesitar un nuevo cargador. Si Yess estaba hecho de carne y de sangre y de huesos, entonces la carne podía desgarrarse, la sangre brotar, los huesos romperse, y Yess podía tener otra oportunidad de resucitar de entre los muertos.

Le gustaría ver aquello. Si lo veía, entonces podría creer en cualquier cosa.

¿Podría realmente? ¿Qué ocurriría si creía? ¿Qué entonces? ¿Qué cambiaría? ¿Qué milagros ocurrirían? ¿Qué? ¿Qué relación establecería todo aquello con John Carmody, que existía fuera de los milagros, que no resucitaría jamás de entre los muertos, que por ello estaba decidido a sacarle el mayor provecho de todo lo que aquel universo pudiera ofrecerle?

Un poco de buena comida, filetes y cebollas, un poco de buen escocés, un poco de embriaguez para que uno pudiera estar algo más cerca pero nunca lo suficientemente cerca de la verdad que uno sabía existe justo al otro lado de las paredes de este rígido universo, un poco de placer contemplando los dolores y las ansiedades de los demás y las estúpidas preocupaciones que los atosigan y que tan fácilmente hubieran podido evitar, un poco de burla, la mayor alegría de uno, realmente, ya que tan solo riéndose puede decirle uno al universo que le importa un pimiento… no una falsa burla, ya que realmente no le importaba un pimiento, no le importaba nada de lo que los demás parecían valorar tan desesperadamente… una pequeña risa, y luego el gran sueño. El que reiría último sería el universo, pero John Carmody ya no lo oiría, y así uno podía decir que realmente él sería el que reiría el último, y…

Y en aquel momento oyó que alguien que pasaba por la calle pronunciaba en voz alta su nombre.

—¡Venga aquí, Tand! —gritó John Carmody en kareeniano—. Creía que ya se había ido al Sueño. Así que no va a correr el Riesgo, ¿eh?

Tand entró en la cabina, le ofreció un cigarrillo nativo, encendió uno para él, sopló el humo por sus estrechos orificios nasales y respondió:

—Tengo un asunto muy importante que terminar. Necesitaré un cierto tiempo para dejarlo listo. Así que… voy a tener que retrasar el Sueño tanto como me sea posible.

—Es extraño —dijo Carmody, anotando mentalmente que Tand había respondido en los términos más vagos que le había sido posible—. Había oído que ustedes, los kareenianos, pensaban tan solo en términos de ética y de la naturaleza del universo y de mejorar sus resplandecientes almas, y no en algo tan sucio como el viejo dinero.

Tand sonrió.

—No somos diferentes de la mayoría de los demás pueblos. Tenemos nuestros santos, nuestros pecadores y nuestros personajes intermedios. Pero parece que tenemos una reputación galáctica más bien contradictoria. Algunos nos pintan como una raza de ascetas y de santos; otros, como el más vil y sensual de los pueblos llamados civilizados. Y, por supuesto, corren extrañas historias acerca de nosotros, principalmente a causa de la Noche de Luz. Cada vez que viajamos a otros planetas somos tratados como algo absolutamente único. Supongo que lo somos, pero tan solo como lo es cualquier otra raza.

Carmody no hizo ninguna pregunta acerca de la naturaleza del importante asunto que impedía a Tand sumirse inmediatamente en el Sueño. Aquello hubiera sido contrario a las normas kareenianas. Lo examinó por encima de la humeante punta de su cigarrillo. El hombre medía aproximadamente metro ochenta, y era agraciado según los estándares de su raza. Como la mayor parte de los seres inteligentes de la galaxia, podía pasar a distancia por un miembro de la especie del Homo Sapiens, ya que sus antepasados habían evolucionado a lo largo de líneas paralelas a las terrestres. Solo cuando uno estaba más cerca de él podía apreciar que su rostro, aunque humanoide, no era en absoluto humano. Y sus cabellos parecidos a plumas y sus azuladas uñas y dientes provocaban una fuerte impresión cuando uno se encontraba por primera vez con un nativo de la Alegría de Dante.

Tand llevaba una especie de sombrero gris, cónico y sin ala, parecido a un casquete de asno, inclinado precariamente hacia un lado; llevaba el cabello muy corto excepto encima de sus lobunas orejas, donde colgaba ocultándolas; su cuello estaba rodeado por un alto cuello de encaje, pero su larga y brillante túnica violeta era más bien austera. Un largo cinturón de terciopelo gris la sujetaba a la cintura. Llevaba las piernas al aire, y sus pies, provistos de cuatro dedos, estaban enfundados en sandalias.

Carmody había sospechado desde hacía tiempo que el hombre pertenecía a las fuerzas de policía de aquella ciudad de Rak. Siempre se le veía rondando, y se había ido a alojar al mismo sitio que Carmody precisamente al día siguiente de que el terrestre firmara su estancia.

No importaba, pensó Carmody. Incluso la policía estaría Durmiendo dentro de un día o dos.

—¿Y usted? —preguntó Tand—. ¿Sigue insistiendo en correr el Riesgo?

Carmody asintió y dirigió a Tand una confiada sonrisa.

—¿Qué es lo que perseguía? —añadió Tand.

Repentinamente, las manos de Carmody temblaron, y tuvo que metérselas en los bolsillos para ocultarlas. Sus labios formaron silenciosamente una respuesta para sí mismo.

Vamos, vamos, Carmody, tranquilízate. Sabes que no te importa nada. Pero si es así, ¿por qué este temblor, por qué esta fría náusea en el centro mismo de tu barriga?

Ahora fue el turno de Tand de sonreír, revelando sus humanos pero azules dientes.

—He captado un destello de lo que estaba persiguiendo tan desesperadamente. Era el esbozo de un rostro, quizá kareeniano o terrestre, no he podido discernirlo. Pero tal como lo ha concebido usted, debía ser humano.

—¿Qué… qué es lo que quiere decir, concebido? ¿Yo, concebido…?

—Oh, sí. Lo vio formarse en el aire ante usted, ¿no?

—¡Imposible!

—No, no tiene nada de fantástico. El fenómeno, aunque no es común, ocurre de tanto en tanto. Usualmente, se produce un cambio en el cuerpo del que lo concibe, no fuera. Su problema debe ser extraordinariamente fuerte, si la cosa ha ocurrido fuera de usted.

—Yo no tengo problemas que no pueda resolver —gruñó Carmody con la comisura de su boca, el cigarrillo colgando al otro lado como un desafiante estoque.

Tand se alzó de hombros.

—A su gusto. Mi único consejo es que tome una espacionave ahora que aún está a tiempo. La última parte dentro de cuatro horas. Tras ella, no llegará ni partirá ninguna hasta que haya transcurrido el Sueño. Y entonces, ¿quién sabe…?

Carmody se preguntó si Tand estaba siendo irónico, si sabía que él no podía abandonar la Alegría de Dante, que sería arrestado en el momento mismo en que tocara un puerto de la Federación.

Se preguntó también si Tand tenía alguna idea de lo que él estaba planeando como un medio de abandonar la Alegría de Dante en completa seguridad. Recuperando finalmente el pleno control de sus manos, las sacó de sus bolsillos y tomó el cigarrillo de su boca. Maldita sea, dijo, formando silenciosamente las palabras en su boca, ¿por qué dudas, Carmody, viejo compañero? ¿Has perdido arrestos? No, tú no. Eres tú contra el universo, como siempre, y nunca has tenido miedo. O atacas un problema, y lo destruyes, o simplemente lo ignoras. Pero esto es tan extraño que no consigues atraparlo. Bueno, ¿y qué? Aguarda a que lo extraño desaparezca y entonces… ¡BLAM!, lo pillas entre tus manos y lo haces migajas, lo destrozas, tal como hiciste con

Sus manos se crisparon recordando lo que había hecho, y sus labios se curvaron en el inicio de una silenciosa sonrisa. Aquel rostro revoloteando en el aire. ¿No tendría un cierto parecido…? ¿Era posible que…? ¡No!

—Me está pidiendo que crea en lo imposible —dijo—. Sé que ocurren muchas cosas extrañas aquí en este planeta, pero por lo que he visto, bueno, no puedo pensar realmente que…

—He visto a muchos de ustedes, terrestres, enfrentados con esto anteriormente —interrumpió Tand—. A ustedes les parece algo surgido de uno de sus cuentos de hadas o de sus mitos. O quizá de ese increíble fenómeno que ustedes llaman una pesadilla, y que los kareenianos no han experimentado nunca.

—No —dijo Carmody—. Sus pesadillas se producen fuera de ustedes, cada siete años. E incluso entonces la mayoría de ustedes escapan de ellas gracias al Sueño, mientras que nosotros los humanos no podemos encontrarlas excepto precisamente soñando.

Hizo una pausa, sonrió con su sonrisa rápida y fría, y añadió:

—Pero yo soy distinto a la mayor parte de los terrestres. Yo no sueño; yo no tengo pesadillas.

—Comprendo —respondió Tand, tranquilamente y en apariencia sin la menor malicia—; es por eso por lo que usted difiere de la mayor parte de ellos, y de nosotros, ya que usted no tiene consciencia. La mayor parte de los terrestres, a menos que me hayan informado mal al respecto, sufrirían terribles remordimientos de conciencia si hubieran matado a su mujer a sangre fría.

Las delgadas paredes de la cabina retumbaron con la risa de Carmody. Tand le miró sin emoción hasta que la risa se convirtió en una risita y entonces dijo:

—Ríe fuerte, pero mucho menos que esto —levantó una mano para indicar el viento que ululaba afuera en la calle.

Carmody no comprendió lo que quería decir. Se sentía decepcionado; había esperado la habitual reacción violenta a su reacción con respecto a su «crimen». Quizás aquel tipo fuera un policía. Si no, ante la risa de Carmody, ¿cómo explicar su rígido autocontrol? Pero quizá fuera algo que no le concernía, ya que el asesinato se había producido en la Tierra y entre terrestres. Un individuo de una especie tenía dificultades en excitarse ante el asesinato de una persona perteneciente a otra especie, principalmente si esta se hallaba a diez mil años luz de distancia.

De todos modos, existía una profunda empatía universalmente admitida en los nativos de la Alegría de Dante; se admitía que eran los seres más éticos del universo, los más sensitivos.

Bruscamente cansado, Carmody dijo:

—Regreso con Madre Kri. ¿Viene?

—¿Por qué no? Esta noche será la última cena que servirá por algún tiempo. Se sumergirá en el Sueño inmediatamente después de haberla servido.

Echaron a andar calle abajo, en silencio por un tiempo, hasta que el viento, errático como siempre, cesó e hizo posible la conversación. A su alrededor se erguían los masivos edificios recargados con gárgolas y dioses, construidos para durar siempre, para resistir a todos los embates del viento, fuego o cataclismos, mientras sus ocupantes Dormían. De tanto en tanto se cruzaban con algún solitario y silencioso nativo, apresurándose en resolver algún asunto antes de hundirse en el Sueño. Las multitudes del día anterior habían desaparecido, y con ellas el ruido, la animación y la vida.

Carmody observó a una mujer joven atravesando la calle, y se dijo que si se le echaba un saco sobre la cabeza uno no podría distinguirla de una terrestre. Tenía las mismas esbeltas piernas, amplia pelvis, seductoras y cimbreantes caderas, cintura esbelta, prominentes senos… repentinamente la luz cambió de color, parpadeó. Levantó la vista hacia el sol del mediodía. De un blanco cegador hacía tan solo un momento, ahora era un enorme disco de color violeta pálido aureolado de rojo oscuro. Se sintió mareado y febril, tenía calor, y el sol parpadeó y se difuminó y le pareció que se fundía como una bola de melcocha que goteara lentamente desde el cielo.

Y luego, tan repentinamente como había venido, el mareo y la debilidad pasó, el sol brilló de nuevo cegadoramente en el cielo, y tuvo que desviar la mirada.

—¿Qué infiernos es eso? —dijo a nadie en particular, olvidando que Tand estaba con él. Se dio cuenta de que estaba temblando de frío y que se sentía repentinamente débil, como si lo hubieran zarandeado fuertemente y le hubieran extraído la mitad de su sangre.

—¿Qué, en el nombre de Dios? —dijo de nuevo, con voz ronca. Entonces recordó que se había producido algo parecido hacía menos de una hora, que el sol había cambiado de color (¿violeta? ¿azul?), y que había sentido calor, como si hubieran prendido fuego en sus entrañas y todo se difuminara. Pero la sensación había sido mucho más rápida, apenas un destello. Y el aire a un metro por delante suyo había parecido endurecerse, volverse brillante, como si de las moléculas del aire se estuviera formando un espejo. Y luego, por fuera de aquel aire aparentemente mucho más denso, había aparecido aquel rostro, aquel medio rostro, la primera capa de la piel, un tejido tremendamente delgado que inmediatamente había sido arrastrado por el viento.

Se estremeció. El viento se estaba levantando de nuevo, y aquello no iba a contrarrestar el frío que sentía. Luego gritó. A unos tres metros ante él, moviéndose paralelamente al suelo, deslizándose calle abajo y enrollándose hasta formar una bola, había otro trozo de piel. Dio un paso adelante, preparándose para echar a correr tras él, pero se detuvo. Agitó la cabeza, se rascó su afilada nariz con aire de perplejidad, y luego, insospechadamente, se echó a reír.

—Esto puede desmoralizarle a uno en poco tiempo —dijo en voz alta—. Pero no va a meter sus zarpas sobre John Carmody. Esa piel, o cualquier otra cosa que sea, puede irse flotando hasta la alcantarilla más próxima. No me importa en absoluto.

Sacó otro cigarrillo, lo encendió, luego miró a Tand. El nativo estaba en mitad de la calle, inclinado sobre la muchacha. Esta yacía de espaldas, con los brazos y piernas rígidas pero temblorosos, los ojos muy abiertos y vidriados, la boca mordiéndose furiosamente los labios y escupiendo saliva y sangre.

Carmody echó a correr hacia allá, miró y dijo:

—Convulsiones. Está haciendo usted lo correcto, Tand. Impídale que se muerda la lengua. ¿Ha estudiado medicina también?

Inmediatamente deseó haberse mordido él también la lengua. Ahora el tipo iba a saber algo más de su pasado. Aquello no iba a ayudar mucho a Tand a acumular evidencias sobre él, pero no sentía el menor deseo de revelar nada de su persona. No sin ser pagado de una u otra forma. ¡Nunca des nada sin recibir nada a cambio! Era algo contrario a las leyes del universo; para mantenerse con vida uno debe recibir siempre tanto o más de lo que da.

—No —respondió Tand, sin mirarle, atento a que el pañuelo enrollado formando una bola que había metido en la boca de la muchacha no la asfixiara—. Pero mi profesión requiere que tenga algunos conocimientos de primeros auxilios. Pobre chica, hubiera debido empezar el Sueño hace al menos un día. Pero supongo que no sabía que podía verse afectada de esta manera. O quizá lo sabía pero estaba tanteando su Riesgo para ver si se curaba por sí misma.

—¿De qué está hablando?

Tand señaló hacia el sol.

—Cuando se decolora así parece provocar una tormenta en las ondas cerebrales. Entonces las tendencias epilépticas quedan al descubierto. A condición de que la persona esté despierta. De todos modos, este es un espectáculo que no se ve muy a menudo. Las tendencias hereditarias de un tal comportamiento han sido prácticamente eliminadas; aquellos que confían en correr el Riesgo resultan generalmente muertos, aunque no necesariamente. Si consiguen superarlo, se curan para siempre.

Carmody contempló incrédulamente el cielo.

—¿Una erupción solar, a cien millones de kilómetros, puede causar esto?

Tand se alzó de hombros y se puso en pie. La muchacha había dejado de convulsionarse y parecía dormir pacíficamente.

—¿Por qué no? En el planeta de usted, por lo que me han dicho, la gente está muy influenciada por las tormentas solares y por otras fluctuaciones de las radiaciones del sol. Su gente, al igual que la nuestra, ha calculado incluso los ciclos climáticos, psicológicos, físicos, económicos, políticos, sociológicos y otros que dependen directamente de los cambios en la superficie del sol, y que pueden ser predichos con cien años o más de anticipación. Entonces, ¿por qué sorprenderse de que nuestro propio sol haga lo mismo, a un nivel mucho más intenso?

Carmody empezó a esbozar un gesto de perplejidad e impotencia, pero detuvo su mano ya que no debía dejar que nadie pudiera pensar ni por un momento siquiera que dudaba acerca de nada.

—¿Cuál es la explicación de toda esta… esta hibernación, estas increíbles transformaciones fisiológicas, esa… esa proyección física de imágenes mentales?

—Me gustaría saberlo —dijo Tand—. Nuestros astrónomos han estudiado el fenómeno a lo largo de miles de años, e incluso su propia gente ha establecido una base en uno de los asteroides para examinarlo. Pero, tras su primera experiencia con el Riesgo, los terrestres abandonan ahora su base cuando llega el tiempo del Sueño. Lo cual hace prácticamente imposible realizar un examen en proximidad. Nosotros tenemos los mismos problemas. Nuestros científicos están demasiado ocupados luchando contra su propia tensión física durante ese período como para realizar un estudio.

—Sí, pero los instrumentos no resultan afectados durante ese tiempo.

Tand sonrió con su sonrisa azul.

—¿No resultan afectados? Registran una alocada mezcolanza de ondas, como si las propias máquinas se hubieran vuelto epilépticas. Quizá esos registros resulten muy significativos, pero ¿quién puede traducirlos? Nadie, hasta ahora.

Hizo una pausa, y luego dijo:

—Eso no es cierto. Hay tres que podrían explicarlo.

Pero no lo harán.

Carmody siguió la dirección que señalaba el dedo del kareeniano y vio el grupo escultórico de bronce al final de la calle: la diosa Boonta protegiendo a su hijo Yess del ataque de Algul, el dios negro, su hermano gemelo, en la metamorfosis de un dragón.

—¿Ellos…?

—Sí, ellos.

Carmody rió burlonamente y dijo:

—Me sorprende ver a un hombre inteligente como usted admitiendo una creencia tan primitiva.

—La inteligencia no tiene nada que ver con las creencias religiosas —respondió Tand. Se inclinó sobre la muchacha, abrió sus párpados, comprobó su pulso, luego se irguió de nuevo. Se quitó el sombrero con una mano y con la otra hizo un signo circular.

—Está muerta.

Hubo una pausa de al menos quince minutos. Tand telefoneó al hospital, y casi inmediatamente llegó la enorme ambulancia roja movida a vapor. El conductor saltó del alto sillín de la parte delantera del vehículo, que tenía una forma muy parecida a un landó, y dijo:

—Son ustedes afortunados. Ésa es la última llamada a la que acudimos. Dentro de una hora entraremos en el Sueño.

Tand había rebuscado en los bolsillos de la chica y había sacado sus papeles de identificación. Carmody observó que había actuado con una eficiencia sospechosamente policial. Tand se los entregó a los hombres de la ambulancia y les dijo que lo mejor sería esperar a que finalizara el Sueño antes de notificar a los familiares.

Más tarde, mientras andaban calle abajo, Carmody dijo:

—¿Quién se hace cargo del departamento de bomberos, del trabajo de la policía, de los hospitales, de los suministros?

—Nuestros incendios son escasos debido a la construcción de nuestros edificios. Almacenar provisiones para siete días no constituye ningún problema; hay tan poca gente que vaya arriba y abajo. En cuanto a la policía, bueno, no existe la ley durante ese período. Ninguna ley humana, se entiende.

—¿Y qué hay con el policía que corre el Riesgo?

—He dicho que las leyes quedan entonces en suspenso.

En aquellos momentos estaban pasando del distrito comercial al residencial. Aquí los edificios no estaban apretujados los unos contra los otros sino que estaban construidos en medio de amplios jardines. Todo estaba lleno de espacio libre. Pero la sensación de masividad, de poderío, de eternidad congelada en piedra seguía flotando en el aire, ya que todas aquellas casas tenían como mínimo tres plantas y estaban construidas con masivos bloques pétreos y tenían pesadas protecciones de hierro en puertas y ventanas. Incluso las casetas de los perros estaban construidas para resistir un asedio.

Fue tras ver varias de ellas que Carmody recordó la repentina interrupción de toda vida animal. Los pájaros, que el día anterior habían llenado el aire con sus trinos, habían desaparecido; los lyans y los kins, animales domésticos parecidos a los perros y a los gatos, y que normalmente se veían en gran número incluso en las calles del centro, habían desaparecido. Y las ardillas parecían haberse retirado a los agujeros de sus árboles.

Tand, respondiendo a una observación de Carmody al respecto, dijo:

—Sí los animales duermen instintivamente durante la Noche, lo han venido haciendo, según todas las evidencias, desde la aparición de la vida aquí. Solo el hombre ha perdido la habilidad instintiva, solo el hombre posee la elección o el conocimiento de utilizar drogas para someterlo a un estado próximo a la animación suspendida. Aparentemente, incluso los hombres prehistóricos conocían la planta que proporciona la droga que induce este sueño; existen pinturas rupestres que describen el Sueño.

Se detuvieron ante la casa perteneciente a la mujer que Carmody llamaba Madre Kri. Era allí donde, de buen o mal grado, eran alojados los visitantes terrestres por el gobierno kareeniano. Era una casa circular de cuatro plantas, construida de piedra caliza y mortero, cubierta con un grueso techo de pizarra, y situada en medio de un jardín que tenía al menos cien metros cuadrados.

Un largo y sinuoso camino bordeado de árboles conducía hasta el gran porche, que rodeaba toda la edificación. A la mitad del camino, Tand se detuvo junto a un árbol.

—¿No nota nada peculiar en él? —le preguntó al terrestre.

Como era su costumbre cuando estaba meditando, Carmody respondió en voz alta, sin mirar a su interlocutor sino con la vista desviada hacia un lado, como si estuviera hablándole a alguien invisible.

—Parece como un árbol maduro, y sin embargo es demasiado pequeño, apenas tiene dos metros de alto. Algo así como un álamo enano. Pero tiene un doble tronco que se une en uno solo aproximadamente a un tercio de su altura. Y dos ramas principales, en lugar de varias. Como si tuviera brazos y piernas. Si tropezara con él en una noche oscura, podría pensar que es un árbol que se está preparando para echar a andar.

—No se equivoca demasiado —dijo Tand—. Compruebe la corteza. Auténtica corteza, ¿eh? Lo parece a ojo desnudo. Pero bajo el microscopio, la estructura celular es más bien peculiar. Ni la de un hombre ni la de un árbol. Y sin embargo parecida a la de ambos. ¿Y por qué no?

Hizo una pausa, sonriéndole enigmáticamente a Carmody, y dijo:

—Es el marido de la señora Kri.

—¿Realmente? —respondió fríamente Carmody. Se echó a reír—. Tiene un carácter más bien sedentario, ¿no?

Tand frunció sus pobladas cejas.

—Exactamente. Durante su vida como hombre prefirió permanecer sentado, observando los pájaros, leyendo libros de filosofía. Taciturno, evitaba a la mayor parte de la gente. Como resultado de todo ello nunca tuvo éxito en su trabajo, que más bien detestaba.

»La señora Kri tuvo que sacar dinero para sobrevivir instalando esta pensión; y se vengó haciéndole la vida imposible con sus sarcasmos, aunque nunca pudo insudarle sus entusiasmos y ambiciones. Finalmente, y en parte para escapar de ella, imagino, él intentó correr el Riesgo. Y esto es lo que ocurrió. Casi todo el mundo dice que fracasó. Bueno, yo no lo sé. Obtuvo lo que deseaba realmente, su más profundo anhelo.

Rió suavemente.

—La Alegría de Dante es el planeta donde uno obtiene lo que realmente desea. Es por eso por lo que ha sido prohibido para la mayoría de los pueblos de la Federación. Es peligroso que los anhelos inconscientes se vean realizados en todos sus más mínimos detalles.

Carmody no comprendió todo lo que le estaban diciendo, pero respondió desenvueltamente:

—¿Alguien lo ha radiografiado? ¿Acaso tiene… un cerebro?

—Sí, en cierto modo, pero creo que nadie sabe cuán frondosos son sus pensamientos.

Carmody rió de nuevo.

—Vegetal y/o hombre, ¿eh? Mire, Tand, ¿qué es lo que pretende, asustarme para que abandone el planeta o me sumerja en el Sueño? Bueno, no va a funcionar. No hay nada que me cause miedo, nada en absoluto.

Bruscamente, su risa se truncó en un sonido sollozante, y se envaró, mirando fijamente ante él. Su fuerza lo abandonó, y su cuerpo irradió calor desde su vientre hacia el exterior. A un metro ante él había una reverberación parecida a una ola de calor, y luego, como si el aire se solidificara en un espejo, las vibraciones se condensaron en materia. Lentamente, como un balón deshinchándose a medida que el aire escapaba por múltiples agujeros, el saco de piel que había aparecido se contrajo sobre sí mismo.

Pero no antes de que Carmody reconociera el rostro.

—¡Mary!

Necesitó cierto tiempo antes de atreverse a tocar la cosa que yacía en el camino. En primer lugar, no tenía la fuerza necesaria. Algo se la había sorbido completamente.

Tan solo su reluctancia a mostrar miedo ante alguien lo empujó a inclinarse y tomarla.

—¿Auténtica piel? —dijo Tand.

De algún lugar en el tremendo vacío de su interior Carmody consiguió extraer una risa.

—Al tacto parece exactamente como la de ella, tan suave, tan perfecta. Poseía la más hermosa textura de todo el mundo.

Frunció el ceño.

—Cuando las cosas empezaron a ir mal…

Abrió la mano, y la piel se deslizó de entre sus dedos y cayó al suelo.

—Tan vacía como ella, esencialmente vacía. Nada en la cabeza. Nada en las tripas.

—Es usted un tipo sereno —dijo Tand—. O superficial. Bueno, ya veremos.

Tomó el saco y lo mantuvo entre sus dos manos, de tal modo que la brisa lo hinchó como una bandera. Carmody vio que no solo era el rostro en sí, sino que también estaba toda la cabellera, completa, y la parte delantera del cuello y algo de los hombros. Además, muchos de los largos cabellos rubios flotaban como hilos de araña, y la primera capa de los globos oculares había empezado a formarse bajo los párpados.

—Está empezando a captar el significado de todo esto —dijo Tand.

—¿Yo? Yo no soy el causante de eso; ni siquiera sé lo que ha sucedido.

Tand le tocó la cabeza y el corazón.

—Ellos lo saben —dijo. Hizo una bola entre sus dedos con el tejido y lo arrojó a una papelera del porche.

—Polvo eres y en polvo te convertirás —dijo Carmody.

—Ya veremos —respondió Tand de nuevo.

Por aquel entonces habían aparecido algunas nubes dispersas, una de las cuales enmascaró el sol. La luz que se filtraba a su través volvía todas las cosas grises, fantomáticas. Dentro de la casa el efecto era aún peor. Fue un grupo de fantasmas el que los recibió cuando penetraron en el comedor. Madre Kri, un vegano llamado Aps, y dos terrestres, sentados todos a la mesa redonda en la gran habitación penumbrosa iluminada por la vacilante luz de siete velas colocadas en un candelabro. Tras la anfitriona había un altar con una escultura en piedra de la Diosa Madre cobijando en sus brazos a Yess y Algul bajo la apariencia de bebés gemelos. Yess chupaba plácidamente su seno derecho, Algul mordía el izquierdo y lo arañaba con unas garras que nada tenían que ver con las uñas de un bebé, mientras la Madre Boonta los contemplaba a ambos imparcialmente con una beatífica sonrisa. En la mesa, dominando el candelabro y los platos y vasos, había los símbolos de Boonta: la cornucopia, la espada llameante, la rueda.

Madre Kri, pequeña, gruesa, con pechera prominente, sonrió a los recién llegados. Sus azules dientes parecían negros en la penumbra.

—Bienvenidos, caballeros. Llegan justo a tiempo para la Última Cena.

—La Última Cena —gritó Carmody dirigiéndose hacia el lavabo—. ¡Ja! Yo seré mi homónimo, el buen viejo Juan. ¿Pero quién hará el papel de Judas?

Oyó al padre Skelder gruñir indignado y al padre Ralloux bramar:

—Hay un pequeño Judas en cada uno de nosotros.

Carmody no pudo resistir la tentación de detenerse y decir:

—¿También tú estás en estado, cariño? —y siguió andando, riéndose a grandes carcajadas. Cuando regresó y se sentó a la mesa, Carmody se sometió con una sonrisa a la acción de gracias de Skelder y a la petición de bendiciones de Madre Kri. Era más fácil permanecer en silencio por un momento que buscarse complicaciones insistiendo que se sirviera inmediatamente la comida.

—Cuando estés en Roma… —le dijo a Skelder, y se sonrió a sí mismo ante la perplejidad del monje—. Páseme la sal, por favor —prosiguió—, pero no la derrame.

Estalló en una risotada cuando Skelder hizo eso precisamente.

—¡Judas resucitado!

El rostro del monje enrojeció. Frunció el ceño.

—Con su actitud, señor Carmody, dudo mucho de que sobreviva al Riesgo.

—Más vale que se preocupe por usted mismo —dijo Carmody—. En lo que a mí respecta, tengo la intención de encontrar alguna chica apetitosa y concentrarme en ella con tal intensidad que no me daré cuenta hasta mucho después de que hayan pasado los siete días. Eso es lo que debería intentar también usted, Prior.

Skelder se pellizcó el labio. Su largo y delgado rostro estaba diseñado para expresar desaprobación; las numerosas y profundas arrugas en su frente y mejillas, las protuberancias óseas de los pómulos y mandíbula, la larga y carnosa nariz apuntando hacia abajo, llevaban el sello del juez severo, mostraban la huella de un Creador que había modelado aquella carne de arcilla a imagen de la virtud, y luego la había puesto a cocer hasta adquirir la dureza de la piedra.

Pero la piedra daba ahora señales de humanidad, ya que estaba tensa y enrojecida por la caliente sangre que fluía bajo la piel. Los pálidos ojos grisazulados relampagueaban bajo las cejas color oro pálido.

La suave voz del padre Ralloux se desparramó como una bendición por la estancia.

—La cólera no es precisamente una de las virtudes.

Era un hombre extraño, aquel clérigo de rasgos tan contradictorios, las enormes orejas en forma de asas de cántaro, el pelo rojo, la nariz respingona, y los labios sonrientes de un irlandés de caricatura, todo ello desmentido por los enormes ojos oscuros y sus largas pestañas femeninas. Sus hombros eran amplios y su cuello fuertemente musculoso, pero sus poderosos brazos estaban rematados por unas delicadas y hermosas manos de mujer. Sus suaves y líquidos ojos lo miraban a uno grave y honestamente, y sin embargo uno tenía la impresión de que había algo turbador en ellos.

Carmody se había preguntado por qué aquel hombre era el ayudante de Skelder, ya que no era excesivamente conocido como podía serlo el viejo. Pero había sabido que Ralloux tenía una buena reputación en los círculos antropológicos. De hecho, estaba situado en un plano tan alto como su superior, pero Skelder estaba al cargo de la expedición debido a su renombre en otros campos. El delgado monje estaba a la cabeza de la facción conservadora de la Iglesia que intentaba reformar la actual moralidad de los laicos; su imagen y su voz grabadas habían aparecido en todos los planetas de la Federación donde existía un reproductor; había retumbado denunciando la desnudez en casa y en las playas públicas, las relaciones matrimoniales bajo contrato a corto plazo, las actitudes sexuales polimorfas y perversas, todo aquello que antiguamente había sido prohibido por la sociedad occidental terrestre y especialmente por la Iglesia pero que ahora era tolerado, si no aprobado, entre los laicos debido a que era socialmente aceptable. Deseaba usar las más potentes armas de la Iglesia para forzar el regreso a los estándares anteriores; cuando los liberales y los moderados de la Iglesia lo acusaron de Victoriano, adoptó alegremente ese título, declarando que esa era la época a la cual deseaba regresar. Eran esos antecedentes los responsables ahora de la furiosa mirada que lanzó al padre Ralloux.

—¡Nuestro Señor se encolerizó cuando la ocasión se lo exigió! ¡Recuerde los mercaderes en el templo y la higuera! —Apuntó a su compañero con un largo dedo—. ¡Es un error pensar en El como en el dulce Jesús! Uno tiene que tomarse tan solo la molestia de leer los Evangelios para comprender inmediatamente que era un hombre duro en muchos aspectos, que…

—Dios mío, qué hambre tengo —dijo Carmody con voz fuerte, interviniendo no tan solo para cortar el torrente de palabras sino porque realmente estaba hambriento. Tenía la impresión de no haber estado nunca tan vacío.

—Durante los próximos siete días se dará cuenta de que necesitará comer una enorme cantidad de alimentos —dijo Tand—. Su energía va a verse drenada tan rápidamente como sea capaz de acumularla.

Madre Kri se levantó y salió de la estancia para regresar rápidamente llevando una bandeja llena de pastelillos.

—Caballeros, hay siete, cada uno de ellos hecho a la imagen de uno de los Siete Padres de Yess. Se hacen siempre en ciertas fiestas religiosas, una de las cuales es la Última Cena antes del Sueño. Espero, caballeros, que no les incomode compartirlos. Un bocado de cada uno de los pastelillos y un sorbo de vino con cada uno de ellos es la costumbre. Esa comunión simboliza no solo que están compartiendo ustedes la carne y la sangre de Yess sino que han recibido el poder de crear su propio dios, como hicieron los Siete.

—Ralloux y yo no podemos hacer esto —respondió Skelder—. Cometeríamos un sacrilegio.

La señora Kri pareció apesadumbrada, pero volvió a animarse cuando Carmody y Aps, el vegano, dijeron que ellos participarían. Carmody pensaba que sería un signo de buena política para el caso de que necesitara usar a la señora Kri más tarde.

—No creo —dijo la mujer— que le reporte ningún perjuicio, padre Skelder, el conocer la historia de los Siete.

—La conozco —dijo el hombre—. Estudié su religión antes de venir aquí. No me permito el permanecer ignorante de ningún tema si puedo ponerle remedio. Si comprendí bien, el mito dice que en el principio de los tiempos la diosa Boonta tenía dos hijos, concebidos por sí misma. Al llegar a la edad adulta, uno de los hijos, el malvado, mató al otro, lo cortó en siete pedazos y los enterró en lugares muy distanciados para que su madre no fuera capaz de reunirlos de nuevo y devolverle la vida a su hijo. El hijo malvado, o Algul como lo llaman ustedes, reinó sobre el mundo, y no destruyó a la humanidad por completo gracias a que su madre lo frenaba. El mal estaba en todas partes; los hombres eran visceralmente perversos, como en los tiempos de nuestro Noé. Entonces les fue dicho a los pocos seres buenos que aún le rogaban a la Madre que resucitara a su hijo bueno que si era posible que siete hombres buenos se reunieran en un mismo lugar y a un mismo tiempo, el hijo podría ser resucitado. Se presentaron voluntarios que intentaron resucitar a Yess, pero ninguno era lo suficientemente calificado como para que siete de ellos existieran en ese mundo a un mismo tiempo. Transcurrieron siete siglos, y el mundo se hundía cada vez más en la depravación.

»Y luego, un día, se reunieron siete hombres, siete hombres buenos, y Algul, el hijo malvado, en un esfuerzo por frustrarlos, hizo que todo el mundo se durmiera excepto siete de sus más malvados seguidores. Pero los siete hombres buenos lucharon contra el Sueño, tuvieron una unión mística, una especie de relación psíquica con la Madre —el rostro de Skelder se crispó con disgusto—, convirtiéndose cada uno de ellos en su amante, y los siete fragmentos del hijo Yess fueron reunidos, juntados y reanimados, y volvieron a vivir. Los siete demonios se convirtieron en toda suerte de monstruos, y los siete hombres buenos se transformaron en dioses menores, consortes de la Madre. Yess devolvió el mundo a su anterior estado. Su hermano gemelo fue despedazado en siete trozos, que fueron enterrados en distintos lugares a lo largo de todo el planeta. Desde entonces, el bien ha dominado al mal, pero queda todavía mucho mal en el mundo, y la leyenda dice que si siete hombres absolutamente malvados consiguen reunirse durante el tiempo del Sueño, pueden ser capaces de resucitar a Algul.

Hizo una pausa, sonrió en una tranquila burla del mito, y dijo:

—Hay otros aspectos, pero esto es lo esencial. Obviamente, es un relato simbólico del conflicto entre el bien y el mal en este universo; muchos de sus elementos son universales; pueden ser hallados en casi todas las religiones de la galaxia.

—Simbolismo o no, universal o no —dijo la señora Kri—, queda el hecho de que siete hombres crearon a su dios Yess. Lo sé porque le he visto andar por las calles de Kareen, lo he tocado, le he visto realizar sus milagros, aunque a él no le guste. Y sé que durante el Sueño hay hombres malvados que se reúnen para crear a Algul. Puesto que saben que si él vuelve a la vida, entonces ellos, de acuerdo con la antigua promesa, reinarán sobre este mundo y tendrán todo lo que deseen.

—Oh, vamos, señora Kri. No quiero desprestigiar su religión, pero ¿cómo puede usted saber que ese hombre que proclama ser Yess lo es realmente? —dijo Skelder—. ¿Y cómo unos simples hombres podrían modelar un dios a partir del aire?

—Lo sé porque lo sé —dijo ella, ofreciendo la antigua e indiscutible respuesta del creyente. Se tocó el ampuloso pecho—. Hay algo aquí que me dice que es así.

Carmody dejó escapar su prolongada e irritante risa.

—Le ha ganado, Skelder. Lo ha quemado con el propio petardo de usted. ¿No es esta la última defensa de su propia Iglesia cuando todas las demás se han derrumbado?

—No —respondió fríamente Skelder—. No lo es. En primer lugar, ninguna de lo que usted llama nuestras defensas se ha derrumbado. Permanecen firmes como una roca, impávidas a las burlas de los mezquinos ateos y a los golpes de los gobiernos organizados. La Iglesia es imperecedera, como lo son sus enseñanzas; su lógica es irrefutable; la Verdad es su más preciosa posesión.

Carmody se echó a reír de nuevo, pero se negó a seguir hablando del asunto. Después de todo, ¿qué diferencia planteaba lo que pudiera pensar Skelder o cualquier otro? Lo que él quería ahora era acción; estaba cansado de palabras estériles.

La señora Kri se había levantado de la mesa y estaba retirando los platos. Carmody deseando extraerle más información y no queriendo que los otros lo oyeran, dijo que le ayudaría a lavarlos. La señora Kri se mostró encantada; le gustaba Carmody debido a que siempre tenía pequeños detalles hacia ella y de tanto en tanto le hacía delicados halagos. Aunque era lo suficientemente astuta como para comprender que tras todo aquello había un propósito, no dejaba de gustarle.

En la cocina, Carmody dijo:

—Vamos, Madre Kri, dígame la verdad. ¿Realmente ha visto a Yess? ¿Como me está viendo a mí ahora?

Ella le tendió un plato para que lo secara.

—Lo he visto a él más veces que a usted. Lo he tenido incluso una vez a cenar.

Carmody tuvo dificultades en asimilar aquel prosaico contacto con la divinidad.

—Oh —dijo—. ¿Realmente?

—Realmente.

—¿Y luego fue también al baño? —preguntó, pensando que aquella era la última prueba, la distinción básica entre el hombre y el dios. Uno podía imaginar a una deidad comiendo, quizá para hacer su presencia más familiar a sus discípulos, quizás incluso para saborear las cosas buenas de la vida, pero la excreción parecía tan innecesaria, tan poco divina que, bueno…

—Por supuesto —dijo la señora Kri—. ¿Acaso Yess no está hecho de sangre y entrañas como usted y yo?

Skelder entró en aquel momento, ostensiblemente para beber un poco de agua pero realmente, pensó Carmody, para escucharles.

—Claro que sí —dijo el monje—. ¿No lo son todos los hombres? Dígame, señora Kri, ¿cuánto tiempo hace que conoce usted a Yess?

—Desde que era niña. Ahora tengo cincuenta años.

—¿Y no ha envejecido nada, sigue siendo siempre joven, intocado por el tiempo? —dijo Skelder, con su voz teñida por el sarcasmo.

—Oh, no. Es un viejo ahora. Puede morir en cualquier momento.

Los dos terrestres enarcaron las cejas.

—Quizá haya algún malentendido aquí —dijo Skelder, hablando tan rápidamente que daba la impresión de un buitre rondando en torno a la señora Kri—. Alguna diferencia en la definición, o en el lenguaje quizá. Un dios, según entendemos nosotros el término, no muere nunca.

Tand, que acababa de entrar en la cocina a tiempo para captar las últimas palabras, dijo:

—¿Acaso el dios de ustedes no murió en la cruz?

Skelder se mordió el labio, luego sonrió y dijo:

—Debo pedirles que me perdonen. Y debo confesar que soy culpable de un lapsus de memoria, culpable porque he permitido que un segundo de rabia ofuscara mi pensamiento. He olvidado por un instante la distinción entre las Naturalezas Humanas y Divinas de Cristo. Estaba pensando en términos puramente paganos, e incluso entonces estaba equivocado, ya que los dioses paganos son mortales. Quizá ustedes los kareenianos hagan la misma distinción entre la naturaleza humana y la divina de su dios Yess. No lo sé. No llevo el tiempo suficiente en este planeta como para determinarlo; hay muchas otras cosas que asimilar antes de que pueda estudiar los puntos más sutiles de su teología.

Hizo una pausa, respiró profundamente y luego, como si se preparara para sumergirse en el mar, adelantó su cabeza, arqueó los hombros y dijo:

—Sigo creyendo que hay una enorme diferencia entre su concepción de Yess y la nuestra de Cristo. Cristo resucitó y luego subió al Cielo para reunirse con Su Padre. Además, Su muerte era necesaria si Él quería cargar con todos los pecados del mundo y salvar así a la humanidad.

—Si Yess muere, renacerá de nuevo algún otro día.

—No me entienden. Existe la diferencia muy importante de que…

—¿De que su historia es cierta y la nuestra falsa, un mito pagano? —respondió Tand, sonriendo—. ¿Quién puede decir lo que es realidad, lo que es mito, o que un mito no es algo tan real como, digamos, esta mesa de aquí? Todo lo que actúa provocando una acción en este mundo es real, y si un mito engendra acción, entonces ¿no es real? Las palabras pronunciadas aquí ahora morirán en vibraciones decrecientes, pero ¿quién sabe qué efecto inmortal pueden provocar?

Repentinamente la estancia se ensombreció y todos sus ocupantes se sujetaron en lo que tuvieron más a mano, el respaldo de una silla, el borde de una mesa, cualquier cosa que les permitiera mantener el equilibrio. Carmody sintió que lo invadía una oleada de calor y vio que el aire ante él se endurecía, parecía convertirse en un espejo.

La sangre brotó del espejo, lanzada contra su rostro como el chorro de una manguera, cegándole, inundándole, entrando por su abierta boca, deslizándose por su garganta y dejándole un gusto salado.

Se produjo un grito, no producido por él sino por alguien a su lado. Dio un salto hacia atrás, sacó su pañuelo, se limpió la sangre de sus ojos, vio que la apariencia espejeante había desaparecido al igual que el chorro de sangre, pero que la mesa y el suelo junto a él tenían un color carmesí. Deben haber sido al menos diez litros, pensó; exactamente lo que uno esperaría de una mujer que pesara unos cincuenta kilos.

No tuvo oportunidad de seguir aquella línea de pensamiento ya que tuvo que dar un salto de costado para evitar a Skelder y a la señora Kri que estaban forcejeando por toda la cocina; quien dominaba era la señora Kri, ya que era la más pesada y, quizá, la más fuerte. Ciertamente era la más agresiva, ya que estaba haciendo todo lo posible por estrangular al monje. Éste se aferraba a las manos que apretaban su cuello y gritaba:

—¡Quite sus sucias manos de encima mío, especie de… de… hembra!

Carmody rugió una risotada, y el sonido pareció romper el maníaco conjuro que poseía a la señora Kri. Como si se despertara sobresaltada de un sueño, se detuvo, parpadeó, dejó caer sus manos y dijo:

—¿Qué es lo que estaba haciendo?

—¡Estaba intentando estrangularme! —gritó Skelder—. ¿Qué infiernos le ocurría?

—Oh, Dios —dijo ella, sin dirigirse a nadie en particular—. Es más tarde de lo que creía. Será mejor que me vaya a dormir inmediatamente. De repente me ha parecido que era usted el hombre más odioso del mundo, debido a lo que había dicho sobre Yess, y he deseado matarle. Realmente, me ha irritado un poco lo que ha dicho usted, pero no hasta tal punto.

—Aparentemente —dijo Tand—, su rabia es mucho más profunda de lo que usted cree, señora Kri. Usted la ha enterrado en su inconsciente, se niega a admitirla, y así…

No terminó. Ella se había girado para mirar a Carmody y se había dado cuenta por primera vez de que estaba cubierto de sangre y de que había sangre por toda la cocina. Chilló.

—¡Cierre su maldita boca! —dijo Carmody, casi desapasionadamente, y la abofeteó en los labios. Ella dejó de chillar, parpadeó de nuevo, y dijo con voz temblorosa:

—Bueno, será mejor que limpie toda esa porquería. Odiaría despertarme y tener que rascarlo todo una vez se haya secado. ¿Está seguro de que no está usted herido?

Él no respondió; salió de la cocina y subió a su habitación, donde empezó a quitarse sus empapadas ropas. Ralloux, que lo había seguido, dijo:

—Estoy empezando a tener miedo. Si tales cosas pueden ocurrir, y obviamente no son alucinaciones, entonces ¿quién sabe lo que va a ser de nosotros?

—Pensaba que teníamos un aparatito que nos iba a mantener a salvo —dijo Carmody, quitándose la última de sus viscosas prendas y dirigiéndose a la ducha—. ¿O no está usted seguro de ello? —Se echó a reír al ver la expresión desesperada de Ralloux, y dijo desde detrás de la cortina de agua caliente que caía sobre su cabeza—: ¿Qué ocurre? ¿Realmente está asustado?

—Sí, lo estoy. ¿Usted no?

—¿Asustado yo? No, nunca he tenido miedo a nada en toda mi vida. Y no lo digo por decir, ya lo sabe. Realmente no sé lo que es sentir miedo.

—Sospecho fuertemente que usted no sabe lo que es sentir nada —dijo Ralloux—. A veces me pregunto si tiene usted un alma. Debe estar evidentemente en algún lugar, pero tan enterrada que nadie, ni siquiera usted mismo, puede verla. De otro modo…

Carmody rió y empezó a enjabonarse el pelo.

—El arreglacabezas de Johns Hopkins decía que yo era un psicópata congénito, que había nacido incapaz de comprender siquiera un código moral, que estaba más allá de toda culpabilidad, más allá de toda virtud, no que hubiera nacido con una enfermedad mental, entiéndalo, sino tan solo con algo menos, eso que hace que un ser humano sea un ser humano. No me ocultó el decirme que yo era una de esas rara avis ante las cuales la ciencia del Año de Nuestro Señor 2256 era completamente impotente. Lo sentía, me dijo, pero probablemente tendrían que internarme para el resto de mi vida, probablemente bajo sedantes suaves para hacerme inofensivo y dócil, e indudablemente me convertiría en el sujeto de miles de experimentos encaminados a determinar qué era lo que crea al psicópata constitucional.

Carmody hizo una pausa, salió de la ducha, y empezó a secarse.

—Bueno —prosiguió, sonriendo—, puede imaginar que yo no iba a soportar aquello. No John Carmody. Así que… escapé de Hopkins, escapé de la Tierra, llegué a El Trampolín… en el extremo de la galaxia, el último planeta colonizado de la Federación; permanecí allí un año, hice una fortuna contrabandeando peras sodomitas, estuve a punto de ser atrapado por Raspold, ya sabe, ese Sherlock Holmes galáctico, pero lo eludí y me vine aquí, donde la Federación no tiene jurisdicción alguna. Pero no tengo intención de quedarme aquí; no porque sea un mal mundo, aquí podría ganar también mucho dinero, la comida y los licores son buenos, y las mujeres son lo suficientemente inhumanas como para atraerme. Pero deseo demostrar lo que es realmente la Tierra, un establo para asnos estúpidos. Tengo la intención de regresar a la Tierra para vivir allí en completa inmunidad de arresto. Y hacer todo lo que me plazca, aunque por supuesto seré discreto en algunas cosas.

—Si cree usted que puede hacer eso, está completamente loco. Será arrestado en el momento mismo en que descienda de la nave.

Carmody se echó a reír.

—¿Lo cree de veras? Supongo que sabe que la Oficina Federal Antisocial depende para su información y parcialmente para sus directrices del Boojum.

Ralloux asintió.

—Bien, después de todo, el Boojum es tan solo un monstruoso banco de memoria proteínico y un computador de probabilidades. Contiene almacenada en sus células toda la información disponible acerca de un tal John Carmody, e indudablemente ha enviado órdenes de que todas las naves que abandonen la Alegría de Dante sean registradas en su busca. ¿Pero y si le llega la prueba de que John Carmody está muerto? Entonces el Boojum cancelará todas las órdenes relativas a Carmody, y retirará la información de sus archivos mecánicos. Así pues, cuando un colono de digamos Wildenwooly, que ha hecho fortuna y desea gastarla en la Tierra, acuda a su planeta natal, ¿quién va a molestarle, aunque se parezca notablemente a John Carmody?

—¡Pero eso es absurdo! En primer lugar, ¿cómo obtendrá el Boojum la prueba positiva de su muerte? Y en segundo lugar, cuando aterrice en la Tierra, sus huellas dactilares, retinales y circunvoluciones cerebrales van a ser tomadas e identificadas.

Carmody sonrió alegremente.

—No tengo la menor intención de revelarle cómo me las arreglaré para lo primero. En cuanto a lo segundo, ¿qué importancia tiene el que todas mis huellas sean registradas? No van a ser comparadas con nada; serán simplemente las de un inmigrante, alguien nacido en un planeta-colonia, que son registradas por primera vez. Ni siquiera me tomaré la molestia de cambiarme el nombre.

—¿Y si alguien le reconoce?

—¿En un mundo de diez mil millones de habitantes? Correré el riesgo.

—¿Quién me impedirá a mí decírselo a las autoridades?

—¿Acaso los muertos hablan?

Ralloux palideció, pero no se echó atrás. Su expresión seguía siendo la del educado monje de rostro grave, con sus grandes y brillantes ojos mirando honestamente a Carmody, pero dándole una apariencia en cierto modo grotesca enfrentados con aquel conjunto nariz respingona labios carnosos grandes orejas.

—¿Tiene intención de matarme? —dijo.

Carmody rió jovialmente.

—No, no será necesario. ¿Tanto usted como Skelder creen por un momento salir de la Noche vivos y en su sano juicio? Ya han visto lo que ha ocurrido durante los escasos breves destellos que hemos tenido. Eso no son más que preludios, puestas a punto. ¿Qué ocurrirá en la auténtica Noche?

—¿Y qué le ha ocurrido a usted? —dijo Ralloux, todavía pálido.

Carmody se alzó de hombros, se pasó la mano por su negroazulado cabello parecido a las púas de un puercoespín, ahora limpios de sangre.

—Aparentemente mi subconsciente o como usted quiera llamarlo está proyectando fragmentos del cuerpo de Mary, reconstruyendo el crimen, si puede decirse así. El cómo puede tomarse un fenómeno puramente subjetivo y transformarlo en una realidad objetiva, no lo sé. Tand dice que hay varias teorías que intentan explicarlo científicamente, dejando a un lado lo sobrenatural. No tiene importancia. No me importó cortar a Mary en pedacitos, y no me importa tampoco ver como algunos de esos pedazos vuelven ahora flotando a mi vida. Podría nadar a través de su sangre, o de la de cualquier otro, con tal de alcanzar mi meta.

Hizo una pausa, miró con los ojos entrecerrados pero sin dejar de sonreír a Ralloux, y dijo:

—¿Qué es lo que ha visto usted durante esos destellos?

Ralloux, más pálido que nunca, tragó saliva. Hizo la señal de la cruz.

—No sé por qué tendría que decírselo. Pero se lo diré. Estaba en el Infierno.

—¿En el Infierno?

—Ardiendo. Con los demás condenados. Con el noventa y nueve por ciento de todos los que han vivido, están viviendo o vivirán. Millones y millones.

Su rostro se humedeció.

—No era algo imaginario. Sentía el dolor. El mío, y el de los demás.

Permaneció en silencio, mientras Carmody inclinaba la cabeza hacia un lado como un pájaro perplejo intentando comprender a otro. Luego murmuró:

—Un noventa y nueve por ciento.

—Así —dijo Carmody— que eso es lo que más le inquieta, esa es la premisa básica de su pensamiento.

—Si es así, yo no lo sabía —murmuró el monje.

—¡Qué ridículo puede llegar a ser! Incluso su propia Iglesia ha dejado de insistir en el concepto medieval de las llamas literales. Aunque, no sé. Por lo que veo de la mayor parte de la gente, merecen freírse. Me gustaría ser el supervisor de los hornos; me he encontrado con alguna gente a lo largo de mi corta vida cuyo gordo egotismo me gustaría hacer arder junto con ellos…

Incrédulamente, Ralloux dijo:

—¿Usted odia a los egotistas?

Carmody, ya limpio y vestido, sonrió y empezó a bajar las escaleras.

El estropicio, anunció la señora Kri, había sido limpiado, y ahora iba a bajar a la cripta para el Sueño. Dejaría la casa abierta para su conveniencia, dijo, pero esperaba que cuando despertara no encontraría nada demasiado sucio, que se limpiarían los pies antes de entrar y que vaciarían los ceniceros y lavarían los platos. Luego insistió en darles a cada uno un beso de paz, y después se echó a llorar y a gemir diciendo que tal vez nunca volvería a verles de nuevo, y pidiéndole a Skelder que la perdonara por su ataque anterior. Él se mostró magnánimo y le concedió su bendición.

Cinco minutos más tarde, la señora Kri, habiéndose inyectado la dosis necesaria de hibernativos, cerró la gran puerta de hierro de la cripta y aseguró los cerrojos por dentro.

Tand les dijo adiós.

—Si el trance me llega antes de que alcance mi propia cripta, deberé pasar la Noche, lo quiera o no. Una vez se inicia, no se puede volver atrás. Todo es blanco y negro entonces; uno sobrevive o no sobrevive. Al final del séptimo día, eres un dios, un cadáver o un monstruo.

—¿Y qué se hace con los monstruos? —preguntó Carmody.

—Nada, si son inofensivos, como el marido de la señora Kri. En otro caso, los matamos.

Tras algunas otras observaciones, estrechó sus manos, sabiendo que era una costumbre terrestre, deseándoles, no suerte, sino una recompensa conveniente. A Carmody fue al último que le dijo adiós, apretando su mano más largamente mientras le miraba directamente a los ojos.

—Ésta es su última oportunidad de llegar a ser algo. Si la Noche no rompe las heladas profundidades de su alma, si sigue siendo un iceberg de la cabeza a los pies, como lo es ahora, entonces estará definitivamente perdido. Si existe la menor chispa de calidez, de humanidad, déjela convertirse en una llama y que le consuma, sea cual sea el dolor. El dios Yess dijo una vez que para ganar la vida uno debe perderla. No hay nada de original en ello… otros dioses, otros profetas, en cualquier lugar donde haya seres sentientes, han dicho lo mismo. Pero es cierto en varias maneras, en inimaginables maneras.

Tan pronto como Tand se hubo ido, los tres terrestres subieron silenciosamente la escalera y tomaron de una gran maleta tres cascos, cada uno de ellos con una pequeña caja en su parte superior, a la que estaba fijada una larga antena. Los colocaron sobre sus cabezas, luego giraron un dial justo debajo de su oreja derecha.

Skelder frunció sus delgados labios dubitativamente y dijo:

—Espero realmente que los científicos de Jung estén en lo cierto en su teoría. Dicen que desde el momento en que este aparato detecta una onda electromagnética, emite otra onda que la anula; que no importa lo intensas que sean las energías de la tormenta magnética, deberemos ser capaces de andar a través de ella sin vernos afectados.

—Yo también lo espero —dijo Ralloux, con aire abatido—. Ahora me doy cuenta de que, pensando que podía vencer lo que hombres mejores que yo han considerado invencible, estaba cometiendo el peor de todos los pecados, el del orgullo espiritual. Quiera Dios perdonarme. Le doy las gracias por estos cascos.

—Yo también le doy las gracias —dijo Skelder—, pero pienso que no deberíamos tener que recurrir a ellos. Nosotros dos tendríamos que depositar nuestra confianza en Él y descubrir nuestras cabezas, y nuestras almas, a las fuerzas maléficas de este planeta pagano.

Carmody sonrió cínicamente.

—No hay nada que les impida hacerlo. Adelante. Quizá con ello consigan una aureola.

—Tengo órdenes de mis superiores —respondió Skelder rígidamente.

Ralloux se puso en pie y empezó a pasear arriba y abajo.

—No acabo de comprenderlo. ¿Cómo unas tormentas magnéticas, incluso de una violencia sin paralelo, pueden excitar los núcleos atómicos de unos seres situados en un planeta a cien millones de kilómetros de distancia, y al mismo tiempo sondear y activar la mente subconsciente hasta tal punto que ponga un férreo dogal a la consciencia y provoque inconcebibles cambios psicológicos? El sol se torna violeta, extiende su invisible varilla mágica, y despierta la imagen de la bestia que vive en las oscuras cavernas de nuestras mentes, o del dios de oro que duerme en ellas. Bueno, puedo comprender algo de ello. Los cambios en las frecuencias electromagnéticas del sol de la Tierra no solo influyen en el clima y el tiempo, sino que también controlan el comportamiento humano. ¿Pero cómo puede esta estrella actuar sobre la carne y la sangre de tal modo que la tensión de la piel disminuya, que los huesos se ablanden, se doblen, se endurezcan en formas desconocidas que no se hallan impresas en los genes…?

—Todavía no sabemos lo suficiente sobre los genes como para decir qué formas se hallan implícitas en ellos —interrumpió Carmody—. Cuando yo era un estudiante de medicina en Hopkins, vi algunas cosas realmente extrañas. —Guardó silencio, pensando en aquellos días.

Skelder se sentó, envarado y con los labios prietos, en una silla, con su casco dándole un aspecto más de soldado que de monje.

—No va a ser largo —dijo Ralloux, sin dejar de pasear arriba y abajo—. No tendremos que esperar mucho a que comience la Noche. Si es cierto lo que dice Tand, las primeras veinte horas o así sumirán a todos los que permanezcan en pie, excepto nosotros que estamos protegidos por nuestros cascos, en un profundo coma. Aparentemente, los cuerpos de los durmientes adquieren una resistencia parcial, de tal modo que poco más tarde se levantan. Una vez despiertos, están tan cargados de energía o de no sé qué tipo de impulso, que no pueden dormir hasta que finalice la fase violenta del sol. Es mientras estén durmiendo que nosotros…

—¡…haremos nuestro trabajo sucio! —dijo Carmody alegremente.

Skelder se puso en pie.

—¡Protesto! Estamos aquí efectuando una investigación científica, y nos hemos asociado con usted simplemente porque hay un cierto trabajo que nosotros…

—… no queremos mancharnos nuestras blancas e inmaculadas manos con él —dijo Carmody.

En aquel momento la luz de la estancia se oscureció, adquiriendo un tono violeta profundo. Hubo un vértigo, luego una debilitación de todos sus sentidos. Pero duró tan solo un segundo, lo suficiente sin embargo para que les fallasen las rodillas y cayeran los tres al suelo.

Carmody se levantó a cuatro patas, tembloroso, agitó la cabeza como un perro al que acaban de apalear y dijo:

—¡Huau, vaya sacudida! Es bueno llevar estos cascos. Parecen habernos protegido.

Se puso en pie, los músculos agarrotados y doloridos. La habitación parecía estar llena de velos violetas, tan oscura y silenciosa estaba.

—Dígame, Ralloux, ¿qué le ocurre? —preguntó.

Ralloux, blanco como un fantasma, su rostro crispado por la agonía, saltó en pie, gritó, se arrancó el casco de la cabeza, y atravesó corriendo la puerta. Pudieron oír sus precipitados pasos resonando en el pasillo, luego bajando los escalones. Y la puerta de entrada resonó violentamente.

Carmody se giró hacia el otro monje.

—El… ¿qué le ocurre a usted?

La boca de Skelder estaba abierta, y miraba fijamente al reloj de la pared. Repentinamente, se giró hacia Carmody.

—¡Aléjese de mí! —restalló.

Carmody parpadeó, luego sonrió y dijo:

—Seguro, ¿por qué no? Nunca pensé que su piel fuera agradable de acariciar, de veras.

Observó divertido como Skelder empezaba a deslizarse a lo largo de la pared en dirección a la puerta.

—¿Por qué cojea?

El monje no respondió, pero salió de la estancia andando como un cangrejo. Un momento más tarde la puerta de la casa resonó otra vez. Carmody, ahora solo, permaneció pensativo un instante, luego examinó el reloj que había estado mirando el monje. Como la mayor parte de los instrumentos kareenianos que marcaban el tiempo, señalaba la hora del día, el día, el mes y el año. El ataque de violeta se había producido a las 17:25 horas. Ahora eran las 17:30.

Habían pasado cinco minutos.

Más veinticuatro horas.

—¡No es sorprendente que me duelan todos los músculos! —dijo Carmody en voz alta—. ¡Y que esté tan hambriento! Se quitó el casco y lo arrojó al suelo.

—Bueno, ya está hecho. Un noble experimento. —Bajó a la cocina, medio esperando verse sorprendido con un nuevo chorro de sangre a la cara. Pero no había nada anormal. Silbando alegremente, tomó algo de comida y un poco de leche del refrigerador, se hizo él mismo los bocadillos, comió con apetito, luego comprobó el buen funcionamiento de su pistola. Satisfecho, se levantó y se dirigió hacia la puerta delantera.

El teléfono sonó.

Vaciló, luego decidió responder. Si es que valía la pena, se dijo.

Descolgó el auricular.

—¿Sí?

—¡John! —dijo una encantadora voz femenina.

Echó bruscamente la cabeza hacia atrás, como si el receptor fuera una serpiente.

—¿John? —repitió la voz, ahora sonando más lejana, espectral.

Inspiró profundamente, cuadró los hombros, apoyó de nuevo resueltamente el auricular en su oído.

—John Carmody al habla. ¿Quién es?

No hubo respuesta.

Lentamente, depositó el auricular en su horquilla.

Cuando salió de la casa, se halló sumergido en una oscuridad iluminada tan solo por las farolas de la calle, situadas a intervalos de treinta metros, y por la enorme luna, que colgaba difusa y violeta y malévola sobre el horizonte. El cielo estaba claro, pero las estrellas parecían muy lejanas, manchas imprecisas que intentaran perforar la purpúrea bruma. Los edificios eran como icebergs surgiendo entre la niebla, amenazadores, pareciendo a punto de derrumbarse sobre uno. Solo cuando uno se acercaba mucho a ellos cristalizaban estabilizándose.

La ciudad estaba silenciosa. Ni el ladrido de un perro, ni el chillido de un pájaro nocturno, ningún claxon, ninguna sirena, ninguna tos, ni el cerrarse de una puerta, ni el seco taconeo de unos pasos en la acera, ni una risa. Si la visión estaba amortiguada, el sonido estaba muerto.

Carmody vaciló, preguntándose si podría tomar el coche que había visto parado junto a la acera. Seis kilómetros hasta el Templo era una larga caminata cuando uno pensaba en lo que podía acechar entre las brumosas y violetas tinieblas. No era que sintiera miedo, pero no tenía por qué tropezar con obstáculos innecesarios. Un coche le daría velocidad para escapar; pero por otro lado era mucho más detectable.

Decidiendo que conduciría los primeros tres kilómetros, y luego caminaría, abrió la portezuela. Retrocedió, y su mano se crispó sobre su arma. Pero la dejó caer. El ocupante, tendido boca abajo en el asiento, estaba muerto. La linterna de Carmody, enfocada sobre el rostro del hombre, reveló una masa de llagas secas. Aparentemente, el conductor había sido uno de los que habían intentado correr el Riesgo o quizá había tardado demasiado en sumirse en el Sueño. Algo, quizá una explosión de cáncer, lo había carcomido, había devorado incluso los globos oculares y engullido la mitad de su nariz.

Carmody sacó el cuerpo y lo tiró en la calle. Tardó varios minutos en calentar el agua de la caldera y luego se puso en marcha lentamente, con todas las luces apagadas. A medida que avanzaba, vigilando a ambos lados en busca de extraños, manteniéndose cerca del bordillo de su izquierda para mantener el contacto con algo sólido, pensó en aquella voz al teléfono, intentando analizar cómo había podido producirse.

Para empezar, se dijo, tenía que aceptar absolutamente que él, John Carmody, a través del poder de su mente, había creado de la nada algo sólido y objetivo. Al menos, él era el transmisor de la energía. No creía que su cuerpo contuviera el poder suficiente como para transmutar la energía en materia; si sus propias células tenían que proporcionarla, arderían por completo antes incluso de que se iniciara el proceso. Por lo tanto, él debía ser no el motor, sino el transmisor, el transformador. El sol proporcionaba la energía; él, el catalizador.

De acuerdo. Así pues, si algo que no podía controlar —un pensamiento odioso pero que no podía negar—, si algo que no podía controlar estaba reconstruyendo a su esposa muerta, él al menos era el ingeniero, el escultor. Lo que ella resultara dependía de él.

La única explicación que podía dar era que aquel proceso utilizaba de alguna forma, no el conocimiento consciente del cuerpo humano, sino el autoconocimiento subconsciente de su cuerpo. A través de algún medio, sus células se reproducían por sí mismas directamente en el cuerpo renacido de Mary. ¿Eran entonces las células del cuerpo de ella las imágenes de las suyas en un espejo, como las células de un gemelo lo son de las del otro?

Eso podía comprenderlo. Pero ¿y los órganos que eran peculiarmente femeninos? Era cierto que su memoria contenía un minucioso inventario de la anatomía interna femenina. Había diseccionado bastantes cuerpos; y en lo que se refería a los órganos particulares de ella, los conocía lo suficientemente bien, ya que los había ido separando científica y cuidadosamente antes de irlos echando uno tras otro al triturador de basuras. Incluso había examinado el embrión de cuatro meses, la causa originaria de su ira y revulsión hacia ella, la creciente cosa en su interior que la transformaba de la más hermosa criatura del mundo en un monstruo de vientre deforme, que finalmente exigiría de modo inevitable una parte del amor que ella sentía por John Carmody. Incluso una pequeñísima parte sería mucho; él poseía la más preciosa, exquisita, absolutamente perfecta obra de arte; y era suya, de nadie más.

Y luego, cuando él le había propuesto desembarazarse de aquel creciente estorbo, y ella había dicho que no, y él había insistido, y había intentado obligarla, y ella había luchado contra él, y luego había gritado que él no la quería como antes y que ese hijo ni siquiera era de él sino de un hombre que era un hombre, no un monstruo de egoísmo; entonces, por primera vez en su vida, que recordara, se había sentido furioso. Furioso era poco. Había perdido completamente el dominio de sí mismo, literalmente lo había visto todo rojo, había pensado todo rojo, se había ahogado en un flujo carmesí.

Bueno, había sido la primera y la última vez. Y ahora estaba aquí a causa de aquello. ¿Aunque había sido realmente así? Aunque la pasión no le hubiera cegado en aquel momento, ¿no habría terminado matándola luego, simplemente porque la lógica se lo exigía? Y simplemente porque no podría aceptar la idea de que la más hermosa joya del universo se viera mancillada y deformada, monstruosa…

Quizá. No importaba lo que hubiera podido ocurrir. Lo que había ocurrido era lo único que debía tener en cuenta un espíritu realista.

Había el asunto de las células de ella, que deberían ser femeninas pero que no lo serían si eran imágenes reflejadas de las de él. Y había el asunto de su cerebro. Incluso si su cuerpo podía ser creado femenino a causa de su conocimiento de los órganos y de la estructura de los genes, el cerebro no sería el de Mary. Su configuración original, más los miles de millones de submicroscópicas circunvoluciones creadas por sus recuerdos, todo aquello estaría más allá de su poder, consciente o inconsciente.

No, si ella tenía un cerebro, y debería tenerlo, entonces sería el suyo, el cerebro de John Carmody. Y si era así, entonces contendría sus recuerdos, sus actitudes. Se sentiría desconcertado de hallarse en el cuerpo de Mary, no sabría qué hacer, qué pensar. Pero, siendo John Carmody, hallaría el modo de extraerle el máximo partido posible a la situación.

Sonrió ante aquel pensamiento. ¿Por qué no iba a su encuentro? Sería la mujer perfecta, su incomparable belleza y además su propia mente, que estaría siempre absolutamente de acuerdo con él. Un sublime autoabuso.

Rió de nuevo. Mary había utilizado aquel mismo término en el último fulgurante momento antes de que él perdiera completamente el control. Había dicho que para él ella no era una mujer, una esposa, sino tan solo un instrumento superior para amarse a sí mismo. Ella nunca había experimentado aquella gloriosa sensación de ser ambos una sola carne que en buena ley debe sentir una esposa amante y apasionada, no, ella siempre se había sentido sola. Y se había visto obligada a buscar a otro hombre, y tampoco entonces había experimentado realmente la maravilla de ser dos-hechos-uno debido a que sabía durante todo el tiempo que estaba pecando y que debería limpiar su conciencia a través de la confesión y el arrepentimiento. Incluso aquella sensación a la que tenía derecho le había sido negada. De todos modos, se había sentido más esposa y mujer con aquel hombre que con su propio marido.

Bueno, se dijo como siempre, lo hecho hecho está. Olvidemos el pasado. Pensemos en la cosa que se parece a Mary.

(Se sentía feliz de que aquella cosa tomara forma fuera de él, no en él, como ocurría con los demás. Quizá tenía realmente un alma de hielo, pero si era así, era bueno que la tuviera. El hielo repelía la subjetividad, hacía que el inconsciente surgiera fuera de él, y podía luchar contra aquello, contra una multitud de Marys, mientras que se hubiera sentido impotente si se hubiera hallado como aquella chica epiléptica o el marido de la señora Kri o el conductor de aquel coche devorado por el cáncer.)

Gracias a la cosa que se parece a Mary.

Si ella —ello— ha sido concebida fuera de tu cabeza, como Atenea de Zeus, entonces en el momento de su nacimiento tenía, por lo que tú puedes saber, tu propia mente. Pero desde ese momento, empieza a ser una criatura independiente, con pensamientos y motivaciones propias. Así que, John Carmody, si te hallaras de alguna forma desposeído de tu cuerpo original, alojado en la carne de una mujer a la que tú has matado, y supieras al mismo tiempo que el otro estaba en tu primer cuerpo, ¿qué es lo que harías?

—Yo —dijo, murmurando para sí mismo— aceptaría inmediatamente el hecho de que era lo que era, de que no podía salirme de ello. Definiría las limitaciones dentro de las cuales debería moverme, y me pondría al trabajo. ¿Y qué es lo que haría? ¿Qué es lo que querría? Querría abandonar la Alegría de Dante e ir a la Tierra o a algún otro planeta de la Federación, donde podría encontrar fácilmente algún marido rico, donde podría insistir en convertirme en su esposa número uno. ¿Por qué no? Sería la mujer más hermosa del mundo.

Dejó escapar una risita ante aquel pensamiento. Más de una vez se había imaginado a sí mismo como mujer, pensando en lo que realmente representaría eso, envidioso, en la medida en que le era posible envidiarlo, ya que una mujer hermosa con su cerebro tendría todo el universo agarrado por la cola, lo tendría tan fuerte como puede sujetarse por la cola un universo tan profundamente machista como aquel.

El…

Y entonces sus manos se crisparon sobre el volante, y se envaró como si la nueva idea fuera un hierro al rojo hundido en sus carnes.

—¿Por qué no habré pensado antes en ello? —dijo en voz alta—. Dios mío, si ella y yo pudiéramos llegar a algún tipo de acuerdo… y aunque no lo consigamos seguro que encontraré algún medio de forzarla… entonces, entonces, ¡eso sería la coartada perfecta! Yo nunca confesé que la hubiera matado, no a las autoridades, al menos. Y ellos nunca hallaron el menor rastro de ella. Así, si regreso a la Tierra con ella y les digo: «Señores, aquí está mi esposa. Como les había dicho, había desaparecido, y lo que ocurrió es que tuvo un accidente, recibió un golpe en la cabeza, perdió la memoria, y de alguna manera fue a parar a la Alegría de Dante… Sí, ya sé que esto suena como una novela romántica, pero recuerden que esas cosas ocurren de tanto en tanto. Qué ¿no se lo creen? Está bien, caballeros, tomen sus huellas dactilares, fotografíen el esquema de sus vasos sanguíneos en su retina, analicen su grupo sanguíneo, háganle un electroencefalograma… Oh…»

Oh, pero ¿no serían aquellas marcas de identificación las de John Carmody, si las células de ella eran reflejo de las de él? Posiblemente. Pero también había la posibilidad de que fueran las propias de ella. Las había visto fotografiadas, más de una vez, y aunque no podía reproducirlas conscientemente sí pudiera hacerlo tal vez inconscientemente, ya que presumiblemente su inconsciente poseía un registro exacto de todas ellas, que podían ser reconstruidas en esa cosa Mary…

Pero el electroencefalograma. Si esa materia gris en su cabeza era la de él…

Bueno, a veces ese esquema puede cambiar si el cerebro ha resultado dañado, y aquel detalle desconcertante podría ser la prueba que testificara su historia. ¿Pero y la onda zeta? Aquello indicaría que ella era un ser masculino, y una mirada de las autoridades hacia cualquier otro detalle de su anatomía lo desmentiría inmediatamente. El nuevo paso debería ser entonces insistir en que la examinaran. La única posibilidad de que la onda zeta cambie su ritmo de femenino a masculino o viceversa es cuando el sujeto cambia de sexo. Y un examen demostraría que ella era femenina, que sus hormonas eran predominantemente femeninas. ¿Y si no? Si sus células eran reflejo de las de él, entonces los genes serían masculinos, y quizá las hormonas también. ¿Y qué ocurriría con el examen interno? ¿Mostraría órganos femeninos, o interiormente sería también un duplicado de él?

Por un segundo se sintió abatido, pero su fértil cerebro se aferró a otra coartada. ¡Por supuesto! Ella había estado en la Alegría de Dante durante los siete días del Riesgo, ¿no? Y eso significaba que probablemente habría sufrido algún cambio extraño, ¿no? Así, las discrepancias reveladas en el laboratorio, las ondas cerebrales, las hormonas, incluso los órganos internos contradictorios, todo ello sería resultado del Riesgo que habría corrido. Aquello atraería probablemente una considerable publicidad, y él se ocuparía de construir una historia sólida e irrefutable, de tal modo que si ella tenía una voluntad firme y unos nervios de acero (y los tendría), podría mantenerse firme y exigir sus derechos como ciudadana de la Federación, y por muy reluctantes que fueran deberían concederle la libertad. Tras lo cual, ¡vaya equipo formarían ella y John Carmody!

Pero, si ella se inclinaba a ser cooperativa, entonces ¿por qué no había mantenido su teléfono en contacto con él, por qué no había concertado un encuentro? Si ella poseía su cerebro, ¿por qué no había tenido la misma idea que él?

Frunció el ceño y silbó suavemente entre sus dientes. Existía también otra posibilidad que él no podía permitirse ignorar, aunque no le gustara en absoluto. Tal vez ella no fuera un John Carmody femenino.

Quizá simplemente fuera Mary.

Tendría que encontrarse con ella para saberlo. Mientras tanto, sus planes originales resultaban cambiados tan solo ligeramente, a fin de ajustarse a las realidades de la situación. La pistola en su bolsillo podía ser utilizada para proporcionarle el único, el original placer que se había prometido a sí mismo.

En aquel momento vio vagamente, a través del halo púrpura de una farola callejera, a un hombre y a una mujer. La mujer iba vestida, pero el hombre estaba desnudo. Estaban apretadamente abrazados, la mujer apoyada contra el poste de hierro de la farola, echada hacia atrás como obligada por el apasionado abrazo del hombre. ¿Obligada? Parecía estar cooperando entusiásticamente.

Carmody se echó a reír.

Aquel seco sonido, abofeteando en pleno rostro el pesado silencio de la noche, hizo que el hombre se sobresaltara y girara bruscamente la cabeza, mirando con ojos desorbitados al terrestre.

Era Skelder… pero un Skelder difícilmente reconocible. Sus alargados rasgos parecían haberse alargado aún más, su rapada cabeza estaba cubierta con un ralo y dorado vello que parecía dorado incluso a la escasa luz, y su cuerpo, desprovisto de sus monjiles ropas, mostraba una monstruosa deformidad en una de sus piernas, un aspecto retorcido que estaba a mitad de camino entre la pierna de un hombre y la pata de un animal. Parecía como si sus huesos se hubieran ablandado y en aquel período de flaccidez sus articulaciones se hubieran invertido. Sus desnudos pies se habían convertido en una prolongación de sus piernas, de tal modo que se apoyaba tan solo sobre las puntas, como una bailarina, y parecían estar recubiertos con una sustancia córnea amarillenta que les daba el aspecto de pezuñas.

—¡El pie del macho cabrío! —dijo Carmody en voz alta, incapaz de resistir su alegría.

Skelder soltó a la mujer y se giró por completo hacia Carmody, revelando en su rostro los rasgos definitivamente caprinos y en su cuerpo las repulsivas pero fascinantes formas anormales de un sátiro.

Carmody echó la cabeza hacia atrás para soltar otra carcajada, pero detuvo su movimiento, la boca muy abierta, paralizado por la impresión.

La mujer era Mary.

Mientras él la miraba, paralizado, ella le sonrió, agitó alegremente su cabeza, luego tomó el brazo de Skelder y echó a andar con él hacia la oscuridad, ondulando exageradamente sus caderas al antiguo ritmo de las prostitutas callejeras. El efecto fue, o lo hubiera sido en otras circunstancias, semicómico, a causa de los seis meses de grasa acumulados en torno a su cintura y nalgas.

Al mismo tiempo, Carmody se sintió asombrado por un sentimiento que nunca antes había experimentado, una lacinante palpitación, una alocada sensación dirigida a Skelder, mezclada con una fría burla hacia sí mismo. Sintió un invencible y vehemente deseo hacia aquel monstruoso clérigo, pero supo también que él se mantenía apartado observándole desde una esquina y riéndose burlonamente de él. Y al mismo tiempo y bajo todo aquello sentía la presencia de una suave marea ascendente, que con el tiempo amenazaba sumergir a todos sus demás sentimientos, una irrefrenable lascivia hacia Mary, teñida por un horror hacia sí mismo por lo que esa misma lascivia representaba.

Contra aquella multitud de invasores no había más que una defensa, y la adoptó inmediatamente, saltando fuera del coche, dándole la vuelta, levantando su arma y disparando contra la neblina roja que había reemplazado a la púrpura.

Skelder, gimoteando, se arrojó al suelo y rodó varias veces sobre sí mismo, un confuso montón de ropa sucia a la incierta luz, arrastrado por los vientos de la desesperación, desapareciendo en las oscuras sombras de un enorme contrafuerte.

Mary se giró, con la boca abierta en una muda O en medio de su pálido rostro, sus manos blancos pájaros implorando piedad, y luego se dejó caer pesadamente.

Y John Carmody vaciló mientras recibía golpe tras golpe en su pecho y estómago, sentía que su corazón y sus vísceras estallaban, notaba que se derrumbaba, caía, mientras la sangre caía en catarata sobre él, mientras se sumía en la oscuridad.

Alguien había disparado repentinamente sobre él, pensó, y aquello era el fin de todo y adiós y ahí os pudráis y el universo se reía el último…

Y entonces se dio cuenta de que estaba consciente, tendido boca arriba, pensando en todo aquello, mirando hacia arriba hacia la borrosa forma púrpura de la luna, un monstruoso guantelete arrojado al cielo por algún monstruoso caballero. Así que arriba, Sir John Carmody, gordo hombrecillo enfundado en tu delgada armadura de carne, entra en liza.

—Siempre al ataque —murmuró para sí mismo, y se puso vacilantemente en pie, sus manos palpando incrédulamente su cuerpo, buscando los enormes agujeros que estaba convencido tenía que tener. Pero no estaban; su carne estaba intacta, sus ropas vírgenes de sangre. Empapadas sí, pero de sudor.

De modo que así es como se muere, pensó. Es horrible debido a que lo hace a uno tan impotente, como un bebé entre las garras de un adulto que lo está estrangulando, no porque lo odie sino porque tiene que matarlo pues ese es el orden de las cosas, y que estrangularlo es la única forma que conoce de cumplir con lo que le ha sido ordenado.

Sorprendido en un primer momento, fue recuperando poco a poco su lucidez. Obviamente, aquellas sensaciones que-debían-ser-evitadas-a-toda-costa-incluso-a-la de su temperamento eran las mismas que experimentaban Skelder y la cosa-Mary, y el impacto de las balas penetrando en su cuerpo había sido comunicado de algún modo por ellos, provocando un shock tan grande que había perdido el conocimiento o bien su cuerpo había sido engañado por un momento y se había considerado muerto.

¿Y si él hubiera insistido en seguir creyéndolo? ¿Hubiera muerto realmente?

¿Y qué hubiera ocurrido entonces?

—No te hagas ilusiones, Carmody —se dijo—. Sea como sea, no te hagas ilusiones. Tú te asustaste… a morir. Llamaste a alguien en tu ayuda. ¿A quién? ¿A Mary? No lo creo, pero podría ser. ¿A tu madre? Pero su nombre es Mary. Bueno, no importa; el hecho es que yo, esta cosa de aquí —se golpeó el cráneo— no era responsable, era John Carmody el niño el que pedía ayuda, el pequeño que hay en mí y que llamaba a mamá en vano porque mamá generalmente estaba fuera, trabajando, o con algún hombre, pero siempre fuera, y yo, yo estaba solo, y ella no acudía a mí salvo para decirme el pequeño monstruo que yo era…

Se acercó a Mary y le dio la vuelta.

Un grito en la oscuridad le hizo ponerse en pie de un salto. Se giró, con la pistola dispuesta, pero no vio a nadie.

—¿Skelder? —llamó.

Otro terrible grito le llegó como respuesta, más de un animal que de un hombre.

La calle avanzaba recta por un centenar de metros frente a él, para luego girar en ángulo recto. En la esquina había un alto edificio, con cada una de sus seis plantas sobresaliendo de la de abajo, dando así la impresión de un telescopio cuyo extremo pequeño estuviera clavado en el suelo. De entre sus sombras surgió Ralloux, el rostro convulsionado por el dolor. Al ver a Carmody, retuvo su marcha.

—¡Échese a un lado, John! —gritó—. ¡No tiene usted por qué mezclarse en ello, aunque yo lo esté! ¡Apártese de esto! ¡Yo ocuparé su lugar! ¡Quiero ocuparlo! ¡Hay sitio tan solo para uno, y ese sitio está reservado para mí!

—¿De qué infiernos está usted hablando? —gruñó Carmody. Desconfiado, mantuvo su automática apuntada en el monje. Era imposible saber qué maniobra ocultaban sus caóticas palabras.

—¡El Infierno! Estoy hablando del Infierno. ¿No ve usted esa llama, no la siente? Me quema cuando estoy en ella, y quema a los demás cuando no estoy. Quédese a un lado, John, y déjeme aliviarle de ese dolor. Permanece inmóvil el tiempo suficiente para consumirme por entero, y entonces, cuando ya estoy acostumbrado a ella, se aparta y debo perseguirla, porque se instala alrededor de alguna otra alma torturada, y no la suelta hasta que yo me ofrezco de nuevo para tomar su lugar. Y lo hago, sea cual sea el dolor.

—Está realmente loco —dijo Carmody—. Usted…

Y entonces se puso a gritar, soltó su arma, empezó a palmear sus ropas, se tiró al suelo y se revolcó por él.

Tan pronto como había acudido, aquello cesó. Se puso de nuevo en pie, tembloroso, sollozando incontrolablemente.

—¡Dios, creí que estaba ardiendo!

Ralloux había avanzado hacia el lugar que antes ocupaba Carmody y ahora se mantenía inmóvil allí, con los puños cerrados y los ojos mirando desesperadamente hacia todos lados como buscando alguna escapatoria a su invisible prisión. Pero viendo a Carmody avanzar hacia él, le miró fijamente y dijo:

—¡Carmody, nadie merece esto, sea cual sea su perversidad! ¡Ni siquiera usted!

—Tanto mejor —respondió Carmody, pero apenas quedaba nada del antiguo tono burlón en su voz. Ahora sabía de qué estaba sufriendo el monje. Era el como lo que lo preocupaba. ¿Cómo podía Ralloux proyectar una alucinación subjetiva hacia otra persona, y hacer que esa persona la sintiera tan intensamente como la sentía él? Lo único que podía pensar era que la curiosa acción del sol desarrollaba enormemente en algunas personas sus poderes PES, o, si no era eso, que podía transmitir las actividades neurales de una a otra persona sin contacto directo. Realmente, no había ningún misterio en ello; era algo que estaba dentro de los límites conocidos del universo. Las transmisiones radiofónicas, por ejemplo, o las imágenes de televisión; lo que uno oía o veía no era la persona original, pero el efecto era el mismo, o equivalente. Aunque no supiera cómo se producía, era efectivo. Recordó cómo había sentido en sí mismo las balas que alcanzaban a Mary, como había experimentado el terror a la muerte… y no importaba el que fuera su terror o el de Mary, y… ¿acaso todos los que encontrara a lo largo de las siete noches le transmitirían sus sensaciones, y él sería incapaz de resistirlas?

No, no incapaz; podía matar a los autores de las emociones, a los generadores y difusores de ese poder.

—¡Carmody! —gritó Ralloux, como intentando que la potencia de su voz apagara el dolor del fuego—. Carmody, tiene que entender que yo no estoy obligado a permanecer en el centro de esta llama. No, la llama no me sigue, soy yo quien la sigue a ella y no la permito escapar. Yo deseo estar en el Infierno.

»Pero no entienda con ello que he perdido mi fe, he renegado de mi religión, y en consecuencia me he visto arrojado de cabeza al lugar donde moran las llamas. No, creo más firmemente que nunca en las enseñanzas de la Iglesia. No puedo ser no creyente. Pero… me he entregado voluntariamente a la llama, puesto que no puedo creer que sea cierto que esté bien el condenar al noventa y nueve por ciento de las almas creadas por Dios al Infierno. O, si eso está bien, entonces yo debo estar entre los malos.

»Creyendo absolutamente cada ápice del Credo, me niego pese a todo a ocupar el lugar que me corresponde por derecho entre los elegidos, si tal lugar ha sido reservado alguna vez para mí. No, Carmody, prefiero colocarme entre los condenados por toda la eternidad, como protesta contra la divina injusticia. Si solo una fracción es perdonada, o incluso si las cosas se invierten, y el noventa y nueve coma nueve nueve nueve y tantos nueves como sean posibles son salvados, y tan solo una solitaria alma merece el Infierno para ella sola, yo renunciaría al Cielo y me quedaría entre las llamas con esa alma desgraciada, y le diría: “Hermana, no estás sola, porque yo estoy aquí contigo por toda la eternidad hasta que Dios se arrepienta de su rigor”. Pero nadie oiría ninguna blasfemia de mis labios, nadie oiría una palabra implorando misericordia. Simplemente me quedaría allí y ardería hasta que aquella única alma fuera liberada de sus tormentos y pudiera ir a reunirse con las otras noventa y nueve coma nueve nueve nueve y tantos nueves como sean posibles. Yo…

—Loco de atar —dijo Carmody, pero no estaba tan seguro. Ciertamente el rostro de Ralloux estaba contorsionado por la agonía, pero el aspecto disonante, la sensación de fractura, como de dos fuerzas en conflicto, había desaparecido. Ahora parecía, a través de su dolor, no formar más que una entidad consigo mismo. Lo que había parecido desgarrarlo interiormente ya no existía.

Carmody no podía comprender qué era lo que había hecho que la escisión se desvaneciera, especialmente ahora que, debido a las circunstancias, esta debería haber sido más profunda que nunca. Alzándose de hombros, dio la vuelta y regresó al coche. Ralloux le gritó algo más, una advertencia al mismo tiempo que una plegaria. Al segundo siguiente, Carmody notó aquella terrible sensación de fuego en su espalda; sus ropas parecieron humear, y su carne lanzó un silencioso grito.

Se giró, disparando en la dirección aproximada del monje, incapaz de verle debido al resplandor de la llama.

Repentinamente, la deslumbrante luz y el ardiente calor desaparecieron. Carmody parpadeó, reajustando sus ojos a la penumbra violeta, buscando el cuerpo de Ralloux, pensando que la alucinación había muerto junto con el cuerpo que la proyectaba. Pero tan solo había un cadáver, el de Mary.

Al final de la calle, algo oscuro se deslizó por la esquina. Sonó un grito agudo. Ralloux en su ardiente persecución de su tortura y de su justificación.

—Dejémosle irse —dijo Carmody—, siempre que se lleve la llama con él. —Pero, pensó, era la llama la que llevaba tras ella al monje.

Ahora que Mary estaba muerta, era el momento de determinar para sí mismo algo acerca de lo cual había estado pensando mucho.

Necesitó un cierto tiempo. Tuvo que ir a buscar a la caja de herramientas del coche un martillo y una herramienta parecida a un escoplo que probablemente era utilizado para sacar el tapacubos de las ruedas. Con aquello consiguió abrir el cráneo. Dejando las herramientas a un lado, se puso de rodillas y se inclinó sobre la abierta caja craneana, sujetando su chaqueta por encima para resguardarla de la luz directa. Encendió la linterna, apuntándola directamente al orificio, acercándose tanto como le fue posible al cerebro. Sabía que no iba a ser capaz de distinguir entre un cerebro de hombre, el suyo, y de una mujer, el de Mary. Pero se sentía curioso de ver si había algún cerebro o si, tal vez, tan solo se encontraba con una amplia red de nervios, un nexus para recibir las órdenes telepáticas procedentes de él. Si la vida y el comportamiento de ella eran de alguna forma dependientes de su propio subsconsciente, entonces…

La luz brotó.

No pudo ver ningún cerebro. Tan solo pudo ver que había algo que no tuvo tiempo de determinar, tan solo tiempo de ver una figura agazapada de brillantes ojos rojos, unas fauces muy abiertas con blancos colmillos, y luego un movimiento impreciso cuando la cosa atacó.

Cayó hacia atrás, y la linterna escapó de sus manos y rodó por el suelo, lanzando su rayo de luz hacia la noche. Ni siquiera se preocupó de ello, ya que su rostro empezó a hincharse inmediatamente. Era como un globo, hinchándose como si le inyectaran aire a una gran velocidad. Y al mismo tiempo un intenso dolor se expandió por todo él, corriendo a lo largo de su cuello y por sus venas. El fuego invadió su cuerpo, desparramándose como si su sangre se hubiera convertido en plata fundida.

No había forma de huir de aquella llama como lo había hecho de la de Ralloux.

Gritó, y gritó, y gritó, se puso en pie de un salto y, medio loco, clavó su tacón con una furia histérica y un dolor insoportable en la serpiente cuyos colmillos se habían clavado en su mejilla y cuya cola emergía del racimo de nervios de la base de la médula espinal de Mary, crecía de ellos. Había vivido alojada en su cráneo, seguramente aguardando el momento en que John Carmody abriría su nido óseo. Y había derramado su mortal veneno en la carne del hombre que la había creado.

Carmody no dejó de golpear hasta que la horrible cosa quedó completamente aplastada bajo su tacón, reducida a una pulpa de donde emergían todavía dos largos colmillos curvilíneos. Luego se dejó caer al suelo al lado de Mary, los tejidos de su cuerpo parecidos a leña seca ardiendo en llamas, y el terror de disolverse para siempre arrancando un ahogado grito inarticulado de una garganta que parecía llena de un rugiente terror a punto de desbordarse de nuevo…

Había un solo pensamiento, la única forma definida en medio del caos, la única cosa fría en medio del fuego. Se había matado a sí mismo.

Desde algún lugar entre la bruma violeta del claro de luna estaba sonando una campana.

Muy lejos, el árbitro estaba cantando lentamente:

—… cinco, seis, siete…

Alguien entre la multitud —¿Mary?— estaba gritando:

—¡Levántate, Johnny, levántate! ¡Tienes que ganar, chico Johnny, levántate, golpea a ese bruto, déjalo fuera de combate! ¡No dejes que te cuente, Joh-oh-oh-oh-nyyyy!

—¡Ocho!

John Carmody gimió, se irguió e intentó, en vano, ponerse en pie.

—¡Nueve!

La campana seguía sonando. ¿Por qué tenía que levantarse, si había sido salvado por la campana?

Pero entonces, ¿por qué el árbitro no había dejado de contar?

¿Qué tipo de combate era aquel, en el que el round no se detenía cuando sonaba la campana?

¿O acaso estaba anunciando el comienzo de un nuevo round, no el final del anterior?

—Vamos, levántate. Lucha. Envía al infierno a ese gran bastardo —murmuró.

¡Nueve! —resonó aún el aire a su alrededor, como si hubiera sido lanzado a la bruma y colgara allí, reluciendo, violentamente fosforescente.

¿Contra quién estaba luchando?, se preguntó, y se puso en pie, vacilante, abriendo por primera vez los ojos, el cuerpo encogido, su puño izquierdo adelantado, tanteando, su mentón protegido por su hombro izquierdo, su mano derecha en guardia, esa derecha que le había proporcionado en otro tiempo el título de campeón de los pesos medios.

Pero no había ningún adversario. Ni árbitro. Ni público. Ni Mary dándole ánimos. Sólo él.

Sin embargo, en algún lugar, pensó, había el sonido de una campana.

—El teléfono —musitó, y miró a su alrededor. El sonido provenía del masivo teléfono público de granito situado media manzana más abajo. Automáticamente echó a andar hacia él, observando al mismo tiempo que tenía un terrible dolor de cabeza y que sus músculos estaban como agarrotados y sus intestinos se retorcían desgraciadamente en su vientre, como serpientes acabadas de despertar por el sol matutino.

Descolgó el receptor.

—¿Sí? —dijo, preguntándose al mismo tiempo por qué estaba contestando, sabiendo que era imposible que aquella llamada fuera para él.

—¿John? —dijo la voz de Mary.

El receptor cayó, quedó colgando de su hilo, y luego la cabina telefónica estalló cuando Carmody vació un cargador contra ella. Trozos de plástico rojo volaron hacia su rostro, y la sangre, auténtica sangre, la suya, chorreó por sus mejillas y goteó desde su mentón, trazando cálidos surcos a ambos lados de su cuello.

Vacilante, casi a punto de caer, echó a correr calle abajo, mientras cargaba su arma y se decía una y otra vez:

—Estúpido, idiota, imbécil, podías haberte quedado ciego, haberte matado, asno imbécil, asno imbécil. Perder así la cabeza.

Repentinamente se detuvo, se metió de nuevo la pistola en el bolsillo, sacó el pañuelo y se limpió la sangre del rostro. Las heridas, aunque numerosas, eran solo superficiales. Y su rostro ya no estaba hinchado.

No fue hasta entonces que captó plenamente el significado de aquella voz.

—¡Santa Madre de Dios! —gimió.

Incluso en su turbación, una parte de él permanecía apartada del resto, observando fríamente, y comentando que no había blasfemado desde su infancia, pero ahora que estaba en la Alegría de Dante parecía estarlo haciendo constantemente. Desde hacía mucho tiempo había renunciado a utilizar términos blasfemos ya que, en primer lugar, casi todo el mundo lo hacía, y en segundo lugar, si uno blasfemaba, demostraba que creía en aquello contra lo cual blasfemaba, y él no era creyente.

El frío observador dijo:

—Vamos, John, anímate. No te dejes engañar así. No nos dejemos vencer nunca, ¿eh?

Intentó reír, pero lo único que consiguió fue emitir algo semejante a un graznido, y sonaba tan horrible que prefirió olvidarlo.

—Pero yo la maté —se susurró.

—Dos veces —dijo.

Se irguió; se metió la mano en el bolsillo, empuñó la culata de la pistola.

—De acuerdo, de acuerdo, así que ha resucitado de nuevo, y yo soy el responsable de ello. ¿Y qué? Puedo matarla de nuevo, una y otra vez, y cuando hayan transcurrido las siete noches, habrá desaparecido para siempre, y yo me habré librado de ella para siempre. Así que si he de llenar esta ciudad de uno a otro extremo con sus cadáveres, está bien, lo haré. Claro que luego la cosa va a heder espantosamente. —Consiguió esbozar una débil sonrisa—. Pero tampoco voy a tener que preocuparme de limpiar toda la porquería; ya se encargará de ello el servicio de limpieza.

Regresó al coche, pero decidió ir a echar antes una última mirada al cuerpo de Mary.

Había dos enormes manchas de sangre negruzca en el pavimento y un sangrante rastro de huellas de pasos que se perdían en la noche, pero la mujer muerta había desaparecido.

—Bueno, ¿por qué no? —se susurró a sí mismo—. Si tu mente puede producir carne y sangre y huesos del simple aire, ¿por qué no puede con la misma facilidad reparar la carne desgarrada y la sangre derramada y los huesos aserrados y reparar el cuerpo muerto? Después de todo, ese es el Principio de la Menor Resistencia, la economía de la Naturaleza, la navaja de Occam, la Ley del Mínimo Esfuerzo. No hay ningún milagro en eso, John, viejo compañero. Y todo tiene lugar fuera de ti, John. Tu yo interior está seguro, incambiado.

Subió al coche y lo puso en marcha. Como fuera que la noche parecía algo más luminosa, avanzó un poco más aprisa. Su mente, también, parecía estar emergiendo del torpor inducido por los recientes shocks, y estaba pensando con su anterior fluidez.

—Digo, «levantaos de entre los muertos», y se levantan —dijo—. Como la hija de Jairo. Talitha cumi. ¿No soy acaso un dios? Si pudiera hacer esto en algún otro planeta, sería un dios. Pero aquí —añadió, con una risita que tenía algo de su antiguo vigor—, aquí soy tan solo un viejo tonto, uno más de esos chicos que vagabundean por la noche con los demás monstruos.

La avenida frente a él se ofrecía recta como un rayo láser a lo largo de dos kilómetros. Normalmente, hubiera debido ser capaz de ver el Templo de Boonta al final de la avenida. Pero ahora, pese al enorme globo de la luna, a medio camino allí en el cielo, no podía discernir la estructura más que como una masa de un color púrpura más oscuro surgiendo de otra masa púrpura más generalizada. La masa sugería apenas un indicio de que estaba formada de piedra y no de sombras, que era en sí misma una sustancia y no una sombra. Y era ominosa.

Sobre ella, la luna brillaba con un color púrpura dorado en el centro y púrpura plateado en los bordes. Era tan enorme que parecía estar cayendo, y esta impresión de caída estaba reforzada por la ligera variación de matiz en su halo púrpura. Cuando Carmody miraba directamente a la Luna, se hinchaba. Cuando miraba a un lado, se comprimía.

Decidió no seguir mirando a través del parabrisas a aquel globo ambiguo. No era el momento de perderse en aquel monstruo, de sentirse infinitamente pequeño y desamparado bajo aquella masa dominante. Era peligroso concentrarse en algo en aquellas amenazantes tinieblas. Todo parecía dispuesto a tragárselo. Era un ratoncito pequeño en medio de gigantescos gatos púrpuras, y aquella sensación no le gustaba en absoluto.

Agitó la cabeza intentando despertarse, lo cual era el término correcto. Aquellos pocos segundos de contemplar la luna casi lo habían adormecido. O, al menos, aquel breve instante había succionado buena parte de su conciencia. La luna era una esponja púrpura que absorbía mucho… tremendamente, demasiado. Ahora estaba a tan solo medio kilómetro del Templo de Boonta, y no recordaba haber recorrido el último kilómetro y medio.

—¡Hey, John! —murmuró—. ¡Las cosas están yendo demasiado aprisa!

Detuvo el coche al pie de la estatua en medio de la avenida. El vehículo quedaría oculto por la enorme base de la vista de cualquiera que se hallara ante el Templo. Y también quedaría fuera de campo de cualquiera que estuviera dentro del Templo y mirando por alguna de las ventanas.

Salió del coche y se asomó con precaución por un lado de la base. Tan lejos como podía ver —una distancia limitada entre aquellos velos púrpuras— no se veía nada viviente. Aquí y allí había algunos pocos cadáveres en el pavimento y algunos otros más desparramados por la rampa que conducía al gran pórtico del Templo. Pero nada que ofreciera peligro. No, absolutamente nada, a menos que alguien se estuviera haciendo el muerto, en la confianza de que el descuidado transeúnte no sospecharía siquiera que el cuerpo inmóvil, aparentemente sin vida, podía saltar sobre él y convertirse en el asesino.

Se acercó prudentemente. Antes de llegar junto a cada uno de los cuerpos, se detenía para observarlo. Ninguno presentaba el menor signo de vida. Por supuesto, la mayoría de ellos era imposible que estuvieran aún con vida. Estaban destrozados, o tan mutilados o desfigurados por las excrecencias o deformaciones, que no podrían sobrevivir de ninguna manera.

Pasó por entre los cuerpos y ascendió la rampa. Los oscuros pilares de piedra del pórtico se erguían majestuosos, con su parte superior oculta por las volutas de bruma. Las partes inferiores estaban esculpidas en forma de enormes piernas. Algunas de ellas eran femeninas, otras masculinas.

Más allá de las enormes piedras no había más que sombras… sombras y silencio. ¿Dónde estaban los sacerdotes y las sacerdotisas, el coro, los porteadores, las aullantes mujeres rojas de la cabeza a los pies por su propia sangre, esgrimiendo los cuchillos con los cuales se laceraban? Antes —¿cuánto tiempo antes?—, cuando había asistido a los rituales, había sido un hombre perdido entre cientos de hombres, sumido en un aplastante ruido. Ahora, la oscuridad y un canturreante silencio…

¿Vivía realmente el dios Yess en el Templo, como insistían todos los kareenianos con los que había hablado? ¿Estaba aún Yess en el Templo, aguardando a que transcurriera otra Noche de Luz? Se decía que Yess no podía estar nunca seguro, durante este período de tiempo, de que su Madre no fuera a retirarle su gracia. Si Algul vencía, entonces Algul, o más bien uno de sus discípulos mataría a Yess. Algunas veces, decía el mito, un seguidor de Algul podía hacerse tan fuerte —tan malvadamente fuerte— que podía ser capaz de matar al dios Yess. Luego, cuando terminara la Noche y los Durmientes despertaran, reinaría el nuevo dios. Y los seguidores de Algul serían quienes dominarían hasta que empezara la próxima Noche.

El corazón de John Carmody latía fuertemente. ¿Qué otro acto había más grande que matar a un dios? ¡Un deicidio! Hasta ahora era una cosa que tan solo un hombre entre muchos millones podía vanagloriarse de haber hecho. Un deicidio. Y si su reputación había sido grande antes, conocida en toda la galaxia, ¿cuál iba a ser a partir de ahora? Su robo del Fuego Perenne del Starinof no fue nada comparado con esto. ¡Nada!

Hasta ahora, se dijo, no había hecho nada. Aferró la culata de su pistola, luego relajó su mano porque la había crispado en exceso. Anduvo entre los tobillos de una mujer de piedra. El color violeta se condensó en negro, pero siguió andando lentamente, paso a paso, hacia adelante. No podía ver nada frente a él. En un momento dado se giró para mirar atrás. Había luz allí, o al menos una cierta luminosidad, un resplandor cerúleo entre las piernas de las estatuas. Más allá, las tinieblas no parecían intensificarse. De todos modos, la luz oscilaba, como una vela ondulando al viento.

Se enfrentó de nuevo a la oscuridad del Templo. No sabía lo que significaba aquella oscilación de la luz, pero había conseguido transmitirle el sentimiento de una amenaza que superaba en mucho los numerosos peligros con que se había enfrentado durante aquella larga noche.

¿A menos que fuera proyectada por alguien para forzarle a penetrar en el Templo?

Hizo una pausa. No le gustaba en absoluto la idea de que alguien sabía que estaba allí, estaba esperándole y tenía la intención de capturarle.

—No dejes que te asusten ahora, John —murmuró—. Infiernos, ¿alguna vez te has sentido tan nervioso? Entonces, ¿por qué tienes que estarlo en este momento? Incluso si ahora se trata de Lo Grande, no dejes que te avasalle. No tienes que permitírselo. Además, ¿cuál es la maldita diferencia, lo mires por donde lo mires? O lo consigues o no lo consigues, y punto.

»De todos modos, me gustaría conseguirlo. Mostrárselo a todos esos bastardos.

No sabía lo que quería decir exactamente con esta última observación, y no se preocupó en averiguarlo. ¿Qué había de malo en pasarles la mano por la cara a todos los demás? Y por otro lado ¿qué importancia tenía?

Apartó la idea de su cabeza. Tenía que hacerlo, ahora y aquí, y eso era todo. Se había comprometido, así que adelante.

Repentinamente, sin ninguna indicación sensorial, supo que había pasado del pórtico al interior del Templo. No se produjo la más mínima modificación, ni en más ni en menos, de luz ni sonido. Pero supo que estaba dentro. Sin ser capaz de verlo, pudo visualizar el suelo de pulida piedra rojiza que se extendía al menos a lo largo de medio kilómetro desde la entrada hasta la pared del fondo. Los lados de la estancia tenían también la lisura del cristal. Se inclinaban imperceptiblemente, en una ligera curva que le hacía adoptar la forma de una esfera. En contraposición a la estructura externa, que era una borrachera de imágenes de piedra, las paredes interiores eran tan lisas y desnudas como la cáscara de un huevo.

Avanzó con lentitud. Sus rodillas temblaban ligeramente; estaba tenso, preparado para saltar al menor sonido o al primer contacto. Las tinieblas se congelaban a su alrededor. Eran densas, y parecían penetrar en sus oídos y ojos y nariz, haciendo la negrura que anidaba en su cuerpo más densa todavía. Cuando se giró para mantener una idea de la dirección por la cual había penetrado, ya no pudo distinguir el contorno del pórtico. Era una mota de polvo en un rayo de no luz.

Pero él no estaba flotando, él conservaba su poder de decisión. Nada lo movía excepto él mismo, y tenía un destino.

Pese a todo, estaba necesitando mucho tiempo para alcanzarlo. Paso a paso, a lo largo de medio kilómetro, con frecuentes pausas para escuchar, es algo que toma tiempo. Finalmente, cuando se estaba preguntando si no se estaría apartando de su rumbo, los dedos de sus pies tocaron algo sólido. Se inclinó para palparlo con su mano. Era el primer peldaño. Levantó su pie, lo apoyó contra la roca, avanzó. El segundo peldaño detuvo su cauteloso tanteo. Lo subió y siguió arrastrando sus pies hasta que tropezó con el trono.

—Veamos —murmuró—. El trono mira hacia ese lugar, hacia la entrada. Así, si avanzo en línea recta a partir de su respaldo, llegaré a la pequeña entrada que hay en la pared. Y tras ella…

Tras aquella pared, le habían dicho, estaba el Arga Uboonota, el Santo de los Santos. Para entrar en él, uno empujaba la pared, y una puerta de piedra se abría hacia dentro. Se suponía que la cámara a la que daba acceso esa puerta estaba reservada únicamente a los elegidos de entre los elegidos. Eso significaba los altos sacerdotes y sacerdotisas, los grandes hombres de estado y, por supuesto, los arrshkiim. Esa palabra kareeniana podía ser traducida como «los que han pasado», aquellos que habían sobrevivido a la Noche de Luz.

En aquella cámara se celebraban los más altos misterios. También en ella, si uno creía a los kareenianos, habían nacido los dioses Yess y Algul. En aquella estancia, la Gran Diosa Boonta daba a conocer a veces su presencia. Y allí se producía la comunión mística de los Siete Buenos o de los Siete Malvados para procrear a Sus hijos.

La propia puerta, por lo que había entendido, no estaba nunca cerrada. Ningún kareeniano que no se considerara digno se atrevería a abrirla ni a echar siquiera una mirada dentro si la hallaba accidentalmente abierta. Y los elegidos la cruzaban con un sentimiento de extremo peligro.

—Boonta no se preocupa demasiado de lo que come, y a menudo está hambrienta —era un proverbio kareeniano. El que lo pronunciaba nunca lo desarrollaba, quizá porque no sabía más que el proverbio en sí y nunca había considerado sus implicaciones. Quizá tenía miedo de considerarlas. Pero el que lo pronunciaba siempre hacía la señal del círculo mientras lo decía, como si aquello lo protegiera.

John Carmody se había convencido de que la religión kareeniana estaba basada en un fraude que utilizaba la superstición para extenderse, como hacían todas las demás religiones. Ahora ya no estaba tan seguro de que no existieran algunos elementos genuinos en el boontismo. Demasiados acontecimientos que podían ser considerados como increíbles se habían producido ya.

Su mano derecha extendida, la que tenía libre, tocó la pared. La piedra le pareció caliente, demasiado caliente. Era como si hubiera fuego al otro lado.

Empujó y la pared cedió. La puerta se estaba abriendo. Ninguna luz surgió del otro lado. Estaba tan oscuro dentro como fuera.

Durante un largo momento permaneció inmóvil, con su mano apoyada contra la pared que era puerta, sin desear entrar ni quedarse allí. Si entraba y dejaba que la puerta se cerrara a sus espaldas, quizá se encontrara atrapado.

—¡Al infierno! —murmuró—. O todo o nada.

Empujó más fuerte y entró, y la puerta cedió sin el menor sonido. Aunque mantuvo su mano lo más cerca de ella que le fue posible, o al menos lo intentó, no consiguió notar ningún desplazamiento de aire cuando se cerró. Pero se cerró, sin que conociera ningún medio para abrirla de nuevo. Lo intentó, pero no consiguió moverla en lo más mínimo.

Por un momento dudó de si usar su linterna. Con ella podría ser capaz de detectar a cualquiera que avanzara hacia él, que intentara sorprenderle, dar el primer golpe. Pero, si su presencia no era conocida, sería una locura revelarla. No, seguiría moviéndose en la oscuridad, que hasta ahora había sido su aliada. Él era el gato; los otros hombres, los ratones.

Avanzó lentamente, deteniéndose a cada tres pasos para escuchar. El silencio zumbaba. Podía oír el pulsar de su sangre en sus oídos e incluso, creía, los latidos de su corazón.

¿Pero era realmente su corazón?

Había un thum-thum de palillos envueltos en lana golpeando contra el parche de un lejano tambor. Y sin embargo, algo en el ruido le indicaba que estaba muy próximo, tanto como para ser el eco de un corazón muy cerca del suyo.

Se giró lentamente, intentando localizar el origen del sonido. ¿O era el fantasma de un sonido? ¿O podía ser alguna especie de maquinaria girando lentamente, o un pistón ligeramente fuera de fase con el resto de la maquinaria en el interior de su propio pecho?

Quizá, pensó, esta cámara posea una resonancia que detecte, amplificados y reproyectados, los ruidos de las lentas convulsiones de mi corazón.

No, aquello era absurdo.

Entonces, por Dios, ¿qué era aquello?

El aire reptaba sobre él, helándole mientras discurría sobre el sudor de su rostro. La temperatura de la propia estancia no era ni demasiado cálida ni demasiado fría. Pero él estaba transpirando como si se hallara en un lugar muy caliente, y al mismo tiempo temblaba como si tuviera frío. Además, estaba captando ahora un olor como el que nunca había olfateado antes. Era el olor de la piedra antigua; de alguna forma, reconocía su identidad.

Maldijo silenciosamente y se obligó a sí mismo a dejar de temblar. Lo consiguió, pero ahora era el propio aire el que parecía estar temblando.

¿Era el equivalente físico de las manifestaciones psíquicas que ya se habían producido varias veces antes? ¿Cuándo el aire había parecido endurecerse, reverberar como transformándose en una espejeante jalea? ¿Se estaba Mary formando de nuevo ante él? ¿En aquella oscuridad?

Sus ojos brillaron, y su boca se abrió en un gruñido.

La mataré, pensó. ¡La mataré! No va a quedar nada de ella… nada excepto grumos de sangre. La destruiré de tal forma que nunca más volverá a aparecer.

Sin preocuparse de lo que podía resultar si revelaba su presencia, tomó la linterna del bolsillo de su chaqueta. El rayo brotó a través de un enorme espacio, y su círculo se proyectó en la pared del otro lado. Piedra veteada de rojo oscuro que formaba espirales sobre un blanco carnoso.

Paseó el rayo por la enorme estancia. Lo detuvo. Una estatua de piedra se erguía hacia el techo. Tendría unos sesenta metros de alto, una mujer titánica, desnuda, con numerosos e hinchados senos. Una de sus manos estaba petrificada en el acto de arrancar un chillante bebé de su vientre. Su otra mano apretaba un segundo niño. Éste estaba gritando mudamente de terror, ya que la boca de la mujer estaba abierta —una boca repleta de colmillos— y estaba a punto de morder la cabeza del niño.

Otros niños estaban esparcidos en torno a su cuerpo. Algunos estaban mamando de sus múltiples pechos. Algunos caían de ellos, sorprendidos petrificadamente en su caída, intentando agarrarse a los pezones sin conseguirlo.

El rostro de la diosa Boonta era un estudio perfecto de doble personalidad. Un ojo, fijo en el bebé que estaba a punto de ser devorado, era cruel y salvaje. El otro estaba entrecerrado, calmado, maternal, y estaba posado en el bebé que se agarraba plácidamente en su más próximo pecho. Un lado de su rostro era amante, el otro maléfico.

—Muy bien —murmuró Carmody—. Entiendo el mensaje. Así que esta es la gran Boonta. El asqueroso ídolo de una asquerosa bandada de asquerosos bárbaros.

Bajó el rayo de su linterna. Agarrado a cada una de sus piernas había un niño de piedra, ambos de unos cinco años de edad, comparando sus proporciones con las de Boonta. Yess y Algul, supuso. Ambos miraban hacia arriba, y su expresión era de esperanzado miedo o de amedrentada esperanza.

—Podéis esperar de ella un montón de amor maternal —dijo Carmody—. Tanto como yo recibí de mi madre… ¡la mala puta!

Al menos, pensó, su madre no se había materializado de repente en el aire. Lástima. Hubiera sentido tanto placer reventándole las tripas como lo había sentido tras la materialización de Mary.

Continuó paseando el rayo por el recinto. Lo detuvo cuando iluminó un altar de piedra cubierto a medias por una especie de terciopelo rojo vino. Sobre aquel altar, en el centro, había un enorme candelabro dorado. Tenía una base redonda y un grueso pedestal con una serpiente dorada enrollada justo hasta debajo del lugar previsto para la vela. La vela, sin embargo, no estaba.

—Me la estoy comiendo —dijo un kareeniano.

Carmody dio un salto, y estuvo a punto de apretar el disparador de su automática. Su linterna iluminó al hombre desnudo que estaba sentado en una silla. Era alto y bien proporcionado. Su rostro era, según los cánones kareenianos e incluso humanos, agraciado.

Pero era viejo. Sus cabellos azules, muy finos, eran casi blancos, al igual que su vello púbico. Su rostro y su cuello estaban llenos de arrugas.

El kareeniano dio otro mordisco a la semicomida vela. Sus mandíbulas se movieron vigorosamente mientras sus azules ojos permanecían fijos en Carmody. El terrestre se detuvo a unos pocos pasos de él.

—El gran dios Yess, supongo —dijo.

—Conozco la referencia de la frase —dijo el kareeniano—. Es usted un tipo frío. Para responder a su pregunta, sí, soy Yess. Pero no por mucho tiempo.

Carmody decidió que el kareeniano no representaba un peligro inmediato. Siguió su examen de la estancia a la luz de la linterna. En uno de los extremos había una arcada con una escalera ascendente. Arriba, proyectándose a partir de la pared y a una altura de unos cuarenta metros, había un balcón. Era lo suficientemente grande como para alojar una cincuentena de espectadores cómodamente sentados en hileras de sillas. La pared del otro lado tenía la misma arcada y el mismo balcón. Eso era todo. La sala contenía tan solo la gigantesca estatua de Boonta, el altar con el candelabro, la silla, y el hombre —¿dios?— en ella.

¿Yess, o un señuelo?

—Soy realmente Yess —dijo el kareeniano.

Carmody se sobresaltó.

—¿Puede usted leer mi mente?

—No se deje dominar por el pánico. No, no puedo leer su mente. Pero puedo percibir sus intenciones.

Yess tragó su bocado. Tras un suspiro, dijo:

—El Sueño de mi pueblo es turbado. Están teniendo una pesadilla. Los monstruos surgen de las profundidades de su ser. De otro modo, usted no estaría aquí. ¿Quién sabe lo que verá esta noche? ¿Quizá… el tiempo del triunfo de Algul? Está impaciente tras su largo exilio. —Hizo la señal del círculo—. Si Madre lo quiere.

—Mi curiosidad me causará la muerte —dijo Carmody. Se rió, pero cortó bruscamente su risa cuando el eco regresó brutalmente hasta él desde las masivas paredes.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Yess.

—No mucho —respondió Carmody. Estaba pensando que debería matar a aquel hombre-dios— en cuanto tuviera una oportunidad. Si aparecían los servidores de Yess, podrían ponerle difíciles las cosas al hombre que proyectaba matar a su dios. Por otro lado, ¿y si el kareeniano no era Yess sino tan solo un impostor o un señuelo? Lo mejor sería aguardar y asegurarse. Además, aquella podía ser su única oportunidad de charlar con una deidad.

—¿Qué es lo que desea? —dijo Yess. Mordió un pequeño trozo de la vela y empezó a masticar.

—¿Puede proporcionármelo? —dijo Carmody—. No es que me importe realmente. Estoy acostumbrado a obtener lo que deseo. La caridad, darla o recibirla, no es uno de mis vicios.

—Entonces debe ser uno de los pocos vicios que no posea —dijo Yess. Miró calmadamente al terrestre, luego sonrió—. ¿Qué es lo que desea?

—Eso me recuerda la historia del príncipe mago —respondió Carmody—. Lo deseo a usted.

Yess alzó sus plumosas cejas.

—No realmente. Resulta obvio que es usted un discípulo de Algul. Es algo que brota de cada poro de su piel, es irradiado con cada latido de su corazón. Hay maldad en su aliento.

Yess inclinó la cabeza, sin dejar de mirarle. Luego cerró los ojos.

—Y sin embargo… hay algo.

Abrió los ojos.

—Pobre diablo. Pobre miserable cucaracha engreída y doliente. Morirá envaneciéndose de haber vivido como ningún otro hombre se ha atrevido a vivir. Usted…

—¡Cállese! —gritó Carmody. Luego sonrió y dijo suavemente—: Es usted muy bueno irritando, ¿no cree? Pero nunca lo hubiera conseguido si yo no hubiera pasado antes por todo lo que he tenido que pasar, por los infernales efectos de esta Noche. Suficientes para volver loco a un hombre.

Apuntó a Yess con su pistola.

—No va a conseguir que me irrite de nuevo. Pero puede felicitarse por haberlo conseguido hace un momento… aunque esos de ahí no estén con vida para poder congratularse por ello.

Hizo un gesto con la pistola hacia la vela que Yess tenía en la mano.

—¿Y en nombre de qué locura está comiendo eso? Seguro que los ratones de la iglesia son más bien pobres, pero ¿acaso los dioses que viven en los templos son pobres también?

—Usted no ha comido nunca nada tan delicioso —respondió Yess—. Ésta es la vela más cara del mundo. Está hecha con los huesos molidos de mi predecesor, una harina mezclada con la cera excretada por el divino pájaro trogur. El trogur es sagrado para mi Madre, como ya debe saber. Tan solo existen veintiuno de esos incomparablemente hermosos pájaros viviendo en mi planeta o en todos los demás planetas del universo, y son cuidados por las sacerdotisas del templo de la isla de Vantrebo.

»Cada siete años, precisamente antes de que empiece la Noche, una pulgarada de polvo de los huesos del Yess que murió hace 763 años es amasada en la cera de trogur. La vela así formada con el polvo de los huesos del dios y la cera es colocada en esta mesa, y es prendida. Yo me siento aquí y aguardo mientras los millones de Durmientes dan vueltas y se agitan y gruñen en su drogado Sueño. Y mientras las pesadillas revolotean y atacan y matan en las calles de Kareen.

»Cuando la vela ha ardido un poco, soplo la llama. Y, según un ritual viejo de eones, me como la vela. Haciendo eso, entro en comunión con el dios muerto, que al mismo tiempo está vivo, y comparto su divinidad. Me alimento con su divinidad.

»Algún día, quizá esta Noche, moriré. Y mi carne será arrancada de mis huesos. Mis huesos serán molidos hasta formar como una harina, y esa harina será mezclada con cera de trogur y convertida en una vela. De septenio en septenio, una parte de mí será así quemado en una ofrenda a mi pueblo y a mi Madre. El humo de la vela ardiendo ascenderá y se filtrará por los sistemas de ventilación y saldrá al aire de la Noche. Y no solo seré quemado, sino también comido por el dios que me seguirá. Eso es, si el dios es Yess.

»Ya que un Algul nunca comerá a un Yess, al igual que un Yess nunca comerá a un Algul. El mal se alimenta del mal, y el bien del bien.

Carmody sonrió ampliamente y dijo:

—¿Cree realmente en todas estas estupideces?

—Las sé.

—Todo eso es magia primitiva —dijo Carmody—. Y usted, un ser que se autoproclama civilizado, está embaucando a sus discípulos, esos pobres, ciegos y supersticiosos estúpidos.

—En absoluto. Si yo estuviera en la Tierra, su acusación podría estar justificada. Pero usted ha sobrevivido hasta este momento a través de la Noche, un mal presagio para mí, y tiene que saber que cualquier cosa es posible.

—Estoy seguro de que todo es explicable por medios físicos todavía desconocidos. Además, no me preocupa. Le diré tan solo una cosa. Usted va a morir.

Yess sonrió y dijo:

—¿Y quién no va a morir?

—¡Quiero decir ahora! —restalló Carmody.

—Habré vivido 763 años. Empiezo a sentirme cansado, y un dios cansado no es bueno para el pueblo. Además, mi madre no quiere tampoco un hijo débil. Así que, gane Yess o Algul esta noche, yo deberé morir igualmente.

»Estoy preparado. Si no es usted el instrumento de mi muerte, otro lo será.

—¡Yo no soy el instrumento de nadie! —aulló Carmody—. ¡Hago lo que quiero, y los planes que preparo son absolutamente míos! ¡Sólo míos, ¿entiende?!

Yess sonrió de nuevo.

—Entiendo. ¿Está usted intentando irritarse lo suficiente como para lograr la decisión de matarme?

Carmody apretó el disparador. Yess y la silla en la cual estaba sentado saltaron hacia atrás bajo el impacto del chorro de balas explosivas. Carne y sangre salpicó en pequeños fragmentos, se condensó en pequeñas masas, revoloteó a su alrededor y cayó como una lluvia sobre él. Su cabeza saltó en pedazos. Sus brazos se levantaron y gesticularon, sus pies se agitaron como movidos por invisibles hilos. El movimiento lo volcó a él y a la silla, y cayó con un crujido.

Carmody dejó de hacer fuego tan solo cuando el cargador estuvo vacío. Entonces se inclinó y depositó la linterna en el suelo. A su luz, hizo saltar el cargador vacío y lo reemplazó por otro lleno.

Su corazón latía salvajemente; sus manos temblaban. Aquella era la culminación de su carrera, su obra maestra. Le gustaba considerarse como un artista, un gran artista en el crimen, si no el más grande. Algunas veces se reía ante esta idea, burlándose de sí mismo. Pero pensaba en ello demasiado a menudo, de modo que seguramente creía en ello. Si existían los artistas, él era uno. Y nadie podía superarle ahora. ¿Quién otro había matado a un dios?

Sin embargo, se sentía un poco triste. ¿Qué podía hacer ahora que fuera superior a aquello?

Se dijo que ya pensaría algo. En un universo tan amplio, algo mucho más soberbio que aquello le estaría esperando. Todo lo que tenía que hacer era salirse de esta situación y buscar otro desafío de mayor envergadura.

Por un lado, no podía contar aquello como un éxito absoluto hasta que no se hubiera salido de ello vivo y sin ser capturado. Una auténtica obra de arte debía de ser rematada hasta su último detalle. No lo capturarían. No era como una polilla que se deja quemar en la llama de la belleza del acto.

Carmody tomó de su bolsa de cintura un pequeño recipiente plano. Tras quitarle el tapón lo apretó, y el líquido que contenía se derramó sobre el cadáver. Tras comprobar que el cuerpo quedaba cubierto por una fina película del fluido, se apartó de él. Otro recipiente, mucho más pequeño que el primero, salió de su bolsa. Un chorro pulverizado surgió de la finísima abertura de su extremo y tocó la película del líquido. Yess ardió en llamas. Humo, y el acre olor de carne quemándose, surgió y se extendió por la sala.

Carmody sonrió. Los kareenianos no serían capaces de fabricar una vela sagrada con la harina de los huesos de su dios. El panpírico no dejaría de actuar hasta que todo el cuerpo quedara reducido a cenizas.

Pero había la vela semicomida que había soltado Yess cuando las balas lo alcanzaron. Carmody se inclinó y la tomó. Al primer momento pensó en quemarla también. Luego sonrió. Y comió la vela. La sustancia cerúlea tenía un gusto ligeramente amargo, aunque no desagradable. La engulló fácilmente, sonriendo ante el pensamiento de que estar comiendo aquella vela era un acto único, mientras que el asesinato tenía tan solo una importancia histórica. Otros Yess anteriores habían sido muertos, aunque no por un terrestre. Pero nunca, al menos por lo que sabía, nadie aparte el hijo-dios de Boonta había comido la vela-dios.

Mientras comía, buscó alguna salida a la luz de las llamas, a través de las movientes ventanas formadas por los remolinos de humo. Vio, entre las piernas de Boonta, una abertura en la pared. De algún modo le había pasado desapercibida antes, cuando había barrido la pared con el rayo de su linterna. No era más alta que su cabeza y muy estrecha. De hecho, mientras andaba hacia ella se dio cuenta de que tendría que colocarse de lado si quería pasar por ella.

Ahora pagaba por sus pasados excesos. Su barriga era demasiado prominente; y aquello hizo que quedara encajado en la abertura como un tapón demasiado grande en el cuello de una botella de vino.

Mientras maldecía y se debatía, se preguntó cómo pasarían los demás por aquella abertura. Luego se le ocurrió que muchos hombres simplemente no podrían utilizarla. Así pues, no era la puerta habitual que conducía al otro lado. Entonces, ¿qué otra clase de puerta era?

¡Una trampa!

Se extrajo violentamente y echó a correr alejándose unos pasos. Cuando se giró, vio que la arcada, que le había parecido ser de piedra como la pared en la que había quedado atrapado, se estaba cerrando lentamente.

Así pues, al menos una parte de la pared estaba compuesta de pseudosilicona. Pero aquel conocimiento no le servía de nada. No poseía la llave necesaria para abrirse un camino.

Surgieron voces tras él. Hombres y mujeres gritaron. Se giró, para ver que la puerta por la que había entrado, y que se había cerrado tras él, estaba de nuevo abierta de par en par. Varios kareenianos la habían franqueado. Otros les seguían. Los primeros señalaban horrorizados el cadáver ardiendo.

John Carmody gritó y se lanzó contra ellos a través del humo. Algunos intentaron detenerle, pero los derribó. Los que estaban en la puerta saltaron dentro, gritando y apartándose de su camino, o retrocedieron corriendo, sumergiéndose de nuevo en la bruma púrpura.

Carmody corrió tras ellos. Tosía, y sus ojos le ardían y lagrimeaban. Pero siguió corriendo hasta que hubo cruzado las puertas exteriores y sus pulmones se vieron libres del humo y del hedor. Entonces refrenó su marcha, convirtiéndola en un andar rápido. Un cuarto de kilómetro más adelante se detuvo. Algo yacía en la avenida ante él. Parecía un hombre, pero estaba rígido y duro, y había una cualidad en él y en la rigidez de sus miembros que lo impulsaron a investigar de más cerca.

Era la estatua a tamaño natural de Ban Dremon, caída de su pedestal.

Miró hacia arriba del pedestal. Ban Dremon —otro— estaba de pie en lo que tendría que ser un lugar vacío.

Se agarró al borde de la base de mármol, que estaba a unos treinta centímetros por encima de su cabeza, y con un movimiento a la vez suave y poderoso se izó. Un momento más tarde, pistola en mano, se enfrentaba nariz contra nariz con la estatua.

No era ninguna estatua. Era un hombre, un nativo.

Estaba en la misma actitud que el desalojado Ban Dremon, el brazo derecho levantado en un saludo, el izquierdo sujetando un bastón, la boca abierta como si estuviera dando una orden.

Carmody tocó la piel de su rostro, mucho más oscura que lo normal en los kareenianos, pero no tan oscura como el bronce de la estatua.

Era dura, lisa y fría. Si no era metal, podía pasar por él. Tanto como podía determinarlo a la incierta luz, los ojos habían perdido su color brillante. Apretó sus pulgares en ellos y comprobó que eran tan resistentes como el bronce. Pero cuando metió un dedo de su mano izquierda en la abierta boca, notó que la parte posterior de la lengua cedía un poco, como si la carne bajo el revestimiento metálico fuera aún blanda. La boca, sin embargo, estaba tan seca como la de cualquier estatua.

Veamos, pensó, ¿puede un hombre convertir su protoplasma, que según recuerdo tiene tan solo unos pequeñísimos indicios de cobre y nada de estaño, en una aleación sólida? Incluso aunque esos elementos estuvieran presentes en cantidades lo bastante importantes como para formar bronce, ¿qué cantidad de calor necesitaría para que la aleación se formara?

La única explicación en que podía pensar era que el sol había proporcionado la energía y el cuerpo humano había proporcionado el proceso y, de algún modo, las materias primas necesarias. La psique tenía carta blanca durante las siete noches del Riesgo; utilizaba, aunque fuera inconscientemente, fuerzas que debían existir en todo momento a su alrededor pero de las cuales no tenía ningún conocimiento.

Si era así, pensó, el hombre podía ser, potencialmente, un dios. O si dios era un término demasiado fuerte, entonces podía ser un titán. Un titán más bien estúpido, de todos modos, ciego, un Cíclope afectado de cataratas.

¿Qué hacía que un hombre no pudiera detentar ese poder en otros momentos más que durante la Noche? ¿Ese inmenso poder de doblar el universo a su voluntad? Nada sería imposible, nada. Un hombre podría trasladarse de un planeta a otro sin espacionave, podría saltar de la Avenida del Templo de Boonta en la Alegría de Dante a 1.500.000 años luz de allí, a Broadway, en pleno Manhattan, en la Tierra. Podría convertirse en cualquier cosa, hacer cualquier cosa, quizá proyectar soles a través del espacio tan fácilmente como un muchacho lanza una pelota de béisbol. El espacio y el tiempo y la materia no serían ya muros infranqueables, sino puertas susceptibles de ser cruzadas.

Un hombre podía convertirse en cualquier cosa. Podía convertirse en un árbol, como el marido de la señora Kri. O, como aquel hombre, en estatua de bronce, cavando de algún modo con invisibles manos hasta las profundidades de la tierra, extrayendo los minerales, fundiéndolos sin ayuda de las paredes de un horno ni del calor, y depositándolos directamente en sus células sin matarse inmediatamente.

Había un impedimento. Eventualmente, habiendo conseguido lo que deseaba, moriría. Aún siendo capaz de realizar el milagro de la metamorfosis, no era capaz de realizar el milagro de seguir viviendo.

Aquella semiestatua moriría, al igual que moriría Skelder cuando su demente lujuria hubiera hinchado aquel monstruoso miembro que había hecho crecer para satisfacer su avidez, se hinchara hasta convertirse en algo tan grande como él mismo, y él, convertido entonces en apéndice del miembro, se hallara inmovilizado, incapaz de hacer nada excepto alimentarse y utilizar su corazón para bombear la sangre suficiente para mantenerse con vida, él y el parásito que había crecido hasta convertirse en algo tan grande como su huésped. Moriría, como moriría Ralloux en el calor de su imaginaria llama del Infierno. Todos ellos morirían a menos que invirtieran el salto de sus mentes y el fluir de la carne que los precipitaba en tan ricos mares de cambios.

¿Y qué ocurre contigo, pensó, qué ocurre contigo, John Carmody? ¿Es Mary lo que deseas? ¿Por qué? ¿Y qué daño puede hacerte su resurrección? Los otros obviamente sufren, están condenados, pero tú no puedes ver ninguna condena en el hecho de dar nacimiento de nuevo a Mary, ningún sufrimiento. ¿Por qué eres una excepción?

Yo soy John Carmody, susurró. Siempre he sido, soy y seré una excepción.

Desde detrás y debajo de él le llegó un fuerte rugido, como el de un león. Algunos hombres gritaron. Otro rugido. Un gruñido. Un hombre gritó como en una agonía de muerte. Otro rugido. Luego un extraño sonido como el estallido de un enorme saco. Vagamente, Carmody notó que sus tobillos estaban húmedos.

Miró sorprendido a su alrededor y vio que la luna se había puesto y que el sol había salido. ¿Qué había estado haciendo durante toda la noche? ¿Había estado de pie allí en aquel pedestal soñando durante las horas violetas?

Parpadeó y agitó la cabeza. Se había dejado atrapar por los pensamientos de bronce de aquella estatua, había sentido lo que ella, había frenado el tiempo y lo había dejado que chapoteara a su alrededor suave y soñadoramente, tal como había experimentado la dura lujuria escarlata de Skelder, los movimientos líquidos y fundentes de Mary hacia el clérigo-sátiro, el impacto de las balas penetrando en ella, el terror de la muerte, de la disolución, y la agonía carnal de Ralloux en su muralla de llamas y la agonía de su alma ante la condenación humana… al igual que había sentido todo aquello, se había dejado atrapar ahora en la filosofía mineral de aquella criatura; y quizá hubiera terminado como había terminado ella si algo no lo hubiera arrancado de la fatal contemplación. Incluso ahora, emergiendo de su ¿coma?, se sentía tentado por la silenciosa paz, por el dejar que el tiempo y el espacio fluyeran, suave y blandamente.

Pero al segundo siguiente estuvo completamente despierto. Acababa de intentar apartarse y había descubierto que estaba anclado más que mentalmente. El dedo que había metido en la boca de la estatua estaba estrechamente aprisionado ahora entre sus dientes. Por muy violentamente que tirara, no conseguía liberarlo. No sentía ningún dolor en él, solo un entumecimiento. Eso era debido, supuso, a que la circulación de la sangre había quedado interrumpida. Sin embargo, debería sentir algún dolor. Si aquella ambivalencia de pensamientos había ido tan lejos que su propia carne había cambiado…

El hombre-estatua no debía estar aún completamente transformado; debía quedarle aún alguna sensación en la base más blanda de la lengua. Reaccionando automáticamente —o quizá maliciosamente—, había cerrado lentamente sus mandíbulas durante la noche, y cuando el sol selló el proceso de fundir la carne en completo bronce, sus mandíbulas estaban casi cerradas. Ninguna fuerza conseguiría abrirlas de nuevo, ya que el alma que albergaba aquel cuerpo en su interior había desaparecido. O, al menos, Carmody no podía detectar ningún sentimiento ni pensamiento emergiendo de él.

Miró a su alrededor, ansioso no solo debido a que todavía no sabía cómo librarse de aquella trampa sino también por su expuesta situación. Lo peor era que había dejado caer su pistola. Yacía a sus pies, pero aunque flexionara sus rodillas y tendiera todo lo que le fuera posible su mano izquierda, sus dedos quedaban aún a unos pocos centímetros de distancia.

Poniéndose de nuevo en pie, se permitió el lujo de lanzar una retahíla de maldiciones. Aquella explosión verbal era ridícula, sin el menor uso práctico. Pero ciertamente sirvió para distenderle algo.

Miró a ambos lados de la calle. Nadie a la vista.

Miró hacia abajo, recordando entonces que había sentido la impresión de que sus piernas se habían mojado durante la noche. Sangre seca manchaba sus sandalias y salpicaba las rayas verdes y blancas de sus elegantes pantalones.

—Oh, no, no de nuevo —murmuró, pensando en el chorro de sangre en la cocina de la señora Kri. Pero un examen más detallado le mostró que esta vez Mary no era la responsable. El chorro había brotado de las heridas infligidas al cuerpo de un monstruo, que yacía boca arriba en la base del pedestal, con sus muertos ojos fijos en el purpúreo cielo. Era dos veces más grande que un kareeniano medio y estaba recubierto de velloso pelo azulado. Aparentemente los pelos de su cuerpo, anteriormente no más densos que los de un terrestre, se habían espesado hasta formar una apretada mata. Sus piernas y pies se habían ensanchado, como los de un elefante, para soportar su peso. De sus ancas surgía una larga cola afiladamente ahusada, que con el tiempo se hubiera parecido a la de un Tyrannosaurus rex. Sus manos habían degenerado en garras, y su rostro asumido un perfil bestial, alargado, las mandíbulas más recias, provistas de grandes músculos, equipadas con afilados dientes. Estaban apretadamente cerradas en torno a un brazo que debía haber sido arrancado de algún infeliz, probablemente uno de los que lo habían matado durante la lucha que debía haberse producido. Pero de los demás no había ninguna otra señal excepto grandes rastros en la calle y en la acera.

Los seis hombres giraron en aquel momento la esquina y se detuvieron al verle. Parecían estar desarmados, pero había algo en la concentración de sus expresiones que lo alarmó. Tiró violentamente de su dedo, una y otra vez, hasta que jadeando, sudando, no pudo hacer otra cosa más que mirar directamente al frío rictus y a los rígidos ojos de la estatua y maldecirla. Antes, pensó, esta cosa había sido humana, y por lo tanto se podía forcejear con ella, ya que estaba hecha de débil carne y de sangre. Pero ahora, muerta y convertida en resistente, indiferente metal, estaba más allá de toda argumentación, más allá de cualquier palabra.

Rechinó sus dientes en una silenciosa agonía, y pensó: Si no quieren ayudarme, y no hay ninguna razón para que quieran, entonces deberé sacrificar mi dedo. Es lógico; es lo único que puedo hacer si quiero verme libre. Puedo tomar mi cuchillo del bolsillo y…

Uno de los hombres dijo burlonamente, como si hubiera estado leyendo los pensamientos de Carmody:

—¡Vamos, terrestre, adelante, córtalo! ¡Hazlo, si te ves con fuerzas para mutilar tu preciosa carne!

Por primera vez, Carmody reconoció a aquel hombre: era Tand.

No tuvo oportunidad de replicar, ya que los otros se echaron a reír, burlándose de que se hubiera dejado atrapar de una forma tan ridícula, preguntándole si siempre se dedicaba a dar tales espectáculos de sí mismo. Se carcajeaban y se daban palmadas en los muslos y se sacudían unos a otros en los hombros en la típica forma desinhibida de los kareenianos.

—¡Ése es el mequetrefe que creía que podía matar a un dios! —aulló Tand—. ¡He aquí al gran deicida, atrapado como un niño cualquiera con el dedo metido en el bote de la mermelada!

Tranquilo, Carmody, no pueden tocarte.

Podían seguir hablando de lo mismo, no significaba absolutamente nada. Estaba cansado, cansado, su fanfarrón orgullo desaparecido con la fuerza que parecía haberle sido extraída de su cuerpo. Si su dedo no le dolía porque estaba hecho de frío metal, sus pies realmente lo compensaban. Tenía la impresión que soportaban su peso desde hacía varios días.

Repentinamente, sintió pánico. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba en este pedestal? ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Cuánto tiempo le quedaba antes de que terminara la Noche de Luz?

—Tand —dijo uno de los hombres—, ¿crees honestamente que esa pseudoestatua puede tener el Poder?

—Mira lo que ha conseguido hasta ahora —respondió Tand. Habló dirigiéndose a Carmody—: Has matado al viejo Yess, amigo. Él sabía que era algo que le iba a ocurrir, y me lo dijo antes de que se iniciara la Noche.

»Ahora, nosotros seis estamos buscando al séptimo para formar los Siete Amantes de la Gran Madre, los Siete Padres del bebé Yess.

—¡Así que me mentiste! —restalló Carmody—. ¡Así que no te sumiste en el Sueño!

—Si recuerdas mis palabras exactas —dijo Tand—, verás que no te mentí. Te dije la verdad, aunque ambiguamente. Tú elegiste una interpretación en particular.

—Amigos —dijo otro hombre—, creo que estamos malgastando nuestro tiempo aquí y dándole al enemigo una ventaja que tal vez no podamos superar. Ese hombre, pese a su tremendo poder, que puede sentir sin necesidad de sondearle… ese hombre, digo, es una de las almas mancilladas. De hecho, dudo de que tenga un alma. O, si la tiene, es un fragmento, un jirón, una cosa minúscula, inapreciable, acurrucada en las profundidades y en la oscuridad, temerosa de comprometerse en algo con el cuerpo, dejando que el cuerpo opere como quiera, negándose a tomar ninguna responsabilidad, rehusando admitir siquiera su propia existencia.

Los otros parecieron encontrar aquello muy divertido, ya que se echaron a reír inconteniblemente y añadieron observaciones a cual más mordaz.

Carmody tembló. Aquel divertido desprecio le golpeaba como seis martillazos, uno tras otro, luego todos a la vez, luego uno tras otro, como un coro de yunques. Y se intensificaba varias veces ya que él lo compartía al mismo tiempo que sentía su impacto, como si fuera a la vez transmisor y receptor. El que siempre había pensado que estaba por encima de verse afectado por cualquier burla o desprecio, había descubierto de pronto que no era una altitud la que lo protegía, sino una barrera edificada a su alrededor. Y esa barrera se había derrumbado.

Cansadamente, sin esperanzas, empezó a tirar de su dedo, y luego, al ver a otros seis extraños andando calle abajo hacia él, se detuvo de nuevo. Aquellos hombres también estaban desarmados, y andaban con la misma orgullosa seguridad que el otro grupo. Ellos también se detuvieron ante él pero ignoraron a los primer llegados.

—¿Ése es el hombre? —dijo uno.

—Creo que sí —respondió otro.

—¿Deberíamos liberarlo?

—No. Si desea ser uno de los nuestros, deberá liberarse por sí mismo.

—Pero si desea ser uno de ellos, también deberá liberarse por sí mismo.

—Terrestre —dijo un tercero—, tú has sido honrado por encima de todos los demás… quiero decir que eres el primer hombre no nacido en este planeta que es honrado de esta manera.

—Ven —dijo un cuarto—, vayamos todos al Templo y acostémonos con Boonta y concibamos a Algul, el verdadero príncipe de este mundo.

Carmody empezó a sentirse algo menos humillado. Aparentemente, era importante, no solo para el segundo grupo, sino también para el primero. Aunque, si el primero le necesitaba para algo, tenía una forma muy extraña de congraciarse con él.

Lo que volvía tan peculiar el proceder de todos ellos era que no había ningún hombre en los dos grupos que se distinguiera por algún signo convencional de bondad o de maldad. Todos eran agraciados, vigorosos, y aparentemente seguros de sí mismos. La única diferencia en su comportamiento era que los primeros, aquellos que hablaban en nombre de Yess, parecían estar muy contentos, y no tenían miedo de perder su dignidad con las risas. Los segundos estaban uniformemente serios y en cierto modo envarados.

Deben necesitarme condenadamente, pensó.

—¿Qué me daréis? —dijo muy alto, abarcando a los dos grupos con una sola mirada.

Los hombres del primer grupo se miraron los unos a los otros, se alzaron de hombros, y Tand dijo:

—No te daremos nada que no puedas darte tú a ti mismo.

El portavoz de los recién venidos, un hombre joven y alto, casi demasiado bello, dijo:

—Cuando vayamos al Templo y nos acostemos con Boonta en su encarnación de la Madre Oscura, y engendremos a Algul, su Oscuro Hijo, experimentarás un éxtasis que no puede ser descrito porque nunca habrás sentido algo parecido antes. Y durante los años que tarde el bebé en crecer hasta convertirse en un hombre adulto y un dios adulto, serás uno de sus regentes, y no habrá nada en este mundo que te sea negado…

—Ni siquiera —interrumpió Tand— el miedo de que esos otros te maten para que no tengan que compartir contigo ninguna de las riquezas que aunque quieran no podrán gastar durante el tiempo de sus vidas. Porque lo cierto es que cuando los siete Padres malvados triunfan, siempre terminan complotando entre ellos desde el nacimiento de Algul. Se sienten forzados a ello, ya que no pueden confiar los unos en los otros. Y siempre ocurre que tan sólo uno de ellos sobrevive, y cuando Algul llega a la edad adulta, mata a éste, ya que no puede soportar el tener un Padre mortal.

—¿Qué es lo que impide que Algul sea muerto por alguno de sus Padres? —preguntó Carmody.

Incluso en la luz violeta, pudo ver a algunos hombres del segundo grupo palidecer. Se miraron mutuamente.

—Aún siendo un bebé que debe ser alimentado y lavado y cuidado, Algul es ya un dios —dijo Tand—. Eso quiere decir que, siendo un dios, es el summum y la esencia del espíritu de aquellos que lo han creado. Y, como la mayor parte de los hombres anhelan la inmortalidad, él, que los representa, es inmortal. Eso quiere decir que vivirá eternamente mientras sus creadores vivan también. Pero, siendo como es malvado, no puede confiar en sus padres, y así estos deben morir. Y cuando esto ocurre, él empieza a envejecer y finalmente muere también. Así que siendo potencialmente inmortal, empieza a morir desde el día de su nacimiento, ya que las semillas de la maldad están en él, y las semillas crecen entre la desconfianza y el odio.

—Todo esto está muy bien —dijo Carmody—. Pero entonces, ¿por qué Yess, que se supone que es un dios bueno, envejece y muere también?

Los hombres de Algul se echaron a reír, y su líder dijo:

—Bien hablado, terrestre.

Pacientemente, como si le estuviera hablando a un niño, Tand respondió:

—Yess, aún siendo un dios, es también un hombre, un ser de carne y sangre. Como tal, es limitado, y actúa entre esos límites impuestos por la carne y la sangre. Como todos los hombres, debe morir. Además, es el summum y la esencia del espíritu predominante de la gente que vivió en la época de su nacimiento… o de su creación, si así lo prefieres. Aquellos que Duermen tienen tanto que ver con la formación y el temple de su cuerpo y espíritu como los siete Veladores. Los Durmientes sueñan, y la fuerza colectiva de sus sueños decide qué dios será concebido durante la Noche, y también cuál será su espíritu… o lo que tú llamas su personalidad. Si la inclinación del pueblo que Duerme durante los años que preceden a la Noche ha sido hacia el mal, entonces lo más probable es que sea Algul el que nazca. Si ha sido hacia el bien, entonces lo más probable es que nazca Yess. Nosotros, los Padres potenciales, no somos realmente factores determinantes. Somos los agentes, y los Durmientes, los dos mil millones de personas que pueblan nuestro mundo, son la voluntad.

Tand hizo una pausa, miró duramente a Carmody, como si intentara transmitirle su sinceridad, y dijo:

—Voy a ser franco. Tú eres tan importante en parte porque eres un terrestre; un hombre de otra estrella. Sólo últimamente nosotros los kareenianos hemos empezado a ser conscientes de las religiones alienígenas, y de lo que su existencia implica. Hemos tomado consciencia de que la Gran Madre, o Dios, o la Causa Primordial, o comoquiera que desees llamarle al Creador del universo, no está limitado en Su interés a nuestra pequeña nube de polvo, que Ella ha dispersado a Sus criaturas por todas partes.

»En consecuencia, los Durmientes, sabiendo que el hombre no está solo, que tiene hermanos de sangre en todas partes donde la vida tiene oportunidad de existir, en el infinito y en la eternidad, desean tener como Padre a uno de esos extranjeros procedentes de las estrellas. Yess, renacido, no será igual al viejo Yess. Será tan diferente del viejo que acaba de morir, su predecesor, como lo es cualquier bebé de su padre. Será, esperamos, en parte alienígena, debido a su herencia alienígena. Y durante su reinado nos permitirá comprender y acercarnos y unirnos a esos extranjeros de las estrellas, y seremos mejores gracias a él y a su herencia. Ésa es una de las razones, Carmody, por las que te necesitamos.

Tand señaló a sus enemigos.

—Y esos seis te quieren también como séptimo, pero no por la misma razón. Si tú eres uno de los Padres de Algul, entonces quizá Algul pueda extender sus dominios más allá de este planeta, a las estrellas. Y ellos, a través de Algul, se repartirán ese botín cósmico.

Carmody sintió que la esperanza —y el ansia— surgían en su interior, haciendo brotar fuerzas de algún lugar de su agotada carne. ¡Tomar para sí los más ricos planetas, como si fueran los mejores diamantes de un collar! ¡Enhebrarlos en un hilo de espacio y colocarlos en torno al cuello de uno! ¡Con los enormes poderes que indudablemente recibiría como regente de Algul, podría hacer cualquier cosa! ¡Nada le estaría vedado!

Fue entonces cuando el segundo grupo debió decidir que había llegado el momento adecuado, ya que repentinamente arrojaron sobre él la fuerza colectiva de sus sentimientos. Y él, abierto completamente a la recepción, vaciló bajo aquel terrible impacto.

Oscuridad, oscuridad, oscuridad…

Éxtasis…

Él, John Carmody, sería para siempre el John Carmody que conocía, inviolado, fuerte, desafiante, obligando a doblegarse o destruyendo a cualquier cosa que se interpusiera a su voluntad. No había ningún peligro de cambio, de convertirse en algo distinto a lo que era ahora. Cuerpo, mente, y alma, todo ardería en la llama de aquel oscuro éxtasis para hacerse duro como un diamante, resistente a cualquier cambio, permanente, John Carmody para siempre. La raza de los hombres podría morir a su alrededor, los soles enfriarse, los planetas frenar sus órbitas y caer en sus estrellas, pero él, John Carmody, viajaría hacia afuera con los universos en expansión, aterrizando en planetas recién nacidos, viviendo allí mientras crecieran y se hicieran viejos y murieran, y luego partiendo de nuevo. Y siempre y eternamente sería el mismo, hoy y mañana, sin cambiar nunca, el mismo duro-y-brillante-como-un-diamante John Carmody.

Y luego el primer grupo se abrió también. Pero en lugar de proyectar sobre él su concentrada esencia, como una lanza, simplemente se contentaron con bajar la barrera y dejarle que atacara o hiciera lo que quisiese. No había el menor indicio de asalto o fuerza, ninguno de los sentimientos que daban los padres de Algul de estar ocultando profundamente algo, en reserva, dentro de ellos mismos. Estaban simplemente abiertos de par en par, transparentes hasta lo más profundo de sus seres.

John Carmody no pudo resistir el atacar como un tigre hambriento que ve a una cabra atada a un poste.

Luz, luz, luz…

Éxtasis…

Pero no el endurecido, permanente éxtasis de los otros. Éste era amenazante, estremecedor, ya que lo hacía estallar, disolverse, volar en mil pedazos en todas direcciones.

Gritando silenciosamente, en una agonía mental, intentó reunir los cien mil fragmentos, hacerlos regresar, recomponerlos de nuevo en la imagen del viejo John Carmody. El dolor de destruirse a sí mismo era insoportable.

¿El dolor? Era idéntico al éxtasis. ¿Cómo podían ser lo mismo el dolor y el éxtasis?

No lo sabía. Todo lo que sabía era que había retrocedido ante los seis de Yess. Sus murallas caídas eran su defensa. Por nada del mundo los atacaría de nuevo. ¿Destruir a John Carmody?

—Sí —dijo Tand, aunque Carmody no había dicho nada—. Antes deberás morir; deberás disolver esta imagen del viejo John Carmody, y edificar una nueva imagen, una imagen mejor, al igual que el recién nacido Yess será mejor que el viejo dios que acaba de morir.

Bruscamente, Carmody se giró de los dos grupos y, metiendo su mano en el bolsillo, tomó su cuchillo automático. Su pulgar pulsó el botón del mango y la hoja surgió como una lengua grisazulada, como la lengua de la serpiente que le había mordido.

Tan solo había un medio de liberarse de aquellas mandíbulas de bronce.

Lo hizo.

Le dolió, pero no tanto como había esperado. Como tampoco sangró tanto como imaginaba. Mentalmente ordenó a los vasos sanguíneos que se cerraran. Y estos, como flores a la llegada de la noche, obedecieron.

Pero el esfuerzo de aserrar carne y hueso le dejó jadeante como si hubiera recorrido varios kilómetros. Sus piernas temblaban, y los rostros bajo él fluctuaban, confundiéndose con dos siluetas blancas, sin rasgos. Se dijo que no aguantaría mucho.

El líder de los hombres de Algul avanzó y le tendió los brazos.

—Salta, Carmody —dijo alegremente—. ¡Salta! Yo te sujetaré; mis brazos son fuertes. Luego ahuyentaremos a esa banda de flojos llorones e iremos al templo y allí…

—¡Esperen!

La voz femenina tras ellos, seca y autoritaria, pero al mismo tiempo musical, los inmovilizó.

Carmody miró por encima de las cabezas de los otros hombres.

Mary.

Mary, viva y entera de nuevo, tal como la había visto antes de vaciar el cargador de su pistola contra su rostro. Sin ningún cambio, excepto por una cosa. Su vientre se había hinchado enormemente; había crecido desde que la había visto por última vez, de modo que ahora estaba a punto de dar a luz a la vida que llevaba en su interior.

El líder de los hombres de Algul le dijo a Carmody:

—¿Quién es esa terrestre?

Carmody, de pie en el borde de la base, preparado para saltar, vaciló y abrió la boca para responder. Pero Tand habló antes.

—Es su esposa. Él la mató en la Tierra y huyó hasta aquí. Pero la creó de nuevo durante la primera noche del Sueño.

—¡Ahhh!

Los seis de Algul exhalaron aire como deshinchándose y retrocedieron.

Carmody parpadeó, mirándoles. La información de Tand parecía tener implicaciones que él no conseguía entender.

—John —dijo ella—, es inútil que me asesines de nuevo una y otra vez. Renaceré siempre. Siempre lo haré. Y estoy lista para dar a luz al niño que tú no querías; lo haré dentro de la próxima hora. Al amanecer.

Lentamente, pero con un temblor en su voz que traicionaba la gran tensión que lo poseía, Tand dijo:

—Bien, Carmody, ¿qué decides?

—¿Qué? —dijo Carmody, sonando estúpido incluso a sus propios oídos.

—Sí —dijo el jefe de Algul, regresando al pedestal—. ¿Qué es lo que decides? El bebé, ¿será Yess o Algul?

—¡Así que eso es! —dijo Carmody—. La economía de la Diosa, o de la Naturaleza, o de Lo-que-vosotros-queráis. ¿Para qué crear un bebé cuando se tiene uno a mano?

—Sí —dijo Mary con voz fuerte, aún musical pero ahora exigente, el sonido de una campana de bronce—. John, tú no querrás que nuestro bebé sea como eras tú ¿no? ¿Un alma fría y oscura? Querrás que sea un ser de calor y luz, ¿no?

—Hombre —dijo Tand—, ¿no ves que ya has elegido de qué va a ser el bebé? ¿No comprendes que ella no posee un cerebro propio, que lo que ella dice es lo que tú piensas, lo que piensas realmente y realmente deseas en las profundidades de tu alma? ¿No te das cuenta de que eres tú quién está poniendo las palabras en su boca, que sus labios se mueven como si tú los estuvieras dirigiendo?

Carmody estuvo a punto de desvanecerse, pero no de debilidad ni de hambre material.

Luz, luz, luz… Fuego, fuego, fuego… Dejemos que se disuelva. Como el fénix, volverá a elevarse…

—Cógeme, Tand —susurró.

—Salta —dijo Tand, riendo sonoramente. Un rugido de risas y de gritos que sonaban como aleluyas brotó de entre los hombres de Yess.

Pero los hombres de Algul gritaron su alarma y se desparramaron corriendo en todas direcciones.

Al mismo tiempo la tenebrosa neblina púrpura empezó a hacerse más diáfana, se volvió violeta pálido. Luego, súbitamente, la bola de fuego estaba sobre el horizonte, y la luz violeta era de nuevo blanca, como si alguien hubiera corrido bruscamente a un lado un velo.

Y aquellos de entre los hombres de Algul que aún eran visibles trastabillaron, cayeron al suelo, y murieron entre convulsiones que los arrojaron de un lado a otro rompiendo todos sus huesos. Durante un tiempo se agitaron como pollos degollados, hasta inmovilizarse finalmente con las bocas llenas de sanguinolenta espuma.

—Si te hubieras decidido por la otra elección —dijo Tand, que seguía sujetando a Carmody tras el salto de éste—, seríamos nosotros los que yaceríamos en el polvo de la calle.

Echaron a andar hacia el templo, formando un círculo alrededor de Mary, que avanzaba lentamente y se detenía de tanto en tanto cuando los dolores la alcanzaban. Carmody, andando junto a ella, rechinaba los dientes y gemía suavemente, ya que también él sentía los dolores. No era el único: los demás se mordían los labios y crispaban sus manos sobre sus vientres.

—¿Y qué le va a ocurrir luego a ella… a ello? —le susurró a Tand. Habló en voz muy baja debido a que, aunque sabía que aquella cosa-Mary no era consciente, estaba realmente manipulada por los pensamientos de él (y ahora por los de los otros también), se había vuelto de repente sensitivo a los sentimientos de las demás personas. No quería correr el riesgo de herirla, aunque aquello pareciera imposible.

—Su misión habrá terminado cuando Yess haya nacido —dijo el kareeniano—. Morirá. Se está muriendo ahora, comenzó a morir cuando terminó el Sueño. Ha sido mantenida con vida gracias a nuestras energías combinadas y a la voluntad inconsciente del niño que hay en su interior. Apresurémonos. Muy pronto los Despiertos empezarán a salir de sus criptas, sin saber si en esta ocasión habrá ganado Yess o Algul, sin saber si deben alegrarse o lamentarse. No debemos dejarles mucho tiempo en la duda, debemos llegar al Templo. Allí entraremos en la cámara sagrada de la Gran Madre, nos acostaremos con Ella en el amor y la procreación místicos, en este acto que no puede ser descrito sino tan solo experimentado. El hinchado cuerpo de esa creación tuya de tu odio y de tu amor entregará su bebé y morirá. Y entonces deberemos lavarlo y arroparlo y prepararlo para que pueda ser mostrado a la adoración de la gente.

Apretó afectuosamente la mano de Carmody, luego crispó sus dedos cuando el dolor lo aferró de nuevo. Pero Carmody no sintió aquella tenaza estrujando sus huesos ya que estaba luchando con su propio dolor, ardiente y duro en su propio vientre, creciendo y decreciendo en oleadas, el terrible dolor y el inimaginable éxtasis de estar alumbrando una divinidad.

Aquel dolor era también la luz y el fuego en él estallando y disolviéndose en un millón de fragmentos. Pero ya no sentía pánico, tan solo una alegría que nunca había experimentado aceptando aquella luz y aquel fuego y con la seguridad de que al final de aquella destrucción él seguiría siendo una entidad completa, seguiría siendo uno como muy pocos hombres lo son.

Junto con aquel dolor, aquella alegría, aquella certeza, había una resolución subyacente de que debería pagar por lo que había hecho. No pagar en el sentido de que se hallaría sumergido para siempre en el autocastigo, en las tinieblas y los remordimientos y el odio a sí mismo. No, no era una enfermedad, no era la manera saludable de pagar. Debería compensar lo que había sido y lo que había hecho. Aquel universo, aunque seguía corriendo como una máquina dura y fría y no presentaba realmente ningún rostro sonriente a la humanidad, aquel mundo podría ser cambiado.

Qué medios emplearía y qué tipo de objetivo elegiría era algo que aún no sabía. Aquello vendría más tarde. En aquel momento, estaba demasiado ocupado participando en el último acto del drama del Sueño y del Despertar.

Repentinamente, vio los rostros de dos hombres que nunca hubiera esperado ver de nuevo, Ralloux y Skelder. Los mismos, pero transfigurados. La agonía del rostro de Ralloux había desaparecido, reemplazada por la serenidad. La dureza y la rigidez habían desaparecido del rostro de Skelder, reemplazadas por la dulzura de una sonrisa.

—Así que los dos habéis salido bien librados —dijo Carmody estranguladamente.

Sorprendido, observó que uno de ellos seguía llevando sus ropas monjiles, mientras que el otro se las había quitado y las había sustituido por un atuendo nativo. Le hubiera gustado saber por qué exactamente aquel hombre había sido aceptado y aquel otro rechazado, pero estaba seguro de que ambos tenían sus propias buenas y suficientes razones, o de otro modo no hubieran sobrevivido. La misma expresión arborada en ambos rostros, y de momento no importaba qué camino habían elegido para su futuro.

—Así que ambos lo habéis logrado —murmuró Carmody, casi sin poder creerlo.

—Sí —dijo uno de ellos, sin que Carmody pudiera determinar cuál, tan irreal le parecía todo aquello, excepto la realidad de las oleadas de dolor en sus entrañas—. Sí, ambos hemos atravesado el fuego. Pero hemos estado al borde de ser destruidos. En la Alegría de Dante, ya sabes, uno obtiene lo que realmente desea.