La Espada de Fuego

Poco después del anochecer, las tres lunas se hundieron juntas tras el horizonte y la oscuridad cayó sobre el mar. Derguín se acomodó como pudo en el escaso sitio que quedaba en el fondo del balandro. Pretendía dormir para reponer fuerzas, pero sus ojos se negaban a cerrarse. No recordaba haber visto un firmamento tan nítido y cuajado de estrellas como el de aquella noche. Un bólido pasó de norte a sur y dejó una estela blanca que iluminó un cuarto del cielo antes de desvanecerse. Derguín no pidió ningún deseo; si había algún dios encargado de cumplirlos, sin duda conocía el suyo. Las olas golpeaban contra la borda y el velero cabeceaba y saltaba sobre sus crestas. Linar le había cocido unas hierbas y se las había hecho beber para que el mareo no le hiciera vomitar, pero a Derguín no le quedaba nada por expulsar en las entrañas.

—¿Es verdad que mi padre es hermano del emperador? —le había preguntado al mago mientras volvían con los demás.

Linar siguió caminando, y le contestó sin mirarle a la cara:

—Antes de ser Cuiberguín Gorión se llamó Kubergul Barok.

—¿Por qué no me lo has contado?

—Tu padre me pidió que no lo hiciera.

—¿Por qué?

—Porque no debes verlo a él como tu hermano. Si no, te matará.

Ahora, mientras contemplaba las estrellas, Derguín sentía que los demás, tanto los muertos como los vivos, viajaban a la isla con él, encaramados sobre sus hombros, aplastándolo bajo el peso de sus demandas, sus promesas, sus esperanzas. Su padre, gemelo del emperador, heredero postergado de mil honores. Mikhon Tiq, cuya alma se había extraviado en algún lugar sombrío, acaso en el inmenso yermo de sus pesadillas; sólo si conseguía la Espada de Fuego se atrevería a buscarlo. Tríane. «Recuerda que eres mi campeón.» Si se convertía en el Zemalnit, ¿qué haría cuando la viera? ¿Rendiría la Espada a sus pies o la decapitaría para vengar la muerte de Tylse?

Tylse. Tylse. ¿Qué podría hacer por ella? Un mito Ritión contaba que al pie del Bardaliut se extendían las anchas praderas de Saelil, donde los guerreros pasaban la eternidad entre banquetes y torneos. Tal vez Tylse acabaría llegando allí, con su espada Atagaira y su pichel de cerveza. Tal vez en Saelil encontraría a su pequeña Tylnode.

El mar estaba tranquilo, casi como un espejo. Derguín, que no conocía su furia, ignoraba lo afortunado que era. El severo Pinakle manejaba el timón y la vela mientras escrutaba las sombras como si viera algo en ellas. Derguín se dejaba arrullar por las olas y por los recuerdos.

El Mazo y Krust le habían abrazado con tal fuerza que casi le rompieron las costillas. «Si me partís el espinazo no podré hacer nada», les recordó. Linar le obsequió con hierbas y consejos. Kratos seguía sentado al borde del malecón, con la mirada perdida en el horizonte, dejando que las olas lo salpicaran de espuma. Cuando Linar le comunicó su decisión final y supo que debía renunciar a la Espada de Fuego, tan sólo agachó la cabeza, cerró los ojos y asintió. Después se apartó de los demás y no se había movido desde entonces. Mientras Derguín terminaba los preparativos, observaba de reojo a su maestro. Deseaba acercarse a él, pedirle disculpas, consejo, tal vez una bendición. Pero no se atrevía, pues ignoraba cuál sería la reacción de aquel hombre que le había mirado con una frialdad desconocida cuando estuvieron a punto de cruzar las espadas.

Se despertó bajo una luz pálida, aunque no recordaba haberse quedado dormido. Se incorporó tiritando, con la ropa húmeda y el cabello pegado a la frente. El velero estaba rodeado por una bruma perlada que no dejaba ver más allá de la proa. Derguín le preguntó al Pinakle cuánto quedaba para arribar a Arak, pero no obtuvo respuesta.

Poco después, el balandro salió de la niebla y Derguín avistó la costa de la isla por vez primera. No se veían edificios en ella, ni árboles, ni montañas; tan sólo una línea ondulada, de arenas grisáceas. Después, el sol se levantó al este, sus rayos atravesaron la barrera brumosa y pintaron de ocre las dunas. Tarondas le había advertido de que ni los marinos más avezados desembarcaban en aquella isla, pues era un lugar inhóspito en el que no se encontraba ni agua ni comida. Derguín había cargado dos odres y una mochila con comida. Tenía la esperanza de que fuera suficiente, aunque ignoraba qué distancia habría de recorrer. Según los mapas, la isla era extensa; pero en ellos aparecía vacía, una tierra incógnita, sin flechas ni leyendas que indicaran «aquí está la Espada de Fuego».

El Pinakle subió la orza para embarrancar el velero en la arena. Derguín se puso en pie y estiró los brazos, doloridos por la humedad y la estrechez de las tablas donde había dormido. Después trepó por encima de la proa y saltó a la playa. Al pronto, le pareció que era la tierra firme la que se balanceaba, y no el mar. Se volvió hacia el Pinakle, con una pregunta en los labios. El monje apuntó al noroeste con un dedo descarnado y Derguín supo que ésa era toda la información que iba a recibir de él.

Togul Barok le llevaba más de diez horas de ventaja. Si la Espada estaba escondida cerca de la costa, el príncipe ya la tendría en su poder. Pero si se encontraba en el interior de la isla, tal vez le quedaba una oportunidad de alcanzarlo.

¡Riamar! ¡Vamos!

Riamar se levantó y saltó a tierra, sacudió las crines y canturreó, contento de librarse de la angostura del velero. Derguín se acercó a él y le palmeó el cuello. El Pinakle le miró con severidad, como había hecho por la noche, cuando Derguín se empeñó en embarcarlo.

—No puedes ir a la isla con un caballo —le había dicho.

—¿No puedo ir a la isla con un caballo? —repitió Derguín.

—No. No puedes.

Entonces Derguín se apartó a un lado, para que el Pinakle pudiera ver a Riamar. Éste levantó la cabeza hacia el oeste, mirando hacia las tres lunas, que estaban a punto de hundirse en el mar. Bajo los rayos combinados de Taniar, Shirta y Rimom, una luz blanca apareció sobre su frente y empezó a girar en espiral, siguiendo el retorcido perfil de su cuerno.

—Riamar no es un caballo. Es un unicornio de las tres lunas —respondió Derguín, que por fin entendía el nombre que le había dado Tríane.

No preguntó más; embarcó al unicornio y lo acomodó en el fondo, mientras él se acurrucaba en un rincón con las piernas encogidas. El Pinakle quiso protestar, pero Riamar giró la cabeza hacia él y le apuntó con aquel cuerno fantasmal. El monje tal vez pensó que en las futuras normas del certamen se incluiría alguna cláusula relativa a los unicornios, pero no volvió a quejarse.

Ahora ambos, hombre y unicornio, emprendieron camino en la dirección que les había señalado el Pinakle. A su derecha, los restos de un gran barco se pudrían en la playa; su maderamen desnudo se le antojó a Derguín el costillar de un animal gigantesco devorado por los buitres. Se alejaron del mar y cabalgaron entre dunas. No tardaron en encontrar huellas en la arena. Derguín bajó al suelo para examinarlas. Los pies eran mucho más grandes que los suyos y las pisadas estaban muy separadas; o el hombre que las había dejado iba corriendo o se desplazaba a enormes zancadas. Derguín montó de nuevo y animó a Riamar.

—Vamos. Sólo tenemos que seguirlas.

Media legua después, las dunas dejaron paso a un desierto de arenisca. Al sentir un suelo más duro bajo sus cascos, Riamar apretó el paso y corrió con un galope fácil que ningún caballo ordinario habría podido mantener. Cabalgaron por una llanura roja y desolada, donde sólo crecían cactus y matorrales secos. No había árboles, ni pájaros; si bajo las piedras se escondían lagartos o escorpiones, Derguín no llegó a verlos. Aquí y allá, sobre laderas formadas por escombros y derrubios, se levantaban oteros en forma de grandes pilares, testigos de la altura que había alcanzado aquella planicie en el remoto pasado. Había también grandes rocas que se sostenían como por milagro sobre estrechas basas de tierra casi suelta. El paisaje era magnífico, pero poseía una belleza cruel que no quería ni necesitaba admiradores.

Habían perdido el rastro de Togul Barok, pero a cambio encontraron un camino que corría recto como una flecha hacia el borroso horizonte. Era un sendero recubierto por una materia oscura y casi negra, que tenía la dureza de la piedra, pero no estaba cortada en losas ni adoquines, y si no hubiera sido por las grietas y socavones que la rompían, habría parecido de una sola pieza, como una cinta infinita. El llano era tan extenso y monótono que a ratos Derguín caía en la ilusión de que estaban parados, y sin embargo, Riamar seguía galopando veloz, y el cloqueteo de sus cascos era el único sonido que rompía el vasto silencio.

Varias veces se preguntó si ése era el camino correcto. «Busca el lugar alto y que tu entendimiento te guíe», le habían dicho en el templo de Tarimán. En aquella inmensidad ocre podría haber elegido cualquier otra dirección, pero la calzada era la única que se diferenciaba de las demás. El lugar alto, fuera lo que fuera, no parecía estar a la vista. Aún no se divisaban montañas en lontananza, tan sólo aquellos cerros que parecían columnas alargadas y que a lo sumo medirían treinta o cuarenta metros.

Antes de que el sol llegara a su cénit, Derguín llegó a unas ruinas. Eran los restos de una ciudad, que debió haber sido al menos tan extensa como Koras; pero allí se acababa todo parecido. A ambos lados del camino se alzaban enormes montoneras de escombros, pero la calzada seguía despejada, como si alguien se hubiera preocupado de mantenerla abierta tras la destrucción de aquella ciudad olvidada. En otro lugar de Tramórea sin duda habría crecido un bosque y lo habría devorado todo, pero allí sólo brotaban jaramagos y malezas secas. Derguín miró a los lados con curiosidad, pero no encontró sillares de granito, ni troncos, sino vigas grises y retorcidas con corazón de hierro, planchas de metal, cristales, y también un material descolorido que no se parecía a nada que él conociera. Entre los cascotes surgían objetos de formas extrañas y torturadas, masas de metal retorcido y herrumbroso que le recordaron las ilustraciones que había visto en la sala de los libros prohibidos, en Koras. Aquellas ruinas debían de ser anteriores incluso a los Arcanos; tal vez fueran reliquias de aquella Edad de Oro de la que les había hablado Linar, la época en que los hombres llegaron a la cúspide de su poder.

La calzada subió por una empinada cuesta, siempre rodeada de ruinas y de otros caminos que la cortaban en ángulo recto. Al acercarse al final de la pendiente, una forma blanca empezó a asomar al otro lado de la cresta. Cuando coronó ésta, vio que las ruinas de la ciudad se prolongaban más allá, en un largo declive que caía hasta la base de la estructura blanca.

—¡El lugar alto, Riamar!

Lo que tenía ante sus ojos era una torre elevadísima, tanto que no tenía forma de calcular cuánto medía. Se alzaba entre las ruinas como una inmensa columna blanca, con la base más estrecha que el capitel, y de lejos parecía completamente lisa. Riamar se lanzó cuesta abajo por la calzada y a Derguín le empezó a palpitar el corazón más fuerte que nunca. Se preguntó si Togul Barok habría llegado hasta allí, o si se habría extraviado en el desierto de arenisca. Alimentó la esperanza de no verse obligado a cruzar su acero con él, pero una voz interior le decía que mucho antes del crepúsculo se derramaría sangre.

La torre no dejaba de crecer a sus ojos, pero el camino hasta ella parecía eterno. Al acercarse, Derguín vio que estaba rodeada por una espiral. Imaginó que era una escalera, y al pensar en subir por ella le entraron sudores fríos. Después vio un destello de luz, a dos tercios de la altura de la torre. Para entonces, ya tenía que estirar el cuello para ver su final. El destello desapareció, pero al cabo de un rato volvió a mostrarse más arriba. Derguín comprendió que era el reflejo del sol en algo metálico.

—¡Es él! ¡Apresúrate, Riamar! ¡Llévame hasta el pie de la torre y yo volaré como tú has volado por mí!

Riamar entonó una nota potente, casi un trompetazo, y aceleró aún más su galope. Por primera vez Derguín sintió las sacudidas de su lomo y se tuvo que agarrar a sus crines con ambas manos, pues el unicornio corría a una velocidad que ningún corcel del mundo habría podido alcanzar, ni siquiera en una breve arrancada. El cabello de Derguín ondeaba al viento, los ojos se le llenaron de lágrimas, los broches de la capa se le soltaron y el aire se la arrebató.

Por fin llegaron al pie de la torre. Estaba construida en una única pieza, un inmenso fuste de mármol veteado de franjas rosáceas en el que no se veían ni junturas ni puertas. La rodearon hasta dar con el arranque de la escalera. No tenía balaustrada y apenas pasaría de un metro de anchura. Derguín desmontó, puso el pie en el primer peldaño y tragó saliva. Levantó la cabeza y miró a las alturas. Debido a que el diámetro de la torre aumentaba a partir de la base, daba la impresión de que se le iba a caer encima. Sabía que tenía que subir lo más rápido posible, pero su instinto le pedía que pegara el pecho y los brazos a la pared y que ascendiera poco a poco, palpando el camino como un ciego y sin asomarse al abismo.

Derguín dejó en el suelo la mochila y los odres de agua, se quitó la casaca y respiró hondo. Entonces sintió un golpe en el hombro. Se volvió y descubrió que había sido Riamar, con el hocico; el unicornio había doblado las patas delanteras y tenía el cuello agachado.

—¿Es que quieres que vuelva a montar?

Riamar asintió.

—Es una locura. No puedes subir por esa escalera.

Riamar le dio con la frente en el hombro, y Derguín sintió el roce de su cuerno. Se dijo que sólo los locos pueden conseguir locuras y volvió a montar. Apenas se había acomodado sobre su lomo, el unicornio se lanzó por la escalera.

—¡Más despacio, Riamar! ¡Vamos a matarnos!

El unicornio galopó como una tromba, devorando los escalones bajo sus cascos. Derguín se aferró con ambas manos a las crines y pegó la cabeza al cuello de Riamar. Quería gritar de pavor, pero no le quedaba aliento en el pecho. Riamar subía a tal velocidad que temía que resbalara sobre los peldaños, siguiera en línea recta y se precipitara de cabeza al abismo con él. Derguín cerró los ojos, pegó la boca al cuello del unicornio y empezó a recitar series de cifras, como le había enseñado Ahri el numerista.

Después abrió los ojos y despegó la cabeza del cuello de Riamar. Fue sólo un segundo. El suelo estaba a su derecha, pero infinitamente abajo. El cuerpo de Riamar le tapaba de la vista el borde de la escalera, de modo que parecían subir por el aire, pisando la nada.

—¡Dioses del Bardaliut, ayudadme!

Volvió a cerrar los ojos, que le lloraban de frío y de miedo. Tenía los muslos agarrotados de apretarlos contra los costados de Riamar, y los dedos sin sangre de cerrarlos sobre sus crines.

Riamar fue frenando poco a poco y le avisó con un gorjeo. Derguín abrió los ojos y vio que la escalera desembocaba por fin en una terraza de unos tres metros de anchura. La torre se prolongaba hacia arriba, aunque Derguín no se atrevió a mirar a las alturas, como tampoco se asomó al borde de aquel mirador que no tenía balaustrada. A la derecha había una abertura en la pared, una puerta por la que a duras penas hubiera cabido Riamar. Derguín desmontó y se abrazó al cuello del unicornio. Las rodillas le temblaban y apenas sentía las piernas.

—Bendito seas, Riamar —susurró, besando el cuello del unicornio—. Ahora me toca a mí.

Entró por un pasadizo abovedado, cada vez más oscuro. Giraba hacia la izquierda, como la escalera, y subía en una pronunciada rampa. El techo estaba casi a la altura de su cabeza; si Togul Barok había pasado por allí, lo había hecho agachado. Poco después se encontró caminando en una oscuridad completa, pero prefería avanzar a ciegas palpando las paredes del túnel que asomarse a las alturas vertiginosas por las que lo había subido Riamar. Pensó que Togul Barok no debía andar lejos, con Espada de Fuego o sin ella, pero no se atrevió a desenvainar a Brauna, pues necesitaba ambas manos para comprobar que a los lados seguía habiendo piedra y no un abismo.

No caminó en las tinieblas mucho tiempo. Al principio vislumbró una claridad rojiza; después el túnel giró en ángulo recto, y desembocó de repente en un espacio abierto. Derguín se detuvo al final del pasillo y examinó el lugar. Se hallaba en una vasta sala circular, de más de cuarenta metros de pared a pared. La iluminación provenía de un gran agujero en el techo, de unos veinte metros de diámetro. En el suelo había otra abertura igual; Derguín supuso que el centro de la torre debía de ser hueco, pero no se atrevió a asomarse a aquel pozo. A lo largo de la pared se abrían nichos tapados por puertas de cristal; dentro de ellos se veían armaduras y momias de guerreros, algunos de los cuales no parecían humanos. Pero Derguín apenas detuvo la mirada en ellos.

Togul Barok estaba sentado en el suelo, apoyado sobre sus propios talones, y se apretaba las sienes como si le fuera a estallar la cabeza. Debió oírle entrar, pues se volvió al instante y desenvainó la espada en una rápida Yagartéi. Derguín también sacó a Brauna, y ambos se miraron de lejos.

—¡El séptimo ángulo! —dijo el príncipe—. Es lo que dijo ella.

En vez de responderle, Derguín siguió recitando fórmulas de control. Había llegado a olvidarse de lo grande que era Togul Barok, aún más alto que El Mazo y que Linar; y a pesar de su envergadura se había levantado con la agilidad de un gato.

—No quiero matarte, hermano.

La voz del príncipe sonaba crispada, y la mano derecha se le fue sola a la sien, pero al momento volvió a cerrarla sobre la empuñadura.

—¿Tú también lo sabes? —preguntó Derguín.

—Ella me lo dijo y tú me lo confirmaste en la biblioteca. Ahora seré el Zemalnit y la profecía se cumplirá.

—«Cuando un medio hermano posea de Tarimán el arma» —recitó Derguín, y comprobó que el sonido de su propia voz lo serenaba—. La profecía no dice quién de los dos ha de ser.

—No serás tú quien me venza, Derguín. Capto tu miedo desde aquí.

—Yo no te temo.

—Tienes las manos frías y te corre un reguero de sudor por la espalda. ¿Acaso me equivoco?

Derguín se estremeció.

—Tú también tienes miedo. Si no, lucharías en vez de hablar.

—No es ésa la razón, sino lo que tengo a mi espalda.

Detrás de Togul Barok había tres puertas cerradas. Por encima de ellas corría un friso con una inscripción grabada a cincel. Pero la luz que llegaba allí era débil y Derguín no alcanzaba a leer las letras.

—Acércate a verlo —le dijo el príncipe—. Yo me apartaré.

Togul Barok empezó a retroceder, alejándose de las puertas mientras Derguín se aproximaba por el lado opuesto del pozo. Estaban tan lejos que tenían que hablar casi a gritos, y entre ambos se abría una sima; sin embargo, ambos se movían como felinos y mantenían las espadas en alto.

Cuando vio que el príncipe había llegado al otro extremo de la estancia, Derguín examinó el friso. La inscripción rezaba, en el idioma de los Arcanos:

DOS DE ESTAS PUERTAS LLEVAN AL ABISMO Y UNA A ZEMAL. UNA DICE VERDAD Y LAS OTRAS DOS MIENTEN.

Volvió la cabeza hacia Togul Barok. Seguía al fondo de la sala y otra vez se estrujaba las sienes como si le fueran a reventar; pero en cuanto se sintió observado, bajó la mano y la pegó a su muslo.

Derguín se acercó a la puerta de la derecha. En el dintel, talladas en la piedra, se leían estas palabras:

NO SALGAS POR ESTA PUERTA O MORIRÁS.

La puerta del centro indicaba:

SAL POR ESTA PUERTA Y VIVIRÁS.

Y la última, la de la izquierda, seguía burlándose:

NO SALGAS POR LA PUERTA DEL CENTRO O MORIRÁS.

Derguín pensó unos segundos, se acercó a la puerta de la derecha y la empujó con el pie. La puerta se abrió y golpeó contra una pared. Al otro lado había una escalera que subía.

—¿Cuál es el razonamiento? —preguntó Togul Barok.

Derguín se volvió. El príncipe se acercaba con sus largas zancadas. Pensó que lo mejor sería entrar en aceleración y huir por la escalera, pues la Espada de Fuego no podía estar muy lejos. Pero no había reaccionado a tiempo. Togul Barok ya estaba a ocho pasos, una distancia demasiado corta para darle la espalda.

—Descúbrelo tú, hermano. ¿O es que te duele la cabeza si piensas demasiado?

Sin duda había tocado un punto débil. La boca de Togul Barok se crispó, y sus dientes, grandes y rectos como palas, asomaron entre los labios. Tenía unos rasgos atractivos, pero cuando se enojaba, las mismas líneas rectas que le daban a su rostro aquella armonía de estatua se retorcían en curvas y picos y le conferían un aire casi demoníaco.

—Sin duda lo haré, hermano. Cuando termine contigo.

—Sin Tahitéis.

—Sin Tahitéis.

Se miraron a los ojos, en una guerra de nervios. Derguín comprendió que ese asalto lo iba a perder. Aquellas pupilas dobles le quemaban las retinas, pero no podía apartar la vista de ellas, pues lo llamaban con el vertiginoso reclamo de los abismos.

—Vas a conocer el frío de Midrangor —susurró el príncipe, y su voz sonó venenosa como la de una cobra.

Las piernas de Derguín decidieron actuar antes de que él les diera permiso. De pronto se encontró penetrando en la distancia de combate del príncipe y amagando un tajo indeciso. Togul Barok lo bloqueó, y su respuesta fue fulgurante. Derguín hurtó el cuerpo hacia atrás, pero la kisha le rasgó la ropa y la piel. Como había amenazado el príncipe, sintió el frío del acero y después la tibieza de la sangre. Se llamó idiota, y luego una vocecilla trémula, la de la desesperación, le dijo que se resignara, pues iba a morir hiciera lo que hiciera. Su mente casi se dejó convencer; pero cuando Midrangor volvió a caer sobre él, fue su cuerpo el que reaccionó por reflejo interponiendo la espada. Después de aquel primer cruce, ambos se apartaron.

No es un entrenamiento, se recordó. Esa hoja corta y mata.

Tú vas a conocer el frío de Brauna, pensó. Pero las palabras no salieron de sus labios. Tenía la boca apretada y los ojos fijos en Togul Barok, atentos a cualquier señal que anticipara por dónde iba a venir el ataque.

El príncipe se arrojó sobre él y aprovechó su estatura para lanzar tajos que caían desde arriba. Sus golpes eran fuertes y pesados, como martillazos en una fragua. Cuando Derguín bloqueó uno en ángulo recto la muñeca se le dobló y estuvo a punto de perder la espada. Retrocedió un par de pasos, girando a la derecha para no acorralarse contra la pared. En el próximo ataque, recordó lo que le había enseñado Kratos y dejó que la espada del príncipe resbalara sobre la suya. «En doblegarse está la fuerza.» Ante un rival tan poderoso como Togul Barok, había que adelantarse a su ataque o retrasarse, pero nunca recibirlo en el momento de máxima potencia. «Si te empujan, tira. Si tiran de ti, empuja.»

Ahora fue Togul Barok quien retrocedió dos pasos. Respiraron hondo y se miraron a los ojos. Derguín había aguantado el primer embate. Las pupilas del príncipe ya no quemaban tanto, el pánico había desaparecido, su mente era una pared blanca. No tenía que pensar, ya lo hacía el acero por él.

El rostro de Togul Barok se desencajó, y su mano amagó con tocar de nuevo la sien. Fue sólo un instante. Después sonrió y movió los labios para que Derguín pudiera leer lo que decían. «Mirtahitéi.»

Sé cuál es tu juego, pensó, pero yo también tengo una sorpresa. Derguín entró en segunda aceleración, sintió el desgarro en los riñones y el torrente de calor en la sangre. Togul Barok cayó sobre él como una galerna. Derguín dejó que descargara su ira sobre él. El príncipe golpeaba con tal furia que, aunque las espadas no chocaban de lleno, saltaban chispas de sus filos.

Está fuera de sí, pensó Derguín. Sintió una extraña embriaguez mientras recibía aquella granizada de golpes. Recordó las veces en que se había defendido de Kratos con los ojos vendados, y se le ocurrió que ahora también podría cerrar los ojos, que Brauna había tomado el control y su cuerpo se limitaba a seguirla. Desvía, desvía, se dijo. Su espada era el cauce por el que las aguas del aluvión resbalaban sin hacer daño.

Togul Barok volvió a retroceder para tomarse otro respiro. Sus ojos llameaban de furia, y cuanto mayor era su cólera, más profunda y extraña era la calma que invadía a Derguín. Acababa de descubrir que tenía una ventaja sobre él: el príncipe no había sostenido un duelo difícil desde hacía muchos años y no estaba acostumbrado a emplearse a fondo.

Togul Barok jadeó. Su mejilla derecha se crispó, sus párpados temblaron, como si en su interior se librara un combate aún más titánico que el que lo enfrentaba con Derguín.

—Hay algo que tú no sabes, hermano —silabeó.

Su voz parecía la de otra persona, un lobo encerrado debajo de una piel de hombre. Derguín no le contestó. Su concentración era tan perfecta que no quería romperla con el sonido de sus propias palabras. Sabía lo que iba a pasar…

Un recuerdo brevísimo, apenas el suficiente para invocar de nuevo el conjuro. Las tres lunas ya casi rozaban el horizonte, y él ya había puesto los pies en el velero cuando vio que Kratos venía desde el borde del malecón, corriendo y haciéndole aspavientos.

—¡Espera!

Derguín volvió a bajar a tierra. Kratos se paró ante él.

—Te he dicho que Togul Barok conoce un secreto. Escucha.

Kratos se acercó y susurró algo en su oído. Derguín cerró los ojos y memorizó lo que oía. Sintió una cálida gratitud, pensó que había recobrado a su maestro y quiso abrazarlo, pero cuando abrió los ojos, Kratos ya se había apartado de él…

—¡Urtahitéi! —gritó Togul Barok.

El príncipe se arrojó sobre él y proyectó una estocada fulgurante. Derguín empezó a subvocalizar letras y números, pero a la vez que lo hacía saltó, encogió las piernas, giró sobre su centro de gravedad y dejó que Togul Barok pasara por debajo de él en su embestida. Cuando cayó al suelo y se giró sobre los talones, el chorro de fuego de la tercera aceleración invadió sus venas con tal poder que su concentración casi se rompió. Togul Barok ya se había vuelto; un tajo destinado a partirle la cabeza en dos caía desde las alturas. Derguín apartó el cuerpo, entró en la distancia del príncipe y se escurrió a su izquierda, pero antes le tocó con la kisha en el costado.

Se miraron de nuevo, frente a frente. Togul Barok estaba sangrando, más furioso que nunca.

—¡Te han revelado la Urtahitéi! ¡Kratos morirá por esto!

Todos sabemos hacer trampas, pensó Derguín con una sonrisa, pero no habló. Togul Barok le enseñó los dientes; los tenía rojos de sangre. Debía haberse mordido los labios o la lengua. Atacó con un aullido y lanzó otra lluvia de golpes. Derguín siguió burlándolos, pero no tardó en darse cuenta de que no podría aguantar mucho en tercera aceleración. Por las pantorrillas empezaba a correrle un cosquilleo que pronto se convertiría en calambre, la mano derecha se le estaba agarrotando. Ya no valía defenderse: tenía que atacar cuanto antes.

Togul Barok lanzó un tajo lateral envenenado, y luego se revolvió como un látigo, con un revés que habría partido por la mitad a un buey. Derguín debería haber flexionado las rodillas, doblado la cintura hacia atrás para apartar la cabeza e interponer la espada para robar su fuerza a aquel golpe. Pero, sin pensarlo, corrió un riesgo terrible, pues lo que hizo fue doblar la cintura hacia delante, y en vez de ayudarse de la hoja para desviar el tajo metió la cabeza por debajo de Midrangor, que no lo decapitó por una fracción de segundo. A la vez, soltó la mano izquierda de la empuñadura, echó el brazo derecho hacia atrás y luego lo lanzó en una estocada a fondo, empujando con hombros y caderas. Todo fue tan rápido que no llegó a verlo, pero pudo sentir cómo la kisha de Brauna penetraba en algo blando. El príncipe le golpeó con el codo en las vértebras y Derguín cayó de rodillas, pero no soltó el arma, sino que se revolvió bajo los brazos de su rival y se apartó de él.

Togul Barok soltó la espada con un gemido y se desplomó como un fardo. Quedó boca arriba, con el brazo derecho extendido y el izquierdo doblado sobre la cabeza, tapándole el rostro. Una mancha de sangre empezaba a extenderse justo bajo su esternón. Derguín pensó que tal vez la espada había salido por el otro lado, pues su mano había topado con las costillas, pero no lo comprobó. Salió de la aceleración, limpió la espada en sus propias calzas, besó la empuñadura y envainó a Brauna. Después se giró hacia la pared. Estaba al lado de la puerta. Era curioso cómo el azar del combate los había vuelto a llevar hasta allí.

—Adiós, hermano —musitó.

Empezó a subir la escalera. Estaba cada vez más oscura, de forma que apenas acertaba a distinguir los peldaños. Contó dieciocho escalones y llegó a un rellano que giraba a la derecha. Se detuvo allí a tomar aliento, pues estaba muy cansado y las piernas le dolían como si le estuvieran clavando cien cuchillos. Kratos ya le había avisado de que la tercera aceleración podía agotar sus fuerzas en menos de un minuto.

Oyó un ruido que venía de abajo. Se dio la vuelta para mirar. Desde arriba, se veían las piernas de Togul Barok, quietas y separadas en el hueco que dejaba la puerta. Esperó unos instantes, sin saber muy bien por qué. Al comprobar que no sucedía nada, se volvió hacia el rellano.

Entonces creyó ver algo con el rabillo del ojo y miró de nuevo a la puerta. El pie izquierdo se había movido. Sólo son los últimos estertores, le dijo una vocecilla; pero otra más sensata le advirtió: ¡sigue subiendo, estúpido! Después del izquierdo, fue el pie derecho el que resbaló por el suelo, mientras él lo observaba paralizado.

Togul Barok se incorporó lentamente y recogió la espada del suelo. Luego cruzó el umbral, mientras se palpaba el pecho y el estómago, buscando el agujero que la espada de Derguín le había abierto. No debió de encontrarlo, pues soltó una carcajada feroz.

—¡Era verdad! ¡Ella tenía razón!

Entonces miró a Derguín.

—No se puede matar a los dioses —dijo Togul Barok, y empezó a subir hacia él.

Derguín lo miraba hechizado, contando los peldaños según los pisaba el príncipe. Uno, dos, tres. Desde arriba, se le veía como una enorme sombra, pero sus ojos relucían en la oscuridad. Cuatro, cinco, seis. Estaba tan cansado… Ya había hecho más de lo que cualquier otro habría hecho. Siete, ocho…

¡Ocho! Ocho era el primer número de la fórmula. Aunque apenas le quedaban fuerzas, la subvocalizó y entró en Urtahitéi. Se volvió a la derecha y empezó a subir casi a ciegas por otro tramo de escalera, palpando con las manos. Detrás de él oyó un bramido grave y lento, como el crujido de un árbol al caer, pero de pronto se convirtió en un alarido y reconoció en él la voz del príncipe. Togul Barok también había entrado en la tercera aceleración, pero él veía en la oscuridad y no tenía que subir a gatas.

Derguín se estrelló de cabeza contra una pared, volvió a girarse a la derecha y acometió el tercer tramo de escaleras. Los gritos de Togul Barok sonaban tras él, tan cerca ya que su aliento casi le acariciaba la nuca.

—¡Dioses del Bardaliut! —exclamó, y su invocación retembló en las paredes de la angosta escalera—. ¡Ayudadme a aplastar a este gusano!

Aquel tramo era más largo, pero al final no había una pared, sino una luz azulada. Derguín aprovechó las fuerzas que le daba la aceleración y saltó los primeros escalones de tres en tres. Algo frío le rozó los riñones y supo que la espada de Togul Barok le había alcanzado; el tajo retardó los pasos de su enemigo y a él lo espoleó. Los últimos siete peldaños los cubrió de una sola zancada.

Apareció en una sala circular, igual que aquella en la que habían luchado. Pero ésta se veía inundada de luz, pues allí, en el centro del pozo, flotando en el vacío, estaba Zemal.

Derguín sintió cómo los cabellos se le erizaban, electrizados por la energía que hacía crepitar el aire. No había tiempo para pensar. En dos zancadas cubrió los diez metros que lo separaban del pozo y saltó hacia la Espada de Fuego.

Pero Togul Barok también la vio, y sus ojos y su corazón se inflamaron de deseo. Dejó caer su propia arma, una hoja creada por manos mortales y forjada de acero quebradizo, un remedo de la belleza absoluta que resplandecía a unos pocos pasos. Pero delante de él, casi al alcance de sus brazos y sin embargo demasiado lejos, corría su medio hermano, un gusano que no merecía aquel premio y que sin embargo estaba a punto de alcanzarlo.

—O genétira, boédhei emói!! —rugió—. ¡Madre, ayúdame!

Derguín batió con la pierna derecha a dos metros del borde y saltó al pozo, buscando la negra empuñadura de Zemal. El tiempo se congeló mientras, en el momento culminante, se daba cuenta de que había calculado mal. Recorrió seis, siete, ocho metros braceando en el aire, rechinando los dientes de desesperación cuando sintió que el impulso de su salto se agotaba y que empezaba a perder altura. Iba a caer al abismo. Pero nada importaba si no podía alcanzar la Espada.

Algo duro como un ariete le golpeó la espalda y unos brazos de bronce le rodearon el pecho. Sus costillas crujieron y el aire se le escapó del pecho, pero la fuerza sobrehumana del príncipe, multiplicada por las energías de la Urtahitéi, le dieron a Derguín el empuje que le faltaba. En un instante eterno pasó por debajo de la Espada, torció el cuello y vio que la dejaba atrás, pero dobló el hombro derecho, el mismo que ya se había descoyuntado, en un ángulo imposible, y su mano, guiada por el instinto, se cerró sobre la empuñadura.

Cuando tocó la Espada, un relámpago recorrió las paredes del pozo y un trueno resonó en la torre, y a la vez se levantó un fortísimo soplo de aire que lo arrastró al otro lado del pozo, llevándose con él a Togul Barok. Rodaron por el suelo, enredados en un confuso montón de brazos y piernas. Su enemigo aún lo tenía agarrado, pero Derguín culebreó y lo apartó de sí con un solo movimiento.

El príncipe salió despedido contra la pared. Derguín se incorporó, confundido por la rapidez con que había sucedido todo. Sus manos aferraban el pomo de la Espada de Fuego. De él manaba un chorro de energía que entraba en sus venas, más poderoso que ninguna aceleración. Ya ni siquiera estaba seguro de si seguía en Urtahitéi. La hoja brillaba ante sus ojos, blanca como el acero en la fragua y rodeada por un halo de llamas azuladas que bailaban como minúsculas hadas.

Un grito lo arrancó de su éxtasis. El príncipe había recogido del suelo su espada y venía corriendo hacia él, con el rostro tan desencajado que más que un dios parecía un demonio del Prates.

—¡No puedes matarme, estúpido! —gritó—. ¡Ningún mortal puede herirme!

El príncipe saltó sobre él y a la vez que caía le descargó un mandoble vertical. Derguín retrocedió un paso y se cubrió con Zemal. Ambas hojas chocaron, saltó un chorro de chispas y Midrangor se quebró como una aguja de cristal. Togul Barok retrocedió con una mirada incrédula. Su mano sujetaba tan sólo media espada.

—¡No puedes matarme! —protestó.

—Esta espada no la forjó un mortal —le recordó Derguín.

Togul Barok comprendió y empezó a recular paso a paso. Derguín se dio cuenta de lo que iba a ocurrir, pero siguió avanzando hacia él, apuntándole con la kisha llameante. El príncipe llegó al borde del pozo central, perdió pie, braceó un par de segundos tratando en vano de recobrar el equilibrio, y cayó de espaldas con un último alarido de rabia.

Derguín se asomó al borde. La luz que brotaba de la Espada de Fuego alumbró los primeros metros del pozo, pero más allá se abría una sima de negrura insondable. Creyó oír un eco lejano, tal vez un grito que se perdía. Durante unos segundos esperó el sonido del choque final, pero el abismo permaneció mudo.

Sólo entonces volvió a mirar lo que tenía en las manos. Trazó un molinete, lanzó un tajo y una estocada, y a cada movimiento el aire vibró y crepitó como en una tormenta. En la empuñadura había una inscripción, grabada en la lengua de los Arcanos, y Derguín la leyó en voz alta.

Tarimán dheios ghalkéus

en tais Pratus bhloxí bhriktu

ten aidhus mághairan eghálkeusen.

Tarimán el dios herrero

en las llamas del terrible Prates

forjó la Espada de Fuego.

Las letras seguían leyéndose claras bajo el amanecer de otoño. Corría el segundo día del año Mil. Derguín desembarcó del velero en una playa sembrada de guijarros, y Riamar saltó tras él. No se despidió del severo Pinakle, pues sabía que no obtendría respuesta. Estiró los brazos, contempló cómo la espuma rompía gris contra las piedras y respiró el aire de la mañana. En aquel momento, por primera vez en muchos días, no tenía prisa por llegar a ningún sitio. Sin embargo, aún quedaba algo que deseaba hacer. Montó en el unicornio y juntos cabalgaron hacia el norte.

«En las llamas del terrible Prates», volvió a recitar. La inscripción de la empuñadura coincidía con tres de los versos de la profecía que había leído en la sala de los libros prohibidos. El medio hermano elegido por el destino había sido él, y no Togul Barok. Sin embargo, si el oráculo debía verse cumplido hasta el final, tendría que blandir la Espada de Fuego contra la lanza negra de Prentadurt, el arma del rey de los dioses. Y eso habría de suceder en un sitio que apenas se atrevía a nombrar.

Lanza negra y espada roja

entre sí chocarán en el terrible Prates

donde arden por siempre las llamas del gran fuego.

Entonces la sangre de la tierra y la sangre del cielo

entre sí lucharán

y será el momento del más fuerte.

El propio ojo de las tres pupilas le había mostrado que los futuros eran muchos, casi infinitos, así que trató de ahuyentar sus temores. El invierno ya se cernía sobre Tramórea, y sin embargo aquel día había amanecido sin nubes, la brisa del mar era fresca y traía el sonido de las gaviotas y el olor de la sal. Y, sobre todo, él llevaba consigo aquello por lo que tanto había sufrido y por lo que otros habían muerto.

Cabalgó durante una hora dejando el mar a su izquierda, mientras el sol trepaba en el cielo. Por fin, avistó el malecón de basalto, y a la derecha el pueblo en ruinas. En la explanada que había entre ambos se veía una hoguera encendida, y unas cuantas figuras se afanaban a su alrededor, tal vez preparando el desayuno.

Riamar arrancó a galopar, y el sonido de sus cascos alertó a aquellos hombres, que volvieron sus miradas. Aun de lejos, Derguín captó su sorpresa, pues sin duda esperaban que aquel día llegara un velero del noroeste, y no un jinete del sur. Pero precisamente por eso había insistido Derguín en desviar el rumbo del balandro durante la noche y en tocar tierra en un lugar bien alejado de donde había partido. Porque sabía que ese momento jamás se repetiría y quería que fuera perfecto.

—Hazlo, Riamar —susurró.

Y Linar, Kratos, El Mazo y Krust vieron cómo el soberbio unicornio blanco se encabritaba recortándose contra el mar, y montado en él el joven Gorión desenvainaba su hoja y la alzaba hacia el cielo. La hoja llameó sobre su brazo, porque ese joven era el Zemalnit y portaba la Espada de Fuego. Y así supieron que Derguín había triunfado.