Era el último día del mes de Kamaldanil. La víspera del año Mil. En muchas ciudades de Tramórea, las gentes se agolpaban en los templos, ofrecían sacrificios, ayunaban y se echaban ceniza por los cabellos para suplicar a los dioses que el Sol siguiera alumbrando Tramórea mil años más.
Pero al oeste de cualquier lugar civilizado, en el extremo más occidental de Tramórea, había quienes no tenían tiempo para hacer sacrificios a los Yúgaroi. En la desembocadura del río Haner, los aspirantes a la Espada de Fuego exprimían sus últimas fuerzas para llegar al mar y a la isla de Arak antes que Togul Barok.
Desde el amanecer el río se había ensanchado. Encontraron extraños islotes, formados por árboles de troncos verdes y flexibles que salían del agua y entrelazaban sus copas formando plataformas de vegetación. De lejos parecían auténticas islas, mas al aproximarse a ellas revelaban su verdadera naturaleza. Ya no dejaron de verlas, aunque no se acercaron a ellas, pues era improbable que pudiera hacerse pie en ellas y además, como todo en aquella región inhóspita, era probable que escondieran una amenaza.
El olor a sal era tan intenso que todos lo percibían, y lo aspiraban como si fuera el más dulce de los aromas. Entraba en sus pulmones como una brisa vivificante, les avisaba de que la meta estaba cercana y los impulsaba a remar sin descanso. Hacia mediodía las orillas se separaron en un ancho estuario. A su izquierda, al norte, el río Moin se unía con el Haner y sus aguas verdes y opacas se fundían en una sola corriente. Los Tahedoranes cobraron nuevos ánimos y se exhortaron unos a otros a remar más rápido. Viajaban en una sola balsa, que habían agrandado con tres troncos de la otra almadía. Habían acabado sacrificando a los caballos, salvo a Riamar, pues estaban ya tan enfermos que respirar era para ellos una tortura. Aquel día, El Mazo derramó una lágrima por su viejo percherón, y tuvo que ser Kratos quien le diera el golpe de gracia, pues él no fue capaz.
Ahora, 28 de Kamaldanil, una bandada de pájaros blancos pasó sobre sus cabezas, entre ásperos chillidos. El Mazo levanto la cabeza y preguntó qué aves eran aquéllas, pues nunca las había visto.
—Eso, amigo —le dijo Krust—, son gaviotas. ¡Las mensajeras del mar!
El Ritión empezó a cantar una Jipurna con su poderosa voz de barítono, y los demás, uno a uno, se sumaron a su canción. Aunque tenían los ojos hundidos, la piel seca y la lengua hinchada por la sed, empujaron las palas con ahínco y entonaron alegres aquellos versos guerreros.
Derguín cantó con los demás, pero la Jipurna le sabía a hiél en la boca. Su mirada recorrió la balsa. A estribor, El Mazo remaba con una pala tan grande como dos de las otras, y cada vez que la clavaba en el agua la balsa entera se sacudía hacia la izquierda. Detrás de él, Aperión bogaba y cantaba la Jipurna, menos malhumorado que otros días, aunque no dejaba de vigilarlos a todos con ojos como rendijas. En el centro de la balsa, sentado junto a Riamar, Linar rumiaba sombríos pensamientos. A babor iban Krust y Kratos, y por último él. No había nadie más en la almadía.
Cuando Derguín había llegado al río, tras despedirse de la estatua en que se había convertido su amigo Mikhon Tiq, Kratos y Krust estaban bajando a Tylse a la orilla, envuelta hasta la cabeza en su capa. Le dijeron que llevaba un rato muerta. Derguín se arrodilló junto a ella y se empeñó en descubrirle el rostro para echarle una última mirada. Los demás se extrañaron, pues estaban tan agotados y abstraídos en sus propios planes que no habían reparado en la fugaz relación que los había unido. Sin embargo, se apartaron sin decir nada y le dejaron tranquilo.
Los labios de Tylse estaban amoratados, pero Kratos, antes de cubrirla, le había cerrado los ojos y compuesto el gesto. Derguín desenvainó la espada de la Atagaira, se la puso sobre el pecho y le cruzó los brazos por encima. Después, en un impulso, tomó su diente de sable y le cortó un mechón de aquel cabello casi blanco. Al hacerlo sintió que estaba desafiando a Tríane y un escalofrío le recorrió la espina dorsal, pero aun así se guardó aquel mechón.
Encendieron una pira junto al río. Después, mientras las llamas se alzaban en la noche, se alejaron de aquel paraje de mal agüero donde habían perdido a dos compañeros. Aperión comentó que ya quedaba uno menos para la Espada de Fuego, y que eran dos menos para beber agua. Derguín se arrojó sobre él, empezó a darle puñetazos en la cara y quiso tirarlo por la borda, pero Krust y El Mazo los separaron.
—Tranquilo —le susurró Kratos—. Si hay alguien que jamás pondrá la mano en la Espada de Fuego, ése es Aperión.
El sol bajaba ya cuando Linar les dijo que arrimaran la balsa a tierra. Remaron hacia la orilla izquierda y embarrancaron la almadía sobre un ribazo sembrado de piedras. Después se echaron los fardos a hombros y tomaron un sendero que se retorcía por una empinada pendiente. Derguín acarició el cuello de Riamar y le susurró palabras de aliento. El animal había enflaquecido tanto que se le notaban todas las costillas, pero respondió meneando las crines y empezó a trepar con brío.
Siguieron subiendo, siempre con el río a su derecha. Después, el sendero se desvió hacia el sur y perdieron de vista las aguas del Haner, que durante tantos días los habían acompañado. El Mazo hizo un gesto apotropaico y escupió a la izquierda.
—Río maldito —susurró—. Espero que volvamos por otro sitio.
Derguín pensó que él tendría que remontar el Haner tarde o temprano. No dejaba de reprocharse por haber abandonado a Mikhon Tiq; aunque se hubiera convertido en estatua de piedra, aunque corrieran el riesgo de ser aniquilados si moría, debería haberlo cargado, aunque fuera a hombros, como el propio Mikha había hecho con Linar.
—Volveré por ti —susurró, echando una última mirada al río.
Atravesaron un par de hondonadas y, poco después, el camino los llevó a descrestar una elevación. Allí se detuvieron y respiraron hondo, pues bajo sus pies se extendía un prolongado declive, y éste conducía hasta su penúltima meta.
El mar, se dijo Derguín, y paladeó aquel nombre. El reflejo del sol pintaba un sendero blanco y deslumbrante en unas aguas que parecían extenderse hasta el infinito. Por primera vez, Derguín escuchó el estrépito de las olas al romper contra la costa, y aquel fragor se mezcló con los chillidos de las gaviotas y el olor a sal, y se embriagó de aquellas sensaciones desconocidas. Durante unos segundos olvidó por qué estaba allí, y sólo existió aquella inmensidad que le hacía guiñar los ojos por el reverbero del sol, pero a la que no podía dejar de mirar. Cuando logró apartar la vista, observó a sus compañeros. Todos estaban embelesados, incluso los que ya conocían el mar. Pero El Mazo, sobre todo, tenía la boca abierta y parecía que se quisiera beber toda aquella agua con los ojos. Derguín le apretó el codo.
—Ahí lo tienes.
—Es… es… —El Gaudaba buscó palabras, pero no las encontró.
—Yo tampoco lo había visto nunca.
El Mazo lo miró, sorprendido.
—Pues es tal como me lo describiste.
—Y sin embargo no es tal como lo imaginé.
Sus miradas siguieron la línea del horizonte, un trazo que separaba el azul cerúleo del mar de la palidez rojiza del cielo, allí donde el sabio Ura, padre de los dioses, los había dividido con la segur primigenia. Hacia el norte, el horizonte se difuminaba hasta perderse en una zona neblinosa en la que aguas y aire se confundían en un enorme banco de vapor ambarino que se cernía sobre el mar.
—Allí debe de estar la isla de Arak —dijo Kratos.
Bajaron hacia el mar por el declive. El suelo estaba sembrado de grandes rocas oscuras que se levantaban verticales rompiendo el suelo. Buscaron senderos entre ellas, con la mirada puesta en los pies para no tropezar. Durante un rato perdieron de vista el mar. El Mazo empezó a gruñir y Krust tuvo que tranquilizarlo. No se lo habían llevado a ninguna parte, le dijo: pronto volvería a verlo, y mucho más cerca.
Camuflados entre las crestas rocosas, descubrieron restos de edificios. Sus paredes estaban construidas con hileras de piedras pequeñas y apiladas sin argamasa. Las casas eran circulares y en algunas quedaban restos de las vigas de madera que debieron sustentar los techos. Después pasaron junto a reliquias de lo que debió ser un gran recinto amurallado. En el centro se levantaba una gran torre, de más de quince metros de altura; era el edificio mejor conservado de aquella ciudad muerta.
—¿Qué lugar era éste? —le preguntó Derguín a Linar.
—No tiene nombre para mí —le respondió el mago, con aire ausente.
Entre las rocas bajaba un hilo de agua. Linar la probó y les dijo que era potable. Perdieron un tiempo precioso bebiendo y llenando los odres, pero cuando volvieron a mirarse unos a otros los ojos les brillaban de nuevo. Después siguieron caminando, mientras Riamar se rezagaba para calmar su sed.
Tras las últimas ruinas de la muralla, llegaron a una explanada arenosa. Más allá, antes de llegar al mar, se interponía un malecón natural formado por bloques de basalto, negros y hexagonales, apretados como las celdas de un inmenso panal. Al borde de aquellos pilares naturales había cinco hombres, sentados alrededor de una hoguera. Las armaduras estaban tiradas por el suelo y las lanzas terciadas unas en otras; los uniformes se veían tan raídos y sucios que era imposible reconocer su color original.
—¡Eh, vosotros! —gritó Krust, levantando la mano.
Cuando los vieron, los cinco soldados huyeron despavoridos. Sin tan siquiera recoger sus armas, los últimos restos del destacamento de Togul Barok se perdieron hacia el sur, brincando entre las rocas. Ninguna crónica vuelve a mencionarlos.
Había alguien más allí, aunque al principio no lo habían visto, pues su negro pelaje se confundía con las columnas de basalto. El caballo dio un débil relincho, se incorporó con trabajo después de intentarlo tres veces y vino a ellos renqueando. Kratos corrió hacia él y se abrazó a su cuello. El pobre Amauro había quedado reducido a poco más que un pellejo extendido sobre el costillar. Kratos lloró al verlo en ese estado, y no dejó de decirle ternezas y de palmearle el cuello. Después desenvainó su espada y se dispuso a acabar con los sufrimientos del que durante años había sido su fiel compañero. Pero Linar lo retuvo agarrándole del codo.
—Espera.
—Tengo que ser yo quien lo haga, Linar.
—Tal vez aún pueda hacer algo por él. Ahora, debemos buscar la forma de llegar a la isla.
Amauro volvió a tenderse en la arena, resignado a su suerte. Riamar se aproximó a él y le acercó el morro. Los dos animales debieron de decirse algo, porque al final Amauro se levantó y siguió a Riamar hacia las ruinas, donde habían encontrado agua.
Siguieron el malecón hacia la derecha. A unos cien metros de allí formaba un recodo, y dentro de él se abría un pequeño puerto de aguas tranquilas. Se acercaron a él, saltando de bloque en bloque. Un balandro se balanceaba mansamente, fondeado en un embarcadero natural, con las velas recogidas. A popa, junto al timón, se sentaba su único tripulante, un hombre flaco, vestido con un manto negro, de nariz estrecha y cráneo afeitado y venoso.
—Un Pinakle —susurró Derguín.
—¿Cómo demonios ha llegado aquí antes que nosotros? —preguntó Krust.
Aperión se acercó al borde del embarcadero y balanceó los brazos para saltar al balandro. Pero el Pinakle se puso en pie y se lo prohibió con la mano.
—Sólo dos hombres pueden pisar la isla de Arak —advirtió con voz áspera.
Los cuatro aspirantes a la Espada se miraron. Las mentes de todos cavilaban el mejor modo de elegir a los dos tripulantes del pequeño velero cuando el Pinakle añadió:
—Esta mañana ya partió el primero. Sólo uno de vosotros puede embarcar.
Volvieron a cruzar miradas. Toda camaradería había desaparecido; los ceños estaban fruncidos y los labios arrugados sobre los dientes, como si olisquearan en el aire la sangre que aún no se había derramado. Kratos señaló hacia la arena de la explanada.
—Vamos allá. Tenemos que decidir.
Mientras se alejaban del velero, Aperión trastabilló con el borde de un pilar de basalto y cayó sobre Linar. El mago estiró los brazos para sujetarlo, más por reflejo que de intento. Después profirió un gemido apagado, cayó sobre la rodilla derecha, manoteó un momento en el aire y, por fin, cayó boca arriba. Aperión había recobrado el equilibrio como por ensalmo, y ahora en su mano se veía un diente de sable ensangrentado. Buscaba el corazón de Linar y al parecer lo había encontrado; en el pecho del Kalagorinor había aparecido una mancha oscura que se extendía lentamente.
Aperión retrocedió unos pasos, desenvainó su espada y los miró a todos. Derguín acudió junto a Linar y se arrodilló a su lado. Tenía el ojo abierto, pero la vista se le había quedado fija. Le tocó el cuello para buscarle los latidos y no los encontró. Kratos dejó caer la mochila y el capote, desenvainó a Krima y avanzó decidido hacia Aperión. Los músculos que le tensaban las mandíbulas se marcaban como sogas en sus sienes.
—Ahora pagarás por un crimen más.
—¿Crimen? —repuso Aperión—. Ese hechicero era amigo tuyo y de tu cachorro. Yo nada le debía. Si no me hubiera adelantado a él, nos habría quitado de en medio a Krust y a mí.
—No me incluyas en tus manejos —dijo Krust.
—¿Por qué no? Tú también sales beneficiado. Ahora los cuatro podemos luchar limpiamente. El que quede vivo, montará en esa barca.
Kratos dio otro paso hacia Aperión. Ya estaba a menos de cuatro metros.
—No serás quien quede vivo, tenlo por seguro. Vamos a arreglar cuentas, tú y yo.
—Pero sin aceleraciones —respondió Aperión, enseñando los dientes—. Hoy no harás como la última vez. Limpiamente, como te he dicho.
—Limpiamente no —dijo otra voz.
Era la de Linar.
Derguín se había puesto en pie y buscaba la empuñadura de Brauna, pero ahora volvió la mirada al Kalagorinor. Éste, que se había incorporado a duras penas, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y la mano izquierda apretada contra el pecho, como si pretendiera taparse la hemorragia con los dedos. Derguín se acercó para levantarlo, pero el mago rechazó su ayuda y se quedó sentado.
—Te sorprende que los demás sigan vivos, tah Aperión —dijo Linar.
Su voz sonaba apagada y cada palabra brotaba de su pecho con un gran esfuerzo, pero miraba a Aperión con una intensidad que daba miedo.
—¿De qué hablas, viejo cuervo?
—Hace varias noches llenaste el odre del que beben Kratos y Derguín con agua del río.
—¡No digas majaderías!
Derguín se llevó la mano al vientre. Había visto caballos agonizando por beber las aguas del Haner, y más tarde los cadáveres de los hombres que el príncipe había ido abandonando. De pronto sintió bascas y los intestinos se le retorcieron.
—Dormíamos, creías tú —siguió Linar—. Pero yo veo todo. Cambié los odres.
Levantó el caduceo como si pesara una tonelada y con la boca de la serpiente apuntó a Aperión.
—Tu traición ha podrido tus entrañas. Te he mantenido en pie hasta ahora. No más.
Aperión tosió, y un chorro de sangre brotó de su boca. Soltó la espada y cayó de rodillas, apretándose el estómago con ambas manos. Dio dos arcadas y vomitó otra bocanada de sangre, más negra y abundante que la primera. Después se apoyó en el suelo y trató de incorporarse, pero empezó a toser y con cada tos arrojaba otro chorro de sangre más fétida y oscura que la anterior.
Kratos se plantó delante de él.
—Mírame.
Aperión levantó la cabeza, y sus ojos miraron por última vez con todo el odio que había acumulado a lo largo de los años. Kratos le agarró del pelo con la mano izquierda, tiró hacia arriba para levantarle la barbilla y, con la parte central del filo, lo decapitó de un solo tajo. El cuerpo de Aperión cayó de lado. Kratos alzó la cabeza, la miró de cerca y escupió entre los ojos. Después giró la cintura, estiró el brazo para tomar impulso y la arrojó al mar.
Los demás lo observaban horrorizados por aquella acción impía. Kratos limpió su espada en la ropa de Aperión, la envainó y por fin les devolvió la mirada.
—Le cortó las manos y la lengua a mi amigo Siharmas. A mi amante le arrancó los párpados antes de decapitarla. Que su espíritu me persiga para vengarse de mí, si se atreve. Aún pagará más.
La sombra de Kratos se alargaba sobre los pilares de basalto y sus ojos relucían con una fiera determinación. Derguín buscó la mirada de Linar, pero el mago se había quedado sentado con las piernas cruzadas, y había cerrado los párpados. Era imposible saber si estaba vivo o muerto, aunque la mancha oscura sobre su pecho había dejado de extenderse. Ahora que había llegado el momento de que decidiera entre Kratos y Derguín, no daba señales de verlos.
Tal vez finge, pensó Derguín. Tal vez no sabe qué hacer y prefiere que sean las espadas las que elijan.
—Quedamos tres —resumió Kratos—. La arena del reloj corre en contra nuestra. Hemos de decidir quién va a montar en esa barca.
El Mazo se inclinó sobre el hombro de Derguín.
—Puedo acercarme a él como quien no quiere la cosa y espachurrarle el cráneo con la maza.
—No te preocupes —contestó Derguín, sin dejar de mirar a Kratos—. Todo sucederá como tenga que suceder.
Una extraña sensación de adormecimiento se había apoderado de él. Se sentía pesado y a la vez ajeno a su cuerpo, como si se hallara encerrado en un sueño. Era un espectador de lo que estaba pasando, tan sólo un lector del libro del destino.
—Las espadas deben decidir —dijo Kratos—. Echémoslo a suertes. Dos de nosotros lucharán y el otro esperará el resultado para enfrentarse con el vencedor.
Krust levantó las manos, mostrando sus palmas.
—¡Oh, no, no! Conmigo no contéis para pelear.
Kratos lo miró, perplejo.
—No, no, señores Tahedoranes. —Krust se desciñó el talabarte y, con todo cuidado, lo depositó en el suelo—. Mi única esperanza era llegar aquí el primero. No se me ocurre cómo puedo venceros, a no ser en un duelo de comer chuletas. —Sus ojos se volvieron al noroeste. El sol, cerca ya del horizonte, parecía incendiar las brumas que ocultaban de la vista la isla—. Y no tengo el menor deseo de correr tras ese diablo de ojos dobles. Llamadme cobarde si queréis, pero no lo haré.
Kratos inclinó la cabeza.
—No seré yo quien te llame cobarde, pues llegando hasta aquí has demostrado tu valor.
Después miró a Derguín. El muchacho se estremeció. En la mirada de su maestro no quedaba ningún rastro de calor.
—Hicimos un juramento, tah Derguín. Seguiríamos juntos hasta este momento. Hemos llegado al mar, y sólo quedamos tú y yo. Me temo que Linar no puede decidir entre nosotros.
Derguín tragó saliva.
—Entonces, debemos luchar.
Como ya habían hecho en la remota Zirna, maestro y discípulo se arrodillaron y se saludaron tocando el suelo con la frente. Después se levantaron, adelantaron la rodilla derecha y, muy despacio, desenvainaron sus espadas. Brauna, obra de Amintas, y Krima, forjada por Beorig, habían de cruzarse por primera y última vez. Derguín imaginó que su hoja se hundía en el cuerpo de Kratos y el estómago se le revolvió al recordar el sonido de la carne macerada.
—Puedo enfrentarme a Togul Barok mejor que tú —dijo Kratos, sin moverse. La kisha de su espada apuntaba a Derguín, clavada al aire por garfios invisibles—. Hay un secreto que él conoce y tú no. No quiero que el príncipe te mate.
—¿Y para evitarlo me matarás tú?
—Preferiría no hacerlo, Derguín. Deja que vaya yo a la isla. Si consigo la Espada de Fuego, te prometo que haré que te sientes a mi derecha. Tendrás todos los honores que mereces.
—Deja al muchacho, Kratos —intervino Krust—. Estás intentando liarle la cabeza para que no pueda pelear bien.
—¡Eso, no lo aturulles! —protestó El Mazo.
—Él no puede vencerme —contestó Kratos, sin apartar los ojos de Derguín.
Estaban a dos metros. Si uno de ellos se arriesgaba a atacar de repente, podría llegar al cuello del otro y matarlo o morir a mitad del movimiento. Una sola técnica sería el final.
Derguín tuvo una visión. El mismo viento que en sus pesadillas lo llevaba al yermo infernal ahora lo había arrastrado a aquel confín del mundo, y sin embargo, allí, en el borde último de las tierras, era donde se cruzaban todos los caminos.
«¿Cómo reconoceré mi destino, padre?»
«Cuando llegue el momento, deja la mente en blanco. Que el corazón te guíe.»
Derguín cerró un instante los ojos, lo olvidó todo y dejó que su cuerpo actuara por él. Cuando volvió a abrirlos, sus manos, que de pronto parecían las de otra persona, estaban devolviendo a Brauna a su funda. El acero rechinó sobre la madera durante una eternidad, y al final los gavilanes de la empuñadura chocaron contra la vaina con un ruido sordo, como el de una puerta cerrándose para siempre. Derguín suspiró aliviado, bajó los hombros y dijo:
—Eres mi maestro, tah Kratos. Jamás levantaré la espada contra ti, aunque en ello me vaya la vida.
Krust soltó una exclamación de asombro y El Mazo blasfemó entre dientes. Kratos no se movió, pero la punta de su espada tembló una sola vez. Derguín se dio la vuelta y los dejó allí.
Caminó hacia el borde del mar y luego siguió hacia el norte, saltando entre los pilares de basalto. Las olas rompían con golpes sordos y lo bañaban de espuma. La boca se le llenó de agua de mar, pero mezclado con su sabor salado había otro más dulce y cálido, y se dio cuenta de que estaba llorando. Llegó a una minúscula playa, que se abría en el malecón como una media luna, y saltó a ella. Se quitó las botas y dejó que la arena, que era oscura y gruesa, se clavara en sus dedos. Una ola llegó más lejos que las demás y le acarició los pies. Pensó, sin saber por qué, que aquellas aguas no pertenecían al reino de Tríane. De pronto, el estómago se le vino a la boca. Cayó de rodillas sobre la arena y empezó a vomitar, y siguió vomitando hasta que en la última arcada creyó que las tripas se le iban a derramar por la boca. Una ola se estrelló contra él, lo empapó entero, y en el reflujo arrastró todo lo que había vomitado. Derguín pensó que aquello tenía un significado, pero su mente estaba tan embotada que no supo desentrañarlo.
—Derguín.
Se levantó y se volvió hacia la izquierda. Sobre las rocas de basalto que bordeaban la cala se alzaba Linar, apoyado en su caduceo. Visto desde allí abajo parecía más alto que nunca. La mancha negra ocupaba todo su pecho, pero ya se estaba secando.
—Tú… estás vivo.
—Por suerte para vosotros.
Derguín recordó las palabras de Mikhon Tiq sobre la syfrõn y comprendió lo que Linar quería decir.
—Te ha clavado el diente en el corazón.
—Mi corazón dejó de latir hace cientos de años, Derguín. No es él quien mueve mi sangre ni da fuerza a mis miembros. ¿Puedes subir? —añadió, en tono fatigado—. Me ha costado seguirte hasta aquí, y si intento bajar por estas piedras acabaré rodando por la arena. No tengo edad para eso.
Derguín se puso las botas y trepó a donde estaba Linar. La silueta del Kalagorinor se recortaba contra el mar, alargada y ribeteada de púrpura, como un monolito bañado en la sangre del cielo. El sol había empezado a hundirse en el mar.
—¿Por qué has hecho eso, Derguín?
Tardó en comprender a qué se refería el mago.
—No más sangre, Linar. No más muerte. No puedo soportarlo.
—Elegiste el camino del acero. El acero siempre acaba mezclándose con la sangre.
—Es igual. —Derguín agachó la cabeza—. No tengo valor para ser el Zemalnit. No quiero.
—Lo que tú quieras da igual, Derguín. Mírame.
Derguín se resistió a levantar la cabeza, pues la sensación de que se encontraba dentro de un sueño se hizo mucho más fuerte, y de pronto el mugir de las olas se convirtió en el ulular del viento en la llanura baldía, el yermo de su vieja pesadilla, y temió lo que podría encontrar si miraba hacia lo alto.
—Mírame.
La orden no podía ser desobedecida. Derguín enderezó el cuello, y respiró aliviado al ver el rostro familiar del viejo mago. Sus hombros se relajaron, pero fue sólo un instante. Pues Linar se quitó el parche y por primera vez miró a Derguín con su ojo derecho. El muchacho se quedó helado, pero ya no pudo apartar la vista de lo que tenía delante.
Un ojo rojo y palpitante, tan grande como un huevo, parecía haber brotado en la órbita derecha de Linar, como si el parche, más que taparlo, lo hubiera contenido hasta entonces. Aquel ojo tenía tres pupilas, tres puntos negros que formaban un triángulo invertido. Su mirada era inhumana, cruel como un viento cargado de arena ardiente que le arrancara las ropas, la piel y la carne, que le limara los huesos. Derguín gritó, pero no pudo oírse, y volvió a gritar más fuerte, pero no encontró suficiente aire en sus pulmones para dar sonido a su voz.
El mar desapareció de su vista. Linar se convirtió de pronto en una gran águila blanca y levantó el vuelo, arrastrando a Derguín entre sus garras. Dejaron atrás las tierras y el mar, atravesaron una nube helada que crepitaba en blancos relámpagos. Subieron por encima del cielo azul, llegaron a un espacio inmenso y oscuro donde las voces no sonaban, volaron rodeados de estrellas frías y remotas. Pero dentro de su cabeza, el gran ojo seguía clavado en él, y Derguín contemplaba todo lo que veían las tres pupilas. El tiempo se convirtió en un país de mil ríos que bajaban levantando cortinas de espuma. Asistió a futuros insondables, a encrucijadas de probabilidades. Y mientras se asomaba a ellos, le llegó el eco de una voz terrible, y supo que el dios loco Tubilok se removía en sueños en su prisión de piedra bajo el lecho del mar, y reclamaba que le devolvieran su ojo. «Todavía no lo tendrás», contestó la voz de Linar, deformada por la tensión y por un miedo que ningún mortal podía concebir. Los ríos del tiempo se cruzaban, mezclaban sus aguas, se aniquilaban, se devoraban unos a otros. Derguín vio dos corrientes muy anchas, y en una de ellas flotaba su propio cadáver, desmadejado sobre unos escalones arrastrados por el agua, y en otra el cuerpo era el de Kratos. En un puente por encima de ellos, Togul Barok blandía la Espada de Fuego y arrastraba a Áinar a la guerra. Pueblos enteros inundados, el suyo propio ahogado en una guerra insensata. Los dioses volvían y señoreaban la Tierra.
Pero a la vez surgían arroyos más angostos y de curso más imprevisible. En algunos de ellos, Derguín lograba sacar la cabeza del agua, levantaba la Espada de Fuego y Togul Barok se hundía en un remolino con un aullido interminable; mas estos torrentes también se bifurcaban y la mayoría de ellos conducían a un mar de llamaradas y sangre, antes o después. En algunos futuros los dioses regresaban, magníficos y hermosos sobre sus navíos blancos; en otros, Tubilok despertaba y anegaba el mundo bajo un mar de lodo y corrupción; en unos pocos más, el Rey Gris derramaba sus cataratas de Inhumanos sobre los reinos de Tramórea. Había unos riachuelos, pocos, que se perdían más allá de la visión; pero en otras corrientes confluían todos los desastres: fuego, barro, podredumbre, la extinción de la raza humana, la aniquilación del orbe entero. «Y sólo estoy yo para esperar a los dioses», se quejó una voz desmayada, y Derguín supo que era Linar, abrumado por las visiones. Todo se aceleraba, ya no podía retener lo que desfilaba ante él. Derguín moría, Derguín se dejaba corromper, Derguín se convertía en un tirano sanguinario, guerra, muerte, sangre, llama. Dioses, gusanos que se alzaban al cielo, Ulma Tor que reía, Mikhon Tiq —sí, Mikhon Tiq— desatando las fuerzas de la destrucción…
De pronto todo acabó. Derguín estaba frente al mar, apretándose las sienes. Linar había caído de rodillas. Tenía los hombros encogidos y las manos engarfiadas sobre el caduceo. Derguín se acercó a él y le ayudó a levantarse. Por debajo del parche, dos hilos de sangre goteaban por las mejillas del mago.
—¿Es verdad lo que he visto, Linar?
El Kalagorinor se apoyó en el hombro de Derguín y se incorporó. Los dedos le temblaban.
—He tenido que hacerlo, Derguín. Habría querido evitarlo, pues el riesgo de despertarlo es terrible, pero tenía que saber.
—¿No hay esperanza?
El sol ya se había puesto. Por encima del horizonte, las tres lunas, Shirta, Taniar y Rimom, aparecían en la conjunción que inauguraba un nuevo mes, un nuevo año, un milenio. Pero sus luces, aún débiles, no formaban un ojo diabólico, sino que se asomaban frías y distantes a los asuntos de los hombres. No ayudaremos, pero tampoco obraremos contra vosotros, parecían decir.
—Vamos con los demás, Derguín. Se hace de noche.
Linar respiró hondo y enderezó los hombros. De algún lugar escondido sacó nuevas fuerzas, y empezó a caminar a grandes zancadas de vuelta al embarcadero. Derguín corrió tras él.
—¡Contéstame, Linar! ¿No hay esperanza? —suplicó.
—Esa respuesta tendrás que dármela tú.
—¿Qué quieres decir?
—Si Kratos pone el pie en la isla de Arak, morirá. Tú, tal vez no.
—¿Entonces? —jadeó Derguín.
El corazón se le desbocó, y de pronto olvidó las terribles visiones y todo lo que había dicho sobre sangre y muerte.
—Serás tú quien luche por la Espada de Fuego.