Al día siguiente partieron con la primera luz del día. El valle estaba aún sumido en una honda penumbra, pues, encerrado entre las montañas del este y las del oeste, aquél era un país sin horizontes, alumbrado por una estrecha franja de cielo. Llevaban guías, dos bárbaros de pelo hirsuto vestidos con pieles de oso gris que se habían comprometido a conducirlos hasta el otro lado de las montañas. Más allá no, porque era «mala tierra»; aunque no supieron dar cuenta de en qué consistía su malignidad.
Caminaron toda la jornada entre las dos murallas de roca, alejándose cada vez más del Diente Pelado, que aún dominaba el paisaje desde su altura nevada. Cada paso que se desviaban al sur ponía más inquieto a Kratos, pero los guías le explicaron en su montaraz dialecto que era la única forma de encontrar un paso practicable al otro lado. Salieron de los abetales y atravesaron una zona de terrazas de granito horadadas por pozas oscuras. Allí rellenaron los odres que habían comprado en el poblado; llevaban tanto líquido que el caballo de El Mazo parecía más bien burro de aguador. El resto de la impedimenta la transportaban ellos mismos a los hombros, pues la yegua seguía cargando con Linar y Derguín había dejado bien sentado que Riamar no llevaría nada a cuestas.
—Quien tenga alguna objeción, puede volver a Grios a pedir que le presten un caballo —añadió, mirando a los ojos a Aperión, que rezongaba por andar cargado como una acémila, él, que era un caudillo de hombres.
Después de mediodía emprendieron la subida por un sendero plagado de crestas y espolones. Las piedras se veían surcadas de profundas grietas verticales. El hielo, con su cuña paciente e implacable, había creado relieves estrambóticos, como pagodas de Malabashi. El camino giró hacia el norte rodeando una gran giba granítica; allí, en aquellos rincones que la mole rocosa ocultaba del sol durante todo el día, quedaban restos de nieve del año anterior. Mikhon Tiq se apartó por un momento de la yegua que cargaba con Linar, se acercó a un nevero y estrujó entre los dedos aquella materia tan blanca como las arenas de su isla, Malirie, y sin embargo tan fría. Siempre le había gustado la nieve, le confesó ruborizado a Tylse cuando ésta le miró. La Atagaira sonrió; una de las pocas sonrisas que se le había escapado en aquellos días.
El día fue agotador. Tanto los guías Kurhones como Tylse saltaban entre las piedras como cabras montesas, pero los demás tropezaban y se torcían los tobillos a cada paso. Por fin, al atardecer llegaron a dos altas crestas que según sus guías se llamaban los Cuernos del Demonio, y entre ellas se asomaron al oeste y tuvieron su primer atisbo de las tierras que se extendían más allá de la Sierra Virgen.
El sol rozaba ya un horizonte que había regresado a una posición más familiar para los hombres del llano, que no acostumbran a levantar los ojos. A sus pies arrancaba una bajada vertiginosa entre ásperos peñascales, y luego se extendía una ladera grisácea. Más allá, una gran llanura con ondulaciones que quedaban difuminadas por la distancia, la neblina y la luz oblicua. De lejos asemejaba un océano verde, y Derguín recordó que en el mapa de Tarondas casi toda aquella región hasta el mar la ocupaba un inmenso bosque.
Al día siguiente, sus guías los llevaron hasta un torrente que bajaba entre las quebradas y que, era de suponer, se convertía en el río que los Pinakles habían llamado Haner. Allí los dejaron y se volvieron a sus montañas.
Durante día y medio descendieron hacia la llanura. Llegaron después a la zona de bosques que habían oteado desde las crestas de la sierra. El río había ido creciendo y ya tenía cinco o seis metros de anchura. Caminaron a la derecha de su curso, aunque en ocasiones tenían que desviarse, pues la vegetación se hacía cada vez más espesa. Al principio los árboles eran de especies a las que estaban acostumbrados, robles, castaños, sauces, fresnos, y el color rojo y el amarillo dominaban al verde. Pero aunque seguían una ruta que los conducía poco a poco hacia el norte, el terreno era cada vez más bajo y la temperatura aumentaba. El aire era más húmedo y empezaron a aparecer otros árboles exóticos cuyos nombres desconocían. A los dos días, se encontraron avanzando por una auténtica selva cuyo follaje era tan espeso como el de las junglas del sur de Pashkri. No parecía haber dos árboles iguales: crecían juntos, abrazados en sofocante promiscuidad, gigantes de esbeltos troncos, enanos de anchas copas, enormes arbustos de tallos tupidos y leñosos, helechos gigantes y espesos matorrales que apenas dejaban ver el suelo negro y blando. Era, por lo general, vegetación de hojas anchas, húmedas y carnosas. Encontraron multitud de pequeñas plantas carnívoras que exhibían formas llamativas y colores chillones para atraer a sus presas. Había lianas, madreselvas, líquenes, hongos de mil especies que crecían sobre los troncos y los tapaban a la vista.
Empezaba a resultar difícil abrirse paso. Mikhon Tiq desmontó a Linar de la yegua, pues a esa altura la cabeza le tropezaba con las ramas, y se lo acomodó a su propia espalda. El Kalagorinor era tan alto que, aunque Mikhon lo agarraba por debajo de las corvas, los pies le rozaban en el suelo. Derguín ayudó a su amigo a atar las piernas de Linar con correas, de modo que las llevaba encogidas como alas de pollo. Pero el mago se quedaba quieto en cualquier postura en que lo colocaran, por difícil que fuera.
Kratos no dejaba de repetir que aquél era un lugar raro, innatural, y los demás estaban de acuerdo, pues había algo en aquella selva que crispaba los nervios. Cuando hacían un alto y dejaba a Linar en el suelo, Mikhon Tiq olisqueaba, escarbaba con las uñas y examinaba la tierra, probaba el agua del río, la revolvía en su boca antes de escupirla y meneaba la cabeza.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Derguín.
—Aún podemos beberla sin que pase nada, pero pronto será venenosa.
—¿Venenosa?
Mikhon Tiq levantó la cabeza y miró a su alrededor, venteando el aire.
—El veneno se halla en todo este lugar, y su presencia es más intensa a cada paso que damos hacia el oeste. Está en el aire, en el suelo, en las plantas. Es el veneno que levantaron las antiguas guerras, el que contamina el desierto de Guiños o los pantanos de Purk. Una ponzoña que ni miles de años pueden curar.
—¿Es muy virulento?
—Si nos quedáramos aquí demasiado tiempo, nos acabaría matando. Está en todas partes, pero sobre todo en el agua. Ya te digo que aún podemos beberla, pero no por mucho tiempo. Esperemos que este viaje sea corto.
Derguín se estremeció. Si el mapa de Tarondas no estaba equivocado, aún les quedaban muchas leguas hasta el mar. ¿De qué morirían antes, de envenenamiento o de sed?
—¿Cómo puede haber plantas aquí?
—Ellas son más fuertes y se adaptan al veneno. Vosotros no podréis.
Vosotros, pensó Derguín. Mikhon Tiq lo había dicho con ligereza; sin duda no pretendía ofenderle, sino que ya no se sentía un mortal como ellos. Pero para recordarle que los Kalagorinôr no eran simples hombres, allí estaba Linar, una estatua opalescente y ligera, la imagen de un ídolo silencioso que no había dado señales de vida ni de muerte en muchos días.
Cada vez resultaba más penoso avanzar a pie. La vegetación era tan tupida que los árboles parecían brotar del mismo río. De cuando en cuando hallaban alguna trocha entre la espesura, pero la mayor parte del tiempo tenían que abrirse paso con las hachas que habían traído del poblado kurhón. Aunque el otoño estaba avanzado, hacía cada vez más calor; un calor que, según Mikhon Tiq, también era un residuo de las guerras del pasado.
—Hay algo enterrado bajo el suelo, hacia allá —dijo, señalando al oeste—. De allí salen el calor y el veneno. Por fortuna, no pasaremos justo encima de ese lugar. De lo contrario… moriríamos.
Derguín entendió que había estado a punto de decir «moriríais», pero se había arrepentido.
Los animales que encontraban eran tan extraños como la flora del lugar. Había sobre todo arañas e insectos; unas libélulas grandes como gorriones revoloteaban delante de ellos haciendo zumbar sus alas irisadas. Por las copas de los árboles saltaban monos de ojos saltones y uñas largas y amenazantes. Una vez cazaron un animal tan grande como un cerdo, que se movía torpemente sobre patas arqueadas y gruesas como una tortuga, y cubierto de placas más duras que cuero prensado. Mikhon Tiq les recomendó que no probaran su carne, aunque las provisiones no abundaban.
Al caer la tarde, los mosquitos empezaron a atormentarlos con sus picaduras. Entre los viajeros se estableció una competición de maldiciones y juramentos. Krust demostró tener un repertorio inagotable que a menudo hacía reír a los demás; aunque los exabruptos de El Mazo eran los más brutales. Ambos habían hecho buenas migas, pues tenían mucho en común. Ahora que la barba de El Mazo empezaba a repoblarse, parecía una réplica aumentada de Krust, que ya de por sí era un hombre grande. Cuando se reían, los dos lo hacían con todo el cuerpo, moviendo a la vez la tripa y la barba, y también eran los que más gruñían cuando llegaba el reparto de las magras raciones.
El río medía ya diez metros de ancho. Al ver que bajaba tranquilo, sin rápidos ni grandes remolinos, decidieron que merecía la pena perder un día o dos fabricando balsas en vez de seguir abriéndose paso a hachazos entre la maleza. El Mazo recordó sus tiempos de leñador y taló más árboles que todos los demás juntos. En día y medio de trabajo construyeron dos almadías atadas con lianas. Aperión no dejaba de gruñir; sin duda, Togul Barok se pondría muy contento si se enteraba de que en vez de avanzar se entretenían con labores de carpintero.
—En cuanto tengamos listas las balsas le quitaremos toda la ventaja —repuso Krust, el único que se molestaba en contestarle—. Así que, ¡arrima el hombro y deja de rezongar como una vieja, tah Aperión!
Con ramas escamondadas fabricaron remos y pértigas para todos, y también clavaron troncos más finos en los costados de las almadías, a modo de bordas. Con todo esto, a mediodía del día 21 botaron las embarcaciones. En una de ellas viajaban Kratos y Mikhon Tiq, junto con Linar, al que sentaron apoyado en los fardos. Llevaban también a los caballos, que al principio se mostraron reacios a montar. Pero Mikhon los adormeció con un suave canturreo y consiguió que viajaran tranquilos. En la segunda balsa iban los otros cuatro Tahedoranes y El Mazo.
Pronto se acostumbraron a remar y a clavar las pértigas en el fondo cuando la corriente los arrastraba hacia las orillas. Avanzaban más rápido que a pie y además en medio del río el aire resultaba menos sofocante que bajo los árboles. Sobre sus cabezas el sol brillaba mortecino tras una capa de cirros; con todo, su luz les levantó los ánimos. La única a la que molestaba era a Tylse, que no dejaba ni una pulgada de piel expuesta a sus rayos y sólo se bajaba la capucha después del crepúsculo.
El río llevaba un par de días fluyendo casi directo a poniente; pero en las últimas horas del atardecer el sol no llegaba a darles en los ojos, pues el dosel que formaban las copas de los árboles era tan alto y tupido que lo ocultaba mucho antes de que llegara al horizonte. A Derguín le extrañaba que un lugar en el que flotaba el veneno pudiera reventar de vegetación.
—Sí, es un lugar lleno de vida —le respondió Mikhon Tiq—. Pero no es como la nuestra. Las plantas y los animales de estas tierras son diferentes, pervivencia de un mundo aún más antiguo que los recuerdos que se guardan en mi syfrõn. No sé si se han adaptado a este efluvio tóxico que lo impregna todo o en realidad son fruto de él.
No tardaron en tener muestras de que las criaturas que moraban en aquellos parajes eran muy diferentes de las del mundo que conocían. El sol ya caía y los escasos rayos que lograban filtrarse entre la vegetación entretejían enmarañados tapices de luces y sombras. En la orilla izquierda se abría un pequeño claro, a ambos lados de un tronco caído. Había allí un gran revuelo de aves. Derguín creyó ver el casco de un caballo emergiendo entre las hierbas y alertó a los demás. Se acercaron a investigar. Ataron las balsas al tronco y echaron pie a tierra. Una bandada de extraños pajarracos levantó el vuelo entre graznidos de rabia y frustración. No tardaron en averiguar la razón: las habían interrumpido en mitad de su banquete. Entre los helechos y el herbazal se amontonaban cadáveres de hombres y de caballos que hedían a sangre y a tripas reventadas.
—Mirad esto —señaló Kratos, girando un cuerpo con la punta de la bota.
La casaca negra con un terón bordado en rojo revelaba que el muerto había sido soldado de Togul Barok. La mitad del rostro había sido arrancada por las fauces de alguna bestia, y luego los picotazos de las aves habían terminado de desfigurarlo. También tenía brazos y piernas desgarrados por terribles dentelladas. Kratos se agachó sobre el cadáver tapándose la nariz y lo examinó.
—No conozco ningún animal que muerda así. Parece una boca muy estrecha y alargada, como la de un caballo, pero con dientes afilados.
Derguín se apartó para vomitar. Tylse se acercó a él y le puso la mano en la espalda.
—¿Te encuentras bien? No es más que un cadáver.
—Debería acostumbrarme, ¿verdad? Yo mismo he sembrado unos cuantos por el mundo. —Derguín se enderezó y se limpió la boca—. Lo siento. Llevo todo el día con el estómago revuelto.
—Es este lugar —repuso Tylse, mirando aprensiva a ambos lados—. A mí me pasa lo mismo. No consigo pegar ojo, y cuando logro dormir mis sueños son malignos.
Encontraron restos de al menos diez cuerpos humanos, y otros tantos de caballos. Los atacantes no habían tenido tiempo o apetito suficiente para disfrutar el festín y se habían conformado con algunas porciones, dejando el resto para los pájaros carroñeros. Aparte de las mordeduras, todos los cadáveres presentaban heridas largas y profundas en el vientre y el pecho.
—Parecen de espada o de cuchillo —dijo Kratos—. Pero ¿qué clase de animal maneja un cuchillo?
Buscaron en vano el cadáver del príncipe entre sus hombres. Aunque los cuerpos estaban demasiado desfigurados para reconocerlos, ninguno de ellos tenía la estatura de Togul Barok.
—Sigue vivo —se lamentó Krust—. ¡Qué mala suerte!
—Puede que no nos lleve ni siquiera un día de ventaja —repuso Kratos—. Estos cadáveres son bastante recientes.
Se dedicaban a recoger arcos y flechas cuando El Mazo, que se había alejado unos pasos, los llamó con su vozarrón. Acudieron a comprobar qué había encontrado. Entre un montón de helechos aplastados yacía una extraña criatura. La cabeza se hallaba a unos tres pasos del cuerpo, limpiamente cercenada. Era similar a la de un lagarto, con mandíbulas largas y dientes aguzados como una sierra. Los ojos ambarinos seguían abiertos y los observaban malévolos. El cuerpo era casi del tamaño de un hombre y estaba recubierto de escamas verdosas y rojizas que formaban vivos dibujos. La cola medía al menos metro y medio. La forma de sus extremidades sugería que aquel animal caminaba sobre dos patas. Kratos le examinó los pies. El primer dedo estaba atrofiado, mientras que el tercero y el cuarto debían servirle para apoyarse; fue el segundo el que más le llamó la atención, pues estaba curvado hacia delante y armado con una enorme garra, curva y aguzada como una hoz.
—Ése es el cuchillo que estabas buscando, Kratos —comentó Krust—. ¡Es aún más agudo que un diente de sable!
—El golpe que ha segado el cuello de este animal es limpio. Lo ha hecho una espada. Seguro que ha sido Togul Barok.
—Esta matanza no es obra de una sola criatura —intervino Mikhon Tiq, acercándose a ellos—. Lo mejor será que volvamos al río.
Krust le miró irritado, pero no contestó. Ni él ni Aperión toleraban bien que aquel jovenzuelo les diera instrucciones; pero tampoco olvidaban el poder destructor que podía brotar de sus manos y su espada.
De la espesura llegó un exótico canturreo, como la llamada de un ave gigantesca. Riamar se acercó a Derguín, apoyó la cabeza en su espalda y lo empujó hacia el río, restregándole el borde retorcido del cuerno contra los omoplatos.
—Tranquilo, Riamar —murmuró Derguín—. Ya nos vamos.
Hubo un estrépito entre las ramas y todos contuvieron el aliento. Un pájaro rojo y amarillo salió volando hacia el río con un graznido. Las manos que habían buscado las empuñaduras de las espadas volvieron a abrirse. Tylse y Derguín se sonrieron, como diciéndose que se habían vuelto demasiado asustadizos.
Un relámpago verde brotó de detrás de un helechal y saltó sobre El Mazo con un chillido inhumano. El gigante cayó al suelo, derribado por una criatura carnicera aún más grande que la que habían visto muerta. Rápido como una cobra, el depredador se inclinó sobre el cuello de El Mazo abriendo la boca. Pero Tylse fue aún más veloz, y lo decapitó de un tajo antes de que llegara a morderle.
El cuerpo sin cabeza aún coleó y pateó unos segundos en el suelo antes de morir. El Mazo se levantó con la ayuda de Krust y Derguín, pálido como una mortaja. Se palpó el cuerpo para comprobar si tenía heridas. La gruesa piel que vestía estaba desgarrada, pero no había sangre bajo ella. La frente de la calavera que colgaba de su cintura se veía surcada por un largo arañazo que había rayado el hueso.
—Eres un hombre afortunado —le felicitó Derguín—. Si no hubiera sido por Faugros, ese espolón te habría sacado las tripas.
Entre el follaje sonó un coro de gorjeos nerviosos. A toda prisa, cortaron las amarras de las balsas, embarcaron y empujaron con las pértigas contra la orilla para apartarse de ella. Tres reptiles más aparecieron en el claro. Como habían sospechado, caminaban sobre las patas traseras, sin apoyar en el suelo aquellos terribles espolones. Sus cabezas de lagarto giraban nerviosas, en movimientos espasmódicos, como si fueran pájaros gigantescos. Al descubrir que sus presas se habían escabullido, sisearon y chillaron rabiosos. Uno de ellos dio un gran salto, cayó al río y empezó a nadar hacia las balsas que ya se alejaban hacia el centro de la corriente. Sin perder la calma, Tylse sacó una flecha de la aljaba, armó el arco, apuntó y disparó. El dardo se hincó en el ojo derecho del reptil, que murió con un último chirrido de agonía. Las otras dos criaturas, al ver el destino que había sufrido su compañera, prefirieron quedarse en el claro, hozando entre la carroña.
—¡Enhorabuena, Tylse! —la felicitó Derguín—. Has matado a dos, uno más que el príncipe.
Ella le sonrió, un gesto que en los últimos días prodigaba algo más. Las heridas de su rostro ya estaban curadas. De las de dentro, no le decía nada a nadie.
Por la noche siguieron avanzando mientras dormían por turnos. Tylse y Derguín coincidieron remando cuando Taniar se ocultó. Rimom reinaba gélida en el cielo, mientras Shirta empezaba a asomar su faz verdosa por el este. En la otra almadía, por delante de ellos, Mikhon Tiq manejaba la pala al tiempo que vigilaba la corriente.
—Nuestra madre se ha retirado a descansar —comentó Tylse, como de pasada.
—¿Qué quieres decir?
—Taniar es nuestra madre. Ella creó a las mujeres de Atagaira, una especie de capricho suyo. Por eso somos enemigas del Sol. Pero no debió moldearnos del todo bien.
—¿Por qué no?
Tylse se volvió hacia Derguín. Su rostro bañado en azul parecía frío como el de una muñeca de porcelana; pero sus ojos ardían febriles.
—Porque nos infundió fuerza y valor de hombres, pero dejó en nuestro corazón sentimientos de mujer. Nosotras deseamos varones de fuertes brazos, que nos abracen y nos hagan sentir mujeres de verdad, pero en lugar de eso Taniar nos dio a nuestros hombrecillos, que tiemblan cuando nos ven, agachan la cabeza y nos tocan con manos frías y blandas como tripas de pescado.
—¿Todos vuestros hombres son así?
—Todos. Acostarse con uno de ellos es como beber vino aguado o cerveza mezclada con orín. No nos queda más remedio que hacerlo para mantener nuestra raza, pero aquellas que pueden compran esclavos de otros pueblos para convertirlos en sus compañeros de lecho.
—¿Tú has tenido hijos, Tylse?
Ella se quedó callada un rato y miró hacia delante. Una lágrima le rodó por la mejilla, un diminuto zafiro bajo la luz de Rimom.
—Tuve una hija. Tylnode. Blanca como la leche, con los ojos de color turquesa, y ¡qué pulmones tenía!
Derguín no se atrevió a preguntar qué había sucedido con la pequeña, pero Tylse tenía ganas de desahogarse y siguió hablando de Tylnode. Se extendió contándole cómo lloraba por las noches, con qué fuerza se agarraba a sus pechos y cómo apretaba los deditos y le tiraba del pelo siempre que tenía ocasión; y cómo una mañana, después de mamar, la miró a los ojos, le sonrió por vez primera y soltó un ruidito delicioso, una risa que era como el gorjeo de un pajarillo contento.
—Me la quitaron a los seis meses.
—¿Por qué hicieron algo así?
—Porque siempre nos quitan a nuestros hijos. Si son niñas, las cuidan las ancianas de Taniar. Si son niños, quedan a cargo de los hombres. Nosotras tenemos que olvidarnos de que hemos sido madres y volver a acordarnos de que somos guerreras. Sólo así podemos defender nuestras tierras contra los enemigos.
—¿Y no volvéis a ver a vuestros hijos?
—Más adelante, cuando son mayores, pero… Yo no volví a ver a Tylnode. Ella echaba de menos mi leche: la de cabra la vomitaba toda. Me dijeron que duró sólo cinco días desde que me la quitaron. Debió de quedarse hecha un saquito de huesos, la pobre… —Tylse se enjugó otra lágrima y clavó el remo con rabia—. Eres joven y puedes tener más, me dijeron. De hecho, debes tener más, me dijeron. Tienes que parir por Atagaira, por tu reina. Como si fuera una yegua.
Durante un rato no dijeron nada más. Después, aprovechando que la balsa se deslizaba sola, Derguín apretó la mano de Tylse. Ella se giró hacia él y le miró a los ojos con una expresión que le hizo estremecerse.
—Cuando consiga la Espada de Fuego, volveré a Áinar —le dijo—. No pararé hasta encontrar a Kirión el Serpiente.
—Podrías haberlo matado en Grios. Tuviste tu oportunidad.
—¿Sabes lo que me hizo?
—Me lo contó Kratos…
—No quise matarlo. Me hubiera gustado tener más tiempo para irlo rebanando en pedacitos. Por eso, juro que tarde o temprano caerá en mis manos. Me suplicará mil veces que lo mate, pero no le daré esa merced.
Los dientes de Tylse relucían en la oscuridad mientras los hacía rechinar como si estuviera limando entre ellos los huesos de Kirión. Derguín pensó que no querría tener por enemiga a aquella amazona. Como si le hubiera leído el pensamiento, Tylse le agarró por la nuca, tiró de él y le besó. Al principio lo hizo con rabia, como si quisiera herirlo con su lengua, pero enseguida se calmó y se demoró unos segundos jugueteando con sus labios. Cuando le soltó, Derguín se quedó jadeando. El corazón le palpitaba como un tambor.
—Las mujeres de Atagaira estamos acostumbradas a tomar lo que queremos, no a ser tomadas. ¿Entiendes?
—Entiendo —musitó Derguín.
—Eres un muchacho muy guapo. Me gustaría saber si eres capaz de abrazar como un hombre de verdad…
Derguín no llegó a contestar, pues en ese momento Aperión se incorporó y se les quedó mirando. No dijo nada, pero curvó los labios en una sonrisa despectiva y Derguín se preguntó qué habría oído y qué habría visto.
Al día siguiente Mikhon Tiq les dijo que ya no debían beber agua del río. Tendrían que racionar los cinco odres que les quedaban. Por el momento, le hicieron caso, aunque de mala gana. Los caballos, aunque dormitaban la mayor parte del día gracias a los ensalmos que les canturreaba Mikhon Tiq, seguían abrevando en la corriente. Riamar era el único que se apartaba de ella. A escondidas, Derguín le daba parte de su ración de agua. Mikhon Tiq lo sorprendió más de una vez y sonrió con indulgencia. Ya se había dado cuenta de que aquel soberbio animal blanco no era un caballo como los demás, pero no comentó nada.
Al anochecer encontraron un islote que partía en dos las aguas del río. Vararon en él las balsas para tensar las cuerdas y lianas que mantenían unidos sus maderos, y de paso encendieron una hoguera para calentarse y cocinar. Al registrarla y ver que parecía un lugar seguro, aprovecharon para descansar unas horas.
—Yo velaré —les dijo Mikhon Tiq, y mientras los demás intentaban dormir, él se quedó observando el río, al lado de Linar.
Derguín no hacía más que dar vueltas. Aquella selva estaba impregnada de un aura extraña, una vibración que los oídos no percibían, pero que entraba por las manos y los pies y subía por todo el cuerpo como el correteo de un ejército de hormigas. Tylse estaba tumbada a su lado, un poco apartada de los rescoldos de la hoguera. Cada vez que Derguín se giraba, veía la silueta de su cadera, curvada a la luz de Taniar como una suave duna; entonces se le venía a la memoria el beso de la noche anterior y el pulso le zumbaba en las sienes.
Los demás se habían quedado dormidos, aunque también se agitaban en sueños y a veces se les escapaban palabras sueltas. El Mazo, que se había tumbado boca arriba, empezó a roncar, con unos ronquidos largos y poderosos que acallaban los rumores del río y de la noche. Derguín se arrastró por el suelo hasta pegar su cuerpo a la espalda de Tylse.
—¿Estás dormida? —le susurró al oído.
Ella no contestó, pero, sin darse la vuelta, sus manos buscaron a Derguín y manipularon en su propia ropa para abrirle camino. Hubo un rápido frufrú de tejidos rozándose, y después se acoplaron entre jadeos y susurro de hierbas, cubiertos por los ronquidos de El Mazo. Sus cuerpos reaccionaron con rapidez. Tylse echó un brazo hacia atrás y, con una fuerza insospechada, agarró a Derguín por los riñones para clavarlo contra ella. Al final no pudo reprimir un gritito, pero éste quedó devorado por un extraño ruido que llegó del río, como si las aguas hubieran roto a hervir durante un segundo. Se quedaron callados un instante, asustados. Todo volvió a la calma y ellos se rieron en silencio. Tylse se volvió, besó a Derguín muy despacio y le miró a los ojos.
—Gracias —le susurró al oído—. Me has limpiado la ponzoña que me dejó aquella serpiente.
Aquellas palabras no las olvidaría Derguín, por la ironía que, sin saberlo, demostraron encerrar. Tylse no tardó en dormirse abrazada a él. Pero Derguín seguía inquieto. Las hormigas de su cuerpo se habían retirado a la madriguera, pero a cambio no hacía más que pensar en aquel borboteo del río. Se le antojaba que las aguas estaban llenas de ojos y oídos y que todos lo vigilaban a él. «Debes serme fiel», le había dicho Tríane. Las aguas eran su reino. ¿También lo serían aquéllas, tan extrañas y tan alejadas de Ainar?
Con cuidado de no despertar a Tylse, apartó sus brazos y se puso en pie. Después de orinar al otro lado del islote, se acercó a los rescoldos y se sentó junto a Mikhon Tiq.
—¿No puedes dormir?
—No.
Su amigo sonrió, sin dejar de mirar al río.
—Pensaba que te habrías calmado.
—¿Es que has oído algo?
—Hace días que recuperé mis tímpanos. ¿Tú crees que es sensato hermanarse de esa manera con una rival?
—Lo había oído llamar de muchas maneras, pero «hermanar» es nueva —repuso Derguín, con una carcajada.
Después volvió la mirada hacia Linar. Había tenido la impresión de que se movía.
—Sí —contestó Mikhon Tiq, como si le hubiera leído el pensamiento—. Ya se le empieza a notar la respiración y ha recobrado la mayor parte de su peso. Creo que no tardará mucho en despertar.
—¿Cómo puede recuperar peso si no come ni bebe desde hace días?
—Todo lo que necesita lo extrae de su syfrõn. Pero es un proceso lento. El esfuerzo que hizo casi acabó con él.
—Algún día me explicarás qué es la syfrõn.
—Algún día, si tú me enseñas tus secretos de Tahedorán.
—No sabía que quisieras recordar nuestros viejos tiempos de Uhdanfiún.
—¡No! Bien olvidados están. Sólo quiero manejar a Istegané con un poco de dignidad.
Derguín le apretó la mano.
—Lo haces mejor que el mejor de los Tahedoranes, Mikha. Tu espada nos salvó en las montañas. Nunca podré olvidar cómo apareciste a lomos del terón, cabalgándolo como si fueras un dragonero. Fue magnífico.
—¿Te acuerdas de lo que te dije cuanto nos despedimos?
Derguín asintió.
—Me dijiste que cuando nos volviéramos a ver ya no seríamos los mismos.
—Sí, Derguín. Hemos pasado grandes pruebas, y hemos salido de ellas. Ahora somos algo más que jóvenes aprendices.
Pero de la ordalía más dura de todas no llegaron a hablar; y así no supieron que ambos habían visitado los campos de la muerte, sembrados de asfódelos, y que ambos habían estado a punto de beber las aguas del olvido. Su destino estaba más entrelazado de lo que ellos mismos sospechaban.
Mikhon Tiq los despertó a todos horas antes del amanecer. De mala gana, apenas descansados por aquel sueño atormentado de pesadillas y picores, tomaron las pértigas y los remos y siguieron río abajo. Cuando se hizo de día empezaron a vigilar la orilla izquierda, buscando señales del príncipe y sus hombres. Encontraron más adelante restos de una fogata, y después un caballo enfermo, tumbado en un helechal y acechado por una bandada de pájaros carroñeros. Tylse le disparó una flecha desde la balsa y acabó con su agonía.
—No deben estar muy lejos —dijo Kratos.
—¡Eso llevas diciendo tres días! —gruñó Aperión desde la otra balsa.
Derguín se hallaba confuso. El recuerdo de la noche anterior le hacía más palpable la cercanía de Tylse, de aquel cuerpo escondido del sol bajo capas de tela y fieltro, pero cuyo olor exuberante venteaba como si no hubiera nadie más en la balsa. Sentía violentos impulsos de apretarse contra ella, de pegar la nariz a su cuello y aspirar su aroma. Pero después de hablar con Mikhon Tiq, cuando por fin logró conciliar el sueño, había soñado con las tres ondinas que habían intentado seducirlo y arrastrarlo a sus oscuras aguas. Se había despertado empapado en sudor, con el corazón acelerado y un resabio ácido en la boca. Tenía grabado el aviso del hombre-cabra: «Ella es celosa. Su amor no puede despreciarse ni mancillarse». Cada vez que hundía el remo en el agua, imaginaba mil amenazas inescrutables bajo su superficie espesa y amarronada. Trataba de recordar a Tríane, su olor y el tacto de su piel, pero sólo le venía a la memoria aquella última mirada de advertencia y su voz severa. «Debes serme fiel.»
Se preguntó si la amaba o la temía, pero no encontró respuesta. Tan sólo sentía el recelo por las aguas del río; sin embargo, aquella aprensión que se aferraba a sus tripas se mezclaba con una tibieza lánguida cuando cruzaba su mirada con la de Tylse. El rostro de la Atagaira estaba envuelto en sombras tras la capucha, pero sus labios carnosos le tiraban besos a escondidas. Había descubierto en aquella guerrera una extraña ternura que la hacía más fuerte que el acero. A mediodía le había susurrado al oído:
—Cuando llegue el momento, no levantaré mi espada contra ti.
Derguín se estremeció. Siempre olvidaba que de los cinco Tahedoranes que remaban río abajo, sólo uno sería el Zemalnit. Pero sin duda había otros que lo tenían bien presente, como Aperión, que miraba a los demás como si les tomara las medidas para el sarcófago.
El ataque llegó al atardecer. Seguían remando, como habían hecho durante todo el día, durante los días anteriores, hora tras hora. Empezaban a creer que en realidad aquel río no se dirigía al oeste, sino que fluía en un círculo cerrado y eterno, una serpiente de agua y hojas que devoraba su propia cola. En la orilla izquierda avistaron otro caballo, ya muerto; tal vez había más y los pasaron de largo, pero era difícil reconocer lo que se ocultaba entre la espesura. Buscaban islotes para descansar, pues desde el ataque de los reptiles carniceros no se atrevían a pernoctar en la orilla. Cada día estaban más agotados por el esfuerzo, la escasez de agua y aquella perturbación que flotaba en el aire; pero cuando hacían un alto imaginaban que el príncipe seguía su camino hacia el oeste, inmune al cansancio, como un ser mitológico e inexorable, y aquella idea no los dejaba reposar.
Las sombras se espesaban. Aunque el río tenía en aquel lugar casi quince metros de anchura, los árboles que lo ceñían entrelazaban sus copas en lo alto formando un lúgubre palio sobre sus cabezas. Llevaban un rato en silencio, demasiado cansados y de mal humor como para conversar, cuando el agua empezó a borbotear. Riamar se encabritó y casi hizo zozobrar la almadía. Todos se pusieron en pie y echaron mano a las armas. De pronto el río se convirtió en un hervidero de culebras verdes que nadaban hacia ellos enroscándose y resbalando unas sobre otras. Se precipitaron sobre la balsa de Derguín y empezaron a trepar por la borda, abriendo las mandíbulas y mostrando unos colmillos tan aguzados como las lanzas de una horda de asedio. Eran decenas, cientos de culebras; formaban racimos en los que cabezas y colas se confundían en una masa palpitante, y los malignos siseos se mezclaban con el viscoso rozar de sus cuerpos y el chapoteo del agua agitada por sus ondulaciones.
Fue una lucha frenética. Los hombres batían el agua con espadas y hachas, descargaban golpes sobre los propios troncos de la balsa para partir en pedazos aquellos cuerpos zigzagueantes que aún después de cercenados seguían revolviéndose y buscándoles los tobillos con los dientes; todo entre gritos, advertencias, silbidos de culebras, sonido de carne chafada sobre madera. De pronto, tan rápido como habían venido, los reptiles se retiraron reptando y retorciéndose en manojos siseantes, como si en vez de serpientes fueran haces de tentáculos entrelazados. Cuando la última culebra desapareció bajo las aguas cada vez más oscuras, reinó el silencio en las balsas, roto tan sólo por sus jadeos. Se miraron unos a otros y se palparon incrédulos, pues habían salido ilesos de aquel ataque, aunque el que menos serpientes creyó haber visto más tarde diría que eran doscientas.
Derguín se volvió hacia Tylse y le guiñó un ojo.
—De buena nos hemos salvado…
Ella se mordió los labios y le apretó el codo. Las rodillas se le doblaron y se desplomó sobre la balsa con un gemido. Derguín se agachó sobre ella y le cogió las manos.
—¿Qué te ocurre, Tylse? ¿Qué te ha pasado?
—El cuello —murmuró ella—. Lo siento…
Las sombras ya caían sobre el río. Derguín le bajó la capucha a Tylse y buscó picaduras en su garganta. A la derecha, por encima de la clavícula, encontró dos marcas muy finas y apenas separadas. Alrededor de ellas la piel ya estaba ennegreciendo.
—¡Llevad la balsa a la orilla, rápido! —gritó, volviéndose hacia El Mazo.
La almadía cabeceó al recibir un golpe. Derguín se giró a un lado. Mikhon Tiq había saltado desde la otra balsa, a más de cuatro metros.
—¿La han mordido?
—¡No dejes que se muera, Mikha!
La piel de Tylse empezaba a arder, los labios se le estaban amoratando, los ojos se le habían vuelto hacia arriba. Mikhon Tiq pidió un cuchillo y abrió dos incisiones cruzadas sobre la herida. Después se agachó sobre Tylse, pegó los labios a su cuello y sorbió; pero en lugar de escupir el veneno, lo revolvió entre el paladar y la lengua.
—¿Estás loco? —le preguntó Derguín.
Mikhon Tiq terminó su extraña degustación y escupió hacia el río.
—Todo en la naturaleza tiene su contrario. Debo saber qué toxinas contiene este veneno para contrarrestarlas con sus opuestos.
El Mazo y Krust ya habían llevado la balsa a la orilla, y Aperión la estaba amarrando. Mikhon Tiq bajó de un salto y se internó en la espesura para buscar plantas que pudieran frenar aquel veneno. Derguín tomó la mano derecha de Tylse y se la apretó. Ella seguía con los ojos en blanco; su frente ardía, pero los dedos se le empezaban a enfriar. En la herida recién abierta por Mikhon Tiq la sangre había coagulado formando una fea costra. La respiración de la Atagaira era cada vez más trabajosa y el aire silbaba al entrar a sus pulmones.
—Es por mi culpa, Tylse, perdóname… —murmuró Derguín—. Ha sido ella.
—¿Qué estás diciendo? —le preguntó Kratos, arrodillándose junto a él.
—Las serpientes la han atacado por mi culpa.
—No digas tonterías.
—¡Venían con un propósito, y ese propósito era Tylse! Estamos en el río, y es su reino.
—¿El reino de quién? —preguntó Kratos, mirando a Derguín como si éste hubiera perdido la razón.
Pero el muchacho no le contestó.
Refrescaron la cara y la frente de Tylse con paños humedecidos en agua del río. Ella temblaba y gemía. Los ojos se le giraban en las órbitas; hubo un momento en que los abrió y sus iris violeta se clavaron en Derguín.
—¡Ayúdame!
Derguín le encomendó a Kratos que cuidara de ella y saltó a la orilla. Mikhon Tiq había ido hacia la izquierda, y hacia allá se dirigió Derguín, siguiendo una angosta trocha y llamando a gritos a su amigo. No tenía idea alguna de qué estaba buscando Mikhon ni de cómo ayudarle, pero no podía seguir en la balsa viendo cómo Tylse se asfixiaba.
Se abrió paso bajo una bóveda de ramas y troncos retorcidos que dibujaban una extravagante tracería vegetal. Reinaba un extraño silencio en la selva, o tal vez su ruidosa carrera había ahuyentado a todas las bestezuelas de los alrededores. Las sombras eran densas como brea. Se paró y trató de serenarse. Había arrancado a correr detrás de Mikhon Tiq, pero tan sólo había conseguido extraviarse. No encontró nada que lo orientara. Aún se filtraban vestigios de luz entre la vegetación, pero eran tan tenues que le resultaba imposible averiguar dónde estaba el sol.
Llegó a un pequeño calvero; aunque el dosel de hojas no permitía ver el cielo, el suelo estaba más despejado y podía verse la tierra oscura entre los helechos, los arbustos y las raíces que formaban un dibujo de venas hinchadas y retorcidas. El aura de amenaza que impregnaba la jungla se hacía allí tan espeso que saturaba el aire. Derguín miró hacia arriba. Las lianas parecían colgajos pútridos que caían de las ramas, serpientes vegetales a punto de despertar de su letargo. Más arriba se cernía una forma oscura que colgaba entre las hojas como un enorme murciélago. Derguín se quedó mirando con una extraña fascinación, y de pronto aquella sombra cayó sobre él.
Derguín saltó, se retorció en una voltereta y apareció cinco pasos más allá con la espada en la mano. La forma oscura se había convertido en un hombre. Por un momento le pareció Linar, pues era alto y tuerto, y también llevaba una trenza. Pero la impresión duró un instante. El extraño era poco mayor que el propio Derguín, y tenía el cabello negro como ala de cuervo. Su rostro pálido relucía entre las sombras como si bajo su piel ardieran diminutas brasas.
—¿Quién eres tú?
—Alguien que lleva tiempo buscándote, Derguín Barok.
El corazón le dio un vuelco. El extraño empezó a caminar en círculos a su alrededor, cruzando los pies con la elegancia de un bailarín. Derguín giró sobre sus talones para encararle, sin dejar de apuntarle con la kisha de Brauna.
—Me llamo Derguín Gorión.
—Que te llames a ti mismo así, no lo dudo. Que sea tu verdadero nombre, es otra cuestión.
—¿Quién eres?
—Prefiero decirte quién eres tú. Deberías sentirte honrado: eres el medio hermano del príncipe Togul Barok. Los hijos de gemelos son medio hermanos. Al menos, es lo que se dice en Áinar y en Ritión, ¿no?
El gemelo del emperador. La mente de Derguín empezó a correr, aunque él quería frenarla. El legítimo dueño de Brauna, según el registro de las espadas de Amintas. Aquel Barok se había podrido en una mazmorra. ¿O acaso había huido de Áinar, para refugiarse en un lugar llamado…?
Zirna.
—Togul Barok lo sospecha desde hace un tiempo, pero no se lo he confirmado. Lo dejaremos como un pequeño secreto entre tú y yo.
—Explícate rápido si no quieres que te degüelle —amenazó Derguín, rechinando los dientes.
—¡Oh, se me olvidaba que ahora eres tah Derguín, conocedor del secreto de las aceleraciones! Pero ¿qué puede hacer un Tahedorán sin su espada?
El extraño alzó la mano derecha y chasqueó los dedos. Derguín sintió un fuerte tirón que trató de arrancarle a Brauna, pero apretó con firmeza la empuñadura y no la soltó.
—Te resistes…
El tirón se hizo más intenso. Derguín se clavó las uñas en la palma de la mano, pero siguió sin soltar la espada. De pronto, aquella fuerza invisible desapareció.
—Ya entiendo por qué no pude verte de lejos, como a los demás —dijo el extraño, contrayendo la boca en un rictus—. Tienes un poderoso valedor, Derguín Barok. El herrero ha apostado por ti. Percibo sus malas artes a tu alrededor, pero no te protegerán de mí ahora que te tengo al alcance de mi mano.
—¿Quién es el herrero?
—Este es un asunto de dioses, que os manejan a los patéticos mortales como peones en un juego que no comprendéis. Togul Barok es el campeón de los grandes Yúgaroi. El señor del cielo incluso toleró que su esposa y hermana Himíe mezclara su sangre con la de un humano para engendrar al príncipe. Así que si pretendes luchar contra un dios, no tienes nada que hacer.
—¡Entonces márchate y déjame en paz!
—No me gusta dejar cabos sueltos. Al parecer ese renegado, el maldito dios cojo, quiere que tú tengas la Espada de Fuego. Eso no debe ser.
En cada vuelta, el intruso se acercaba más a Derguín. Pensó que sólo tenía que acelerarse y saltar hacia él para ensartarlo como una perdiz.
—No intentes lo que estás pensando, tah Derguín.
Un miedo animal se estaba apoderando de Derguín. El temor brotaba como una emanación de la oscura capa de aquel hechicero. El parche que cubría su ojo empezó a palpitar y a hincharse, exudando un resplandor rojizo, como si un diminuto corazón latiera enterrado en su cuenca.
Derguín entró en Mirtahitéi y se arrojó sobre el extraño. Pero algo falló, pues el mundo debería haberse vuelto lento como jalea, y sin embargo el hechicero se agachó con una rapidez increíble y esquivó el tajo destinado a decapitarlo. Después, aún en cuclillas, proyectó las manos hacia delante, las puso en el pecho de Derguín y empujó. El muchacho voló cinco metros pataleando por el aire y se estrelló contra el tronco de un árbol. Allí se quedó sentado, tratando de recobrar el aliento. Su enemigo levantó la mano y de ella brotó una bola de fuego que partió silbando hacia él.
Derguín cerró los ojos y sintió en su rostro un calor que le chamuscó las cejas. Pero el zumbido se alejó en el aire en el último segundo. Al abrir de nuevo los párpados, vio cómo el bólido llameante se alejaba hacia las alturas, abrasando en su camino hojas y lianas.
Ahora había alguien más en el claro. Mikhon Tiq acababa de aparecer de entre la espesura y miraba al extraño con odio.
—Ulma Tor…
—Vaya con el cachorro —silabeó el hechicero—. Un muchachito con unos ojos tan lindos no debería meterse en peleas de magos.
Mikhon Tiq dio un alarido y se abalanzó sobre Ulma Tor. Sus pies se elevaron del suelo y voló más de siete metros con el rostro contraído en una mueca de odio. Jamás había presenciado Derguín una lucha de magos, y no se la hubiese imaginado así. Fue una pelea física, un combate a golpes, mordiscos y arañazos, gruñidos e insultos guturales. Ulma Tor saltó a la vez que Mikhon Tiq y ambos chocaron en el aire. Entre revolar de capas, negra y parda, parda y negra, se revolcaron por el suelo. Mientras con los dedos se buscaban los ojos y con los dientes el cuello, brotaban de sus cuerpos chispas blancas, rojas y azules que formaban humeantes arcos de plasma y chocaban aniquilándose entre sí. Cayeron sobre una masa de helechos que ardió sin llama y se redujo a cenizas. Ulma Tor arrancó un trozo de raíz y lo convirtió en una tea entre sus dedos, pero Mikhon Tiq le mordió la muñeca y le obligó a soltarla. Rodaron por la tierra negra, se levantaron; trataban de apartarse y a la vez mantenerse abrazados para desplegar su poder e impedir que lo hiciera el otro. Derguín se acercó poco a poco y preparó la espada, pero la lucha era tan rápida y violenta que apenas distinguía a los dos magos.
Ulma Tor logró levantar a Mikhon Tiq en el aire y lo estrelló contra el mismo árbol en el que había golpeado a Derguín. El muchacho agarró al nigromante por el cuello y apretó para estrangularlo. Con una cruel sonrisa, Ulma Tor acercó su rostro al de su rival, abrió los labios y le besó en la boca. Mikhon Tiq le soltó la garganta y empezó a aporrearle la espalda y los hombros, pero Ulma Tor seguía aplastándolo contra el tronco y besándolo como si le quisiera aspirar las entrañas. Los cabellos de Mikhon Tiq empezaron a ondear como mieses azotadas por un vendaval. Derguín lanzó un tajo contra Ulma Tor, pero su espada chocó contra una barrera de luz que repelió el golpe entre una lluvia de chispas, y él cayó sentado en el suelo. El nigromante seguía absorbiendo la boca de Mikhon Tiq; las mejillas del muchacho se juntaban cada vez más, como si le estuvieran chupando el alma, y su cuerpo empezó a iluminarse por debajo de la capa. La lucha de luces alumbraba el claro con relámpagos fantasmales. El suelo empezó a temblar bajo sus pies.
Un grito horrísono, deformado por un sufrimiento más allá de la comprensión, salió de Mikhon Tiq. Desde el suelo, Derguín se hizo visera con la mano izquierda, pues apenas distinguía los rostros de los magos. El grito de Mikhon Tiq onduló, se quebró, y de pronto se convirtió en otra voz, la de Ulma Tor, ululando en un chillido de ira y frustración. Por la nuca del nigromante asomó un triángulo oscuro del que brotaban espiras de humo verde. Aquel triángulo siguió brotando, hasta que Derguín descubrió lo que era: la espada de Mikhon Tiq. Ulma Tor abrió más la boca y clavó los dientes en los labios de Mikhon, mientras éste seguía hurgándole con la espada en las entrañas hasta que la empuñadura le llegó a las costillas. El chillido del nigromante se convirtió en un taladro que hizo rechinar el aire. Una bola de luz cegadora devoró a ambos magos. Después, un remolino rojo subió hacia el cielo girando en una espiral vertiginosa y se perdió sobre el techo del bosque, silbando hacia las alturas como una estrella fugaz que cayera de la tierra al cielo.
De pronto, todo había terminado. Derguín, aún deslumbrado, se incorporó sobre codos y rodillas. El suelo había dejado de temblar y el claro estaba sumido en las sombras. Se arrastró hasta el árbol y se puso en pie. Ulma Tor había desaparecido. Mikhon Tiq seguía apoyado en el árbol, sujetando a Istegané, que humeaba un vapor fosforescente mientras de su punta chorreaba un líquido denso y oscuro. Derguín le quitó la espada y la arrojó a un lado.
—Vamos, Mikha. Le has vencido.
Su amigo no reaccionó. El espanto le había congelado los ojos y la boca, su mano izquierda seguía crispada como si aún agarrara el hombro de Ulma Tor, la derecha cerrada en torno a una empuñadura que ya no sostenía. Derguín le tocó los dedos y los sintió rígidos y fríos.
Algo se movió a su espalda. Derguín se giró dispuesto a golpear. Una figura muy alta se acercaba con paso cansino; en la mano sostenía una vara con una serpiente enroscada, y los ojos de la serpiente relucían blancos alumbrándole el camino.
—¡Linar! ¡Has vuelto!
El Kalagorinor llegó junto a Mikhon Tiq y le puso una mano en la frente.
—¡Tienes que hacer algo! ¡Seguro que puedes hacer algo!
Linar agachó la mirada y meneó la cabeza.
—Demasiado tarde.
—¿Está muerto?
—No. Si hubiese muerto, no estaríamos aquí para verlo.
—¿Entonces?
Linar volvió a tocar la frente de Mikhon Tiq y cerró el ojo. Pero aquel segundo intento fue tan infructuoso como el primero.
—¡Dime qué le pasa!
—Algo que no podría creer si no lo tuviera delante. Ulma Tor le ha arrebatado su syfrõn.
—¿Y eso qué quiere decir?
Linar miró a Derguín y le apretó el hombro. Tal vez intentaba calmarlo con su contacto, pero sus dedos le transmitieron ansiedad y miedo.
—Que se ha llevado su alma.
Derguín quiso protestar, decir que eso era imposible, pero cuando volvió a mirar a los ojos de su amigo los vio opacos como la obsidiana y supo que detrás de ellos no había más que un vacío inerte.
—¿Adonde…? —musitó, conteniendo un sollozo.
—Es mejor no pensarlo.
Derguín, que no se resignaba, agarró a Mikhon Tiq por los hombros y lo sacudió. Pero el cuerpo estaba tan rígido que respondió como un bloque de madera y se le vino encima, de modo que tuvo que volver a recostarlo en el tronco del árbol.
—Tenemos que marcharnos —dijo Linar—. No podemos hacer nada por Mikhon Tiq. Si perdemos más tiempo y Togul Barok consigue la Espada de Fuego, el triunfo de Ulma Tor será total.
Linar hizo ademán de irse. Derguín le agarró de la capa y tiró de él.
—¡No puedes dejarlo así!
El Kalagorinor le clavó una mirada de gorgona.
—¿Tú me dices lo que puedo o no puedo hacer?
—¡Conviérteme en cenizas si quieres, pero no lo dejes tirado como si fuera carroña! ¡Él cargó contigo cuando todos creíamos que habías muerto! ¡Se lo debes!
—¿Qué sabes tú de las deudas que hay entre Mikhon Tiq y yo? Tal vez ya estén saldadas.
—¡Es mi amigo! ¡Y yo creí que tú eras su maestro! ¿Vas a dejarlo aquí para que se lo coman las aves de rapiña?
Linar bajó la mirada. Era la primera vez que lo hacía ante un mortal en cientos de años. Después apartó suavemente a Derguín y apoyó sobre la frente de Mikhon Tiq la boca de la serpiente que rodeaba su vara. El caduceo empezó a iluminarse con una luz nacarada, mientras Linar canturreaba algo entre dientes. Aun en la oscuridad, Derguín vio cómo la capa de Mikhon Tiq, luego sus manos, su rostro y su mismo cabello perdían los colores. La luz fluyó de la vara a él y luego se extinguió poco a poco.
Derguín volvió a tocar la mano de su amigo, que seguía aferrando el vacío. Donde antes sintiera rigidez, ahora encontró la dureza de la piedra.
—Lo has convertido en una estatua… —susurró.
—He gastado en ello fuerzas que no me sobran y que tal vez nos sean necesarias más tarde. Pero su cuerpo estará protegido por algún tiempo, aunque ni siquiera la roca es eterna. En cuanto a su alma…
Linar se dio la vuelta. Derguín tomó del suelo la espada, que había dejado de humear, y la puso de nuevo en la mano de Mikhon Tiq. La empuñadura quedó encajada entre los dedos de piedra. Linar ya se alejaba del claro, y Derguín tenía que seguirle si no quería extraviarse de nuevo. Pero antes de marcharse se inclinó sobre la estatua y besó su fría frente.
—Voy a conseguir la Espada de Fuego, Mikha. Y te juro que iré al mismo infierno si hace falta para encontrarte.
El príncipe y sus hombres habían plantado su vivac en un espolón que formaba un recodo en el río. Rimom se reflejaba en el agua, pero su diáfana luz azul no conseguía hacer más limpia aquella corriente que incluso de noche parecía turbia. Buscaban siempre acampar lo más lejos posible del borde de la espesura; recordaban con horror el ataque de los reptiles carniceros, y también se habían enfrentado con serpientes venenosas y habían alanceado a escorpiones tan grandes como un brazo de hombre. Tan sólo quedaban nueve de ellos. Los que no habían muerto en la matanza de aquellos lagartos infernales, habían ido cayendo por el camino, víctimas de la extenuación y de una misteriosa enfermedad que los había atacado uno por uno.
Los caballos habían sido las primeras víctimas de aquel mal. Empezaban por renquear, y si se los tocaba se notaba que tenían los remos fríos y el pulso agitado. Después se detenían para escarbar el suelo, se tumbaban y ya no se levantaban aunque los molieran a palos. Uno a uno los fueron abandonando, hasta que sólo quedó Amauro, el caballo de Kratos. Estaba lejos de ser el soberbio animal que el príncipe había cogido en las cuadras de Grios, pero aún resistía.
Luego cayeron los hombres. Vómitos, diarreas, hemorragias en las encías. Se iban quedando atrás, y el príncipe ordenaba que los demás recogieran sus provisiones y los dejaran abandonados. Merkos, el único oficial del destacamento, se atrevió a protestar por aquel trato impío. Por toda respuesta, Togul Barok le clavó el diente de sable en la garganta, y después le dijo al suboficial Aidos que desde ese mismo momento estaba ascendido.
De noche el príncipe apenas dormía, pues no se le escapaban las miradas de odio y temor de sus hombres y sabía que si su sueño era demasiado profundo, no vacilarían en degollarlo. No hacía más que masticar solima, que lo mantenía despierto, pero a cambio le tensaba los nervios como cuerdas de laúd. Por culpa de eso, su gemelo colérico tomaba el control más de una vez, como le había ocurrido cuando apuñaló a Merkos. Ahora se arrepentía, pues el oficial era un hombre disciplinado, un militar que había estudiado en Uhdanfiún y que, aunque hubiese declarado su desacuerdo, jamás se habría rebelado abiertamente.
Poco antes del atardecer, habían encontrado a Ulma Tor Los esperaba sentado en un tronco caído junto a la orilla y se dedicaba a arrojar piedrecillas al río, como si fuera un paseante y tuviera una cabaña tan sólo a un centenar de pasos de allí. Mientras él y Togul Barok hablaban, los soldados se quedaron apartados, pues lo temían como al espíritu de un muerto.
—Llevo tiempo esperándote, Alteza —dijo el mago—. Pensé que viajarías más rápido.
—Mis hombres caen como chinches. Al parecer, no supe escogerlos bien.
—Es el agua. En ella flota el mismo veneno invisible que impregna el aire. Esta selva no es lugar apropiado para los humanos.
—¿Por qué yo no he enfermado como ellos?
Ulma Tor sonrió.
—Ya sabes la respuesta a esa pregunta. Tengo asuntos más apremiantes que regalarte los oídos. Tus rivales por la Espada te siguen los pasos. Aunque aún les llevas ventaja, no están muy lejos de aquí.
—¿Han escapado de Grios? —masculló el príncipe.
—No me mires así, Alteza. Fui yo quien te los entregó. En aquel momento te sugerí que los ejecutaras.
—¿Has venido a hacerme reproches?
—No —contestó Ulma Tor, con una sonrisa enigmática—. Voy a ayudarte una vez más. Pero cuando llegue el momento me lo cobraré.
Ulma Tor se cubrió el pálido rostro con la capa y se convirtió en una sombra que de pronto ya no estaba ahí. Entre los soldados se oyeron gemidos y lamentos atemorizados; uno de ellos señaló hacia las aguas, y los demás miraron hacia allá a tiempo de ver cómo un gran pájaro negro aleteaba río arriba.
Togul Barok no se asustó. Le daba igual la forma que eligiera el nigromante para mostrarse a los demás. Sus palabras habían corroborado su convicción de que el sueño en que la diosa Himíe aseguraba ser su madre era cierto. Llevaba en sus venas la sangre de los Yúgaroi, y se sentía inmune tanto a los males que aquejaban a los mortales como a las amenazas y los conjuros de Ulma Tor.
Sin embargo, la imagen del ojo de tres pupilas atormentaba sus escasos momentos de sueño. Pronto llegaría la primera noche del año Mil, y con ella la conjunción de Shirta, Taniar y Rimom. ¿Se convertirían las tres lunas en las tres pupilas de un monstruoso ojo celeste?
Ahora, entrada la noche y al calor de la hoguera, seguía pensando en el enigma del ojo triple. Por él, habría seguido caminando, pues le había alarmado saber que los demás aspirantes venían tras sus pasos. Pero los hombres estaban tan fatigados que para continuar habría tenido que abandonarlos y abrirse camino él solo. Tenía las fuerzas intactas, pero no se atrevía a desembarazarse aún de ellos. Si aquellos reptiles volvían a atacar, prefería que hubiera carne en abundancia para saciarlos.
Aidos, su nuevo oficial, estaba asando una loncha de tocino sobre la hoguera cuando de pronto se llevó la mano al costado izquierdo. La boca se le torció en un rictus de dolor, y cayó al suelo, revolviendo las ascuas con sus patadas. Los demás lo apartaron del fuego, pero un momento después soltó un ronquido y se quedó tieso.
Uno de los soldados se inclinó sobre él para comprobar si respiraba o tenía pulso. Al tocarlo, se apartó como si le hubiera picado un escorpión.
—¡Se ha movido!
—Eso es que está vivo, imbécil —dijo otro.
Pero Aidos se enderezó de una forma extraña, sin mover los brazos, como si tuviera una bisagra en la cintura. Todos se echaron atrás, salvo Togul Barok, que se acercó a él. La boca de Aidos se abrió muy despacio y empezó a hablar como si unas tenazas invisibles tiraran de sus mandíbulas y le movieran la lengua. Del fondo de su garganta brotó un ronquido, un estertor de muerte violentado para hablar.
—He sido derrotado temporalmente, pero tú aún puedes vencer. Rápido. Te persiguen tus rivales y un mago.
Aquellas palabras agotaron el aire que aún quedaba en los pulmones de Aidos. La fuerza que lo había matado para luego poseerlo lo abandonó, y su cuerpo se dobló a un lado y cayó inerte al suelo. Togul Barok sintió un escalofrío al recordar su visita a la cripta en el Eidostar. No tenía duda alguna de que quien se había dirigido a él era Ulma Tor.
—¡Venid aquí! —llamó a sus hombres, que se acurrucaban de miedo a unos metros de la hoguera—. ¡Nos ponemos en marcha!
Los soldados se quedaron donde estaban; algunos se negaron a moverse, meneando la cabeza. Togul Barok entró en cólera, desenvainó a Midrangor y arremetió contra ellos. Tres cabezas rodaron antes de que los demás se arrojaran al suelo y, tumbados, suplicaran perdón. El príncipe refrenó su respiración, limpió la hoja de su espada en la capa de uno de los muertos, y dijo:
—¡Llegaré al mar el primero aunque tenga que devorar vuestros hígados! ¿Me habéis oído?
—¡Sí, príncipe! —gimieron ellos, soldados convertidos en guiñapos por el temor y el mal de la jungla.
Togul Barok enfundó su espada, tratando de serenarse. Pero hasta él tenía miedo. La forma de que se había servido Ulma Tor para comunicarse con él era estremecedora. ¿Tendría el poder de matarlo a distancia también a él, al elegido de los dioses?
—¡No! —exclamó, mientras montaba a lomos de Amauro.
Lo que más lo inquietaba era saber que sus enemigos estaban cerca. Le era igual cómo hubiesen escapado; el hecho era que ni siquiera él podía enfrentarse a la vez a cuatro maestros mayores. Y no estaban solos. Los acompañaba alguien poderoso, lo bastante para derrotar a Ulma Tor, un brujo que aun después de vencido había sido capaz de matar a un hombre y hablar por boca de su cadáver.