La Sierra Virgen

…Y cuando los cinco héroes de la Espada estaban rodeados por un ejército de no menos de mil quinientos enemigos, decidieron hacer una última carga contra ellos y vender caras sus vidas. Pero fue entonces cuando apareció un dragón alado cabalgado por dos ancianos magos. El dragón era del tipo que se conoce como birmios, por tener sólo dos patas en lugar de cuatro. Esos dragones son raros en nuestros días, aunque en los tiempos en que se colonizaron las tierras de Áinar eran frecuentes, y devastaban cosechas y devoraban rebaños hasta que los primeros Tahedoranes los expulsaron.

Las llamaradas del dragón achicharraron a los soldados Ainari, cuyas cenizas aún manchan de negro y gris las nieves eternas del lugar, y los lugareños aseguran que cada 15 de Kamaldanil, aniversario de aquella matanza, resuenan entre las peñas los gritos de muerte de aquellos infelices. Los magos despidieron a la bestia alada y la enviaron de vuelta a su nido, más allá del mar, y les dijeron a los cinco héroes que el pérfido príncipe de Áinar ya había cruzado las montañas. Ellos se juramentaron para luchar codo con codo hasta que llegaran al Mar Ignoto y derrotaran al príncipe que tan arteramente los había traicionado.

GRAN BARANTÁN, Crónicas del Año Mil, II, 35

(Prohibido en Áinar)

Las crónicas y las historias tienen la loable misión de evitar el olvido, pero no siempre logran evitar los peligros de la retórica, la hipérbole y los testimonios embellecidos. No fue un dragón, ni birmios ni heráldico, ni siquiera de agua o de arena, la criatura que aniquiló a la pequeña fuerza de jinetes Ainari que había salido de Cirios al mando del capitán Daengol, sino un terón de las montañas. Es cierto que se vieron llamaradas aquella terrible noche, pero no brotaron de las fauces de la bestia alada, sino de la espada de Mikhon Tiq, a la que desde entonces llamaría Istegané, «la protectora».

El juramento de luchar codo con codo hasta el Mar Ignoto tampoco surgió de forma tan espontánea y amigable como sugiere el Gran Barantán. Mientras Derguín y Mikhon Tiq se abrazaban, Aperión y Kratos decidieron que era una buena ocasión para saldar sus rencillas con el acero. Pero los demás los agarraron por los brazos.

—¡Dejad eso para más adelante! —les pidió Krust—. ¡Esa sabandija con ojos de culebra nos lleva dos días de delantera!

Pero la inquina entre ambos era demasiada. Kratos jamás perdonaría la muerte de su concubina Shayre ni las torturas sufridas por su amigo Siharmas. En comparación, las ofensas que Aperión creía haber sufrido resultaban insignificantes, pero a cambio su capacidad de odiar era desmesurada. Sólo un arbitraje superior podía obligarlos a una tregua. Mikhon Tiq se plantó entre ambos decidido a poner paz.

—¿Quién eres tú, mocoso? —le increpó Aperión.

Si Linar no hubiese estado suspendido en trance entre la vida y la muerte, una sola mirada suya habría acallado al jefe de la Horda Roja. Pero el poder que dominaba Mikhon Tiq era aún reciente y no lo nimbaba con la aureola de aquellos que acostumbran ser obedecidos. Tan sólo parecía un muchacho delgado, de ojos grandes y hambrientos y rasgos femeninos. Aunque tenía los oídos reventados y lo único que oía era un zumbido penetrante dentro de su cráneo, su vista acrecentada leyó el insulto en los labios de Aperión. Venía de luchar contra cuatro brujos dementes y de desatar fuerzas destructivas mayores que un imperio, y no pudo soportar aquel desaire. Acercó la mano derecha al pecho de Aperión y de sus dedos brotó un zarcillo de energía chisporroteante. Fue muy breve, pero bastó para enloquecer el ritmo de los latidos de Aperión. El guerrero se desplomó y empezó a retorcerse en el suelo. Los demás se apartaron de él y del joven mago que llevaba la muerte entre los dedos. Aperión boqueaba y maldecía apretándose el pecho.

—¿Harás lo que yo diga? —preguntó Mikhon Tiq.

Aperión farfulló una negativa. Pero la vida se le iba con cada aliento.

—Sólo una vez más. ¿Harás lo que yo diga?

—¡Sí, sí!

Mikhon Tiq desenvainó su espada y una chispa brotó de su punta. El corazón de Aperión volvió a latir a compás y el Tahedorán dejó de retorcerse. Poco a poco recobró el aliento y al cabo de un rato pudo ponerse en pie con la ayuda de Krust.

Aquella demostración fue suficiente para que los demás supieran que les convenía temer a Mikhon Tiq, aunque por el momento no les granjeó su amistad. Juraron por Vanth y por Diazmom, y también por los espíritus de los muertos, que no habría violencia entre ellos hasta que vieran las olas del Mar Ignoto. Uno solo sería su enemigo mientras tanto: Togul Barok.

Mientras el fatigado terón levantaba el vuelo y regresaba a su nido en los lejanos picachos del norte, Mikhon Tiq levantó a Linar en brazos. Derguín le ayudó a montarlo sobre la yegua alazana.

—Es ligero como una pluma —se sorprendió.

Lo ataron a lomos de la yegua, pues había perdido tanto peso que hasta un soplo de viento podría descabalgarlo, y se pusieron en marcha. El ojo de Linar permanecía entreabierto, pero su respiración era imperceptible.

—¿Ha muerto?

—No. Si hubiese muerto, nosotros no estaríamos aquí para contarlo.

—¿Qué quieres decir?

Mikhon no contestó y se puso en camino. Derguín lo siguió sin decir nada. Su amigo no era el mismo que se había despedido de él antes de llegar a Koras; la severidad de su mirada fue más elocuente aún que los bárbaros prodigios que había ejecutado.

Desde las alturas, Mikhon Tiq había escudriñado las montañas a la luz de Taniar. Al pie del Diente Pelado se abría un valle, y por éste se podía llegar hasta la siguiente cadena de montañas. Para llegar a él siguieron un tortuoso sendero por el que los guiaron el recuerdo de Mikhon y la pericia montañera de Tylse. Aquello les ocupó el resto de la noche, pero la marcha les sirvió para entrar en calor, pues el cielo estaba despejado y en esas alturas el relente se convertía en escarchada.

Al amanecer empezaron a subir por el fondo de un enorme valle, cuyas paredes se levantaban casi verticales a ambos lados. El propio Mikhon Tiq no lo sabía, pero aquel lugar era un testigo mudo del Mito de las Edades que les había contado Linar. Mucho tiempo atrás, cuando los hombres y los Yúgaroi se enfrentaron en la guerra que casi aniquiló el mundo, sus armas levantaron por toda la tierra nubes de polvo y cenizas que taparon durante un tiempo la luz del sol. Los inviernos fueron crudos y largos, los veranos tímidos, y las capas de nieve se acumularon en las montañas creando inmensos glaciares. Allí, en la Sierra Virgen, uno de aquellos gigantescos ríos de hielo había ido excavando el seno de las montañas hasta formar una enorme cubeta que con el tiempo se había vaciado y por la que ahora avanzaban.

Su ascensión los llevó a una laguna de aguas oscuras y gélidas. A la derecha y por encima de sus cabezas, se alzaba la ingente mole del Diente Pelado, todo nieve y piedra parda, con su inalcanzable cumbre a cinco mil metros de altura. Más abajo, la roca se veía verde, casi fosforescente por los líquenes que la cubrían. Delante de ellos se alzaba un gran talud que se curvaba a la izquierda, coronado por picachos agudos como astillas de un hueso fracturado. Se antojaba un muro infranqueable, pero entre dos de aquellas agujas corría un estrecho desfiladero. Sin embargo, incluso aquel camino tenía una pendiente muy empinada y requería piernas fuertes. El cautiverio, la Mirtahitéi, la lucha y la huida en la noche habían debilitado a los maestros de la espada, de modo que decidieron descansar allí junto a la laguna.

Mikhon Tiq desató y desmontó a Linar y lo sentó bajo el sol, con la espalda apoyada en una roca. Su cuerpo no estaba rígido del todo, sino que mantenía la postura que le dieran, como un muñeco de arcilla antes de cocerlo. Mikhon Tiq le levantó la mano y la examinó. Si la ponía delante del sol y colocaba sus propios dedos detrás, los veía perfilados como sombras sobre un fondo rojo. Meneó la cabeza. Le había dado la impresión de que el mago era cada vez más liviano, como si la poca carne que quedaba en su cuerpo se estuviera consumiendo. Si su syfrõn perdía la última conexión con la realidad material, se colapsaría sobre sí misma.

El zumbido que no dejaba de sonar en sus oídos le recordaba que el resultado de una syfrõn colapsada era un estallido aniquilador. Todos ellos morirían a no ser que se alejaran más de una legua de allí. Lo mejor sería abandonar a Linar allí y confiar en que se recobrara solo o en que al menos en su muerte no destruyera a nadie más.

El Mazo se tendió un poco apartado de los demás, sobre una roca plana. Derguín se acercó a él con la bolsa de piel donde guardaba las monedas.

—Has cumplido con nuestro pacto y has ido más allá. Esto es tuyo.

El Gaudaba abrió los ojos y se sentó. Sus mejillas ya estaban erizadas de puntos negros que le daban un aspecto casi tan fiero como la barba crecida.

—¿Me estás despachando?

Derguín se sentó a su lado y le pasó un pellejo. El Mazo bebió un trago, pero lo apartó con un gruñido al comprobar que era agua. El vino se les había terminado el día anterior.

—No sé adonde vamos —respondió Derguín—. Esta sierra se llama Virgen; las tierras que hay más allá ni siquiera tienen nombre. Quizá no encontremos comida, ni agua potable. Puede que ninguno de nosotros regrese vivo.

—Ajá.

—Es un buen momento para que tomes tu caballo y te marches al sur.

—Ajá.

—Aquí tienes ciento quince imbriales. Los cien que te prometí desde el principio, y los quince por llevar los caballos a la explanada.

—Ajá.

—¿Quieres dejar de contestarme con ese maldito «ajá»?

El Mazo tomó la bolsa, la sopesó y escuchó aquel tintineo que hasta sus oídos veían dorado. Después se la guardó.

—¿Pretendes que me marche ahora mismo?

—Más tarde puede que no sepas volver.

—Es que ahora mismo ya no sé volver. —El Mazo bajó la voz y acercó su cabeza a la de Derguín—. Anoche os perdí cuando quise llevaros al pueblo de Grios.

—Lo recuerdo.

—Ahora estoy mucho más perdido. Si me marcho, puedo despeñarme por cualquier precipicio o aparecer de boca en ese maldito castillo.

—Seguro que estarían encantados de toparse contigo.

—Pues yo no tengo ninguna gana de toparme con esos que me pintaron. Así que vas a tener que contratarme como escolta. Esos de ahí no son gente de fiar.

Señaló con su dedazo a los otros maestros, que dormitaban al sol después de haber devorado de una sentada las provisiones de día y medio. Tan sólo la albina Tylse se había refugiado a la sombra de una gran roca.

—¿Pretendes que te dé más dinero? Me has dejado casi sin un cobre.

—¡Y una mierda! Esta bolsa pesaba el triple cuando la cogí la primera vez. Algo te habrás guardado.

Mientras Derguín y El Mazo regateaban, Mikhon Tiq examinó el equipaje de Linar. Se excusó a sí mismo con el pretexto de que tal vez allí encontraría algo que les fuese útil para el viaje; pero lo cierto era que había deseado registrar esa mochila desde que salieron de Corocín. Encontró hierbas diversas, como solima, muérdago, adormidera, jazmín del diablo y un par de especies más de las que ni en su syfrõn encontró noticia. Había además una bolsa de piel con una pizca de café de Pashkri, y el diminuto ajedrez de madera y marfil con el que Linar solía jugar contra Derguín.

Pero, envuelto en un lienzo gris, encontró algo inesperado. Era un librito formado por hojas no mucho más grandes que la palma de una mano y cosidas con cordeles. Al pasar las páginas, que eran de fino papel de Pashkri, Mikhon Tiq descubrió dibujos y pinturas de un detalle minucioso. Había al principio algunas imágenes ya antiguas, que representaban al Gran Viejo, el árbol de tres troncos en el que había vivido Linar, o paisajes del bosque de Corocín. Junto al cuaderno halló también un carboncillo, una cuchilla quebrada y tres barras de creta de colores. Mezclando el azul, el rojo y el amarillo con las sombras del carbón, Linar había conseguido reflejar una gama de matices casi infinita.

Mikhon Tiq fue pasando más hojas y contempló pinturas recientes que le hablaban de su viaje. Por primera vez tuvo una prueba de que Linar miraba las cosas. El seco Kalagorinor se había emocionado con la belleza de una montaña que se perfilaba azul en la lejanía, con los reflejos cobrizos de una alameda al borde de una charca tranquila, con la soledad de unas flores de otoño perdidas entre un mar de hierba o la tristeza de un arco en ruinas que conmemoraba el triunfo de algún pueblo extinguido. Pero también encontró a los demás en la mirada del Kalagorinor. Allí estaba Derguín, arrodillado con su armadura de cuero, preparado para enfrentarse a Kratos en el patio de los Gorión, tan concentrado que el propio Mikhon contuvo el aliento al verlo. Después encontró una imagen de los dos guerreros, Derguín y Kratos, cruzando sus armas a pecho desnudo en un bosquecillo. Con dos o tres trazos certeros (las cejas fruncidas, una chispa en los ojos), las miradas de ambos recobraban toda la ferocidad de aquel instante. Del mismo modo que Tríane, sorprendida en el gesto de volver la mirada hacia la espesura, volvía a ser la esquiva criatura de los bosques que Mikhon Tiq ya casi había olvidado. Aquellos bocetos no los había tomado Linar al natural, pues nadie le había visto dibujar. Debían de ser imágenes grabadas en su memoria y plasmadas luego en el papel mientras los demás dormían.

Pero lo que más le sorprendió fue encontrarse a sí mismo. Dos veces lo había dibujado Linar. En una de ellas se le veía con los ojos muy abiertos, perdidos en la lejanía o tal vez en algún ensueño. En la otra dormía, con las manos juntas bajo la mejilla. La sensación de paz que emanaba del retrato, de él mismo, le conmovió, y cuando pasó la página para ver el siguiente dibujo se dio cuenta de que lo veía borroso a través de las lágrimas.

De modo que velabas mi sueño, maese Linar, se dijo. Ahora el aprendiz sería quien velara el sueño del maestro. No lo dejaría allí abandonado. Si su syfrõn se colapsaba… Correría ese riesgo.

Cuando rodeaban la laguna para emprender la subida hacia el desfiladero, aparecieron los Kurhones; mas, lejos de ofrecerles hospitalidad, los amenazaron con piedras y azagayas. Eran unos veinte los que se mostraban a la vista, pero entre aquellas rocas quebradas por las heladas se escondían sin duda muchos más. Kratos contuvo a Tylse para que no disparara el arco.

—No les demos excusas para atacarnos.

Se adelantaron tres Kurhones. Uno de ellos vestía una piel de oso cuya mandíbula abierta caía sobre su frente a modo de cimera. Otro lo escoltaba con una especie de tosco estandarte formado por un palo largo y otro en cruz del que colgaban dos garras. El tercero era un chamán, un viejo pellejudo que a pesar del frío llevaba desnudo el torso. El primero, el jefe al parecer, les habló en un bárbaro dialecto del Ainari. Aunque no declinaba la mitad de las palabras y el orden de las frases era un galimatías, entendieron que se habían adentrado en territorio prohibido y debían dar la vuelta. Pero antes debían dejar como tributo a dos de ellos para sacrificarlos en desagravio a los dioses de la nieve y la tormenta. A una víctima ya la habían elegido, añadió señalando a Tylse. La otra les daba igual.

Mikhon Tiq le pidió a Kratos que cuidara de Linar, pues hasta entonces él no se había apartado en ningún momento de la yegua que lo llevaba a lomos. Se adelantó unos pasos para hablar con los bárbaros. Los demás no pudieron oír sus palabras, pero vieron que el chamán hacía unos gestos extraños con las manos, como si quisiera atraer sobre él algún conjuro pernicioso. Después empezó a canturrear en una extraña jerigonza. Derguín se acercó a Mikhon Tiq.

—Se parece a la lengua de los Arcanos, pero con dos vocales menos.

Mikhon se volvió hacia su amigo.

—¿Es que la conoces?

—Desde antes que tú, maese Mikhon.

Mikhon Tiq escuchó un rato al chamán, y después le contestó en Arcano, intentando adaptar su pronunciación para que le entendiera. Le explicó que ellos, y la mujer la primera, eran protegidos del gran señor Manígulat, el dios de la tormenta y la nieve. Que eran enemigos de los soldados, los que ocupaban el fuerte al otro lado de los picos, mirando al sol naciente. Y que estaban persiguiendo a un hombre de ojos dobles, un individuo perverso que pretendía quemar las aldeas de los Kurhones, violar a sus mujeres y robarles sus rebaños.

Todo esto lo dijo con una voz cadenciosa y sin dejar de mirar a los ojos del chamán. Éste repetía las palabras de Mikhon Tiq en voz baja, cabeceando a los lados y columpiándose sobre los pies. Después se acercó al jefe y cuchicheó junto a él, tapándole la oreja con la mano para que las palabras no se escaparan. El jefe contestó con un par de monosílabos; no parecía demasiado convencido.

—Añade que necesitamos comprar cosas y les pagaremos con oro —sugirió Derguín.

—¿Tú crees?

—Prueba.

La palabra «oro» terminó de completar la magia. El jefe se adelantó un par de pasos y preguntó quién de ellos mandaba el grupo. Derguín señaló con el pulgar a Mikhon Tiq y para reforzar su afirmación se inclinó ante él. El Kurhón puso sus manos sobre los hombros del Kalagorinor y le besó en ambas mejillas. Así sellaron el vínculo de hospitalidad.

Los Kurhones los condujeron entre los pináculos de roca, y luego empezaron a bajar a otro valle. La niebla les cayó encima a media ladera. De no haber tenido a los Kurhones como guías, más de uno se habría despeñado. Pero al fin llegaron al fondo del valle, donde la bruma se despejó. Allí crecía un bosque de abetos, y también alerces desnudos que esperaban a la primavera para renovar sus hojas. La aldea era un grupo de cabañas de madera; los únicos edificios de piedra eran la vivienda del jefe y una casa comunal donde esa misma noche les ofrecieron un banquete. La comida fue sencilla, pero abundante: pan de cebada, queso de cabra, carnes de ciervo y de oso. Los Kurhones bebían leche de una especie de vaca de patas cortas y recio pelaje que se criaba en aquellas montañas; la dejaban fermentar y la consumían en grandes cantidades hasta embriagarse. De los visitantes, todos la probaron por cortesía y trataron de no arrugar demasiado el ceño, aunque sabía tan agria como agrios olían los alientos de los lugareños, lo cual no era de extrañar. El único que la bebió con gusto fue El Mazo, que entre aquellos montañeses velludos y ruidosos parecía uno más, salvo por el tamaño.

Los únicos que no participaron del festín fueron Aperión y Tylse, que estuvieron toda la noche apartados y rumiando sus propios pensamientos. Derguín advirtió que el jefe de la Horda, cuando creía que nadie lo observaba, lanzaba a Kratos miradas que, de haber poseído la fuerza mágica de un basilisco, lo habrían convertido en cenizas humeantes. En cuanto a la Atagaira, se quedó sentada en un rincón, con la cabeza cubierta y abrazándose las piernas, y apenas probó bocado en toda la noche.

Cuando la leche fermentada caldeó los ánimos, varios guerreros hicieron una exhibición de lucha local. Se ataban las manos a la espalda y se embestían con pechos y hombros, hasta sacar al rival de un cuadrado delimitado con rayas de tizón. El Mazo se animó a competir y hubo grandes carcajadas al ver cómo derribaba a todos los demás competidores abusando de su mole.

Mientras tanto, Kratos y Krust conversaban con el jefe para informarse de cómo podrían pasar las montañas. Mikhon Tiq y Derguín aportaron monedas de oro para adquirir pieles y víveres. También compraron unos pellejos de vino; los Kurhones no lo elaboraban, sino que se lo compraban o robaban a los pueblos del llano. El que les trajeron ya estaba casi avinagrado. Al ver que Krust arrugaba la nariz, Kratos insistió en llevárselo.

—No es para emborracharse ni para acompañar un asado de cochinillo, viejo tripón. Es para mezclarlo con agua.

—¡No lo permitan los dioses! ¡Antes mezclaré mi sangre con orín de burra!

—¡No seas botarate! No sabemos qué hay más allá de las montañas. Los Pinakles nos dijeron que deberíamos bajar por un río, pero ¿quién nos dice que sus aguas no están corruptas? El agua mezclada con vino evita la disentería.

En ese momento se oyó un estrépito de maderas astilladas, platos rotos y jarras que se estrellaban contra el suelo. Kratos y Krust se volvieron, a tiempo de ver cómo El Mazo terminaba de dar una voltereta sobre una de las mesas comunales. Había tenido la ocurrencia de embestir contra el campeón del poblado, y éste lo había esquivado en el último instante. Tronchados de risa, los Kurhones ayudaron al aturdido El Mazo a levantarse. Después empezaron a retirarse, porque sus invitados debían dormir aquella noche en la casa comunal y si seguían con la fiesta no iba a quedar ni un mueble entero.

Cuando apenas quedaban el jefe y tres o cuatro guerreros más, Krust sacó de algún lugar entre sus ropas y su enorme corpachón una botella de vino.

—¡Esto es un tinto como mandan los Yúgaroi, y no ese vinagre que habéis comprado!

Los demás le preguntaron de dónde lo había sacado. Krust sonrió taimado, mientras se afanaba por descorchar la botella con un cuchillo. Después olió la botella.

—¡Hmmmm! Mejor sería escanciarlo en copas de cristal de Pashkri o al menos de Narak, pero a falta de copas lo beberemos a gollete. ¡Aquí tenéis el famoso vino de Âttim del 78 con el que nos iba a agasajar el alcaide de Grios cuando nuestro amigo tah Derguín tuvo la ocurrencia de interrumpir el banquete!

—No es necesario que me lo agradezcas con tanta efusividad, tah Krust —contestó Derguín.

—¡Oh, no pienses que soy un ingrato, muchacho! Es sólo que podrías haber esperado a que nos bebiésemos esta ambrosía divina antes de hacer esa irrupción tan dramática.

—¿Y mientras nosotros nos matábamos contra toda aquella gente, a ti no se te ocurrió otra cosa que robar el vino? —preguntó Kratos.

Krust soltó una risotada y empinó la botella para dar un trago. Casi tan rápido como un Tahedorán, Mikhon Tiq se la arrebató, y hubo otra carcajada, esta vez general, cuando Krust se quedó con la enorme bocaza abierta hacia la nada.

—Pero ¿se puede saber qué mosca te ha picado? —le preguntó a Mikhon, esta vez sin el menor asomo de humor.

—¡Ten cuidado, Mikha! —advirtió Kratos—. Krust es como los chuchos: cuando le quitan un hueso de la boca, muerde.

Mikhon Tiq no los estaba mirando, así que no entendió qué le estaban diciendo. Cuando Krust descorchó el vino le había llegado un aroma sospechoso. Ahora olisqueó el gollete un par de veces, frunció el ceño y estampó la botella contra una pared. El líquido dejó regueros oscuros en el granito. Krust se mesó las barbas y empezó a soltar improperios contra Mikhon Tiq. Al ver que el muchacho no le hacía ni caso, lo agarró por los hombros y le hizo girar para encararlo.

—¿Se puede saber qué has hecho, insensato?

Mikhon Tiq tardó unos segundos en leerle los labios, y por fin le contestó:

—Salvarte la vida otra vez. Ese vino estaba envenenado.

—¿Qué estaba qué? ¡Tú te has vuelto loco, hechicero de tres al cuarto!

Kratos y Derguín tomaron a Krust por los codos y lo apartaron, temiendo más por él que por Mikhon Tiq.

—Déjalo —dijo Kratos—. Si él asegura que estaba envenenado, sus razones tendrá.

Krust se dejó caer de rodillas ante la pared por la que aún goteaba el vino.

—¡Veintiún años! ¡Veintiuno! ¡Veintiún años encerrado, esperando este momento, y ahora te tienen que sacrificar de esta manera, todo derramado, desperdiciado como si fueras una ofrenda para los dioses infernales!

Por sus mejillas rodaban lagrimones como cuentas de vidrio, y su planto era tan sentido como si lo pronunciara por un hijo muerto y no por una botella de vino. El granito absorbió los restos del líquido, y la ponzoña de la serpiente negra se perdió entre sus partículas cristalinas. Durante muchos días, Krust seguiría insistiendo en que Mikhon Tiq había perdido el seso al echar a perder un tesoro como aquél. Los demás nunca llegaron a saber con certeza si el vino estaba en verdad envenenado, pero aquel caldo del año 978 fue en verdad motivo de discusión durante mucho tiempo.