Seguían viajando hacia el oeste. Ahora que Mikhon Tiq había despertado al Kalagor, Linar le preguntó si podía percibir la presencia de sus perseguidores. El muchacho cerró los ojos y extendió los zarcillos de su syfrõn hacia el este. Allí captó grandes auras de energía, tan cercanas unas a otras que no se distinguían por separado, pero vastas y poderosas.
—Me temo que nos persiguen los cuatro —dijo Linar—. Mis antiguos hermanos. Sin embargo, ya no los reconozco.
Mikhon Tiq se concentró en sus auras. Lo que percibía al cerrar los ojos era una compleja pauta de radiaciones, un abigarrado dibujo de colores y líneas negras que apenas sabía describir, puesto que no lo captaba con ninguno de los sentidos que hasta entonces había conocido. «Examina mi syfrõn y compárala con las de ellos», le dijo Linar. Mikhon Tiq lo hizo, y comprobó que el patrón de Linar era estable, de trazos nítidos y rectos. En cambio, las syfrõnes de sus perseguidores parecían brochazos trazados por la mano de un loco y luego desleídos por un aguacero.
—Algo ha corrompido sus syfrõnes hasta hacerlas irreconocibles —le explicó Linar.
—Algo, ¿cómo qué?
—Ulma Tor.
Mikhon recordó aquel ojo negro de mirada pegajosa como el pétalo de una planta carnívora; le había hecho sentirse sucio, como si Ulma Tor pudiese ver en sus honduras algo oscuro que a él mismo se le escondía.
—¿Viene él también? —preguntó, con un estremecimiento.
—No, creo que no —respondió Linar—. A no ser que sepa ocultarse muy bien. Pero no hace falta que esté Ulma Tor: tenemos que huir. Somos dos contra cuatro.
—Y yo ni siquiera puedo ayudarte. Si utilizo mi poder provocaré un terremoto —repuso Mikhon Tiq, con tristeza.
Linar le miró con una extraña intensidad, pero no dijo nada.
Siguieron viajando, cada vez más veloces. La noche del 13 de Kamaldanil los sorprendió corriendo por un valle entre dos hileras de montes bajos y romos. En el cielo había nubes sueltas, vellones que a la luz de Shirta parecían malas hierbas en las alturas. Treparon a un otero para ver el panorama. Al este se vislumbraban luces rojas en el horizonte oscuro. Siguieron avanzando a paso ligero, ahora por las crestas de las lomas, y cada vez que volvían la cabeza encontraban que las luces rojas eran más abundantes y cercanas. Al aguzar la vista, descubrieron que aquellos resplandores formaban una línea de llamas, una serpiente de fuego que avanzaba voraz por los pastizales.
—Son ellos —dijo Linar.
—No lo entiendo. Esas hierbas están húmedas.
—Hay fuegos que ni el agua puede extinguir.
—¿Por qué lo hacen?
—El placer de destruir. O un alarde para asustarnos a nosotros. No lo sé. He renunciado a entender a mis antiguos hermanos.
Apenas descansaron aquella noche. Las cuatro presencias seguían persiguiéndolos. De pronto los pastos se incendiaron delante de ellos, y Mikhon Tiq temió que sus enemigos los hubieran rodeado. Pero era Taniar, que había salido a sus espaldas y derramaba sus rayos oblicuos por la pradera como una lluvia de fuego. Siguieron sin descanso; dejaron una alameda a la derecha, y de allí les llegó un lúgubre coro de aullidos y ladridos. Entre las altas espadañas venía corriendo una jauría de licaones, más de treinta ejemplares cuyos ojos brillaban como ascuas a la luz de la luna.
Aceleraron su trote y lo convirtieron en carrera. Linar levantó su vara serpentígera y lanzó una lluvia de chispas contra los primeros de la manada. Tres o cuatro licaones se frenaron, entre gañidos de miedo y dolor, pero los demás siguieron persiguiéndolos.
—No es natural —dijo Linar.
—¿Qué quieres decir?
—Es la voluntad de mis queridos hermanos la que mantiene el valor de estas bestias. ¡Sigúeme!
Linar dio una zancada, se elevó por encima de las hierbas y no descendió hasta cuatro o cinco metros más allá. Mikhon Tiq lo imitó por instinto. La primera zancada lo llevó casi hasta Linar. Sus pies volaron como si tuvieran alas propias, y el cuerpo quiso quedársele detrás, de modo que tuvo que bracear en el aire para no caer de espaldas. Cuando volvió a tocar el suelo, lo rozó como una pluma y volvió a elevarse sobre los pastos. No tardó en equilibrar el cuerpo; para ello, debía impulsar los brazos hacia delante casi como si nadara. Corrió al lado de Linar de aquella forma suave y embriagadora. Dejaron atrás a los licaones, que ladraron frustrados. De un solo brinco, sin pensarlo, Mikhon Tiq cruzó un río de más de seis metros de anchura. Se deslizaba entre las altas hierbas y los cañaverales, silencioso y ligero como el mismo viento. A pesar de que lo perseguían animales salvajes y cuatro hechiceros dementes, se sintió feliz por primera vez en muchos días.
Esa noche se detuvieron a descansar tres o cuatro veces, pues aquella manera de viajar consumía sus energías. Pero apenas tenían tiempo de recobrar el aliento cuando aparecían nuevos enemigos persiguiéndolos. Sobre las crestas de las lomas que dejaban a la izquierda, se recortaron contra el resplandor blanco del Cinturón de Zenort unas figuras que corrían bamboleándose sobre piernas cortas y arqueadas. Al principio eran sólo cinco o seis, luego más, hasta que formaron un apretado grupo en el que apenas se distinguía a unos de otros. Al pronto le parecieron humanos a Mikhon Tiq, pues llevaban armas, lanzas cortas y espadas que blandían en alto; pero luego el primero de la fila se echó su arma a la espalda, agachó los brazos y arrancó a correr a cuatro patas como si fuera un felino. Los demás imitaron al cabecilla y el pequeño ejército se convirtió en una gran jauría. Mikhon Tiq buscó en su syfrõn y descubrió que aquellos seres eran Fiohiortoi, los terribles Inhumanos de los cuentos de miedo, las huestes del Rey Gris que siglos atrás habían tiranizado Tramórea y que ahora estaban confinadas a la península de Iyam.
—¿Qué hacen tan al oeste?
—Inhumanos en Áinar —se lamentó Linar—. Yatom tenía razón. ¡Es una señal del fin de los tiempos!
Volvieron a apretar el paso y los dejaron atrás, pero siempre había nuevas criaturas que aparecían a los lados para acosarlos. Más Inhumanos y licaones, pero también lobos y hienas, gigantescos dientes de sable que les rugían al pasar, y hasta una bandada de grajos que cayó sobre ellos buscándoles los ojos. Cuando el terreno era lo bastante llano o subían a alguna elevación, veían las llamas en lontananza, siempre a la misma distancia. Mikhon Tiq tenía la sensación de que no avanzaban, de que al correr sus pies empujaban el suelo hacia atrás y ellos en realidad seguían en el mismo sitio.
Cuando el sol salió a sus espaldas, Mikhon Tiq se volvió para saludarlo. Los herbazales seguían extendiéndose en todas direcciones, en aquel terreno de tierra negra y colinas aplastadas como jorobas viejas. Las criaturas de la noche dejaron de perseguirlos, pero el incendio seguía tras ellos, un penacho de humo negro que se elevaba en la lejanía. No se cansan de destruir, se quejó Linar. A lo mejor si aquellos cuatro hechiceros locos no malgastaran sus poderes en esa estúpida maldad ya los habrían alcanzado.
Desayunaron al trote, que era el paso que seguían ahora cuando querían reponer fuerzas, y lo hicieron más por aligerar sus fardos que por hambre. No se detuvieron ya en ningún momento. El horizonte verde al oeste parecía siempre el mismo; el mar de hierba no tenía fin. A media mañana, se formó a poniente una línea gris que se acercaba a gran velocidad. Poco después, la mitad del cielo estaba llena de nubes, una ominosa flota de oscuros buques que enfilaban hacia ellos. Crecían de forma innatural según volaban a su encuentro. Pronto se convirtieron en gigantescos cumulonimbos de bases planas y aceradas cuyas cumbres se perdían en las alturas, casi en el reino de los dioses; y venían escoltados por jirones de nubes grises que volaban bajo ellos como un escuadrón de aves de rapiña. Estaban acaso a dos kilómetros de aquel frente cuando el viento arreció. Antes de que llegara la tormenta, se desató el vendaval. Las hierbas y las cañas se doblaban a su paso, aplastándose hasta tocar el suelo, los álamos y los sauces dispersos se inclinaban como juncos, algunos cedieron y se troncharon como astillas. El viento empezó siseando, luego aulló, ululó, y al final su voz sonó como un rugido entre los pastos. Ya no podían avanzar con aquellos largos saltos, pues volvían a caer en el mismo sitio. Caminaron contra el viento poniendo en ello toda su voluntad. Linar clavaba su vara en el suelo, Mikhon Tiq se desató la espada de la cintura y, con vaina y todo, la utilizó a modo de cayado. A veces se agarraban a las hierbas, como si en vez de avanzar por el llano estuvieran trepando por una escarpa sembrada de matorrales. El primer rayo cayó a su izquierda, tan cerca que la descarga los derribó. Mikhon Tiq se levantó a duras penas apoyándose en la espada, ensordecido por el trueno. El aire olía a ozono caliente.
—¡Nos están atacando! —gritó Linar.
Levantó la vara y pronunció unas palabras que el viento acalló. Pero de la boca de la serpiente que se enroscaba en su bastón brotó un haz rojizo que se abrió sobre ellos y empezó a ascender, hasta formar un gran dosel de luz, como una medusa gigantesca y transparente que flotaba a veinte metros sobre sus cabezas. Siguieron avanzando contra el viento. Empezó a llover, con gotas frías que les venían de frente, como andanadas de dardos lanzados por un ejército innumerable. Furiosas, las nubes acumulaban su carga en sus altas cumbres, allá donde el aire es irrespirable, y cuando se sentían con bastante energía la arrojaban desde sus raíces plomizas en forma de rayos que se desplegaban por el cielo como ramas cegadoras. El conjuro de Linar los desviaba hacia los lados, pero cada descarga la recibía como una tremenda sacudida en su vara y a través de ella en las manos y los hombros.
—¡No quieren que sigamos hacia el oeste! —gritó.
—¡Pero este viento también los entorpece a ellos!
—¡Mira tu espalda!
Mikhon Tiq se dio la vuelta, y a través del dosel protector vio algo que no olvidaría en mucho tiempo. Pues el techo de nubes desfilaba sobre sus cabezas a toda velocidad, como los rápidos de un río que fluyera encima de ellos. Pero más allá, hacia el este, era como si la mano de un titán hubiera plantado en el aire un tajamar invisible y colosal contra el que el viento y las nubes se estrellaban y partían en dos. Y aquel inmenso torrente gris se dividía en dos corrientes, una de las cuales seguía soplando hacia el nordeste y la otra hacia el sudeste, abriendo entre ambas un triángulo de cielo azul, y bajo ese triángulo quedaba una zona de calma por la que sus enemigos podían avanzar sin estorbo. Aquella tormenta era un prodigio sobrenatural, invocado por los hechiceros renegados para dejarlos clavados en el sitio y alcanzarlos. Mikhon Tiq se sintió desfallecer y plantó las rodillas en el suelo, pero Linar tiró de él.
—¡Sigue andando! ¡Ellos no podrán mantener ese esfuerzo mucho tiempo! ¡Vamos!
Los rayos caían a uno y otro lado, tan tupidos que los truenos se habían convertido en un solo fragor que hacía retemblar la llanura de horizonte a horizonte. Mikhon Tiq creyó oír entre el estrépito unas carcajadas crueles, y levantó la mirada. Las nubes se agitaban y revolvían sobre sí mismas, retorcidas por el viento del oeste y por remolinos que giraban vertiginosos en su seno. Poco a poco se esculpieron en ellas rasgos reconocibles: primero una barbilla, luego una nariz, ojos, una frente. Mikhon Tiq sólo los había visto una vez en su vida, pero reconoció a los cuatro Kalagorinôr, las cabezas apiñadas, como si pelearan entre ellos por asomarse a una rendija. Koemyos, Kepha, Fariyas y Lwetor. Sombras y vórtices más profundos formaron cuatro pares de ojos, y todos ellos se estrecharon destilando odio sobre los dos minúsculos hechiceros que trataban de abrirse paso entre los cañaverales aplastados por el huracán. Mikhon Tiq sintió que el tiempo se congelaba. La boca del Koemyos-en-las-nubes se abrió y de ella brotó una línea de plasma azulado que buscó el suelo, y siguiendo aquella guía bajó una ráfaga de descargas que hicieron estremecerse los cimientos del mundo. Linar clavó los pies en tierra y, alzando al cielo la vara con ambas manos, gritó:
—¡Estúpidos! ¡Vuestro alarde será vuestra ruina!
Era la primera vez que Mikhon Tiq veía a Linar tan irritado. El dosel rojizo se elevó y se ensanchó aún más, hasta chocar con el techo de nubes, y los relámpagos resbalaron por su superficie formando un dibujo radial que se abrió como una estrella de mar de cien brazos palpitantes y cayó al suelo en una lluvia de chispas a más de cien metros de los magos. Linar se tambaleó y clavó la rodilla en el suelo, pero no soltó el caduceo. La exhibición de poder debió de agotar a sus enemigos, o tal vez se aburrieron de atacarlos desde las alturas, pues los rostros de los cúmulos se deshicieron y los rayos empezaron a caer más espaciados y lejanos. Poco a poco el viento y la lluvia amainaron y la tempestad pasó sobre sus cabezas como una tormenta más.
—¿Hemos vencido? —preguntó Mikhon Tiq, aunque sabía la respuesta.
—Sólo hemos ganado un respiro.
Linar jadeaba. El viento había roto el barbuquejo de su sombrero y se lo había llevado volando. Mikhon Tiq lo vio de pronto como un anciano, pues estaba encorvado por el cansancio, la trenza se le había deshecho y los cabellos le colgaban apelmazados y húmedos por encima de los hombros. Era de día. ¿Qué ocurriría cuando cayera la noche?
Durante algunas horas no supieron más de sus perseguidores. El cielo se despejó, salvo por nubes rotas en jirones que viajaban a gran altura. Pasada la media tarde encontraron un monte de laderas verdes en cuya cima se levantaban unos peñascos blanquecinos, como huesos rotos que asomaran por una herida abierta en el prado. Treparon por su falda hasta llegar al pie de las rocas, y entre ellas encontraron una grieta tortuosa que les sirvió de camino para llegar hasta la cima. Desde allí otearon el paisaje. Sobre sus cabezas, bandadas de pájaros negros revoloteaban con audaces giros que poseían su propia magia, pues cuando el grupo entero cambiaba de dirección, sus alas ofrecían el perfil más fino y las aves se borraban por un segundo de la vista. Al este y al sur todo eran pastos húmedos, salpicados de manchas más oscuras allá donde crecían árboles y matorrales, y líneas de lomas que hinchaban el suelo como crestas de dragones sumergidos bajo el mar de hierba. Al norte se vislumbraba la gran masa boscosa del Hilar, una sombra cobriza salpicada de verde en la distancia. A poniente, el sol ya bajaba y sus rayos sesgados se reflejaban en unas brumas bajas y en grandes manchas blancas y deslumbrantes que debían de ser lagunas y pantanos. Aún más allá se levantaban las formas quebradas de la Sierra Virgen, formada por varias cadenas de montes, cada vez más altas y desvaídas; pero la reverberación del sol impedía distinguir bien aquel paisaje.
—Vamos hacia allá —dijo Linar.
—¿Dónde?
El brujo levantó el caduceo y apuntó directo al oeste.
—Al pantano de Purk.
—¿No íbamos al bosque de Hilar?
—Íbamos.
Linar se volvió de nuevo hacia oriente y se puso la mano sobre las cejas a modo de visera. Mikhon Tiq lo imitó, aunque en aquella dirección el sol no molestaba a la vista. Tal vez a un kilómetro y medio de distancia y a cien metros por debajo de ellos distinguió unas manchas oscuras entre dos suaves lomas. Concentró sus ojos en un círculo, como había aprendido. Al hacerlo dejó de ver el resto del paisaje, pero aquellas figuras se le mostraron aumentadas. Eran los Kalagorinôr, no cabía duda. Tres de ellos se quedaron donde estaban; el cuarto, apoyándose en un largo báculo, venía hacia ellos caminando entre la hierba. Mikhon Tiq se volvió hacia Linar, interrogante.
—Esperaremos aquí. Creo que viene a parlamentar.
—¿Qué tienen que parlamentar después de haber intentado achicharrarnos?
—No sabría decirlo —reconoció Linar, una confesión extraña en él—. Tal vez la corrupción de sus espíritus no haya llegado tan lejos como para olvidar que una vez fuimos hermanos. O acaso quieran ganar tiempo para que oscurezca y puedan conjurar de nuevo a las fuerzas de la noche.
—Entonces deberíamos alejarnos.
—No demasiado —repuso Linar en tono enigmático—. Además, no nos vendrá mal reponer fuerzas.
—Si se acerca más, podrías atacarlo. Así sólo quedarían tres.
—Para eso tendría que vencerlo, y no está tan claro que así suceda, pues tú no puedes ayudarme.
—En ese caso, tarde o temprano acabarás luchando tú solo contra los cuatro.
—Ya sabes lo que pasará si los destruimos.
Colapso. Catástrofe. Aniquilación, pensó Mikhon Tiq.
—Entonces no tenemos salida.
—Eso parece. Razón de más para sentarnos a descansar y disfrutar de esta espléndida puesta de sol.
Linar soltó una risa tan descarnada como las ramas de los álamos que crecían en la ladera del monte.
No tardaron en reconocer al emisario. Era Lwetor, el mismo que había introducido a Ulma Tor en la reunión de Trápedsa y había precipitado la ruina de la Mesa. Vestía una túnica blanca poco apropiada para un viajero y se apoyaba en un largo báculo cuya punta se enroscaba en espiral. Buscaba la apariencia inofensiva de un viejo fatigado y el claro color de la sinceridad, una trampa burda, pero, a su manera, eficaz. Mikhon miró a Linar y vio cómo se mordía los labios. Algo debía removérsele por dentro al ver de nuevo a su antiguo compañero.
Lwetor los saludó de lejos con la mano y empezó a ascender por las primeras piedras que conducían a lo alto del roquedo. Su aspecto era el mismo que en la última reunión de Trápedsa, pero Linar advirtió a Mikhon Tiq que examinara su syfrõn. El muchacho cerró los ojos. Las franjas que le llegaban parecían rectas y estables en un primer examen; pero si atendía bien, observaba una fluctuación que las deformaba y que ensuciaba sus colores.
El mago llegó por fin junto a ellos y se sentó sobre una piedra baja, de forma que las piernas se le quedaron encogidas en una postura no demasiado digna. Resopló un par de veces y se secó el sudor de la calva con la manga de la túnica. No finjas, pensó Mikhon Tiq, irritado; hasta ahora no te ha cansado perseguirnos.
—Salud, hermanos. Veo que habéis encontrado un hermoso mirador.
Su tono era trivial, como el de un viejo que saluda a sus compadres mientras holgazanea en la plaza mayor al calor del sol. Pero Linar pronunció la fórmula tradicional en tono grave:
—Que la Hermosa Luz te envuelva y alimente, Lwetor.
El gesto del mago se descompuso un segundo, y musitó el mismo saludo como si le escociera en los labios. Estaba sentado a unos tres metros de ellos, una distancia prudente, pero no amistosa.
—Me has hecho correr mucho, Linar. No pensé que a tu edad conservaras unas piernas tan ágiles.
—¿Qué os trae a buscarme? ¿Habéis cambiado vuestros planes para la Espada de Fuego? Si no es así, lamento que os hayáis molestado en seguirme.
—¡No seas tan burdo, Linar! Zemal es importante para los guerreros, pero no para nosotros. No merece la pena que discutamos por ella y enturbiemos nuestra amistad después de tantísimo tiempo.
Mikhon Tiq recordó la tormenta sobrenatural, los rostros de los magos burlándose de ellos desde las nubes y, sobre todo, la imagen de Linar empapado y exhausto como un perro vagabundo bajo la lluvia, y sintió el deseo de despeñar a aquel brujo hipócrita.
—¿Para qué has venido entonces? —le espetó.
Lwetor le dirigió una mirada de ira y levantó el báculo un instante, pero vio que Mikhon Tiq apoyaba las manos sobre los gavilanes de la espada y comprendió que aquélla era su vara mágica y que sabría protegerse. Los labios le temblaron, pero logró cubrirse los dientes y componer una sonrisa.
—Mi jovencísimo amigo, existe algo muy antiguo entre Linar y yo que tú no puedes entender. Debes permitir que dos viejos amigos se explayen.
—Contesta a la pregunta de Mikhon Tiq —respondió Linar.
Lwetor se rascó el cuello y miró a un lado, incómodo.
—He venido para convencerte de que vuelvas con nosotros, Linar. La Mesa sin ti está coja.
—No está coja, sino rota. Yo mismo la quebré.
—Pecas de orgullo, hermano. Somos cuatro contra uno. Tu amigo el neófito aún está demasiado verde.
—Eso ya lo veremos —masculló Mikhon Tiq.
Lwetor fingió no haberlo oído.
—Apoyar a un guerrero o a otro para que consigan la Espada de Fuego es algo baladí, Linar. Siempre podemos guiar a quien la conquiste por el camino conveniente. Todos esos Tahedoranes son hombres jóvenes y de temperamento ardiente, que cometerán los mismos errores. Nosotros estamos para evitarlos o corregirlos.
—Si todos van a cometer los mismos errores, ¿por qué queréis ayudar a Togul Barok? —preguntó Mikhon Tiq—. ¿Qué más os da?
—Jovencito, si el príncipe nos parece mejor es tan sólo porque goza de una posición aventajada para realizar los cambios que en estos momentos son necesarios.
—Hablas y no dices nada, como un filósofo de feria.
Lwetor rechinó los dientes y por un instante sus pupilas se agrandaron hasta devorar los iris. Mikhon Tiq se removió en la piedra que le servía de asiento, pensando que tal vez había ido demasiado lejos.
—¡No basta llamarse Kalagorinor para serlo de verdad, cachorro!
—Mikhon Tiq lamenta su atrevimiento —intervino Linar, apoyando la mano en el hombro del muchacho.
—Claro que lo lamento —dijo Mikhon, con voz lisa como un espejo.
—Pero el caso, hermano Lwetor —prosiguió Linar—, es que has venido a pedirme que regrese con vosotros, y mi respuesta es no.
—¡Pero, Linar, hablemos antes! No puedes dejar el Kalagor de esa manera.
—Yo soy Kalagorinor, y Mikhon Tiq es Kalagorinor. Sois vosotros quienes habéis abandonado el sendero de la Hermosa Luz.
—¡La soberbia te hace desbarrar…, hermano! ¿Cómo pretendes tener razón en contra de nosotros cuatro?
—La verdad es la verdad, crean en ella muchos, pocos o nadie.
Lwetor agachó la cabeza y se calló durante unos segundos, mientras hacía girar el báculo entre las palmas de sus manos como un cazador que quiere prender fuego en el bosque.
—Siempre has sido mi más querido compañero, Linar —dijo por fin—. Desde el principio he admirado tu pureza y tu rectitud, y te considero el primero entre nosotros. Koemyos… es poderoso, en verdad, pero la vanidad lo obnubila demasiado a menudo. En cuanto a Kepha y Fariyas, a veces creo que los años los hacen chochear. Por mi parte, no tengo una voluntad tan firme como la tuya. Eres el mejor, Linar. Necesitamos tu guía. Ven con nosotros.
El mago tendió su mano. La mirada de Mikhon Tiq saltaba de uno a otro, expectante. ¿Se dejaría engañar Linar? Lwetor hablaba como si se hubiera arrancado todas las máscaras y ropajes, como un amigo que desde el fondo del corazón le pide ayuda a otro amigo. Linar se incorporó con cierto trabajo sobre sus largas piernas y dio un paso hacia su antiguo camarada. Mikhon sofocó un grito de advertencia. Pero Linar plantó la vara sobre la roca y miró a Lwetor desde sus dos metros de altura.
—Lo siento, pero no cambiaré mi camino.
Durante unos segundos los dos magos se sostuvieron la mirada. Después, Lwetor se dio por vencido y se levantó para irse. Antes de emprender la bajada se detuvo un instante, agachó la cabeza y se acarició la barbilla, como si le hubiera venido a la mente algo que quisiera decir.
—Linar, si luego por desgracia… No quiero que pienses…
—Adiós, Lwetor.
—Adiós, hermano Linar.
Cuando bajó del peñasco, ya no fingió la fatiga de los años. Unos minutos después correteaba por la ladera para unirse a sus compañeros. La sombra del monte se alargaba sobre las hierbas hasta llegar al lugar donde lo aguardaban los otros tres Kalagorinôr.
—Vamos, Mikhon. Cuando caiga la noche, la caza se reanudará. Y ésta será la batida definitiva.
Ni siquiera los Kalagorinôr son inmunes a la fatiga, se dijo Mikhon Tiq, mientras saltaba entre juncos y espadañas por un terreno cada vez más encharcado. Rimom se había mostrado por unos instantes tras el ocaso, pero enseguida había hundido su rostro azul tras las montañas del oeste. Shirta estaba a punto de ocultarse y Taniar se levantaba tras sus espaldas, proyectando sus siluetas alargadas sobre un espectral fondo rojo. Ya no había lomas; el suelo era una inmensa llanura. Detrás de ellos y a los lados les llegaban los ruidos de la persecución, matas aplastadas, cañas tronchadas, respiraciones resollantes, ladridos, aúllos, graznidos, llamadas guturales. Mikhon Tiq sacaba fuerzas de donde ya no las tenía para dar aquellos largos saltos que cada vez le parecían menos divertidos y le dolían más en las rodillas y los tobillos. Si giraba el rostro veía el círculo carmesí de Taniar, pero debajo centelleaban muchos otros puntos de luz, ojos amarillos de coruecos, reflejos purpúreos en las pupilas de los licaones, antorchas cuyas llamas anaranjadas se agitaban con los bamboleantes movimientos de los Inhumanos que las portaban.
—¡Aguanta, Mikhon! ¡Estamos cerca del pantano!
El pantano, pensó con desmayo. Limo y cieno. Lodo primordial. El final de la carrera se presentaba aún más aterrador que la propia persecución. Había cometido el error de invocar en su syfrõn la memoria de Yatom. En ella había encontrado la imagen de la gigantesca babosa de barro que lo atacó al borde de las Tierras Antiguas. Aunque no llegaba a verla con claridad, intuía una masa colosal, informe, viscosa, y durante una fracción de segundo, antes de espantar el recuerdo, escuchaba su lento chapoteo, su repugnante crepitar. No, no, no pienses en ello, se repetía.
El suelo empezó a descender. Delante de ellos se levantaban bancos de bruma y volutas de vapor. Shirta ya se estaba ocultando al otro lado, y su luz verde atravesaba la niebla y la teñía de un color pútrido. Mikhon Tiq exploró las sombras con sus ojos de Kalagorinor. El marjal se extendía ante ellos, leguas y leguas de hierbas enfermizas, cañas raquíticas y arbolillos enanos y retorcidos que aprovechaban los escasos islotes de tierra firme para hincar sus débiles raíces. Purk, como Guiños, como el desierto de Hamart, era un residuo de un mundo muy antiguo, de una época en que hombres y dioses libraron guerras con armas más allá de la comprensión y contaminaron por siempre grandes extensiones de tierra y de mar con venenos invisibles que aguaban la sangre, pudrían los cabellos y los dientes y convertían a los recién nacidos en monstruos de dolorosas formas. Un tormento para la vida, un sitio perfecto para morir.
Linar se detuvo y Mikhon Tiq lo imitó. Ante ellos, a unos veinte metros, había una fila de seres oscuros y enormes, de formas vagamente humanas. Mikhon reconoció las crestas craneales, los brazos largos, los ojos fosforescentes que nunca se cerraban, cubiertos por una película húmeda y transparente. Coruecos. No debo temerlos ahora, se aleccionó. Soy un Kalagorinor.
Las criaturas, no menos de quince, los miraban y gorgoteaban sin decidirse a avanzar.
—Nunca había visto tantos coruecos en tierras habitadas —dijo Linar—. Nuestros enemigos han reclutado un extraño ejército.
—¿No nos van a atacar?
Linar avanzó hacia las bestias muy despacio, levantó la vara y emitió una orden seca, firme y sencilla. «Apartaos.» No se movieron.
—¡Maldición!
—¿Qué sucede?
—Era de esperar. Mis queridos hermanos les controlan la mente. Tendremos que atravesar por en medio.
Si Mikhon Tiq se hubiera atrevido a desatar su poder, habría levantado su espada y a través de ella habría enviado un haz de fuego para abrasar a tres o cuatro bestias y espantar a las demás. Se preguntó qué haría Linar. El brujo trotó hacia los coruecos como si se dispusiera a embestirlos con su cuerpo enjuto. Los monstruos enarbolaron sus zarpas para recibirlo entre gorgoteos malignos. Cuando estaba ya casi sobre ellos, Linar abrió los brazos y de pronto se elevó sobre sus cabezas como una pluma arrebatada por una ráfaga de aire, mientras los coruecos saltaban agitando sus garras y buscándole los pies entre rugidos de frustración. Tras un breve vuelo se posó en tierra quince metros más allá y se volvió. Las bestias se giraron hacia él, y Mikhon Tiq aprovechó ese momento para arrancar a correr. Estaba ya casi encima de las bestias y aún no sabía lo que había hecho Linar. No pienses, sigue el instinto, se recordó; y cuando creyó que se estrellaría contra aquel muro de piedra y huesos de metal, su syfrõn le ofreció un conjuro para engañar durante unos segundos a la madre Tierra. De pronto perdió casi todo su peso, y al patear el suelo con su pie derecho se elevó tan rápido que el estómago le bajó hasta los pies. Pasó por encima de las garras de las bestias, engañadas por segunda vez, y una uña dura como marfil le arañó la caña de la bota. Aquel momento de ingravidez le hizo gritar de asombro y placer, pero el peso regresó a sus miembros y el suelo subió a buscarle. No había calculado bien el salto y rodó sobre las hierbas. Mientras a su espalda resonaban los rugidos de los coruecos y los pisotones de sus grandes pies planos al arrancar a correr, Linar lo agarró de una mano y tiró de él para levantarlo.
Corrieron de nuevo y dejaron atrás a las bestias, pero Linar no tardó en detenerse de nuevo.
—Tenemos que seguir más despacio —le advirtió—. El terreno es traicionero.
El pantano se abría ya bajo sus pies. El suelo exudaba una humedad pestilente como la serosidad de un cuerpo enfermo, que al brotar al aire se levantaba en anillos y espiras de vapor verdoso; era la respiración insana de la ciénaga. Mikhon Tiq podía sentir su presencia como un empujón continuo y tosco que le oprimía en la cabeza y el vientre. No era una inteligencia ni una voluntad, y sin embargo poseía algo de ambas. En el aire flotaba una hostilidad pasiva, una amenaza vaga que se extendía de horizonte a horizonte hasta hacerse enorme y abrumadora.
—¿Nos libraremos de nuestros perseguidores cruzando el pantano? —preguntó Mikhon Tiq.
—No vamos a cruzarlo.
Horror, pensó Mikhon, pero no dijo nada. Recordó lo que podía haber bajo ellos, en las simas insondables, y se estremeció. Era una triste ironía haberse convertido en Kalagorinor para atraer el enojo de una entidad para la que él era poco menos que una hormiga.
Caminaban ya sobre el marjal. Mikhon Tiq iba delante, buscando pasos seguros. Sus pupilas rastreaban brillos y reflejos más débiles y fríos que la luz roja, para averiguar dónde el suelo era húmedo y viscoso y en qué lugares estaba seco y duro. A veces pisaba marañas de hierbajos y juncos que le ofrecían un punto de apoyo fugaz, antes de hundirse en el lodo. Otras, no podía evitar que las piernas se le clavaran hasta las rodillas y tenía que tirar de las botas con las manos para no perderlas. Mientras tanto, Linar vigilaba los alrededores. Reinaba un extraño silencio, en el que sólo se oían el chapoteo de sus pies y las apagadas maldiciones de Mikhon Tiq.
Llevaban unos minutos avanzando cuando Linar le puso la mano en el hombro y se llevó un dedo a los labios. Mikhon Tiq se volvió y miró hacia el este. Al borde de la ciénaga se extendía una larga fila de seres oscuros, cientos de ellos, tal vez miles, de varias especies y pelajes, pero todos ellos de miradas malignas, y dientes, picos y zarpas que deseaban desgarrar carne humana.
—¿A qué esperan? ¿Tienen miedo del pantano?
—Mis hermanos quieren jugar con nosotros. Ya lo verás.
Les llegó el eco mental de una orden poderosa, y supieron que algo iba a venir contra ellos. De aquella fila se adelantaron decenas de criaturas que se lanzaron a cuatro patas al interior del tremedal. Eran licaones, hienas, lobos y perros salvajes, animales cobardes en solitario pero temibles en jauría; y entre ellos avanzaban con grandes saltos de sus pesadas patas cinco leones de dientes de sable que babeaban de rabia bajo sus terribles colmillos.
—Sigue andando, Mikhon. Yo me encargaré de ellos.
El muchacho buscaba apoyos en el suelo, pero no podía dejar de mirar hacia atrás. Shirta se acababa de ocultar. Ya sólo reinaba Taniar en el cielo y bajo su luz púrpura los carniceros que corrían de frente hacia ellos parecían congelados en mitad de su carrera. Pero era una sensación engañosa, pues aunque no se les vieran las patas, los bultos oscuros de sus cuerpos eran cada vez más grandes y sus ladridos y jadeos más cercanos. Aquí y allá se oían los gañidos de frustración de las bestias que quedaban atascadas en el lodo, y también los aullidos de terror de aquellas que se hundían para no salir más; pero los atacantes eran tantos que, por más que devorara la ciénaga, no parecían acabarse nunca.
Ya estaban a menos de veinte metros cuando Linar hinchó el pecho, abrió la boca y exhaló un soplido largo y poderoso, un viento que dejaba penachos de humo y que lo barrió todo en un amplio arco. A Mikhon Tiq le llegó algo de aquel hálito, y captó en él un aroma intenso que se agarró a sus vísceras y se las retorció. Los licaones y las hienas lloriquearon de terror y se retiraron con el rabo entre las piernas; los perros y los lobos los siguieron, y los dos dientes de sable que no se habían hundido en el cieno se pararon en seco y se contentaron con rugir de lejos a los magos. Linar había condensado en su interior el olor del miedo puro, del pánico cerval, del terror instintivo y animal y lo había proyectado como una pavorosa cortina sobre sus atacantes.
—¡Bien hecho! —le animó Mikhon Tiq, exaltado como si estuviera contemplando un combate de Tahedo.
—Sigue. Esto no ha hecho más que empezar.
Mikhon Tiq avanzaba cada vez más rápido, aprendiendo de lo que veía y de lo que sentía bajo sus pies. Pero no tuvo tiempo de enorgullecerse por sus avances, pues ya una legión de nuevos perseguidores saltaba al pantano. Algunos de ellos llevaban antorchas y avanzaban entre torpes bamboleos; pero la mayoría corrían a cuatro patas, sirviéndose de sus encallecidos nudillos a modo de pezuñas. Y mientras cargaban contra ellos, hacían choquetear las mandíbulas y rechinaban sus dientes afilados y triangulares en un roce lacerante de cristal rayado.
—¡Inhumanos! —exclamó Linar.
Mikhon Tiq trató de no mirar hacia atrás. Ante ellos se extendía una laguna oscura de aguas amenazadoras. Giró hacia la izquierda, por un estrecho sendero de islotes de hierba. A su espalda sonó un potente soplido y le llegó un débil efluvio del olor del miedo. Pero en vez de aullidos de terror, tan sólo escuchó una maldición.
—No sirve para ellos —se lamentó Linar, y le empujó—. ¡Date prisa!
—¿Por qué no sirve?
—Los perros de presa y nosotros exhalamos secreciones comunes, pero los Inhumanos no tienen nada que ver con nuestra especie. ¡Vamos, vamos!
Mikhon Tiq saltó a un islote de barro negro y hierbajos, pero el pie derecho le resbaló al pisar y cayó de costado en las aguas fétidas. Se agarró a unas cañas retorcidas y tiró para salir, pues el fondo del pantano parecía una boca enorme formada por mil ventosas. Linar lo agarró de la capa y lo sacó de un violento tirón. Mikhon Tiq se quedó sentado sobre las hierbas y miró a su maestro. Los Inhumanos, más de cincuenta, formaban un semicírculo a su alrededor. Algunos se enderezaron para arrojarles sus cortas lanzas. Linar cazó una de ellas al vuelo y la partió en dos. Después abrió los brazos en cruz y una luz azulada lo envolvió, y sus pies se elevaron sobre el suelo cenagoso. Los Inhumanos se detuvieron un momento, expectantes. Entonces Linar abrió la boca, pero esta vez no recreó ningún olor, sino que pronunció una palabra de poder. Atónito, Mikhon Tiq vio cómo de sus labios brotaban tres letras de fuego en los caracteres de los Arcanos: «MEN». Las letras se desenrollaron en el aire y formaron una línea dorada que se abrió delante de Linar. El brujo extendió su caduceo y empujó con un gesto imperioso. La línea ígnea se alejó de él como un latigazo que ondeaba y crecía al desplazarse. Muchos de los Inhumanos se dieron la vuelta y huyeron al ver lo que se les venía encima, otros se agacharon y se cubrieron la cabeza con las manos; pero el conjuro pasó culebreando entre ellos, y cada vez que aquella soga de luz chocaba con algo sólido lo cortaba con un agudo siseo acompañado de chispas cegadoras. Troncos, cabezas, brazos y piernas segados cayeron sin derramar sangre sobre el cieno. La palabra de poder se perdió en la distancia y doscientos metros más allá se disipó con un apagado zumbido.
Linar cruzó los brazos, agachó la cabeza y dejó de levitar. Sus pies se hundieron en el agua y en el fondo lodoso. Esta vez fue Mikhon Tiq quien lo sacó a rastras hasta el islote de hierbas, y allí trató de reanimarlo.
—Estás demasiado cansado. Tengo que ayudarte…
El único ojo de Linar lo miró de soslayo. El brujo se incorporó como si tuviera un resorte.
—¡Cuándo necesite que alguien me ayude a levantarme, yo mismo me rebanaré el cuello!
Cuatro nuevas criaturas se internaron en el pantano. Eran muy grandes, de cuatro o cinco metros de altura, aunque caminaban a medias erguidas. Avanzaban sobre unos pies anchos de grandes membranas que apenas se hundían en el fango, y cada uno de ellos agitaba tres brazos coronados por enormes pinzas, de las que destilaba un ácido corrosivo que levantaba espirales de humo al caer en el agua. Sus gruesos cuerpos estaban cubiertos de cerdas, híspidas y gruesas como púas. Pero aún más horribles eran sus cabezas, provistas de quelíceros que se abrían y cerraban como gigantescas tijeras de podar y sembradas de ojos blancos y viscosos. Linar se detuvo un instante y se apoyó en el hombro de Mikhon Tiq; y el joven percibió su repulsión a través de la piel. Aunque el miedo físico era algo que Linar había olvidado, la idea de que aquellas pinzas lo destrozaran y aquella boca informe redujera a gelatina sus huesos lo hacía estremecer de asco. Mikhon le preguntó qué eran aquellos monstruos. Linar lo ignoraba; tal vez fuesen criaturas de Purk, nacidas en la maldición ponzoñosa que infestaba el aire y el agua de ese lugar, o creaciones enfermas de sus antiguos hermanos o del propio Ulma Tor.
—Estoy cansado —susurró—. Muy cansado.
Aquellas palabras las murmuró para sí mientras contemplaba cómo se acercaban los cuatro engendros, chapoteando con sus enormes patas palmípedas. Pero Mikhon Tiq oyó aquella confesión de debilidad y volvió a tirar de él.
—¡Vamos! ¡Te llevaré a cuestas si hace falta!
Linar se lo sacudió de encima. Era increíble cómo recobraba las fuerzas cada vez que parecía a punto de desplomarse. Después alzó la vara de nuevo y gritó:
—¡Deteneos ahí mismo si no queréis que os destruya!
Uno de los monstruos abrió los quelíceros, y de su boca brotó un sonido estremecedor, una mezcla de estertor de ahorcado y gorgoteo de barro hirviente, que sin embargo se articuló en palabras. «Linar, Linar, espéranos. Somos tus hermanos.» Una segunda criatura sumó su inhumana voz a la primera. «Linar, hermano nuestro, aguarda.»
—¡Apartaos de mí! ¡Sois una abominación!
«Ven con nosotros. Estrecha nuestras manos.» Las criaturas avanzaban despacio, agitando las pinzas venenosas sobre sus informes cabezas. Linar levantó un muro de fuego, pero eran llamas débiles y frías y se apagaron cuando los monstruos las atravesaron. «Estás débil, hermano. Espéranos y te reconfortaremos.»
—¡Deja que te ayude, Linar!
El mago se volvió hacia Mikhon Tiq y le miró con tal ira que por debajo del parche negro brilló un destello rojizo.
—¡Ni se te ocurra!
Las negras filas que rodeaban la ciénaga se rompieron. Como una inmensa bandada de pájaros que levanta el vuelo, las criaturas que las formaban se lanzaron al pantano, saltando, corriendo, reptando. Había más lobos y licaones, coruecos e Inhumanos, y también jabalíes furiosos, licántropos babeantes, enormes serpientes del cieno, lagartos bípedos de aguzados dientes y otros seres deformes para los que no existía nombre. Pero los cuatro Kalagorinôr seguían detrás, esperando a orillas del gran marjal.
—Hay que atraerlos o todo será inútil —dijo Linar—. ¡Tenemos que hacer que entren en el pantano!
«Linar, Linar, no huyas de nosotros», le llamaban aquellas criaturas, mientras el resto del ejército infernal cerraba un arco alrededor de ellos.
—¡Venid a abrazarme con vuestras propias manos! ¡No me gustan esas pinzas!
«Son más suaves que las mejillas de una doncella. Espera y verás qué caricia de terciopelo…»
Las criaturas estaban tan cerca que ya se veía el temblor gelatinoso de sus ojos y les llegaba su acre olor, una mezcla de azufre y ácidos digestivos. Los dos magos llegaron a un islote de tierra negra, y allí Linar se dejó caer de rodillas y cerró el ojo. Uno de los monstruos se acercó a él y levantó una pinza en el aire. Sus puntas se abrieron goteando veneno sobre el rostro de Linar. Cuando iban a cerrarse, Mikhon Tiq se adelantó y descargó la espada sobre aquel repugnante apéndice. La pinza cayó cercenada, abriéndose y cerrándose a sus pies como si tuviera vida propia.
La criatura retrocedió unos metros y Mikhon Tiq suspiró aliviado. Pero de repente, el monstruo dio un salto increíble y se abalanzó sobre él enarbolando las dos pinzas que aún le quedaban. El muchacho agachó la cabeza por instinto; en ese momento, un chorro de fuego blanco se estrelló contra el tórax cerdoso de la bestia y lo empujó hacia atrás. La criatura se revolcó en el fango y empezó a arder con unas llamas que el agua no podía extinguir. Sus palmas pateaban frenéticas el suelo, sus pinzas y sus quelíceros se consumían y quebraban como ramas en una chimenea. Un brazo hizo retroceder a Mikhon Tiq. Linar se había puesto en pie y brillaba. Pero esta vez no lo envolvía un aura, sino que sus ropas y su propia carne se habían vuelto translúcidas, y a través de ellas se le veían los huesos fosforescentes; y una luz blanca chisporroteaba dibujando arcos a su alrededor. A Mikhon Tiq se le erizó el cabello de todo el cuerpo, y hasta las hierbas y juncos que estaban tronchados se levantaron como serpientes enhiestas. El aire crepitó con olor a tormenta. Linar levantó el caduceo y apuntó con él a las tres criaturas que aún quedaban. Su voz, deformada por mil chasquidos, gritó:
—¡¡Al Infierrrnooooooo!!
Linar tomó la vara con ambas manos y barrió el aire a derecha e izquierda. Haces de plasma brotaron de la boca de la serpiente y azotaron el aire como látigos. Los rayos cayeron sobre los monstruos del pantano, que empezaron a agitar los miembros como marionetas desmadejadas y a relucir descubriendo sus entrañas, hasta que se partieron en pedazos y sus visceras se derramaron en el fango entre chorros de ácido. La energía del caduceo llegó aún más allá y azotó las primeras filas del siniestro ejército convocado por los antiguos Kalagorinôr. Lobos e Inhumanos se volvieron en desbandada, se hundieron en el lodo, chocaron con los enormes pechos de los coruecos. En el pantano retumbó una orden poderosa que Mikhon Tiq sintió resonar en su esternón. «QUEDAOS DONDE ESTÁIS.»
Linar se encorvó y apoyó el bastón en el suelo. Aunque de su piel brotaban chispas sueltas, su energía se había apagado. Mikhon Tiq lo agarró por el codo, y esta vez su mentor no se lo sacudió de encima.
«Eso ha estado muy bien, Linar. Lástima que hayas agotado tu poder.»
Mikhon Tiq miró hacia el este, de donde provenía aquel coro de voces. A media legua de allí estaban los Kalagorinôr. Orgullosos, despreciando toda cautela, se alzaron envueltos en llamaradas rojas y levitaron sobre el barro. Vinieron a por ellos, volando como grandes fuegos fatuos, y sobre sus cabezas proyectaban enormes imágenes de sí mismos en nubes de vapores escarlata, deformadas como retratos demoníacos.
—Ahora —jadeó Linar—. Crea una barrera a nuestro alrededor y resístete a ellos. Yo aún tengo que hacer la última invocación…
El brujo se apoyó en el hombro de Mikhon Tiq, se enderezó y caminó con pasos cortos hacia el centro del islote. Sus mejillas se veían chupadas como si una sanguijuela le hubiera absorbido la carne desde dentro, y cuando Mikhon le tocó el codo no sintió debajo más que hueso. Se preguntó si le quedaría aún algo de poder para esa invocación que pretendía hacer.
Los cuatro Kalagorinôr ya llegaban, levitando sobre las cabezas de su tenebroso ejército. Soberbios, embriagados de poder y victoria, se inflamaron en llamas carmesí para mostrarse más terribles y majestuosos. El más alto y terrible de ellos era Koemyos, cuya barba y cuyos cabellos formaban una corona de fuego alrededor de su rostro. Los cuatro juntos parecían un panteón de dioses enloquecidos y sedientos de sangre. Koemyos alzó su mano derecha, y de su anillo brotó un puño de energía sólida que derribó de espaldas a Mikhon Tiq.
—¡Aprendiz de brujo! ¿Tan acabado está tu maestro que deja a un niño hacer la tarea de un hombre?
Mikhon Tiq se incorporó dolorido, y durante unos segundos su ser se desdobló. La mitad seguía en el pantano de Purk, encarándose con los cuatro magos que flotaban delante de él. La otra mitad corrió por las galerías de su castillo interior, buscando conjuros y poderes. Por un largo pasillo se deslizaba una serpiente de luz azul que trató de huir entre sus dedos, pero la agarró con fuerza y…
Mikhon Tiq levantó en alto su espada, la misma que había comprado en la herrería de la aldea de Banta por un puñado de monedas. La hoja se encendió, se puso al rojo vivo y después se convirtió en una barra azulada. Mientras la alzaba, el muchacho pensó en Uhdanfiún, y en que nunca había pasado de ser un Iniciado en el arte de la espada. Ahora, por primera vez, se sintió poderoso con una hoja en la mano.
—¡Probad mi Espada de Fuego! —chilló.
Los Kalagorinôr se carcajearon de él. Koemyos volvió a levantar la mano anillada; Lwetor, el báculo; Kepha, el cetro de oro, y Fariyas, la bola de cristal. De los cuatro objetos mágicos brotó una lluvia de fuego, una tormenta de proyectiles incandescentes que se precipitaron crepitando contra Mikhon Tiq. Pero él giró las muñecas y agitó la espada, y de la punta brotó una luz que se convirtió en una cortina brillante, como la aurora que aparece al norte de la Tierra del Ámbar. Los bólidos se estrellaron contra aquel baluarte, estallando en ondas rojas que se extendían por la pared protectora y hacían retemblar el suelo del islote bajo los pies de Mikhon Tiq.
—¡No pasaréis de aquí!
Ellos volvieron a reírse, y le dispararon una ráfaga de meteoritos. Cuando los vio la primera vez, alrededor de la Mesa, Mikhon Tiq ya había pensado que estaban locos, pero sólo ahora se daba cuenta del alcance de su demencia. Estaban intentando matarlos, a Linar y a él. Pero si lo conseguían, sus syfrõnes se colapsarían y la explosión los aniquilaría a ellos también.
Que era lo mismo que sucedería en el remoto caso de que Mikhon Tiq consiguiera matar a alguno de los cuatro.
Mikhon Tiq aguantó con la espada en alto. Su cortina de luz había formado un cilindro que envolvía todo el islote. Los Kalagorinôr revoloteaban a su alrededor como luznagos hipertrofiados, mientras le lanzaban todo tipo de ataques y conjuros. Mikhon Tiq comprendía ahora cuánto había sufrido Linar. La energía fluía de él en un torrente tan caudaloso que cada uno de los ligamentos de su cuerpo aullaba de dolor como si lo estiraran en un potro infernal. Las venas de sus manos se hincharon y empezaron a palpitar con vida propia, los dientes le rechinaban entre chispas, pero aguantó. Jamás había sufrido tanto, jamás se había sentido tan embriagado de poder. Los ataques rebotaban en su campo azul, caían como pavesas multicolores en el pantano, incendiaban las hierbas y los cañaverales, y el agua hervía y el lodo saltaba en pedazos.
Fue entonces cuando la tierra empezó a temblar bajo sus pies. De las profundidades subía el grave bramido que ya había aprendido a conocer. Toda la ciénaga empezó a borbotear, y Mikhon Tiq comprendió que todos ellos, sus enemigos, él, Linar, iban a morir. Dos por cuatro no era un mal cambio. Era una pena que no estuviese también Ulma Tor; cómo se reiría cuando supiera que los Kalagorinôr se habían aniquilado entre sí.
Los ataques de sus enemigos eran cada vez más débiles. Mikhon Tiq apretó los dientes y sintió un sabor de hierro recalentado goteándole por los labios. Toda su piel rezumaba gotas de sangre, pero él seguía resistiendo. Soy el más fuerte de todos, se dijo, y comprendió por qué, pues era el único Kalagorinor de la tercera generación, y cada una de ellas era más poderosa que la anterior. Qué lástima perecer ahora.
Todo crepitaba bajo los pies. El ejército infernal se batió en desbandada; coruecos, serpientes, hienas y licántropos huyeron despavoridos en todas direcciones. Los Kalagorinôr, fatigados, renunciaron a sus ataques y se posaron sobre la ciénaga, mirando al suelo sin comprender. Mikhon Tiq abatió la espada.
El estrépito del terremoto era ensordecedor. El islote empezó a levantarse sobre sus raíces. Mikhon Tiq, braceando para mantener el equilibrio, se giró para ver qué había pasado con Linar. El mago estaba en pie y levantaba los brazos y la cabeza al cielo. Mikhon Tiq miró hacia arriba. Una sombra enorme tapó la luz de Taniar y bajó sobre ellos. Era un terón, que plantó las patas en el centro del islote. La criatura abatió el cuello y Linar subió a él. Mikhon Tiq comprendió lo que pasaba, corrió hacia allá y se encaramó sobre el lomo del terón. Lwetor también debió darse cuenta, pues trepó corriendo al islote. Pero el terón dio un poderoso aleteo que derribó al brujo. Koemyos les disparó una bola de fuego carmesí, pero Mikhon Tiq la repelió con su espada, que aún despedía chispas. El estómago se le bajó a los pies, pues en dos poderosas batidas el terón se plantó a diez metros del suelo.
—¡Rápido! ¡Vuela rápido! —le urgió Linar.
El terón empezó a ascender en diagonal. Mikhon Tiq miró al suelo, cada vez más lejano. La ciénaga entera hervía como un colosal caldero. El islote sobre el que había luchado contra los magos había desaparecido, engullido por un remolino que crecía con rapidez y empezaba a devorarlo todo. Los Kalagorinôr habían comprendido por fin el peligro y trataban de huir, pero habían consumido demasiadas energías y ahora, desde arriba, parecían patéticas hormiguitas intentando escapar por los bordes de un agujero de arena. El remolino se convirtió en un embudo, y en medio de un borboteo ensordecedor los magos, primero Kepha y Fariyas, después Lwetor y por último Koemyos, desaparecieron arrastrados por aquel torbellino de lodo y agua. Se sumieron en la negrura lanzando sus últimos conjuros, pero cuando comprendieron la inutilidad de todo esfuerzo enviaron un grito de desesperación a la noche.
—Aún no han sido destruidos —masculló Linar, y se agachó sobre el cuello de la criatura alada y gritó—: ¡Vuela, más rápido! ¡Vuela, te digo!
Agarrado a la espalda de Linar, Mikhon Tiq no dejaba de mirar hacia atrás. Se hallaban ya a más de doscientos metros de altura, y tal vez a un kilómetro del lugar donde había estado el islote. El remolino no había dejado de crecer. De súbito, un espantoso rugido subió desde las profundidades, millones de fragmentos de lodo y tierra volaron en todas las direcciones y una enorme columna, un inconcebible gusano de barro negro se alzó de las profundidades buscando el cielo. Subió tan rápido que su ascensión hizo silbar el aire. Más de cien metros se levantó, y después giró y se inclinó, como si buscara algo, y su extremo apuntó hacia Mikhon Tiq abriéndose en una boca monstruosa. Aquello, comprendió, no era un gusano, sino tan sólo un tentáculo de la criatura que habitaba en el barro primordial y cuya magnitud escapaba a toda comprensión.
Le buscaba a él. Tenía por enemiga a la misma tierra.
—¡¡Belistar, viento del norte!! —rugió Linar, alzando su vara al cielo—. ¡¡Yo te conjuro!! ¡¡Sopla, Belistar, sopla por nuestras vidas!!
Una ráfaga poderosa empujó al terón. Mikhon Tiq resbaló por su espalda, pero Linar tendió la mano hacia atrás y lo sujetó. El viento silbaba en sus oídos, pero por encima de él se alzaba el rugido de la criatura que no dejaba de surgir del abismo. Mas no era por aquel monstruo telúrico por el que Linar había invocado a los vientos, sino porque temía lo que al fin sucedió. En las entrañas de la bestia, los cuatro Kalagorinôr perecieron uno tras otro, aplastados y ahogados entre toneladas de cieno. Sus Syfrõnes, aquellos reinos propios contenidos dentro de ellos, repliegues del espacio y del tiempo de los que extraían su poder, se colapsaron durante unos segundos, y después estallaron liberando toda la energía que guardaban.
La base del tentáculo de barro, una columna de más de veinte metros de diámetro, se encogió sobre sí misma. Reinó un instante de silencio sobrenatural, y Mikhon Tiq pensó que el tiempo se había parado para el mundo entero, salvo para él. Después estalló un brillo cegador que habría abrasado los ojos de un humano normal; y aun con su vista de Kalagorinor, Mikhon Tiq dejó de ver todo lo demás, salvo una bola de fuego que empezaba a ascender a la vez que se hinchaba y adquiría proporciones monstruosas. Estamos perdidos, susurró, pues comprendió que en aquella llama reinaba el calor de un sol en miniatura, capaz de volatilizar todo aquello que se interpusiera en su camino. Aterrorizado, se dio la vuelta y escondió el rostro tras la espalda de Linar, esperando el fin. Entonces le llegó el sonido de la explosión. Los tímpanos le reventaron, un chorro de sangre brotó de sus oídos y sintió cómo le caía por el cuello, y un pitido llenó su cabeza. Pero con sus huesos aún seguía oyendo aquel fragor, a través del espinazo de la bestia que aleteaba tan empavorecida como él. Después sintió a su espalda el golpe de una mano gigante, una ola de aire sólido que los empujó a una velocidad incalculable. Grande y poderoso como era el terón, aquella onda de choque debería haber destrozado las membranas y aun los huesos de sus alas, pero la vara de Linar seguía en alto y había creado una vela fantasmal tras ellos que absorbió el impacto y los lanzó aún más veloces sobre el cielo. Mikhon Tiq se atrevió a girar el cuello, y lo que vio no lo olvidaría nunca. Pues donde se había levantado el tentáculo de lodo, ya a mucha distancia de ellos, ahora se estaba alzando un monstruoso hongo de humo que subía y subía buscando las estrellas.
Volaron hacia el sur arrastrados por el viento, sobre las alas de aquel dragón sin fuego, mientras el humo de la pira funeraria de los cuatro Kalagorinôr ascendía a decenas de kilómetros, hasta regiones donde ya no quedaba aire. Linar se desplomó sobre el cuello del terón, sus últimas fuerzas agotadas ya, y la vara resbaló de sus dedos. Pero antes de que cayera al vacío, Mikhon Tiq extendió su mano izquierda y la llamó, y la vara voló obediente hacia él. Con la otra mano sujetó el cuerpo del anciano brujo, y se dio cuenta de lo liviano que era. Pues lo cierto era que Linar había exprimido hasta las últimas fuentes de su poder y había sacrificado hasta la materia de su cuerpo, y ahora su carne era tan sutil que podía verse a través de ella, y no pesaría más de treinta kilos.
—No te mueras tú ahora —le pidió Mikhon Tiq, pero el pitido que llenaba su cabeza no le dejó escuchar ni su propia voz.
No te mueras, repitió, porque si te mueres me matarás a mí también; y apretó el cuerpo de Linar contra su pecho y lo alimentó con sus energías. Siguieron volando hacia el sur, hacia Grios; lejos de Purk, aquel lugar que volvía a ser maldito.