Cuando las montañas empezaron a cubrir cada vez más cielo con sus crestas blancas, Derguín se empeñó en que El Mazo se afeitara las barbazas y se recortara aquella melena espesa como el vellón de un carnero negro. El Gaudaba abrió los ojos como si le hubieran mentado a un diablo.
—Ahora que a ti te empieza a salir barba de hombre, ¿pretendes que yo parezca una mujer?
—¡Ja! No parecerías una mujer aunque te vistiera con las ropas de mi madre.
Durante más de medio día atravesaron un páramo de suelo grisáceo y polvoriento en el que no crecían más que arbustos, malas hierbas y algunas encinas retorcidas que daban bellotas amargas. Un par de leguas atrás, el Feluis había torcido su curso hacia el sur, y ellos se apartaron de su orilla para dirigirse hacia una cumbre nevada que destacaba entre las demás montañas de la Sierra Virgen, el Diente Pelado.
Fue en aquel margal donde avistaron un terón. Volaba a tanta altura que lo tomaron por un buitre, pero luego Derguín aguzó la vista, descubrió que no era ninguna ave y se lo señaló a El Mazo. El reptil alado se dejó caer casi en picado, y ellos agacharon la cabeza y los caballos relincharon inquietos. Cuando estaba a cien metros del suelo, la bestia aleteó de nuevo y empezó a ascender en amplios círculos. Tuvieron tiempo de contemplar la silueta de sus alas membranosas, dentadas como las de un gigantesco murciélago, y su pico largo y puntiagudo. El Mazo preguntó si aquella criatura vomitaba fuego y Derguín soltó una carcajada.
—¡No! Es un terón, no un dragón. Aunque, por su tamaño, hay quien lo llama «dragón sin fuego».
Derguín tampoco había visto un terón en su vida, pero no se lo confesó a El Mazo. Durante un rato estuvo torciendo el cuello hacia atrás, hasta que la silueta alada se perdió tras unas nubes bajas. El resto del día se sintió más animado de lo que recordaba desde que salió de Koras. Por unas horas volvió a ser un chico de diecinueve años que veía mundo.
Después de cruzar el páramo, bajaron una garganta tortuosa en cuyas paredes las antiguas eras habían dejado marcas de estratos anaranjados, cobrizos y parduscos, como las capas de un gigantesco pastel seco. Por el fondo corría un arroyo, poco más que un hilo de agua. Casi sin transición, se encontraron en una comarca verde y fértil, y por primera vez en muchos días Derguín volvió a ver tierras de labor.
—Estamos otra vez bajo jurisdicción de Áinar —le recordó a El Mazo—. Debes cortarte esas barbas de oso.
—Jamás hemos estado aquí —respondió El Mazo, mientras acariciaba las sienes de la calavera—. ¿Qué te parece, Faugros? ¡Este mamón pretende que se me quede cara de sapo!
Entraron en un pueblo. Mientras llenaban los odres en una fuente y discutían si buscar una taberna para comprar vino, advirtieron que los lugareños los miraban de reojo, se daban codazos entre ellos y no dejaban de señalar a El Mazo. Un joven asintió y se alejó corriendo calle abajo. No necesitaron más indicios para montar de nuevo y marcharse de la aldea a trote ligero.
Poco después comprendieron el interés de los aldeanos. En una encrucijada se levantaba una horca, de la que colgaba un campesino con las manos atadas a la espalda y la lengua cruzada a un lado de la boca, hinchada como una gran babosa negra. El travesaño se sujetaba sobre dos postes. En el de la izquierda, un letrero informaba de que aquel pobre diablo había escondido en su casa un arco y siete flechas. El Mazo se quedó descifrando el resto del mensaje, mientras Derguín se acercaba al otro poste. En él habían clavado un cartelón de madera de castaño con tres rostros dibujados a pincel. Al pie de cada retrato había un párrafo escrito en líneas torcidas, y más abajo el dientes de sable rampante que representaba la autoridad imperial.
—¡Mira esto!
El Mazo se acercó. Dos de los dibujos representaban a personajes patibularios cuyos rasgos podrían haberse correspondido con cualquier varón de gesto torvo. Pero en el tercero se veía una cabeza tan grande como las otras dos juntas, con melena de león y una barba adornada en trenzas tejidas con pequeños lazos. Derguín fue señalando con el dedo los caracteres escritos bajo aquella imponente cabeza, y El Mazo los deletreó:
—E… Eeel… Maa… zoo… ¡Pero si soy yo! ¡Claro, es mi nombre! —exclamó, contento de haberse reconocido en aquellas letras que cada día se le antojaban más sobrenaturales y prodigiosas.
—Observa este de la derecha. Es tu amigo Burtún, ¿no te das cuenta?
El Mazo se rascó la barba, entrecerró los ojos y, por fin, contestó que aquel dibujo no le recordaba ni por pienso a Burtún.
—En cambio, a ti se te reconoce perfectamente por la barba y esas guedejas que llevas. ¿Sabes cuánto ofrecen por tu cabeza?
—¡No! —respondió El Mazo, que aún no había aprendido a leer cifras—. ¿Cuánto?
—Cincuenta imbriales.
—¿Sólo eso valgo? ¿Y cuánto dan por Burtún?
—Veinte.
—¡Ah, mucho mejor! Ya decía yo que su sitio estaba en la mierda.
Durante un rato, El Mazo se quedó extasiado contemplando su efigie entintada y los signos mágicos que hablaban de él. Derguín le tiró del brazo para apartarlo de allí, pero no consiguió moverle ni un talón.
—¿No lo entiendes? ¡Te han puesto precio! ¡Tenemos que salir del camino! ¡Rápido!
Por fin, consiguió hacerle entender que estaban en peligro. Se alejaron del sendero, bajaron un pequeño declive y se sentaron a la orilla de un río, bajo unos sauces llorones cuyas ramas los ocultaban de la vista. Derguín buscó en la vaina de Krima, donde Kratos guardaba su navaja de afeitar. El Mazo meneó la poderosa cabeza, pero Derguín porfió, tratando de hacerle entender que no podría disfrutar de los cien imbriales si lo ahorcaban en el camino.
El Mazo terminó rindiéndose. Esquilarlo no fue labor fácil ni breve, pues sus pelos eran duros como púas de erizo y Derguín nunca había hecho de barbero; pero un par de horas después El Mazo parecía otro hombre, con menos cabeza y una cara más gruesa y redonda. Derguín le sugirió que se asomara al río para contemplar el resultado, pero El Mazo se negó.
—Si veo cómo me has dejado, te retorceré el pescuezo.
Afeitado y con el cabello cortado como un tazón, no parecía ya un fiero Gaudaba, sino un enorme campesino de mejillas carnosas, labios finos y nariz de patata. A todas horas se tocaba la cara, sorprendido de encontrar piel desnuda allí donde el sol no se había asomado desde hacía años.
Pasaron la noche en una hondonada cavada por las raíces de un vetusto roble. A la mañana siguiente avistaron el castillo de Grios, cimentado en un espolón de la propia sierra. Después lo perdieron de vista, mientras cabalgaban por estrechos senderos en un terreno que no dejaba de ascender. A los lados encontraban prados cercados por muretes de piedra y barda; el suelo era desigual, roto aquí y allá por piedras cubiertas de musgo y liquen, pero las vacas se las arreglaban para trepar por todas partes en busca de las hierbas más jugosas. Los taludes más empinados estaban cortados por terrazas en las que crecían huertos y sembrados. Los paisanos que los veían los saludaban con la mano, sin cordialidad, pero también sin temor, pues Derguín había escondido las espadas bajo los fardos y podían pasar por comerciantes o buhoneros.
Subían ya por las primeras estribaciones de la Sierra Virgen. De lejos les había parecido una enorme manta de colores, atravesada por pliegues y profundos surcos en los que se agazapaba la niebla. Ahora esos primeros espolones estaban ya encima de sus cabezas y los ocultaban de la vista las grandes cumbres que se elevaban más al oeste. Los árboles adornaban las ondulaciones del relieve como festones púrpura, cobrizos o amarillos. Todo estaba húmedo. Fuentes y arroyos atravesaban el camino; a menudo se convertían en ríos que bajaban espumeando entre piedras redondas y verdosas, y tenían que cruzarlos sobre puentes de madera que crujían bajo los cascos de los caballos. La vegetación brotaba por doquier: en los intersticios de los muros, en los taludes, en las paredes de las casas, en los troncos de robles y castaños, tan cubiertos de líquenes y madreselvas que apenas se veían sus troncos; incluso sobre la dura coraza de las mismas rocas. Allá donde el terreno ascendía lo suficiente, las crestas aparecían coronadas de verdes pinos. A más altura, los árboles desaparecían y dejaban su lugar al piorno y, aún más allá, al monte pelado.
Tras atravesar un robledal aún cuajado de brumas, el sendero los llevó a un pequeño lago de aguas oscuras y quietas. Sobre él, una larga peña se erguía de nordeste a sudeste, brotando de una montaña que, a su vez, se desgajaba del inmenso tronco del Diente Pelado. Al pie de aquel cantil se veía un poblado de casas de piedra, tejados de pizarra y chimeneas humeantes. De él subía zigzagueando un sendero tallado que, en cuatro tramos quebrados, ascendía por las paredes de roca hasta llegar al pie del castillo.
Se acercaron a él desde la parte sur. Derguín lo estudió. A la derecha, una torre triangular se asomaba al borde del risco y dominaba el poblado. De ella partían dos murallas, cuyos adarves ascendían siguiendo la inclinación de la explanada que coronaba el risco. A mitad de camino de la muralla meridional había un baluarte incrustado en los grandes sillares del lienzo; después seguía otro tramo de muro que subía hasta terminar en otra torre. Era de suponer que la estructura de la pared septentrional fuera simétrica, pero el resto del castillo la ocultaba. En el centro de la fortaleza se elevaba un gran torreón pentagonal coronado por almenas y un mástil en el que tremolaba el león dientes de sable de Áinar. Derguín calculó que los lienzos exteriores medían unos quince metros, y el torreón central el doble.
—¿Es ahí donde tienen a tu maestro?
—Eso me temo.
—Ni con un ejército enorme conseguirías entrar ahí.
Derguín sonrió de medio lado. Sin duda para El Mazo un ejército enorme consistía en una tropa de cien desharrapados provistos de arcos y estacas puntiagudas.
—Ahí está la clave. Yo no soy ningún ejército. Mi problema no va a ser entrar, sino salir.
Después se volvió hacia el Gaudaba.
—Has cumplido tu palabra. Me has traído hasta aquí.
El Mazo trató en vano de retorcerse las trenzas de la barba.
—Sí, te he traído hasta aquí.
—En realidad no tengo doscientos imbriales, sino sólo ciento cincuenta. Pero te prometí la mitad de doscientos, así que te daré cien.
—Eso me parece bien.
—Aunque si me hicieras un último servicio podrías conseguir quince más.
—No pienso entrar ahí.
—No tendrás que hacerlo. Sólo esperar con los caballos a que yo salga. Después podrás irte.
—¿Sólo esperar?
—Sólo. Pero tenemos que encontrar un sitio apropiado.
Derguín alzó la mirada hacia el castillo. Con gusto habría vuelto grupas para acompañar a El Mazo en su viaje al sur y embarcar en alguna nave rumbo a las Islas de la Barrera. Pero ahora era esclavo de sus palabras, del mensaje que le había enviado a Tríane por medio del hombre-cabra. «La ley de los Tahedoranes, la ley de la Espada». Unas palabras altisonantes, más grandes que él mismo. Pero tenía que hacerles honor o morir por ellas. Si no, no merecería ser llamado tah Derguín.