No están donde deberían estar.
Los dos magos, veterano e iniciado, seguían viajando hacia poniente por las comarcas del norte de Áinar.
—¿Quiénes?
—Kratos y Derguín.
—¿Cómo sabes su paradero?
Linar había utilizado dos fragmentos minúsculos de cuarzo, magnetizados y después prendidos con sendos alfileres en las botas de ambos guerreros. Gracias a la radiación que emitían conocía la orientación y la distancia a la que se hallaban. Ahora, Kratos había tomado el camino de Xionhán. Eso lo desconcertaba.
—Al principio, ambos se encaminaron en línea recta hacia el oeste. Algo ha forzado a Kratos a desviarse al norte, pero ignoro qué.
—¿Por qué dices «Kratos»? ¿Qué pasa con Derguín?
—No está con él. Se han separado.
—¿Han peleado?
—No lo sé. El cuarzo no me dice tanto. Sé que Derguín ha seguido la ruta de las Kremnas, pero he dejado de percibir su cristal.
A Mikhon Tiq no le gustó nada el gesto de Linar.
—¿Qué significa eso?
—Muchas cosas podía significar. Que el alfiler se le hubiera soltado de las botas y el cuarzo, al perder la cercanía de un cuerpo humano, ya no desprendiera su energía. Que Derguín hubiera perdido las botas. Que hubiese muerto… Eso último no lo creo —concluyó Linar.
Pero su gesto seguía siendo severo, así que Mikhon Tiq no supo qué pensar.
Viajaron durante días por un terreno casi siempre llano, aunque aquí y allá se levantaban lomas y a veces hileras de montes bajos. Entre los pastizales había sotos dispersos, alamedas y alisales, filas de sauces que crecían junto a las aguas. En las charcas, entre los juncos, nadaban patos y ánsares que al mínimo ruido alzaban el vuelo en estridentes bandadas. Había también grullas de largas patas que volaban con el cuello estirado y garzas que lo doblaban en una graciosa voluta. Conforme avanzaban al oeste los pueblos eran más pequeños y dispersos. Al principio encontraron rebaños de vacas apacentados por pastores que un par de veces les regalaron queso y vino. Después fueron viendo manadas de caballos salvajes y ciervos rojos que hacían tamborear la llanura con sus pisadas. También avistaron parejas de dientes de sable que acechaban a sus presas entre las cañas.
—Nos alejamos de las tierras civilizadas —dijo Linar, y señaló al cielo.
Allá, muy arriba, justo sobre sus cabezas, pasó volando un terón. Con sus sentidos recién acrecentados, Mikhon Tiq vio que llevaba en la boca el cuerpo desmadejado de un buitre al que había partido el espinazo. Con las alas muertas colgadas a ambos lados de aquel pico largo como una lanza, el buitre parecía tan pequeño y frágil como un gorrión.
Marchaban con un trote ligero que, en aquella llanura inacabable, parecía el paso de una hormiga. Linar no explicó adonde se dirigían, pero Mikhon sospechaba que quería atraer tras sus huellas a los otros cuatro Kalagorinôr para mantenerlos lejos de los aspirantes a la Espada de Fuego. Tarde o temprano, sospechaba, tendrían que enfrentarse con ellos. Dos magos contra cuatro. Linar y él contra Koemyos, Lwetor, Fariyas y Kepha. La perspectiva lo llenaba de excitación, pero también de temor. Y sin embargo sus pulsaciones no se aceleraban. Su corazón había dejado de latir.
—No es del corazón de donde extraes ahora la energía que bombea la sangre por tu cuerpo, sino de tu syfrõn —le explicó Linar—. El corazón de un hombre tiene un número limitado de latidos para toda su vida. Tú ya no gastarás los tuyos.
Mikhon Tiq respiraba, aunque podía contener el aliento todo el tiempo que quisiera; y comía y bebía, aunque también podría haber prescindido de hacerlo. Pero no sentir el palpito de su corazón le recordaba que su cuerpo había llegado a morir colgado de aquel pino, y se preguntaba si en verdad habría resucitado o si seguía muerto sin saberlo.
Cada vez que se detenían, Mikhon Tiq se sentaba en el suelo, cerraba los ojos y entraba en su syfrõn para practicar sus nuevas habilidades. De esta manera aprendió a conocer los recovecos del castillo. Al principio tenía que utilizar la llave para acceder a su syfrõn, y buscar entre el dédalo de galerías y salas hasta hallar lo que buscaba. Pero la voz que a veces reververaba entre los muros le aconsejó que no se concentrara tanto, que limpiara su mente y se olvidara de pensar. Cuando se dejó arrastrar por el instinto, sus pies se acostumbraron a llevarlo por sí solos a los rincones más escondidos, aunque se cuidó mucho de visitar los oscuros subterráneos de aquel castillo que a la vez era su alma y la albergaba. Aprendió a diferenciar los conjuros de los poderes. Los primeros aparecían bajo la forma de objetos que los simbolizaban, como libros, tenazas, cofres o tapices, y para que actuaran era necesario recurrir a palabras o rituales. En cambio, los poderes puros eran corrientes de colores, ríos luminosos que fluían por el aire ondulando las imágenes a su paso, y resultaban difíciles de atrapar y controlar, pues había que aprender a utilizarlos como el niño aprende a usar sus piernas.
—Los poderes son más rápidos —le advirtió Linar, en una de las raras ocasiones en que compartía con él sus conocimientos sobre la magia—. Es atractivo y a veces embriagador recurrir a ellos, pero también resultan más destructivos y menos sutiles, y consumen las energías de la syfrõn antes de que te des cuenta.
—¿Qué ocurre si la syfrõn se… consume?
—No es fácil agotar la energía que se encierra en ella. Pero si lo hicieras, tu syfrõn se hundiría sobre sí misma y provocaría una onda destructiva tan terrible que no sólo te mataría a ti, sino que también lo arrasaría todo en una legua a tu alrededor.
—¿Es eso lo que pasa cuando un Kalagorinor muere?
—Si nadie recoge su syfrõn, sí.
Mikhon Tiq tragó saliva. De pronto, la idea de combatir contra los otros Kalagorinôr se le antojaba menos excitante. Si lograban destruirlos, su victoria sería muy breve. Tan sólo tendrían el consuelo de ser aniquilados unos segundos después que ellos.
La tierra despertó por segunda vez el I0 de Kamaldanil.
Estaban sentados a media ladera de una loma. Mikhon Tiq practicaba moviendo objetos sin tocarlos. Para canalizar su poder, utilizaba su espada de baratillo, al igual que Linar se servía de su caduceo. Apuntaba con la kisha a los escasos bártulos que llevaban en las mochilas y con ellos hacía malabares en el aire, complaciéndose más en la habilidad que en la fuerza bruta. Pero después busco desafíos mayores y se atrevió a levantar a Linar, aprovechando que parecía dormitar. El mago enarcó una ceja, se bajó al suelo con su propio poder y le dirigió una mirada de malas pulgas. El muchacho decidió que era mejor experimentar con materia inerte y volvió la punta de su espada a un peñasco cercano, una mole de granito cubierta de liquen que entre quince hombres con las manos enlazadas apenas habrían podido rodear. No creía que fuera a conseguirlo, pero lo intentó. Se dio cuenta de que la roca estaba muy enraizada, pero insistió en excavar bajo ella con zarcillos invisibles que emanaban de su syfrõn a través del acero.
—¿Qué haces?
El propio Linar se puso en pie, sorprendido. La roca tembló, rechinó y empezó a levantarse con breves sacudidas circulares. Mikhon Tiq había cerrado los ojos, pero a través de la empuñadura de la espada sentía cada cristal y rugosidad del granito, cada gramo de su peso. La roca se alzaba pulgada a pulgada rompiendo el suelo de tierra negra. Quiero levantarla entera, pensó Mikhon Tiq, mientras un río de calor hirviente le corría por las venas, la boca se le llenaba de sabor a sangre y los tendones de todo su cuerpo se le retorcían por dentro.
—¡Déjalo!
Mikhon Tiq abrió los ojos sobresaltado y perdió el control de la roca. Esta se volvió a hundir y la ladera tembló. Hubo un instante de silencio, y después el suelo empezó a agitarse con una vibración sorda. Aquel trepidar provenía de las profundidades. Mikhon Tiq se dio cuenta de que algo enorme subía hacia él, buscándolo. Miró a Linar, pero no encontró en él explicación alguna; tan sólo un ceño preocupado y frío. El temblor se hizo más fuerte, el suelo empezó a sacudirse. Huyeron como lo habían hecho la primera vez, alejándose del epicentro. Corrieron como gamos entre los herbazales y sólo se detuvieron al llegar a una loma cercana. Haciendo equilibrios se mantuvieron de pie en medio de terribles convulsiones que querían romper la tierra. No era un temblor continuo, ni el fragor de un terremoto natural; más bien parecía que un gigantesco ariete subterráneo embistiera una y otra vez contra el lecho de rocas, con una obstinación ciega y brutal.
—¡Mira allí!
Linar le señaló a Mikhon Tiq el lugar donde se hallaba el peñasco que había intentado levantar. El suelo se había abierto en una larga grieta que rajaba la colina desde la cima hasta la base. Durante un segundo atisbaron una forma oscura que palpitaba en su fondo; la piedra desapareció engullida por la sima y un instante después brotó un chorro de esquirlas y polvo. Algo bajo la superficie del suelo había triturado la roca. Sólo entonces se calmó el seísmo. Y allí estaba yo, junto a la piedra, pensó Mikhon Tiq.
En los días siguientes la tierra tembló dos veces más, siempre cuando Mikhon Tiq desplegaba el poder de su syfrõn. Frustrado, hubo de renunciar a sus prácticas.
—Temo que esto tiene que ver con Yatom —dijo Linar.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando Yatom viajó al este, para llegar a Zenorta… ¿Qué me dijo? —Linar entrecerró el ojo y recitó como en trance—: «El camino estaba cortado por un inmenso pantano, un mar de lodo en el que no crecía nada vivo. No encontré ningún sendero para atravesarlo, así que envié un mensaje a nuestro hermano Kalitres. Pero sólo logré despertar a una criatura espantosa del cenagal, una babosa de lodo, informe y repulsiva y tan gigantesca que apenas se puede concebir. Verla bastaba para enloquecer. No sólo no pude destruirla, sino que desde la lucha que sostuve con ella mi poder empezó a declinar».
Mikhon Tiq asintió. Yatom le había hablado de aquel monstruo de barro.
—Yatom debió despertar a una criatura inimaginable —prosiguió Linar—. Ahora, su syfrõn se ha convertido en tuya. Cuando despliegas tu poder, la energía que brota de ti lleva escrito un mensaje: «Ésta es la syfrõn de Yatom». Cualquiera de los demás Kalagorinôr sabe leerlo. Lo que no comprendo —añadió, acariciándose el mentón— es cómo puede hacerlo una bestia descerebrada.
—¿De qué tipo de criatura me estás hablando, Linar?
—Nadie conoce lo que se oculta bajo la superficie de la tierra. Pero muchos sabios creen que el suelo que pisamos se sustenta sobre un inmenso lecho de lodo primordial. A veces, ese lodo sube a la superficie en su estado ardiente y lo vemos brotar como lava volcánica. Otras veces asciende por inmensos pozos y túneles que taladran la tierra y toma contacto con el aire en su forma más fría: barro y cieno, la arcilla blanda de los pantanos.
»Hay quienes piensan que en ese océano subterráneo de cieno ardiente moran enormes criaturas. Pero imaginemos que lo habita un solo ser de tamaño inconcebible, y que lo que Yatom vio no fuera más que un apéndice minúsculo en su escala. Ese monstruo sólo podría salir a la luz en las grandes ciénagas, donde el lodo aflora a la superficie. En cambio, si en su camino se interponen rocas más densas y sólidas, las golpeará, y al hacerlo provocará terribles temblores.
Mikhon Tiq recordó el pozo al que se había asomado de forma tan atolondrada en los subterráneos de su syfrõn, y cómo la caída de la antorcha había despertado a la bestia que dormitaba en su fondo. Nada de ello le dijo a Linar, pero el mago pareció intuir por dónde iban sus pensamientos.
—Cuando despliegas tu poder, atraes a esa criatura. De ahora en adelante, debes tener cuidado.
Mikhon Tiq habría preferido no creer a Linar. Pero sabía que era él quien había despertado a la tierra cuando no quiso obedecer al cartel que le vedaba el paso. Las consecuencias de aquel pensamiento eran terribles de aceptar: una colosal criatura primigenia, más antigua quizá que la humanidad, seguía sus pasos para destruirlo. Todas las capacidades que acababa de adquirir y que estaba aprendiendo a dominar se convertían en inútiles, pues cualquier alarde de poder que fuera más allá de un débil sortilegio atraería al monstruo. La devastación lo perseguiría. Entrevió posibilidades insólitas, la potestad de derrumbar fortalezas y asolar ciudades invocando a la bestia del barro primordial. Se convertiría en un emisario de la muerte. Se estremeció al pensarlo.
En los días siguientes comprobó que podía utilizar conjuros que no exigiesen grandes derroches de energía; pero cuando recurría al auténtico poder, la tierra temblaba. Entonces, si interrumpía enseguida su actividad, el temblor no pasaba de un ronquido profundo, una especie de estertor grave y enterrado, como la respiración de un gigantesco animal agazapado en las profundidades. No se atrevía a seguir más allá.
Y, mientras, cuatro magos poderosos, antiguos como los bosques y dementes como el mar nocturno, habían empezado a perseguirlos.