Los Gaudabas, caudillos de las bandas que señoreaban las Kremnas, se reunían varias veces al año, improvisando sus juntas según el anárquico calendario de aquellas tierras salvajes. En aquellos días de Kamaldanil se congregaron en Larmiyal, una aldea situada en un llano que se extendía entre el río Feluis y una escarpa casi vertical arqueada hacia el norte. En los bordes de la explanada y a la ribera del río crecían álamos, sauces y grandes fresnos cuyas copas formaban una compacta enramada, y el sendero que llevaba hasta el poblado estaba alfombrado de hojas cobrizas y doradas; pero en el centro se abría un gran prado que subía en una suave pendiente hasta las casas y chozas, construidas ya casi al pie de la pared rocosa y alejadas de las traicioneras aguas del Feluis. En esa pradera se habían acomodado los visitantes, en corrales y cabañas medio derruidas que nadie solía ocupar. Había también allí tres cercados para sus caballos, y grandes barbacoas de piedra y ladrillo, e incluso una letrina de paredes de adobe y techo de paja para que los forasteros no mancharan los corrales de los aldeanos.
Aquellos consejos servían a los Gaudabas para planear rapiñas, dirimir querellas, fanfarronear ante los demás del botín obtenido o, simplemente, como pretexto para emborracharse y banquetear durante unos días. El anfitrión y Gaudaba de Larmiyal era Burtún, un hombre de ojos saltones y barbilla prominente que apuntaba hacia arriba como si hubiera extraviado algo en la copa de un árbol. Tenía una voz metálica y estridente; siempre hablaba como si los demás se hallaran en la otra punta de una plaza. Estaba convencido de ser el primero entre los Gaudabas y se empeñaba en inculcarles a ellos esa certeza. Se jactaba de la hospitalidad que ofrecía a los demás en Larmiyal como si aquella mísera aldea ostentara los lujos de Âttim, la fabulosa capital del lejano Pashkri. Burtún presumía incluso de lo hondo y grande que había hecho excavar el pozo negro. Los demás hacían chistes sobre la letrina: cuando alguien iba a aliviarse llevaba a algún compañero que lo sujetara de las manos, pues el agujero era tan ancho que podían colarse por el.
Ocho Gaudabas habían acudido a Larmiyal con sus escoltas. El Mazo, uno de ellos, estaba ahito de hospitalidad tras dos días atiborrándose de cerveza, jabalí y venado. Cuanto más borrachos veía a sus homólogos, más botarates se le antojaban. El peor era Burtún, que se empeñaba en ponerse de puntillas para gritarle a la oreja y regársela de salivazos, y aún peor, toquetearle la frente a su calavera, Faugros. Si hubiera estado en sus tierras, El Mazo le habría arrancado los brazos con sus propias manos. Pero no quería malquistarse con los demás. Lingre, el Gaudaba con el que tenía más amistad, le había advertido de que Burtún no hacía más que hablar mal de él y de que los otros escuchaban aquellas difamaciones con agrado, pues envidiaban su creciente influencia.
En aquella junta tenían previsto discutir sobre una razia contra un par de aldeas de Gharrium, pero hasta el momento tan sólo se habían jactado de proezas pasadas mientras trasegaban barriles de cerveza. El Mazo ya se temía lo que iba a pasar. Ahora, Burtún les ofrecía parrilladas de jabalí, liebre y venado, truchas del Feluis, ruedas de queso, enormes hogazas de pan y, sobre todo, bebida en abundancia. Pero luego empezaría a lloriquear pensando en los gastos y se los echaría en cara a los demás; sobre todo a El Mazo, de quien rumoreaban que en algún lugar de la Garra tenía enterrado un caldero repleto de monedas de oro. ¡Allawé, ya habría querido él tener ese famoso caldero, mandarlos a todos a los cuervos y largarse de aquellas tierras miserables!
Era ya el tercer día de reunión. El bosque en otoño rezumaba mil fragancias, pero en la aldea las únicas que se podían captar eran las del alcohol y la inmundicia que se acumulaba por todas partes a pesar de la célebre letrina. No muy lejos de ésta se levantaba un destartalado cobertizo que se había convertido en un improvisado prostíbulo. Siempre había una larga hilera de clientes a la puerta, pues dos mujeres los atendían a todos. El Mazo había acudido la segunda noche, pero la visión de aquellas infelices de pieles costilludas y sarnosas lo espantó. Tanta sordidez le hacía pensar que malgastaba el tiempo; él, que estaba destinado a cosas más grandes. Sin saber muy bien por qué, se acordaba del guerrero que buscaba la Espada de Fuego y al que habían matado en el puente. No es que él pusiera tan altas sus miras, pero sin duda alguien que había matado a un corueco con sus propias manos podía aspirar a algo mejor que reunirse con una panda de piojosos ignorantes con ínfulas de generales.
Cuando volvió a tener noticias de Derguín Gorión, El Mazo reía a gruesas carcajadas el chiste que contaba otro Gaudaba. Unos esbirros de Burtún se acercaron a su jefe y empezaron a explicarle algo entre cuchicheos. El Mazo se acercó un poco y aguzó el oído. Al parecer, habían apresado a un intruso, un forastero que venía a caballo desde el este, por la orilla del río. Era un guerrero, pero no había podido utilizar sus armas, pues lo habían descabalgado de una certera pedrada. Su caballo, un animal de pura raza, se había espantado y había huido con las alforjas.
—¡Pues buscad ese caballo, imbéciles, y traédmelo! —respondió Burtún—. ¿Quién es ese guerrero?
—Dice que se llama Derguín Gorión.
Al escuchar aquel nombre, El Mazo se acercó a Burtún y le preguntó qué pensaba hacer con el prisionero. Al Gaudaba no le hizo gracia que El Mazo huroneara en sus asuntos; aun así, respondió que planeaba tenerlo cautivo hasta obtener un rescate.
—Por lo visto —añadió— algunos de tus hombres han dicho que lo conocían y que hace unos días lo acribillaron a flechazos. ¡Ja! O tienen muy mala puntería o mienten como bellacos.
El Mazo no preguntó nada más. Pero de noche, cuando la mayoría de los hombres daban tumbos por el prado o rodaban borrachos sobre la hierba, se acercó al cobertizo donde habían encerrado al intruso. Dos hombres de Burtún vigilaban la puerta, o más bien la puerta los sostenía a ellos. El Mazo les explicó que quería ver al prisionero, pero no consiguió que lo entendieran ni que le respondieran con palabras coherentes, así que empujó a uno con cada mano y los dejó durmiendo la mona en el suelo.
El cobertizo era una especie de granero comunal. Había allí todo tipo de cosas: leña, toneles de cerveza, sacos de patatas, balas de heno, armas herrumbrosas, hoces rotas, y también montones de porquería imposibles de identificar. Olía a establo, como todo en la aldea, y las paredes se habían bofado por la humedad. El forastero estaba sentado en el suelo, atado al poste central con las manos a la espalda. Tenía la cabeza doblada sobre el hombro. El Mazo se acercó un poco más y comprobó que dormía. Con la lamparilla de aceite le examinó la cabeza; tenía una brecha encima de la oreja izquierda. La sangre ya se le había secado y formaba un feo costrón en el pelo.
Sin duda era el mismo hombre al que recordaba. El problema era que también había sido testigo de cómo le clavaban en el cuerpo cuatro puntas de hierro de medio palmo. Allí había magia negra.
Le sacudió un poco la cabeza, hasta que logró despertarlo. El guerrero abrió unos ojos aún velados de sueño y le preguntó quién era. El Mazo casi se ofendió.
—¡El Mazo, quién diantres iba a ser! ¿Y tú quién eres, Derguín Gorión?
—Tú lo has dicho: Derguín Gorión.
El Mazo agarró al joven por los hombros, tiró de él y lo deslizó por la viga hasta ponerlo de pie. Aún así, tenía que inclinarse sobre él, pues le sacaba la cabeza.
—No te hagas el gracioso conmigo. Quiero saber quién eres de verdad.
—Ése es mi nombre. No tengo otro.
—Delante de mí presumiste de ser un Barok, un príncipe de Áinar.
Derguín entrecerró los ojos.
—Si un corueco te estrellara de cráneo contra una pared, podrías creer que eres el mismo Manígulat.
Aquello interesó a El Mazo. ¿Era verdad lo que decían de él, que había matado a un corueco? Derguín meneó la cabeza.
—No. Yo sólo lo herí. Quien lo mató fue mi maestro, Kratos May.
El Mazo sacó de la funda de cuero el fémur del corueco y se lo enseñó. Sin duda le había golpeado en el hueso, le dijo. Eso era un error, pues ya podía comprobar que era tan duro como el metal.
—¿Cómo quieres que lo compruebe si tengo las manos atadas?
El Mazo se sonrió. No pensaría que con ese truco tan burdo lo iba a soltar. Además, aquélla no era su aldea, así que no podía hacerlo. Allí quien mandaba era Burtún. Pediría un rescate a sus familiares y cuando lo recibiera tal vez lo liberaría; aunque era más probable que terminase colgándolo de un pino. Derguín chasqueó los labios.
—No me puedo permitir el lujo de perder tanto tiempo.
—¿Perder tiempo? No sé si tienes los oídos llenos de cera o la pedrada de la cabeza te ha dejado sin entendederas. ¡Lo que vas a perder es la vida, imbécil!
Derguín meneó la cabeza. Podía estar seguro de que no. Después de todo lo que le había sucedido, estaba convencido de que Kartine, la diosa del destino, tenía decretado que él llegase hasta una lejana isla, en Poniente, donde le esperaba la Espada de Fuego.
—Eso ya lo dijiste en el puente de la Hoz. ¿Por qué estás tan seguro de que la vas a conseguir?
—Hay poderes que me protegen —dijo el muchacho en un tono misterioso y amenazador—. Ahora te recuerdo. Fuiste tú quien quiso matarme en aquel puente. Ya ves que no lo conseguiste. Ni vas a conseguirlo ahora.
El Mazo no contestó, pero pensó que el muchacho podía tener razón; si había sobrevivido a varias heridas mortales, a las aguas del río y a las fauces de un dragón, sin duda era un protegido del destino. Echó un vistazo al cobertizo buscando un lugar donde sentarse. Una gran bala de heno le pareció lo más apropiado, y ya iba a cogerla cuando reparó en un largo tablón tendido sobre dos borriquetes a modo de mesa. Encima de él había dos espadas. El Mazo se acercó y las tocó.
—¡No hagas eso! —le advirtió Derguín.
El Mazo se volvió hacia él.
—¿Tú me dices lo que tengo que hacer?
—Las espadas son sagradas. No se pueden manejar así como así. Lo único que vas a conseguir es cortarte los dedos.
El Mazo se empeñó en desenvainar una, y como era de esperar, pasó los dedos por el filo y se cortó.
—Ahora tendrás que limpiar la sangre.
Chupándose los dedos, El Mazo acercó la hoja a la cara de Derguín.
—¿Y qué pasa si la limpio en tu piel?
—No seas estúpido. Estás demostrando una hospitalidad lamentable. Manígulat protege a los huéspedes y a los viajeros, y os va a castigar a todos por tratarme así.
—Aquí en las Kremnas el único Manígulat que conocemos es el que parte los árboles con el rayo y nos aporrea la cabeza con el granizo. No es un dios muy hospitalario.
Derguín le dijo que en Zirna, su ciudad, a los huéspedes se les ofrecía vino y alimento, ropa limpia y agua para lavarse los pies del camino. A El Mazo le picó la curiosidad y le preguntó dónde caía Zirna, mientras aposentaba su enorme trasero en la bala de paja. Siempre había tenido interés por los lugares lejanos. A todos los viajeros que pasaban por sus tierras les hacía mil preguntas, y si lo que le contaban le caía en gracia les perdonaba la vida y a veces hasta el rescate. Al enterarse de que el muchacho era Ritión, le interrogó sobre el mar. Derguín tampoco lo había visto, pero gracias a sus lecturas lo describió y lo adornó con una buena dosis de literatura. Le habló de las olas y la espuma, de las mareas y las galernas, de cómo el mar podía cambiar de color bajo las lunas y pasar de turquesa a jade, de malaquita a amatista o a topacio. De cómo, cuando los barcos se aventuraban en las undosas aguas, las sirenas los seguían y saltaban juguetonas junto a sus costados, atormentando a los marinos con la visión de sus pechos inalcanzables. A El Mazo le chispeaban los ojos; Derguín comprendió que le encandilaban las historias y las fábulas, y siguió hablando y hablando.
Fue entonces cuando entró Burtún, borracho como una cuba. Al ver a El Mazo se enfureció.
—¿Cómo te han dejado entrar esos malditos holgazanes? ¡Es mi prisionero!; ¡El rescate es mío, no tuyo!
—Sólo estaba hablando con él.
Derguín captó el rencor que existía entre los dos Gaudabas, y también su codicia, y decidió aprovecharlo.
—Aún no habéis encontrado el caballo, ¿verdad?
Burtún volvió su mentón hacia el muchacho.
—¡Lo están buscando! ¡Seguro que lo han encontrado ya!
—Hay mucho dinero en sus alforjas. El que lo encuentre se esfumará sin daros un mísero cobre. Pero ese caballo es muy listo y sólo aparecerá si yo lo llamo.
—¿Cuánto dinero lleva?
—Casi doscientos imbriales.
A El Mazo los ojos le soltaban chispas, pero Burtún se sonrió con astucia.
—¡Doscientos nada menos! Mañana te tostaremos en una parrilla y ya veremos si dices la verdad. Ese caballo está en mis tierras y tarde o temprano aparecerá.
—Eh, Burtún —intervino El Mazo—. Vamos a soltarlo y a obligarle a que busque a ese animal. Entre tú y yo seguro que no se nos escapa. Cien para cada uno, y no le decimos nada a nadie.
Burtún se volvió rabioso.
—¡Tú vete de aquí! ¡Esto no es asunto tuyo!
El Mazo le dijo que no chillara o todos iban a enterarse de que había dinero de por medio. Burtún se empeñó en vociferar que podía gritar todo lo que le viniera en gana, ya que estaba en su aldea. El Mazo le agarró de la nuca con la mano izquierda y con la derecha le tapó la boca para que se callara. Burtún intentó liberarse y ambos forcejearon. Se oyó un chasquido como el de una rama al troncharse, y de pronto las piernas y los brazos de Burtún colgaron flácidos.
—Me parece que lo acabas de matar —dijo Derguín.
«No puede ser», gruñó El Mazo, pero al quitarle la mano de la boca a Burtún comprobó que así era. Sus ojos seguían tan saltones como siempre, pero se habían quedado fijos.
—¡Mierda, mierda, mierda! —rezongó. De pronto se le ocurrió algo, se volvió a Derguín y le dijo—: Tú no te muevas de aquí.
El Mazo se llevó a rastras a Burtún, mientras seguía hablándole como si estuviera vivo, y así pasó entre los centinelas que roncaban junto a la puerta del cobertizo. El cielo estaba despejado y por el oeste brillaba cuajado de estrellas, mientras que por oriente lo dominaba la luz azul de Rimom. Ya apenas se escuchaban ruidos, salvo un lejano canturreo de borrachos. Las hogueras se habían reducido a montones de brasas, y junto a ellas eran muchos los que dormían al raso envueltos en mantas y capotes. El Mazo se alejó hacia un rincón del prado, donde se hallaba la célebre letrina. Una tapa de tablas cubría el agujero. El Mazo la apartó a patadas. Olía como era de esperar. Cogió a Burtún por debajo de los sobacos y trató de meterlo por el hueco. Aunque éste era grande, no resultó tarea fácil, y cuando Burtún quedó atascado a mitad de trayecto a El Mazo se le ocurrió que tal vez no había sido tan buena idea. Plantó un pie sobre la cabeza de Burtún y apretó con todas sus fuerzas, y por fin el cadáver terminó de colarse. El pozo negro era hondo, tal vez ocho o nueve metros. Se oyó un chapoteo que hizo sonreír a El Mazo. «Espero que te haya parecido un entierro digno», susurró, y volvió a poner la tapa de madera en su sitio.
Después se dirigió al cercado donde guardaba sus caballos. Tenía relevos de tres hombres para vigilarlos, pero los de aquel turno se habían quedado dormidos sobre la hierba. Bendiciendo la indisciplina de sus huestes, El Mazo escogió a un par de animales: una yegua alazana y su propio caballo, un animal enorme y corpulento, de color casi negro salvo por unas calzas blancas que le caían sobre los cascos. Estaba castrado y no era muy rápido, pero soportaba bien su peso y no parecía un borriquillo cuando El Mazo se encaramaba a sus lomos. Los ensilló en silencio, les colgó unas alforjas y, sin montar aún, se los llevó de allí. Uno de los guardias abrió un ojo y preguntó qué pasaba. Era Aunoxos, el joven que le hacía de lector y escribano. «Duerme», le dijo El Mazo, y el muchacho volvió a roncar.
Así equipado, El Mazo regresó al cobertizo. Se puso detrás del poste y aflojó la cuerda de Derguín.
—Si te mueves, te arranco los brazos —le amenazó.
Lo apartó del poste y volvió a atarle las manos por detrás. Después se quedó mirando las dos espadas, dubitativo; por fin, se decidió a cogerlas y salió de allí.
Abandonaron la aldea hacia el norte, por el camino que corría junto al río. Siguieron un rato sin montar y caminaron en silencio. Después tomaron un camino que salía a la derecha y ascendía por un roquedal. Las piedras, húmedas por las lluvias de aquella misma mañana, relucían azules bajo la luna y proyectaban sombras cortantes y fantasmales. Tras atravesar entre brezos de hojas duras y ramas puntiagudas, llegaron a un bosque de pinos jóvenes que no muchos años antes había sido un pastizal. Derguín susurró el nombre de Riamar. El animal no tardó en mostrarse entre los árboles, blanco como una aparición. El Mazo fue derecho a mirar en las alforjas, y en la de la derecha encontró una talega de piel que tintineaba.
—Ahora estarás pensando que ya puedes matarme —dijo el muchacho.
El Mazo se volvió hacia él, sopesando la bolsa, y contestó con una sonrisa cruel:
—Es posible.
Derguín subvocalizó letras y números, entró en Mirtahitéi y lanzó una patada fulgurante a la entrepierna de El Mazo. El gigante soltó un resoplido, se dobló sobre la cintura, se desplomó y empezó a retorcerse en el suelo mientras farfullaba maldiciones. Derguín apretó los dientes, se agachó y tiró de los hombros hacia arriba. En Uhdanfiún había practicado el pasarse las manos por encima de la cabeza mientras sujetaba un palo, pero nunca lo había hecho con las muñecas tan juntas. Los hombros se le descoyuntaron y tuvo que ahogar un grito de dolor, pero logró pasar los brazos al otro lado y las articulaciones luxadas volvieron a su sitio con un nuevo chasquido. Con las manos por delante, sacó a Brauna, que colgaba de la silla de uno de los caballos, y con algunas dificultades logró cortar la soga. El Mazo ya estaba de rodillas, tratando de incorporarse, cuando Derguín se plantó tras él y le apoyó la punta de la espada en la nuca. Sólo entonces se desaceleró.
—Puedo cortarte esa cabezota peluda antes de que respires.
—Pues hazlo, porque como no lo hagas te voy a arrancar las bolas de cuajo. Te lo juro —jadeó El Mazo.
—Si tienes en cuenta que por tu culpa me clavaron unas cuantas flechas en el cuerpo, creo que una patadita en la entrepierna no es la mayor de las venganzas.
—¿Cómo has hecho eso, cabrón?
—Trucos de Tahedorán. Eres un hombre muy fuerte, pero yo siempre seré más rápido que tú. Y ya has visto cómo corta el filo de mi espada. Voy a proponerte un trato.
—¡Ja!
—Atiende un momento. No has soltado la bolsa ni cuando te retorcías en el suelo. Supongo que el dinero no le vendría mal a alguien que acaba de matar al jefe de una aldea y se ha escapado como un fugitivo.
—Así que me darás el dinero. Bien, entonces yo te dejaré vivir.
—No, no. Es mi espada la que está en tu nuca y soy yo quien te va a dejar vivir a ti. A cambio de eso y de la mitad de las monedas, me guiarás por estas tierras malditas. No quiero que nadie vuelva a clavarme flechas ni a descalabrarme a pedradas. Debo ir al oeste, y tú me acompañarás.
Discutieron un rato, tensos y asustados. El Mazo jamás se había visto en una situación tan apurada ni en inferioridad de condiciones, así que no sabía cómo ceder. Derguín tan sólo tenía que mover un poco su espada y hacerle un corte en la carótida, pero sentía las muñecas rígidas como dos tarugos de madera. No quería matar a aquel gigantón; quitarle la vida se le antojaba como asesinar a tres o cuatro hombres a la vez. Tras mucho porfiar, le arrancó la promesa de que irían juntos hasta Grios. Después, El Mazo podría marcharse a donde quisiera, con dos tercios del dinero.
Cuando llegó el momento de jurar, también tuvieron problemas, pues Derguín no confiaba en que un salvaje de las Kremnas respetara la palabra dada ante un dios de tierras civilizadas. Al final, El Mazo juró por lo que le era más sagrado.
—Te lo juro por la memoria de mi esposa Tarbe y del hijo que llevaba dentro.
Algo le dijo a Derguín que aquella promesa era más sincera que cualquier voto pronunciado por todos los dioses de Tramórea, y por fin envainó su espada y le tendió la mano a El Mazo para ayudarle a levantarse. Cuando los dedazos de aquel hombre cubrieron su antebrazo le invadió un instante de pánico. Pero El Mazo se puso en pie, sin dejar de tocarse la entrepierna, y se acercó a su enorme caballo. Derguín le quitó las alforjas a Riamar y las cargó sobre la yegua alazana. Después, descinchó la silla, la dejó en el suelo y palmeó el cuello del unicornio.
—Gracias por aguantar esto —susurró—. Ahora eres libre para irte. ¡Vuela, Riamar!
Pero el unicornio sacudió con vigor la cabeza, como si dijera que no. Cuando Derguín puso el pie en el estribo de la yegua, Riamar gorjeó de aquella manera suya, volvió a mover el cuello y se acercó a Derguín.
—¿Quieres que te monte a ti?
Riamar subió y bajó la larga cabeza dos veces. El Mazo soltó una carcajada.
—Tienes un caballo muy celoso.
—¡Chssss! No lo llames ni siquiera caballo. Es Riamar y es… Da igual, llámalo Riamar.
Con ciertos problemas, pues los hombros le dolían mucho más de lo que quería reconocer, Derguín se encaramó a lomos del unicornio. Después partieron hacia el oeste.
Las Kremnas eran siempre distintas y a la vez siempre iguales. Peñas, brezales, quebradas, bosques, gargantas cruzadas por arroyos espumosos, cresta tras cresta, hondonada tras hondonada. Galopaban cuando podían, trotaban las más de las veces y en ocasiones tenían que echar el pie a tierra para que sus monturas pudieran avanzar por los sitios más escabrosos. Pero las montañas del oeste se veían cada vez más altas y cercanas y las nieves tempranas refulgían en sus cumbres.
El primer día de viaje fue muy penoso para Derguín. Los hombros se le habían inflamado por la luxación y cualquier movimiento le provocaba un intenso dolor. El Mazo le observaba y hacía comentarios sarcásticos. Pero al final se le removió por dentro algo parecido a la compasión, y en un alto del camino le dijo a Derguín que se quitara el jubón. Lo primero que hizo fue buscar las heridas de las flechas.
—Es inútil. Ya no están.
—¿Cómo lo has hecho?
—Si me ayudas hasta el final, tal vez te lo cuente —respondió Derguín, que ya se había dado cuenta de que lo que El Mazo sentía por cualquier tipo de historia o relato no era curiosidad, sino codicia, auténtica concupiscencia.
Al ver la inflamación de los hombros, El Mazo sugirió utilizar zigurta.
—¿Qué es la zigurta?
—Una hierba. Por aquí no la veo, pero puede que la encontremos cerca de algún río.
Por la tarde llegaron junto a un arroyo que saltaba sobre un lecho de piedras redondeadas y cubiertas de musgo. Allí estuvieron buscando un rato, hasta que Riamar los llamó con su extraño gorjeo y señaló con la cabeza hacia un arbusto de ramas delgadas y flexibles, con hojas lanceoladas y cubiertas por minúsculas vellosidades.
—¡Ajá! —dijo El Mazo—. Tienes un caballo muy listo, Derguín Gorión.
—Ya te he dicho que no lo llames caballo. No queremos que se ofenda.
Con las hojas, El Mazo preparó un cocimiento en una cazuela de latón. Después le hizo beber el líquido a Derguín y con los restos de las hojas ya hervidas le preparó un emplasto que le aplicó sobre los hombros.
—Tal vez deberías haberte dedicado a sanador, en vez de a terrible jefe de forajidos.
—No tientes a la suerte. ¡Recuerda que soy El Mazo!
Los hombros mejoraron con aquel tratamiento, aunque la infusión le produjo retortijones durante un par de días. Siguieron cabalgando, y mientras se acercaban a las montañas El Mazo le hizo a Derguín un sinfín de preguntas sobre el mundo exterior. Él le habló de historia, y de los mitos de los Yúgaroi, de las leyendas de los grandes héroes, Briakmat, Minos o el propio Zenort, de costumbres de pueblos lejanos, como los Pashkriri y las mujeres Atagairas, o bárbaros como los Trisios. Le describió los tejados de jade y cornalina de Âttim, las arenas blancas de las playas de Malirie, los templos de pórfido y mármol rosado de la acrópolis de Narak, las murallas ciclópeas de Acruria, la ciudad en las nubes de las mujeres Atagairas, incluso la extravagante forma de Nahúpirgos, la Torre de los Numeristas de Koras.
A El Mazo le extrañaba que alguien que parecía tan joven supiera tantas cosas y hubiese visitado tantos lugares lejanos. Derguín le dijo que tan sólo tenía diecinueve años.
—¿Cuántos tienes tú, Mazo?
El Gaudaba se rascó la pelambrera, torció la vista a un lado, echó cuentas con los dedos y al final confesó que no tenía ni idea.
—Más de treinta, seguro, y a lo mejor menos de treinta y cinco.
—¿No sabes en qué año naciste?
—¿Cómo que en qué año nací?
—Sí, claro. Yo nací en el año 980, y ahora estamos en el 999.
—¿En el 999 de qué? ¿Es que los años tienen número?
Derguín le resumió entonces el mito de las edades que a su vez había escuchado de Linar, y le explicó que los años se contaban a partir de la fundación de Zenorta, la ciudad perdida. El Mazo se encogió de hombros. Jamás había oído hablar de esa cuenta de los años, ni le importaba demasiado. En su vieja aldea, y luego en las Kremnas, sólo les importaba saber cuándo era verano, primavera, invierno, cuándo llovía más y cuándo llovía menos. Derguín le explicó que, según muchos filósofos, arúspices, matemáticos y teosofos, cuando llegara el año Mil acaecerían grandes prodigios y terribles cataclismos estremecerían el mundo. Será para los que sepan que viven en el año Mil, le rebatió El Mazo, no para los que nunca hemos llevado la cuenta. Derguín soltó una carcajada y admitió que su lógica era impecable.
—Yo nunca me he creído esas tonterías. —Luego reflexionó y añadió—: Aunque si consigo la Espada de Fuego, eso ya sería un gran cambio.
Derguín confesó a El Mazo que la mayor parte de aquellos lugares lejanos los conocía por los libros, pero que algunos de esos tratados eran tan vividos y estaban tan bien escritos que gracias a ellos podía ver en su mente aquellos parajes y aquellas ciudades como si los tuviera delante.
—Hay un lugar maravilloso que sí he conocido en persona, y es la gran Biblioteca del dios Hindewom, en Koras. Allí he aprendido miles de historias.
El Mazo le preguntó qué era una biblioteca. Y cuando se enteró, quiso saber cuál era la magia de leer; si había que llevar a cabo algún ritual, aprender trucos de hechicería, beber la sangre de algún animal o dormir tres noches en un bosque de brujas. Derguín se rió. Pero después, mientras comían, cortó una ramita de brezo y con ella escribió en un parche de tierra negra y blanda entre un par de arbustos el nombre EL MAZO. Después lo leyó en voz alta, sílaba por sílaba, y volvió a escribirlo dos veces más. Por fin, le dio la rama a El Mazo y le dijo que probara. El Mazo copió los signos muy despacio, frunciendo el ceño y sacando la lengua, pero al final consiguió un resultado reconocible. Después, Derguín escribió su propio nombre: DERGUÍN. El Mazo soltó una carcajada y señaló la «E» con el palo. Derguín se sorprendió al ver lo pronto que la había reconocido y miró a aquel hombretón con respeto.
A partir de entonces, cada vez que se detenían para comer, dar descanso a los caballos, o antes de dormir, El Mazo buscaba un trozo de suelo liso, y si no lo había lo alisaba él, y se empeñaba en recibir otra lección de escritura. En un par de días había memorizado el nombre de todas las letras, aunque aún era incapaz de leer palabras enteras sin ayuda. Después le recitaba a Faugros lo que había aprendido, pues trataba a aquella calavera con tanta ternura como una niña a su muñeca. Derguín pensó que era una lástima que un talento así se hubiera desperdiciado tanto tiempo entre aquellas breñas.
Conforme se acercaban a las montañas, Derguín se daba cuenta de que su espada tendría que derramar sangre, y cada vez aquella idea se le hacía más tangible. Desde que era niño, cuando su mente se distraía, se veía a sí mismo practicando Inimyas o luchando con rivales inventados. Pero ahora le venían a la cabeza otras imágenes en las que su acero no surcaba graciosamente el aire, sino que partía carne, huesos y tendones con un repugnante sonido de maceración, y levantaba chorros de sangre que le salpicaban los ojos. Aquellas visiones lo obsesionaban; rechinaba los dientes y sacudía la cabeza para espantarlas, pero regresaban una y otra vez. El sueño de convertirse en el Zemalnit amenazaba ser una pesadilla manchada de sangre.
—Pero ya has matado a hombres —le dijo El Mazo una noche, al calor de la hoguera, cuando Derguín le expresó sus pensamientos—. Te cargaste a dos de los míos, y también a unos soldados de Áinar.
—Ése no era yo.
Aquellos días, le explicó Derguín, cuando creía ser un príncipe llamado Barok, los había vivido como un sueño. Ahora sabía que esos hombres habían muerto, pero sus espíritus no le atormentaban la conciencia, porque no lo había hecho él, tan sólo lo había presenciado desde un lugar brumoso dentro de su propia alma.
—Sólo una vez maté a un hombre yo, como Derguín Gorión —reveló.
Por un instante se arrepintió de lo que acababa de decir. ¿Qué pensaría El Mazo de alguien que había participado en la Cacería Secreta? Tal vez él o alguien de su familia la hubiera sufrido y en cuanto oyera aquella historia querría vengarse. Pero lo cierto era que aquel gigantón al que acababa de conocer, y que había estado a punto de matarlo, le inspiraba una extraña confianza; o tal vez era que se sentía solo y tenía deseos de hablar. Le contó todo tal como se lo había contado días atrás a Kratos May, y cuando terminó su relato se quedó mirando a las llamas. Si El Mazo decidía ponerse en pie, enarbolar el fémur de corueco y machacarle los sesos, por fin habría expiado aquel crimen.
Pero El Mazo siguió asando su salchicha al calor de la lumbre.
—En mi aldea nunca supimos nada de esa Cacería Secreta. Nos bastaba con los nobles que vivían en nuestros bosques.
Ahora fue El Mazo quien descargó su corazón, y le habló de Tarbe, del hijo que esperaban y de cómo la perdió por el capricho de un señor. Llevaban un pellejo de vino, y esa noche entre confidencias y desahogos se bebieron más de la mitad. Derguín derramó lágrimas al oír el relato de El Mazo, y juró que si hubiese estado allí habría destripado a aquel canalla. El Mazo se lo agradeció con una palmada que casi volvió a desencajarle un hombro. Después le preguntó:
—Si cada vez deseas menos tener esa espada, ¿por qué no te das la vuelta y regresas a tu casa?
—No lo entenderías —contestó Derguín.
Lo que le arrastraba al oeste era la fuerza de las palabras, de las promesas. Su maestro estaba cautivo en un castillo, donde tal vez lo matarían, lo atormentarían, o quizá dejarían que se pudriera en soledad. Derguín no podía consentir que el hombre al que le debía su brazalete de Tahedorán sufriera un destino tan miserable.
—Mira —dijo, levantando el brazo derecho—. Este brazalete lo llevó un gran héroe, Minos Iyar. ¿Ves esas letras grabadas?
Incluso El Mazo, en su ignorancia, había oído relatos sobre aquel legendario rey. Con esfuerzo, deletreó el nombre entallado en letras ya antiguas, pero aún legibles. M-I-N-O-S. Ahora que estaba aprendiendo a leer, la palabra escrita tenía para él tal magia que las letras bastaron para convencerle de que el brazalete era auténtico.
—Me lo dio un mago llamado Linar. Si ahora volviera a Zirna también lo decepcionaría a él. Sobre todo, decepcionaría a mi padre. Ya volví una vez fracasado. No quiero repetirlo. No, no voy a hacerlo.
Aunque Derguín había perdido los mapas de Tarondas cuando los soldados del príncipe se llevaron su caballo y el de Kratos, los recordaba de memoria. La ruta más corta a Grios remontaba el curso del río Feluis, en línea recta al oeste. Pero en el tercer día de viaje tuvieron problemas para seguirla. La vegetación era cada vez más tupida. Cuando querían recobrar el camino hacia el río, zarzas y cardizales impenetrables se interponían y los obligaban a desviarse hacia la derecha. Mientras avanzaban en dirección noroeste encontraban trochas, calveros, cañadas y vaguadas sembradas de suaves helechos; pero si trataban de girar de nuevo a la izquierda, la espesura se cerraba frente a ellos y les oponía un muro de espinas y ramas puntiagudas. Eso, cuando no aparecían crestones y dientes de roca que de lejos no habían visto. El Mazo blasfemaba y maldecía a la suerte, pero Derguín se fue volviendo más taciturno conforme transcurría la tarde. El cielo se había cubierto de plomo, el sol apenas se adivinaba y en el aire reinaba una pesadez que hacía zumbar los oídos. Derguín recordó la advertencia de Tríane, que era casi una amenaza: no debía ir a Grios, sino derecho al noroeste, al paso de Rania. Detrás de aquella conjura vegetal que los alejaba del río intuía la voluntad de ella.
A media tarde llegaron a un claro sembrado de malas hierbas y piedras grises cubiertas de liquen. Había unas viejas ruinas en su parte este, y en el centro una charca a cuyo borde se asomaba un sauce muerto cuyas raíces asomaban como dientes podridos. Sobre las aguas oscuras de la poza flotaban algas y juncos tronchados de los que emanaba una vaga amenaza. Cuando los caballos acudieron a abrevar, Riamar gorjeó una advertencia y las dos bestias se apartaron del agua.
—Este sitio es de mal agüero —dijo El Mazo, apretándose los genitales y escupiendo a un lado.
Derguín no imitó su gesto apotropaico, pero convino en alejarse de allí cuanto antes. Se adentraron en un bosque de fresnos y robles cubiertos de madreselva. El dosel de hojas era tan espeso que apenas dejaba pasar la escasa luz que se filtraba entre las nubes. Sobre el suelo quebrado, surcado de hondonadas y raíces retorcidas, los helechos crecían a una altura innatural y se mezclaban con una tupida maraña de arbustos espinosos. Era imposible avanzar en línea recta, y además en aquella selva oscura y sin sombras no había forma de orientarse. Caminaron durante horas tirando de las riendas, pues los caballos se mostraban reacios a avanzar. El aire era sofocante. Al respirarlo, entraba a duras penas por el pecho con un silbido asmático que nunca acababa de llenar los pulmones. Los sonidos quedaban amortiguados por aquella extraña pesadez que también se aposentaba detrás de los ojos.
Por fin llegaron a un claro. Pero al mirar a su alrededor, comprobaron que habían llegado junto a la misma poza oscura de la que habían partido.
—Aquí hay un embrujo —dijo El Mazo, lleno de temor.
Derguín no contestó, aunque pensaba lo mismo.
Ya estaba anocheciendo. Decidieron pernoctar en las ruinas, alejados del agua. Se sentaron sobre unas viejas losas que ya ni siquiera estaban a nivel, pues las malas hierbas las habían levantado y rajado por la mitad. Entre ellas quedaban unos capiteles rotos, el fuste de una columna y una estatuilla de la altura de un niño, con la cabeza arrancada. El mármol era muy poroso, y las lluvias y el aire lo habían desgastado y roído. Encendieron una hoguera al amparo de una roca en forma de cresta que se interponía entre las ruinas y la charca. Cenaron en silencio. El vino se les subió a la cabeza enseguida. El Mazo se desplomó sobre sus alforjas y empezó a roncar. Derguín quiso aguantar, pero empezó a sentir un extraño entumecimiento que le subía desde las manos, y al final se quedó dormido.
Algún tiempo después abrió los ojos. Las formas del claro se distinguían mejor que antes, pues las nubes se habían despejado como por arte de magia. Rimom estaba en su cénit, mientras Shirta se levantaba ya sobre los árboles del este. La luz azul era más intensa, pero el verde de Shirta lo teñía todo con una cualidad feérica. A su izquierda escuchó unas carcajadas de niño. Miró hacia la charca. Las aguas oscuras se abrieron y de ellas surgieron tres cabezas de mujer. Una tenía los cabellos blancos, otra negros y la tercera rojos. Salieron las tres a la orilla, vestidas con unas túnicas sutiles que se pegaban a sus cuerpos. Las risas eran suyas, aunque Derguín pensó que era absurdo, pues las había oído antes de que pudieran salir del agua. Estoy soñando, se tranquilizó. Eran jóvenes y hermosas, tres ninfas inquietas e impúdicas. Se dedicaron a corretear por el claro, a jugar y perseguirse y a danzar bajo las lunas agitando sus cabellos para que se secaran al aire. Una de ellas, la pelirroja, se subió a la roca, trepando con sus pies descalzos por el borde dentado, y se quedó allí, recortándose contra la blanca banda del Cinturón de Zenort. A su luz plateada, la túnica se mostraba como un halo flotando sobre su cuerpo desnudo. La muchacha se inclinó con la espalda recta, apoyadas las manos en las rodillas; sus pechos colgaban generosos y las nalgas sobresalían puntiagudas. A su pesar, pues percibía una clara amenaza, Derguín se excitó. La ninfa saltó desde la piedra y durante unos segundos flotó en el aire entre un revolar de gasas. Se posó junto a Derguín, se arrodilló junto a él, le tomó una mano y se la llevó a los pechos. La muchacha albina se acercó por el otro lado e hizo lo mismo con la otra mano.
—No sigas ese estúpido camino. Quédate aquí.
La boca que le había susurrado estaba detrás de su nuca, acariciándole el oído con el aliento.
—Goza con nosotras… Podemos darte una dicha sin fin.
El cuerpo de Derguín estaba rígido, pero ellas lo levantaron como si fuera una tabla. Sólo al ponerse de pie recobró sus movimientos, aunque entumecidos. Las ninfas lo guiaron hasta el borde de la charca. Sus aguas habían dejado de ser oscuras. En el fondo se adivinaban luces brillantes, joyas, esmeraldas, jades, cabujones, zafiros, y también cintas fosforescentes que ondulaban y serpenteaban como un cruce entre algas y culebras.
—Ven con nosotras. Báñate en nuestras aguas y calmaremos tu ansia de goces.
Estaba rodeado de carne tibia, aromas de hierba, susurros de seda. Albina a la derecha y Morena a la izquierda, frotándose contra él como gatos; Pelirroja detrás, restregándole la espalda con sus senos. Ven, ven, le insistían; las aguas son frescas, o cálidas, como tú quieras. Derguín luchaba contra el torpor. Pero si se dejaba llevar todo sería fácil. Las carnes que rozaban la suya eran flexibles como espigas, tiernas como un lecho de nenúfares, y desprendían una nube de perfumes que le hacían ventear como un animal en celo. Morena le tomó la mano derecha y se la llevó a un cálido lugar entre los muslos. Pero al hacerlo, los dedos de Derguín rozaron la empuñadura de Brauna. Una corriente le subió por el brazo y le despertó. Por instinto, desenvainó la espada. Las tres se apartaron de golpe, abrieron los ojos de pupilas diminutas y lo amenazaron con lenguas de reptil.
—¡Aparta de nosotras el metal del cielo! ¡No nos toques con eso!
Pero Derguín aferró la empuñadura con ambas manos. Ellas empezaron a girar a su alrededor, agachándose y retorciendo los cuerpos, adelantándose cuando él les daba la espalda y retrocediendo cuando apuntaba a ellas con Brauna. Sus lenguas siseaban, sus cabellos se habían encrespado. Derguín trazó un arco alrededor de su cabeza con la espada y lanzó un grito de ataque. Las tres ninfas se espantaron y saltaron al agua. Bajo la superficie se formó un remolino de luces que las devoró, pero antes de que desaparecieran a Derguín le pareció que les habían crecido largas colas de serpiente.
—De una buena te has salvado, buena, sí —le dijo una voz arenosa.
Derguín se volvió. A su espalda había aparecido una extraña criatura de patas velludas que terminaban en pezuñas hendidas. Su piel relucía verdosa, dos cuernecillos adornaban su cabeza, y tenía las orejas puntiagudas y los ojos estrechos y fosforescentes.
—¿Quién eres?
—Si esas tres te hubieran seducido, no te lo habría perdonado ella, no señor, no.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser, quién quién quién? La princesa de las Niryiin, ella. Un grande honor te ha caído siendo amado por ella, pero ¡ah!, tiene sus inconvenientes.
La criatura, un macho, a lo que se veía, parecía inofensiva, de modo que Derguín envainó a Brauna. El hombre-cabra se puso a cuatro patas un instante, correteó unos metros, volvió y se enderezó de nuevo, frotándose nervioso las manos.
—Ella es celosa, ¿es que sabes o ignoras? No puede su amor ser despreciado ni ensuciado. Si esas tres a la charca te hubieran arrastrado, no creo que ella esta vez te salvara.
—¿Era una trampa? ¿Me ha puesto Tríane a prueba? —preguntó Derguín.
Estaba irritado. El hombre-cabra era una criatura grotesca por la que no sentía ningún temor; pero sabía que se había salvado de un gran peligro en el último momento. Estaba hartándose de vivir sobre el filo de una espada.
—¿Prueba, prueba? ¿Qué prueba? —La criatura trotó otra vez alrededor de Derguín.
—¡Estate quieto de una vez! ¿Quién demonios eres?
—¡Ah, demonio, demonio, me ha llamado demonio! Así nos llamaron antes, pero nobles habitantes somos. Mucho tiempo ha nos echaron los hombres, después destruyeron su mundo y volvimos, y ahora a empujarnos nos vuelven a las tierras de los rincones. ¡Demonio, demonio!
—«Demonios» es una interjección, no un atributo. ¿Es que no sabes gramática? —contestó Derguín, y se dio cuenta de que se estaba dejando arrastrar a una conversación absurda—. ¿Te ha enviado Tríane? ¿Qué quiere de mí?
—No vayas a Grios, me dice te diga y te digo, te digo. No a Grios, a Grios no, a Grios de ninguna manera. Deja al hombre sin pelo, un rival menos es, tú has de ser el único Zemalnit. Toma camino al noroeste, ni norte ni oeste, noroeste, derecho al paso de Rania, de Rania, de Rania, apártate de la piedra y la almena.
Derguín respiró hondo.
—Dile a Tríane de mi parte —empezó a hablar enojado, pero después suavizó su tono—, dile, por favor, que la amo y que le soy fiel. Pero Kratos May es mi maestro. Si enfermara, mi deber sería cuidarlo. Si se quedara inválido, tendría que llevarlo a mi propia casa y tratarlo como a un padre. Ésa es la ley de los Tahedoranes, la ley de la espada, y no puedo desobedecerla. Recuérdale a ella que fue la hoja de Kratos la que soltó los grilletes que la sujetaban a la piedra. Recuérdaselo, y dile que sólo cuando haya cumplido mi deber con mi maestro lucharé por la Espada de Fuego. —Derguín desenvainó a Brauna y apuntó con ella a la espesura que bordeaba el claro por el este—. ¡Corre!
La criatura soltó un balido y huyó a cuatro patas. Mientras se alejaba por el claro, terminó de perder sus rasgos humanos y se convirtió en una cabra. Derguín se acercó a El Mazo y lo sacudió por el hombro. El gigantón se despertó quejándose de que Derguín acababa de interrumpir un sueño en el que tres hermosas mujeres trataban de seducirlo.
—Ya sé a quiénes te refieres —le contestó Derguín—. Pero será mejor que nos pongamos en camino.
Aunque era de noche, ensillaron a los caballos y salieron del claro. Esta vez no tuvieron problemas para dirigirse hacia el oeste, en la dirección que les marcaba Rimom, ya de camino a su ocaso.