Grios

El día II, si Kratos no había perdido la cuenta, la cabalgata que lo escoltaba llegó al final del camino. Debía de ser de noche, pues el aire era fresco, las voces sonaban cansadas y el canto de grillos y buhos había relevado al de los pájaros. Poco después empezó a oler a humo y estiércol, a ganado y paja húmeda, y oyó ladridos de perros y puertas de madera que se cerraban. Tal vez estemos en la aldea de Grios, pensó Kratos, que sólo conocía aquel lugar por los mapas. Su caballo empezó a ascender por una cuesta tan empinada que Kratos se agarró al arzón para no caer de la silla. Unos minutos después se detuvieron. Landas, el oficial, dio el santo y seña y en respuesta sonó un pesado rechinar de cadenas. Sin duda estaban levantando un rastrillo de metal. Kratos podía sentir delante de él una presencia muda y gigantesca que aquietaba el aire; tal vez un gran muro. Atravesaron un lugar en el que los cascos de los caballos levantaban ecos y reverberaciones tan tupidos que por fuerza debía de ser un túnel de piedra. Después volvieron a salir al exterior y desmontaron. No hizo preguntas, pues durante el viaje había comprendido que nadie se las contestaría. Guiado por la mano de un soldado, caminó veinte pasos por un suelo empedrado, después subió cinco escalones, recorrió otros quince pasos sobre losas pulidas y empezó a subir por una escalera de caracol que olía a moho. Cuando llevaba contados ciento treinta y siete peldaños, salieron a un rellano. Una puerta chirrió sobre sus goznes. Le hicieron pasar al otro lado. Algo frío se cerró en torno a sus muñecas. Le quitaron las cuerdas, pero seguía sin poder separar las manos. Por fin, le destaparon los ojos.

Después de tantos días, era una bendición recuperar la vista, aunque tan sólo fuese para ver a la luz de una antorcha el rostro del oficial que lo había hecho prisionero. Kratos se miró las manos. Estaban rodeadas por sendos grilletes unidos entre sí por una barra de metal. De ésta partía una cadena que terminaba en una gruesa anilla incrustada en una pared de bloques de piedra. Ni con la fuerza que le añadía la aceleración sería capaz de arrancarla de allí.

—Siento todo esto, tah Kratos —se disculpó Landas, una vez más.

Después salió de allí con el resto de los soldados y dejó la estancia a oscuras.

Kratos aprovechó el resto de la noche para dormir en el camastro y reponer fuerzas. Cuando despertó, en la celda reinaba una penumbra en la que apenas se distinguían trazos grises y mortecinos; pero tras su larga ceguera, lo que le rodeaba era un espectáculo tan entretenido como un tapiz de Malabashi tejido en hilos de mil colores. La estancia tenía forma de pentágono alargado. A los pies de la yacija, en la pared más alejada, a la que no podía llegar por culpa de la cadena, había una puerta de tablones verticales, claveteada con gruesos bollones y reforzada con travesaños de hierro. Las paredes de los lados eran de ladrillo puesto a soga. Kratos las aporreó. Debía haber más de una capa de ladrillos, pues no retemblaron ante sus golpes. En cuanto a los dos muros restantes, eran de mampostería y se cruzaban en un ángulo obtuso. Allí, en la intersección, se abría una tronera baja y estrecha por la que apenas cabían tres dedos. Kratos se acercó a ella, se agachó, aplastó la nariz contra la pared y asomó un ojo, intentando abrirse todo el campo de visión posible. Logró ver un patio enlosado, y parte de un torreón encastrado en una muralla gris; más allá se alzaba una montaña que ocupaba todo lo demás. La tronera no permitía ver ni siquiera una franja de cielo.

La Sierra Virgen, pensó. Sólo tenía que escapar de allí y cruzarla, y no estaría tan lejos de la Espada de Fuego. Pero ¿cómo?

Se puso de rodillas y trató de girar las palmas de las manos hacia el techo, pero los grilletes no le permitían tan siquiera ese movimiento. Oh dioses, disculpad que no os eleve las manos, musitó. Por primera vez en muchos años, se dirigió a los Yúgaroi y les imploró ayuda. Rezó a Manígulat, soberano de los dioses; a Anfiún, señor de la guerra y patrón de los Tahedoranes; a Vanth, diosa de la justicia, y a su esposo Diazmom, protector de los injuriados, y, sobre todo, a Tarimán, forjador de la Espada de Fuego. Les prometió cuatro bueyes y una ternera si le libraban de aquel encierro y le regalaban la venganza sobre sus enemigos. Una ternera y cuatro bueyes enteros si era preciso, repitió, un holocausto, ni un gramo de carne se quedaría para él, los cuatro bueyes y la ternera para vosotros, oh Yúgaroi, ¡pero venganza, por favor! ¡Dadme la venganza!

Dos veces al día le traían una jarra de agua y un cuenco con leche de cabra y copos de avena. El carcelero entreabría la puerta, dejaba todo en el suelo y se lo acercaba con una horquilla de madera. Antes de que Kratos recogiera la comida, ya había vuelto a cerrar. Con el carcelero venían más hombres, bien armados a juzgar por sus pisadas metálicas. El agua era fresca, sin duda de un manantial de montaña, pero las gachas acababan formando una bola pastosa en la boca que a duras penas lograba tragar. Poco antes de que se hiciera de noche le traían una bacina para que se aliviara, y se la llevaban de mañana. Kratos procuraba aguantar lo más posible para no atufar la celda. Ya se sentía lo bastante sucio después de tantos días sin bañarse y sin afeitarse la barba ni el cráneo. Cuando se pasaba la mano por la cabeza y notaba bajo la palma los pelos ásperos y cortos se los imaginaba como un prado plagado de piojos, y cualquier sensación extraña en el cuero cabelludo se le antojaba un picotazo.

La segunda noche que pasó allí oyó ruidos al otro lado de la pared que estaba a la izquierda de la tronera. Se levantó del camastro, se acercó y pegó la oreja. Le había parecido oír un grito de mujer. Tras un rato de silencio volvió a escucharlo, lejano y apagado. Tal vez sonaba al otro lado de la pared, y ésta era más gruesa de lo que imaginaba, o tal vez hubiera otra celda en medio. Kratos cerró los ojos y pronunció la fórmula de Protahitéi.

Sus sentidos se agudizaron, y a la vez las palabras se hicieron más lentas y claras. La voz era la de Tylse, que profería insultos en Ainari y también en la lengua de Atagaira, que Kratos apenas entendía. Sobre ella escuchó ahora otra voz, desagradable como una lija, que alternaba amenazas y lisonjas. Sólo la había oído una vez antes, junto al templo de Tarimán, pero aún la recordaba: era la de Kirión el Serpiente. Siguió un pataleo, ruidos de lucha, luego chillidos. Más golpes, voces de otros hombres, carcajadas, tintinear de cadenas, y luego silencio. Después le llegaron jadeos acompañados de comentarios lascivos. Al cabo de un rato, un largo gemido de placer y alivio que le revolvió el estómago, y por fin un portazo y pisadas de metal que se alejaban. Tylse debía estar inconsciente o muerta, porque de su boca no salió ningún ruido más.

Una Tahedorán no merecía ese trato. Kratos volvió al lecho y trató de dormir, pero no dejaba de rechinar los dientes y de clavarse las uñas en la palma de la mano, hasta que se hizo sangre. Aunque Tylse fuera una rival, la deshonra que acababa de sufrir clamaba venganza. Pero ¿qué podía hacer él, un maestro de la espada sin espada, un guerrero también deshonrado?

Oh, dioses, volvió a salmodiar. No será carne de ganado lo que os ofrende, sino sangre humana.

Cuando se durmió, soñó una y otra vez que Kirión entraba en su celda y lo sometía a mil vejaciones. Al día siguiente estuvo alerta, y cuando le trajeron la comida se puso en pie y aguardó en posición de combate posibles ataques. Aunque no tuviera espada, estaba preparado para acelerarse en un segundo y utilizar la cadena para romper el cuello de cualquiera que se atreviera a acercarse. Pero tan sólo vio al carcelero que le acercaba la jarra y el cuenco con la horca de madera.

La noche siguiente tampoco fue tranquila. De nuevo le despertaron voces destempladas. Tardó un rato en darse cuenta de que venían de abajo. Se bajó del camastro y reptó por el suelo, pegando la oreja a las losas de piedra. Buscando el lugar de donde provenía el sonido, llegó hasta el ángulo que formaban las paredes exteriores. Allí había una abertura triangular de unos dos dedos de ancho en la que hasta entonces no había reparado. Se contorsionó y dobló el cuello todo cuanto pudo para acercar el oído.

—¡Debes tratarme como Alteza! —exclamó una voz.

Era Togul Barok, pero sonaba más agudo, extrañamente furioso.

—No reconozco tu autoridad sobre mí —le contestó otra voz con acento extranjero.

A Kratos le resultaba familiar, pero no la reconoció.

—¡Estás de rodillas y encadenado en una de mis mazmorras! ¿No te parece que mi…?

Kratos se perdió el resto de las palabras. Recurrió al mismo truco de la noche anterior y pronunció la fórmula de Protahitéi, pues había comprobado que su cuerpo apenas sufría desgaste en la primera aceleración si permanecía inmóvil. La voz del príncipe pareció de pronto más tranquila, aunque Kratos sabía que era una ilusión causada por sus sentidos alterados.

—¿Qué significan los tres círculos en tu frente?

Hubo un silencio, que a Kratos aún se le hizo más largo. Después sonó el restallido de un golpe, tal vez una bofetada, y un rechinar de cadenas.

—¿Qué significan? ¿Tiene que ver con el dios de las tres pupilas?

Nuevo silencio.

—¡Mírame a la cara!

Por fin se escuchó la voz del prisionero. Kratos comprendió que era Darnil-Muguni-Rhaimil, el Austral que llevaba tatuados tres círculos negros en la frente.

—Está escrito: ¡Perdición eterna para quien revele los Misterios de la Tríada! ¡Salvación para quien derrame su sangre por preservarlos!

—Por fin dices algo… —La voz del príncipe bajó de tono hasta ser ininteligible—, ¿… a los tuyos?

—Que fueron asesinados por un cobarde. No creí que un maestro de la espada pudiera ser un cobarde.

Un aullido de cólera y una ristra de golpes. Gemidos ahogados. La áspera voz de Kirión que le pedía calma a su príncipe.

—¡No repitas jamás eso que has dicho!

—¡Cobarde! ¡Cobarde, cobarde!

—¡Al… lawéeee! —gritó el príncipe—. ¡Soltadlo y dadle una espada!

Kratos se mordió los dientes. El Austral había conseguido sacar de quicio a Togul Barok. Ahora se enfrentarían en duelo. Aunque jamás se había imaginado que preferiría que un Austral venciera a un Ainari, rezó a los dioses para que le dieran la victoria a Darnil. No sabía nada de él. Tal vez era un natural, un maestro de la espada invencible.

—Ahora comprobarás si el príncipe de Áinar es un cobarde.

Durante un rato no sonó nada más. Kratos se desesperaba. Supuso que algún sirviente o soldado habría ido por una espada digna del Tahedo, y que después los dos rivales estarían arrodillándose en el suelo y saludándose de la forma ritual. Por fin sonó la propia voz del príncipe.

—¡Tahedo-hin!

Hubo unos segundos más de silencio. Los rivales debían estar estudiándose. Después sonó un repique de acero contra acero, seguido por tres más. Kratos intentó imaginarse la escena. En su imaginación veía al Austral atacando al príncipe, y a éste, que de pronto se había reducido a la estatura de un hombre normal, retrocediendo hasta la pared. Segundos de silencio. Más acero. «Klang, klang, klang.» Los golpes se le antojaban lentos, pero de pronto se hicieron más rápidos. «Klang-klang-klang-klang.» Uno de los dos había entrado en Mirtahitéi. Su rival hizo lo mismo. El tañido del metal se convirtió en un redoble continuo. «Klanklanklanklan-klanklanklanklan…» Un grito de dolor. Uno de los dos había sido herido, pero el metal seguía repiqueteando. El quejido podía haber sido del Austral; sonaba gutural. «¡Mierda!», maldijo Kratos. Pero también podía haber sido Togul Barok. Los lamentos no conocen idioma ni acento.

Un instante de descanso, y de nuevo los golpes. ¿Quién estaría dominando el combate? El príncipe, seguro. Pero estaba encolerizado, fuera de sí, como revelaba su voz. Sin duda estaba lanzando una andanada de golpes contra Darnil. Ésa no es manera de luchar cuando se combate a muerte, susurró Kratos. Cada tajo y cada estocada deben elegirse con cuidado para buscar una zona vital, pero sin descuidar la defensa. «Klanklanklanklanklanklan.» Un buen Tahedorán no pelea así, repitió. Ánimo, Darnil. Ten paciencia, desvía sus golpes, deja que resbalen por tu acero, no pierdas fuerzas. «Klanklanklanklanklan…» No trates de bloquearlos o te debilitará. Es más fuerte que tú y que yo y que cualquiera. ¡Vamos!

Kratos esperaba que en cualquier momento se detuviera aquel repique continuo, que se oyera el grave estertor del príncipe, y luego el sordo impacto de su cuerpo contra el suelo. Ahora, ahora, se repetía. Seguro que abre los brazos y descubre la cintura. ¡Mata a ese hijo del demonio que nos ha encadenado! Pero el redoble se aceleró hasta la locura. Kratos casi dio un respingo en el suelo de la celda. Fueron apenas dos segundos, y después un grito de ataque irreconocible le taladró el tímpano.

—¡Aiáaaah!

No hubo ni siquiera estertor de muerte. Un golpe sordo, como el de un melón reventado. Kratos lo conocía. La cabeza de uno de los dos había volado lejos de los hombros y se había estrellado contra una pared.

De nuevo el silencio. Kratos volvió a rezar a los dioses.

—¿Por qué te ríes? —pronunció una voz aguda. No era la del príncipe. Kratos apretó los puños de alegría. Pero aquella voz acelerada no tardó en agravarse al regresar al estado normal—. ¿Te he dado lo que querías, maldito Austral?

Kratos se apartó de la grieta. No quería oír nada más. Ya tenía suficiente. Acababa de comprobar que el Gran Maestre de Uhdanfiún estaba más corrupto y vendido de lo que había temido. Pues aquel imposible repiqueteo de espadas sólo podía significar una cosa: la única ventaja que Kratos creía poseer sobre el príncipe era una ilusión. El Gran Maestre le había revelado a Togul Barok el secreto prohibido de Urtahitéi, la tercera aceleración.

El resto de la noche fue una negra desesperación para Kratos May.

—¿Te he dado lo que querías, maldito Austral?

—Me temo que se lo habéis dado, Alteza.

Togul Barok se volvió hacia la escalera de caracol. Una esbelta figura envuelta en una capa negra acababa de aparecer allí. A la luz trémula de las antorchas su rostro parecía aún más pálido e inquietante. Sólo un ojo tenía, pero su mirada era como un carbón.

—Haz que se lo lleven, Kirión —ordenó el príncipe, que recobraba poco a poco la respiración y la calma.

Tres soldados se llevaron a rastras el cuerpo de Darnil-Muguni-Rhaimil, mientras un cuarto recogía su cabeza agarrándola por los cabellos. Todos abandonaron la estancia, incluso Kirión, que al pasar junto a Ulma Tor se pegó a la pared para no rozarlo.

—¿Qué has querido decir? —preguntó Togul Barok, mientras limpiaba con un paño la sangre de su espada Midrangor.

—Cálmate, mi príncipe. No es bueno que tu gemelo colérico tome el timón en estos momentos.

Togul Barok agachó la cabeza y cerró los ojos. Nadie más que él conocía la existencia de lo que él llamaba el «gemelo colérico», una presencia negra y visceral que había latido dentro de su cabeza desde que podía recordar. Aquel doble incrustado en su cráneo tomaba a veces el control de su persona y lo impulsaba a comportarse como un bruto sin sesos. Lo empujó para dentro. Vete, vete, vete, le dijo. Para concentrarse recitó series de números como le había enseñado su preceptor Brauntas. 3, 7, 4, 6, 14, 8, 9, 21, 12, 12, 28, 16, 15, 35, 20, 18, 42, 24, 21, 49, 28, 24

Levantó la mirada y la enfrentó a Ulma Tor. Había vuelto a encerrar en su mazmorra de hueso al gemelo colérico; un ser de cuya existencia el nigromante no tenía por qué saber, y sin embargo lo había llamado con el mismo apodo que Togul Barok le había puesto. Ulma Tor le leía la mente y lo reconocía sin reparo.

—¿Y bien? ¿Qué significan tus palabras?

—Ahora vuelves a ser tú, Alteza. Te preguntabas si habías dado al Aifolu lo que quería. Los Australes que profesan la religión del Enviado creen que, si mueren en el combate, irán a un paraíso al otro lado del Mar de los Sueños. Acabas de enviar a ese hombre a una eternidad de banquetes y placeres.

—Me alegro de que me brindes esa información justo ahora. Muy generoso por tu parte.

Se miraron durante unos instantes. En presencia de aquel creador de sortilegios, Togul Barok se sentía disminuido. Jamás había encontrado a nadie que le aguantara la mirada; pero a Ulma Tor una sola pupila le valía para sostener las cuatro del príncipe.

—¿Qué más sabes de esa religión?

—Te he dicho todo lo que sabía, Alteza. Esos fanáticos prefieren morir descoyuntados en el potro antes que revelar nada.

—Y tú, ¿no tienes medios para obtener su confesión? ¿El mismo que es capaz de hablar a través de los muertos, no puede conseguir nada de los vivos?

Ulma Tor apartó la vista, dio un floreo con la capa y empezó a pasear de un lado a otro de la celda. Al hacerlo quebrantaba el protocolo; delante del príncipe había que estar de frente, a pie firme y con las manos pegadas a los muslos. Pero Togul Barok agradeció que aquel ojo negro dejara de presionar en los suyos.

—Mi ciencia no carece de límites —explicó el nigromante—; unos límites que, a los no versados en tales artes, pueden parecerles arbitrarios. Sospecho que esa fe da a sus adeptos un poder extraordinario que rebasa mi comprensión.

—Me he entretenido más días en Grios porque quería averiguar qué significa ese extraño tatuaje que llevaban en la frente el Aifolu y sus hombres. Ahora todos están muertos. No me queda nadie a quien interrogar, salvo tú. ¿Vas a decirme que he perdido el tiempo de forma miserable?

Ulma Tor dejó de pasear.

—Alteza, eres de los pocos hombres a los que respeto, pero no pienses que eso te da derecho a amenazarme.

El gemelo empujó contra el hueso temporal. «Deja que me encargue yo. Un golpe de muñeca y ¡zas! ¡Adiós a esa cabeza tuerta!»

—Fuiste tú quien me ofreció ayuda.

—¿Y hasta ahora no te la he dado? ¿Quién ha encontrado para ti al Austral, y a los cuatro Tahedoranes que aún siguen encerrados en este castillo?

—Sin duda tienes tus propios intereses en ello.

—Pero no seré yo el Zemalnit, sino tú… siempre que partas hacia el oeste cuanto antes.

Togul Barok se inquietó.

—¿Por qué tanta prisa? Cuatro de mis rivales están a buen recaudo. Uno acaba de morir. En cuanto a Derguín Gorión, mis espías me han informado de que una banda de forajidos lo abatió en el río Arlahén.

—Yo no estaría tan seguro de eso.

—Tú no fuiste capaz de encontrarlo. Se escapó delante de tus mismas narices. Ahí tus servicios estuvieron muy lejos de ser perfectos.

—Si no te conociera mejor, mi príncipe, te acusaría de ingratitud. He localizado para ti a cinco candidatos, ¡cinco! —El mago se quedó clavado a tres pasos de Togul Barok—. Sólo Derguín Gorión escapa a mi percepción, por algún motivo que tarde o temprano comprenderé. Aún así, estuve a punto de apresarlo. Te habría entregado a los seis, atados y amordazados. ¡Un viaje triunfal hasta la Espada de Fuego! ¿Es mucho pedir que haya dejado a uno, a uno solo de tus rivales, para que tus espías y tus hombres se ocupen de él?

Ahora fue Togul Barok quien desvió la mirada y paseó por la celda. Hedía a sangre recién derramada, como en un matadero, pero aquel olor no le molestaba tanto como el perfume cálido y untuoso que emanaba de Ulma Tor. En las sombras, los ojos de Togul Barok veían el cuerpo de Ulma Tor como una mancha azulada, fría como el hielo. Una piel tan gélida no debería oler a nada.

—Perdona, maese Ulma Tor. En verdad me has facilitado las cosas.

—Perdóname tú mi tono, Alteza. En cuanto a Derguín Gorión, no creo ni dejo de creer: sé lo que mis propios ojos ven, y no me consta que esté muerto. Recuerda el Táctico de Bolyenos. El general debe dar por cierta la peor de las hipótesis para no correr riesgos. Es muy probable que seas ya el único candidato a la Espada de Fuego, pero cuanto antes la empuñes, mejor será.

—Partiré mañana al despuntar el alba.

—Una medida prudente, Alteza. Yo me cercioraré de que Gorión está muerto. Si sigue vivo… no será por mucho tiempo.

El nigromante saludó para irse. Antes de que se volviera, Togul Barok le preguntó con la voz más indiferente que pudo fingir:

—Tú no sabrás qué significa el tatuaje que llevan esos Aifolu, ¿verdad?

—Si no te contesté antes, Alteza, es porque lo ignoro. Todos mis conocimientos están a tu disposición.

—Me preguntaba si tendría algo que ver con un misterioso dios de ojos de tres pupilas.

Las sombras cubrían de manchas negras el rostro de Ulma Tor, pero por debajo de ellas se encendieron trazos anaranjados cuando la sangre afluyó a su piel.

—No es prudente que los hombres indaguen en los asuntos de los grandes dioses. Ni siquiera tú, Alteza.

Sin aguardar la venia del príncipe, Ulma Tor se volvió y se dirigió a la escalera de caracol. La capa ondeó a su espalda con un aleteo que a Togul Barok le recordó a un inmenso murciélago. El príncipe se rozó los genitales y escupió a la izquierda para ahuyentar el mal. Aunque dudaba mucho de que un simple gesto sirviera contra una criatura de tan mal agüero como Ulma Tor.