Un sol cárdeno flotaba al borde del horizonte. Derguín, muy cansado, se sentó al pie de un olmo blanco, junto a un arroyo que cascabeleaba como plata entre juncias y asfódelos. Tenía la garganta tan seca… Se agachó y ahuecó la mano para beber.
—No lo hagas.
Derguín se detuvo con los labios a flor de agua y levantó la mirada. Un hombre le observaba. Era grande, demasiado grande. La barba roja caía como una cortina sobre un mandil de cuero. Sus bíceps eran tan gruesos como su cabeza y las manos anchas como palas; pero una de sus piernas estaba tullida y seca.
—Si bebes de esta agua lo olvidarás todo y jamás podrás regresar.
—¿Por qué he de querer regresar?
El gigante resopló.
—Diatan mághairan —le contestó, y sólo entonces se dio cuenta Derguín de que estaban hablando en la lengua de los Arcanos—. Por la Espada. Sé que la quieres.
—Sí.
—¿Para qué?
—No lo sé. La quiero, sin más.
—Siempre se quiere algo para algo. ¿Qué buscas en ella, la gloria o el poder?
—No lo sé. La gloria, supongo…
Derguín estaba demasiado cansado para pensar. El agua del arroyo bajaba con manchas rojas que se deshacían en nubes e hilachas. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía el cuerpo lleno de heridas y que aquellas manchas eran sangre que le goteaba por las piernas, los codos, el vientre.
—La gloria no sirve para nada. Zemal es un instrumento de poder. Un necio vanidoso preferirá la gloria; un hombre inteligente se quedará con el poder.
—El poder… es muy cansado —suspiró Derguín. El aliento se le escapaba por las heridas—. La gloria es hermosa. El poder está manchado de… sangre.
—Si consigues a Zemal tendrás poder. No podrás renunciar a él.
—¿Por qué discuto contigo? Me estoy desangrando. Nada importa ya… Quiero beber.
Derguín se agachó de nuevo.
—¡No lo hagas! Aún puedes salvarte, pero debes aceptar tu misión y tu poder.
—El poder es malo. ¿Por qué he de dominar yo las voluntades de otros?
—Porque ellos lo necesitan.
—Yo no lo necesito. No entiendo… por qué otros lo necesitan.
Se agachó de nuevo sobre el agua, aunque ahora, teñida de sangre, no le pareció tan tentadora como antes.
—¡Te he dicho que no bebas! —Derguín se apartó sin querer—. Es igual que lo entiendas o no. Tendrás el poder, tanto si quieres como si no. Te salvaré para que cumplas tu misión.
—¿Qué misión? ¿Qué pedirás de mí?
—Nada. Los hechos te harán elegir. Tu deber está escrito en tu corazón desde que fuiste engendrado.
—¡No quiero el poder!
—No podrás renunciar a él.
—¡¿Quién eres tú?!
Una mano enorme se acercó al rostro de Derguín. Fue como si se hubiera corrido una cortina en el cielo.
Derguín recordaría más tarde que estuvo flotando en una negrura húmeda y fría, sin direcciones, sin arriba ni abajo, sin antes ni después, pues nada sucedía en ella. Su mente se dejó absorber perezosa por aquella oscuridad, su cuerpo se encogió como un feto para conservar el calor, y sólo albergaba el vago pensamiento de que aquello era estar muerto y que no resultaba tan terrible como había pensado. Allí no había urgencias, ningún anhelo que cumplir, ninguna espada que conquistar; tan sólo disfrutar de ese sueño sin fin.
Pero los ojos se le abrieron sin querer y la negrura se convirtió en formas. Durante un rato no supo interpretar lo que le rodeaba. Su cuerpo estaba tumbado y envuelto en algo suave y cálido. Un murmullo lo arrullaba y se volvió a hundir en la negrura, pero esta vez soñó con otros lugares y otras cosas; con un puente de piedra que cruzaba un río, con un ejército que le disparaba sus flechas, con el dolor de los hierros hurgándole las carnes uno tras otro, perforándole el vientre, astillándole los huesos, y con una caída eterna hacia la negrura.
Cuando volvió a abrir los ojos ya no los quiso cerrar, porque los sueños habían sido dolorosos e inquietantes. Tenía todo el cuerpo dolorido, aunque era un dolor difuso, embotado, que casi podía ser placentero mientras no tuviera que moverse ni pensar demasiado. Giró un poco la cabeza a la derecha y trató de averiguar dónde estaba.
Era una bóveda baja y alargada de la que colgaba un bosque de estalactitas. La luz venía de los luznagos que revoloteaban entre las oquedades del techo. Al principio pensó que era la misma gruta en la que se había aventurado cuando lo atrajo el rastro perfumado de Tríane. Pero el techo de esta caverna era mucho más bajo. Él estaba acostado en un rellano, casi arrinconado contra una pared, y a su derecha el suelo bajaba hacia una gran charca central.
Derguín trató de incorporarse apoyándose en un codo, pero el brazo derecho le falló. Su espalda volvió a topar en algo blando; eran pieles que lo envolvían por arriba y por abajo. Cerró los ojos un rato más y trató de olvidar las punzadas en el brazo y el vientre, que ahora le enviaban latigazos de dolor con cada latido del corazón.
—No debes moverte aún —susurró una voz.
Derguín abrió los párpados. Tal vez se había quedado dormido un instante, porque recordaba la cueva vacía; mientras que ahora había una mujer arrodillada a su lado. Era tan sutil que se confundía con las sombras. Una larga cabellera negra le caía por los hombros y se derramaba junto al rostro de Derguín. Flores blancas le adornaban el cuello, y llevaba una túnica mojada. Derguín se complació en observar los minúsculos pliegues, los frunces blancos que se separaban de su cuerpo y las sinuosidades más oscuras que corrían entre ellos y revelaban la piel.
—Tríane… —musitó.
Los ojos rasgados le sonrieron, y unos dedos como pétalos le acariciaron los párpados. Las sombras jugaban en el rostro de Tríane, embelleciendo lo visible y haciendo deseable lo oculto.
—Derguín Gorión —susurró Tríane—. ¿Quién ha podido dañarte así?
Las yemas de sus dedos se deslizaron por la mejilla y el cuello de Derguín; después apartaron la manta con delicadeza y recorrieron su piel desnuda con un aleteo de mariposas. Él miró hacia abajo, temeroso de encontrar un cuerpo perforado de llagas. Pero donde esperaba ver las heridas había unos círculos recubiertos por una película blanca que bullía como si bajo ella revolotearan criaturas minúsculas y perezosas. Tríane las observó frunciendo un poco las cejas, y luego pasó la mano sobre ellas. Una débil corriente atravesó sus palmas y recorrió la piel de Derguín.
—No debes moverte aún —repitió ella.
—Pero… la Espada…
—Tienes tres costillas rotas en la espalda, una brecha mal curada en la nuca, y cuatro flechas te han atravesado un brazo, una pierna, el vientre y un pulmón. Es mucho exigirle a tu cuerpo que te ayude a conseguir la Espada.
Derguín dejó caer la cabeza y cerró los ojos. No era cobardía. Él había hecho lo que estaba en su mano. Lo que estaba en su mano…
Pasó el tiempo. Tríane le daba de comer, le lavaba, le extendía un ungüento sobre las heridas para aliviar la picazón que producía en ellas aquel hervor incesante. Le explicó que bajo la película blanca que las tapaba había un ejército de criaturas diminutas. Aquellos seres, creados por una ciencia más antigua que los reinos de Tramórea, eran sastres y albañiles en miniatura que remendaban sus tejidos y reconstruían sus huesos. Pero debía tener paciencia.
Paciencia no le faltaba a Derguín. Tríane le mezclaba en la comida unas hierbas sedantes que le hacían dormir la mayor parte del tiempo; y no soñaba, sino que flotaba entre sensaciones arrullado-ras e imágenes placenteras. A veces las visiones eran más extrañas. Una vez creyó despertarse y miró hacia la izquierda al oír un chapoteo; pensó que sería Tríane, que salía de la gruta y volvía a entrar en ella por la charca. Pero lo que surgió del agua fue una enorme cabeza escamosa de ojos amarillos. Era una especie de serpiente gigantesca, un dragón acuático con el cráneo festoneado por una corona de púas y crestas. Se miraron durante unos segundos. Derguín, por extraño que fuera, no sintió temor alguno. Los párpados de la bestia se movieron hacia arriba y entornaron las córneas amarillas y las astutas ranuras de las pupilas. Derguín parpadeó también y bostezó, presa de una pesadez letárgica. El dragón abrió la boca, canturreó algo en un tono muy bajo, como un pájaro de voz gigantesca y baja, y desapareció de nuevo bajo el agua. Después le preguntó a Tríane por aquella criatura, y ella le sonrió y le dijo que Lorbográn no era precisamente inofensivo, pero que a él le había salvado la vida.
—¿No lo recuerdas?
Pero todo lo que había pasado después de llegar a la aldea de Oetos era una niebla rojiza en la que no distinguía nada.
Poco a poco su cuerpo se recuperaba. Tríane levantaba la manta de piel que lo cubría y examinaba su cuerpo desnudo. Siempre lo recorría con la mano, y cuando llegaba al vientre meneaba la cabeza y chasqueaba la lengua. Pero un día (en aquel lugar aislado del día y de la noche) encontró la reacción que esperaba y sonrió. No te muevas, le dijo a Derguín, y se acurrucó encima de él y volvió a servirse de su cuerpo, como ya había hecho antes, pero esta vez fue tierna y cuidadosa para no hacerle daño.
Desde entonces hicieron el amor a todas horas. Derguín se dejaba utilizar, pero según recobraba fuerzas se fue animando; al principio se conformaba con amasar los pechos de Tríane mientras ella le cabalgaba, pero luego la agarraba por los hombros y tiraba de ella intentando tumbarla, y ella se resistía entre carcajadas y le apretaba los ijares con los muslos como a una montura rebelde. Un día Derguín logró volcarla, y acabó encima de ella, le puso las manos en las mejillas y las sienes, apretó para que no se moviera y respirando junto a su rostro sintió por primera vez que era él quien la poseía. Así, cada vez que hacían el amor era una lucha de resoplidos, jadeos, manos que apretaban otras manos, ojos que se lanzaban chispas, dientes que mordían labios propios y ajenos, piernas que se anudaban y trataban de desanudarse.
Después, se envolvían en la piel y se quedaban tendidos de costado, mirándose muy de cerca. Los ojos de Tríane eran tan rasgados como dos sonrisas.
—¿Quién eres? —le preguntaba Derguín.
—Soy Tríane —se rió ella—. ¿No te basta con eso?
—No.
Pero entonces ella cambiaba de tema. Una vez, mientras Derguín dormitaba, cantó unos versos en la lengua de los Arcanos, y el muchacho se espabiló al oír aquellas palabras, pero no abrió los ojos.
Princesa de las Niryiin, hija de los grandes bosques,
reina en la profunda arboleda y en la fronda húmeda,
tú que peinas tus cabellos bajo los rayos del sol,
tú que haces crecer la hierba bajo tus manos de agua.
Negra y dorada, verde y negra, blanca y oscura,
princesa de las Niryiin, hija de los grandes bosques.
Tu cuerpo modeló en su torno el divino alfarero
y las gracias del agua y del viento en él derramó…
Derguín volvió a adormecerse arrullado por la voz de Tríane, que más que cantar susurraba, como el viento que se desliza entre las hojas de un sauce y arranca de ellas una nota escondida, una campana que se abre en gotas de perfume. Oyó sobre bosques profundos, sobre arroyos secretos, sobre grutas a las que no había llegado el hombre y donde aún moraban razas tan antiguas como las piedras.
—¿Cuál es tu edad? —insistió más tarde.
—Tengo más años de los que parezco y menos de los que te temes. Soy joven, ¿no te basta con eso?
—¿Qué son las Niryiin?
—Has oído mi canción…
—Sí.
—Temes que yo no sea humana.
—No. Tal vez sí. Pero me daría igual.
—Lo sé. Tú no eres como los demás: amas lo que desconoces. Yo soy y no soy humana. Soy una mujer, y para ti siento como una mujer, y eso es suficiente.
Un día Tríane le limpió las heridas y retiró la membrana blanca que las cubría. La piel estaba intacta. Derguín se puso en pie y estiró brazos y piernas. Nada le dolía, y los músculos los sentía más frescos y firmes que cuando salió de Koras. Pero entonces recordó que de nada le servía haber recobrado la salud, pues era un Tahedorán sin espada, un candidato que ya no podría convertirse en el Zemalnit.
Tríane le preguntó por qué se había entristecido y Derguín se lo explicó.
—¡Entonces, disfruta del sol de una vez! ¡Sigúeme!
Desnuda, como pasaba la mayor parte del tiempo, Tríane corrió hacia la charca y se zambulló de cabeza. Derguín la siguió. El agua estaba muy fría. Se sumergió detrás de Tríane, que buceaba sin mover pies ni brazos, culebreando con el cuerpo como una nutria. Al principio se movían entre un resplandor fosforescente y confuso. Después pasaron bajo un techo de rocas puntiagudas; por delante una cortina de largas hebras blancas se hundía en las aguas. Derguín se dio cuenta de que eran los rayos del sol. Ya le quedaba poco aire; pronunció mentalmente la fórmula de la segunda aceleración, y por primera vez notó un desgarrón en los riñones mucho más penetrante que el dolor sordo de la Protahitéi. Pero el dolor se disolvió en el torrente de energías que invadía sus venas. De pronto Tríane pareció bucear en miel, en vez de en agua. Derguín pasó a su lado y torció el cuello para contemplarla; los pequeños músculos se le marcaban bajo la piel, las nalgas puntiagudas se contraían en cada ondulación. Ella le miró sorprendida, y él sonrió travieso mientras la adelantaba.
Cuando rompió el agua con la cabeza y tomó aliento se desaceleró. Habían sido unos segundos, pero suficientes para comprobar que la segunda aceleración cansaba mucho más que la primera. Miró a su alrededor. Estaba en una laguna de aguas de cristal, rodeada por grandes rocas. A su derecha se levantaba la única orilla accesible, en la que un enorme sauce llorón inclinaba sus ramas hacia el agua. Derguín nadó hacia allí. Algo le agarró del tobillo y tiró de él hacia abajo. Se hundió, tragó agua, y al mirar hacia abajo vio a Tríane, que trepaba por su cuerpo para sumergirlo. A duras penas se zafó de ella y llegó a un lugar donde pudo apoyar los pies.
—¿Después de curarme me quieres ahogar?
Ella le lanzó un chorro de agua con la boca.
—¿Cómo has conseguido adelantarme, tramposo?
—Recuerda que ahora soy tah Derguín…
Salieron a la orilla. El sauce crecía en un pequeño llano cubierto de hierba. Un poco más allá subía un caminito tortuoso que zigzagueaba entre piedras y espinos. A la derecha de Derguín, al norte, el lago estaba cerrado por una escarpada pared que se quebraba en repechos y estrechas terrazas. El agua saltaba de una a otra, buscando aquí y allá el sendero más corto, y en su bajada se dividía en decenas de pequeñas cascadas que dibujaban una cabellera de espuma colgando sobre el lago. Derguín miró hacia el cielo. El sol estaba casi en su cénit. Abrió los brazos, respiró hondo, aspiró mil aromas. Se dio cuenta de que en la gruta sólo olía a Tríane. El perfume de ella era delicioso y excitante, pero ahora se embriagó de todos aquellos olores que lo devolvían al mundo. En sus últimos recuerdos, el cielo era un dosel gris; ahora se veía azul, sin una nube. Tal vez ya hubiera pasado el invierno.
Tríane pareció leerle el pensamiento.
—Mira hacia allá.
Derguín giró la cabeza hacia el oeste. No había horizonte, pues las rocas que rodeaban la laguna se levantaban hasta diez y quince metros sobre las aguas e impedían ver lo que había más allá; pero sobre aquel borde empezaba a asomar una línea gris.
—El mal tiempo volverá enseguida. No han pasado tantos días como crees.
Derguín volvió a sonreír con tristeza.
—Más que suficientes. No me extrañaría que Togul Barok esté de vuelta en Koras con la Espada de Fuego.
—¿Eso crees?
Derguín miró a Tríane, receloso por el tono burlón de su voz.
—¿Sabes qué día es hoy? —volvió a preguntar ella.
—No tengo ni idea. Tendría que saber cuánto…
—Estamos en el mediodía del día siete de Kamaldanil, según vuestros calendarios.
Derguín frunció las cejas.
—Te estás riendo de mí.
—Es siete de Kamaldanil —repitió Tríane, mirándole a los ojos.
—Es… imposible. Llegamos a Oetos el tres de Kamaldanil, y eso sería hace cuatro días. Yo llevo allí dentro meses.
—Tú lo has dicho, Derguín, allí dentro.
Tríane se sentó en la hierba e invitó a Derguín a que hiciera lo mismo. Frente a frente, el muchacho la interrogó con los ojos. Tríane habló por primera vez abiertamente, y aunque siguió ocultando muchas cosas que Derguín habría querido saber, en su forma de expresarse reconoció sin ambages que no era humana.
—Entre los humanos —explicó— se dice que más allá del horizonte, en lo más profundo de los bosques o en montes inaccesibles, se extiende el país de las hadas. Corren entre vosotros muchas fábulas sobre ese lugar y sobre las gentes que lo moran. Por ejemplo, que en él el tiempo transcurre de forma engañosa; cuando un mortal se interna en el país de las hadas y después de siete días vuelve con los suyos, descubre que en realidad han pasado siete años y encuentra a sus hijos crecidos y a sus mujeres casadas con otros hombres.
»Esos cuentos intuyen la verdad, porque es cierto que algo se conserva de un saber muy antiguo y de una época remota en que el tiempo no tenía secretos. Has estado en un sitio muy especial, Derguín. Su nombre es Gurgdar, la bóveda del tiempo. No es una gruta natural, sino obra de un pueblo más sabio y antiguo aún que los Arcanos. Si escarbaras en sus paredes, encontrarías bajo la roca una cúpula lisa forjada en un metal que ya no existe en este mundo. Su virtud es la contraria de la que cuentan las fábulas. En Gurgdar el tiempo se acelera de tal modo que por cada cuarenta días sólo transcurre uno en el mundo exterior. Por eso te trajo aquí Lorbográn. Para tu cuerpo han sido casi tres meses. Pero en realidad no han pasado más de dos días.
—Eso quiere decir…
—Que todavía estás a tiempo de conseguir la Espada de Fuego.
Derguín se levantó casi de un brinco y se dio un puñetazo en la palma de la mano.
—¡Sí! No, no, no puede ser… Es todo una locura. Yo no…
—Tranquilo. Siéntate un momento, aquí, más cerca de mí.
Derguín se sentó. Tríane le tomó la cabeza y tiró de él, hasta recostarlo en su pecho. Después le acarició las sienes y aquella corriente que tan bien conocía el muchacho le cosquilleó entre la frente y la nuca.
—Recuerda. Trata de recordar todo lo que pasó… Vuelve al día tres.
Derguín cerró los ojos y vio de nuevo el establo de Oetos. Allí se perdían sus recuerdos; pero ahora la niebla se disipaba bajo los dedos de Tríane.
—Un corueco. Por Himíe, era enorme, y tan rápido que no… Me levantó y me lanzó contra la pared. No había sentido en mi vida una fuerza tan brutal…
Cuando chocó contra la pared del establo, todos los huesos de la espalda le crujieron como madera rota y el aire escapó de su pecho. Me ha matado, pensó, mientras se hundía en unas aguas negras. Pero, aunque cada bocanada parecía una roca de granito, logró respirar un pequeño buche de aire, y luego otro y otro más, y poco a poco salió de las aguas. Sintió el heno clavarse en su costado, y en sus manos y en su rostro. La espalda estaba fuera de su percepción, era un globo sin sensaciones que se hinchaba y le apretaba el resto de los órganos. Me ha partido en dos, pensó. Era preferible la muerte: había visto a qué quedaban reducidos los hombres con la columna rota.
Pero descubrió que podía moverse. Primero las manos y los brazos, y después las piernas, lo obedecieron con lentitud. Con moroso placer fue descubriendo mil pequeños dolores de la cabeza a los pies.
Entonces le llegaron voces del exterior. Derguín había quedado tan aturdido por el golpe que no oyó el estertor de muerte del corueco, pero ahora pudo escuchar la discusión entre Kratos y otros hombres. «¡Alto en nombre de Áinar!» Se levantó a duras penas. Fuera debía haber un pequeño ejército, demasiado para él en esas condiciones. En una de las paredes había un ventanuco cerrado con un postigo. Apartó a los caballos para llegar hasta él y lo abrió; pero cuando trató de introducir los hombros por el hueco, sintió una punzada en la espalda que le hizo clavar las uñas en la pared. Fuera, una voz ordenaba que lo buscaran en la cuadra. No tenía tiempo ni fuerzas para salir por la ventana. A la desesperada, corrió hacia la otra pared y se pegó a ella. Lo iban a ver, ya oía sus pasos chapoteando junto a la puerta. Se acurrucó más hasta que el heno le llegó a la cintura, y entonces se le ocurrió que si se enterraba del todo tal vez no repararían en él. Una esperanza absurda, pero se hundió entre la paja como un topo en la tierra y contuvo el aliento.
Los soldados entraron en el establo. Derguín pudo oír sus respiraciones acezantes; al parecer, le tenían más miedo que él a ellos.
—¡Mira, la ventana está abierta! ¡Se ha escapado por allí! —dijo uno de ellos, aliviado.
Los oyó salir, pero no se movió. Luego sonaron más pasos y sintió un miedo que le encogió las entrañas; algo mucho más peligroso que un corueco acababa de entrar al establo.
—¿Dónde está tu amigo? —silbó una voz airada.
Hubo unos segundos de silencio, y luego esa misma voz se acordó de la madre de Derguín mientras salía por la puerta.
Después, Derguín debió de quedarse dormido entre el heno, pues lo siguiente que recordaba, con mucho esfuerzo, era que salía del establo ya por la mañana.
—Todo está embrollado, como en un sueño —le dijo a Tríane, sin abrir los ojos—. Sé que soy yo, pero a la vez soy otra persona. Soy príncipe de Áinar, estoy convencido de que vivo en palacio, de que mi padre es el emperador. —Las palabras le salían a borbotones—. Me llamo Derguín Barok y sé que mi hermano quiere suplantarme, me quiere arrebatar mi puesto y también la Espada de Fuego. Tengo que reunir a mis tropas leales…
Tríane le sacudió por los hombros. Derguín se quedó mirándola como si despertara después de una pesadilla.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué estaba convencido de ser hijo del emperador? ¡Soy un Gorión, no un Barok!
—La respuesta está dentro de ti, si deseas encontrarla.
Derguín se puso de pie y se apartó de Tríane.
—¡No quiero recordar más! Pero… Sé que salí del establo y entré en una taberna. Se habían llevado mi caballo y mis provisiones, y quería comer. Allí luché contra unos hombres, unos soldados. Creo que algunos murieron…
Se apretó las sienes al recordar el olor a sangre y a tripas. Era la primera vez que mataba por propia voluntad y sintió náuseas, porque la única memoria clara que le había quedado era la de aquella pestilencia.
—Después caminé, caminé mucho. Y crucé un puente. Ese puente… Yo creía que era como en un sueño, que no me podrían hacer daño. Pero aquellas flechas se me clavaron y… —Se detuvo y enseñó los dientes en una mueca de dolor—. A veces sueño que estoy en un sitio alto, en una montaña o en una torre, y entonces salto al vacío y vuelo como un dragón. Cuando me hirieron, perdí la espada y me caí de aquel puente, y moví los brazos, pero no volé.
Tríane le abrazó por detrás y le besó en la nuca.
—Déjalo. Cuando el corueco te estrelló contra la pared, te hiciste una brecha en la cabeza. Tu mente estaba confusa. Lo extraño es que sobrevivieras. Mezclaste lo que era real con los pensamientos que te obsesionaban. Olvídalo ya.
Derguín se volvió.
—¿Adonde iba yo? ¿Adonde me conducía aquel puente?
—Ibas hacia el oeste, buscando la Espada de Fuego.
Derguín agachó la cabeza y cerró los ojos, pero los abrió de nuevo al instante. Eran demasiadas imágenes arremolinándose, pasados, presentes y futuros soplando en un vórtice furioso, unos reales, otros imaginados, algunos posibles… Se dejó caer en la hierba, abrumado por el cansancio de todo lo que había pasado y de lo que aún tenía que suceder.
Algo alargado cayó junto a sus rodillas. Tallado en la madera, un guerrero disparaba flechas contra un león de dientes de sable.
—¿No la reconoces?
—Es… Brauna. ¡Mi espada!
Derguín extrajo la hoja de la vaina y la examinó. Había sido pulida de nuevo y brillaba más que nunca. Los ojos se le llenaron de lágrimas al verla, pues la creía perdida en las aguas de un río, o tal vez perdida en un sueño en el que la perdía en las aguas de un río.
—Ahora recuerdo más… Al salir del establo encontré una espada rota. La recogí, porque pensé que era la espada de mi vasallo Kratos May. ¡Mi vasallo, nada menos! Quería llevarle los trozos para que los guardara. Supongo que los extravié cuando caí de aquel puente.
—¿Eso crees?
Derguín levantó la mirada. Tríane le tendía otra espada, enfundada en una vaina de cuero rojizo. Derguín reconoció la empuñadura.
—¡La espada de Kratos!
La extrajo con cuidado y la examinó. Parecía Krima, pero él la recordaba partida en dos fragmentos. Ahora su hoja volvía a estar intacta, brillante, recién pulida. Pero una espada como ésa no se podía reforjar.
—Esto es imposible.
—Toma esto —le dijo Tríane, tendiéndole un gancho—. Compruébalo.
Derguín desmontó la empuñadura de Brauna. En la espiga, junto a la firma del espadista Amintas y las marcas de los Gorión y de los Barok, aparecía un nuevo signo, una T grabada en el alfabeto de los Arcanos. Después examinó la espada de Kratos. Allí encontró la marca de Beorig y, a su izquierda, de nuevo la misteriosa T. Pasó la yema del dedo índice sobre la letra y advirtió que los bordes aún se notaban afilados y desiguales. La marca era reciente.
—¿Qué significa esta firma? ¿Quién ha trabajado en ellas?
—¿Te parece que estas dos espadas son un buen presente, Derguín Gorión?
—Sí, claro, pero es…
—Entonces tú me debes un presente a cambio —contestó Tríane, pegando su cuerpo a él.
Después comieron al pie del sauce y bebieron vino dulce en copas de barro. Derguín se recostó contra el árbol y sin darse cuenta volvió a quedarse dormido. Le despertó un cosquilleo en la mejilla. Manoteó creyendo que era una mosca, pero resultó ser Tríane que jugueteaba con una ramita.
—¡Vamos, perezoso! Es hora de seguir tu camino. ¡La Espada de Fuego te espera!
Derguín se levantó y le preguntó a Tríane por qué tenía tanto interés en que consiguiera la Espada.
—No debe caer en manos de Togul Barok. Sería terrible para nosotros, y también para vosotros.
Derguín la miró con suspicacia. Le dolió que Tríane lo manejara como pieza de ajedrez, al igual que Linar. Pero recordó que poco antes, mientras la poseía sobre la hierba, ella le había mirado a los ojos para decirle muy seria: «Te amo, Derguín Gorión». Pasión de ninfa, capricho de hada, engaño o amor verdadero. Tal vez aquellas palabras significaban algo distinto en los labios de Tríane, pero al escucharlas Derguín había sentido que se hundía en un pozo vertiginoso, y un miedo desconocido se apoderó de él.
Mientras él dormía, Tríane le había preparado un fardo con ropas y provisiones, y también le trajo la manta de piel que le había abrigado mientras se curaba en la cueva. Derguín se vistió, por primera vez en muchos días, al menos en los de su mente. Al cubrirse la piel sintió que estaba cerrando una puerta, que salía del mundo nebuloso y mágico en el que había vagado desde que llegó a Oetos y que volvía a la Tramórea de piedra y barro en la que los hombres luchaban y se mataban por conquistar el poder.
Subieron por el caminito que serpenteaba entre las piedras. Era empinado y resbaladizo, pero las piernas de Derguín entraron en calor enseguida y parecían pedir más esfuerzo. Hicieron alto en una explanada en la que crecían unos cuantos avellanos, y Derguín se volvió. El lago quedaba bastante abajo, acaso a veinte metros o más; desde arriba, sus aguas se veían opacas y duras como malaquita.
Allí los esperaba un hermoso caballo blanco, de remos largos y cabeza orgullosa. No tenía una sola mancha en el cuerpo, salvo un círculo oscuro entre los ojos. Cuando Derguín se acercó a él, el animal le miró a los ojos como si lo examinara. Tríane le acarició el cuello y dijo que se llamaba Riamar. De la boca del animal salió un suave gorjeo que en nada se parecía al relincho de un caballo.
—Es que no es un caballo, sino un unicornio —explicó Tríane.
Derguín enarcó una ceja. Muchas cosas extrañas y difíciles de creer había escuchado aquel día, pero ésta le parecía la más extravagante de todas. En un tono algo displicente, preguntó dónde estaba entonces el cuerno. Tríane le tomó la mano y la guió hacia la frente de Riamar. Allí, al llegar al círculo oscuro, los dedos de Derguín se toparon con algo duro. Le siguió la forma con cuidado y comprobó que, aunque no lo viera, allí había un cuerno fino y tibio, que se retorcía en espiral, tan largo y aguzado como su propia espada.
—Es un unicornio de las tres lunas —le explicó Tríane, con tal naturalidad que Derguín no se atrevió a preguntarle qué tenía de peculiar esa raza—. Por eso ha sobrevivido a los cazadores que buscan los cuernos de estos animales para obtener pócimas y filtros. Debo advertirte que Riamar no es una montura, pero ha aceptado la silla y los estribos para ayudarte a llevar la carga. No necesita bocado ni riendas. Te llevará a donde debas ir.
Tras las explicaciones, Tríane se puso de puntillas y le besó. Riamar apartó la cabeza como si se avergonzara de aquellas efusiones propias de bípedos. Derguín respondió al beso de forma ausente. Tríane se dio cuenta y se apartó.
—¿Qué pasa?
—Tengo que preguntarte algo.
—¿Sí?
—Quiero saber qué ha sido de Kratos. ¿Sigue vivo?
—¿Qué más te da? Tú deja que Riamar te lleve a las montañas y consigue la Espada de Fuego.
—Dímelo. Quiero saberlo.
—¿Por qué? Él es tu rival.
—No lo entiendes. Es mi maestro.
Tríane retrocedió un paso.
—Quiero que seas el Zemalnit. No debes pensar en nada más.
Derguín percibió en sus ojos un filo de dureza que le asustó un poco, pero insistió.
—Dímelo.
—Si tanto te interesa saberlo, fue capturado por un poderoso hechicero, y ahora lo llevan a un castillo llamado Grios. Pero no quiero que vayas allí. Debes ir al noroeste, al paso de Rania, y alejarte de Grios. Contra ese brujo la espada no te valdrá de nada, y yo no podría ayudarte aunque quisiera.
Derguín la abrazó, pues no quería verle los ojos. El cuerpo de Tríane se envaró bajo sus brazos, pero cuando le frotó la espalda y pegó los labios a su cuello, se relajó y volvió a sonreír.
—Suerte, Derguín. Cuando llegue el momento, recuerda que eres mi campeón. Debes serme fiel.
Se despidió de él con un beso fugaz, y después corrió hacia la espesura y antes de que Derguín se diera cuenta ya se había perdido entre las sombras de los árboles.
Derguín no tardó en darse cuenta de que Riamar no era una montura cualquiera. Por fragoso que fuera el terreno, el unicornio se movía como si en lugar de cascos tuviera alas y flotara a unas pulgadas del suelo.
Poco después de despedirse de Tríane, coronaron una loma que ofrecía una amplia vista de los alrededores. Derguín desmontó. El sol empezaba a vencerse hacia el oeste, donde las nubes se amontonaban cada vez más tupidas, pero aún demasiado altas para amenazar lluvia. Hacia allá, el paisaje se quebraba en línea tras línea de olas verdes y cobrizas, sembradas de rocas y picachos que rompían como dientes lejanos y amenazadores. A la izquierda de Derguín, a unos tres kilómetros, el terreno se hundía en una larga zanja que corría hacia el oeste. Aunque ya no tenía los mapas de Tarondas, pensó que era el río Feluis. Su curso era una buena guía para orientarse hacia la Sierra Virgen.
Había llegado el momento de tomar una decisión. Hasta entonces, todas le habían sido impuestas por los demás. Linar, Mikha y Kratos habían aparecido en Zirna para llevarlo casi a rastras a Koras. Mientras se entrenaba para el examen no había tenido tiempo para pensar, y después, casi sin darse cuenta, se había embarcado en el certamen por la Espada de Fuego. Todo se había precipitado fuera de su control, hasta el punto de que había llegado a creer que era otra persona.
—¿Por qué creía llamarme Derguín Barok? ¿Me lo puedes decir tú, Riamar?
El animal le miró como si pudiera entenderlo. Pero Derguín prefirió olvidar aquellos pensamientos que lo relacionaban con el príncipe, pues eran demasiado inquietantes.
A su alrededor, los álamos levantaban sus ramas desnudas hacia el cielo, como dedos esqueléticos; pero las hojas de robles y castaños estaban teñidas de oro y cobre. El otoño aún no había dado paso al invierno. Tríane no le había mentido, todavía podía conseguir la Espada de Fuego. La cuestión era si de verdad deseaba convertirse en el Zemalnit. Es decir, si lo deseaba tanto como para arrostrar aún un largo viaje, más allá de unas montañas que ni siquiera conocía, y enfrentarse a peligros tal vez peores que los que había sufrido. La cuestión era si lo deseaba tanto como para derramar sangre, para matar de nuevo.
Aunque desde aquella loma no se distinguían senderos ni trochas, Derguín veía ante sí tres caminos. El primero, el de la seguridad, conducía al este, de regreso a su casa o a alguna otra ciudad Ritiona donde pudiera ejercer como maestro de la espada ahora que lucía las siete marcas rojas. El segundo era el de la gloria, y lo llevaba al noroeste, para llegar hasta las montañas sin acercarse al castillo de Grios, cruzar el paso de Rania, las tierras ignotas de poniente, y al final, arribar a la isla de Arak.
Pero el camino del deber, el tercero, viajaba paralelo al río Feluis y conducía a una fortaleza casi al pie de las montañas. Allí estaba Kratos May. Su maestro, al que debía cuidado y veneración. Su amigo, al que había jurado ayudar hasta que sólo quedaran ellos dos en el certamen. Pero también el mayor Tahedorán de Tramórea, el más peligroso de los rivales, el hombre que, cuando se enfrentaran por ver quién de los dos se convertía en el Zemalnit, tal vez le quitaría la vida.
Al pensar en cualquiera de los dos senderos que llevaban al oeste las tripas se le contraían. Sólo se sentía tranquilo al volver la mirada hacia el este. ¿Qué hacer?
Al final volvió a montar sobre Riamar, se agachó junto a su cuello, lo palmeó y le susurró al oído:
—Llévame a donde mi corazón quiera ir.